Omar G. Villegas's Blog, page 5
May 19, 2017
Complicidades: el chef René T. Villarreal comparte la receta de una sopa de cuento de hadas
1. PROEMIO
La cocina y la literatura infantil son dos de mis grandes amores. Alguna vez quise ser chef, algún día quiero publicar un libro para niños. Si tuviera que elegir, Hans Christian Andersen sería mi escritor favorito. Lo adoro tanto como a sus personajes, unos outsiders entrañables y extraordinarios que se han convertido en mi inspiración, mi refugio, mi referencia. Particularmente “El patito feo”. ¿Qué tiene que ver todo esto con esta complicidad con el chef René T. Villarreal (Ciudad de México, 1980)? Que me envió una receta que nació con la intención de formar parte de un libro de cuentos para niños. ¡Yo no podría ser más feliz por esta coincidencia! No conozco a fondo la relación de René con la cocina o su ideario salvo por sus comentarios en redes sociales. Pero eso me bastó para pedirle que fuera parte de este diálogo. Porque, ahora constato, tiene una relación ardiente, afectuosa con la cocina. Para mí cocinar es un ejercicio de relajación, de serenidad. La elección de ingredientes tiene que ver con ello. No uso ajo ni cebolla. No combino tantos sabores. Tampoco lo hago porque no sé. Pero René sí y tiene intuición para ello. Se necesita la convergencia de los sentidos y la razón para revelar sabores. La acamaya, según leo en notas periodísticas, es un crustáceo de agua dulce poco conocido en México donde se encuentra en Veracruz, Tamaulipas y la Huasteca queretana. Así que René está enriqueciendo nuestro paladar, nuestro catálogo de sabores. Cocinar es crear, pero con un fin más bello, sublime, generoso. Alimentar a otros. Demostrar cariño. Seducir. Lastimar en un caso contrario (y extremo) que sólo aplicaría cuando se quiere envenenar. ¿De qué trataría un cuento para niños protagonizado por una acamaya? Le imagino perfectamente con la personalidad outsider de los personajes de Andersen. Tendría que vivir en un río aunque anhelando el mar. No sé si las acamayas puedan sobrevivir en agua salada. Quizá nuestra acamaya tendría un amor en el océano. Un camarón posiblemente. O estaría invadida por una curiosidad irrefrenable, como esa que se requiere al cocinar.
2. LA VOZ DE RENÉ T. VILLARREAL
Esta receta es una recopilación de ideas que tuve con una cocinera veracruzana hace ya muchos años y la historia va más o menos así: una gran amiga estaba buscando publicar una serie de cuentos infantiles cuyo hilo conductor era que sucedían en la cocina. Después de algunas pláticas acordamos crear algunas recetas para acompañar sus cuentos en caso de que, quien le leyera el cuento al niño, decidiera cocinarle el platillo y complementar la experiencia. Como suele suceder en el mundo editorial, el libro sufrió muchas modificaciones y entre ellas, las recetas no fueron incluidas. Yo estaba muy triste y mi cocinera me dijo: vamos a prepararla chef, va a ver que se va a volver parte de nuestro menú; y si no, por lo menos ya nos echamos un buen caldito. La hicimos y, en efecto, me sentí mucho mejor al instante. No se volvió parte del menú, porque las Acamayas no eran parte del concepto del negocio, pero se convirtió en una de mis recetas favoritas que preparo en ocasiones especiales, reuniones de amigos o cuando quiero sentirme un poquito mejor.
3. LA OBRA
Sopa de Acamayas con Zanahoria
Por René T. Villarreal
Para este caldo hay dos opciones: limpiar las acamayas y ocupar su carcaza para el caldo ó conseguir carcaza de acamaya o camarón para dejar las acamayas enteras. Sugiero la segunda.
Ingredientes:
2 kg de acamayas
100 gr camarón en polvo
500 kg zanahoria
500 gr papa
1 cebolla
2 dientes de ajo
4 chiles guajillo
1 manojo de epazote
2 cucharadas de aceite
Sal de mar
Limones
Modo de elaboración:
Limpie perfectamente las acamayas bajo el chorro de agua fría. Métalas a una olla con agua hirviendo y un poco de sal y deje cocer por 5 minutos. Sáquelas y reserve el caldo.
Limpie y pele las zanahorias y las papas. Córtelas en cubos pequeños.
Limpie el chile guajillo retirándole todas las semillas. Póngalo a tostar en un comal.
En una olla, ponga a sofreír la cebolla y el ajo toscamente picados. En cuanto estén ligeramente dorados, agregue las carcazas de las acamayas y/o de camarón y mueva constantemente hasta que obtengan un tono dorado.
Agregue el caldo en el que se cocieron las acamayas, el camarón en polvo y el chile guajillo. Y deje que hierva por 10 minutos. Retirar las carcazas, licuar todo y regresar al fuego.
Agregue los cubos de zanahoria y papa, las acamayas precocidas, el manojo de epazote y deje cocinar por 10 minutos más o hasta que la verdura esté bien cocida.
Servir muy caliente acompañada de limón.


May 17, 2017
Complicidades: Ángel Valenzuela desnuda a su yo poeta
1. PROEMIO
Conocí a Ángel Valenzuela (Ciudad Juárez, 1979) hace unos tres años. Fue en una función de la estupenda adaptación teatral que hizo Kerim Martínez de “El retrato de Dorian Grey” en el Teatro Cuauhtémoc del IMSS. En esa función también estaba Sergio R. Blanco, quien fue compañero de generación de Ángel en la beca de Jóvenes Creadores del FONCA. Todos nos hemos convertido en amigos. Solemos coincidir en eventos y fiestas. La primera impresión que me dio Ángel y que mantengo es la de alguien que ha hecho de la literatura el leitmotiv de su existencia. Suena a reiteración, a cliché, a lo que siempre se dice de alguien que se dedica a escribir. Pero a estas alturas puedo decir que no aplica a todos los que escriben o han publicado empezando por mí que, como decía Pedro Lemebel, “no me gusta la gente que habla de literatura, me aburre”. No tengo una relación tan apasionada y vital con la literatura como Ángel. Al inicio me costó conectar con un chico que actuaba todo el tiempo como escritor. No sé si a Ángel le ocurrió algo parecido conmigo por las razones contrarias. Pausadamente fui entendiéndolo. Abrazándolo. Admirándolo por ello. Porque ser escritor exige más que una pose. Escribir. Y él lo hace consuetudinariamente. Suena a sinsentido pero no lo es. No todo autor juguetea sin descanso, disciplinado, con las letras. Me he adentrado en la obra de Ángel y encuentro a un autor dedicado, talentoso, perfeccionista. Descubro que, como yo, tiene una fascinación por el mar, por sus orígenes. Él fronterizo, yo suburbial. Ambos periféricos. Alquimistas de la brevedad. Curiosos del erotismo masculino. Solo me queda agradecerle que haya compartido estos poemas inéditos conmigo, uno de sus lectores.
2. LA VOZ DE ÁNGEL VALENZUELA
Siempre me he considerado narrador, no poeta. Sin embargo, ocasionalmente, alguna idea surge en forma de poemas —les llamo así, a falta de una mejor palabra para nombrar a esta colección de ideas sueltas—. Con el tiempo comencé a notar que había un hilo conductor en estos textos breves: la casa y todo lo que encierra. En mi caso es el desierto, el mar, la familia, la pareja. La casa ha sido un tema importante para mí en los últimos años, desde que abandoné mi ciudad de origen para mudarme a la Ciudad de México, hasta perder la casa familiar. Estos textos surgen ante la necesidad de una reconciliación con todo lo que soy, son una respuesta a la constante reconfiguración de mis relaciones con Ciudad Juárez y mi gente. “Desiertos Mares” es una carta de amor a todos ellos.
3.LA OBRA
DESIERTOS MARES
Por Ángel Valenzuela
Se dice que estos bancos de arena
alguna vez alojaron las aguas
desiertos mares.
Quizás por eso llevo
—yo, que nací de este árido norte—
la sal en la piel
el mar en mis añoranzas
como quien sueña con volver
al origen.
***
El viento la sacude; ella persiste
y prepara el café, cada mañana
Madre es montaña que se yergue
en medio del desierto
extiende sus brazos como ríos
en sus faldas todo florece.
***
Allá donde no hay agua
donde la tierra lleva el sol a cuestas
hay palabras que guardan mares
en las lenguas de los hombres
Uno bebe a riesgo de saciarse o ahogarse en ellas.
Cruzamos palabras
para cruzar desiertos.
***
Esta casa es recuerdo
recuerdo es polvareda
polvareda es tiempo
Esta casa es impermanencia.
***
María Luisa que sin reparos dejó la tierra y no echó a llorar porque cada día la barriga le creciera más. Tres de la mano y otro en camino, María Luisa, que amasa y amasa en la cocina, que siempre tiene un plato de frijoles para dar a quien llegue sin anunciarse, que sale a vender el pan y regresa con la cesta vacía. María Luisa cansada, que busca refugio en el sillón y teje: es su mano la que une los hilos de su familia.
***
Estas calles pobladas
de fantasmas las sé
el rocío sobre el mezquite
la biznaga el viento sé
este río y este valle
de cierto los sé
Esta casa
(sobre todo esta casa)
que ya no es mía
la sé.
***
Estos hilos que unen mi nombre
a las dunas desnudas
estos hilos tensos
siempre a punto de romperse
Los tomo en mis manos
corto estos hilos
aun me rehuso a dejarlos
a soltar los extremos
de estos hilos.
***
Estoy mocha, se lamenta Teresa.
Ella, que fue madre antes de ser madre
que dio a sus sobrinos la leche
de ese seno al que ahora guarda luto.
Estoy mocha, se lamenta.
Busca consuelo en las otras
mujeres de la familia.
Yo nunca la había visto más entera.
***
Y alejarnos de los nombres
que tienden sus hilos
que urden, que mienten
y encontrarnos luego
en el grito de tu tacto
en el retrato involuntario
de los cuerpos desnudos
al dormir.
***
Nunca termino de sacudir
el polvo de esta casa
Abrir las ventanas
se ha vuelto un acto de fe:
las tolvaneras de la memoria
la sed de los días
terminarán por vencerme.


May 15, 2017
Testimonio: El profe Omar
Es Día del Maestro. Por supuesto que agradezco a todos y cada uno de mis profesores por educarme. O al menos por curtirme (uno que otra) con su desdén o su maledicencia, con su frustración o prejuicios proyectados. Pero también agradezco al puñado de alumnos que he tenido como docente.
Antes de dar clases de periodismo un semestre en la Ibero tuve alguna que otra anécdota como profesor. La más cercana a lo que hice como maestro universitario fue en el Servicio Militar en el Estado de México cuando comenzaba la licenciatura en Comunicación y Periodismo en la entonces ENEP Aragón a finales de los 90. Di clases de español a compañeros que no habían terminado su educación básica. Sin experiencia alguna, tímido y desganado en el ambiente castrense, esa actividad fue desconcertante. Me faltaba formación y seguridad. Secretos para compartir el conocimiento. Es por eso que la considero solo una historia que contar. Sí me la tomé en serio, pero en ocasiones no basta con el empeño.
Años más tarde, el año pasado para ser exactos, surgió la invitación a ser profesor en la prestigiosa y costosa Universidad Iberoamericana. Tiempo atrás estuve a punto de estudiar ahí. No sucedió. Siempre he admirado la formación jesuita y colaborar en esa institución me emocionaba, aunque también me imponía. Acepté inmediatamente aun cuando tenía dudas de mi capacidad. Uno de mis grandes sinos es pensar que no tengo la suficiente pericia. Olvido que nadie nace sabiendo. Y que he invertido años estudiando. Trabajando.
Tuve poco tiempo para prepararme, pero desde que acepté y hasta el último día de clases del semestre la labor docente ocupó la mayor parte de mis reflexiones y ocupaciones. La tomé muy a pecho. Programé y preparé mis clases obsesivamente.
El primer día de clases los nervios me tamborileaban todo el cuerpo. Como es mi costumbre ante un hecho relevante no pude dormir durante días, repasaba una y otra vez en mi cabeza lo que diría, lo que haría, todas las sugerencias que otros profesores y amigos me habían dado y que traté de seguir al pie de la letra. A instantes me acordaba de mis años universitarios pero de inmediato me arrepentía de ello porque solo me provocaba ganas de huir.
Cuando conocí a mis alumnos me sentí un poco impresionado. Y eso que eran unos cuántos en un salón pequeño y equipado. Ya imagino la angustia de un profesor novato ante grupos de cien personas en las universidades públicas.
Los saludé, me presenté y desde ese momento comenzó una de las etapas más aleccionadoras y ricas de mi vida. Tener contacto con mis jovencísimos colegas (porque antes que alumnos los consideraba unos colegas) me orilló a repensar mi propio actuar profesional, me exigió congruencia, honestidad, reevaluación, revaloración. Me hizo reencontrarme con mi oficio. Y este ejercicio de revisión es dificilísimo de llevar a cabo cuando uno está imbuido por el demandante, desgastante, vicioso y debilitante ajetreo laboral.
Yo le agradezco a los chicos por ello. Por ponerme a prueba. Por su paciencia y por sus cuestionamientos. Por su cara de incredulidad o hartazgo. Por alguna que otra sonrisa y anécdota. Por hacerme pensar todo en términos de aprendizaje, de lecciones para compartir, de conocimiento. Temo que fui yo quien aprendió más como docente. Pero confío en su inteligencia y en la de sus otros profesores para que, a su vez, ellos puedan tener una visión tan extraordinaria del mundo como la que yo tengo ahora.
Me he preguntado si debí hacerlo de otra forma. Si lo hice “bien”. Quién sabe. Pero eso es parte de la enseñanza: el aprendizaje. Aún no sé si tengo vocación y habilidad docentes, pero de lo que sí estoy seguro es que repetiría la experiencia y que, como decía, hoy más que nunca le agradezco a todos mis profesores. Especialmente a aquellos que dedicaron alguno que otros desvelo o fin de semana a hurdir formas para yo aprendiera algo. Lo que sea. Gracias a ellos soy una persona orgullosa de mí mismo (a pesar de mí mismo).


El profe Omar
Es Día del Maestro. Por supuesto que agradezco a todos y cada uno de mis profesores por educarme. O al menos por curtirme (uno que otra) con su desdén o su maledicencia, con su frustración o prejuicios proyectados. Pero también agradezco al puñado de alumnos que he tenido como docente.
Antes de dar clases de periodismo un semestre en la Ibero tuve alguna que otra anécdota como profesor. La más cercana a lo que hice como maestro universitario fue en el Servicio Militar en el Estado de México cuando comenzaba la licenciatura en Comunicación y Periodismo en la entonces ENEP Aragón a finales de los 90. Di clases de español a compañeros que no habían terminado su educación básica. Sin experiencia alguna, tímido y desganado en el ambiente castrense, esa actividad fue desconcertante. Me faltaba formación y seguridad. Secretos para compartir el conocimiento. Es por eso que la considero solo una historia que contar. Sí me la tomé en serio, pero en ocasiones no basta con el empeño.
Años más tarde, el año pasado para ser exactos, surgió la invitación a ser profesor en la prestigiosa y costosa Universidad Iberoamericana. Tiempo atrás estuve a punto de estudiar ahí. No sucedió. Siempre he admirado la formación jesuita y colaborar en esa institución me emocionaba, aunque también me imponía. Acepté inmediatamente aun cuando tenía dudas de mi capacidad. Uno de mis grandes sinos es pensar que no tengo la suficiente pericia. Olvido que nadie nace sabiendo. Y que he invertido años estudiando. Trabajando.
Tuve poco tiempo para prepararme, pero desde que acepté y hasta el último día de clases del semestre la labor docente ocupó la mayor parte de mis reflexiones y ocupaciones. La tomé muy a pecho. Programé y preparé mis clases obsesivamente.
El primer día de clases los nervios me tamborileaban todo el cuerpo. Como es mi costumbre ante un hecho relevante no pude dormir durante días, repasaba una y otra vez en mi cabeza lo que diría, lo que haría, todas las sugerencias que otros profesores y amigos me habían dado y que traté de seguir al pie de la letra. A instantes me acordaba de mis años universitarios pero de inmediato me arrepentía de ello porque solo me provocaba ganas de huir.
Cuando conocí a mis alumnos me sentí un poco impresionado. Y eso que eran unos cuántos en un salón pequeño y equipado. Ya imagino la angustia de un profesor novato ante grupos de cien personas en las universidades públicas.
Los saludé, me presenté y desde ese momento comenzó una de las etapas más aleccionadoras y ricas de mi vida. Tener contacto con mis jovencísimos colegas (porque antes que alumnos los consideraba unos colegas) me orilló a repensar mi propio actuar profesional, me exigió congruencia, honestidad, reevaluación, revaloración. Me hizo reencontrarme con mi oficio. Y este ejercicio de revisión es dificilísimo de llevar a cabo cuando uno está imbuido por el demandante, desgastante, vicioso y debilitante ajetreo laboral.
Yo le agradezco a los chicos por ello. Por ponerme a prueba. Por su paciencia y por sus cuestionamientos. Por su cara de incredulidad o hartazgo. Por alguna que otra sonrisa y anécdota. Por hacerme pensar todo en términos de aprendizaje, de lecciones para compartir, de conocimiento. Temo que fui yo quien aprendió más como docente. Pero confío en su inteligencia y en la de sus otros profesores para que, a su vez, ellos puedan tener una visión tan extraordinaria del mundo como la que yo tengo ahora.
Me he preguntado si debí hacerlo de otra forma. Si lo hice “bien”. Quién sabe. Pero eso es parte de la enseñanza: el aprendizaje. Aún no sé si tengo vocación y habilidad docentes, pero de lo que sí estoy seguro es que repetiría la experiencia y que, como decía, hoy más que nunca le agradezco a todos mis profesores. Especialmente a aquellos que dedicaron alguno que otros desvelo o fin de semana a hurdir formas para yo aprendiera algo. Lo que sea. Gracias a ellos soy una persona orgullosa de mí mismo (a pesar de mí mismo).


May 10, 2017
Testimonio: Mi relación con mamá
Hoy es Día de las Madres en México y los medios de comunicación llenan de agradecimientos (necesarios) y cursilería (innecesaria) la programación. Mensajes (indispensables) de amor y reconocimiento a las mamás. Siempre lo mismo. Solo que esta vez noté que cuando se habla de las mamás se suele hacer en pasado. A la relación con ellas cuando todos eran niños, aun cuando estén con vida. Yo prefiero hablar de mi madre en presente.
Así como me pasa con mi infancia, que no idealizo ni recuerdo bien, mi trato de niño con mi madre está algo desdibujado. Se remite a las consabidas anécdotas a las que todos recurrimos: el cuidado en la enfermedad o el chanclazo, el apapacho o el regaño, la comida favorita, el grito de reprobación o de apoyo. En fin. Todos los clichés que este día se escuchan una y otra vez.
Sin embargo, yo disfruto mucho mi relación actual con mi madre. También con mi padre y mis hermanos. Ya adultos, ya más serenos, ya con alguna que otra lección aprendida en la vida. Sin los agobios del dinero que no alcanza, de los conflictos de la convivencia, del estrés de la sobrevivencia, del desasosiego por el futuro, del acecho del pasado, de los reclamos del presente. Sin los vicios ni manías ni disfunciones en esplendor. Hoy, creo, todos hemos hallado la forma de dominarlos y ello hace que nuestra relación sea más gozosa, respetuosa, lo necesariamente pudorosa, lo prudentemente distante pero atenta.
Yo prefiero hablar de mi madre en presente porque es la relación que hoy tengo con ella. Ahora que platicamos como verdaderos cómplices o nos enfrentamos como dos debatientes antes de la elección. Ahora que nos decimos te amo sin pena y también nos vamos a tomar una copa de vino para brindar y actualizarnos. Ahora que respondemos con sinceridad la pregunta “¿cómo estás?” o nos escuchamos. Ahora que nos llamamos cuando queremos saber de nosotros y guardamos silencio y nos alejamos, sin reproches, cuando necesitamos nuestro espacio de soledad. Ahora que nos hacemos bromas y nos cuestionamos con ferocidad. Ahora que nos sinceramos, que nos conocemos y somos capaces de entendernos con un solo gesto. Ahora que valoramos nuestro tiempo juntos. Ahora que tenemos alguna que otra claridad, como saber que nos queremos así sin más.


Sobre mi relación con mamá a propósito del Día de las Madres
Hoy es Día de las Madres en México y los medios de comunicación llenan de agradecimientos (necesarios) y cursilería (innecesaria) la programación. Mensajes (indispensables) de amor y reconocimiento a las mamás. Siempre lo mismo. Solo que esta vez noté que cuando se habla de las mamás se suele hacer en pasado. A la relación con ellas cuando todos eran niños, aun cuando estén con vida. Yo prefiero hablar de mi madre en presente.
Así como me pasa con mi infancia, que no idealizo ni recuerdo bien, mi trato de niño con mi madre está algo desdibujado. Se remite a las consabidas anécdotas a las que todos recurrimos: el cuidado en la enfermedad o el chanclazo, el apapacho o el regaño, la comida favorita, el grito de reprobación o de apoyo. En fin. Todos los clichés que este día se escuchan una y otra vez.
Sin embargo, yo disfruto mucho mi relación actual con mi madre. También con mi padre y mis hermanos. Ya adultos, ya más serenos, ya con alguna que otra lección aprendida en la vida. Sin los agobios del dinero que no alcanza, de los conflictos de la convivencia, del estrés de la sobrevivencia, del desasosiego por el futuro, del acecho del pasado, de los reclamos del presente. Sin los vicios ni manías ni disfunciones en esplendor. Hoy, creo, todos hemos hallado la forma de dominarlos y ello hace que nuestra relación sea más gozosa, respetuosa, lo necesariamente pudorosa, lo prudentemente distante pero atenta.
Yo prefiero hablar de mi madre en presente porque es la relación que hoy tengo con ella. Ahora que platicamos como verdaderos cómplices o nos enfrentamos como dos debatientes antes de la elección. Ahora que nos decimos te amo sin pena y también nos vamos a tomar una copa de vino para brindar y actualizarnos. Ahora que respondemos con sinceridad la pregunta “¿cómo estás?” o nos escuchamos. Ahora que nos llamamos cuando queremos saber de nosotros y guardamos silencio y nos alejamos, sin reproches, cuando necesitamos nuestro espacio de soledad. Ahora que nos hacemos bromas y nos cuestionamos con ferocidad. Ahora que nos sinceramos, que nos conocemos y somos capaces de entendernos con un solo gesto. Ahora que valoramos nuestro tiempo juntos. Ahora que tenemos alguna que otra claridad, como saber que nos queremos así sin más.


May 9, 2017
Crónica: Mi encuentro con un extraño en el metro
En el metro de la Ciudad de México hay personajes infaltables como aquellos señores desaliñados, sucios, con bolsas negras llenas de quién sabe qué en las manos, que van hablando solos. Las mayoría de las veces le hablan al aire, la mayoría de las veces los evitamos en ese impulso urbano de ignorar todo aquello que trastoque nuestra desquiciante rutina o nos incomode. Algunos son agresivos. Otros no. Hace unos días conversé con uno de estos últimos. Ed. Creo que así me dijo que se llamaba.
Esa mañana entré al metro con un paraguas y la poesía completa de José Emilio Pacheco en una mano. Me acomodé dispuesto a soportar otro trayecto en el transporte público. Al lado estaba Ed. Ed era bajito y delgado. Llevaba ropa muy grande para su tamaño. Sucia como sus manos. Una gran bolsa negra de plástico que puso bajo un asiento. No tenía todos sus dientes y los que tenía estaban sucios.
De pronto Ed me señaló y me preguntó por el título del libro. Le mostré la portada y le dije que se titulaba “Tarde o temprano”. Él respondió: “Eso que ni qué”. Fue así que comenzó una charla inesperada que duraría 12 estaciones hasta el final de línea. No sé si Ed también iba hacia allá, pero se bajó ahí.
Ed comenzó a decir anécdotas aparentemente inconexas. Me advirtió de la posibilidad de que cayeran meteoritos sobre la Tierra. Le respondí que efectivamente era posible aunque poco probable. Me recordó que ya había pasado. Que un meteorito se había estrellado en México. “Sí, en Yucatán”, le dije. Se preguntó sobre qué habrían visto las personas entonces. “No, señor, entonces no había personas”, le dije. “¿No verdad? Fue hace millones de años”, replicó. “Así es”, le dije. Entonces él comentó que había changos y dinosaurios. Le confirmé que dinosaurios sí.
Más tarde me dijo que había transbordado en Balderas en hora pico. Gentío de gentíos. Se quejó de que junto a él se puso una chica que comenzó a clavarle el codo y a pegarle, pero que afortunadamente otra muchacha, “frondosa, fuerte”, entró en escena y enfrentó a la agresiva. “Se salieron peleando”, me dijo Ed lamentándose. Yo le dije que no, que muy mal porque nadie tenía por qué pegarle. Que qué bueno que la otra chica lo defendió.
El metro seguía su andar. Yo sudaba por el calor y también un poco por los nervios de que todo mundo me veía con algo de incredulidad y mucha reprobación. Seguramente por darle alas a Ed.
Se desocupó un asiento y Ed lo ocupó. Había quedado más lejos de mí, pero aun así siguió hablándome. Me pidió el libro para hojearlo y se lo presté. Le dije que si quería lo podía ir leyendo en el camino o, si le llamaba tanto la atención, se lo regalaba. “¡No! ¡Cómo crees!”, respondió para mi alivio, más que por el precio porque no sé si esa edición siga siendo conseguible.
“¿Cuánto te costó?”, me preguntó Ed señalando el libro. “No tanto”, le dije. “¿Cuánto?”, insistió. “No recuerdo. Como 200 pesos”, le dije. “Bueno, 200 pesos son 200 pesos”, respondió. “Eso sí. En eso tiene razón”, aprobé. Ed leyó títulos, dedicatorias, fechas. Comenzó a preguntarme como un niño. “¿Cuándo se editó? ¿Quién era el autor?”. Luego afirmó que José Emilio y “esa gente” eran sabios. Le dije que sí. Que José Emilio era ciertamente un señorón. Leyó por ahí el nombre Vargas Llosa y entonces me preguntó si de él era “La ciudad y los perros”. “Efectivamente”, comenté. Luego me preguntó qué otros títulos eran de Vargas Llosa.
Se desocupó el asiento de al lado de Ed y me senté. Ed continuó preguntándome de todo un poco. Alrededor pululaban las risitas y las miradas. De pronto Ed empezó a hablar de libros y autores. A ponerme a prueba sobre frases célebres y escritores. Salieron a relucir Marguerite Yourcenar y Simón Bolivar, Simone de Beauvoir y Sartre. Ed me platicó que le gusta leer. Que de niño una vez le regalaron unos libros y los leyó todos. Aunque me aclaró: “Yo quería otra cosa”. “Un juguete”, pensé.
Varias de las referencias que Ed me cuestionó no las supe. “Dígame usted, que bien que sabe”, comencé a responderle. Me preguntó sobre calles de la ciudad y monumentos. Algunos tampoco supe dónde estaban.
Ed me preguntó a qué me dedicaba. “Soy periodista”, le respondí. “Pero, ¿periodista de qué? Porque el periodismo es muy amplio”, me dijo. Le dije que de entretenimiento. “¿Y qué noticias hay hoy?”, me preguntó. “Apenas voy a ver para ponerme a escribir”, le comenté. “¿En su correo, verdad?”, me preguntó. “Así es”, le respondí. Luego me preguntó si todavía iba lejos. “Sí. Hasta el Ajusco”, le respondí. “Huy, muy lejos. Yo también voy muy lejos”, me dijo. “Y ya se me hizo muy tarde”.
Ed y yo platicamos. O más bien dejé que él me platicara. Me compartió frases que él se atribuía. “Cuando no tengas nada que hacer, ponte a hacer algo”. Quedé realmente sorprendido por la memoria e inteligencia de un hombre que en un momento dado renunció a todo. A lo que extrañamente entendemos como cordura. Al llegar a la estación final le deseé buen día y le di una palmadita en un hombro. Ed hizo lo mismo. Me eché a andar. Cuando ya iba subiendo las escaleras fuera del andén volteé rápidamente a ver a Ed y se había quedado de pie mirando alrededor como tratando de reconocer dónde estaba. Había vuelto a aquel mundo de confusión del que salió por unos momentos.


Mi encuentro con un extraño en el metro
En el metro de la Ciudad de México hay personajes infaltables como aquellos señores desaliñados, sucios, con bolsas negras llenas de quién sabe qué en las manos, que van hablando solos. Las mayoría de las veces le hablan al aire, la mayoría de las veces los evitamos en ese impulso urbano de ignorar todo aquello que trastoque nuestra desquiciante rutina o nos incomode. Algunos son agresivos. Otros no. Hace unos días conversé con uno de estos últimos. Ed. Creo que así me dijo que se llamaba.
Esa mañana entré al metro con un paraguas y la poesía completa de José Emilio Pacheco en una mano. Me acomodé dispuesto a soportar otro trayecto en el transporte público. Al lado estaba Ed. Ed era bajito y delgado. Llevaba ropa muy grande para su tamaño. Sucia como sus manos. Una gran bolsa negra de plástico que puso bajo un asiento. No tenía todos sus dientes y los que tenía estaban sucios.
De pronto Ed me señaló y me preguntó por el título del libro. Le mostré la portada y le dije que se titulaba “Tarde o temprano”. Él respondió: “Eso que ni qué”. Fue así que comenzó una charla inesperada que duraría 12 estaciones hasta el final de línea. No sé si Ed también iba hacia allá, pero se bajó ahí.
Ed comenzó a decir anécdotas aparentemente inconexas. Me advirtió de la posibilidad de que cayeran meteoritos sobre la Tierra. Le respondí que efectivamente era posible aunque poco probable. Me recordó que ya había pasado. Que un meteorito se había estrellado en México. “Sí, en Yucatán”, le dije. Se preguntó sobre qué habrían visto las personas entonces. “No, señor, entonces no había personas”, le dije. “¿No verdad? Fue hace millones de años”, replicó. “Así es”, le dije. Entonces él comentó que había changos y dinosaurios. Le confirmé que dinosaurios sí.
Más tarde me dijo que había transbordado en Balderas en hora pico. Gentío de gentíos. Se quejó de que junto a él se puso una chica que comenzó a clavarle el codo y a pegarle, pero que afortunadamente otra muchacha, “frondosa, fuerte”, entró en escena y enfrentó a la agresiva. “Se salieron peleando”, me dijo Ed lamentándose. Yo le dije que no, que muy mal porque nadie tenía por qué pegarle. Que qué bueno que la otra chica lo defendió.
El metro seguía su andar. Yo sudaba por el calor y también un poco por los nervios de que todo mundo me veía con algo de incredulidad y mucha reprobación. Seguramente por darle alas a Ed.
Se desocupó un asiento y Ed lo ocupó. Había quedado más lejos de mí, pero aun así siguió hablándome. Me pidió el libro para hojearlo y se lo presté. Le dije que si quería lo podía ir leyendo en el camino o, si le llamaba tanto la atención, se lo regalaba. “¡No! ¡Cómo crees!”, respondió para mi alivio, más que por el precio porque no sé si esa edición siga siendo conseguible.
“¿Cuánto te costó?”, me preguntó Ed señalando el libro. “No tanto”, le dije. “¿Cuánto?”, insistió. “No recuerdo. Como 200 pesos”, le dije. “Bueno, 200 pesos son 200 pesos”, respondió. “Eso sí. En eso tiene razón”, aprobé. Ed leyó títulos, dedicatorias, fechas. Comenzó a preguntarme como un niño. “¿Cuándo se editó? ¿Quién era el autor?”. Luego afirmó que José Emilio y “esa gente” eran sabios. Le dije que sí. Que José Emilio era ciertamente un señorón. Leyó por ahí el nombre Vargas Llosa y entonces me preguntó si de él era “La ciudad y los perros”. “Efectivamente”, comenté. Luego me preguntó qué otros títulos eran de Vargas Llosa.
Se desocupó el asiento de al lado de Ed y me senté. Ed continuó preguntándome de todo un poco. Alrededor pululaban las risitas y las miradas. De pronto Ed empezó a hablar de libros y autores. A ponerme a prueba sobre frases célebres y escritores. Salieron a relucir Marguerite Yourcenar y Simón Bolivar, Simone de Beauvoir y Sartre. Ed me platicó que le gusta leer. Que de niño una vez le regalaron unos libros y los leyó todos. Aunque me aclaró: “Yo quería otra cosa”. “Un juguete”, pensé.
Varias de las referencias que Ed me cuestionó no las supe. “Dígame usted, que bien que sabe”, comencé a responderle. Me preguntó sobre calles de la ciudad y monumentos. Algunos tampoco supe dónde estaban.
Ed me preguntó a qué me dedicaba. “Soy periodista”, le respondí. “Pero, ¿periodista de qué? Porque el periodismo es muy amplio”, me dijo. Le dije que de entretenimiento. “¿Y qué noticias hay hoy?”, me preguntó. “Apenas voy a ver para ponerme a escribir”, le comenté. “¿En su correo, verdad?”, me preguntó. “Así es”, le respondí. Luego me preguntó si todavía iba lejos. “Sí. Hasta el Ajusco”, le respondí. “Huy, muy lejos. Yo también voy muy lejos”, me dijo. “Y ya se me hizo muy tarde”.
Ed y yo platicamos. O más bien dejé que él me platicara. Me compartió frases que él se atribuía. “Cuando no tengas nada que hacer, ponte a hacer algo”. Quedé realmente sorprendido por la memoria e inteligencia de un hombre que en un momento dado renunció a todo. A lo que extrañamente entendemos como cordura. Al llegar a la estación final le deseé buen día y le di una palmadita en un hombro. Ed hizo lo mismo. Me eché a andar. Cuando ya iba subiendo las escaleras fuera del andén volteé rápidamente a ver a Ed y se había quedado de pie mirando alrededor como tratando de reconocer dónde estaba. Había vuelto a aquel mundo de confusión del que salió por unos momentos.


May 1, 2017
Complicidades: Una mirada a la obra inédita del artista visual Carlos de la O
PROEMIO: Conozco la obra de Carlos de la O (Ciudad de México, 1982) desde hace unos ocho años, tiempo en el que hemos sido amigos. Dos ejes de acción la surcan: dos pasiones: la música y el retrato. Alrededor de ellas gravitan ejercicios de representación, juegos de sustitución y performance (el constante devenir cantante), sugerencias y, en lo más hondo, catarsis y obsesiones. Affairs, ternura, desconsuelo. Muchachos. Divas. Provocación aparentemente inocua. ¿Por qué empeñarse durante 10 años en dibujar y pintar en computadora cuando sería más sencillo y valorado si lo hiciera directamente en papel o en telas? En este primer diálogo entre un invitado y yo para esta página, Carlos me envió el retrato doble “We were dead before the ship even sank / Alan as Kuma” (2017), en el que aborda “cuestiones viejas” bajo la luz de nuevas posibilidades tecnológicas y desde una postura vital renovada. Madura. Carlos retoma a un modelo recurrente a través del cual pretende representar a otra persona. Más que un engaño, es un juego de disfraces para acercarse a su “anterior y fatal interés amoroso” mediante un antiguo querer. Es un acto de honestidad que roza lo insensato y lo genuino, y ello como espectador lo aplaudo y lo utilizo como un canal de catarsis personal. No sólo las borracheras sirven para desterrar demonios y estrechar vínculos. Inevitablemente en esta obra encuentro ecos de mis desamores y amores por mi historia compartida con Carlos que aquí arroja luz sobre este retrato de un chico, apenas sugerido, que mira hacia un punto indefinido, ajeno a las tormentas que es capaz de provocar. De evocar. En este díptico, además, se notan los avances de Carlos como artista. Su pericia fortalecida. Y se ejemplifica cómo la tecnología posibilita un arte más fulgurante.
VOZ DE CARLOS DE LA O: Después de varios años, la tecnología por fin permite que pueda imprimir a color sobre materiales de gran formato, eso me llevó a la pintura digital con la que cuento ya unos tres años experimentando. La anécdota es simple. Preparo una nueva exposición ( We were dead before the ship even sank , título extraído de un disco de Modest Mouse repleto de motivos marítimos), la cual tiene por eje la breve relación que sostuve con S [la omisión del nombre es mía]. La “dificultad” surgió cuando para poder retratarlo no tuve acceso a fotos suyas de primera mano. Por mero acto de la providencia apareció A [la omisión del nombre es mía] con fotos donde se le parece muchísimo y ahí surgió esta sublimación de retratar a uno mediante el otro. Como puedes ver ambos retratos tienen esa sensación fantasmagórica e inexacta que me gusta darles, que proviene de mi obsesión por pintores como Luc Tuymans, Peter Doig, Julio Galán y, aunque no lo parezca a simple vista, de Carlos Cruz-Díez. Como es maña mía, la pieza son los dos retratos juntos, no por separado. Ambos representan el pasado inmediato y el futuro posible. Son el principio de una sola pieza expandida que incluirá mas dibujos, papeles tapices y un performance con música que estoy preparando para exponer en la segunda mitad del año.
[image error]“We were dead before the ship even sank / Alan as Kuma 1” (2017) / Pintura digital / Impresión digital por inyección de tinta sobre papel de algodón / Cortesía: Carlos de la O[image error]“We were dead before the ship even sank / Alan as Kuma 2” (2017) / Trazado vectorial / Impresión digital por inyección de tinta sobre papel de algodón / Cortesía: Carlos de la O


April 30, 2017
Testimonio: Infancia y memoria
No suelo ser uno de esos nostálgicos o apologistas de la infancia. Para mí es una etapa olvidada casi en su totalidad, y tampoco me interesa recuperarla. No por alguna razón traumática. Simplemente porque ya pasó y estoy convencido que la mejor época de una persona es la actual. No hay momento más esplendoroso que en el que estás. En el que palpitas. Además no tengo una memoria privilegiada. Recuerdo algunas escenas o sensaciones de mi infancia, pero son fragmentos inconexos cuyo único hilo conductor soy yo. No obstante me entusiasma ver a los niños. Ser testigo de su vitalidad y su capacidad de asombro. De su curiosidad inagotable y de cómo es posible vivir sin (tantos) prejuicios ni preceptos. Y me gusta pensar que muchos de esos niños serán versiones más refulgentes de los adultos de hoy.


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