Mi encuentro con un extraño en el metro

En el metro de la Ciudad de México hay personajes infaltables como aquellos señores desaliñados, sucios, con bolsas negras llenas de quién sabe qué en las manos, que van hablando solos. Las mayoría de las veces le hablan al aire, la mayoría de las veces los evitamos en ese impulso urbano de ignorar todo aquello que trastoque nuestra desquiciante rutina o nos incomode. Algunos son agresivos. Otros no. Hace unos días conversé con uno de estos últimos. Ed. Creo que así me dijo que se llamaba.



Esa mañana entré al metro con un paraguas y la poesía completa de José Emilio Pacheco en una mano. Me acomodé dispuesto a soportar otro trayecto en el transporte público. Al lado estaba Ed. Ed era bajito y delgado. Llevaba ropa muy grande para su tamaño. Sucia como sus manos. Una gran bolsa negra de plástico que puso bajo un asiento. No tenía todos sus dientes y los que tenía estaban sucios.



De pronto Ed me señaló y me preguntó por el título del libro. Le mostré la portada y le dije que se titulaba “Tarde o temprano”. Él respondió: “Eso que ni qué”. Fue así que comenzó una charla inesperada que duraría 12 estaciones hasta el final de línea. No sé si Ed también iba hacia allá, pero se bajó ahí.



Ed comenzó a decir anécdotas aparentemente inconexas. Me advirtió de la posibilidad de que cayeran meteoritos sobre la Tierra. Le respondí que efectivamente era posible aunque poco probable. Me recordó que ya había pasado. Que un meteorito se había estrellado en México. “Sí, en Yucatán”, le dije. Se preguntó sobre qué habrían visto las personas entonces. “No, señor, entonces no había personas”, le dije. “¿No verdad? Fue hace millones de años”, replicó. “Así es”, le dije. Entonces él comentó que había changos y dinosaurios. Le confirmé que dinosaurios sí.



Más tarde me dijo que había transbordado en Balderas en hora pico. Gentío de gentíos. Se quejó de que junto a él se puso una chica que comenzó a clavarle el codo y a pegarle, pero que afortunadamente otra muchacha, “frondosa, fuerte”, entró en escena y enfrentó a la agresiva. “Se salieron peleando”, me dijo Ed lamentándose. Yo le dije que no, que muy mal porque nadie tenía por qué pegarle. Que qué bueno que la otra chica lo defendió.



El metro seguía su andar. Yo sudaba por el calor y también un poco por los nervios de que todo mundo me veía con algo de incredulidad y mucha reprobación. Seguramente por darle alas a Ed.



Se desocupó un asiento y Ed lo ocupó. Había quedado más lejos de mí, pero aun así siguió hablándome. Me pidió el libro para hojearlo y se lo presté. Le dije que si quería lo podía ir leyendo en el camino o, si le llamaba tanto la atención, se lo regalaba. “¡No! ¡Cómo crees!”, respondió para mi alivio, más que por el precio porque no sé si esa edición siga siendo conseguible.



“¿Cuánto te costó?”, me preguntó Ed señalando el libro. “No tanto”, le dije. “¿Cuánto?”, insistió. “No recuerdo. Como 200 pesos”, le dije. “Bueno, 200 pesos son 200 pesos”, respondió. “Eso sí. En eso tiene razón”, aprobé. Ed leyó títulos, dedicatorias, fechas. Comenzó a preguntarme como un niño. “¿Cuándo se editó? ¿Quién era el autor?”. Luego afirmó que José Emilio y “esa gente” eran sabios. Le dije que sí. Que José Emilio era ciertamente un señorón. Leyó por ahí el nombre Vargas Llosa y entonces me preguntó si de él era “La ciudad y los perros”. “Efectivamente”, comenté. Luego me preguntó qué otros títulos eran de Vargas Llosa.



Se desocupó el asiento de al lado de Ed y me senté. Ed continuó preguntándome de todo un poco. Alrededor pululaban las risitas y las miradas. De pronto Ed empezó a hablar de libros y autores. A ponerme a prueba sobre frases célebres y escritores. Salieron a relucir Marguerite Yourcenar y Simón Bolivar, Simone de Beauvoir y Sartre. Ed me platicó que le gusta leer. Que de niño una vez le regalaron unos libros y los leyó todos. Aunque me aclaró: “Yo quería otra cosa”. “Un juguete”, pensé.



Varias de las referencias que Ed me cuestionó no las supe. “Dígame usted, que bien que sabe”, comencé a responderle. Me preguntó sobre calles de la ciudad y monumentos. Algunos tampoco supe dónde estaban.



Ed me preguntó a qué me dedicaba. “Soy periodista”, le respondí. “Pero, ¿periodista de qué? Porque el periodismo es muy amplio”, me dijo. Le dije que de entretenimiento. “¿Y qué noticias hay hoy?”, me preguntó. “Apenas voy a ver para ponerme a escribir”, le comenté. “¿En su correo, verdad?”, me preguntó. “Así es”, le respondí. Luego me preguntó si todavía iba lejos. “Sí. Hasta el Ajusco”, le respondí. “Huy, muy lejos. Yo también voy muy lejos”, me dijo. “Y ya se me hizo muy tarde”.



Ed y yo platicamos. O más bien dejé que él me platicara. Me compartió frases que él se atribuía. “Cuando no tengas nada que hacer, ponte a hacer algo”. Quedé realmente sorprendido por la memoria e inteligencia de un hombre que en un momento dado renunció a todo. A lo que extrañamente entendemos como cordura. Al llegar a la estación final le deseé buen día y le di una palmadita en un hombro. Ed hizo lo mismo. Me eché a andar. Cuando ya iba subiendo las escaleras fuera del andén volteé rápidamente a ver a Ed y se había quedado de pie mirando alrededor como tratando de reconocer dónde estaba. Había vuelto a aquel mundo de confusión del que salió por unos momentos.


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Published on May 09, 2017 14:06
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Omar G. Villegas
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