Omar G. Villegas's Blog, page 3
August 23, 2017
Septiembre
Mi mes favorito es septiembre. No solo porque es en el que nací, sino porque ostenta el clima más benigno. Ha terminado el verano y ha comenzado el otoño en el hemisferio norte. En el sur se transita del invierno a la primavera. Es un mes inmerso en una deliciosa medianía. El ambiente suele estar tibio, con tránsitos de sol y lluvia. De pronto hay algún arrebato atmosférico. Es imposible la tranquilidad constante. Pero es el lapso de tregua entre los extremos: entre el frío congelante y el calor que hace delirar o las lluvias apocalípticas. Me identifico con septiembre. No soy de pasiones irrefrenables. Me gusta lo inmutable aún en medio de una catástrofe.


August 8, 2017
El que se la vive carcajeándose para evadir o acallar un dolor pervierte la risa
La risa es vida, también el silencio. El que se la vive carcajeándose para evadir o acallar un dolor pervierte la risa y la vuelve despreciable, perversa, cínica. Entonces deja de ser un alivio y se vuelve una tortura para ti mismo y para los demás. Para ti porque te orilla a aparentarla todo el tiempo, para los demás que deben lidiar con tus esfuerzos infructuosos por hacerla evidente, creíble.


Hay ocasiones en las que la escritura te aterra
Hay ocasiones en los que la escritura se vislumbra como el único medio de escape de ti mismo, pero es imposible llegar a ella. Te aterra entrar en su territorio por lo insospechado que ahí habita y que puede resultar aterrador o decepcionante. Aburrido.


August 7, 2017
Tiempos en que los otros me provocaban curiosidad. Ya no
Tiempos en que los otros me provocaban curiosidad. Ya no. ¿De qué sirve saber más? Esforzarte por ampliar tus horizontes de comprensión. Gastar, invertir dirán, dinero y tiempo en educarte, en aprender conocimientos que pronto olvidas, buscar experiencias que en mayoría terminan causándote alguna incomodidad, angustia, dolor y que desechas pronto porque al final son insustanciales en la cotidianidad donde reinan tus manías, prejuicios, contradicciones. Tus desconciertos.


Prefacio para un libro que quizá nunca será
Sólo una mente robusta y desafiante como la de Yukio Mishima fue capaz de asegurar que recordaba el momento de su nacimiento. Para el resto de nosotros ese instante se hundió en el olvido. Sin embargo, es uno de los dos momentos que delimitan nuestra existencia. El primer latido fuera del vientre materno sólo es comparable en trascendencia con el último cuando morimos. Y de ninguno queda remembranza alguna.
Yo nací en 1979. De ese año no sé nada (ni me importa) aunque significa todo. El comienzo de mi vida y es por ello que lo tomo como referencia de arranque de este texto que antes de convertirse en lo que es, transitó por diversos temas y formas. No es recomendable revelar los entretelones del proceso de escritura a los lectores, más que por pudor o secrecía, por respeto. ¿Qué necesidad tienen de conocer el trabajo sucio (sucísimo)?
Pero esta vez quise pasar por alto la advertencia para justificar los cinco años en los que estuve dándole vueltas a un manuscrito que pasó de las memorias atormentadas de un chico con una vida inocua a un reportaje narrativo sobre los grises y nefandos suburbios del Oriente de la Ciudad de México donde crecí. En el inter otros tantos géneros fueron surgiendo pero al final ninguno germinaba con naturalidad. Así que decidí dejar de lado las formalidades para dejar que las palabras se fueran arrejuntando como les diera la gana mientras rogaba que el resultado tuviera buen puerto.
Estas líneas, que parecen escritas una vez terminado el texto, surgieron en uno de los incontables recomienzos así que es posible que nada haya resultado. Me arrojé a las aguas truculentas del azar sin un plan específico. Sólo con la inesperada claridad de comenzar con el año de mi nacimiento, que da título a estas páginas, porque de ahí, como en la vida, los hechos se han concatenado de manera insospechada como aquí donde la ficción choca con todo lo demás.


August 5, 2017
Cuento inédito para niños: El bosque oscuro
La pequeña Oriana vive en el bosque oscuro, donde los árboles son tan altos que rozan el cielo y tan frondosos que apenas dejan pasar la luz del sol. Una tarde buscaba las piedritas de colores que hacía poco comenzaron a caer de las copas cuando escuchó un ruido que la alertó. No se trataba de los pasos de un animal o el aleteo de un ave, sino del temblor que anticipa la presencia de un temible raptor.
Apresuradamente se escondió entre unas rocas cercanas. Sentía tanto miedo que entrecerró los ojos y pegó la lengua en el paladar para no gritar. Se quedó inmóvil pensando en su tío Omar que la esperaba en casa con té de raíces dulces para la merienda. Si el raptor la descubría la llevaría a un sitio desconocido del que nadie ha vuelto.
En su refugio Oriana guardó silencio. Por una grieta vio el paso de un larguirucho hombre pálido cubierto con una túnica negra. Apretó las piedritas de colores entre sus manos temblorosas. La tierra cimbraba a cada paso del gigante. Unas ganas de llorar le picaban sus ojos negros, pero aguantó. Se quedó quieta y esperó. No estaba acostumbrada a ver a personas diferentes a los de su aldea que no eran tan altos, aunque sí espigados y mantenían una piel azabache pese a la falta de sol a la que ya estaban todos adaptados.
Se movió cuando la tranquilidad volvió a reinar en aquel bosque que cubre la tierra entera. Se asomó de entre las rocas y al confirmar que no había nadie echó a su rústico morral las brillantes piedritas de colores que había encontrado y se dirigió a la aldea oculta tras unas murallas de rocas y follaje a cientos de pasos de donde se encontraba. Miró un momento las enormes huellas del raptor y corrió asustada.
En su carrera a casa Oriana sorteó rocas titánicas y los enormes troncos desperdigados a gran distancia unos de otros hasta que avistó los arbustos que ocultan la boca de la pequeña cueva de acceso a la aldea. Cruzó y del otro lado vio las chozas construidas con la madera de los árboles caídos. Lo único capaz de derribarlos era su propio peso una vez que habían muerto. El estruendo del golpe era tal que estremecía al bosque entero.
Pero aquel sonido no era frecuente. Los árboles vivían cientos de años y ni Oriana ni su tío habían escuchado cuando un tronco se estrella contra la tierra dando paso a un tupido rayo de luz que corta las sombras. Hay árboles tan antiguos que datan de los tiempos en que comenzaron a crecen imparables sepultando entre hojas y tierra la civilización con sus máquinas, rascacielos, ciudades, comunicaciones, sociedades.
Todo comenzó a colapsar hasta que se desdibujó y la tierra quedó habitada por pequeñas comunidades sin mayores lazos unos con otros. Las personas habían perdido el interés en contactarse y la capacidad física de viajar grandes distancias. Incluso había quienes pensaban que eran los únicos sobrevivientes de aquel mundo tan lejano.
La catástrofe inició cuando los árboles empezaron a expeler sustancias tóxicas que, sumadas a la profusa contaminación y al deterioro que había provocado la humanidad, mermaron la vida del planeta casi hasta la extinción. Especies enteras de plantas y animales desaparecieron y otras, al no poder adaptarse al nuevo un entorno sombrío y tóxico, fueron menguando o transformándose. El agua limpia escaseó y sólo se hallaba en profundos depósitos subterráneos. Las estaciones y climas se desdibujaron. El planeta se transformó.
La humanidad estaba al borde del colapso cuando los árboles, inesperadamente, decrecieron su virulencia. Los sobrevivientes, tras años de resistencia, salieron de sus escondites para encontrarse con este nuevo mundo poblado por un bosque titánico. Oscuro. Insólito. Por una vegetación magra y acompañados por algunos animales que resistieron. Sobre todo nocturnos y que vivían bajo tierra o escondidos. De ahí que el bosque sombrío pareciera abandonado. Sólo se oían murmullos y ecos.
***
Cuando estaba cerca de casa Oriana trató de calmarse para no llamar la atención, pero se encontró con unos niños que jugaban. Los chicos la miraron desconcertados porque respiraba agitada, como si hubiese visto un fantasma.
“¿Qué te pasó?”, le preguntaron todos al mismo tiempo con curiosidad.
“Nada”, respondió Oriana.
“No es cierto”, aseguró el pequeño Damianus. “Fuiste a buscar piedritas de colores, ¿verdad?”
“Sabes que está prohibido”, asestó la pequeña Camila.
Oriana negó con la cabeza y siguió sus pasos. Ya se había tardado y no tenía ganas de seguir enfrentando preguntas. Pero los niños la rodearon y le pidieron emocionados que les mostrara las piedritas de colores. Nadie en la aldea tenía más que ella. Era la única que se atrevía ir lejos a buscar esos tesoros que empezaron a caer de las copas de los árboles justo cuando los raptores salieron a rondar el bosque oscuro para llevarse a quienes encontraran a su paso.
Abrió el morral y dejó a la vista un puñado de piedritas. Emitían un resplandor que obligó a los niños a entrecerrar los ojos. Todos se emocionaron, pero la pequeña Oriana los calló porque podrían descubrirlos y, entonces sí, se acabarían sus expediciones. Cerró el morral y se enfiló a casa. Frente a la puerta respiró profundo. Se sacudía su abrigadora ropa para el frío constante cuando tío Omar abrió la puerta provocando que se asustara.
“¿Dónde estabas?”
“Afuera”.
“¿Afuera dónde?”
“Cerca”.
“Te grité y no respondiste”.
“Sí te oí, pero… estaba ocupada”.
“¿Ocupada en qué?”
“¡Tío, ya!”
Oriana entró a la casa arrastrando el morral y se dirigió directamente a su cuarto. Su tío la miró amoroso pero inquisitivo. “Cámbiate esa ropa sucia que ya está lista la merienda”, le dijo. Oriana asintió. Sabía que su tío no le había creído y que estaba molesto. Se sintió mal por haber mentido. Fue peor cuando, una vez aseada y en la cocina tibia, tío le sirvió una rebanada de delicioso pan de semillas y té caliente. Comieron.
Después tío Omar le contó historias de aventuras de tiempos antiguos: ballenas gigantescas que deambulan por el océano, reinos habitados por innumerables seres fantásticos, niñas como ella que cruzan espejos y persiguen conejos en un país de maravillas, náufragos en islas con caníbales, apocalipsis provocados por espeluznantes monstruos como los que Oriana creía que ahora ellos enfrentaban. Con estas imágenes y pensamientos en la cabeza la pequeña Oriana se durmió.
Cuando ya estaban sumergidos en el silencio de la noche unas voces de trueno y el impacto pesado de pasos se oían al otro lado de la cueva. Todos en la aldea despertaron aterrados por tan inusual estruendo. Había raptores cerca. Era la primera vez que oían a tantos. La pequeña Oriana recorrió un poco la cortina para espiar por la ventana. Sólo vio oscuridad. Tío entró al cuarto. Se agazaparon y así pasaron la noche. Casi sin dormir.
***
Al día siguiente Oriana despertó por el olor a pastel que su tío horneaba. Era su cumpleaños número ocho y se le había olvidado por la mala noche. Al verla aparecer en la cocina con el pijama puesto, tío se apresuró a abrazarla. Feliz pese al desasosiego que palpitaba en cada rincón de la aldea.
Tío Omar deseaba que la niña pasara un buen día. No quiso interrumpir sus planes previos. Especialmente el de darle un regalo muy especial que guardaba en la bolsa de su pantalón: una imagen de los padres y del hermano gemelo de Oriana raptados tiempo atrás. Esperaría hasta que la niña apagara la vela de su pastel para entregárselo. La pequeña, en tanto, se sentía aliviada de estar junto a tío.
***
La tarde del festejo tío Omar le anunció a Oriana que había invitado a sus amigos a casa y que iría por agua para preparar su famosa bebida dulce con algunas frutillas que crecen en el bosque. Oriana lo apresó del brazo. No quería quedarse sola. Aún estaba asustada. Quiso acompañarlo, pero tío se rehusó. “No tardo”, dijo. “No pasa nada. Además, te tengo una sorpresa”. La pequeña Oriana sonrió. Tío salió con un pequeño cuenco en la mano. Ella lo siguió sin ser advertida. Era especialista en escabullirse.
Un vientecillo frío silbaba extrañamente. En el camino tío se topó con otros adultos con quienes intercambió gestos de preocupación. El silencio era endeble. Como si se esperara que en cualquier momento algún grito lo tronara. Tío llegó al ojo de agua de la aldea ubicado cerca del túnel de acceso. Se agachó para llenar el cuenco con líquido fresco.
La pequeña Oriana, oculta en un arbusto, miraba atenta cuando algo llamó su atención en la cueva. De la oscuridad se asomaba un largo brazo pálido. Confundida, la niña entrecerró los ojos para tratar de ver mejor. Cuando fue consciente de lo que estaba viendo gritó aterrorizada. “¡Un raptor!” Tío volteó y corrió hacia la niña. El raptor salió con enorme dificultad del túnel y tras él venían más que se abrieron paso reptando. La aldea se volvió un alarido.
***
Tío Omar tomó a la pequeña Oriana de la mano y, por instinto, quiso correr a casa, pero la niña lo jaloneó. “No. Yo conozco una salida”, afirmó. Él la vio extrañado. Aunque dudó, siguió a Oriana hacia unos arbustos donde se ocultaba una entrada desconocida que ella utilizaba para ir por piedritas sin que nadie la viera. Primero ingresó ella, después él.
Avanzaron. Tío lo hacía trabajosamente. De pronto se detuvo. La pequeña volteó y vio el rosto petrificado de tío Omar. Algo comenzó a jalarlo hacia afuera. Trató de aferrarse a la tierra. La pequeña Oriana quiso gritar. Tío le hizo un gesto de silencio. Un raptor logró sacarlo. La niña se quedó inmóvil. Hecha bolita. Los gritos y las voces graves de los raptores se escuchaban como un eco lejano. Una enorme mano hurgó en el túnel casi rozándola. Después de un rato se detuvo y desapareció.
***
La pequeña Oriana reaccionó cuando había cesado el estruendo. Se sentía confundida. El recuerdo de tío Omar la animó a moverse. Quería encontrarlo. Salió con precaución hacia el bosque sombrío. Intuyó que en la aldea no quedaba nadie.
Vio alrededor. Todo imperturbable. En el suelo vio racimos de enormes huellas. Todas iban a la misma dirección. Comenzó a seguirlas cuando vio un pedazo de papel. Lo tomó e incrédula vio que se trataba de una imagen de sus padres y su hermano gemelo. Supuso que era el regalo sorpresa que esa tarde le daría tío Omar. La niña extrañaba ver a toda su familia junta. Sobre todo ahora.
La pequeña miraba la imagen cuando un sonido la asustó. Unos arbustos comenzaron a moverse. Pensó que se trataba de un raptor y no hallaba ningún escondite a la mano. Se resignó a ser capturada. Quizá eso era lo mejor. Así sabría dónde se encontraba tío.
De los arbustos salieron Damianus y Camila. La pequeña Oriana corrió hacia ellos y se abrazaron. Camila era su amiga más querida y Damianus el niño del que estaba enamorada y al que constantemente confrontaba para llamar su atención. Este encuentro les dio consuelo y ánimo a todos. Qué importa que se pelearan a cada rato por las piedritas de colores. Estaban juntos. Solos.
Oriana les contó que habían capturado a tío y del pasadizo secreto. Sus amigos también habían perdido a sus familias. Prácticamente toda la aldea había sido capturada. Decidieron buscarlos juntos así que echaron a andar tras las pisadas de los raptores allende los límites conocidos del bosque sombrío.
***
Después de horas de caminata los niños estaban agotados. Oyeron un murmullo desconocido. Se detuvieron para escuchar atentamente. El miedo los inundó. Podría tratarse de una horda de raptores. Se miraron dudosos. Retomaron el paso. Sus pies se hundieron en una tierra suave. El sonido se intensificó.
Avanzaron un poco más y ante sus ojos se apareció el mar. Parecía un enorme espejo de agua en el que se proyectaban las sombras de los inmensos árboles. Lo increíble era que en un punto no había troncos. Los niños sabían del océano por las historias que les contaban los adultos. Pero verlo era asombroso. No imaginaban que la aldea pudiera estar tan cerca. Sentir la brisa gélida en la cara los emocionaba. Y qué decir del maravilloso fulgor de las piedritas de colores flotando.
Por un momento la pequeña Oriana se olvidó de todo. Recorrió la playa con la mirada. Asombrada. Su vista se topó con unos acantilados plagados de enormes cuevas donde alcanzó a notar hilos en movimiento. Entrecerró los ojos y descubrió que se trataba del hogar de los raptores pues había filas de ellos que entraban y salían de esas cavernas. Oriana les señaló a Camila y Damianus que observaron curiosos. Caminaron hacia allá.
***
Los niños se acercaron cautelosos a los acantilados. Descubrieron que las personas, con apariencias diversas, algunas nunca vistas por ellos, estaban encadenadas de los pies y las manos. Andrajosas. Agotadas. Entraban y salían de las cavernas con rocas y tierra que arrojaban al mar. Reconocieron a gente de la aldea.
Los niños buscaban con la mirada a sus familiares. Nada. Se acercaron más e, inesperadamente, la tierra comenzó a cimbrar. Cuatro raptores se dirigían hacia ellos. Los pequeños apenas alcanzaron a colocarse tras unos restos de árboles desde donde escucharon hablar preocupados a aquellos seres inmensos con voz de trueno.
“Se acaba el tiempo”, dijo el líder más gigante que el resto de los raptores, cubierto con su característica túnica negra.
“Las cavernas tienen que ser más profundas”, afirmó otro con angustia.
“Y ya no quedan más esclavos cerca. Trajimos ya a todos los que nos topamos en los caminos cerca de los desfiladeros”, advirtió otro.
Mientras los raptores conversaban sobre un tema que los niños no alcanzaban a comprender del todo, Oriana se movió descuidadamente y provocó un ruido que llamó la atención de los raptores. Los pequeños trataron de correr, pero fueron capturados con velocidad. Damianus lanzaba amenazas y golpes inútilmente.
“Parece que no necesitaremos ir a buscar tan lejos. Ellos están viniendo por sí mismos”, aseguró uno de los raptores.
“¡Llévenlos a trabajar inmediatamente!”, ordenó el líder.
Los niños fueron eran trasladados a una cueva donde los alistarían para trabajar. En el camino la pequeña Oriana pidió auxilio a gritos. Desesperada. Los esclavos la volteaban a ver indiferentes. Los otros raptores dibujaban hartazgo en su cara por las constantes quejas. La niña se cansó de luchar. Empezaba a llorar cuando un resplandor incendió el cielo sobre las copas de los árboles que se reflejó en el mar y se filtró por todos los huecos posibles. Todos voltearon hacia arriba confundidos.
Hacía generaciones los raptores hallaron un códice milenario. Sólo unos años atrás lograron descifrarlo tras grandes esfuerzos pues gran parte del conocimiento se había perdido en la catástrofe. Entonces se adentraron en el bosque para secuestrar a gente que cavara refugios profundos en la tierra. Ellos no alcanzarían a completar la labor por sí mismos. La profecía vaticinaba una lluvia de meteoritos.
***
El cielo incendiado desató bullicio entre los raptores que estaban aterrorizados. Los demás confundidos. No sabían del augurio, pero intuían que se trataba de un desastre. Los raptores que llevaban a los niños los soltaron y estos se estrellaron contra el piso. Oriana se puso de pie para sobarse. En medio del caos vio de lejos a tío Omar. Corrió hacia él seguida de Damianus y Camila. No estaba solo. Junto a él estaban unas personas a las que en su andar apenas reconoció. ¡Eran sus padres y su hermano! Se detuvo. Impávida.
Damianus y Camila la sacudieron para continuar corriendo. Fueron arrollados por un raptor. Al reincorporarse la niña perdió de vista a tío. Gritó. Lloró. Damianus le dio la mano y la jaló para seguir. Se dirigieron a una cueva cercana. Entraron y poco después un estallido vino acompañado de una sacudida de tierra.
Los niños trataron de seguir, pero era imposible. Quedaron atrapados en una maraña de raptores y algunos aldeanos aterrorizados que corrían hacia lo profundo de la caverna. Los impactos se sucedieron y relámpagos de luz alumbraban la gran cueva. Damianus abrazó fuerte a la pequeña Oriana. Camila se unió. Los tres se apretaron. Damianus besó suavemente en la mejilla a Oriana que en ese instante se sintió contenta.
El coro atronador de árboles cayendo uno tras otros acentuó el terror. Damianus y Camila cerraron los ojos. Embelesada por el beso de Damianus y atónita por lo que ocurría, Oriana se quedó viendo fijamente hacia la boca de la caverna que fulgía como un sol. Nunca había visto tanta luz en el bosque oscuro.


Cuento inédito: El bosque oscuro
La pequeña Oriana vive en el bosque oscuro, donde los árboles son tan altos que rozan el cielo y tan frondosos que apenas dejan pasar la luz del sol. Una tarde buscaba las piedritas de colores que hacía poco comenzaron a caer de las copas cuando escuchó un ruido que la alertó. No se trataba de los pasos de un animal o el aleteo de un ave, sino del temblor que anticipa la presencia de un temible raptor.
Apresuradamente se escondió entre unas rocas cercanas. Sentía tanto miedo que entrecerró los ojos y pegó la lengua en el paladar para no gritar. Se quedó inmóvil pensando en su tío Omar que la esperaba en casa con té de raíces dulces para la merienda. Si el raptor la descubría la llevaría a un sitio desconocido del que nadie ha vuelto.
En su refugio Oriana guardó silencio. Por una grieta vio el paso de un larguirucho hombre pálido cubierto con una túnica negra. Apretó las piedritas de colores entre sus manos temblorosas. La tierra cimbraba a cada paso del gigante. Unas ganas de llorar le picaban sus ojos negros, pero aguantó. Se quedó quieta y esperó. No estaba acostumbrada a ver a personas diferentes a los de su aldea que no eran tan altos, aunque sí espigados y mantenían una piel azabache pese a la falta de sol a la que ya estaban todos adaptados.
Se movió cuando la tranquilidad volvió a reinar en aquel bosque que cubre la tierra entera. Se asomó de entre las rocas y al confirmar que no había nadie echó a su rústico morral las brillantes piedritas de colores que había encontrado y se dirigió a la aldea oculta tras unas murallas de rocas y follaje a cientos de pasos de donde se encontraba. Miró un momento las enormes huellas del raptor y corrió asustada.
En su carrera a casa Oriana sorteó rocas titánicas y los enormes troncos desperdigados a gran distancia unos de otros hasta que avistó los arbustos que ocultan la boca de la pequeña cueva de acceso a la aldea. Cruzó y del otro lado vio las chozas construidas con la madera de los árboles caídos. Lo único capaz de derribarlos era su propio peso una vez que habían muerto. El estruendo del golpe era tal que estremecía al bosque entero.
Pero aquel sonido no era frecuente. Los árboles vivían cientos de años y ni Oriana ni su tío habían escuchado cuando un tronco se estrella contra la tierra dando paso a un tupido rayo de luz que corta las sombras. Hay árboles tan antiguos que datan de los tiempos en que comenzaron a crecen imparables sepultando entre hojas y tierra la civilización con sus máquinas, rascacielos, ciudades, comunicaciones, sociedades.
Todo comenzó a colapsar hasta que se desdibujó y la tierra quedó habitada por pequeñas comunidades sin mayores lazos unos con otros. Las personas habían perdido el interés en contactarse y la capacidad física de viajar grandes distancias. Incluso había quienes pensaban que eran los únicos sobrevivientes de aquel mundo tan lejano.
La catástrofe inició cuando los árboles empezaron a expeler sustancias tóxicas que, sumadas a la profusa contaminación y al deterioro que había provocado la humanidad, mermaron la vida del planeta casi hasta la extinción. Especies enteras de plantas y animales desaparecieron y otras, al no poder adaptarse al nuevo un entorno sombrío y tóxico, fueron menguando o transformándose. El agua limpia escaseó y sólo se hallaba en profundos depósitos subterráneos. Las estaciones y climas se desdibujaron. El planeta se transformó.
La humanidad estaba al borde del colapso cuando los árboles, inesperadamente, decrecieron su virulencia. Los sobrevivientes, tras años de resistencia, salieron de sus escondites para encontrarse con este nuevo mundo poblado por un bosque titánico. Oscuro. Insólito. Por una vegetación magra y acompañados por algunos animales que resistieron. Sobre todo nocturnos y que vivían bajo tierra o escondidos. De ahí que el bosque sombrío pareciera abandonado. Sólo se oían murmullos y ecos.
***
Cuando estaba cerca de casa Oriana trató de calmarse para no llamar la atención, pero se encontró con unos niños que jugaban. Los chicos la miraron desconcertados porque respiraba agitada, como si hubiese visto un fantasma.
“¿Qué te pasó?”, le preguntaron todos al mismo tiempo con curiosidad.
“Nada”, respondió Oriana.
“No es cierto”, aseguró el pequeño Damianus. “Fuiste a buscar piedritas de colores, ¿verdad?”
“Sabes que está prohibido”, asestó la pequeña Camila.
Oriana negó con la cabeza y siguió sus pasos. Ya se había tardado y no tenía ganas de seguir enfrentando preguntas. Pero los niños la rodearon y le pidieron emocionados que les mostrara las piedritas de colores. Nadie en la aldea tenía más que ella. Era la única que se atrevía ir lejos a buscar esos tesoros que empezaron a caer de las copas de los árboles justo cuando los raptores salieron a rondar el bosque oscuro para llevarse a quienes encontraran a su paso.
Abrió el morral y dejó a la vista un puñado de piedritas. Emitían un resplandor que obligó a los niños a entrecerrar los ojos. Todos se emocionaron, pero la pequeña Oriana los calló porque podrían descubrirlos y, entonces sí, se acabarían sus expediciones. Cerró el morral y se enfiló a casa. Frente a la puerta respiró profundo. Se sacudía su abrigadora ropa para el frío constante cuando tío Omar abrió la puerta provocando que se asustara.
“¿Dónde estabas?”
“Afuera”.
“¿Afuera dónde?”
“Cerca”.
“Te grité y no respondiste”.
“Sí te oí, pero[image error] estaba ocupada”.
“¿Ocupada en qué?”
“¡Tío, ya!”
Oriana entró a la casa arrastrando el morral y se dirigió directamente a su cuarto. Su tío la miró amoroso pero inquisitivo. “Cámbiate esa ropa sucia que ya está lista la merienda”, le dijo. Oriana asintió. Sabía que su tío no le había creído y que estaba molesto. Se sintió mal por haber mentido. Fue peor cuando, una vez aseada y en la cocina tibia, tío le sirvió una rebanada de delicioso pan de semillas y té caliente. Comieron.
Después tío Omar le contó historias de aventuras de tiempos antiguos: ballenas gigantescas que deambulan por el océano, reinos habitados por innumerables seres fantásticos, niñas como ella que cruzan espejos y persiguen conejos en un país de maravillas, náufragos en islas con caníbales, apocalipsis provocados por espeluznantes monstruos como los que Oriana creía que ahora ellos enfrentaban. Con estas imágenes y pensamientos en la cabeza la pequeña Oriana se durmió.
Cuando ya estaban sumergidos en el silencio de la noche unas voces de trueno y el impacto pesado de pasos se oían al otro lado de la cueva. Todos en la aldea despertaron aterrados por tan inusual estruendo. Había raptores cerca. Era la primera vez que oían a tantos. La pequeña Oriana recorrió un poco la cortina para espiar por la ventana. Sólo vio oscuridad. Tío entró al cuarto. Se agazaparon y así pasaron la noche. Casi sin dormir.
***
Al día siguiente Oriana despertó por el olor a pastel que su tío horneaba. Era su cumpleaños número ocho y se le había olvidado por la mala noche. Al verla aparecer en la cocina con el pijama puesto, tío se apresuró a abrazarla. Feliz pese al desasosiego que palpitaba en cada rincón de la aldea.
Tío Omar deseaba que la niña pasara un buen día. No quiso interrumpir sus planes previos. Especialmente el de darle un regalo muy especial que guardaba en la bolsa de su pantalón: una imagen de los padres y del hermano gemelo de Oriana raptados tiempo atrás. Esperaría hasta que la niña apagara la vela de su pastel para entregárselo. La pequeña, en tanto, se sentía aliviada de estar junto a tío.
***
La tarde del festejo tío Omar le anunció a Oriana que había invitado a sus amigos a casa y que iría por agua para preparar su famosa bebida dulce con algunas frutillas que crecen en el bosque. Oriana lo apresó del brazo. No quería quedarse sola. Aún estaba asustada. Quiso acompañarlo, pero tío se rehusó. “No tardo”, dijo. “No pasa nada. Además, te tengo una sorpresa”. La pequeña Oriana sonrió. Tío salió con un pequeño cuenco en la mano. Ella lo siguió sin ser advertida. Era especialista en escabullirse.
Un vientecillo frío silbaba extrañamente. En el camino tío se topó con otros adultos con quienes intercambió gestos de preocupación. El silencio era endeble. Como si se esperara que en cualquier momento algún grito lo tronara. Tío llegó al ojo de agua de la aldea ubicado cerca del túnel de acceso. Se agachó para llenar el cuenco con líquido fresco.
La pequeña Oriana, oculta en un arbusto, miraba atenta cuando algo llamó su atención en la cueva. De la oscuridad se asomaba un largo brazo pálido. Confundida, la niña entrecerró los ojos para tratar de ver mejor. Cuando fue consciente de lo que estaba viendo gritó aterrorizada. “¡Un raptor!” Tío volteó y corrió hacia la niña. El raptor salió con enorme dificultad del túnel y tras él venían más que se abrieron paso reptando. La aldea se volvió un alarido.
***
Tío Omar tomó a la pequeña Oriana de la mano y, por instinto, quiso correr a casa, pero la niña lo jaloneó. “No. Yo conozco una salida”, afirmó. Él la vio extrañado. Aunque dudó, siguió a Oriana hacia unos arbustos donde se ocultaba una entrada desconocida que ella utilizaba para ir por piedritas sin que nadie la viera. Primero ingresó ella, después él.
Avanzaron. Tío lo hacía trabajosamente. De pronto se detuvo. La pequeña volteó y vio el rosto petrificado de tío Omar. Algo comenzó a jalarlo hacia afuera. Trató de aferrarse a la tierra. La pequeña Oriana quiso gritar. Tío le hizo un gesto de silencio. Un raptor logró sacarlo. La niña se quedó inmóvil. Hecha bolita. Los gritos y las voces graves de los raptores se escuchaban como un eco lejano. Una enorme mano hurgó en el túnel casi rozándola. Después de un rato se detuvo y desapareció.
***
La pequeña Oriana reaccionó cuando había cesado el estruendo. Se sentía confundida. El recuerdo de tío Omar la animó a moverse. Quería encontrarlo. Salió con precaución hacia el bosque sombrío. Intuyó que en la aldea no quedaba nadie.
Vio alrededor. Todo imperturbable. En el suelo vio racimos de enormes huellas. Todas iban a la misma dirección. Comenzó a seguirlas cuando vio un pedazo de papel. Lo tomó e incrédula vio que se trataba de una imagen de sus padres y su hermano gemelo. Supuso que era el regalo sorpresa que esa tarde le daría tío Omar. La niña extrañaba ver a toda su familia junta. Sobre todo ahora.
La pequeña miraba la imagen cuando un sonido la asustó. Unos arbustos comenzaron a moverse. Pensó que se trataba de un raptor y no hallaba ningún escondite a la mano. Se resignó a ser capturada. Quizá eso era lo mejor. Así sabría dónde se encontraba tío.
De los arbustos salieron Damianus y Camila. La pequeña Oriana corrió hacia ellos y se abrazaron. Camila era su amiga más querida y Damianus el niño del que estaba enamorada y al que constantemente confrontaba para llamar su atención. Este encuentro les dio consuelo y ánimo a todos. Qué importa que se pelearan a cada rato por las piedritas de colores. Estaban juntos. Solos.
Oriana les contó que habían capturado a tío y del pasadizo secreto. Sus amigos también habían perdido a sus familias. Prácticamente toda la aldea había sido capturada. Decidieron buscarlos juntos así que echaron a andar tras las pisadas de los raptores allende los límites conocidos del bosque sombrío.
***
Después de horas de caminata los niños estaban agotados. Oyeron un murmullo desconocido. Se detuvieron para escuchar atentamente. El miedo los inundó. Podría tratarse de una horda de raptores. Se miraron dudosos. Retomaron el paso. Sus pies se hundieron en una tierra suave. El sonido se intensificó.
Avanzaron un poco más y ante sus ojos se apareció el mar. Parecía un enorme espejo de agua en el que se proyectaban las sombras de los inmensos árboles. Lo increíble era que en un punto no había troncos. Los niños sabían del océano por las historias que les contaban los adultos. Pero verlo era asombroso. No imaginaban que la aldea pudiera estar tan cerca. Sentir la brisa gélida en la cara los emocionaba. Y qué decir del maravilloso fulgor de las piedritas de colores flotando.
Por un momento la pequeña Oriana se olvidó de todo. Recorrió la playa con la mirada. Asombrada. Su vista se topó con unos acantilados plagados de enormes cuevas donde alcanzó a notar hilos en movimiento. Entrecerró los ojos y descubrió que se trataba del hogar de los raptores pues había filas de ellos que entraban y salían de esas cavernas. Oriana les señaló a Camila y Damianus que observaron curiosos. Caminaron hacia allá.
***
Los niños se acercaron cautelosos a los acantilados. Descubrieron que las personas, con apariencias diversas, algunas nunca vistas por ellos, estaban encadenadas de los pies y las manos. Andrajosas. Agotadas. Entraban y salían de las cavernas con rocas y tierra que arrojaban al mar. Reconocieron a gente de la aldea.
Los niños buscaban con la mirada a sus familiares. Nada. Se acercaron más e, inesperadamente, la tierra comenzó a cimbrar. Cuatro raptores se dirigían hacia ellos. Los pequeños apenas alcanzaron a colocarse tras unos restos de árboles desde donde escucharon hablar preocupados a aquellos seres inmensos con voz de trueno.
“Se acaba el tiempo”, dijo el líder más gigante que el resto de los raptores, cubierto con su característica túnica negra.
“Las cavernas tienen que ser más profundas”, afirmó otro con angustia.
“Y ya no quedan más esclavos cerca. Trajimos ya a todos los que nos topamos en los caminos cerca de los desfiladeros”, advirtió otro.
Mientras los raptores conversaban sobre un tema que los niños no alcanzaban a comprender del todo, Oriana se movió descuidadamente y provocó un ruido que llamó la atención de los raptores. Los pequeños trataron de correr, pero fueron capturados con velocidad. Damianus lanzaba amenazas y golpes inútilmente.
“Parece que no necesitaremos ir a buscar tan lejos. Ellos están viniendo por sí mismos”, aseguró uno de los raptores.
“¡Llévenlos a trabajar inmediatamente!”, ordenó el líder.
Los niños fueron eran trasladados a una cueva donde los alistarían para trabajar. En el camino la pequeña Oriana pidió auxilio a gritos. Desesperada. Los esclavos la volteaban a ver indiferentes. Los otros raptores dibujaban hartazgo en su cara por las constantes quejas. La niña se cansó de luchar. Empezaba a llorar cuando un resplandor incendió el cielo sobre las copas de los árboles que se reflejó en el mar y se filtró por todos los huecos posibles. Todos voltearon hacia arriba confundidos.
Hacía generaciones los raptores hallaron un códice milenario. Sólo unos años atrás lograron descifrarlo tras grandes esfuerzos pues gran parte del conocimiento se había perdido en la catástrofe. Entonces se adentraron en el bosque para secuestrar a gente que cavara refugios profundos en la tierra. Ellos no alcanzarían a completar la labor por sí mismos. La profecía vaticinaba una lluvia de meteoritos.
***
El cielo incendiado desató bullicio entre los raptores que estaban aterrorizados. Los demás confundidos. No sabían del augurio, pero intuían que se trataba de un desastre. Los raptores que llevaban a los niños los soltaron y estos se estrellaron contra el piso. Oriana se puso de pie para sobarse. En medio del caos vio de lejos a tío Omar. Corrió hacia él seguida de Damianus y Camila. No estaba solo. Junto a él estaban unas personas a las que en su andar apenas reconoció. ¡Eran sus padres y su hermano! Se detuvo. Impávida.
Damianus y Camila la sacudieron para continuar corriendo. Fueron arrollados por un raptor. Al reincorporarse la niña perdió de vista a tío. Gritó. Lloró. Damianus le dio la mano y la jaló para seguir. Se dirigieron a una cueva cercana. Entraron y poco después un estallido vino acompañado de una sacudida de tierra.
Los niños trataron de seguir, pero era imposible. Quedaron atrapados en una maraña de raptores y algunos aldeanos aterrorizados que corrían hacia lo profundo de la caverna. Los impactos se sucedieron y relámpagos de luz alumbraban la gran cueva. Damianus abrazó fuerte a la pequeña Oriana. Camila se unió. Los tres se apretaron. Damianus besó suavemente en la mejilla a Oriana que en ese instante se sintió contenta.
El coro atronador de árboles cayendo uno tras otros acentuó el terror. Damianus y Camila cerraron los ojos. Embelesada por el beso de Damianus y atónita por lo que ocurría, Oriana se quedó viendo fijamente hacia la boca de la caverna que fulgía como un sol. Nunca había visto tanta luz en el bosque oscuro.


July 28, 2017
El legado de los gays treitañeros
Personalmente me ha interesado no olvidar el legado de las generaciones de gays anteriores a la mía que estoy en mis 37 años. Ellos se lanzaron a las calles a, literalmente, luchar por derechos y posibilidades que alguna vez fueron inimaginables y que gracias a su actuar yo y los de mi generación hemos gozado.
Sin embargo, en las charlas con mis amigos suelo lamentar que tengo la impresión de que a los jóvenes ya se les olvidó esa herencia que, por supuesto, conlleva responsabilidades. Sí, como se dice en las películas. Y es que mantener derechos y alcanzar otros requiere atención, compromiso, información, solidaridad y, en un estado más avanzado, militancia.
Lo último quizá no sea para todos, pero el resto sí sin dejar de lado la postura crítica. Necesaria. Pero esta debe surgir casi por obligación desde la educación. Desde el conocimiento de la historia y sus ramificaciones. Sus ecos y distorsiones. Para lograrlo se requiere comparar y para esto necesariamente requerimos saber. No se puede denostar, burlarse, a la ligera desde la posición privilegiada que se ha heredado. Eso tiene un grado de mezquindad.
Pero el tema de este texto no es abundar en este lamento, sino en lo contrario. Recientemente en una de esas pláticas con mis amigos, hombres gays en sus treintas o aterrizando en sus 40, me dio por preguntarme y al tiempo responder cuál sería nuestra aportación a esta historia del reconocimiento de la diversidad. Qué sí hemos hecho aun cuando fracasamos en la propuesta de un modelo de relaciones amorosas distinto al de nuestros padres (y el de los más jóvenes no nos acomoda).
De primera instancia precisé que quizá nuestra aportación fue la de integrar nuestra homosexualidad a la cotidianidad. En casa, pero sobre todo en la escuela, en el trabajo, en los espacios recreativos. Especialmente en los entornos urbanos.
Aún nos tocaron dificultades a la hora de salir del clóset, de asumir nuestra condición sexual y de plantarnos ante el mundo, pero en el camino para librar estos escollos creo que despojamos a la homosexualidad de ese halo de sordidez, marginalidad y extrañeza al convivir de manera más abierta, cada quien en su medida y contexto, con el entorno.
En el nivel de la vida cotidiana contribuimos al llevar nuestro mundo a aquel que antes nos despreciaba. Los amigos ya son parte de nuestras familias y conviven con los sobrinos, hermanos y padres; las parejas ya están en las fiestas familiares, los papás ya van a los antros gays, la familia nos acompaña a eventos o espectáculos considerados “de ambiente”. Y lo hacen, esto es lo destacable, cada vez con menos dejo de tolerancia o suspicacia.
No estoy diciendo que el entorno machista y patriarcal en el que vivimos haya cambiado. De hecho, la comunidad LGTB, las mujeres, los niños u otras particularidades del colectivo la seguimos pasando complicado ante una organización social escandalosamente desigual.
Pero las contribuciones están ahí, así como los desafíos. Entre ellos está no olvidar nuestra historia como colectividad homosexual, construir relaciones interpersonales más empáticas, apropiarnos y revalorar nuestros legados, ser muy críticos ante nuestros vicios, clichés y anacronismos asumidos.
Ninguna generación está exenta de retos y complicaciones, pero entre más pasa el tiempo sí tenemos un trecho avanzado gracias a quienes nos precedieron. Gracias inacabables a ellos.


July 14, 2017
La enfermedad y Susan Sontag
Reflexionar sobre la enfermedad no es algo habitual. No me refiero a la empatía como reacción espontánea o entrenada. Esperada o efímera muchas veces. A la obsesión o la entrega a la fatalidad. Sino a un ejercicio intelectual de comprender las dolencias propias y ajenas. Sus alcances. De proponer vías para aprehenderla y no dejarse llevar por suposiciones o expectativas. Ambas desastrosas.
Quien ha pensado la enfermedad con una dignidad, hondura y sapiencia monumentales es Susan Sontag. Suelo recurrir a ella, mi faro intelectual, todo el tiempo. Más aún a raíz de la enfermedad de mi padre, un cáncer de próstata con metástasis en los huesos. Susan misma tuvo cáncer.
En las estancias en el hospital regresé a “La enfermedad y sus metáforas” donde, espero que sin tanta torpeza, he redescubierto a una intelectual brillante y he descubierto un apoyo inesperado y contundente. En las líneas de Susan he hallado las claves para evitar dejarme llevar, envolver, manipular por las metáforas de la enfermedad que estigmatizan y segregan. Aterran. “Las metáforas y los mitos matan”, escribió Susan. Y es que a veces el miedo, los misterios, los juicios y prejuicios que rodean a una enfermedad (como el cáncer) suelen ser más dañinos que la enfermedad misma.
Susan sugiere a quienes tienen una enfermedad ser pacientes activos, informados, motivados a conseguir tratamientos efectivos (que los hay, dice, a pesar de una “inepcia muy difundida”), que hagan que los médicos les digan la verdad. Es decir, más que relatar la mera experiencia Susan la pasa por el filtro de la razón. “El modo más sano de estar enfermo es el que resiste al pensamiento metafórico”, acierta.
Incluso propone ser cuidadosos con el lenguaje para no recurrir al vocabulario bélico, por ejemplo, para describir una enfermedad porque “el cuerpo no es un campo de batalla” y “los enfermos no son inevitables bajas ni el enemigo”.
Leer a Susan es liberador para los enfermos y para quienes estamos junto a ellos. Uno se hace consciente del pavor en el que está hundido, se halla presa de preconcepciones que pueden desviar la atención y la energía de tratamientos adecuados o arrojarnos a las brasas de la desesperanza, la angustia, la hipocondría. A la tentación de relacionar la enfermedad con la fatalidad aun cuando, como nos recuerda Susan, la ciencia médica avanza día a día.
Susan logró sobreponerse a un diagnóstico inicial fatalista entendiendo que con todo y lo complicada que sea una enfermedad, es eso: una dolencia y no una maldición, una incógnita perenne, una culpa, una venganza, una consecuencia de un actuar o una personalidad. Una enfermedad es un proceso físico o biológico que al comienzo puede ser incomprendido pero que con el tiempo dejará de serlo y habrá alternativas de cura, métodos de prevención, paliativos. Dejará de ser motivo de encajonamiento aunque este proceso, el social más que el científico, es tardado y complejo.
Susan estudió la romantización de la tuberculosis, la condena conservadora hacia el sida, el oprobio y la secrecía con que se sobrelleva el cáncer, el aislamiento de quienes tuvieron lepra o rabia. Como dicta la experiencia: en una película de terror lo que da más miedo es lo que no se ve porque cada quien se imagina a su monstruo. Una pesadilla a la medida. El desafío es impedir que la enfermedad se transforme en eso. Pesadilla.


Pensar la enfermedad a través de Susan Sontag
Reflexionar sobre la enfermedad no es algo habitual. No me refiero a la empatía como reacción espontánea o entrenada. Esperada o efímera muchas veces. A la obsesión o la entrega a la fatalidad. Sino a un ejercicio intelectual de comprender las dolencias propias y ajenas. Sus alcances. De proponer vías para aprehenderla y no dejarse llevar por suposiciones o expectativas. Ambas desastrosas.
Quien ha pensado la enfermedad con una dignidad, hondura y sapiencia monumentales es Susan Sontag. Suelo recurrir a ella, mi faro intelectual, todo el tiempo. Más aún a raíz de la enfermedad de mi padre, un cáncer de próstata con metástasis en los huesos. Susan misma tuvo cáncer.
En las estancias en el hospital regresé a “La enfermedad y sus metáforas” donde, espero que sin tanta torpeza, he redescubierto a una intelectual brillante y he descubierto un apoyo inesperado y contundente. En las líneas de Susan he hallado las claves para evitar dejarme llevar, envolver, manipular por las metáforas de la enfermedad que estigmatizan y segregan. Aterran. “Las metáforas y los mitos matan”, escribió Susan. Y es que a veces el miedo, los misterios, los juicios y prejuicios que rodean a una enfermedad (como el cáncer) suelen ser más dañinos que la enfermedad misma.
Susan sugiere a quienes tienen una enfermedad ser pacientes activos, informados, motivados a conseguir tratamientos efectivos (que los hay, dice, a pesar de una “inepcia muy difundida”), que hagan que los médicos les digan la verdad. Es decir, más que relatar la mera experiencia Susan la pasa por el filtro de la razón. “El modo más sano de estar enfermo es el que resiste al pensamiento metafórico”, acierta.
Incluso propone ser cuidadosos con el lenguaje para no recurrir al vocabulario bélico, por ejemplo, para describir una enfermedad porque “el cuerpo no es un campo de batalla” y “los enfermos no son inevitables bajas ni el enemigo”.
Leer a Susan es liberador para los enfermos y para quienes estamos junto a ellos. Uno se hace consciente del pavor en el que está hundido, se halla presa de preconcepciones que pueden desviar la atención y la energía de tratamientos adecuados o arrojarnos a las brasas de la desesperanza, la angustia, la hipocondría. A la tentación de relacionar la enfermedad con la fatalidad aun cuando, como nos recuerda Susan, la ciencia médica avanza día a día.
Susan logró sobreponerse a un diagnóstico inicial fatalista entendiendo que con todo y lo complicada que sea una enfermedad, es eso: una dolencia y no una maldición, una incógnita perenne, una culpa, una venganza, una consecuencia de un actuar o una personalidad. Una enfermedad es un proceso físico o biológico que al comienzo puede ser incomprendido pero que con el tiempo dejará de serlo y habrá alternativas de cura, métodos de prevención, paliativos. Dejará de ser motivo de encajonamiento aunque este proceso, el social más que el científico, es tardado y complejo.
Susan estudió la romantización de la tuberculosis, la condena conservadora hacia el sida, el oprobio y la secrecía con que se sobrelleva el cáncer, el aislamiento de quienes tuvieron lepra o rabia. Como dicta la experiencia: en una película de terror lo que da más miedo es lo que no se ve porque cada quien se imagina a su monstruo. Una pesadilla a la medida. El desafío es impedir que la enfermedad se transforme en eso. Pesadilla.


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