Omar G. Villegas's Blog

April 1, 2018

Ignacio Torres Valencia, periodista

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Esta es una serie de aproximaciones en tres tiempos a la obra (artística, literaria, periodística, audiovisual, sonora) de creadores que acepten un encuentro conmigo en este espacio titulado Complicidades. La dinámica es esta: los invito a enviarme una pieza o un texto en formato digital acompañado de un párrafo en el que resuman título y contexto en que se creó. Yo le escribo un Proemio al que seguirá la Voz del creador y la Obra en sí. Sea esta una conversación emocionante, emotiva y fructífera que a su vez sea abrazo


PROEMIO


Dicen que Niccolo Paganini (1782-1840) le vendió su alma al diablo para obtener su virtuosismo en el violín. Rumores en torno a personajes legendarios. Unos más imaginativos que otros. O tal vez no. Ignacio Torres Valencia (Michoacán, 1984) recurre a los ritmos del genovés para encarar, con furia demoniaca, no a los creacionistas (¡oh sorpresa!) que leen a pie juntillas la Biblia donde Dios habría creado al hombre y de este a la mujer: la dualidad “natural” cuya defensa ha desatado durante siglos persecuciones y violencia; sino a los evolucionistas. ¿Por qué? ¿Acaso el yo poeta de Ignacio presiente a los evolucionistas más cerca de los creacionistas de lo que creeríamos aun cuando los ubicamos en esquinas contrarias? ¿Será que intuye que la selección natural y la adaptabilidad ignoran (¿condenan?) el placer que es la única recompensa de la cópula entre personas del mismo sexo imposibilitados para la reproducción? ¿Esa burla a Darwin es una cachetada a una ciencia que podría ser más prejuiciosa de lo que pensamos? ¿O es sólo un juego para enfrentar a Dios con el diablo, a la ciencia con la religión, al amor con el placer desromantizado? Ignacio es periodista. Ha publicado narrativa (“Los olvidados de la esperanza”, Premio Michoacán de Literatura). Me alegra que se haya aventurado al terreno más desafiante de todos, el de la poesía, y desde una voz asimismo retadora, altiva, provocadora. Gozosa. Que haya liberado a ¿su yo mefistofélico?


LA VOZ DE IGNACIO


Este texto, como muchos otros, surgió de una promesa incumplida y la necesidad de concretarla, aunque fuera por cuenta propia. Eso que no fue es ahora este texto que, si tiene suerte, alguien lo considerará poético. Estudié periodismo y desde hace más de una década me he dedicado a trabajar con la palabra escrita, principalmente. Creo que, en general, la gente no toma conciencia del poder de la palabra y las lanza como dardos, bombas o pétalos de rosa sin pensar en el resultado cuando caigan.


LA OBRA


EVOLUCIÓN A RITMO DE PAGANINI


Por Ignacio Torres Valencia


Moscas copulando a ritmo de Paganini

Mares defecados

Rizos enredados de mentiras

Ojos profundos de abismos y mantarrayas.

Sonrisas prendidas con alfileres

En el esfínter de Darwin.


Perros copulando a ritmo de Paganini

Aullidos placenteros

Mordidas que recomponen

Esfínteres martirizados con orgasmos y alfileres.

Aullidos placenteros

Que aumentaron la distancia.


Macacos copulando a ritmo de Paganini

Cabellos trenzados de promesas

Pelos hirsutos de abandono

Árboles transfigurados en camas

Que pagaron vasallaje con solitarias sábanas mojadas.

Esfínter sin evolución

Que se regocija en su martirio.


Tú y yo copulando a ritmo de Paganini

Pelos hirsutos de placeres que no fueron

Sábanas mojadas de promesas

Espaldas secas de polución fecunda.


Tú y yo copulando para burlarnos de Darwin

Esfínter equivocado

Evolución de los deseos

Involución de nuestra especie.

Teoría burlada que se burla de nosotros

A ritmo de Paganini.


 


 

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Published on April 01, 2018 13:24

March 16, 2018

Complicidades: Peter Asley Solís, cineasta

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Esta es una serie de aproximaciones en tres tiempos a la obra (artística, literaria, periodística, audiovisual, sonora) de creadores que acepten un encuentro conmigo en este espacio titulado Complicidades. La dinámica es esta: los invito a enviarme una pieza o un texto en formato digital acompañado de un párrafo en el que resuman título y contexto en que se creó. Yo le escribo un Proemio al que seguirá la Voz del creador y la Obra en sí. Sea esta una conversación emocionante, emotiva y fructífera que a su vez sea abrazo


1. PROEMIO


Recuerdo (comenzaré mi relato como el de Peter porque, sin antes haber leído el suyo, así lo había pensado y me encantó la coincidencia) que cuando iba en la universidad hace ya unos 20 años quería dedicarme al cine. Estudiaba periodismo, pero me imaginaba haciendo crítica, escribiendo guiones, incluso actuando. Veía muchas películas, me gastaba mis contados pesos en libros de cine y guionismo, comentaba los filmes con quien se dejara. Lo hacía, por cierto, de una forma desmesurada, pretenciosa, ingenua. Tonta. Aquellos libros nunca los terminé de leer ni mucho menos traté de escribir algún guión cinematográfico salvo uno que otro “proyecto escolar” que terminó en la basura. En los inicios de mi carrera como periodista alguna vez escribí sobre cine, pero mis fuentes han ido cambiando y no me interesó tratar de aferrarme a la de cine. Con los años cada día me da más pereza y me desagrada ir a los hipercomercializados complejos. Veo muy poquitos estrenos. Nomás aquellos que me atraen irrefrenablemente (y a veces, muchas, ni esos). Sin embargo, puedo decir que alguna vez soñé con hacer cine. Y eso me remite a Peter  (Puebla, 1986) compartimos ese impulso por contar historias, sólo que él sí siguió ese camino y yo me decanté más bien por el periodismo (ahora en televisión, pero no me atrevo a compararla con el cine pese a que comparten mucho). Iba a decir que me decanté por las letras, aunque sería inexacto porque mi escritura es fundamentalmente periodística pese a que tengo un libro de ficción publicado y algunos relatos deambulando por ahí. También sería honesto decir que eso de contar historias en mi caso es más bien una obligación laboral más que una necesidad como, quizá, lo sea para él. Me topé con Peter donde ahora solemos conocer personas: en las redes sociales. Específicamente en Twitter. De manera virtual. Me llamó la atención esa pasión por el cine que me recordó a mí hace años. Leía sus tuits comentando y calificando películas con “panditas rojos” en vez de “estrellitas”. No suele ser complaciente y me ha hecho sonreír esa suerte de altanería de juventud. Yo, si acaso la tuve, la perdí con la edad. Un día Peter posteó en Twitter un corto que hizo en la escuela y descubrí que también actuaba. Ahí me identifiqué plenamente. Él siguió ese sendero que alguna vez yo quise andar. Veo que Peter ha estudiado artes visuales y la única petición o sugerencia que le haría como su lector es que haga converger la pasión por el cine, la realización y la mirada artística con el ejercicio crítico. Que nos ayude a comprender las películas como obras de arte. A mis alumnos de periodismo les he dicho que hacer crítica no es decir “bueno” o “malo” como inquisidor. Muchos menos “me gusta” o “no me gusta” porque el goce estético es un asunto tan personal que nadie se puede meter ahí a juzgar (aunque en las redes sociales pareciera lo contrario). Claro, un “me gusta” o “no me gusta” de una voz calificada nos puede dar una lucecita. Pero lo que realmente ilumina es aquel crítico o creador que nos ayuda a comprender por nosotros mismos una obra artística. En el corto que Peter me mandó y en sus tuits está un asomo de ello y por eso quise dialogar con él.


2. LA VOZ DE PETER


Recuerdo la alfombra, la odiaba, no dejaba que mis Playmobil se mantuvieran de pie por sí solos. La mansión de Bruno Díaz servía como el laboratorio principal de genética y el escenario perfecto para el ataque final de los velocirraptores. Mi héroes de plástico estaban atrapados en un incendio y sólo podrían escapar si llegaban al túnel donde había un helicóptero subterráneo (ellos vivían a años luz de la tecnología del 93). Eran 5 sobrevivientes, 2 mujeres y 3 hombres, no había historia de amor, aunque en algunas versiones sí, entre dos de los hombre motociclistas y científicos de dinosaurios. Rodeados de fuego y dinosaurios violentos, un T-rex llegaba al laboratorio buscando a su cría y mataba a todos los velocirraptores. Mis héroes escapaban, heridos, pero con un nuevo sentido de humildad al ver a sus creaciones salirse de control y reclamar su vida.


—No, mejor juguemos con tu Nintendo (MR)— me decían, mis primos, amigos y niños que estuvieran en el turno para jugar conmigo. 


Mi nombre es Peter Asley Solís, soy poblano (por lo tanto un gran catador de comida) y sí, a los 7 años aprendí a jugar solo porque no nada más quería aventar mis juguetes al aire, quería contar historias y que siguieran un orden para que me hormigueara la panza cuando el T-rex apareciera. Por eso estudié turismo y después la carrera en cine en Guadalajara. Aprendí a contar historias y mi primer trabajo como navegante en el mundo artístico fue un cortometraje: “Emigrar sin ganso”. Fue una forma de decir varios adioses, a la universidad, a mi idea de regresar a Puebla, a mi alargada etapa como estudiante mantenido por sus padres, a mi mejor amiga que escribió este corto, a mis miedos, a mis percepciones sobre mi talento y un hola, uno ya conocido, a ese niño de 7 años que ahora sí, estaba contando historias, pero que ya no estaba solo.


Aprendí a contar historias con el cine y ahora estoy aprendiendo a decir algo de mí en ellas.


3. LA OBRA

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Published on March 16, 2018 14:54

Complicidades: Peter Asley Solís

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Esta es una serie de aproximaciones en tres tiempos a la obra (artística, literaria, periodística, audiovisual, sonora) de creadores que acepten un encuentro conmigo en este espacio titulado Complicidades. La dinámica es esta: los invito a enviarme una pieza o un texto en formato digital acompañado de un párrafo en el que resuman título y contexto en que se creó. Yo le escribo un Proemio al que seguirá la Voz del creador y la Obra en sí. Sea esta una conversación emocionante, emotiva y fructífera que a su vez sea abrazo


1. PROEMIO


Recuerdo (comenzaré mi relato como el de Peter porque, sin antes haber leído el suyo, así lo había pensado y me encantó la coincidencia) que cuando iba en la universidad hace ya unos 20 años quería dedicarme al cine. Estudiaba periodismo, pero me imaginaba haciendo crítica, escribiendo guiones, incluso actuando. Veía muchas películas, me gastaba mis contados pesos en libros de cine y guionismo, comentaba los filmes con quien se dejara. Lo hacía, por cierto, de una forma desmesurada, pretenciosa, ingenua. Tonta. Aquellos libros nunca los terminé de leer ni mucho menos traté de escribir algún guión cinematográfico salvo uno que otro “proyecto escolar” que terminó en la basura. En los inicios de mi carrera como periodista alguna vez escribí sobre cine, pero mis fuentes han ido cambiando y no me interesó tratar de aferrarme a la de cine. Con los años cada día me da más pereza y me desagrada ir a los hipercomercializados complejos. Veo muy poquitos estrenos. Nomás aquellos que me atraen irrefrenablemente (y a veces, muchas, ni esos). Sin embargo, puedo decir que alguna vez soñé con hacer cine. Y eso me remite a Peter  (Puebla, 1986) compartimos ese impulso por contar historias, sólo que él sí siguió ese camino y yo me decanté más bien por el periodismo (ahora en televisión, pero no me atrevo a compararla con el cine pese a que comparten mucho). Iba a decir que me decanté por las letras, aunque sería inexacto porque mi escritura es fundamentalmente periodística pese a que tengo un libro de ficción publicado y algunos relatos deambulando por ahí. También sería honesto decir que eso de contar historias en mi caso es más bien una obligación laboral más que una necesidad como, quizá, lo sea para él. Me topé con Peter donde ahora solemos conocer personas: en las redes sociales. Específicamente en Twitter. De manera virtual. Me llamó la atención esa pasión por el cine que me recordó a mí hace años. Leía sus tuits comentando y calificando películas con “panditas rojos” en vez de “estrellitas”. No suele ser complaciente y me ha hecho sonreír esa suerte de altanería de juventud. Yo, si acaso la tuve, la perdí con la edad. Un día Peter posteó en Twitter un corto que hizo en la escuela y descubrí que también actuaba. Ahí me identifiqué plenamente. Él siguió ese sendero que alguna vez yo quise andar. Veo que Peter ha estudiado artes visuales y la única petición o sugerencia que le haría como su lector es que haga converger la pasión por el cine, la realización y la mirada artística con el ejercicio crítico. Que nos ayude a comprender las películas como obras de arte. A mis alumnos de periodismo les he dicho que hacer crítica no es decir “bueno” o “malo” como inquisidor. Muchos menos “me gusta” o “no me gusta” porque el goce estético es un asunto tan personal que nadie se puede meter ahí a juzgar (aunque en las redes sociales pareciera lo contrario). Claro, un “me gusta” o “no me gusta” de una voz calificada nos puede dar una lucecita. Pero lo que realmente ilumina es aquel crítico o creador que nos ayuda a comprender por nosotros mismos una obra artística. En el corto que Peter me mandó y en sus tuits está un asomo de ello y por eso quise dialogar con él.


2. LA VOZ DE PETER


Recuerdo la alfombra, la odiaba, no dejaba que mis Playmobil se mantuvieran de pie por sí solos. La mansión de Bruno Díaz servía como el laboratorio principal de genética y el escenario perfecto para el ataque final de los velocirraptores. Mi héroes de plástico estaban atrapados en un incendio y sólo podrían escapar si llegaban al túnel donde había un helicóptero subterráneo (ellos vivían a años luz de la tecnología del 93). Eran 5 sobrevivientes, 2 mujeres y 3 hombres, no había historia de amor, aunque en algunas versiones sí, entre dos de los hombre motociclistas y científicos de dinosaurios. Rodeados de fuego y dinosaurios violentos, un T-rex llegaba al laboratorio buscando a su cría y mataba a todos los velocirraptores. Mis héroes escapaban, heridos, pero con un nuevo sentido de humildad al ver a sus creaciones salirse de control y reclamar su vida.


—No, mejor juguemos con tu Nintendo (MR)— me decían, mis primos, amigos y niños que estuvieran en el turno para jugar conmigo. 


Mi nombre es Peter Asley Solís, soy poblano (por lo tanto un gran catador de comida) y sí, a los 7 años aprendí a jugar solo porque no nada más quería aventar mis juguetes al aire, quería contar historias y que siguieran un orden para que me hormigueara la panza cuando el T-rex apareciera. Por eso estudié turismo y después la carrera en cine en Guadalajara. Aprendí a contar historias y mi primer trabajo como navegante en el mundo artístico fue un cortometraje: “Emigrar sin ganso”. Fue una forma de decir varios adioses, a la universidad, a mi idea de regresar a Puebla, a mi alargada etapa como estudiante mantenido por sus padres, a mi mejor amiga que escribió este corto, a mis miedos, a mis percepciones sobre mi talento y un hola, uno ya conocido, a ese niño de 7 años que ahora sí, estaba contando historias, pero que ya no estaba solo.


Aprendí a contar historias con el cine y ahora estoy aprendiendo a decir algo de mí en ellas.


3. LA OBRA

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Published on March 16, 2018 14:54

March 9, 2018

La compulsión a no dejar huellas

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Desde que comencé a usar las redes sociales hace algunos años fui adquiriendo la compulsión a no dejar huellas. Paulatinamente fui siendo testigo de cómo nuestra información y nuestros pasos se iban quedando resgistrados en la red, lo cual me he generado una suerte de pudor (mayor al que de por sí tengo) y algo de angustia. Es como si, absurdamente y no, sintiera que me están observando todo el tiempo.


Dada mi personalidad tímida, reservada, taimada, ello me inquieta sobre manera. Al inicio disfrutaba de mostrarme sin reservas de manera “anónima” y despreocupada. Sin compromisos ni miradas. Eso creía. Pero después de este libertinaje me harté y me volví más reservado y todo me impulsó a tratar de preservar mi seguridad y privacidad, aunque ya me han dicho que toda mi información anda por la red en lugares que ni me imagino y que me tienen tan observado y estudiado a niveles que no alcanza siquiera a intuir.


No importa. Me hecho el hábito de vaciar mis redes sociales, de borrar mis historiales en internet, de eliminar mis correos. De todas maneras la información es ahora tan efímera que no pretendo que algo tan insustancial como lo que se suele acumular en la red prevalezca de alguna manera. Acaso sólo sirve para crear una imagen, una personalidad virtual de uno. Hacerme de una distinta y más interesante de la que tengo en la vida real no me ha importado demasiado y ahora menos. Hoy no me interesa en absoluto.


El asunto no se queda en algo momentáneo sino que lo medito a futuro. ¿Qué ocurrirá con toda mia información, mis correos y redes sociales cuando muera? Sí, se quedarán ahí acumulando datos sin sentido hasta quién sabe cuándo. ¿Alguien las podrá ver? ¿Alguien las podrá usar? Ilusamente me preocupa. Esto no tiene mayor sentido porque al morir ya todo da igual, salvo que ello signifique dejar algún contratiempo o aliciente a quienes se quedan.


Espero tener la oportunidad de poder cerrar todas mis cuentas antes de morir o dejar un permiso a alguien de confianza para que las cierre luego de mi fallecimiento. ¿Se podrá hacer? Mientras tanto, esta “nueva” angustia, que se suma a todas aquellas que de por sí la vida urbana nos reservan, la controlo tratando de mantener lo más “limpios” posibles todos mis sitios en internet. Sin importar que, como bien dicen, mi información sea menos privada de lo que creo. Al menos soy tan insustancial que no tengo foto comprometedora alguna o mayor secreto (¿será?) de los que puedo compartir en este espacio que se ha convertido en un diario.


Foto libre de derechos tomada de https://gratisography.com/

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Published on March 09, 2018 13:48

March 5, 2018

Jóvenes universitarios, caos y el metro

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Llevo unos 10 años utilizando la Línea 3 del Metro de la Ciudad de México y con sincero e inmenso pesar he atestiguado cómo se ha degradado hasta desaparecer la civilidad de entre los jóvenes estudiantes de la UNAM en CU.


No muestran educación ni amabilidad. No ejercen la convivencia constructiva. Empujan, “agandallan” asientos y no los ceden a quien lo necesita, comen sin cuidado, acaparan espacios necesarios para “fajar” aun cuando el transporte va lleno, se recargan en los tubos de agarre, llevan sus aparatosas mochilas en la espalda sin importarles la movilidad común, gritan sin reparo, se mofan de otros.


Ser alumno de la UNAM es un título que debemos honrar en todos lados. Considero tan crítica la situación, la Línea 3 es una de las más complicadas y bulliciosas de la ciudad, que sería indispensable una campaña de civilidad entre los jóvenes de la UNAM en CU por parte de la universidad y el Metro.


Antes de expresar esto me he cuestionado muchas veces si no más bien he envejecido y me he vuelto receloso con los jóvenes como, quizá, lo fueron conmigo los adultos de hace unos años. Sin embargo, si bien yo llegué a comer en el transporte, a quedarme dormido y a pasarme alguna regla como método se sobrevivencia en esta urbe, para mí era inconcebible no ceder el lugar a alguien que lo necesitara, ir empujando o aventar mi mochila o abalanzarme a un asiento. Igual mis compañeros de la entonces ENEP Aragón de la UNAM, donde estudié.


Tal vez mi memoria tenga mienta, pero cuando era joven a finales de los 90 y principios de los 2000 no sentía esos niveles de agresividad. Quizá es porque ya somos muchos muchos muchos más. Históricamente los universitarios han sido agentes de cambio y conocimiento, no generadores de caos e incivilidad. Los actuales alumnos de la UNAM tienen una tradición que los respalda, pero a la que deberían honrar con dignidad. Un asunto es la necesaria irreverencia de la juventud y otra ser una horda de patanes.


Todos podemos aprender del ejemplo de varios trabajadores que desde los suburbios vienen a la ciudad desde la madrugada y aun después de una larga y agotadora jornada no pierden la cortesía, la amabilidad y la consideración por otros. A ellos gracias.


Foto libre de derechos tomada de https://gratisography.com/

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Published on March 05, 2018 15:53

Jóvenes universitarios. ¿Agentes del caos en el metro?

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Llevo unos 10 años utilizando la Línea 3 del Metro de la Ciudad de México y con sincero e inmenso pesar he atestiguado cómo se ha degradado hasta desaparecer la civilidad de entre los jóvenes estudiantes de la UNAM en CU.


No muestran educación ni amabilidad. No ejercen la convivencia constructiva. Empujan, “agandallan” asientos y no los ceden a quien lo necesita, comen sin cuidado, acaparan espacios necesarios para “fajar” aun cuando el transporte va lleno, se recargan en los tubos de agarre, llevan sus aparatosas mochilas en la espalda sin importarles la movilidad común, gritan sin reparo, se mofan de otros.


Ser alumno de la UNAM es un título que debemos honrar en todos lados. Considero tan crítica la situación, la Línea 3 es una de las más complicadas y bulliciosas de la ciudad, que sería indispensable una campaña de civilidad entre los jóvenes de la UNAM en CU por parte de la universidad y el Metro.


Antes de expresar esto me he cuestionado muchas veces si no más bien he envejecido y me he vuelto receloso con los jóvenes como, quizá, lo fueron conmigo los adultos de hace unos años. Sin embargo, si bien yo llegué a comer en el transporte, a quedarme dormido y a pasarme alguna regla como método se sobrevivencia en esta urbe, para mí era inconcebible no ceder el lugar a alguien que lo necesitara, ir empujando o aventar mi mochila o abalanzarme a un asiento. Igual mis compañeros de la entonces ENEP Aragón de la UNAM, donde estudié.


Tal vez mi memoria tenga mienta, pero cuando era joven a finales de los 90 y principios de los 2000 no sentía esos niveles de agresividad. Quizá es porque ya somos muchos muchos muchos más. Históricamente los universitarios han sido agentes de cambio y conocimiento, no generadores de caos e incivilidad. Los actuales alumnos de la UNAM tienen una tradición que los respalda, pero a la que deberían honrar con dignidad. Un asunto es la necesaria irreverencia de la juventud y otra ser una horda de patanes.


Todos podemos aprender del ejemplo de varios trabajadores que desde los suburbios vienen a la ciudad desde la madrugada y aun después de una larga y agotadora jornada no pierden la cortesía, la amabilidad y la consideración por otros. A ellos gracias.


Foto libre de derechos tomada de https://gratisography.com/

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Published on March 05, 2018 15:53

February 28, 2018

“No como eso”. El auge de la antipatía en la mesa

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Reunirse a comer hoy en día se ha convertido en toda una odisea. Hay quien no come carne, gluten, grasas, harinas, embutidos, azúcar, quien no bebe alcohol, quien no come determinados ingredientes, quien solo come carne blanca o alimentos orgánicos, quien es macrobiótico, vegano, flexivegetariano, ovolactovegetariano, ovovegetariano, garnachero estricto… en fin.


Las formas de comer (o las manías alimenticias) son tantas que organizar una comilona es tan complicado como entender la política nacional en época de elecciones. Yo mismo soy uno de esos quisquillosos que ya no somos pocos y que, por si fuera poco, mudamos de parecer caprichosamente. Una temporada alguien es vegano y luego flexivegano y luego macrobiótico y luego no come gluten ni lácteos. Lo complejo es que no se queda en una sola categoría sino que las combina y, entonces, en nuestro círculo cercano hay quien come carne blanca pero no lácteos ni harina, o es flexivegetariano pero no come huevo ni alcohol, o es garnachero y denosta de los vegetales orgánicos… vaya. Hay cuantas fórmulas como personas.


Lo más sencillo sería tratar de tener opciones varias en la mesa y que cada quien coma o no lo que le dé la gana. Pero ya no es tan sencillo y lo digo por experiencia propia. Además de que este fenómeno, he notado, afecta nuestras relaciones sociales. Me considero una persona abierta a toda manera de comer porque la mío sin carnes rojas (de preferencia ninguna), condimentos, sal, cebolla y ajo, harinas, grasas en exceso y otras excepciones, no es fácil de lidiar. Sin embargo, me he descubierto molesto porque al momento de invitar a comer, ofrecer comida o ir a un restaurante con alguien inevitablemente no come, no bebe o solo pide algo para acompañarte haciéndome sentir, debo decirlo, un cerdo.


¿Que no debería de importarme? Eso creía, pero es entonces que la convivencia se trunca. Es muy diferente el me vales al me adapto para estar contigo. Cada día soy más reacio a salir a comer acompañado, incluso por gente cercanísima. Ciertamente nadie está obligado a comer algo que no le gusta, pero hemos caído en el triunfo del rechazo y de la poca o nula empatía con los otros en la mesa. Desairamos la comida y nos quedamos de brazos cruzados incomodando a los demás aunque no lo querramos. Yo mismo lo hago aunque también soy capaz de comer algunos alimentos que no suelo consumir si es una invitación respetuosa y antenta en una casa ajena o por parte de algunos integrantes de mi familia.


Esta adaptabilidad es añeja. Yo no como carne roja desde hace más de 20 años, por ejemplo, y en ese entonces no estaba tan extendida esta “aceptación” de la diversidad alimenticia. Todos los días se me cuestionaba e increpaba mi forma de comer. Afortunadamente en casa encontré el apoyo, si no quizá seguiría comiendo carne roja o refresco aun cuando me caen muy mal. Y es que dejé de consumir estos dos alimentos, entre otros, cuando de adolescente se me diagnóstico colítis crónica. Mejoré muchísimo y por eso me aferré a esa dieta que en gran medida he mantenido. Pero para “sobrevivir” tuve que adaptarme a lo que había y comer de entre ello lo que podía. Le quitaba la carne a los guisos y me comía lo demás aunque quedara el sabor.


Que tampoco podemos obligar a nadie a comer algo que no le gusta. Es cierto. Que no debemos presionarlo. También. Pero solucionar la escrucijada depende de cada uno que ha de tratar de encontrar la manera de integrarse y no mirar desde el margen solo comiendo o bebiendo lo que le gusta. Además esta postura nos anula la sensual posibilidad de descubrir sabores nuevos que incluso podrían terminar fascinándonos.


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Published on February 28, 2018 14:03

“No, gracias”. El auge de la antipatía en la mesa

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Reunirse a comer hoy en día se ha convertido en toda una odisea. Hay quien no come carne, gluten, grasas, harinas, embutidos, azúcar, quien no bebe alcohol, quien no come determinados ingredientes, quien solo come carne blanca o alimentos orgánicos, quien es macrobiótico, vegano, flexivegetariano, ovolactovegetariano, ovovegetariano, garnachero estricto… en fin.


Las formas de comer (o las manías alimenticias) son tantas que organizar una comilona es tan complicado como entender la política nacional en época de elecciones. Yo mismo soy uno de esos quisquillosos que ya no somos pocos y que, por si fuera poco, mudamos de parecer caprichosamente. Una temporada alguien es vegano y luego flexivegano y luego macrobiótico y luego no come gluten ni lácteos. Lo complejo es que no se queda en una sola categoría sino que las combina y, entonces, en nuestro círculo cercano hay quien come carne blanca pero no lácteos ni harina, o es flexivegetariano pero no come huevo ni alcohol, o es garnachero y denosta de los vegetales orgánicos… vaya. Hay cuantas fórmulas como personas.


Lo más sencillo sería tratar de tener opciones varias en la mesa y que cada quien coma o no lo que le dé la gana. Pero ya no es tan sencillo y lo digo por experiencia propia. Además de que este fenómeno, he notado, afecta nuestras relaciones sociales. Me considero una persona abierta a toda manera de comer porque la mío sin carnes rojas (de preferencia ninguna), condimentos, sal, cebolla y ajo, harinas, grasas en exceso y otras excepciones, no es fácil de lidiar. Sin embargo, me he descubierto molesto porque al momento de invitar a comer, ofrecer comida o ir a un restaurante con alguien inevitablemente no come, no bebe o solo pide algo para acompañarte haciéndome sentir, debo decirlo, un cerdo.


¿Que no debería de importarme? Eso creía, pero es entonces que la convivencia se trunca. Es muy diferente el me vales al me adapto para estar contigo. Cada día soy más reacio a salir a comer acompañado, incluso por gente cercanísima. Ciertamente nadie está obligado a comer algo que no le gusta, pero hemos caído en el triunfo del rechazo y de la poca o nula empatía con los otros en la mesa. Desairamos la comida y nos quedamos de brazos cruzados incomodando a los demás aunque no lo querramos. Yo mismo lo hago aunque también soy capaz de comer algunos alimentos que no suelo consumir si es una invitación respetuosa y antenta en una casa ajena o por parte de algunos integrantes de mi familia.


Esta adaptabilidad es añeja. Yo no como carne roja desde hace más de 20 años, por ejemplo, y en ese entonces no estaba tan extendida esta “aceptación” de la diversidad alimenticia. Todos los días se me cuestionaba e increpaba mi forma de comer. Afortunadamente en casa encontré el apoyo, si no quizá seguiría comiendo carne roja o refresco aun cuando me caen muy mal. Y es que dejé de consumir estos dos alimentos, entre otros, cuando de adolescente se me diagnóstico colítis crónica. Mejoré muchísimo y por eso me aferré a esa dieta que en gran medida he mantenido. Pero para “sobrevivir” tuve que adaptarme a lo que había y comer de entre ello lo que podía. Le quitaba la carne a los guisos y me comía lo demás aunque quedara el sabor.


Que tampoco podemos obligar a nadie a comer algo que no le gusta. Es cierto. Que no debemos presionarlo. También. Pero solucionar la escrucijada depende de cada uno que ha de tratar de encontrar la manera de integrarse y no mirar desde el margen solo comiendo o bebiendo lo que le gusta. Además esta postura nos anula la sensual posibilidad de descubrir sabores nuevos que incluso podrían terminar fascinándonos.


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Published on February 28, 2018 14:03

February 27, 2018

El libro impreso ya es inviable en la complicada vida urbana

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Soy un lector empedernido a fuerza de complicadas y varias horas de camino en el transporte público de la Ciudad de México durante años. Desde que me hacía entre cuatro a seis horas al día de ida y vuelta de casa de mis padres a la universidad hasta ahora que, aunque vivo en una colonia más céntrica, me gasto la mitad de ese tiempo en ir y venir del trabajo.


Así he leído mucho. Así fue como me hice el hábito de la lectura. La mayoría de las decenas de libros que he ojeado ha sido en esos tortuosos trayectos por la Ciudad de México y sus alrededores. En aquellos viacrucis la lectura ha sido entre un refugio y una vía de escape. Como la música, aunque esta última la dejé pues en un afán de supervivencia terminé saturándome de distractores.


Música a todo volumen en los audífonos, libros, revistas, periódicos (con todo y lo incómodo que es leerlos en el transporte público), recientemente redes sociales. Hay quienes eligen ver películas, series o videojuegos en el celular. O todo a la vez. Uno trata de desconectarse a toda costa de la dolorosa movilidad en la Ciudad de México y su área metropolitana.


Pero últimamente he notado que el libro impreso es cada vez más inviable en la apresurada y arremolinada vida urbana. Es complicadísimo sortear la calle con un tabique de papel a cuestas. Mucho menos leerlo, en especial si vas de pie o en el transporte atiborrado. Mudar cajas de libros es una pesadilla.


Hallar tiempo para sentarse a leer plácidamente bellas y aparatosas ediciones es también dificilísimo. Ni se diga los diarios. Y si lo logras apenas avanzas unas páginas porque en la ciudad “siempre hay algo que hacer”.


He encontrado en los ebooks la solución para cargar una biblioteca que pesa lo que el teléfono celular. Y ya me acomodo más leyendo en ebook que en papel y lo puedo hacer aunque vaya algo incómodo o apretado en el metro, el bus o el metrobús. 


Pasar la página de un libro impreso en esas condiciones es un malabar a veces imposible o riesgoso. Puedes dar el azotón si el transporte frena y no estás agarrado. Y podemos entorpecer el tránsito de los demás usuarios. Incluso en cama es más fácil sostener el teléfono que un libro.


¿Que si no es peligroso ir leyendo en el celular en el transporte público? Sí, te lo pueden robar o hacerlo caer y que se rompa. No obstante, una de las exigencias de la vida citadina es estar todo el tiempo alerta. En México o donde sea. Es por eso que dejé de ir oyendo música a todo volumen al tiempo que leía o hacía cuanto se me ocurriera para sustraerme. Y el estar más atento me convirtió en alguien más amable, por cierto.


Los libros impresos cada vez me significan menos salvo como estorboso fetiche del que, sin embargo, no pienso prescindir. Si sucediera un apagón apocalíptico serán los libros y los soportes palpables los que preservarán el conocimiento. Pero ya solo compro aquellos libros que me seducen y están a la mano, el resto los descargo y los voy leyendo en el transporte público. Mientras siga utilizándolo seguiré siendo un lector empedernido.


Si esto cambia ya veré qué pasará. Imagino que continuaré leyendo como sea. Hace poco era de los que decía que no me gustaba leer en digital porque nada como “tocar” y “oler” un libro. Ya no es así. Hasta me siento bobo de pensar eso. Un soporte no anula al otro. Ni tendría por qué. Son opciones viables por igual. Tampoco dejaré de cargar de vez en cuando un libro en el transporte público, ya sea por nostalgia o por mero placer. Eso sí, una edición de bolsillo. Pequeña, cómoda, manejable.


Foto libre de derechos tomada de https://gratisography.com/

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Published on February 27, 2018 13:48

January 12, 2018

2017

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El 2017 fue transformador. Ya pasó la época de los balances, pero cuando debí haber escrito esto no estaba seguro de lo que quería decir ni tuve el tiempo ni el ánimo. Es ahora, ya entrado el 2018, que me cosquilleó el poner en claro lo que significó el año pasado como un ejercicio de asimilación de las experiencias y lecciones que percibí y que me transfiguraron en una versión más fuerte, balanceada, cierta y tranquila de mí mismo. Al menos eso creo. No quiero decir que me volví un santo o un héroe. Nada más lejos de la realidad. Pero sí me siento menos neurótico, disperso, asustadizo e inseguro.


La primera gran enseñanza vino con el diagnóstico de cáncer de próstata con metástasis de huesos de mi padre. Una noticia que cimbró mi mundo y el de mi familia. Que impactó no solo nuestra concepción de la vida sino la forma en la que nos relacionamos. Los afectos cercanos se volvieron más sólidos y los distantes, si bien no se rompieron del todo, dejaron de estar en el espectro de la obligatoriedad.


Pasamos una etapa de hospitalizaciones y de lidiar casi a ciegas con una enfermedad impresionante y aterradora. Mi papá estuvo muy grave. Pero con el paso de los meses fue mejorando. Los propios médicos están asombrados por los avances. De haber perdido el dominio de la mitad inferior de su cuerpo, ahora está en rehabilitación para dejar la andadera con la que se apoya para caminar y hasta sube escalones.


No sólo he sido testigo de que la determinación nos lleva hasta donde sea. También he comprendido que todos tenemos nuestras maneras de lidiar con la adversidad y que hay que respetar y tratar de comprender los tiempos y las formas de los demás. Imponer una vía de acción o soluciones, aunque lo hagamos con amor, es un camino directo a la desazón y al enfrentamiento. A la frustración porque nadie va a reaccionar exactamente como desearíamos. Y esto lo confirmé con otra gran lección que experimenté en 2017.


Justo en la plena crisis por la enfermedad de mi padre volví a dar clases de Periodismo en la Ibero. La segunda ocasión. Mi primera experiencia me había dejado satisfecho aunque cierto de que no tenía vocación para la docencia. Sin embargo, meses antes había aceptado una segunda oportunidad y, súbitamente, días antes del inicio de semestre me avisaron que ya estaba anotado en el equipo de profesores. Decidí no retractarme pese a que no estaba en condiciones de pararme frente a grupo. No imaginaba que nada sería como la primera vez.


En principio, el horario: clase de 7 de la mañana dos veces a la semana. Antes de las 6 tenía que salir de casa desde la zona Centro para llegar a Santa Fe y de ahí correr a mi trabajo en la tele en el Ajusco. No hubo día que no padeciera el caos, el tránsito y las desmañanadas. Los largos y complicados trayectos eran un viacrucis. Por si fuera poco me sentía disperso y desconcentrado. Solo pensaba en el cáncer de mi padre. Estaba triste y desaminado. Días antes me había quedado con él en el hospital y había decidido no seguir con los durísimos tratamientos de radioterapia. Tuve la impresión de que me estaba despidiendo de él. Fue algo muy doloroso, aunque lo comprendí. Me resigné. Además me sentía inseguro porque no había logrado planear como me gusta el curso pues me confirmaron mi participación con poquísima antelación, así que tuve que ir entre improvisando y retomando la planeación anterior.


Por si fuera poco me topé con un grupo dificilísimo. Muchachos de semestres avanzados que inmediatamente notaron mi estado de ánimo, mi desazón, mi debilidad. Que no estaban interesados en el curso de soft news que había propuesto en la universidad y con los que no lograba (ni logré nunca) conectar de ninguna manera. En lugar de un salón de clases me sentía en un campo de batalla. Y así fue hasta el último día. Nunca logré captar su atención. Por el contrario, todos mis intentos de animar la clase los sentí fallidos y cada día los notaba más aburridos, desganados y hartos. Me inventé dinámicas, visitas en clase, actividades y nada daba resultado. Eventualmente me contagié. Quizá los chicos tuvieron expectativas que no se cumplieron o simplemente, como me confesaron, estaban ahí por el horario. O porque no les quedaba de otra. Tampoco les reprocho absolutamente nada. Fueron unos grandes maestros para mí.


Justo cuando estaba a punto de tirar la toalla. De tomar alguna decisión radical como abandonar el trabajo y atenerme a cualquier consecuencia que ello significara o de plano decirle a los chicos que quien no quisiera estar ahí le regalaba la calificación, aun cuando me quedara sin grupo, ocurrió el terremoto del 19 de septiembre en el Centro de México. Un evento aleccionador no solo para mí sino para todos en la Capital. De ello surgió un proyecto que logró darle cauce al curso. A trompicones salió adelante. A regañadientas los chicos lo aceptaron y fueron aprendiendo del oficio periodístico. Por momentos llegué a pensar que les gustaba.


Por si fuera poco en el trabajo en la tele no le encontraba sentido a nada. Me sentía atrapado en una monotonía tan aplastante como exigente que no me permitía estar con mi padre más tiempo. O disfrutarme y disfrutar la vida que, como he sido testigo, puede resquebrajarse en un suspiro. Sentía que mi trabajo no valía ni interesaba. Pero todo fue cambiando. O, como decía, quizá fui yo quien cambió. El sismo fue una inesperada invitación a valorar y a abrazar la vida. Llegué a pensar que el edificio donde trabajo se caería y moriría. No fue así. Y poco a poco fueron surgiendo nuevos proyectos que me inyectaron vitalidad y ánimos. Comencé a ser consciente de todas estas experiencias.


Hacia finales de año todo el dolor, toda la incertidumbre, todo el desgaste, todo el cansancio, toda la desilusión que había sentido durante meses, hizo emerger a un yo más sólido y en paz. A alguien más cierto y consciente de sí mismo. A alguien más respetuoso de sí y los demás. A alguien más abierto a la sensibilidad sin, por ello, sentirme débil. A alguien que intenta valor a cada persona en su justa medida, que se exige reconocer los talentos de cada quien, que evita comparar en toda circunstancia, que trata de no tener expectativas de nada ni nadie.


Me resta aprender a decir que no. A reducir la ansiedad. A domar la neurosis y las manías. A no juzgarme por caer en el caos. Identifico, valoro y trato de desterrar lo que considero mis defectos, pero sin que ello signifique traicionarme. Mi novio Marcos, con quien cumplí dos años, ha sido mi gran maestro y dique en todo esto. Sigo comprendiendo. Comprendiéndome. Pero ya no me siento perdido ni solo ni dolido ni fracturado ni amargado ni inconforme. Este nuevo año me deseo y les deseo a todos lo mejor cada minuto.


Foto libre de derechos tomada de https://gratisography.com/

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Published on January 12, 2018 18:12

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Omar G. Villegas
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