Álvaro Bisama's Blog, page 233

July 19, 2015

Generación perdida: el zorrón profundo

Todo esto sucede un sábado por la noche, en un programa llamado Generación perdida, que transmite UCV. Todo es extraño y quizás irreal. Sebastián Badilla coge dos pelucas y le pasa una a Julio César Rodríguez, su invitado, para jugar a entrevistarlo desde una perspectiva “femenina”. El set está lleno de los familiares de Badilla, que incluyen a dos hermanos y una tía llamada Lala. El decorado son los afiches de las películas que Badilla escribió y protagonizó. Porque Sebastián Badilla es actor, guionista y productor de cine. Una de sus películas se llama El limpiapiscinas y otra Mamá, ya crecí. La entrevista con Rodríguez trata sobre su éxito con las mujeres y sus técnicas de seducción. Luego todo se vuelve aún más inverosímil. Badilla presenta una nota donde aparece disfrazado de mujer y entrevista gente a la salida de un minimarket del barrio alto. La nota hace ver los momentos más rancios de Eduardo Ravani en el Jappening con ja como si fuesen algo sofisticado. En el set, los chistes abordan la vida de la familia Badilla y las cuitas amorosas de la señora Lala, que se comporta como si estuviese en el living de su casa. Luego Badilla cuenta que su hermana va a coanimar el programa. Luego, entra el humorista Pancho del Sur. Luego Pancho del Sur dice que ya no es sólo humorista sino que ahora también es sanador. Pancho del Sur explica sus poderes mágicos. Algo pasa en su mirada cuando habla. Mientras, la tía Lala hace comentarios. Luego el programa termina.


Narrar lo que sucede en Generación perdida es quizás más interesante que verlo. El programa no es bueno y más allá del extraño interés morboso que puede suscitar, queda en el aire la pregunta de por qué está en pantalla y tiene la cantidad de auspiciadores que tiene. Por supuesto, el canal que lo emite posee una programación delirante cuyo sentido fundamental es hacer caja. Ahí, las excepciones honrosas son Los años dorados (su recién estrenada sitcom) y un área periodística que salva con dignidad la precariedad de sus recursos. El resto de lo que hay en UCV es freak, camp y extraño; pues caben ahí programas de conversación de la parroquia de la esquina, dos shows del Pollo Valdivia y unas compilaciones de cámaras escondidas de Europa del Este con muchachas en topless.


Generación Perdida es uno más de esos programas pero tiene la extraña virtud de sintonizar como ninguno ciertas tensiones de nuestro presente. El humor de Badilla es homofóbico, misógino y clasista, y su obsesión de presentar su imaginario como algo original y transgresor es, cuando menos, inquietante. Pero eso es entendible pues Badilla parece hacer en serio ese sketch clásico de Plan Z donde Rafael Gumucio tenía un canal de televisión en su propia casa. Pero lo anterior es sólo superficial porque lo que importa del show es otra cosa: el culto insufrible a la personalidad, la banalidad carente de toda autocrítica, la ausencia de cualquier clase de parodia.


Así, ver el show de Badilla es entender a cierto Chile profundo. Generación perdida es el show por excelencia de los zorrones, de los hijos de los patrones del fundo que no saben hacer otra cosa que hablar de sí mismos y su pobre universo; es comprender dónde pueden yacer los últimos escombros del pinochetismo (cuando Badilla se disfraza de mujer, su histeria carece de cualquier ironía y sus miedos sociales quedan a la vista) y de dónde proviene el pánico que hizo que la semana pasada, asustados por un mensaje falso de whatsapp, montones de ciudadanos corriesen desesperados a acaparar bencina como si acabase el mundo. Todo eso está en el programa, pero no explícitamente, sino que encubierto de un modo subterráneo, presentado como un tono de voz, dibujando una extraña cotidianidad que en el fondo encubre algo monstruoso, acaso un espejo deformado de nuestra identidad, cultura y territorio.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 19, 2015 07:23

July 12, 2015

Lip Sync: las muecas de los otros

Hay algo desesperado en Lip Sync Chile que resulta interesante: el ver cómo una franquicia internacional termina volviéndose el más chileno de los programas. Si el Lip Sync original partió como un segmento del late de Jimmy Fallon y hace unos meses se volvió un espacio completo del cable norteamericano, animado por un rapero de la vieja escuela; acá debutó el domingo pasado en la TV abierta animado por Karen Doggenweiler.


Eso lo dice todo. Mal que mal, el sentido del show original descansa en un juego que cuestiona los roles y los géneros sexuales, el culto a la personalidad y los lugares comunes de la industria del espectáculo. Acá eso sucede sólo por escasos momentos y es mérito de los invitados, antes que de la producción y los animadores. Quizás se debe a que en el fondo da lo mismo el formato, sino el hecho de que TVN, en vez de lanzarse hacia adelante, adaptó el formato volviéndolo un programa más de Karen Doggenweiler: un matinal tardío lleno de populismo catódico, coreografías, backstages aburridos, Américo y challa de todo tipo.


De este modo, lo mejor sucede quizás en el terreno de la incertidumbre, en la pregunta de cuánto se podrán desfigurar los rostros que aparecen en cada episodio. Es ahí donde Lip Sync cobra sentido, en los minutos donde Héctor Morales se convierte en Lady Gaga o María Elena Swett hace de Miley Cyrus, desdibujando las distancias entre el homenaje y la parodia, preguntándose por la relevancia cultural o la idiotez de las canciones o artistas que son representados. Es ahí donde el formato brilla, en el gesto de convertir la canción en una máscara de otra cosa, jugando a poner en escena algo parecido a una transgresión.


Lo anterior existe más allá de Karen Doggenweiler y de Maly Jorquera, quien hace de pinchadiscos, pero que parece que quisiese opacar a la animadora. También existe más allá de TVN y su fracaso en el rating y del hecho de que el estreno de Lip Sync Chile suceda en el mismo momento que el canal despide a una cincuentena de trabajadores y Carmen Gloria López, su directora ejecutiva, cumple un año en el cargo.


En cualquier caso, el programa sirve para preguntarse cómo funciona la voluntad de transgresión dentro de nuestra televisión: Lip Sync Chile se exhibe a la misma hora de Alerta Máxima, el programa de Chilevisión que aborda la delincuencia con una moral de videojuego. Ahí, cualquier riesgo simbólico existe en la moral determinista y reaccionaria de una estética tipo GTA. El show de TVN sugiere otro camino: doblar una canción nunca es un gesto mecánico, sino algo que entraña la posibilidad de una parodia que dinamita la solemnidad o los lugares comunes del molde original, escenificando la banalidad de los mismos. En ese programa, Morales y Swett lo comprendieron a cabalidad; el programa brilló en los instantes en que los invitados se convirtieron en otros para justamente coquetear con la ambigüedad sexual, la vulgaridad o los clichés del pop actual. Pero eso fueron momentos sueltos, tragados por la kermesse perpetrada por Karen Doggenweiler y el hecho de que en TVN la sombra de Rojo siga extendiéndose hasta el presente. Nada que hacer: es la distancia entre la fiesta falsa y el juego verdadero.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 12, 2015 07:08

July 5, 2015

Contacto: historias de vida

De los programas periodísticos emblemáticos de nuestros canales de televisión, Contacto es uno de los que más ha cambiado. Mientras Informe especial sigue atrapado en un formato que ha explotado hace casi treinta años y En la mira sólo ha sufrido modificaciones cosméticas en relación a su calidad de producción, el espacio de reportajes de Canal 13 ha estado un poco a la deriva en los últimos años. La razón podría estar en cómo le han afectado los giros que la dirección del canal ha tenido (ese sainete donde han participado Vasco Moulian, la Iglesia Católica, Andrónico Luksic y el ahora ministro Eyzaguirre, entre muchos), pero también en el hecho de que Emilio Sutherland, uno de sus periodistas emblemáticos, se haya convertido en un impensado ícono cultural gracias a la conducción de En su propia trampa.


Eso quizás se debe a que el show de telerrealidad de Sutherland terminó ocupando el lugar que Contacto tenía en el imaginario del espectador, volviéndolo algo pálido y fuera de lugar, al lado de los efectos especiales y las persecuciones a falsos indigentes en los paraderos del Transantiago. Sutherland y En su propia trampa han determinado cómo miramos Contacto, instalando la idea de un periodismo de investigación del cual sólo queda la cáscara, ungiendo simbólicamente al reportero como un vengador de los males sociales, encarnados en la pantalla por carteristas y curanderos de toda laya. Por lo mismo, el nuevo formato de Contacto, que es la sección final de Teletrece los domingos y después de Protagonistas, es un modo de replantear ese espacio de cara al futuro.


Esta versión 2015 dura apenas media hora. Pero aquello, que podría ser un problema supone un avance, una excusa para contar historias. Estas son el mejor modo de resolver el problema del tiempo, pero también de otorgarle una nueva dirección. En ese sentido, que el primer capítulo emitido indagara en los modos en que una familia se adaptaba a la condición de transgénero de una de sus hijas, funcionaba como una muestra perfecta de cómo la temporada debía concebirse. Ahí, el centro no era la exclusión que la familia sufría diario en diversos planos (sobre todo en el escolar) sino los modos en cómo esa familia debía aprender a aceptar con naturalidad dicha condición, replanteando desde la intimidad sus conceptos y prejuicios en relación a los roles y géneros.


Eso también sucedía en el episodio dedicado a la vida de tres niños futbolistas. El programa los seguía desde la provincia hasta Santiago, detallando la cadena burocrática a la que los pequeños deportistas se sometían dentro del mercado del fútbol profesional. Demoledor, el relato mostraba a una fauna llena de  veedores, representantes, funcionarios de la ANFP, además de explicar el funcionamiento de los contratos draconianos que determinaban el futuro de esos niños. Relatado desde su perspectiva, el capítulo podía leerse como el contrapunto de la fiebre futbolística que ha inundado el país esta Copa América, estrellando el hálito épico del fútbol contra la descripción de una burocracia comercial donde todo el mundo quería sacar una tajada de la vida de esos jugadores que aún no cumplían los 13 años.


Así, es en esos lugares donde Contacto anota sus mejores puntos, haciendo que el reportaje de denuncia se convierta en otra cosa, permitiendo al espectador entender las aristas complejas de las vidas de quienes se presentan en pantalla. Esas historias son urgentes y tienen la virtud de escapar a cómo dé lugar del sensacionalismo que Chilevisión o Mega le dan a temas similares, permitiendo participar del debate público, pero también huyendo de cualquier histeria colectiva. Gracias a eso, Contacto no ha incurrido en esa televisión del miedo que quiere ponerse de moda esta temporada, boicoteando los lugares comunes que Sutherland terminó encarnando en C13. Por el contrario, ha enfatizado en lo doméstico y lo mínimo para poder hablar del país completo, enfatizando en las voces y las vidas, consiguiendo una profundidad que el formato no exhibía desde hace un buen tiempo.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 05, 2015 06:38

June 28, 2015

En la mira: la televisión del pánico

Resulta emblemático que el día en que renunció Pablo Morales, director de producción y contenidos de Chilevisión, se estrenase un capítulo de En la mira dedicado a la vida de una población de Lampa. Hay una sincronía dibujada en dicha coincidencia, pensando en que se trata de un programa que bien puede resumir la mirada de la estación sobre ciertos temas. No en vano, puede que la moral del canal descanse en dicho espacio, de la misma manera en que lo hizo alguna vez con Yingo y Tolerancia cero. Pero, al lado de los otros, En la mira ha resistido mejor el paso del tiempo. Si Tolerancia cero lleva más o menos un lustro en una decadencia y de Yingo sólo quedan los espasmos artificiales que sacuden La fiesta de Chile, el programa de investigación periodística conducido por Macarena Pizarro ha sobrevivido la última década de modo más o menos intacto.


Porque En la mira siempre fue la versión pobre y sensacionalista de Contacto e Informe especial. Aquella era su principal gracia: mientras sus competidores rasgaban vestiduras con la profundidad, la urgencia y la precisión periodística, el espacio de Chilevisión era precursor en otras áreas. Sí, En la mira era bastante más impresentable pero fue en él y no en sus competidores donde se pusieron de moda el uso de las cámaras de seguridad en la vía pública, el loop incesante de escenas de violencia urbana y la descripción de la vida chilena como un escenario de guerra. Ese era el lenguaje a explotar. Cada capítulos repetía las mismas tomas una y otra vez, estirando hasta despojar de sentido las persecuciones policiales, el ingreso a la fuerza en alguna casa de población y la grabación oculta de algún carterista en un paradero de micro. Ahí estaba el alfabeto desde donde programas como Policías en acción, Alerta máxima o Chilevisión noticias construyeron su mundo de arrestos ciudadanos y allanamientos; ese modo particular que el canal tiene para narrar lo que sucede en el país y en el mundo.


Por lo mismo, si bien en esta temporada de En la mira hay más valores de producción más altos y un desarrollo mayor de temas y guiones, no deja de ser simbólico que dos de los cuatro programas emitidos tengan como tema la vida en los “ghettos” de Santiago, que es el modo en que el programa denomina a poblaciones como El Castillo o la Villa Isabel Riquelme, en Lampa. Ambos episodios sintetizan la mirada que el espacio  tiene desde siempre sobre los objetos que aborda, una mirada construida entre el determinismo social y el goce de poner en pantalla una serie de imágenes más extremas para sacudir al espectador: persecuciones en auto, fogatas, balaceras, perros sueltos, gente fumando hierba, allanamientos, funerales, robos y violencia de todo tipo. En ese contexto, los contrapuntos de la aparición de algún experto de Paz Ciudadana o algún alcalde son algo anecdótico o derechamente paródico. No importan: en En la mira todas las historias humanas se convierten en relatos carentes de tonos grises. Ahí, la realidad sólo sirve para escribir moralejas dignas del peor naturalismo y la tele se presenta como la única institución capaz de entender la precariedad de la vida diaria de los ciudadanos.


Es la estética de Chilevisión. Una estética que la salida de Pablo Morales del canal sólo subraya, obligándonos a ver En la mira como una colección de los modales que esgrimió su gestión, donde se impuso el deseo de ganar a cómo dé lugar explotando y desdibujando la vida mientras sacrificaba toda profundidad y empatía para mantener el rating. Por supuesto, fue ahí donde cualquier conmoción dio paso al letargo. En la mira terminó siendo predecible, volviéndose un programa idéntico a sí mismo, una clase de relato atrapado en sus propios tics, pura televisión del pánico, construida con esa estética de sangre y terror social que es uno de los principales legados de la dirección de Morales y Jaime de Aguirre en el canal.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 28, 2015 07:09

June 21, 2015

Copa América: el sentido común

Hace un semestre era imposible pensar que íbamos a extrañar a Fernando Solabarrieta en esta Copa América. No es que lo extrañemos demasiado tampoco, pero su ausencia se nota en la transmisiones que TVN está haciendo de los partidos estos días. Solabarrieta era la encarnación de ese kitsch que sólo puede existir entre los oropeles y el dinero desquiciado del fútbol y el fanatismo del hincha vuelto sentimentalismo, en la lágrima viva que corre el riesgo de volverse ridícula, en la emoción despojada de inteligencia que aspira a ser una épica de las multitudes,  pero sólo puede contarse como un pequeño melodrama.


Pero Solabarrieta dejó TVN en medio de un lío mediático tan inverosímil como pueril y ahora, gracias a eso, ver un partido de la Copa por nuestro canal público es más bien someterse a una cacofonía de voces sin demasiado destino. Así, es como si Carcuro, Bonini, Luis Omar Tapia y el equipo del bloque deportivo estuviese un poco a la deriva, como si lo que se ve en pantalla fuesen voces dejadas a la intemperie, hablando solas desde un lugar que bien puede ser el borde de la cancha, pero que en realidad suena como si fuese otro planeta.


Quizás eso explica el éxito de Canal 13 en relación a la audiencia de los partidos. En C13 todo es más ordenado y más claro; hay un relato susceptible de ser contado haciendo que el fútbol parezca una narrativa con alguna clase de sentido. Así, hay un universo de distancia entre el aburrimiento que provocan los comentarios de Bonini (al que todos llaman “profesor” con más obsecuencia que verdadero respeto) y la velocidad que Claudio Palma le imprime a los partidos, que es algo parecido a una narrativa; es una mirada sobre los hechos, una lectura que se acomoda una y otra vez sobre lo que sucede en la cancha.


Antes eso caracterizaba a TVN. Junto con el fallecido Sergio Livingstone, Carcuro y Solabarrieta llevaban demasiados años haciéndolo y, por más que se hubiesen vuelto caricaturas de sí mismos, era posible ver en ellos algo parecido a un sello, a una estética que definía una marca. Te podía gustar o no, pero sabías que TVN transmitía el fútbol de cierta manera, que iba a ser exagerado y empalagoso, al punto de ser autocomplaciente hasta el límite del asco; que iba a involucrar llantos y gritos pero todo lo anterior le otorgaba alguna clase de lógica o sello específico, quizás una espectacularidad extraña, pero coincidente con los sueños de fuga de la generación de Francia 98, de Zamorano y Salas y de los primeros días de nuestra farándula.


Por lo mismo, estos días no es difícil decantarse por las transmisiones del 13. En cierto modo, son al presente lo que TVN fue hace veinte años: un estilo (que aparece en la suma de Claudio Palma, Aldo Schiappacasse, Juan Cristóbal Guarello y Ignacio Valenzuela) que funciona en sincronía con la actualidad. Hay en ellos algo de sentido común en un medio que parece haberlo perdido entre los escándalos de la FIFA (y su más que patética versión local a cargo de Sergio Jadue) y los futbolistas millonarios que chocan autos de lujo mientras piden al público que los aliente. Ese sentido común es quizás su mejor atributo porque a veces roza el humor pero que está profundamente anclado en la empatía que, por ejemplo, Palma y Schiappacasse tienen con el espectador. En TVN, por el contrario todo es más formal y quizás solapado, impostado; es, en suma, una cátedra fuera de lugar.


No hay demasiado misterio entonces en esta guerra del fútbol, un deporte que es antes que nada, un relato, una novela, un drama cuya belleza siempre descansa en cómo los jugadores se internan en la incertidumbre para volver de ahí transfigurados. En TVN, aquella clase de relatos de carne y hueso desaparecieron hace tiempo. En C13, en cambio, son narrados a escala humana: el drama y la felicidad en la medida justa, el gol cantado o comentado sin interrupciones o excesos, en su extraña y cercana belleza.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 21, 2015 06:46

June 14, 2015

The Voice Chile: Drama vs. talento

The Voice puede ser una experiencia intensa porque el programa descansa en una clase de incertidumbre que hace rato no veíamos en la tele chilena. Durante 90 segundos, cada concursante canta frente a un jurado que está de espaldas. Nicole, Alvaro López, Luis Fonsi y Franco Simone escuchan aquella voz sin rostro y deciden si lo seleccionan para sus respectivos equipos, donde ellos van a actuar de coaches.


A veces, el concursante debe decidir entre varios jurados. A veces, ningún jurado aprieta el botón rojo y el participante abandona el escenario. Por supuesto, ese minuto y medio que dura la presentación es angustioso. Todo se juega ahí, gracias a la magia de la televisión pues es el momento exacto en que una vida cambia de rumbo y escapa hacia un lugar impredecible; es el momento donde el silencio de los jurados decreta la pena del fracaso total. La cámara enfoca no solo al cantante sino que se concentra en los jurados. Juega con sus miradas, hace primerísimos planos de sus manos suspendidas ante el botón rojo, muestra los modales de sus dudas y la confusión de sus juicios como algo profundo e insondable, acaso el misterio de un arte inesperado.


Gracias a aquello lo que vemos adquiere una intensidad inusitada, muchas veces agónica: en el programa la duda es más importante que la certeza, la incertidumbre más relevante que el talento. Quizás esto se deba a que el show es engañoso. The Voice Chile es antes un show dramático que un concurso de talentos, una colección de relatos de vida antes que una competencia técnica. Así, en cada emisión, el espectador accede a una colección de historias que le dan sentido al programa. Gran parte de ellas son lacrimógenas y televisivamente perfectas. Canal 13 demuestra acá que hace los mejores castings de nuestra pantalla abierta pero también que no teme en explotar sin pudor la vida de los concursantes.


Accedemos así, sin más, a las historias del cantante ciego al que el jurado finalmente no selecciona; a la muchacha que tiene un extraño fetiche con la lana y a su hermana (que al parecer no fetichiza nada); a la pareja que compite por separado; y a la hija del despedido director de un canal de la competencia.


A lo anterior hay que sumarle un jurado que actúa en consecuencia con lo anterior. Mientras Luis Fonsi parece un Luis Jara futurista, Franco Simone se presenta como un crooner crepuscular, Nicole como la estrella cercana a la gente y Alvaro López como un rockero con su carrera en pausa. Todo funciona sobre ruedas. López y Fonsi juegan a pelearse, Simone habla desde el más allá y Nicole aspira a ser la mejor amiga de quienes la eligen. Hay un extraño fiato en todos que quizás provenga de la conciencia de que se trata de un show que depende justamente del espesor climático que cada uno pueda darle al asunto. Aquello vuelve al programa algo divertido pero engañoso pues es capaz de ordenar el delirio y lo camp de nuestra industria para darle un barniz de respetabilidad pop.


Basta pensar en la participación de Luis “Toco Toco” Pedraza, un oscuro integrante de “Rojo” que luego se volvió pastor evangélico y que apareció la semana pasada en The Voice buscando resucitar su carrera haciendo el cover de un superhit de Miley Cirus. Es con esta clase de épica donde el programa de C13 adquiere sentido. La tele devora a la tele y el programa de talentos ritualiza la experiencia hasta volverla un símbolo de superación personal, un mundo que revierte la lógica de lo real para proponerse como un futuro radiante.


El show demuestra, de este modo, que la televisión es algo opuesto a la vida pues sus materiales son los del sueño y delirio, tal y como sucede con Pedraza: su historia es la de muchos, su historia es la de alguien que no se resigna a sumergirse en el olvido y que quiere quemarse, a cómo dé lugar, con los rescoldos de su propia celebridad.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 14, 2015 07:32

June 7, 2015

La poseída: Santiago satánico

Una de las cosas atractivas que tiene La poseída, la nueva teleserie nocturna de TVN, es cierta voluntad de transgresión que se extrañaba en el medio local. En los tres capítulos que se han exhibido hay profanaciones de tumbas, muertes de sacerdotes, pentagramas satánicos, médiums, imágenes de masacres de la Guerra del Salitre y hordas de perros asesinos que devoran ciudadanos en las calles del Santiago de principios del siglo pasado. Entremedio, está el triángulo central del culebrón que es amoroso, pero también metafísico: el de una muchacha cuyo cuerpo es invadido por el diablo (Luciana Echeverría) y que se debate entre el cura que la va a exorcizar (Marcelo Alonso) y el médico que busca una explicación psiquiátrica para sus males (Jorge Arecheta).


Escrita por Josefina Fernández y con la producción ejecutiva de Rodrigo Sepúlveda, la teleserie irradia un aura extrañamente familiar. En tanto relato histórico es posible ver sus referencias como un mapa de nuestra cultura pop y literaria. Está ahí la inspiración directa de La endemoniada de Santiago de Patricio Jara, pero también las sombras del viejo Edwards Bello y El roto, haciendo que el horror se cruce con la novela chilena canónica para buscar señas de identidad posible. Así, a lo Penny dreadful, la teleserie es un cruce entre Stephen King y Luis Orrego Luco: mientras la escenas del internado de monjas donde vive la protagonista reproducen cierta violencia que rememora a Carrie, las fiestas de Eleodoro Mackenna (Francisco Melo) indagan la superficie banal de la vida de la aristocracia local de un modo en que es imposible no remitirse a Casa grande. Pero lo anterior, que bien podría fracasar en un mix más o menos imposible, tiene en el relato un orden y coherencia funcionales. Esto quizás depende del tono que el culebrón consigue en términos de tempo narrativo: para ser una telenovela de horror satánico por momentos el relato parece pausado y quizás lento, como si quisiese evitar a toda costa los recursos fáciles del género. Basta pensar en las escenas de intimidad entre Echeverría y Arecheta, que explotan esa pausada tensión que las telenovelas turcas convirtieron en un modo de filmar las relaciones románticas de sus personajes.


Por todo lo anterior, vale la pena el show. La poseída es una criatura extraña y quizás excéntrica cuyo mejor atributo es construir sus propias reglas, su propio modo de explotar la violencia y el sexo en la medida de usarlos como excusas para tratar de detallar cómo funcionan los cuerpos y cuáles son las relaciones de poder que se entablan entre los ciudadanos. Por lo mismo, es una lástima ver cómo el canal la programó: después de tres domingos en el prime (y de una repetición de esos capítulos), recién la semana que viene comienza a exhibirse de modo continuo. Aquel régimen resulta confuso para los espectadores que la seguimos desde el primer día, porque posterga cualquier posibilidad de fidelizar dicho relato. Telenovela de nicho, parece atrapada en una agenda confusa y no es difícil darse cuenta de que se trata de un producto de calidad que debería haber tenido una mejor suerte.


Lo anterior es un síntoma de  cómo TVN está funcionando en el horario nocturno en este año. Lo que le pasa a La poseída es lo mismo que sucedió con Dueños del paraíso (que era buenísima) y con Zamudio (que era eficaz como una patada en la cara). Por supuesto, es una lástima porque lo mejor de la nueva nocturna del canal público es justamente el modo en que se apropia de un sinfín de tradiciones para proponerlas como un relato posible de la república. Así, entre medio de las escenas de posesión diabólica y las calles vacías de un Santiago triste, la teleserie se pregunta cómo funcionan los cuerpos pero también cómo estos pueden convertirse en algo más, quizás en espejos de la sociedad, quizás parecida a la nuestra. Hay algo extrañamente lúcido en aquello, como si la televisión fuese un lugar donde existe una libertad inusitada para tomar los pedazos de la identidad para sacudirlos desde la ficción, preguntándose cómo funcionan y qué significan para nosotros, los espectadores.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 07, 2015 06:44

June 2, 2015

Una casa común

Habría que preguntarse si la actual crisis de TVN es una especie de versión bonsai de lo que le pasa al gobierno. Hay un lazo ahí, una sincronía, un destino común. Así, mientras los escándalos políticos de Caval, Penta y SQM minan la credibilidad moral de Bachelet; el fracaso comercial deja a Carmen Gloria López sola, a cargo de un buque que avanza hacia un paisaje de hielo oscuro. Por supuesto, es un asunto de rating, pero también de algo más profundo. ¿Qué significa TVN ahora mismo para nosotros? Es una pregunta compleja porque TVN ya no es lo que era. TVN es algo que parece funcionar por inercia, que no pega puntada con hilo, como bien demostró Matriarcas hace un par de semanas pues era inverosímil que el culebrón con el que el canal volvía a las vespertinas estuviese tan mal ejecutado. Porque lo que estaba en juego no era sólo el rating sino un asunto más bien simbólico: el recuperar lo que TVN implicaba en la memoria del espectador, haciéndose cargo de su propia tradición.


Esa tradición es lo que definió alguna vez a la estación, sobre todo en la segunda mitad de los noventa, que es cuando se consolidó como un canal masivo. Así, mientras era dirigido por René Cortázar y Jaime de Aguirre, el canal aprendió a parecer una empresa respetable, un emprendimiento que había logrado superar el estigma impensado de ser el canal del gobierno. Descansaba ahí la falacia que quizás definió su moral y que es la paradoja que fija su lugar dentro de nuestra industrial cultural: TVN es el canal del gobierno pero, a toda costa, no debe parecer tal cosa.


Por supuesto, perpetuar aquel modelo, aquella ilusión de independencia, tuvo su costo. La maquinaria del autofinanciamiento obligó al canal a sacrificar cualquier misión en aras del rating. Eso los llevó a fabricar productos de explotación como Calle 7, Las Argandoña o a escarbar en el pozo séptico de la nostalgia como Rojo VIP. Cuando Camiroaga falleció, TVN perdió la poca identidad y empatía que le quedaba, quedándose vacío en términos simbólicos.


Por lo mismo, la crisis actual es una especie de oportunidad. O un presente griego. TVN debe decidir qué quiere ser: si el canal donde Viñuela fracasa en todos sus proyectos o un soporte para productos de calidad con series como Zamudio o Réquiem de Chile. Tomar esa decisión no sólo tiene un costo feroz en términos humanos sino también en cuanto a la definición de la relación que puede tener con el Estado y los televidentes. Significa replantear la relación de nuestro canal público con el rating y comenzar a evaluar con algo de sentido común o estético sus programas, pensando en las imágenes e historias que quiere contar. Es ahí donde se juega el sentido de lo que significa TVN dentro de nuestro imaginario: la televisión como una casa donde se encuentran o inventan comunidades, un lugar donde los televidentes tratan de entenderse a sí mismos y lo que los rodea.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 02, 2015 05:10

May 31, 2015

Papá a la Deriva: control de calidad

Cuando en el segundo semestre del 2011, TVN puso al aire Aquí mando yo, lo que trataba de hacer era usar la comedia pura para revertir el tono adulto, a veces decididamente oscuro, que los culebrones locales tenían en ese momento. Era algo esperable: después del aura dark que las nocturnas habían impuesto, era necesario volver a cierta ligereza y trivialidad para reconquistar a un público que se estaba volviendo esquivo. La estrategia funcionó.

Esas telenovelas no eran malas, pero no tardaron en comenzar a repetirse hasta el hartazgo; formalmente, la mayoría eran una sucesión de sketches y cualquier hondura fue sacrificada por una banalización que volvía inverosímiles las tramas. Así, la idea de un espectáculo familiar era la excusa para montar shows infantiloides sin carne ni sangre como en Somos los Carmona o El amor lo manejo yo, por ejemplo. Escritos habitualmente de modo descuidado, muchas de esas telenovelas dependían del ángel de sus protagonistas -Zabaleta, Carolina Arregui, María Elena Swett- antes que de la narración que se ponía en pantalla. Por supuesto, esa clase de comedia básica terminó aburriendo. Pituca sin lucas la hizo saltar en pedazos al proponer que en el centro del drama podía existir una narrativa social que determinaba las conductas de sus personajes, proponiendo que el deseo podía convivir con lo real, transfigurando a sus protagonistas y haciéndolos existir en el presente.

Algo de eso queda en Papá a la deriva, pero no es suficiente para darle espesor al relato. Porque sí, Papá a la deriva es mejor que Matriarcas, pero eso no quiere decir mucho: las tribulaciones de un marino viudo que se enamora de la niñera de sus hijos son filmadas con un tono de sitcom que a ratos acierta, pero que sacrifica todo el potencial de su relato. Aquello está determinado por una levedad que invade todo, desde las relaciones entre los personajes (muchos de ellos construidos como una colección de clichés) hasta el espacio ficticio de un Valparaíso de postal. Así, fracasa al no leer con detalle las posibilidades dramáticas de sus propios personajes y paisajes. De este modo, es fácil reconocer los modelos del relato (entre ellos La novicia rebelde y la misma Pituca sin lucas); lo mismo que dispararle a Valenzuela como actor o cuestionar la verosimilitud del color local de los marinos, políticos y personajes que aparecen. Mal que mal, el mérito del relato está en su simpleza excesiva y en la ausencia de recovecos de una trama predecible hecha de intrigas leves que evaden todo suspenso o perversidad.

Por lo mismo, lo mejor de Papá a la deriva son ciertos detalles de la trama que están ahí para darle espesor y contexto, pero que remiten a un drama que la teleserie tiene miedo de asumir. Ahí, los más importantes son el hecho de que la casa de la protagonista (María Gracia Omegna) se haya quemado en el incendio que arrasó Valparaíso el año pasado y que el flirteo de los adolescentes se realice muchas veces en medio de los escombros, mientras participan de la reconstrucción en la punta de un cerro arrasado. Pero estos son sólo apuntes perdidos, que se estrellan con la postal dulcificada y falsa de un puerto que desde hace más de una década está debatiendo cómo enfrentar su presente, entre la catástrofe, la especulación inmobiliaria y una administración municipal ineficiente. Pero esa teleserie, que es real, feroz y urgente, no la vamos a ver. Vamos a ver Papá a la deriva, un culebrón tan divertido como olvidable. Y hay algo inquietante en eso, más allá del rating o de la trama: la pregunta de cómo las telenovelas locales han jibarizado sus ambiciones y tramas hasta cumplir con lo mínimo y cómo nosotros, los espectadores, hemos aceptado aquello sin ninguna clase de control de calidad, sin apenas decir nada.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 31, 2015 08:58

May 24, 2015

Matriarcas: Batallas perdidas

Esta semana, mientras se exhiben los últimos capítulos de Pituca sin lucas, TVN estrenó Matriarcas. El canal público quería vestirse con las ropas de la novedad y desplegar toda su artillería pesada colocando el reencuentro de su pareja clásica, Claudia Di Girólamo y Francisco Reyes, como una señal de equilibrio; todo de la mano de Verónica Saquel, quien junto con traer a varios actores íconos de la señal, trabajó con un guión de Sebastián Arrau, quien escribió Primera dama, uno de los buenos culebrones hechos en el país en la última década.


No funcionó. O funcionó a medias. Un punto bueno: por lo menos los decorados no parecen los de una película pornográfica, como pasaba cuando Alex Bowen estaba a cargo del área dramática. Pero algo no cuaja en Matriarcas, que es la historia de cómo Di Girolamo trata de encontrar a sus 33 nietos desconocidos, todos hijos de Emilio Edwards, quien alguna vez donó su esperma. Sí, todo suena desquiciado pero aquello es una marca de Saquel, que muchas veces ha tenido éxito trabajando con premisas extremas. Aquello estaba en Machos y Brujas, cuyos argumentos se desprendían de una idea ridícula que era capaz de poner a varios mundos en conflicto para narrar, entonces, cómo las identidades de los personajes debían recomponer su estatus sacudido de golpe.


 El problema es que en esta teleserie el tono de farsa está tan extendido que impide posibilidad de representación alguna con el público. La parodia lo devora todo sin dejar un ancla para que el espectador pueda leerse dentro de la historia. Todo está servido para la comedia, pero es tan desesperadamente intencionado que resulta forzado y a ratos patético. Las actuaciones exageradas conviven con la búsqueda de cierta risa fácil y la presencia de personajes estereotipados con una narración caótica donde sólo Catalina Saavedra parece sobrevivir con eficacia. Eso no permite que la picaresca (Reyes), la caricatura de la siutiquería (Di Girolamo) o el humor popular (Juan Falcón y Coca Guazzini) respiren y se desarrollen.


Matriarcas debió sacudir la pantalla, pero no lo hizo. La vuelta de Di Girólamo era una señal de restauración. Mega había hecho lo mismo con Rudolphy y Volpato en Pituca, que era una telenovela con la moral de TVN de los 90, una vuelta a una fórmula cuyo éxito estaba relacionado con la memoria catódica del espectador.


Esa memoria era lo que estaba en juego en Matriarcas: el reestablecimiento de una tradición, la posibilidad de una vuelta a un orden. Di Girólamo y Reyes representaban la historia de Chile en la medida de que por décadas sus rostros habían servido para encarnarla en un montón de paisajes y situaciones, como si la química que proyectaban fuese un signo inalterable de algo parecido a una identidad nacional. Pero en Matriarcas todo eso es imposible de ver porque hay tanto ruido de fondo y porque cualquier clase de empatía está desterrada en una farsa que quizás no es conciente de que es tal. Lo anterior es triste y quizás delicado. Al parecer, TVN perdió la guerra de las teleseries sin ni siquiera haberla peleado.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 24, 2015 08:30

Álvaro Bisama's Blog

Álvaro Bisama
Álvaro Bisama isn't a Goodreads Author (yet), but they do have a blog, so here are some recent posts imported from their feed.
Follow Álvaro Bisama's blog with rss.