Álvaro Bisama's Blog, page 236

February 8, 2015

La cultura del sexo: Real Sex

Esta semana el CNTV reveló qué programas los canales de televisión quisieron etiquetar como “culturales”, para cumplir con la cuotas mínimas de exhibición exigida por la ley. Más allá de algunas situaciones impresentables (UCV propuso Qué Pachó y algo llamado Los caminos de la Iglesia) y otras dudosas (Tolerancia cero y El informante), aquel informe es relevante porque pone en escena qué significa dicho concepto para una industria que no sabe a dónde se dirige o cómo va a abordar su futuro o presente inmediato. La cultura del sexo, dirigida por Juan Pablo Sallato y Juan Ignacio Sabatini, y conducida por la actriz Nathalie Nicloux y el sexólogo Rodrigo Jarpa, viene a hacerse cargo de esa pregunta aunque la respuesta que entrega es, a todas luces, tibia.

Con la idea de recorrer cada semana una ciudad distinta (Tokyo, Río, San Francisco, etc.) y documentar cómo enfrentan la sexualidad, Nicloux y Jarpa dan vuelta por sexshops, bares stripper, mercados, tiendas medicinales, discotecas o talleres de autoayuda. Todo está filmado y editado de modo impecable aunque muchas veces aquella efectividad se estrella con una multitud de lugares comunes, como en el primer episodio, que abría con los conductores manejando un Mustang convertible rumbo a Las Vegas. Por supuesto, se entienden los papeles Jarpa y Nicloux. Él es el experto que teoriza y explica culturalmente el asunto mientras ella aporta el punto de vista -o la picardía- que puede llegar a identificar al espectador. Superficialmente, aquello funciona. Nicloux es mucho más empática que Jarpa, que puede pasar de despachar devaneos pseudofilosóficos sobre la relación entre sexo, cultura y consumo a preguntarle a la esposa del dueño de un club swinger brasileño cómo hace para tener el trasero tan grande. Es en esa distancia donde el programa expone su principal problema que es una confusión insólita entre lo solemne y lo banal, entre el análisis de los cuerpos como categorías sociales y el chiste de doble sentido que espera, expectante, ser dicho en pantalla.

En ese sentido, cabe preguntarse si La cultura… es un programa que resulta redundante para un mundo donde internet ha masificado no sólo la pornografía sino que, además, ha establecido nuevos modos de interacción sexual entre los ciudadanos. Por lo mismo, es imposible no remitirse a las viejas emisiones de Real sex, una serie documental que HBO emitió en los 90 y que parece ser el modelo del programa de Nicloux y Jarpa. Real sex era asombrosamente parecido al show de TVN, al registrar diversas prácticas sexuales e intercalarlas con confesiones azarosas en la calle. Determinado por un contexto histórico, en él podía verse qué significaba el sexo en los años inmediatamente posteriores al Sida y cómo, entre tanto freak y parafilia, podían definirse las identidades sexuales en el fin del siglo. En La cultura… aquel contexto está ausente y ha sido reemplazado por cierto exotismo chabacano, al modo de “La cámara viajera” de Sábados Gigantes; como si los chilenos viajaran sólo para registrar lo loco que está el resto del mundo.

Ese quizás es el tono que define al programa y permite que crezca cuando cambia, como en el capítulo dedicado a San Francisco y la cultura gay que definía su identidad urbana. Ahí se escapó de cualquier especulación turística para hacerse cargo de los espacios íntimos de la vida de varias parejas homosexuales. Ahí los entrevistados contaban cómo se habían conocido y cómo se habían casado, qué significaba tener hijos y cuál era su modo de enfrentar la religión. Ahí, Nicloux y Jarpa apenas importaban: eran simplemente los testigos de las vidas de los otros. Ahí el programa adquiría cierto espesor y parecía evolucionar, al dar cuenta sin estridencia de esos relatos cotidianos como modos en que los ciudadanos construían una comunidad simbólica mientras se detenían a pensar qué significaba eso (el sexo, la familia, la política) para todo ellos.

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Published on February 08, 2015 09:06

February 1, 2015

Nostalgia prefabricada

Resulta interesante que Nicolás Quesille, uno de los productores entrevistados en Reality.Doc de Canal 13, se refiera a Protagonistas de la fama como un movimiento social quizás más importante que las movilizaciones estudiantiles del 2011. “La sociedad estaba preparada y la juventud era otra”, dijo Quesille con seriedad cuando se refirió a lo que pasó con ese show del año 2003, hablando como un sociólogo amateur que sale a vender un programa de entretención como una herramienta de investigación antropológica.

Pero él no fue el único. Aquel fue el tono que predominó en el programa, el de cierta gravedad que servía para construir la mitología retrospectiva de los realities que el canal viene exhibiendo hace más de una década. Una mitología que es engañosa pero divertida; una trivia donde caben los detalles del comienzo del género en Chile, el surgimiento de Alvaro Ballero como la primera estrella del formato, las tensiones internas entre los participantes y la crónica del episodio donde DJ Black le entregó una misteriosa pastilla a la ex modelo Cathy Barriga (ahora consejera regional por la UDI en Maipú, Estación Central y Cerrillos) en La Granja VIP.

Por supuesto. Todo aquello es superficial. En el fondo, Reality.Doc descansa en un morbo apenas resuelto que tiene que ver con preguntas más o menos obvias que se vadean a golpes de autocomplacencia: ¿quién tuvo sexo con quién?¿estuvieron arregladas las votaciones? ?¿quién fue medicado?¿cuánto participó la producción en el diseño de las tramas?

Nada de eso está en pantalla porque el programa, en realidad, fue pura publicidad institucional. De este modo, hay que pensar en el show como un ejercicio de solipsismo feroz como si fuese una memoria hecha de remedos, llena de un peso falso e impostado. Para quienes vimos todos esos realities aquel gesto resulta artificial y fallido pues uno de los mejores atributos del formato era justamente su ligereza, el modo oblicuo con el que abordan los problemas de la cultura, haciendo de la banalidad entendida como entretenimiento. De este modo, la nostalgia, más que estar asociada a una actitud generacional, es algo acá más bien ridículo al modo de la confesión de un Arturo Longton que declara haber idolatrado a Ballero pues encontró en él un modelo ejemplar a la hora de hacer una carrera televisiva.

Todo esto es tan triste como suena pero también es entendible en la lógica del formato. Las estrellas de reality son figuras de combustión rápida y otorgarles una densidad retrospectiva implica quitarles toda la frescura que fue su mejor virtud pues en ellas (en Ballero, Longton, Pamela Díaz o Cathy Barriga) nos importa tanto su éxito como los modos que tuvieron para degradarse y volverse en caricaturas públicas. Es ahí, en esos arcos narrativos, donde es posible leer las señales de época más interesantes que Reality.Doc quiere mostrar.

Por lo mismo, llama la atención que el gesto celebratorio del programa suprima cualquier contexto, como si de Vasco Moulian a Don Francisco, de Sergio Nakasone a Carlalí (una muchacha cuyo único mérito fue ser la primera eliminada de Protagonistas de la fama), todos quienes hablan siguieran encerrados en un búnker o una casa de Pirque sin toparse con alguna clase de vida real. Cualquier lectura generacional está supeditada a ese contexto, que es el mismo que le dio sentido a programas como Rojo, Mekano o Yingo y que alimentó los programas de farándula, que hasta el día de hoy cubren con fruición cualquier minucia de ese Olimpo quizás impresentable.

Reality.Doc es en ese sentido, un programa intrascendente. No hay nada en él que no hubiera salido en SQP o Primer plano. Ninguna revelación que no se sospechara, que no hubiese sido cubierta como un rumor amplificado, como el drama lacrimógeno que surge de un cahuín idiota. Lo único nuevo es justamente la pompa con la que trata de inventar su propia nostalgia; aquella pretensión de describir la fantasía de un cambio social del Chile del nuevo siglo ahí donde no hubo más que televisión; buena o trash, importa poco, pero televisión al fin y al cabo.

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Published on February 01, 2015 08:15

January 25, 2015

Dueños del Paraíso: Vivan las balaceras

Dueños del paraíso se estrenó el lunes pasado y no tuvo un rating a la altura. Se entiende. La teleserie coproducida por TVN y Telemundo tiene una moral, una velocidad y una estética construidas en las antípodas de la moda de las teleseries turcas de esta temporada. Nada más basta recordar que en los primeros capítulos la protagonista es violada, una banda de asesinos ataca desde un yate un restorán de Miami y un ejército de paramilitares narcos desciende en un cumpleaños para masacrar a todo el mundo. Hay más, uno de los personajes quiere hacer abortar a su amante, Jorge Zabaleta pasa de vender hierba (que fuma por montones) a mover cocaína y todo, en todos los planos, se hace trizas tan rápidamente y de modo tan espectacular que es imposible no disfrutarlo.

Escrita por Pablo Illanes, el culebrón es trepidante y feroz y se entiende por qué resultaba una apuesta tan importante para TVN. Con la ciudad de Miami en el fondo, Dueños del paraíso es una serie ambiciosa, una narconovela que trata de hacerse cargo de los 70 y los 80 en esa ciudad para leerlos desde el aura de una violencia mítica. Por lo mismo, se trata de un culebrón físico, lleno de acción, que no depende de los espacios interiores. No hay medias tintas acá. Esto es una superproducción donde no falta nada, porque lo que más importa son los oropeles del exceso, la saturación de una estética cuya nostalgia depende del kitsch de las viejas series de televisión y de las malas películas de policías.

Por lo mismo, no podía ser otro modo, la historia, que trata de la construcción de los mitos de Miami, es un ordalía de sangre. Illanes, que desde hace un buen tiempo trabajaba en equipo, acá está solo y vuelve por sus viejas obsesiones que podían aparecer tanto en sus novelas como en viejos clásicos como Adrenalina o Fuera de control: el abuso como el origen de la venganza, la banalidad como una máscara de la crueldad, la cinefilia de la clase B como una memoria afectiva. Y para eso, tiene a la mexicana Kate del Castillo, una drama queen a la antigua, dispuesta a incendiar la pantalla.


Del Castillo es el centro del show: sabemos que el relato va a avanzar a partir de la violencia que ella despliegue, de las barbaridades de las que será capaz.


Así, los modos en que abandona toda fragilidad están directamente relacionados con todas las explosiones que podemos ver en pantalla, pues está acá la idea de que lo que debe ofrecer una telenovela es una sacudida constante, una inmersión en un clímax sin tregua. Así Anastasia, el personaje de Del Castillo, metaforiza la ciudad donde transcurre todo: un lugar presuntamente inocente que se ve sometido a todas las formas de corrupción posible; una heroína que se va a volver un monstruo porque todos los que la rodean son lobos, incluyendo a su madre y marido. Pero aquello le da sentido a la teleserie, volviéndola actual al situarla de plano en un presente donde las decapitaciones y los ejércitos narcos terminan siendo un código cultural que permite que la ficción pueda exorcisar la violencia como una catarsis.

Por supuesto, más allá del relato, queda en el aire el asunto más espinoso de todos: ¿significan sus índices de audiencia otro clavo en el ataúd de TVN? El rating dice que sí. Pero aquello es sólo apariencia porque Dueños… es rápida, feroz y, por sobre todo, tiene el sabor de un drama clásico sin concesiones. Mientras los otros canales buscan salvarse a punta del raspado de la olla de los culebrones turcos, TVN ha ido por otro lado y aquello se agradece. Se agradecen las balaceras, los acentos de varios países distintos y una intriga de poder a la antigua. Parafraseando la cita de Baudelaire con la que Roberto Bolaño encabezó 2666, ahora mismo Dueños del paraíso es “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”.

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Published on January 25, 2015 11:55

January 18, 2015

Adiós a los niños

No hay medida más desesperada para un canal que recurrir a los niños. Los shows infantiles nunca fallan: se pueden vender como una entretención para toda la familia y  sirven como comodín para tapar el agotamiento de las ideas y el tedio de no saber qué hacer con el prime. Eso quizás es lo que define Pequeños gigantes, el show que CHV acaba de estrenar los domingos, en el horario donde antes iba Tolerancia cero.

Adaptación local de una franquicia mexicana y construido sobre la base de una serie de duelos de equipos interdisciplinarios, Pequeños gigantes está diseñado con cierta precisión matemática. Los niños cantantes y bailarines se someten a un jurado que les permite avanzar o no en la competencia. En términos formales, la producción está a la altura y Carolina de Moras trata de desarrollar cierta empatía con los concursantes, mientras se muestra un escenario donde los padres aplauden y se felicitan de las gracias que hacen sus hijos. Los jurados, por supuesto, son acogedores y simpáticos al modo de profesores hippies o padres sustitutos.

De este modo, en la superficie, no hay nada malo en el show. El azúcar y la cebolla están envueltas en un formato que permite transitar del humor improvisado a la inefable nota sobre algún drama humano. Por supuesto, hay acá una explotación de la ternura como si fuese la bencina que ayude a incendiar el rating, pero eso es el recurso más básico de todos: es imposible resistirse al puchero que precede al llanto de un infante, a un chiste soez contado como una gracia, a los movimientos descoordinados de una niñita que imita el baile del caballo, apropiándoselo. Es una explotación divertida; es entretención pura amparada en la falacia de que los niños repiten en el set lo que hacen en el living de su casa al modo de las promesas de triunfo que los ciudadanos a pie esbozan como sueños mojados en shows como Talento chileno o Mi nombre es.

Pero se trata de un equilibrio. El viejo García Márquez, en una columna publicada hace décadas, decía que podía reconocer en los textos producidos por niños que leía por diversas razones, dónde comenzaba la mano de un escolar y terminaba la de sus padres. García Márquez percibía que una falsedad radicaba en la hipercorrección, en la claridad de la escritura, en la precisión de la sintaxis y la ortografía, como si la perfección de estilo delatara las imposturas. En un programa como Pequeños gigantes es posible percibir lo mismo. A diferencia de esos niños viejos del Clan Infantil de Sábados Gigantes, acá hay una pretendida frescura que en verdad es artificial, acaso la sospecha de la posibilidad de que por ahí puede despegar una carrera en el mundo del espectáculo.

Desaparecida la cantera que fue alguna vez Rojo, la tele local ha venido fracasando en la búsqueda de una nueva generación de artistas a los que formar en sus pantallas, ofreciéndole al espectador el espectáculo de verlos crecer en público. Pequeños gigantes quizás aspira a llenar ese hueco. El solo hecho de que se trate de un programa original de Televisa no deja de provocar suspicacias: la industria del entrenamiento mexicano es una máquina de moler carne que atrapa a sus artistas desde la más tierna infancia para deformarlos de cara al éxito masivo. Así que hay que decir adiós a toda inocencia; el show de talentos es en realidad un modelo de negocios feroz, que descansa en la promesa de un futuro rutilante donde los niños dejan de ser niños al querer convertirse en estrellas de tv y asumir ahí, en el escenario, un destino tan asombroso como deforme.

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Published on January 18, 2015 10:32

January 11, 2015

Caso cerrado:La hora del martillo

Cuando son buenos, talk shows como Caso cerrado hacen de la paradoja su principal atributo. Si por un lado quieren presentarse como programas de ayuda social para quienes la justicia ha dejado de lado, en realidad solo brillan cuando la cámara abandona la dignidad, la mesura y cualquier clase de entendimiento para poner en escena golpes, gritos, llantos y sillas voladoras. Es la ferocidad del género, que hace del morbo una necesidad acicateada por conductores, casi siempre abogados con un peculiar sentido del espectáculo, todos profesionales expertos en una suerte de exhibicionismo rayano en el pastiche y la cursilería.

El hecho de que Caso cerrado, el talk show de tribunales conducido por Ana María Polo, haya cambiado de canal (históricamente estaba en Mega, ahora es un programa de Chilevisión) es una buena excusa para preguntarse cómo funcionan. Porque si hay algo que determina a Caso cerrado, aquello es la conciencia absoluta de la doctora Polo de su rol de ícono pop, algo que descansa en una extraña mezcla en la empatía y autoritarismo que exhibe. Cualquier verosimilitud es sacrificada en aras de la fabricación de un freak show, como si con los años el programa requiriese materiales más pesados para desplegar las historias que muestra en pantalla. Así, si hace unos meses, cuando aún estaba en Mega, era posible ver el caso de un hombre al que una ex le había tatuado la palabra “Infiel” en la frente y la expresión “Perro sucio” en la nalga,  el primer episodio de su nueva temporada en Chilevisión se abría con un muchacho transgénero que le reclamaba ingratitud a sus padres mientras esperaba convertirse en una celebridad. Ante muchos de esos casos, donde el amor es algo que no tiene demasiada diferencia con la violencia, la conductora habla desde una altura moral que quiere presentarse como experiencia vital, pero que en realidad es  solo una especie de sentido común hipertrofiado y expansivo, el histrionismo de alguien que se ha vuelto una caricatura que no puede dejar de ser tal.

Pero esto no es novedad. Mal que mal, Caso cerrado lleva demasiados años en pantalla. Así, sabemos cómo es; conocemos su sentido del espectáculo.


Lo interesante es ahora verlo en Chilevisión, un canal que ya tiene su propio programa de tribunales local, conducido por Carmen Gloria Arroyo.


Arroyo, quien llegó a la televisión después de haber representado a clientes como Rodrigo Orias y Gemita Bueno, ha escogido desde hace un rato volver a La jueza un show de servicio social donde se escenifican las situaciones límites de nuestros juzgados de familia: pensiones alimenticias, abandono de todo tipo, violencia intrafamiliar. Más allá del maquillaje inverosímil con el que disfrazan a demandantes, demandados y testigos, La jueza es un programa de baja intensidad, pero cercano, discretísimo en recursos, pero que justamente registra ciertas tensiones cotidianas sin estridencia, como si fuese la última salida de quienes asisten a él buscando soluciones afectivas o reales.


En cualquier caso, ambos programas derriten la barrera entre lo privado y lo público hasta hacerla indiscernible y viscosa, por más que tengan barniz de servicio público con el que venderlos superficialmente como un aparato de justicia para quienes han quedado fuera del sistema.


Al revés, lo que importa es que en ellos es posible entrever la política de la programación del canal, el horizonte que lo define, que quizás es la falacia de que todo puede aparecer en la televisión, de que todo es carne de la máquina del entretenimiento. Sin ir más lejos, basta pensar en el hecho de que el opening de Caso cerrado sea un reggaeton cantado por la doctora Polo. Es una canción malísima pero efectiva. Una canción que solo puede cantar alguien a quien la tele le permite todo. Así, Polo, jueza y anfitriona, no sólo confirma el estatus de estrella latina del trash sino que subraya el hecho de la que el único testimonio que le interesa escuchar mientras agita su martillo en su programa es el de ella misma.

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Published on January 11, 2015 13:49

January 4, 2015

Ezel: Los fantasmas de lo clásico

En el primer episodio de Ezel, la nueva serie turca de Mega, sabes que todo se va a ir de inmediato al despeñadero. Ezel es ominosa, a ratos durísima y trata de la venganza como una forma de vida. Las herramientas que usa son las básicas. Un hombre vuelve del pasado para arreglar cuentas con los viejos amigos que lo traicionaron y lo metieron en la cárcel, haciéndolo pagar por un crimen que no cometió. Todo transcurre en un hotel-casino en Chipre. El héroe ahora tiene un nuevo rostro y, a veces, al dormir el pasado le vuelve como una pesadilla. Lo interesante es que si en el presente del relato, los enemigos son unos monstruos hinchados por los oropeles de un lujo mediterráneo, en el pasado tampoco son caracterizados de modo demasiado simpático. A uno le gusta mutilar a la gente con unas pinzas y el otro es un sujeto tortuoso enamorado de la novia del héroe. Todos son ladrones y van a volverse asesinos. Hay más: en el momento climático del capítulo, la muchacha traiciona al protagonista, quien además antes ha sido torturado por un policía, que lo golpea con un saco de naranjas de un modo tan alegre como impune.


Con este comienzo es fácil darse cuenta de por qué el canal insiste en los culebrones turcos.


Esta vez, Mega tuvo un poco más de ojo que Canal 13. A diferencia de El Sultán cuyo interés local descansa en un exotismo de cartón piedra, Ezel es una telenovela de manual, una clase de relato que en la industria de la televisión chilena dio sus mejores frutos en la década del 80, cuando Sergio Vodanovic escribió Los títeres y Arturo Moya Grau insistió en la venganza como tema en La madrastra y La noche del cobarde, al punto de que se convirtió en una tradición local que Pablo Illanes terminó homenajeando en Fuera de control. Pero hay un referente que suena desde más atrás y es inevitable no citar: El conde de Montecristo, la novela de Alejandro Dumas, que resuena una y otra vez en el dibujo de la trama.

En Ezel el espectador contempla algo que ya ha visto mil veces, haciendo que la ambientación exótica sea sólo un avatar de un relato mayor, algo que resuena en nuestro pasado reciente pero que nunca se salta la premisa de cualquier historia de este tipo; la trama debe estar aceitada de modo matemático para que funcione. Por lo mismo, es imposible no recordar que el mismo canal programó una teleserie parecida hace años: la adaptación local de la argentina Montecristo. Es interesante ver cómo una puede ser el espejo de la otra. Ezel triunfa ahí donde Montecristo falló. La versión chilena no solo destruyó el guión original de la argentina, expurgándolo de la fuerte carga política que contenía originalmente sino que, muchas veces, la producción no alcanzó a estar a la altura de lo que exigía la trama, que se desbordaba en una multitud de personajes y en historias sin destino claro.


Ezel es mucho más eficaz gracias a que en realidad puede ser leída como un relato cerrado sobre cuatro personajes unidos por el daño que son capaces de infringirse. Por lo mismo, está llena de una violencia tortuosa y de un masoquismo emocional sin demasiada esperanza.


Por supuesto, el mejor truco de la turca es más viejo que el hilo negro: recurrir a una fuente clásica para actualizarla, sin abandonarla del todo. Y es acá donde la lentitud del modo de narración turco cobra sentido y la diferencia cultural adquiere cierta densidad estética. Hay algo de valor ahí (en eso que es el aura ochentera de las turcas) como si el clasicismo de la trama se uniese a una clase de edición que, por más que esté lleno de saltos en el tiempo, hace que la intensidad recaiga en los silencios, en esos segundos demás que la cámara demora en el montaje. Así los momentos muertos finjen un melancolía o misterio que está ausente de nuestros culebrones locales desde hace un buen tiempo.

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Published on January 04, 2015 09:23

December 28, 2014

¿Qué Pachó?: caer en lo básico

Juan Carlos Valdivia debe llevar casi dos décadas esforzándose por ser el símbolo de los “adultos jóvenes” en la televisión local. Desde que dejó Extra jóvenes y, más precisamente, cuando empezó con SxN, en Mega, fue posible ver cómo se le volvió una obsesión insistir una y otra vez en la idea de armar programas de conversación sobre temas “adultos” en la tele chilena. Por supuesto, era interesante la definición que dio Valdivia al concepto: ya instalado en La Red, volvió el Así somos su canto del cisne emborrachando a los panelistas, pirateando cuanta idiotez de ovnis se encontrase en YouTube y llenando con poleras mojadas la pantalla del trasnoche.


De este modo, cuando Valdivia y su esposa Claudia Conserva se fueron de ahí hace casi cuatro años el daño estaba hecho. Valdivia había patentado un género que el canal siguió explotando hasta ahora. Por lo mismo, no fue raro darse cuenta que al aterrizar de vuelta en UCV se empecinara en resucitar el formato. Toc show era exactamente el mismo programa de antes sólo que se emitía en otro canal con modelos distintas y con otro nombre. Con todo, el esquema resultaba casi familiar. Valdivia seguía siendo idéntico a sí mismo: el maestro de ceremonias de un destape que la tele chilena ya superó hace rato. Anclado en los 90, esa idea era también el centro ¿Qué Pachó? el otro programa que Valdivia tiene en UCV y que se exhibe todos los días a la misma hora en que el resto de los canales dan noticias. Si bien ahora ha tenido un pequeño cambio de formato, era conducido por Valdivia, la psicóloga Constanza Michelson y la actriz Claudia Hidalgo, despedida hace un par de semanas. Aunque lo que importa de él es otra cosa: durante este año ¿Qué Pachó? fue uno de esos shows que la tele chilena mantuvo en pantalla por razones inexplicables. No era entretenido ni trataba especialmente de nada, aunque hablase de la vida sexual de los famosos (“¿está de moda el trasero de Kim Kardashian?”), las intimidades de los chilenos (“¿las peleas de pareja hacen bien?”) y los riesgos de las redes sociales (“¿qué errores se pueden cometer por WhatsApp?”) por citar algunos temas tratados.


Con shows como los anteriores es fácil pegarle a Valdivia. Lo complejo es preguntarse por qué programas como Toc show o ¿Qué pachó? siguen en pantalla, más allá del modelo de negocios que deben representar para UCV, que los emite. Quizás el arte de la televisión consiste en tener ideas, pero también en caer en lo básico. En ellos, da lo mismo lo que se exhiba porque sus materiales son conversaciones vacías, las confesiones impostadas y la gravedad de libro de autoayuda. Así, existen fuera de todo presente. Así, Valdivia es un adulto joven que se comporta como un adolescente en pantalla. O, mejor dicho, como le dijeron que deben comportarse los adolescentes cuando quieren que los traten como adultos.


Pero hay algo a medio camino en eso. Juan Carlos Valdivia quiere ser Kike Morandé pero no ha aceptado pagar los costos simbólicos de esa transformación. O no quiere hacerlo. O, mejor dicho, ya no lo hizo. Sus programas son una mezcla de mediocridad y tibieza. Posiblemente se acaben. Esa es la marca de fábrica de Valdivia, la de la transgresión consensuada, la de una esforzada televisión sin demasiadas ideas porque da lo mismo tenerlas en esa fiesta donde todos los invitados son pagados: una fiesta que tiene el ánimo de una despedida de soltero, pero también la pesadez de un happy hour de oficina donde todos han quedado borrachos y han perdido todo, incluso la dignidad y la conciencia.

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Published on December 28, 2014 06:21

December 21, 2014

El Sultán: Medidas extremas

Dias inverosímiles: hace poco en un manotazo desesperado, Canal 13 suspendió la producción de una teleserie que ya estaba siendo escrita y, para tratar de salvar su año, compró y programó un culebrón turco. Los ejecutivos eligieron El Sultán, una obra histórica cuyas principales virtudes eran ser el programa más visto de su país y tener de protagonista a Halit Ergenç, quien hacía de Onur en Las mil y una noches. Con eso, esperaban reventar el rating y recuperar ese prime time que creían merecer. Con eso, esperaban doblarle la mano a Mega, que este año pareció robar lo que mejor hacían al resto de los canales: los culebrones nocturnos y los vespertinos, los realities, los matinales. Las razones de lo anterior eran económicas, pero también simbólicas, más allá de que las crisis obligan a medidas extremas. Canal 13 quería ganarle a Mega en su propio terreno: programando una turca, pero claramente la movida no funcionó.


 



El Sultán no pudo competir con nada pues la historia de Suleimán, el rey enamorado de una muchacha pelirroja y su mundo de conspiraciones de palacio, danzas exóticas, eunucos y concubinas, no convenció: los oropeles de la recreación histórica lucen de cartón piedra y el gancho del exotismo es simplemente las marcas de la idiosincrasia de un país que queda demasiado lejos. Quizás nadie la vio antes de comprarla para darse cuenta de que, antes que nada, se trataba de una serie histórica que apelaba a mitos culturales de los que comprendemos poco y nada. Así, carente de contexto, la telenovela era con suerte una fantasía edificada sobre un pasado lleno de un romanticismo que es tan candoroso, atroz y ajeno”.


 


 

Esa distancia se acentúa cuando se la compara con Chipe libre, la otra nocturna que el 13 tiene en pantalla ahora mismo. Chipe libre trata de los códigos sexuales de una serie de chilenos que existen tal y como los personajes de Friends habitaban el Manhattan de la década del 90: ligeros pero completamente desconectados de la realidad. Aún así, lo que esa nocturna trata de poner pantalla es una fotografía moral, un diagnóstico sobre los cuerpos y los chilenos de estos años. El Sultán, en cambio, habita en otro mundo, en un imperio hecho de papel maché que desde acá sólo puede ser leído como un pastiche hecho de malos efectos 3D, machismo y violencia sexual.


Por lo mismo, la mejor telenovela del año es una que nunca veremos pues transcurre entre bambalinas, en las oficinas de los ejecutivos y los directivos de nuestros canales. En ese melodrama fracasó toda la maquinaria pesada de la publicidad del canal. En esa comedia, Tonka Tomicic viajó a entrevistar a Halit Ergenç a Turquía. En esa telenovela, el avance de El Sultán fue programado en medio de una emisión de Los 80, provocando la perplejidad y repudio del público. En esa telenovela, se llegó al extremo de volver a doblar la voz de Ergenç (que estaba hecha por un actor mexicano) para hacerla coincidir con la de Onur, tratando de volverla más reconocible dentro del público local.


En el fondo, el error descansa en leer una tendencia cultural ahí donde sólo existe un eco, un parpadeo. La cultura pop está llena de pistas falsas: cuando Michelle Bachelet trató a Alvaro Elizalde de “Onur” muchos abrieron los ojos y quisieron ver algo ahí. Pero era pura challa. Queda el consuelo de que ahora, por una vez, la parrilla sea lo suficientemente flexible para que el canal busque una salida digna, para que replanteen el proyecto que cortaron o encuentren otro camino. Mientras, Mega arrasa y quema la tierra a su paso. Este es el fin de año que la tele chilena merece, quizás.

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Published on December 21, 2014 06:26

La memoria colectiva

Los 80 termina esta noche. Ha pasado demasiada agua bajo el puente. Demasiada. Ellos ya no son los que fueron y nosotros tampoco. La vida de la familia Herrera, que comenzó siendo caracterizada como un drama de época, se convirtió luego en un thriller de acción y finalmente se dinamitó a sí misma, volviéndose un comentario sobre el presente. Eso quedó claro en el penúltimo capítulo de esta temporada, que fue una lectura tan feroz del caso de la muerte de Hernán Canales por parte de Martín Larraín, que Rodrigo Basaez -el director- y Rodrigo Cuevas -el guionista- se dieron el lujo de poner a Ignacio Santa Cruz, sobrino de Jaime Guzmán, a interpretar a un empresario derechista y ominoso, acaso una encarnación de esos poderes fácticos que siempre planearon sobre los personajes del programa.


 


Pero eso fue la guinda de la torta. Porque a estas alturas, ya no hay duda de que Los 80 ha sido la mejor serie de televisión hecha jamás en Chile. Por supuesto, tuvo altos y bajos, estiró ciertas tramas y, a veces, vapuleó a su héroe hasta casi desfigurarlo; pero el núcleo básico siguió ahí, como una brújula: la serie era la historia de una casa y quienes la habitaron”.


 


 


Una brújula fue construida por medio de los personajes, pero también gracias a los objetos, que iban desde las zapatillas de Félix a la loza de vidrio café que estaba en nuestras casas, de los electrodomésticos a la ropa; desde las imágenes de archivo hasta el gesto de reconstruir las calles de un país que ya no existe. Así, cada capítulo era un mapa de los espacios íntimos que los espectadores recordaban de sus propias vidas; haciendo que la televisión fuese una máquina del tiempo que podía fotografiar el mundo y vadear el olvido. Pero ahora se acaba. Todo se cierra. Todo encuentra su lugar. Los 80 fue quizás esa reescritura de nuestra memoria colectiva que a una película como No le quedó demasiado grande y que los novelistas de la década del 90 tuvieron miedo de hacer. Los 80 fue la vuelta en carne y hueso de las imágenes del pasado que creímos haber olvidado, de los espectros temblorosos que existen en todas las familias. Los 80 fue una serie sobre el peso de la noche y cómo ese peso, esa condena nacional que repta en nuestro ADN patrio, es capaz de revertirse, de dejar de tener efecto, de convertirse en aire.


Los 80 fue la mejor lección de televisión que tuvimos y que quizás tendremos porque pareció dejarnos solos con los fantasmas de la memoria para terminar dándonos cuenta de que nunca lo estuvimos, pues todos participábamos de un relato común, habitantes de esa clase de memoria colectiva que sólo la buena televisión es capaz de crear.

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Published on December 21, 2014 06:14

December 14, 2014

La chúcara: una novelita romántica

No deja de ser sorprendente que el primer capítulo de La Chúcara remita de modo casi automático al episodio inaugural de Fiera radical, una telenovela brasileña que acá exhibió Canal 13 hace más de 20 años. Las similitudes no son solo en cuanto a trama (una mujer retorna al fundo donde se crió) sino que también en tanto escenas específicas: la muchacha, en un momento, se baña al aire libre mientras un hombre a caballo la observa.

Suena y se ve demasiado parecido, aunque los matices son importantes. Fiera radical era una sofisticada fábula de venganza llena de dolor y violencia. En ella Malu Mader, la protagonista, manejaba una motocicleta negra y la escena del baño tenía cierto voltaje erótico a partir de la tensión feroz entre civilización y barbarie, como si el deseo y la repulsión que los personajes podían establecer entre ellos fueran lo mismo. En La Chúcara la chica es Antonia Santa María (que no anda en moto sino en bicicleta y vuelve al campo a trabajar de temporera) y el que la observa es Felipe Braun, al que se le desata cierta pasión necrófila, pues mientras la contempla le vienen a la cabeza la imágenes de su mujer muerta en ese mismo río.


Pero Chile es Chile. “Nos metieron mucho Concilio de Trento”, decía Diego Maquieira en uno de sus poemas más célebres. Tenía razón: acá la culpa y el miedo de Braun superan al deseo y donde uno quiere presumir la sombra de Hitchcock, lo que aparece es La novicia rebelde y La Cenicienta.


 


 


Así, con el correr de los episodios, La Chúcara apelará a todo un arsenal de recursos más o menos clásicos de cuento infantil. El duro viudo verá cómo su traumado corazón se quiebra por la chica, que se volverá la amiga/madre sustituta de sus hijos mientras aparecerán una suegra abominable y un montón de antagonistas que no vale la pena mencionar, pues más allá de que entre todos esté en juego la posesión simbólica y real de la tierra”.


 


 


Pero más allá de estos clichés, La Chúcara se deja ver. Con todo, es el mejor culebrón que TVN está exhibiendo en estos momentos: luce bastante menos pobre que No abras la puerta (lo que no es mucho decir, la verdad), tiene una trama entendible que sale a buscar la identificación con el espectador, aunque a veces esa apelación sea demagógica pues choca con el acento impostado de casi todos sus actores al tratar de lucir y hablar como campesinos. Quizás el corset de las 15 horas le hizo bien al formato, pues es posible ver cómo el culebrón nunca abandona las reglas clásicas del género, devolviéndole cierta claridad y lentitud, haciendo que quizás sea la primera telenovela local influida por las teleseries turcas.


Un último punto: habría que pensar en qué significa el campo chileno como tema para TVN ahora mismo. Mientras todas las noches, las repeticiones de El señor de la Querencia construyen una pesadilla de violencia y abuso tan inmensa que llega a ser paródica, La Chúcara se presenta como un relato escapista y algo candoroso. Poco importa en ella cualquier lazo con lo real sino cómo la narración se acomoda a esos lugares comunes que aparecen destilados y desprovistos de significado, lejos de todo presente. Así, por más que su aspiración sea identificar a un sector de trabajadores chilenos que pocas veces aparece representado en pantalla para fidelizarlo, lo que nuestra televisión pública está exhibiendo es una fantasía pobrísima respecto a nuestro paisaje, una fantasía que es presentada en un lugar casi sin tiempo ni historia, como si el Chile del presente (y todas sus tensiones) pudiera ser resumidos en esta novelita romántica del siglo XIX.

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Published on December 14, 2014 06:23

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Álvaro Bisama
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