Álvaro Bisama's Blog, page 229
February 27, 2016
Meruane: la ola
Vuelvo a ver la rutina del 2011 de Ricardo Meruane en Viña. Dura 17 minutos. Casi todos son angustiantes. Cada sonrisa posible muere en el instante. No hay ni un momento de paz. La gente está enardecida; si al principio gritan para que vuelva Sting luego lo que viene es simplemente el hastío que les produce Meruane y su “humor diferente”, que es como lo calificó Rafael Araneda. Todo luce descalibrado. Los chistes sobre homosexuales, papel higiénico, prostitutas y moteles se intercalan con el tic “gracias, gracias” y las alusiones chauvinistas sobre el apoyo brindado al artista nacional. Es un desastre. Sobre el final, cuando los animadores se dignan en aparecer, vemos a Meruane salir del escenario por atrás, como una sombra. Es la última imagen que tenemos de él. Meruane haciendo el show empecinado para luego esfumarse. Lo interesante es que en los años que siguieron, el humorista parece haberse tomado mejor que otros su paso por Viña. De hecho, hizo un programa de televisión en el cable sobre el asunto, sacándole un raro partido al fracaso. Este año vuelve al Festival. Su show de hoy aspira a ser leído como acto de desagravio y cobra sentido luego de la actuación de Pedro Ruminot del jueves. Ruminot fue a la vez celebrado y odiado por el público y se ahogó de modo doloroso en sus minutos finales. Pero Meruane no compite con Ruminot o con Natalia Valdebenito, que lo precedieron en esta edición del Festival. Su humor no viene del stand up y sus infinitas variaciones. Tampoco se forjó en la calle o en el circo. Por el contrario, pertenece a otra generación, proviene de la década del ochenta, de los sets de Sábado Gigante y encarna ese humor clásico chileno que se permite lanzar cualquier procacidad o chiste de doble sentido mientras extorsiona al oyente diciendo que es un espectáculo hecho para toda la familia. Por eso, es rarísimo que hayan programado a Meruane el mismo día en que actúan Don Omar, Wisin y Javiera Mena. Hay una extraña maldad ahí. Para una producción que diseñó cada noche para diversos públicos específicos, Meruane parece fuera de lugar. O quizás esa fue la intención desde siempre: hacer una concesión a la mitología del monstruo del Quinta y a las fábulas de reconstrucción que puede llegar a representar. Ya pasó con Oscar Gangas. Gangas era un humorista discreto que fue destruido por el público en 1998. El fantasma de su fracaso lo persiguió por años. El 2011 volvió a la Quinta. Su rutina fue homofóbica y misógena, de un gusto más que dudoso. Marcó 54 puntos. Con Meruane puede pasar lo mismo. La idea es esa, supongo. Cerrar el festival con una historia de resilencia, terminar este año con el comediante elevándose por sobre sus cenizas, con un artista alabado por el mismo público que lo hirió de muerte. La tele no tiene moral. Viña es así, una institución que ha construido su prestigio sobre estas historias de redención, sobre la condición inestable y explosiva del evento, sobre la falacia que permite pensar que el Festival es algo vivo. O dramático. O épico. O algo que merece una película o un libro porque en él la emoción va de la mano de risas que se convierten en lágrimas. Hoy, en el caso de Meruane, el humor da lo mismo. Lo que importa es la exhibición en tiempo real de esos minutos hechos de incertidumbre. Porque no sabemos qué va a pasar. Ahí, el televidente mirará la pantalla aguantando la respiración y la pantalla se volverá un misterio hecho de pura vacilación. La foto de una ola detenida en el aire, antes de romper sobre la playa.
February 26, 2016
Valdebenito: la intimidad destemplada
Hace dos noches, Natalia Valdebenito se burló de Ricardo Montaner en su cara y le dijo a Ricardo Lagos y a Sebastián Piñera que no se postularan a La Moneda.
Lo primero fue incómodo. Montaner no entendió mucho de lo que pasaba ni qué había hecho para merecer ser el blanco de las bromas. Lo segundo iba en serio. Valdebenito habló lento, marcando cada sílaba: “No los queremos de vuelta”. La declaración llegó después de una andanada de comentarios sobre Penta y Sebastián Dávalos (sobre el que acotó: “pífienlo, nomás”). Pero acá la muletilla de insultar a Bachelet no fue usada para aplacar la ira del monstruo. Al contrario, la gracia del chiste es que nunca fue un chiste. Valdebenito hablaba de modo literal; aunque era solo una parte de la rutina cuyo componente central era la autoparodia, donde todo estaba muy bien ensamblado, haciendo que la descripción del hastío y la pena posible en la vida de una mujer adulta chilena fuesen inseparables de su contexto.
De ese país real donde tenía que habitar y que acaso explicaba su tedio. Todo lo anterior volvió su presentación la mejor rutina cómica que ha habido en años en la Quinta Vergara: ella captó la necesidad de transgresión que flotaba en el aire y le dio un sentido profundo. Disparó a matar. Cayeron varios, partiendo por ella misma. El público se acomodó al lenguaje de esa intimidad destemplada y pudo sincronizarse con él, con esos momentos donde aceleraba o se detenía, cediendo quizás al autorretrato, mientras se relajaba o se escapaba en una diatriba. Absolutamente visceral a la hora de componer una caricatura de ella misma y sus tics, Valdebenito parecía muy cómoda.
Sólo al recibir una Gaviota pareció darse cuenta de lo que pasaba, como si el éxito obtenido la golpease como un bumerang. Pero eso fue casi al final. Antes, ya había desmontado lo que Edo Caroe y a Rodrigo González habían construido en el mismo escenario, días antes: ese lugar común del comediante como un redentor que sanciona simbólicamente los crímenes del imaginario de su sociedad. A ellos, Valdebenito les dio la vuelta al poner en aprietos la densidad de sus críticas. Al dedicarle su show a las mujeres que habían estado antes en la Quinta Vergara, puso a la vista las políticas de género en el mundo televisivo. El humor quedó condicionado a su historia de vida, atado a un presente donde apareció una comedia madura, dedicada a asumir las representaciones de lo femenino en el contexto de nuestro campo cultural. De este modo, revisar las rutinas de González y Caroe a la luz de la de Valdebenito es percibir que lo que venden como progresismo es solo populismo televisivo. Punkis de postal, no nos debería importar que se ocupen o no de los escándalos políticos sino como su lenguaje está determinado por la violencia. En ellos no hay crítica alguna al poder (que requiere de estas bravatas para justificarse), solo la constatación de que se trata de una clase de humor determinado por el hecho de usar la violencia sexual como un código cultural. Piensen en el chiste sobre Natalia Compagnon de González o el de Caroe sobre Camila Vallejo. Valdebenito los dejó obsoletos. Ahí estaba lo político de su propuesta; en usar el escenario para establecer complicidades y solidaridades, preguntándose cuál era su lugar y el de las mujeres en nuestra industria del espectáculo. Su rutina era también la respuesta a esa pregunta: urgente, iluminada y demoledora.
February 25, 2016
Las Reinas: el verdadero show
Vamos a tratar de entenderlo porque no tiene mucho sentido. O quizás sí. Una de las tradiciones del Festival de Viña es elegir una reina. Viene de 1984. Quienes votan son los periodistas de espectáculos. La reina antes podía salir de cualquier parte. Ahora solo puede ser propuesta por los canales, parece. Se trata de un peculiar rito de paso. La candidatas hacen obras sociales, practican deportes en la playa y se exhiben en traje de baño. La que gana se lanza a la piscina del Hotel O’Higgins cuando es coronada. Se tira un piquero y luego emerge desde el fondo del agua para ser grabada y fotografiada por decenas de medios.
La semidesnudez de la ganadora es una obligación. La reina recibe un premio en joyas. Todas las elecciones parecen una locura y un despropósito aunque muchas veces son el mejor show del Festival. Tienen su drama: son guerras sangrientas, las víctimas quedan heridas en el ego. Cada elección está llena de imágenes y momentos imborrables, como la del concejal RN Andrés Celis paseándose con la modelo Luciana Salazar y contestando llamados de S.Q.P. por cualquier cosa. Salazar fue elegida reina y, cómo no, se desnudó en la piscina. O la de la argentina Rocío Marengo, que le ofreció entradas a La movida del Festival a unos niños para se metieran al agua mientras coronaban a Tonka Tomicic. O la de Daniella Chávez, a la que La Red le quitó el apoyo por haber hecho un show sexual con un oso de peluche. O la de Francisco Saavedra, un experto en hacer ganar a sus candidatas que tras el año pasado, abandonó la competencia, exhausto. Saavedra se pasó el 2015 recordando donde pudiera su condición de exitoso pero retirado generalísimo de las ganadoras. Por supuesto, hay más.
Quizás el Festival es esto. La música no importa. Las polémicas extrañas, intensas y delirantes sí. Los televidentes no pueden distinguir mucho, todo parece exagerado. Es la necesidad de acaparar el drama, de darle a este show la profundidad de una tragedia. Este año no es la excepción: el centro es la pelea entre Vanessa Borghi y Nicole Moreno, “Luli”. Moreno va por Canal 13. Borghi por Mega. Moreno le robó la alfombra roja a Borghi. La gente pifió a Borghi. Borghi le ocupó el camarín a Moreno. Moreno jugó mal a las paletas. Borghi se sintió por la persecución sufrida. Apareció una tercera candidata, Giselle Gómez. Las candidatas cocinaron. El plato era risotto de mote. Fue en el Hotel O’Higgins, no podía ser en otra parte. El generalísmo de Borghi es Karol Dance, quien se llama así en homenaje a Juan Pablo II. El generalísimo de Moreno es Juan Pablo Queraltó, quien fue uno de los mejores partner que tuvo Felipe Avello. No sé si Giselle Gómez tenga generalísimo. Gómez es panelista de Toc Show, el programa de trasnoche de Juan Carlos Valdivia en UCV. Tanto el canal y el programa negaron tener relación alguna con ella. No sé cómo sigue el asunto. Hay un partido de fúbol, creo. Me imagino que las polémicas seguirán; la elección de la Reina del Festival es una teleserie en tiempo real. El relato siempre está a punto de quebrarse pero en realidad se dobla. O solo se infla. Marca el fin de febrero, el último suspiro de banalidad antes de que marzo caiga encima. Por el momento todo está hecho de murmullos. Ninguno tiene mucha importancia pero esos murmullos son la magia de Viña, quizás. Esa magia es viscosa y divertida al ser una comedia cruel hecha de escándalos y datos inútiles, de la explosión de vidas que se queman a lo lejos para arder como celebridades.
February 24, 2016
Luis Jara: el chileno profundo
Alguna vez desayuné viendo como Luis Jara simulaba tener un parto. Eran las diez de la mañana y yo trataba de tomarme un café en el Paseo Bulnes. Jara estaba en Mucho Gusto, conectado a una serie de electrodos que iban subiendo la intensidad de su dolor, de espaldas, sobre una camilla. Una palabra como “Dantesco”, ese adjetivo prostituido por la prensa, describía perfectamente lo que estaba al aire. Si se hubiese tratado de otro artista todo eso hubiese resultado rarísimo, pero con él se veía casi natural. Luis Jara, que hoy se presenta en Viña, es una de nuestras estrellas más singulares. Lleva más de treinta años en pantalla y aún sorprende. Partió en el Clan Infantil, actuó en teleseries, se operó la nariz, lanzó canciones que consiguieron ser hits de culto y, de un modo inesperado, se convirtió en animador. Ahí sus mejores atributos fueron la empatía y la capacidad de burlarse de sí mismo pues no solo era capaz de hacer el ridículo con Robbie Williams o bailar reggaeton en Vértigo, sino que también era capaz de dejarlo todo para irse a Mega y terminar conduciendo el matinal usando como material el tema que más le apasiona: él mismo. Jara sabe que es una celebridad por derecho propio y no se empeña en ocultarlo. Sobrevivió a Sábado Gigante, creció en pantalla y hasta fue capaz de musicalizar poemas de Pablo Neruda. Un golpe de suerte, el título de su mejor single, quizás lo define a él y a su carrera, donde no tiene problemas en aparecer en el backstage de un video suyo en Miami (Cerca, una maravilla inverosímil grabada con drones, bailarines, estudiantes de colegio y un argumento que incluye a ancianos besándose en la boca) hablando inglés de modo fluido y escuchando los halagos de un bailarín sobre su profesionalismo. Ahora Jara llega a Viña. Ya ha estado ahí antes. Es difícil que falle. Su presencia posee el aura de la intimidad de una casa familiar en otoño a la hora de once. Porque Jara habita en nuestro imaginario hace demasiados años y simboliza una chilenidad profunda tan cercana como candorosa. Jara es el chileno que no teme al ridículo porque es capaz de convertir cualquier programa en una kermesse de colegio, mientras él mismo se ofrece a ser el protagonista. Se inmola por el espectáculo, sabe que el show es lo único que importa. Jara no es un divo y eso lo hace el mejor sucesor que nunca va tener Don Francisco: es el hombre por el que nadie apuesta pero que ya ganó la partida. Pero a diferencia de Kreutzberger, él está vivo y hace de su misterio algo translúcido. Jara aspira a ser idéntico a su público. Todo lo que nos importa de él está la vista. Es la honestidad de quien sabe que el show debe continuar y para ello hay que sacrificarlo todo: la dignidad, el buen gusto, el sentido común y la intimidad. Ejército solo compuesto por sí mismo, Jara teje día tras día su propia épica, donde la tele es lo único que importa pues ahí no hay nada más real que el cariño de un televidente. La Quinta Vergara para él no será “el festival del festivales”, sino algo mucho más concreto: ese living de la casa en el que se ha empecinado en convertir la televisión chilena desde hace un buen tiempo.
February 23, 2016
Di Mondo: el hombre imposible
Di Mondo ha sido lo mejor en la televisión de este Festival. Di Mondo nació en Texas, creció en Chile y huyó a Nueva York. Di Mondo es raro e impredecible. Se llama Edmundo Huerta. O se llamaba: hace dos días, en Canal 13, dijo que se estaba cambiando legalmente el nombre a aquel con el que se hizo conocido. La prensa de moda lo ama desde hace un buen tiempo. Bill Cunningham lo ha fotografiado bastante en el New York Times, aunque nadie parece entender en realidad de qué va. Porque Di Mondo resiste las clasificaciones. Su objetivo es saltárselas, aspirar a la perplejidad y al shock vistiéndose como si hubiera salido de una vieja serie de ciencia ficción o llegara a la tierra desde el infierno. En realidad, lo que hace es vestirse a partir de lo que en la ciencia ficción o el infierno se entiende por moda. De este modo, hay en él algo divertido pero también perturbador. Por ejemplo, Di Mondo muchas veces se cubre la cara mientras deambula por las galas y las vernissages. Ese rostro ausente, tapado de mil formas, es un comentario a algo que no sabemos muy bien qué es pero que está ahí, escenificado como un secreto a la vista del mundo. Así, a Di Mondo los cristales y los oropeles le ocultan la mirada, volviéndolo un cuerpo extraño y perdido, una especie de disrrupción en la continuidad tediosa del espectáculo. De este modo, se pasea por los lugares comunes del culto a la personalidad pero también, sin quererlo, nos hace recordar la leyenda que construyó el viejo Marqués de Cuevas, que huyó de Santiago para explotar en Europa como una estrella jamás vista. Cuevas alguna vez volvió a Chile y sus viejos amigos (entre los que estaba Joaquín Edwards Bello) vieron de lejos como el país se rendía ante él. Pero esa historia pasó hace más de medio siglo. Di Mondo existe aquí y ahora. El año pasado aterrizó por acá: fue invitado a la gala de la película de Los 33, pero Canal 13 lo desaprovechó. El mismo estuvo sobrio y discreto, lejos de su leyenda. Ahora vino a Viña y, en medio de lo predecible, se volvió un representante de lo imposible. Con una máscara de cristales que simulaba multiplicar su rostro en medio del brillo, Di Mondo no sólo salvó la alfombra roja de una gala sin sorpresas, sino que ha dado vueltas por varios programas como un invitado especial. En Maldita moda no sabían como tratarlo. Rubén Campos ponía cara de apestado y él se quedaba callado, interviniendo poco y estando casi a la defensiva, salvo para decir que la gala le había parecido fome, sin energía. En cambio, en La Movida lucía feliz en medio de la confusión que Diana Bolocco, Jean Philippe Cretton y Rodrigo Salinas habían montado en la tarde del domingo. Ahí Di Mondo estaba contento, entregándose al caos, lejos de las imposturas y el tufillo siútico del programa conducido por Francisca García Huidobro. Aquello confirmaba su condición de figura tan interesante como inesperada, la de alguien que se comió al mundo y transformó su extravagancia en una forma privada de arte y en una declaración de libertad personal. Estos días, en medio del murmullo fashionista que parece tomarse la pantalla, de las peleas pobres de los diseñadores locales y de los desaires de Cecilia Bolocco, Di Mondo parece algo nuevo. Visto por televisión, en él la parodia convive con la soledad y la extrañeza, proponiéndose como un contrapunto inquietante a todas esas minucias idiotas que parecen ser el centro de la experiencia humana que propone el Festival de Viña.
February 22, 2016
Solís y Montaner: Los profetas
El 2005, la última vez que estuvo en Viña y animó de modo desastroso, Ricardo Montaner se trajo al pastor de su iglesia desde Estados Unidos. La última vez que cantó en el mismo escenario, el 2011, Marco Antonio Solís se presentó con un micrófono cuyo trípode tenía una cruz forrada con diamantes falsos. Por lo mismo, que Marco Solís y Montaner abran el Festival de este año no deja de ser simbólico. Hay algo monumental en ellos, ambos estrellas de cierta edad que llegan a la Quinta consagrados pero también conscientes de que aquello se debe a que han construido unos personajes singulares: el de unos místicos capaces de convertir el escenario en un templo de algo que no sabemos muy bien qué es. Sobrevivientes espirituales de un new age improvisado hay en ellos algo mesiánico que, antes que pertenecer al territorio de la fe, corresponde a esa religión en crisis que es la industria del espectáculo. Basta verlos en pantalla. Solís, por ejemplo, canta canciones de amor poseído por el fuego de una revelación que solo puede encarnarse en su voz. Todo en él tiene la perfección de una liturgia: las pausas y las miradas perdidas, la sencillez de las letras que ganan profundidad apoyadas por una orquesta que funciona como un reloj, las menciones a Dios en una verborrea confusa que apenas se entiende, el llevarse la mano la boca y hacer ese gesto suyo que es un beso mezclado con una persignación. Profeta pop, Solís promete un show donde será un médium de un poder más amplio, el pastor de una religión donde el deseo es un camino al éxtasis. Pero si Solís es un profeta, Montaner es Paulo Coelho. Lo suyo es más burdo, más Miami, pero también más eficaz pues posee la poesía del melodrama, el de una música fabricada con vaivenes del culebrón. Montaner, a diferencia del mexicano, no se recluye sino que actúa y cuenta historias, tiene algo humor y alarga los shows hasta donde le plazca. Lleno de ambiciones literarias, se debe a su público, vibra con él y se resiste a abandonarlo mientras pueda porque sabe que comparten un mismo corazón. Esa es su falacia, ése es su sueño. De hecho conoce bien el escenario. Estuvo demasiadas veces y arrasó. La última vez animó. No le fue muy bien. Nadie entendió qué hacía ahí. Reemplazaba a Vodanovic. La verborrea y las palabras de buena crianza no le funcionaron. El monstruo lo hizo trizas. Ahora viene recargado. Ha entendido que en el show de esta noche hay una suerte de desagravio, que ahí radica el drama que le va a dar sentido a su presentación. Por la tele, en vivo, lo veremos resucitar, flotando quizás en un mar de antorchas y gaviotas. Será su reencuentro con el mismo público que lo dejó colgado en el aire, que hizo trizas su frágil corazón de poeta. No es raro que suceda. La Quinta es un lugar propicio para rituales y sacrificios. Es lo que ha conseguido tras tantos años; volverse un templo profano hecho de una colección de milagros banales. Montaner y Solís son algunos de ellos. Artistas capaces de componer un culto sobre sí mismos sin pudor, que abran la noche inaugural es un guiño a ese pasado delirante que es lo mejor del Festival. Ahí está la posibilidad de que el evento se convierta una misa extraña y profana, una ceremonia que recuerda los excesos del culto a la personalidad que alguna vez animó a la industria del espectáculo, a eso que quiso venderse como una revelación, aquel misterio hecho con canciones de amor, crucifijos de bling-bling y miradas a un cielo falso hecho con las luces del decorado.
February 21, 2016
La gala fome
Que la gala del Festival de Viña abriese con Ricardo Montaner cantando con un pianito, no deja de ser perturbador. Montaner es una estrella pop pero también un sinónimo del ridículo que puede llegar a aterrizar en Viña, de ese vértigo donde todo queda suspendido en el aire mientras el Festival se convierte en un agujero negro que devora la pauta noticiosa de una semana completa. Aquello es algo que pasa hace décadas y sigue pasando ahora. Ahí, la gala es una de las últimas adiciones a esa mitología, algo saqueado sin culpa a los modales del canal E! y donde la sombra feroz de la comediante Joan Rivers pena como un fantasma hiriente y necesario.
Por supuesto, Chilevisión ha aprendido a montar galas. Es el ritual de lo habitual pero también una prueba fehaciente de la voluntad trash que es lo mejor que tienen en el canal. Producción fastuosa para un show larguísimo que no podía fallar, la transmisión de la alfombra roja sirvió para que todos los rostros contratados cumplieran su papel con eficacia. Rubén Campos usó el adjetivo “divino” hasta la nausea; Francisca García Huidobro interrumpió a Campos y gritó encima de él todo lo que pudo; Julio César Rodríguez elogió de modo patético y empalagoso las colleras de Francisco Mandiola (director ejecutivo del canal) y le miró obscenamente el escote a todas las mujeres que entrevistó; la shoecam anduvo apenas y la manicam resultó algo extraña y forzada, casi siempre deforme.
Paradójicamente, todo lo anterior fue frustrante y aburrido. Ni que Kenita Larraín apareciese embarazada de siete meses y acompañada de su hermano (aquel “Kenito” que estuvo alguna vez en un reality) fue aprovechado de modo alguno. No hubo nervio. Contenido, el show conspiró contra su propio sentido del espectáculo. Da lo mismo que marcara más de 30 puntos de rating. Todos, desde los periodistas hasta los invitados, parecían cuidarse para evitar cualquier exceso, como si creyesen estar en otra parte y no en Viña. En ese sentido, pareciese que el Festival no importara, volviéndose solo una excusa para pasear por una predecible alfombra roja donde la farándula local se celebraba a sí misma, felicitándose por su propio y maduro glamour mientras dos mil personas, sentadas en una gradería pedían selfies a gritos.
Así, lo mejor de “la gala de las galas” fue lo que se salió de ese libreto; lo inesperado, lo extraño y lo vulgar. Ahí, quizás, fue más impresentable y entretenida la previa que transmitió el canal donde, en un arranque kitsch, exhibieron un maletín con 100 millones de peso en joyas. O la aparición del imposible Di Mondo, vestido con una máscara compuesta por varios rostros y fabricada con miles de cristales de colores. Di Mondo, que viene de Nueva York pero también de la provincia chilena, era un alien que exhibió en el show todo lo que Chilevisión quiso quitarle: delirio, surrealismo y sentido del espectáculo. O la aparición de Nicole Moreno, “Luli”, vitoreada por el público como una estrella inesperada.
Ella no pudo creerlo. Fue el final apoteósico del relato de vida del personaje que alguna vez fabricó, de aquella bailarina que hablaba extraño y que lucía tan ingenua como frágil pero que en realidad era figura excepcional, capaz de sobrevivir en el océano de crueldad de nuestra cultura popular a pesar de que todas las apuestas estuviesen en su contra. Eso la hizo lo más interesante de la gala porque terminó de apuntalar a una heroína accidental hecha a golpes de paradoja; acaso una estrella real construida con los materiales bizarros de nuestra cultura del espectáculo pero también con la ingenuidad de quien piensa que la tele es una utopía que permite alguna clase de cambio social. Por pocos minutos, Luli puso en pantalla todo lo que faltó a la gala a pesar de su gigantesca producción y su atención mediática: la condición impredecible de un falso riesgo televisivo, ese glamour plástico que es lo único que le podemos exigir a Viña.
February 14, 2016
Bailando: sin sangre
Macarena Venegas es muy extraña. Su modo de argumentar que, a pesar de su amistad podía ser evaluada por el coreógrafo lituano Neilas Katinas, era que en realidad es también cercana al resto de los jurados de Bailando de Canal 13. Por supuesto, más allá de Venegas (quien indicó de modo explícito los lazos que tiene con quienes la deben juzgar, a pesar de que Katinas la describió como una “conocida” no más), lo que importa es el modo de abordar la polémica: la producción de Bailando dejó pasar el tema como si nada y siguió con el show.
Esto sucede quizás porque Bailando se toma demasiado en serio a sí mismo como espectáculo, es demasiado literal en sus intenciones y no da pie al trash o a la diversión. A diferencia de The voice o MasterChef, que descansan en las sorpresas de un casting abierto y se abren a las historias de vida que aparecen de modo espontáneo, acá el interés debería venir justamente del lado contrario, de la capacidad confesional de las figuras contratadas y de cómo éstas puedan sacarse partido a sí mismas en pantalla.
No pasa. En Chilevisión hubieran armado una fiesta con las declaraciones cruzadas de racismo, clasismo, violencia verbal y amiguismo del programa. Acá solo hay sonido de grillos en forma de palabras de buena crianza. Es raro. Mal que mal, estaba todo listo para el escándalo: una lista de participantes que incluía a un par de estrellas en ascenso; famosos menores, secretos o olvidados; amén de una una diputada que argumentó que salir en un estelar era parte de sus vacaciones.
Porque Bailando no debería ser un show de talentos (todos los que están ahí son profesionales expertos en gestionar su propia imagen), sino una bolsa de gatos. Lamentablemente, lo que impera es una tibieza que le impide ver dónde está su propia carne y sangre, como si tuviese todo para explotar pero decidiese no jugar por esa carta y, por el contrario, quedarse ahí en la zona de confort de su impecable producción técnica, sin que pase demasiado.
Acá lo que menos debería importar es el baile o la técnica sino la chimuchina, la polémica. Al ser un programa con participantes escogidos a dedo, lo único que deberían importar es el espectáculo de los famosos, la narrativa y el drama de quienes pelean por ese metro cuadrado del olimpo de la tele. No pasa. Lo más interesante de lo que vemos es lo que resulta disonante, lo que se sale de libreto. Es ahí donde descansa cierta empatía, cierto drama y comedia inesperados: Juan Pablo Queraltó caracterizado como Derek Zoolander, Lucas Bolvarán advirtiendo al público femenino que -como menor de edad- el costo de ligarse con él son “cinco años y un día” o Francisco Saavedra empeñándose -desde un innecesario backstage- en recordar su propia importancia como generalísimo de las ganadoras de reinas de Viña del Mar.
Pero son destellos efímeros. La corrección puede matar a un show y eso es lo que casi sucede acá. Bailando no está mal pero pero podría ser muchísimo mejor. Los participantes son los adecuados, los jurados han demostrado ser capaces de tener la mala leche necesaria, el animador se sabe todos los trucos del oficio, el escenario está impecable. Pero algo no termina de cuajar. Una tesis: quizás tiene que ver con la manera de transmitir el espectáculo, casi siempre con tomas hechas desde lejos, evitando mostrar la cercanía de los cuerpos en la pista, saltándose la concentración de sus rostros y con ello el goce y la desazón que pueden llegar a exhibir. Esa distancia hace que el relato se tambalee, presentando un espectáculo que parece suceder más allá, acaso al fondo de la pantalla, sin que el espectador pueda involucrarse o tomar partido.
February 7, 2016
Pelotón, dinastía del honor: guerra de cartón piedra
Que la cultura de los reality shows haya terminado generando sus propios programas de autohomenaje es algo digno de atención. Si hace un año más o menos, Canal 13 puso en pantalla Reality.doc, aquello cobraba sentido a la hora de dilucidar pequeños enigmas que habían quedado en el aire en 1810, Protagonistas de la fama o Amor ciego. Ahí estaban las respuestas tardías a las viejas dudas del público sobre quién se acostó con quién, quién le dio pastillas a quién, quién se enamoró realmente de quién; en una suerte de revisionismo artificial hecho de revelaciones predecibles e inocuas. El gesto era entendible: usar el archivo para facturar un programa ligero y rápido y, por medio de esto, perpetuar la idea de que fue ahí, en el 13, donde el formato alcanzó su altura máxima en Chile.
Pelotón. Dinastía del honor, de TVN, usa la misma idea tomando como base las cinco temporadas de programa homónimo, que se exhibió entre el 2007 y 2010. Animado por Bárbara Rebolledo, hemos visto en los tres capítulos exhibidos el racconto cronológico de lo que pasó ahí. No hay mucho más que decir sobre este diseño. Lo que se exhibe, más allá de que en cada episodio alguno de los instructores haga que algún viejo participante se someta a algún deporte extremo (saltar en paracaídas o subirse a una patineta de agua), es la puesta en escena del imaginario del show, a estas alturas archiconocida. Se trata de una mitología espuria donde aparecen los relatos de personajes como Juan Pablo Alvarez (un chico de Graneros que se convirtió en el corazón del show) o Dominique Gallegos (que entró como menor de edad y a la que el canal exhibió haciendo topless), lo mismo que los instructores o la aparición de Felipe Camiroaga como parte del decorado. Todo eso, entre medio de explosiones, asaltos sorpresa, llamas venidas de cualquier lado, vehículos volcados, barro y más y más fuego. Condensado, todo en este programa recopilatorio luce de una intensidad tal que la puesta en escena (con drones y efectos especiales similares a los Alerta Máxima, de Chilevisión) solo subraya la sensación de aventura que se quiere presentar como recuerdo inventado.
Eso porque Pelotón siempre fue un show extraño quizás porque parecía estar a destiempo. Relato militarista, usaba conceptos como “honor” o “compañerismo” como consignas despojadas de cualquier sentido. No había ninguna sorpresa ahí porque eso es a lo que un género como el reality aspira: a la traición, el cambio de bando y el ajuste de cuentas artero. Ver un reality es contemplar cómo cualquier hoguera de la vanidad personal se transforma en un incendio colectivo hecho de neurosis, histeria, deseo, angustia y depresión. De hecho, que uno de los finalistas (Arancibia) confesase que arregló la final con otro participante (Hereveri) y que éste al final lo traicionó, saltándose el acuerdo (dividirse el premio) pero además ganando de modo trucho, no deja de explicar de cómo funciona el género.
En cualquier caso, llama la atención que TVN ponga Pelotón. Dinastía del honor al aire. Mal que mal, el canal siempre ha renegado de la cultura de la farándula, esa donde los reality shows y su chimuchina son uno de sus principales alimentos. Pero la necesidad tiene cara de hereje y Pelotón representa cierto momento de esplendor del canal, acaso un universo de referencias tan monstruosas como delirantes a las que volver como si se tratase de un paraíso perdido. Es televisión basura hecha en el momento exacto donde la televisión basura necesitaba convertirse en un espectáculo épico, donde las mentiras del corazón corrían al lado de las lenguas de fuego. Ahí la única patria a la que se podía apelar era la pantalla y la promesa de una fama mutante. Ver ahora todo aquello es triste porque hace del hambre una máscara de la candidez, algo que puede ser contado como una épica descerebrada, como una guerra de cartón piedra y papel maché. Es el efecto del presente, donde el pasado aspira a recordarse a la luz del vértigo falso de la memoria.
February 5, 2016
Melón calameño o melón tuna
La demorada renuncia de Carmen Gloria López cierra algo en TVN. Ahora mismo, no hay mucho que decir sobre su gestión salvo que unas veces pareció un culebrón y otras, una comedia negrísima. Es la esquizofrenia de un canal capaz de poner al aire programas tan disímiles (en fondo, forma, sentido y producción) como Puro Chile y Conectados en Olmué. Esos son los dos extremos que definen a la estación: la instantánea de la diversidad de la música chilena se yuxtapone a un programa paupérrimo animado por Jorge Hevia que trajo entre sus humoristas invitados a alguien llamado Pelao Conductor. Así están las cosas. Aunque hay más. De hecho, ahora viene lo bueno. Viene el caos y la carrera de las ratas. Viene la hora de hacer mérito y cobrar favores. Viene la hora de los cuchillos y las llamadas de los operadores políticos; la hora la llegada de los redentores, de los expertos en audiencias, de los asesores salidos de la nada. Eso porque el canal significa demasiadas cosas para demasiada gente y ahora mismo, aunque parezca un presente griego TVN es en realidad un botín de guerra. De hecho, el gobierno debe decidir qué sentido tiene en el rompecabezas de su gestión, más allá de que en algún momento va a tener por fuerza que reelaborar los estatutos que la definen, sobre todo lo que compete al autofinanciamiento y al modo en que el canal se relaciona con el estado. Sí, ahí está en juego su independencia pero también el poder que tiene la señal pública para influir en la agenda del presente. Por lo mismo, es ahora donde los controles de calidad deben volverse más rigurosos. También es la hora de escuchar ideas originales y no voladores de luces, de poner algo de sentido común a la pauta de noticias (ayer una nota de 24 Horas Al Día se construía sobre la premisa: “¿Melón calameño o melón tuna?”). Porque el canal lleva un par de años en el suelo y los esfuerzos que ha hecho para salvarse no han sido suficientes o no han estado a la altura. Sí, se han equivocado en casi todo al punto de borrarle identidad, degradando la marca hasta casi volverla una caricatura.
Eso ha pasado en el área de prensa, en los culebrones, en la contratación y el despido de sus rostros. Quizás el fantasma de Camiroaga les pena tal y como penan los símbolos. Les pena como algo que remite a otra época más feliz, quizás a una identidad que estába clarísima porque el canal representaba algo específico en el imaginario popular. TVN se definía desde ahí y establecía un diálogo constante con ese imaginario, con la idea de una comunidad posible, de un relato donde el espectador pudiera encontrarse a sí mismo y a los otros.
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