Álvaro Bisama's Blog, page 228

May 8, 2016

Te doy la vida: El melodrama

Celine Raymond y Cristián Riquelme están en una plaza, destruidos. A él lo han metido injustamente en la cárcel y ella lo ha ayudado a salir. Están enamorados. Todo es complicado, todo es imposible. No podía ser de otra manera: estamos en una teleserie de las tres de la tarde. Estamos ante un drama clásico. Ella tiene marido y él se casa al día siguiente. Ella es la madre adoptiva de su hijo. El niño estuvo a punto de morir, estaba enfermo de leucemia. El lo salvó. El marido de ella lo odia. La novia de él está al borde la crisis y en un par de capítulos más tendrá sexo con su mejor amigo.


El culebrón lleva 17 capítulos y cruza la ciudad y las clases sociales: Riquelme es mecánico, Raymond tiene una vida acomodada. Los dos hablan en esa plaza vacía, donde alguna vez jugó su hijo. La plaza es una burbuja, un paréntesis. Después se desatará la tragedia. Es la magia de las teleseries, algo (un tono, un modo de contar las historias) que sobrevive en el horario después de almuerzo como un último e impensado refugio. En las noches están las telenovelas turcas y las bíblicas, todas encarnaciones de una moda que ha durado demasiado. En el horario vespertino se exhiben Pobre gallo y Once comida, comedias porque quieren representar a toda la familia. El viejo melodrama, entonces, sobrevive como puede en este horario de sobremesa.


Te doy la vida debe leerse desde ahí, como una teleserie pequeña pero eficaz. Acá, todo está escrito a la antigua, hecho de silencios, construido sobre la base de la química entre Raymond y Riquelme. Acá el casting, quizás inesperado, funciona. Raymond es experta en heroínas trizadas, en personajes quebrados hasta la médula. Riquelme alguna vez fue una estrella juvenil y acá interpreta a un mecánico confundido que apenas verbaliza sus emociones porque no sabe qué hacer con ellas. Ambos cargan con lo que representaron alguna vez, con el éxito fulgurante y su posterior desaparición, con esta resurrección que los trae más rotos y más viejos, llenos de falsas cicatrices catódicas. Entonces, las piezas se ordenan. Todo calza.


Santiago acá es apenas un decorado más, un anclaje espacio-temporal intercambiable. No. No pasa nada, no pasa mucho más. Te doy la vida es eficaz por esa condición mínima que existe en su mecánica diaria; la fábula de la dama y el obrero funciona porque la teleserie no quiere ser otra cosa, no quiere mostrar un mundo, no quiere tocar ninguna temática especial, no quiere darle sentido a ningún paisaje. Solo vale en tanto su conflicto central: la pareja que no puede estar junta, el niño enfermo que es el puente entre ambos, la colección de personajes antagonistas (la novia de él, el marido de ella, el peso de las familias que viven en las antípodas de la misma ciudad). Todo muy vintage. Quizás eso era necesario. Lo mínimo: obviar la comedia, reducir los elencos, no tratar de agradar a todo el mundo. No querer ser simpáticos. No hacer metatelevisión. Tomar la hebra de una trama y aferrarse a ella. Hundirse en el dolor. Pensar en el género como una forma fija con una serie de reglas básicas a las que volver una y otra vez. Eso está acá: Te doy la vida es un culebrón más del mismo horario, pero nos obliga a pensar en qué le exigimos al género, en cómo éste puede ser una tradición posible a la que apelar. Por ahora funciona. En la plaza, Raymond y Riquelme no saben qué hacer. Todo va a colapsar. Ella le pide a él que la olvide. “Cómo hago ese esfuerzo si mañana me caso”, dice él. Un piano de fondo suena detrás, retardando todo. Entonces se besan y escuchamos a Luis Jara cantar No sabía, un hit suyo del 2012. Suena cursi, suena perfecto: pareciese que Jara nació para musicalizar telenovelas. El viejo melodrama, ése que esperábamos hace tiempo en las pantallas, explota escondido tras el sentido común, es la luz neutra de un drama falso que se convierte en la resolana de la comedia humana.

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Published on May 08, 2016 09:01

May 1, 2016

Primer Plano: La hora de la sangre

Mala suerte: la misma noche en que José Miguel Viñuela era el invitado principal de Primer Plano la noticia de la muerte de Jefferson Barbosa, de Axe Bahía, explotó mientras transmitían en vivo. Viñuela aún no entraba al set. Los pormenores, a estas alturas aburridos, de Volverías con tu ex eran el tema de la semana. Pero pasó lo de Barbosa y Viñuela, que venía a hablar de su vida fuera de la TV, tuvo que salir al aire. Se entiende. Viñuela venía de fracasar en TVN donde lo pusieron a animar sucesivamente programas de cuño diverso, cada uno más horrible que el anterior. Había llegado ahí desde Mega, donde había logrado superar el estigma de haber sido por años el animador de Mekano, el programa juvenil que convirtió a la televisión vespertina en una discoteca de la calle Suecia. Viñuela animó todo eso con una alegría insufrible y de algún modo creció en pantalla, pasando al matinal hasta que se fue a TVN.


Primer plano, entonces, lo traía de vuelta de ese exilio imaginario. Pero con lo de Barbosa el show se puso tóxico mientras los viejos miembros de Axe Bahía lloraban al otro lado de la línea, las informaciones cruzadas iban y venían y nadie sabía muy bien lo que estaba pasando. Ver Chilevisión era una experiencia fuerte pero también alienígena. La cultura del periodismo de farándula enfrentaba su primer problema serio mientras trataba de portarse a la altura, entrevistando a los compañeros de grupo de Barbosa, que recién se enteraban de su muerte, urdiendo teorías, buscando en viejas notas de archivo alguna explicación de por qué había caído desde las alturas. De este modo, el pasado se juntaba con el presente. A nadie le interesaba el futuro de Viñuela sino su condición de antiguo conocido de Barbosa, de padrino de la moda del axé en Chile. El fantasma de la televisión del pasado volvía por Viñuela y se negaba a abandonarlo. Aunque quisiera, aunque tratase de crecer, el espectador sabía que estaría para siempre atrapado en la cárcel catódica que significaba haber sido el animador de Mekano.


Porque la resurrección de Primer plano sucedió a costa de un muerto y ellos supieron aprovecharlo. Todo era muy extraño y a la vez muy penoso. Les estalló en la cara. En el programa olieron la sangre, figurada y literal, y se lanzaron tras ella. El capítulo terminó siendo extenuante; había que sacarle todo el jugo posible al cádaver aún tibio. También se trataba de algo tan simbólico como delirante porque viendo el show y escuchando las opiniones de quienes hablaban ahí, parecía que el aporte de Mekano a la cultura popular chilena era equivalente en el campo de la televisión al de Patricio Aylwin en política. Desatados, sin más corsé que un sentido común que huía del set, se podía terminar creyendo que Axe Bahía era otra señal apocalíptica que decretaba el fin de la transición. No era tan raro, la verdad. Por lo menos Viñuela estaba ahí de testaferro para probarlo. Era el signo de los tiempos, como decía el viejo Prince, también fallecido por esos días; en la misma semana donde vimos a Sebastián Piñera al lado del féretro de Peter Rock y a Guido Girardi sentado al lado del Puma Rodríguez, que fue presentado como la figura internacional más relevante de los exequias de Aylwin.


Pero, bueno, así son las cosas. Inverosímiles y tristes. Esta es nuestra televisión, donde la farándula es un infierno menor donde la levedad cede paso al horror, como si fuesen lo mismo. Por ahora, la vida sigue y todos corren a atrapar la pequeña luz que la pantalla proyecta sobre ellos. Ya sabemos lo que vendrá. Mal que mal, apenas seis días después de lo de Jefferson y mientras La Cuarta revelaba que su suicidio tenía relación con denuncias de abuso sexual intrafamiliar, su compañera de grupo Flaviana Seeling (quien alguna vez fue entrevistada al lado de una copia de la Copa del Mundo) terminó asistiendo como invitada estelar a Vértigo.

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Published on May 01, 2016 06:28

April 24, 2016

Once Comida: un murmullo cotidiano

07-04-2016_Once-Comida


En el primer capítulo de Once comida, Patricio Torres trajo un indio pícaro a la casa de su ex mujer.  El personaje de Torres acababa de quedar sin trabajo y su hijo confesaba repetir de curso por tercera vez. En la ficción, llovía y la casa tenía goteras. Afuera, en la vida real, Chile se inundaba. Adentro, la familia esperaba sentarse a la mesa y tomar once. No era un drama sino una comedia y transcurría en una media hora donde los rituales diarios se construían a partir de las peleas y las declaraciones de amor, el fracaso del padre y las reconciliaciones express. Todo era ligero y familiar. Cercano. El indio pícaro le daba un poco de color local aunque quizás podía leerse como un chiste privado sobre la llegada de Torres a TVN. Mal que mal, el mejor capital de Torres era el aura que construyó sobre sí mismo en Chilevisión, donde se convirtió en el capo cómico de nuestra picaresca: el rey de los piratas, el ejecutor de las imposibles fantasías sexuales del chileno profundo.


¿Tiene sentido verlo ahora como un padre de familia? Mucho. Ahora mismo Once comida es la primera indagación que TVN hace de modo sistemático en la familia chilena desde que dejó de transmitir Los Venegas.  Ahí, Torres es un padre del nuevo siglo (disminuido, hecho bolsa por la vida, carente del respeto de su mujer y sus hijos millennials) pero también es uno de los pocos actores que podían asumir con eficacia la premisa formal de la serie, que va en vivo todos los días antes de 24 Horas Central. Lo mismo corre para Katty Kowaleczko, Valentina Acuña y Diego Boggioni, quienes interpretan al resto de la familia y asumen con eficacia la dificultad técnica que implica el show: usar como material del relato las noticias y temas del día. Acá está el riesgo del programa porque eso implica trabajar con el fuego cruzado de lo que sucede en el país. De hecho, en uno de los episodios de esta semana hubo una peculiar versión familiar del proceso constituyente que se tomó la agenda y por ahí aparecieron citas al fallecimiento de Patricio Aylwin y al desastre de las lluvias del fin de semana pasado.


De este modo el sentido de Once comida depende de su capacidad para editorializar el día de hoy aunque acá la sombra de Los Venegas es larga. A la distancia, Los Venegas podía leerse como una colección de metáforas sobre el Chile de los 90 donde destacaba el hecho que la serie servía para percibir cómo operó el paso del tiempo en nuestra sociedad. Mal que mal, vimos a Jorge Gajardo y Mónica Carrasco criar hijos y nietos, cambiar de trabajo, envejecer con el país hasta convertirse en un algo que al final no nos importaba demasiado pero que cuando desapareció extrañamos con la sensación irreal de nostalgia que nos provocan las viejas fotografías.


Once comida quizás aspira a lo mismo. Aún es pronto para saberlo aunque una posee una histeria, un tono destemplado y una urgencia que le son propias. Sí, hay demasiado de Lisa y Bart de Los Simpson en el perfil de los hijos de Kowaleczko y Torres y le falta harto rodaje para trazar una propia mitología como la de Casado con hijos, pero lo que cuenta es el apuro, la necesidad de conectar con lo que sucede ahora mismo. En ese sentido el éxito de Once comida no tiene que ver los puntos de rating o los comentarios de las redes sociales sino con la posibilidad de asentarse en la memoria de los espectadores como si fuese un espejo cómico de lo que pasa en sus vidas al modo de un murmullo cotidiano, como un ruido de fondo que marca el fin de la tarde.

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Published on April 24, 2016 06:55

April 10, 2016

Junior MasterChef: Recreo

jmc


Hace un par de semanas Canal 13 estrenó Junior Masterchef Chile, la versión infantil de su reality de cocina. Por supuesto, el show hace todo con la precisión que caracteriza a la adaptación local de la franquicia. Si el primer episodio se abría con las imágenes de los pequeños concursantes invadiendo los programas del canal, uno de los últimos los mostraba tirándoles merengue en la cabeza a Chris Carpentier, Ennio Carota y Yann Yvin. Aquello era divertido e inocente, una pitanza que desdramatizaba la competencia para convertirla en apenas una broma, lejana de la tensión que hacía que los aspirantes a cocineros adultos sudaran en cada entrega.


De este modo, la cocina acá es un juego que ocurre a la vista de todos. Junior Masterchef está realmente protagonizada por niños. Ellos son el centro del show, gracias a un ritmo espontáneo que las cámaras registran como una alegría acaso auténtica, construida entre el bullicio y el caos. Los jueces ahí lucen benevolentes, divertidos y cómodos, fingiendo una severidad que no es tal; cuidadosos en sus juicios, casi siempre sorprendidos ante lo insólito del espectáculo.


Hay cierto cuidado en la producción, que se traduce en una distensión más o menos inédita para un programa de concurso. Mérito del canal, aquello es lo diferencia a Junior Masterchef de la explotación pura y dura, el que separa la histeria de la fama del verdadero interés en la cocina. En manos de otros, el programa apostaría de modo descarado por el llanto y a los sufridos relatos familiares, haría zoom en las heridas abiertas y las quemaduras de los niños.


Por el contrario, uno de los méritos de Junior Masterchef y Canal 13 es el modo en que han adaptado la franquicia al desplegarla sin estridencia, anteponiendo la competencia culinaria de las historias de vida. Aquello determina el programa. Los niños no funcionan como objetos ni aparecen haciendo pruebas inverosímiles o tristes al lado monstruos de espuma como en Cachureos, ni se presentan envejecidos, maqueteados por el guión de los sketchs del Clan Infantil de Sábado Gigante, donde además debían mostrarse ingeniosos.


Lo que queda en el aire es la pregunta sobre el espacio que los niños tienen en la televisión, sobre cómo son representados en pantalla. Esto es interesante porque se trata de algo que ha estado ausente hace años en nuestra industria, quizás porque el lugar al que los chicos estaban relegados en pantalla era el de hacer de actores infantiles en los culebrones dándole una cuota de respetabilidad familiar a relatos que no los necesitaban. Ahí aparecían acompañados de perros o mascotas, siempre al borde de un transplante, un secuestro o el descubrimiento de unos padres perdidos.


Junior Masterchef funciona en el sentido opuesto. Los niños sí parecen niños. Y los adultos están lejos. La cocina es un patio, una sala de recreo. La ansiedad se distiende y no contamina. Hay por supuesto, una diversidad de personalidades: los pintamonos, los bromistas, los silenciosos, los sabelotodos, los genios secretos. Pero eso no es buscado. La cocina sigue siendo un espacio democrático y pareciese que la producción iluminara más el set, para evitar toda oscuridad posible.


Aquello, por supuesto, se agradece. Mal que mal, el show se emite a la misma hora en que Mega exhibe Volverías con tu Ex, que en cada capítulo se vuelve más denso y bizarro, más idiota, más carente de razones, contaminado por el aura de un drama tóxico que es adictivo pero también devastador, lleno de mal karma. Junior Masterchef se propone entonces como una alternativa inesperada y fresca, distendida en fondo y forma. Por supuesto, uno espera que los niños no se crean el cuento, que no miren la televisión ni su propia imagen tal y como los miran los héroes del reality softcore de Mega. Que no crean que ahí hay alguna clase de futuro. Que tengan una vida, más allá o más acá de la tele. Que la cocina sea, tal y como lo parece hasta ahora, solo un juego.

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Published on April 10, 2016 07:34

April 3, 2016

Por Fin Solos: en la cama

La premisa de Por fin solos es simple. Tres parejas, tres ciudades, tres camas. Eso es todo. Una de las parejas (Luciana Echeverría y Franco Farías) vive en el Valparaíso hipster de los cerros turísticos. La otra (Elisa Zulueta y Benjamín Vicuña), en un flamante edificio santiaguino. Y la tercera (Francisca Gavilán y Daniel Muñoz), en su casa de Los Angeles. La primera representa la vida de quienes recién se emancipan de sus padres; la segunda, de los que tratan de recuperar su vida sexual después del nacimiento de su bebé; y la tercera, de quienes habitan ese nido vacío donde los hijos, ya adultos, han abandonado la casa. Lo importante: todos pertenecen a la clase media y las conversaciones de su vida íntima aspiran a representar metafóricamente como es la vida del país.


Es un truco viejo que quizás funciona, el de la tele como espejo de la sociedad, como repositorio de sus miedos, deseos y contradicciones. Con ello, Por fin solos apuesta a un relato que funciona a partir de la velocidad de una colección de viñetas donde la amenaza persistente de un drama que nunca estalla amplifica el sentido de las acciones de los personajes. Esas acciones están atadas a la geografía simbólica del Chile del 2016 que la serie aspira a representar, pues su comedia sexual está fijada al territorio y se sostiene en los lugares comunes de ese paisaje social. Sí, ahí hay cosas que suenan ridículas (como que para solucionar su crisis de la mediana edad, Daniel Muñoz se compre una yegua, por ejemplo) pero también otras que resultan divertidas (como que Elisa Zulueta y Benjamín Vicuña estén aterrados de la invasiva simpatía de la comunidad de los vecinos) por la claridad con la que pueden ironizar con lo comportamientos de esa mismo segmento social que los culebrones de Herval Abreu en el 13 han explotado hasta volverla un cliché.


De este modo, la serie de TVN puede leerse como el reverso de los universos llenos de luz y de solteros confusos que bailan con las canciones de Francisca Valenzuela en las telenovelas de Abreu. Por el contrario, no es un culebrón pero tampoco una sit com; es algo que habita en un terreno intermedio donde no vemos lo que sucede afuera pero que existe como una colección de sonidos, de llamadas telefónicas, de gritos de parejas teniendo sexo, de las alarmas de las aplicaciones como Whatsapp y Tinder.


En ese filo se mueve el relato, donde la brevedad de cada capítulo permite que la narración no se empantane para exigir otra clase de desarrollo dramático. Eso impide que veamos las costuras del relato, que no alcancemos a preguntarnos por los silencios de los personajes ni exijamos alguna clase de arco narrativo mayor. Aquello también permite que la serie pueda ser juzgada por su afán etnográfico, por la voluntad de representación de los temas y modas del presente. La presencia de las redes sociales quizás es el mejor aporte del show a esa discusión: Por fin solos puede entenderse como un relato sobre el fin de la intimidad, que es amenazada por el zumbido constante de un mundo donde los límites entre los espacios públicos y los privados han sido borrados por las redes sociales.


En ese sentido, el programa debe ser entendido como la mirada editorial que puede sostener TVN sobre estos temas. La ficción se cuela ahí como el deseo de un país posible, como un horizonte de expectativas cifradas en la representación de una clase media que aspira a ser desnudada en cada episodio. Eso se agradece: Por fin solos descansa en una levedad que la distancia del populismo de Megavisión y del gore de Chilevisión existiendo en un tono menor que nunca llega al grito o al estallido, quizás consciente de su condición de comedia sorda. En ese sentido, puede que haya en ella alguna clase de luz en medio de tanto desastre que ha puesto el canal público en pantalla en el último año.

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Published on April 03, 2016 09:26

March 27, 2016

Amores Perros: la ternura del ridículo

Habría que ver cómo un programa como Amores perros puede resumir nuestra televisión contemporánea. En los capítulos que lleva exhibidos, incluye todo lo que el formato puede llegar a exigir: una competencia de mascotas y amos, una sección donde se detalla el rescate de animales enfermos y abandonados y el momento bizarro donde algún famoso mete a su perro a un laberinto y espera que el animal lo recorra mientras a él (o ella, pues el show abrió con Jhendelyn Núñez) le cae una ducha helada. Todo es bizarro, divertido y no convoca drama alguno. En la competencia los participantes, todos seleccionados después de un casting donde hubo cinco mil personas, aparecen disfrazados junto con sus perros. Vemos así a mascotas disfrazadas del Capitán América, el cangrejo que acompañó a la Sirenita y Batman, entre otros.


Gracias a lo anterior, el programa animado por Alison Mandel y Eduardo Fuentes es ligero y se distancia de la peculiar tradición local, donde caben las grabaciones amateur de animales haciendo gracias que Video loco explotó por años pero también la inquietante carrera televisiva de Sebastián Jiménez, que comenzó como veterinario en La ley de la selva para luego animar Morandé con Compañía, emigrar a un matinal fracasado y convertirse en el blanco de una de las imitaciones predilectas de Stefan Kramer. Aquello se agradece pues en el nuevo programa del 13 -que se exhibe los viernes en la noche- el exotismo está reemplazado por la ligereza y no aparece aquel tono clínico y tremendista de Jiménez, quien además nos legó a personajes extrañísimos y quizás innecesarios como Alfredo Ugarte, el “bichólogo”.  


En ese contexto, Amores perros es un programa familiar inesperado, cuyo mejor atributo es recoger ciertas ideas que están en el aire para amarrarlas en un formato que les pueda dar algo de sentido: el animalismo de las redes sociales, la cultura de los videos más vistos de YouTube y el tono diverso de los shows del Animal Planet. El pegamento que liga todo es el estilo que MasterChef supo definir para los realities del canal, esa empatía despojada de estridencias que acá escapa hacia la felicidad de lo espontáneo. De este modo, el show puede hacerse cargo de su propio delirio sin demasiada culpa y presentar una prueba que es descrita de la siguiente forma: “el amo deberá emular a su mascota y recorrer un circuito amarrado a su perro, donde deberá completar tres objetivos. Utilizando sólo su hocico y patas, en la primera etapa deberá vaciar un hueso lleno de pastillas. Luego deberá encontrar los siete huesos enterrados en la tierra. El último en clavar la bandera en la mesa quedará amenazado”. Fuentes y Mandel hacen que lo anterior funcione. Gran parte del mérito del programa es cómo vuelven cotidiano lo insólito, gracias con un aire relajado que les permite, minutos después de la competencia de los huesos, presentar a una muchacha metida en un casa de perro con la cara pintada con crema de alimento de mascotas, esperando a que un cachorro la escoja para así ganarse el premio. Sí, es muy poco digno pero se trata de una brutalidad tal vez candorosa, de una ternura que se desliza suavemente en la construcción de su propio imaginario delirante.


El show está lleno de escenas así, lo que lo hace lucir disperso aunque aquello, en vez de ser un defecto, sea uno de sus atributos principales. Eso se debe al hecho de que como pocos, son los realities los programas mejor habilitados para incluir las tendencias del presente, para somatizar los cambios en la industria. Así, el programa de C13 parece diseñado a partir de la agenda que construyen las redes sociales, de la moral de facebook e instagram, de los discursos de comunidades diversas sobre los derechos de los animales. Pero aquello, en vez de explotarse como drama, se convierte acá en el material que le da sentido, usándolo tal y como funciona en la web, sin culpa ni temor al ridículo, como una moda pasajera, pura carne de meme. 

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Published on March 27, 2016 08:32

March 20, 2016

Arrancarse la piel con las manos

Se llama Rubí Galusky, tiene 22 años, vive en La Dehesa y se convirtió en el personaje más querido por el público en ¿Volverías con tu ex? No es raro. Rubí habla como Raquel Argandoña en la década del 80, tiene salidas inverosímiles (desde soltar gases en cámara hasta confesar la atracción que le provoca Mario Kreutzberger) y actúa como si hubiese nacido para ser seguida por una cámara. El viernes pasado Primer plano le dedicó un reportaje completo tratando de inventarle alguna clase de misterio, de crearle un poco de drama. Algo había, acaso la sospecha de un tongo con su ex novio Pablo Barrios (con quien entró al show), una familia quebrada, un cambio de nombre, el clásico ex best friend forever que ventilaba sus intimidades y la revelación de que tenía poderes extrasensoriales porque pertenecía a una dinastía de tarotistas capaces de leer el destino en las cartas.


Rubí fue expulsada del programa semanas atrás, por golpear a una participante. No era el primer episodio de agresión en un show que abusa de la violencia física y psicológica. Por el contrario, esa es la regla para los concursantes, que explotan una y otra vez, se insultan, se pegan, dejan de hablarse y viven en un estado de amenaza constantes pues el encierro los saca de sí, les amplifica las pasiones, hace que conviertan cualquier nimiedad en una tragedia.


Lo anterior hace al hecho de ver ¿Volverías con tu ex? una experiencia intensa, televisión químicamente pura. Carente de moraleja, sentido común y cualquier clase de lógica, lo que importa acá es la exhibición de los cuerpos y por el porno emocional. Ya lo sabemos: una persona que se quiebra en cámara da pena; una decena de participantes arrancándose la piel con las manos puede ser un fenómeno masivo.


Así, en ¿Volverías con tu ex? da lo mismo la trama o el premio. O a quien echen. Gracias a eso muchas veces se entiende poco y nada de lo que está pasando: quién anda con quién, quién le hizo qué a quién. Por supuesto, programas satélites como SQP o Intrusos se encargan de aclararlo aunque en realidad no importe porque nada puede matizar la peculiar intensidad incoherente del programa, esa energía destructiva que parece tomarse la pantalla.De este modo, al ser protagonizado por casi puros profesionales del género que viven de saltar de un reality a otro, los personajes de ¿Volverías con tu ex? viven traficando sus únicas dos cualidades: su imagen y sus relaciones sentimentales. Salvo Ingrid Aceitón y Alexander Bravo, quienes son los únicos que lucen como personas medianamente normales, el espectador contempla una colección de identidades deformadas por el hecho de estar en pantalla, por el sueldo o la promesa de una fama sin destino o futuro.


Porque Mega apostó por eso, apostó a que todos se lanzasen contra todos para luego exhibir sus heridas abiertas sin pudor. Eso explica por qué el show es un fenómeno. Ahora mismo, ¿Volverías con tu ex? ha crecido tanto que a veces se ha vuelto algo casi abstracto, como si toda idea o coherencia se pulverizara entre los alaridos histéricos y recriminaciones mutuas, entre los psicoseos y escarceos amorosos. Maravilla del sinsentido, se trata de un culebrón sin trama vuelto un desquiciado salón de emociones pues ni siquiera hay algún sentido del tiempo acá. No sabemos donde se dirije porque no hay ningún futuro. Hecho de puro presente; de días iguales a otros en su violencia y frenesí, vemos un show que podría durar para siempre renovando una y otra vez los participantes, tal y como han hecho hasta ahora. Siempre va a haber una larga lista de modelos o freaks a quienes recurrir. Es lo que hay, es lo que queda en pantalla. Las pulsiones desatadas, estallidos emocionales, piel acercándose o rechazando otras pieles. El daño y el morbo. El agotamiento.


La diversión.

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Published on March 20, 2016 07:11

March 13, 2016

Viral: Sin consuelo

“La sangre se paga con sangre. La violencia con más violencia. El engaño con más engaño”, dice un tal Felipe en el segundo capítulo de Viral, el programa que TVN le ha dedicado a los peligros que entrañan las redes sociales. Nunca vemos su rostro. Felipe está sentado en una cama mientras habla en la oscuridad, explicando por qué terminó subiendo fotos sexuales de su pareja a internet. Dice que se conocieron por Facebook, que tuvieron algo y que luego ella lo engañó con un ex. El no lo soportó; se vengó llenando la internet con imágenes de ella, algo que no tiene problemas para reconocer o justificar. Felipe habla con una certeza que le da una violencia que late más allá de la pantalla. Intimidado quizás, el espectador contempla la franqueza con la que él -un agresor sexual- justifica sus acciones, esa deforme claridad con la que exhibe las penas de su corazón mientras hace de la violencia el corazón de su retórica.


Antes, el programa ha mostrado el caso de Karen, cuyo ex marido difundió fotos y videos íntimos a modo de venganza. Karen quizás es la explicación de por qué Viral tiene sentido como programa: el capítulo detalla cómo ella trata de denunciarlo a la justicia. Karen busca una respuesta mientras deambula de oficina en oficina, de fiscalía en fiscalía. En un momento, Karen se estaciona afuera de la casa que alguna vez tuvieron los dos. Ella no baja del auto y mira el que fue su hogar, recuerda los pedazos de la familia que alguna vez tuvo. Nos enteramos que ese mismo marido que subió las imágenes le quiso quitar a sus hijos. Faltan unos cuantos minutos para que el programa termine. No sabremos qué pasó con ella. El programa describe la fábula kafkiana en que se convirtió su vida cotidiana.


Así, Viral (martes a las 23:30 por TVN) no es un programa agradable.  Para explicar la destrucción de la vida de las víctimas es capaz de escuchar a los victimarios exponer la retórica de su crueldad y las coordenadas desde las que despliegan su violencia. Aquello es inquietante pues el programa se exhibe a la misma hora en que Chilevisión pone al aire la segunda temporada de Espías del amor. Docurreality basado en el morbo que puede llegar a provocar la suplantación de la identidad, Espías del amor (que también es otro show tristísimo sobre una colección de vidas rotas) luce como una versión light y más amable de Viral, reduciendo el drama humano a la escala de un lío amoroso, de una cuita romántica más.


El programa de TVN carece de ese consuelo. Conducido por Consuelo Saavedra, exhibe una inquietante calma que pone en perspectiva sus relatos haciendo que la televisión imite a la vida en su condición de acto inconcluso, en la perplejidad de carecer de todo cierre. Así, Saavedra es más una testigo que una conductora mientras se abre paso en una serie de mundos quebrados. Un ejemplo: en el capítulo anterior la vimos llegar a la casa de un tipo que acosaba a un chico autista que subía videos sobre juegos a YouTube. Todo era incómodo y revelador. La conversación sucedía en el dintel de una puerta que nunca se abriría del todo, Saavedra escuchaba como el acosador trataba de justificarse. Todas sus razones se diluían en el aire mientras ella le mostraba una grabación de la madre del chico que detallaba el infierno que era la vida de ambos. Aquello volvía a Viral un show durísimo porque exponía la vulnerabilidad de las víctimas, pero también los modos en que funcionaba la cabeza de los agresores, describiendo lo natural les resultaba ejercer la violencia sobre los otros. Eso permitía que el programa interpelara nuestro presente (ese presente de femicidios y violencia sexual que ha sido el país de esta semana), otorgándole la densidad y la nitidez amarga de un drama en tiempo real.

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Published on March 13, 2016 07:17

March 6, 2016

Pesadilla en la cocina: los platos sucios

Esto quizás es un cuento. Mario tiene entre 30 y 40 años. Es dueño de A Tavola di Mario, un restorán de La Reina. Mario no es cocinero profesional, pero inventó todo el menú de su local, que se está hundiendo. Mario debe $30 millones de pesos, el administrador no hace nada, los meseros odian todo, el chef tiene la cocina llena de cosas podridas y, por supuesto, la comida es cara y malísima. Hasta ahí llega Gustavo Maurelli, chef uruguayo. Estamos en Pesadilla en la cocina, el nuevo show de Chilevisión que toma la franquicia que hizo famoso a Gordon Ramsay. En el programa original, Ramsay, un iracundo legendario, recorre Estados Unidos salvando restoranes. Maurelli ocupa su lugar acá. Es tan rabioso como acogedor, tan tierno como tajante. Así llega a salvar a A Tavola di Mario. Ahí se cruza la mujer de Mario, quien confiesa que los dos se están yendo al diablo. El restorán les está tragando la vida. Maurelli escucha. A ella ni siquiera le gustan los platos del local. La cámara documenta todo como algo inverosímil: hay desorden, una absoluta falta de higiene y, para rematarlo todo, Mario se emborracha con sus amigos ahí mismo, en pantalla. El show muestra al local lleno. La conclusión es obvia: A Tavola di Mario es un desastre alucinante. Que la esposa de Mario se suba a una mesa a hacer una coreografía sexy con una amiga solo decreta la condición surreal de todo. La gente se levanta y se va. Un momento antes, Maurelli ha probado la carta. El risotto no lleva queso y la lechuga tiene gusanos. A nadie parece importarle. Hastiados, los meseros y cocineros ríen. Es una revancha sorda. Nadie lo dice, pero se sugiere cierta precarización laboral. Acá no debería venir la tele sino el Sernac, la Inspección del Trabajo y la Seremi de Salud. Por lo bajo, deberían hacerle un sumario sanitario urgente al boliche. Pero Chilevisión filma todo haciendo que la voluntad de escándalo se disfrace como compasión. En el canal hacen eso bien, muestran la intimidad como una catástrofe capaz de poner incómodo al espectador. Es su método, cambiar el sentido obvio de lo que vemos, dándolo vuelta para que se reviente en la pantalla: en CHV, una noche de ronda de la policía se convierte en Alerta Máxima, en una mezcla entre GTA y El show de Benny Hill; y la fidelidad de las parejas, en el softcore barrial de Manos al fuego. Ver esos programas es someterse a la mejor telebasura local. No hay tiempos muertos, la miseria humana es explotada hasta la caricatura y flota en el aire una promesa de sexo y muerte. Todo es intolerable y perfecto. Es televisión hecha para el shock: en Chilevisión entienden que sus docurealities deben sangrar por los costados, dar vergüenza ajena, provocar todo el morbo posible. Pesadilla en la cocina es eso. Es la versión porno de MasterChef. Maurelli es un Yann Yvin suelto en la calle. Pero volvamos. El show no termina ahí. Maurelli interviene el restorán. Aspira a salvarlo. Hace lo que sabe hacer. Ordena la cocina. Les enseña platos nuevos. Sale con Mario a conversar. Mario lo lleva a un campo de tiro, le enseña a disparar. Maurelli le muestra un video de su mamá. Dice que lo echa de menos. Mario llora. Todo parece arreglarse. Mario despide al administrador. El uruguayo redecora el local, cambia la carta. Entonces reinaguran el restorán, que ahora se llama La Tavola Di Mario. Llegan la familia y los amigos. Todos parecen felices. Todos respiran aliviados salvo por un detalle: Mario se emborracha de nuevo, rompe sus promesas y estorba el trabajo de los otros en la cocina. Maurelli lo descubre. Lo llama al orden. Mario se pone sobrio. El restorán se salva. La familia brinda. Todo tiene un extraño final feliz, un happy end quebradizo como una promesa fingida, el consuelo agrio de que la televisión solo es capaz de redimir a los otros explotándolos, convirtiéndolos en puro espectáculo, devorándolos sin remisión.

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Published on March 06, 2016 05:35

February 28, 2016

Pildoritas viñamarinas

Anotaciones finales, momentos al azar del Festival de Viña 2016. Rick Astley aprendiendo español; perdiéndose en Valparaíso; mirando todo con la extrañeza de haber viajado a otro planeta donde los coros de sus viejos hits seguían flotando en el aire, atravesando las décadas hasta hacer estallar la Quinta Vergara. Luis Jara, the revenant. Luis Jara diciendo: “Gaviota para mí”. Luis Jara caminando entre el público, besando a su esposa y diciéndole: “Quedaste embarazada”. Luis Jara llorando a través de todo su show. Las lágrimas como un brillo de felicidad que le cubre el rostro, evaporándose en medio de las luces de colores. Los rostros de Chilevisión enfocados hasta el hartazgo. Entiendan: a nadie le interesa ver a Julio César Rodríguez cantando. Los artistas más mencionados de este Festival: Bachelet, Dávalos, Penta, SQM. Las pantallas gigantes con imágenes de fuego que dieron paso al decepcionante show de Nicky Jam. Idea: volver a la presentación de Daddy Yankee el 2006. Ahí está todo. Las explosiones. El sonido que destruye los oídos y exorcisa el cuerpo, el fuego real. Las coreografías que acompañaron las competencias, todas esas historias escenificadas con camas llenas de bailarines en el escenario; es el ballet fallido de una emoción que nunca llega, de un hit que nunca explota, de canciones que se pierden en el éter. Alguien de C13 que califica el piscinazo de Nicole “Luli” Moreno de “épico” al aire. El hecho de que Moreno no sabe nadar. La sugerencia de que la idea de los 150 pétalos de rosa que usó como único maquillaje corporal fue de Tonka Tomicic. La Moneda preocupada. Los medios en llamas. El debate de febrero: ¿están los humoristas del Festival de Viña incitando al caos social? El humor como el fin del mundo, como un agujero negro por donde es posible prefigurar la extinción de Chile. Javiera Blanco diciendo: “Tenemos libertad de expresión, la gente puede manifestarse pero (…) las manifestaciones siempre se hacen en un marco de respeto“. La entrevista en directo de un noticiario de la tarde de UCV con un experto en imagen que calificó a Rafael Araneda como alguien “muy C4”. El show de Marco Antonio Solís, esa misa ensayada hasta en su más mínimo detalle, los saludos a todas las “damitas”, la orquesta que sonaba perfecta mientras musicalizaba el encuentro con la divinidad. El momento en que los Locos del Humor se lanzaron a una caída libre de xenofobia, clasismo y chistes sobre la Ley Zamudio. La Quinta los ovacionó. La gente es extraña, muy extraña. “Es adictiva esta rutina”, dijo Gianella Marengo ayer. Los 47 puntos de rating que sacaron. El hijo de Emmanuel. Lionel Richie recibiendo sus Gaviotas apenas un par de días después de haber sido homenajeado en los Grammys. El dibujo gigante que levantaba un fan en la platea; Richie luce ahí como un sueño que dobla al tiempo sobre sí mismo, una alucinación consensuada que existe a fuerza de creer en ella. Di Mondo en La movida en un concurso de cocina: había que hacer un hot dog. El completo de Di Mondo se llamó “di completo”. Un festival correcto. Un festival hecho para la tele. Todo bien pero solo eso. La Quinta Vergara vuelve ahora al silencio y al olvido. Viña que se queda vacía.

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Published on February 28, 2016 05:29

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Álvaro Bisama
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