Álvaro Bisama's Blog, page 231
November 29, 2015
Mejor no hablar de ciertas cosas
Habría que pensar a la Teletón como algo que es en realidad demasiadas cosas a la vez. Un evento solidario. Una colección de historias de superación y esfuerzo personal de chilenos con capacidades diferentes. Una efeméride nacional clavada en el calendario hace más de treinta años. Una celebración masiva del insoportable culto a la personalidad de Mario Kreutzberger. Una hoguera de las vanidades donde la televisión se celebra a sí misma y los famosos, los famosillos, los que fueron famosos, lo que serán famosos y los que creen ser famosos se exhiben sin impudicia, esperando que la luz del reconocimiento masivo los alcance como un rayo. El show más bizarro jamás hecho en Chile: un programa de realismo mágico donde casi todos los canales nacionales transmiten un solo programa que dura más de un día completo y que finaliza con un show masivo en el Estadio Nacional.
Todo lo anterior es sumamente extraño, pero tantos años y tantas Teletones nos han hecho olvidarlo, acostumbrándonos a ello hasta quizás insensibilizarnos. Es el efecto de la repetición, otro daño colateral de la permanencia de Don Francisco en nuestro imaginario durante el último medio siglo. De este modo, lo que alguna vez estuvo revestido de épica (con Julio Martínez salvando la noche en 1978) o de riesgo (esa duda perenne, acicateada como una suerte de miedo, sobre si se va a poder llegar a la meta económica esperada), es en realidad ahora un show más o menos predecible, una colección de rutinas, algo que quizás funciona automáticamente. De hecho, mientras escribo esto, ya pasaron el sketch de siempre (dedicado al fútbol chileno, con Luis Jara como Gary Medel), la vedetón y una especie de olla común de madrugada en La Vega Central, entre otras cosas. Sabemos lo que viene: algún cantante olvidado del rock latino, el tenis-tón de los famosos, una tarde que se deslizará de modo más bien tedioso, los aportes, más y más y más llamadas telefónicas, uno o dos tres momentos de suspense y un show final en el Estadio Nacional que será especie de ceremonia de paz donde se debería cumplir con el sueño llegar a la meta y que cerrará con una foto colectiva y, en una fantasía de resiliencia catódica, todos se abrazarán mientras el público estalla en aplausos y gritos. Ahí, las historias humanas serán lo que menos importen, quedando enterradas bajo las focos de los sets y los codazos de los famosos para ver quién sale más cerca de la foto con Don Francisco. Porque sabemos que desde hace un buen tiempo el show no va a fallar en darnos la mejor o peor televisión posible aunque no lo queramos ni lo necesitemos.
Aunque no está demás decir que esta versión tiene cierto sabor agridulce. Hace unos días atrás, cuando Kreutzberger fue consultado por Juan Manuel Astorga en El informante sobre qué opinaba del hecho de que la Teletón recibiese donaciones de marcas y empresas involucradas en casos de colusión y corrupción éste respondió: “Discutir esto en este momento no le hace ningún bien a la Teletón y no le hace ningún bien al país”. Por supuesto, se trataba de una respuesta impresentable aunque predecible. Era el momento exacto en que la política y la televisión se cruzaban sin ambigüedades, revelándose como una sola cosa. Nada nuevo había ahí. Era el viejo desparpajo de Don Francisco a la hora de eludir cualquier autocrítica, como si nadie pudiera juzgarlo a él o a su entorno; palabras que mostraban ese lazo entre poder y espectáculo siempre susurrado, nunca verbalizado. Así, enfrentado a la pregunta de Astorga, Kreutzberger trató de correr un tupido velo pero terminó borrando toda épica al exigir una compasión dada por decreto. No pudo. El peso de la noche no fue suficiente. Ni su autoridad. Con la amargura de su respuesta, Don Francisco nos recordó lo que la máquina publicitaria trata de hacernos olvidar pero que ahora se ilumina en este sábado eterno; el hecho de que el show de la Teletón es solo un programa más de nuestra tele.
November 22, 2015
ReViva el Lunes: El pasado
Ver ReViva el lunes, el programa que Canal 13 estrenó esta semana con fragmentos de Viva el lunes, resulta a la vez divertido pero también nítidamente perturbador. Porque es otro mundo, otro país, el de los noventa: nunca en nuestra televisión la siutiquería y el ridículo estuvieron mejor vestidos. Recordemos, el show era animado por Alvaro Salas, Kike Morandé y Cecilia Bolocco. Salas era en ese entonces el mejor humorista de la plaza. Era rápido y quizás feroz y funcionaba muy bien en medio del caos que muchas veces resultaba el programa. Morandé, por su lado, venía de La Red y su mejor arma era poder transformar cualquier cosa que animara en un asado parrillero. Ahí descansaba su telegenia, tan poderosamente encantadora que hacía que los espectadores olvidaran que no tenía problemas en irle a animar el cumpleaños a Pinochet. Bolocco, entre los dos, se jugaba todo por el todo en pantalla. El programa era el punto de inflexión de su carrera, el momento en que tenía que dejar de ser una reina de belleza de las primaveras pasadas para convertirse en una diva con todas las de ley, alguien cuya vida solo podía ser narrada como un culebrón donde sexo y poder se entrelazaban hasta volverse indistinguibles.
Por lo mismo Viva el lunes sintetizó a su época. No solo atrapó en el aire las siluetas de Iván Zamorano y Marcelo Ríos, quienes transformaron su éxito deportivo en una apología de la banalidad y el tedio, vendiéndose como íconos de un glamour tercermundista de la peor clase. También puso a circular una soberbia pop acorde con esos años donde todos eran “chilenos de corazón” y Nelson Acosta convertía los triunfos morales en una verdadera estética de la mediocridad, algo que no desentonaba con el chauvinismo nacionalista de un país gobernado por un timorato Frei Ruiz Tagle y alimentado por la épica incoherente de un Eduardo Bonvallet.
De este modo, si en los 80 Sábados gigantes siempre fue un programa que encarnó la pobreza y precariedad material del país, desde 1995 hasta el 2001 Viva el lunes fue un show construido desde un exceso que aspiraba a tapar el horror que esconde la nada. Ahí, Salas era el bufón de un baile de máscaras de papel maché donde tuvimos que aprender a soportar a humoristas impresentables como Dino Gordillo o mirar los trucos predecibles de mentalistas como Tony Kamo. Ahí, mientras todos jugaban disfrazados a las sillas musicales, Bolocco y Morandé vivían en pantalla una historia de amor hecha de alusiones veladas y mensajes cifrados porque en esa época nada se decía de frente ni estallaba de modo alguno. Ahí nada era capaz de romperse, pues el sonido de la fiesta lo tapaba todo: el ruido del mundo no existía porque la televisión era más importante que la vida, volviéndose la única utopía que el país podía permitirse en esos momentos.
Ver ReViva el lunes es contemplar las postales de un país que había acomodado sus sueños al tamaño de su miedo, empaquetándolos en bailes divertidos y conversaciones sin sustancia. Es mirar la candidez de una autocomplacencia tan irreal que solo puede existir en el mundo del espectáculo. Es ver cómo la tele puede convertirse en una máquina de pesadillas menores y la música, algo carente de cualquier idea porque lo que interesa son los oropeles y el esplendor de una industria que se congratula a sí misma, porque ha convertido al éxito en algo al alcance de la mano. Ese era el Chile que teníamos, el Chile que Viva el lunes proponía como utopía en las horas más impresentables de la Concertación, sugiriéndolo el espejo del país que debía construirse en el futuro. Viva el lunes era esa promesa, una clase de sueño de fuga que solo era posible como una fantasía del encierro de la provincia. En esa alucinación chabacana, el tipo chistoso de la clase debía por fuerza volverse un capo cómico; el zorrón, un comunicador de su vacío interior; y la muchacha más linda del curso, una superestrella capaz de seducir a presidentes y robarle el corazón al mundo.
November 15, 2015
Y tú qué harías: los buenos samaritanos
Ahora mismo, es raro ver la emisión central de 24 horas sin que estén Consuelo Saavedra y Amaro Gómez- Pablos. Nos habíamos acostumbrado a ellos tal y como uno se acostumbra a esas tías viejas aparecidas de la nada que vienen a visitarnos desde tiempos inmemoriales. Suya es una ausencia de sorpresa proporcional a una simpatía ganada gracias el hábito de la repetición, al hecho de verlos tantos años en ese mismo rincón de la pantalla. Por lo mismo, ahora Y tú qué harías los presenta como una inesperada garantía de legitimidad cultural: gracias a ellos, un show más de cámaras ocultas quiere venderse como un experimento sociológico.
Ese es el quid del asunto. Emitido los lunes en la noche por TVN, Y tú qué harías coloca a actores falsos en lugares públicos a escenificar escenas críticas: niños que molestan a la gente, hombres que agreden a sus mujeres, chicas borrachas que son levantadas por sujetos en un bar, bullying, desmayos callejeros. Los periodistas, a lo Emilio Sutherland, miran todo desde una camioneta y luego van y felicitan a quienes ayudan al prójimo. Por ahí aparece algún experto soltando alguna teoría obvia para darle más densidad al asunto. Su presencia atenta define el marco desde donde se despliega cada tema: la discriminación de género, la discapacidad, el maltrato al menor, la tolerancia con el otro; como si quisieran decirnos que lo vemos sí es serio, sí es importante. Por supuesto, esto es una reducción, pero capta el espíritu del programa. Pero lo básico es eso, la puesta en escena de situaciones ficticias donde se ven puestos a prueba la educación cívica, los modales y el sentido de justicia de nuestros compatriotas. La idea es ver hasta donde llega el transeúnte, comprobar si ayuda o no al prójimo para indagar con eso si en la chilenidad profunda habita también gente de buen corazón.
Gracias a ese barniz de investigación periodística que le da la presencia de Saavedra y Gómez- Pablo, el espacio justifica liberar al espectador de la culpa de ver los momentos extremos o ridículos del programa. Lo anterior hace de Y tú qué harías un buen programa, pero no algo descollante. Hay harto de buena voluntad en él. Es un alivio momentáneo a la crisis de TVN, un respiro entre tanta catástrofe o salidas más o menos inverosímiles como la exhibición de una nueva versión de Carrusel. Con todo, el show es más interesante que cualquier turca que den al mismo horario aunque es imposible no recordar esas cámaras escondidas que Carlos Pinto perpetraba hace décadas y que lo hicieron famoso. Como en Y tú… Pinto también decía que eran experimentos sociológicos, aunque en ellas se escondiese pura entretención. Acá hay un poco de eso, de esa clase de excusa de justificar todo en aras de un bien mayor, que es el de la comunidad de la cual el show sirve como espejo.
Afortunadamente, la ligereza de cada emisión permite que aquel tono (el de presentar una candid camera como algo trascendental) se haga más o menos llevadero. En Y tú… nada nunca es demasiado peligroso, ni escapa hacia el desastre, pues lo importante es mantenerse fiel a ese tono tibio y didáctico, a esa moral escolar, al alivio de que se trate de la única idea más o menos decente que TVN estrena en un buen tiempo. Pero solo eso. Mal que mal, el programa se pregunta por las mismas cosas que Pinto se preguntaba hace veinte años y obtiene quizás las mismas respuestas. El tiempo no parece haber pasado tanto para Chile como para Saavedra y Gómez- Pablos, periodistas que se presentan más allá del bien y el mal, acaso figuras de autoridad capaces de felicitar o sancionar simbólicamente a los chilenos por sus conductas privadas y públicas, al modo de inspectores de patio o profesores que sienten felices de tomar un examen sin decirle nada a nadie.
November 8, 2015
Espías del amor: la tv de la crueldad
El asunto es sencillo: Espías del amor, el dating show reverso de Chilevisión, es una especie de adaptación de Catfish, una franquicia que comenzó como un documental y luego continuó como un programa en MTV. La premisa consiste en salir a buscar a las personas reales que interactúan en las relaciones amorosas entabladas por medio de redes sociales, para comprobar si los novios o novias virtuales son en realidad quienes dicen ser. Animado por Julio César Rodríguez y con Marcelo Arismendi y Andrés Alemparte como reporteros centrales, en los dos programas emitidos hemos podido ver algunas escenas de desastres amorosos más bien terribles: una mujer que espera en el aeropuerto a un hombre que no llega, una chica de Valparaíso que descubre que el muchacho del que está enamorada es en realidad una joven que no se atreve a decirle lo que siente, una mujer que inventa una identidad falsa para estafar a una chica, y un joven que persigue a una novia (con la que habla por teléfono) que se esfuma de un día para otro.
Todo es más bien triste y está alimentado por el morbo. El programa descansa en el hecho de que el espectador sabe que lo que va a pasar va a ser un desastre pues acá no existe confianza alguna en el género humano. Ni cariño por quienes participan del show. La tele justifica todo y acá no cabe picaresca alguna, como en Manos al fuego. De este modo, en un mundo donde las promesas de amor apenas caben en unos cuantos mensajes de texto, el espectador intuye que la verdad será cruda y casi siempre patética y que habrá un sentido del humor retorcido en la exhibición de la pena del otro, en lo atroz que será el cara a cara que se sucederán en cada capítulo, pues la serie descansa en eso, en ese gesto. Aquella es su ambición; la de presentarle al espectador un mundo donde persiste la sensación de que lo que se anhela solo puede tomar la forma de un rostro esquivo y falso.
Aquello es cruel y horroroso. Espías del amor no es un programa agradable justamente porque se basa en la explotación emocional de quienes acuden a él, en la paradoja de que la única verdad que sirve para la televisión es la que se retuerce bajo capas y más capas de mentiras y fotos falsas. Exhibir todo aquello es también despojar de modo progresivo de dignidad a quienes se pretende ayudar, pues el programa no funcionaría si quienes lo hacen no confiaran que la revelación final de cada caso va a ser traumática, pues eso es lo que servirá para provocar en el espectador goce, repudio, ira y pena a la vez.
Por lo mismo, lo más interesante de Espías del amor es lo que existe en el punto ciego de la cámara, en ese lugar donde las frases hechas y las lágrimas catódicas de Julio César Rodríguez se acaban: la descripción de un país de ciudadanos solitarios, perdidos en una geografía donde persiguen sus propias fantasías porque han tomado la decisión de aferrarse a esas ficciones para darle sentido a sus vidas. Esos ciudadanos han decidido creer en una mentira, tratando de salvarse en esa ilusión. El programa los muestra viajando en buses, tomando aviones, hablando con voces que se desvanecerán como fantasmas. La cámara los desnuda en la precariedad de sus afectos y en la utopía de sus anhelos, en la intimidad que han construido con los ecos de las palabras de amor de gente que en realidad no conocen ni conocerán jamás. Eso es lo más interesante del programa, ese país solitario que merecía un relato hecho de compasión y una televisión que contara sus historias con algo de cariño. Ese país de mujeres y hombres solos. Ese Chile tristísimo, donde ellos miran una pantalla esperando que alguien invisible venga a abrazarlos, a sostenerlos en el aire.
November 1, 2015
Chile en llamas: el país de lo prohibido
“Mirar a la gente en vez de pensar en el evento como un funeral”, dice el fotógrafo Marcelo Montecino en el cuarto capítulo de Chile en llamas, la serie documental que Chilevisión está exhibiendo los miércoles a las 23:30 horas.
Montecino recuerda cómo en 1973 el cortejo fúnebre con el ataúd que llevaba el cuerpo de Pablo Neruda salió de La Chascona, en Bellavista, y avanzó hasta el Cementerio General. El relato detalla con exactitud esa caminata triste. Muestra cómo va creciendo la multitud mientras los ciudadanos cantan y lloran a la vez, vigilados por militares armados. El momento es simbólico. Las imágenes son poderosas, demoledoras. Antes, varios entrevistados han detallado cómo los soldados destruyeron la casa, rompieron los muebles y los libros y desviaron un canal de agua para inundarlo todo. El color desvaído de las imágenes sólo profundiza lo atroz de la situación, la condición precaria de un país que va a ser edificado desde el miedo.
Usar el archivo para exponer la fragilidad de la memoria ha sido una de las obsesiones de Carmen Luz Parot, a quien conozco hace años, para información del lector. Eso sucede con sus trabajos sobre los detenidos del Estadio Nacional y la biografía de Víctor Jara. Ahí la reconstitución del pasado sólo tiene sentido en la medida de que ilumina el presente. Chile en llamas dobla la apuesta al poder pues la podemos ver como una historia secreta de este país: la censura es la excusa para preguntarse cómo el Estado y la sociedad chilena negocian con los símbolos que los proveen de identidad.
Eso hace que la serie sea una especie de hito en la televisión de este año, al punto de que uno se pregunta por qué no está siendo exhibida en TVN o por qué CHV la programa en el segundo bloque nocturno sin darle una mejor vitrina. No exagero. Que el último episodio (dedicado al golpe del 73) terminase con la historia terrible del edificio Diego Portales o que Mariana Aylwin aparezca en dos capítulos distintos caracterizada como una penosa comparsa cómica (gracias a su impresentable intervención en la polémica sobre Prat o preguntando “¿Por qué le están haciendo esto a mi papá?”, cuando las Yeguas del Apocalipsis interrumpieron un acto donde Patricio Aylwin hablaba sin que quedase foto alguna de aquello) sólo acrecienta la capacidad alegórica de las narraciones e imágenes incluidas, que funcionan como pequeñas versiones condensadas la historia del país, todas lecturas posibles sobre nuestros modos de transgresión, pero también de las formas en que las instituciones responden a ellos.
“Chile en llamas” ilumina el presente gracias a esa colección de respuestas sobre la mecánica de esa censura que es a la vez trivial e impresentable, surreal y agresiva, pues el programa la aborda usando el arte como metáfora de los cambios sociales. Aquello aparece subrayado en primer plano, haciendo que los protagonistas vuelvan a pensar su propia obra, preguntándose qué significó y cómo la violencia desplegada sobre ella los cambió para siempre. Caben ahí el recuerdo de Pedro Lemebel, pero también la memoria de Jorge Müller y Carmen Bueno, las imágenes del trabajo de Guillermo Núñez o los comentarios lúcidos de Nivia Palma sobre la necesidad del debate en el Chile de los 90.
Ensayo y crónica sobre cómo se opera el campo cultural a la hora de formulación de las señas que determinan una comunidad, el programa trata con lucidez su relato. Sí, muchas de las cosas que revive nos pueden parecer ridículas (como la patada maletera que Pedro Sabat le pegó a Luizo Vega en El Termómetro) pero también son representativas de los miedos que componen nuestra cultura. Atroces y banales, ahí conviven el miedo a lo nuevo, el miedo al otro, el miedo al futuro, el miedo a la memoria. Chile en llamas sirve entonces como exorcismo para algunos de ellos, usando la televisión abierta para demostrar que ya no tienen poder alguno en una ciudadanía que, como se fijaba Montecino hace cuarenta años, quizás ahora mismo es capaz de encontrar su propio rostro en medio de una nube de pánico.
October 25, 2015
MasterChef: aguante LeChef
Enumero: el boxeador de 18 años de origen mapuche, la monja, el rockero de Valparaíso, el joven del gorro con un pompón que viene del sur, el pescador que salvó gente en el terremoto del norte, la chica española, el arquitecto que suda demasiado, la chica que trabaja en una feria y cumple reclusión nocturna, el bombero que cocina para su compañía. Todos ellos aparecieron el domingo pasado en el capítulo con el que MasterChef abrió su segunda temporada (su segundo día de exhibición en C13 es los jueves). Los jueces son los mismos de la versión anterior, tres figuras populares que asumen con felicidad los papeles que el público les terminó asignando. Así, si Ennio Carota oficia del italiano lleno de sentido común y piedad; el francés Yann Yvin interpreta a una bestia negra irritada que esconde un corazón emo y Christopher Carpentier se presenta como una suerte de místico secreto de la cocina chilena.
Todo lo anterior funciona con cierta gracia al verse quizás como una versión más radical que la primera temporada, donde se afiató la adaptación local de la franquicia. Pero esa eficacia no es inédita. Canal 13 sabe cómo manejar formatos ajenos y Sergio Nakasone, quien es el encargado del asunto, casi no falla en estas cosas: el casting es perfecto y todo está filmado con una eficacia casi quirúrgica, usando los silencios para volver insoportables esos momentos donde los jueces saborean los platos y miran el aire esperando una revelación que casi nunca llega.
Gracias a lo anterior, el show no pone el acento en el drama de las vidas que los concursantes abandonan sino en lo que sucede en cada minuto de la competencia, como si esa tensión en tiempo presente sirviese para definirlos de nuevo, cambiándolos a vista y paciencia del espectador. No hay nada nuevo en eso, pero quizás lo relevante es cómo aquello se profundiza hasta volverse el centro del programa, como si cada plato cocinado a la vez contuviera el esbozo de un futuro posible y un espejo de la propia personalidad. Así, la cocina se vuelve una metáfora de la vida, haciendo que cada pie forzado de los menús de la competencia trace una biografía condensada que sirve para representar las intimidades quebradas de los concursantes, donde hay relatos de vida como los de Maylín González (quien comenzó a cocinar en serio en prisión) o Alfonso Castro (el garzón de 63 años que trata de soportar la ausecia de su esposa fallecida).
Donde otros canales desplegarían todo tipo de manipulación emocional, MasterChef se detiene para convertir todo lo anterior en meros datos de la causa, esperando que el relato decante y encuentre sus propios modos. En ese sentido, el programa construye con los fragmentos de lo real una narración desplegada a partir de la fantasía de que la tele es un lugar de escape pero también un punto sin retorno para los participantes. Yvin, Carpentier y Carota son, de este modo, meras excusas para desplegar los futuros posibles de estos cocineros amateurs. Son médiums y anfitriones, tan acogedores como severos, tan intuitivos como brutales, todos oficiando como oráculos que tratan de descifrar en los platos los secretos de la vida de los concursantes pero también el horizonte que los espera. Hay una moraleja democrática ahí: la sugerencia de que quienes están cocinando no sean demasiado diferentes de quienes los alientan al otro lado de la pantalla.
Porque quizás es eso lo más interesante del show y tiene que ver con la compasión y la empatía. Ahí la cocina es más que cocina, es un camino a las fotos de la intimidad de una serie de vidas privadas que van a dejar de ser tales. Así como Eduardo Améstica, el metalero de Valparaíso, fue capaz de cambiar su sobrenombre de “Leche” a “LeChef”, en el programa un plato de salmón es una fábula de reconstrucción, acaso una de esas promesas sobre construir una vida nueva que sólo la televisión puede formular y cumplir en el mismo instante.
October 18, 2015
Juana Brava: sacar la basura
Los relatos explícitos sobre el funcionamiento de la política son escasos en nuestra ficción. La tele (y la cultura chilena en general) han preferido mirar de soslayo aquel mundo para contar sus historias casi siempre de lejos, evitando describir cómo opera su maquinaria. De hecho, uno podría pensar que dichos temas son tratados en realidad de modo encubierto, acaso metaforizados por medio de las tensiones familiares en los espacios domésticos (esa casa chilena que es un leimotiv tanto del culebrón como de la novela local) para representar los problemas referidos a la legitimidad de la autoridad, las formas de la corrupción y la violencia y cómo todo esto resulta capital para construir nuestra identidad, ese peso de la noche que determina lo chileno.
Anoto esto porque, desde esa perspectiva, el punto de partida de Juana Brava, la nueva serie de TVN (domingos a las 22.30), resulta francamente inédito: Juana (Elisa Zulueta) se hace cargo de la alcaldía de San Fermín, un pueblo donde una empresa tiene instalado un vertedero. De este modo, el relato describe como Zulueta lidia con ellos y cómo la compañía infiltra y domina la comunidad en todos los planos, estableciendo una relación directa entre su dinero y la feliz corruptela de los políticos locales, que incluyen al padre de la protagonista, anterior alcalde del lugar. Esto permite que Juana Brava se ponga como objetivo, en tanto serie, tratar de recrear el espectro social completo del pueblo, que va desde los indigentes que aspiran pegamento hasta los ejecutivos protegidos por la empresa, pasando por quienes habitan las tomas de terreno y los viejos residentes que se debaten entre la pobreza y las promesas de modernidad. Zulueta funciona acá de modo perfecto en tanto excusa para recorrer todo ese abanico; su caracterización de Juana la presenta tan agresiva como vulnerable, tan furiosa como empática, encarnando todo aquello con perplejidad, pero también con un sentido común algo desolado.
Pero aquella ambición le juega en contra a la serie, que en los primeros capítulos se presenta como muchas cosas a la vez: un thriller, un relato feminista, una alegoría sobre la triste política local. Caóticos y carentes de tiempos muertos; muchas veces confusos, esos episodios cuentan la trama de modo tan acelerado que bien podrían componer una temporada completa dedicada al ascenso de la protagonista a la alcaldía del pueblo. Aquello, por lo mismo, resiente los momentos climáticos, haciendo que se pierdan de vista en medio de incontables peripecias que sacrifican la intensidad dramática y la apelación política a que la serie aspira como un lugar posible en el debate público.
El tercer capítulo arregla lo anterior. El relato tiene más aire y adquiere peso en la medida de que se vuelve más lírico sacándole partido a un paisaje hecho de sitios baldíos y casas de emergencia; concentrando todo en la imagen de la heroína caminando por una línea del tren donde quizás no hay nada vivo a al vista. Gracias a lo anterior, Juana Brava encuentra el ritmo para vislumbrar la complejidad de lo que está contando. Gracias a eso, la serie adquiere valor en la pantalla de TVN, que necesitaba un programa como éste para por lo menos definir simbólicamente su área de ficción. En medio de tanto afán celebratorio de los culebrones turcos, está acá la sugerencia de una televisión local que se busca a sí misma, encontrándose gracias a la decisión de reinterpretar un caso como de el de los pobladores de Freirina, usándolo como retrato de la política chilena de los últimos años. Ahí quizás está el valor de la serie, en esa colección de imágenes y momentos donde la delgada tela de la ficción se rompe para estallar en imágenes y momentos que remiten a la retina de lo real: el campamento en llamas, las miserias y mezquindades de la vida municipal, el polvo y el calor de los pueblos chicos, las habitaciones interiores de las casas viejas; el lenguaje de la rabia cotidiana que puede ser también el de la ternura cotidiana.
October 11, 2015
The Switch: La fiesta triste
Lo mejor de RuPaul’s drag race, el programa de transformistas que en Latinoamérica transmitió el canal VH1, siempre fue la posibilidad de unir la visibilización de los espacios de los ciudadanos transgénero con un inesperado aire de fiesta; como si cada episodio fuese capaz de doblar el formato apretado de la competencia (esa mecánica perfecta que impuso alguna vez Project runway) para volverlo quizás el eco de una discoteca llena de luces donde los participantes brillaban como estrellas de la noche. Aquello era divertido pero también contundente: las drag queens no solo eran amas y señoras del arte de construirse a sí mismas y la identidad que querían proyectar, sino también heroínas que eran capaces de encontrarse en esa ficción que podía ser la pista de baile.
Anoto esto porque el show de RuPaul puede lucir como el referente principal de The switch, de Mega, pero no es así. Mal que mal, por más que el canal privado haya comprado la franquicia, el programa -donde se busca al “mejor transformista de Chile”- es en realidad una versión más o menos extrema de The voice donde lo que cuenta es, antes que el baile y los artificios del maquillaje, el drama humano explotado de la peor forma posible. No exagero: si respecto a Botota Fox (una de las drags chilenas más famosas) Karla Constant es capaz de decir que “antes de morir le prometió a su madre ser un artista famoso, para ganar dinero y sacar a su familia de la pobreza”, las cámaras no vacilan en mostrar cómo un ex pastor evangélico de Valparaíso deja flores en el mar en homenaje a un hijo fallecido para presentarlo luego en el tribunal donde tramita el divorcio con su ex mujer.
Es ahí donde quizás la ausencia de originalidad pesa porque hace que eclosione la moral determinista y clasista que el canal patentó gracias a programas como Cara y sello. En ese sentido, el show está subordinado a estos relatos más que al mismo concurso, por más que se agreguen niveles de dificultad por medio de una competencia de canto que tiene jurados inexplicables como Patricia Maldonado o Juan Pablo González. Pero aquello funciona: como The voice, The switch es un concurso de talento que sirve como excusa para explotar las historias de pobreza o discriminación de sus participantes. Eso hace que el problema de The switch sea un asunto formal: en realidad se trata de varios programas en uno donde lo más relevante (la competencia como una puesta en escena de la transformación y búsqueda de identidad de los concursantes) es en realidad algo subordinado a un tono exploitation que normaliza la diferencia de género, en aras de inspeccionar la supuesta extrañeza de las vidas de los concursantes.
De este modo, en medio del actual debate público sobre la visibilidad y los derechos de los ciudadanos LGBT, Mega exhibe solo lo superficial, gracias a que actúa con prejuicios de hace una década atrás. No es raro porque quizás aquello representa la distancia de la tele abierta en relación a un presente donde en Youtube, un webshow como Amigas y rivales (donde un grupo de drag queens pelean y se destrozan alegremente en el backstage de la discoteque Fausto) lleva un buen rato tocando los mismos temas con un humor feroz y destemplado. Amigas y rivales tiene todo lo que a The switch le falta: la honestidad y empatía del lenguaje real, sentido de la autoparodia. Quizás Mega no tenía que saquear ideas de C13 o buscar franquicias extranjeras que avalaran su propuesta. Bastaba sacudirse sus propios tics hechos de lugares comunes y moralina noventera; para ponerse a mirar y pensar en el pulso y la lengua de la calle.
October 4, 2015
El Bosque de Karadima: La hora del monstruo
Hace más o menos un mes, salió a la luz una serie de correos electrónicos entre Francisco Javier Errázuriz y Ricardo Ezzati. Los temas de los mismos eran absolutamente vergonzantes para la Iglesia. Ahí dos de sus más altos dignatarios locales no sólo conspiraban para evitar que Felipe Berríos fuese nombrado capellán de La Moneda sino que además revelaban sus estrechísimos lazos con un operador político como Enrique Correa, además de mostrar su preocupación de que Juan Carlos Cruz, uno de los principales denunciantes de Fernando Karadima, fuese nominado en una comisión pontificia sobre abusos sexuales.
“Espero que podamos evitar que las mentiras encuentren espacio entre quienes formamos la misma Iglesia”, escribía Ezzati sobre Cruz y es imposible no recordar dicha frase al mirar El bosque de Karadima, la serie que Chilevisión está exhibiendo desde fines de septiembre. Con una versión estrenada como película, dirigida por Matías Lira y protagonizada por Luis Gnecco y Benjamín Vicuña, en ella se relata el caso a partir de la perspectiva de una de las víctimas (Vicuña) que describe los modos en que Karadima (Gnecco) abusó de él desde adolescente. Dichos abusos no solo eran sexuales sino que correspondían a todo orden de cosas pues, amparado en su condición de “santito”, Karadima era en realidad el líder de una secta protegida por la misma Iglesia donde, predicando una fe que en realidad era una forma de la sumisión, controlaba y se aprovechaba de la vida de sus fieles en todos los planos posibles.
Intercalando el racconto de Vicuña con los momentos en que se balancea en una terraza dispuesto a lanzarse sobre el vacío, el proyecto evade cualquier sutileza. Lira no es un director sofisticado. Aquí no hay segundas lecturas: el relato está hecho para despejar dudas y desnudar a los culpables, exponiendo los modos en que tenían para justificarse y las transas que les permitían salir impunes. No hay medias tintas. Feroz, la interpretación que hace Luis Gnecco del cura lo vuelve todo aún más terrible. Eso porque Gnecco interpreta a Karadima retorciéndolo y llenándolo de pliegues, construyendo un monstruo tan banal como triste, tan simpaticón como moralmente deforme, presentándolo como el santo de una religión vacía y hecha a la medida de sus perversiones. Lira describe todo desde la cotidianidad doméstica, haciendo que el relato se vuelva pavoroso al momento de ver cómo todos los espacios privados del cura, sus acólitos y sus víctimas, son determinados por las rutinas de violencia sexual y las formas solapadas y directas del sometimiento de la voluntad. Todo eso es exhibido sin estridencia pero con claridad, sobre todo en las escenas sexuales, homologando así el registro diario de los abusos diarios del cura con el del funcionamiento de los rituales de la jerarquía católica, como si fuesen una sola cosa.
Es acá donde la conversión de película a serie de TV cobra sentido, al desplegar y descomprimir la narración, de cara a un público masivo. Ahí, lo que queda de El bosque de Karadima es una colección de imágenes unidas por una fotografía que sugiere que la luz lechosa de una iglesia un domingo al mediodía es la misma de las habitaciones donde un sacerdote se aprovecha de sus víctimas. Eso porque, el objetivo de la serie es contar la historia de una institución que ampara, cubre y legitima tales delitos, algo que queda claro en los modos de mostrar el poder de Karadima, ominoso y sombrío como el de un lobbista que solo sirve a sus propios intereses. Por lo mismo, vale la pena el show. Pocas veces es posible ver cómo la ficción ilumina la discusión pública para darle luz a la experiencia traumática de las víctimas. De este modo, los correos de Ezzati y Errázuriz encuentran su correlato en la serie, pues ésta nos muestra el doble fondo de sus palabras, remitiéndonos a una historia atroz de encubrimiento, abuso y violencia moral que existe en tiempo presente y cuyas consecuencias distan de haber terminado.
September 27, 2015
De aquí no sale: La vida en el limbo
De aquí no sale es un programa que UCV-TV transmite todos los días a las 17:30 horas desde hace más o menos un año y en el que nadie parece fijarse mucho. Conducido originalmente por Pamela Díaz y Giancarlo Petaccia, se trata de un talk show magazinesco que unas veces parece un matinal y otras, una versión alien del mítico Pase lo que pase de Felipe Camiroaga y Karen Doggenweiler.
Pero hasta ahí duran las semejanzas porque se trata de una experiencia televisiva algo extraña, ya que está grabado al parecer en el living de un departamento con un sonido algo precario, mientras tiene de invitados casi siempre a figuras televisivas a las que ya se les pasó su cuarto de hora hace tiempo: antiguos participantes de Mekano y Yingo, humoristas perdidos en el éter, modelos de discoteca convertidos al fitness, bandas de covers, expertos en salud o pseudociencias.
Todo lo anterior carece de drama o estridencia. O de urgencia. Animado ahora por Petaccia y Carla Ochoa (que reemplazó a Díaz), el show está construido sobre una plataforma de canciones, juegos y comentarios de actualidad más bien ligeros. Esto hace que lo que vemos parezca al mismo tiempo un matinal y programa de trasnoche, moviéndose sin culpa entre lo familiar y lo sexual, y logrando por ejemplo que en una misma emisión se converse en cámara sobre la historia del Metro de Santiago, se preparen tragos dieciocheros y Petaccia le pueda preguntar a Ochoa: “¿Cómo te gustan los potros?”.
Especie de alegre purgatorio, De aquí no sale tiene entonces la levedad que la televisión le adjudica a la entretención pura, aquella que no aspira a no estar contaminada con la ideología o la realidad y que se encarna en esa clase de personajes que simplemente se definen como comunicadores, aunque lo sean del puro vacío. Lo interesante es que todo aquello, que podría ser un desastre de proporciones, proyecta aquí una inédita aura de felicidad, como si el hecho de hacer todas las tardes el programa fuese suficiente para dejar satisfechos a sus animadores e invitados, quizás porque todos son sobrevivientes de sí mismos y de la fama que alguna vez los devoró.
Resilientes de una cultura de la farándula que los sacudió de mil maneras posibles, todos ellos hacen que el show tenga sentido a pesar de la precariedad y obviedad de sus recursos, como si en aquella pobreza material se escondiese una suerte de dignidad: la de poder estar aún en pantalla, la de resistir en medio de la crisis apocalíptica de la industria, la de encontrar un lugar tranquilo donde esperar el futuro o el olvido mientras Keko Yunge, ese cantautor inexplicable, toma su guitarra y demuestra que esos viejos hits que arrasaron algún día en los pubs de calle Suecia aún siguen conmoviendo a la gente.
En una televisión abierta donde TVN fracasó estrepitosamente una y otra vez en implementarle un espacio parecido a José Miguel Viñuela, lo más interesante de De aquí no sale es su triunfo sordo, una supervivencia que tiene el encanto de lo irreal porque quizás existe fuera del mundo, por más que la única escenografía sea paradójicamente un fondo de edificios reales.
Están ahí los modales de una farándula que ahora puede verse como un fósil excéntrico, fabricado con sonrisas que alguna vez fueron falsas pero que ahora, por alguna razón, lucen como verdaderas. Están ahí la sombra del poder y de la gloria o de la fama, que es una versión hueca de ambas cosas.
Esa sombra es quizás una forma de la nostalgia; es el recuerdo de algo que alguna vez fue importante y que luego se desvaneció en una serie de explosiones, cada una más pequeña que la otra. Quizás ese es el encanto del show de Petaccia y Carla Ochoa: el hacer una televisión que trasmite desde otro planeta mientras esperan que la cámara les devuelva ese mundo que alguna vez fue suyo.
Álvaro Bisama's Blog
- Álvaro Bisama's profile
- 97 followers

