Álvaro Bisama's Blog, page 234

May 22, 2015

Colores primarios

La imagen es todo: después de su entrevista con Don Francisco, lo que haga Michelle Bachelet en pantalla siempre va a ser sorpresivo o inquietante. Por lo mismo, no es raro que la cuenta pública del 21 de mayo pueda leerse como una especie de oráculo, una performance cuyo contenido está cifrado en un montón de gestos y señales que quizás son capaces de contener un sentido secreto. De hecho, ayer, ante un salón lleno, todo se concentraba en el color de la banda presidencial de Bachelet. Ese era el truco, eso es lo que se veía por televisión. Ahí estaba el secreto: la banda destacaba sobre la chaqueta blanca de la Presidenta y del muro blanco que había detrás suyo. Era lo único que importaba. Era lo que debía quedar más allá de los anuncios y las revelaciones de la cuenta anual. La banda era el mensaje, una luz atrapada dentro del párpado de un ojo que se cierra. Aquella imagen era perfecta y estaba construida en pantalla con una composición simétrica elegante y despojada de adornos, perfecta para amplificar lo que Bachelet decía con un tono didáctico, haciendo que cada anuncio fuese administrado con eficacia, apenas marcado por los aplausos y el contrapunto de una cámara que enfocaba a quienes estaban en el salón, mientras se intercalaban imágenes de archivo e infogramas. Pero lo que importaba en pantalla era Bachelet, que parecía presentarse de vuelta del caso Caval, del despido de Peñailillo, del incendio de su gabinete y de los fantasmas de SQM.


Porque la cuenta pública completaba lo que había empezado en su conversación con Kreutzberger, era el fotograma de alguien que había recuperado para sí todo lo que significó alguna vez su propia imagen. Así, había ahí una tabla rasa que daba cuenta del futuro y de la solemnidad secreta de quien quizás estaba sugiriendo una refundación y una tregua. Era el aviso de que Bachelet terminaba de estar de vuelta, que había estado perdida, pero que ahora -en frente de todo el mundo- volvía a sentirse cómoda con el poder, una comodidad que ella aspiraba a transmitir como cotidiana, que no entrañaba ninguna épica, sino cierta cercanía e intimidad, como cualquier gesto ampuloso se doblara para convertirse en pura empatía. El mundo podía explotar afuera, Valparaíso podía convertirse en un campo de batalla, los amigos y enemigos podían tomar su discurso para aplaudirla o crucificarla. Daba lo mismo. Bachelet luego sonreiría desde la testera del Congreso, mientras conversaba con Walker y Núñez como si la cuenta pública de ayer fuese una cosa de todos los días. Antes, la televisión había terminado de devolverla a su lugar: los colores de la banda presidencial eran algo parecido al cumplimiento de una promesa.

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Published on May 22, 2015 05:40

May 17, 2015

Mujeres primero: panorama femenino

La Red es un misterio sin resolver. Cuesta entender cómo un canal se sabotea a sí mismo con el empeño que le pone la estación ubicada en Quilín. No es broma: a la inverosímil negociación que llevaron a cabo con Jean Philippe Cretton -su principal rostro- se suma el despido de Felipe Vidal, el exterminio de su departamento de prensa y el cierre de Hora 20 y Vigilantes. Más allá de que uno lamente que varios de esos programas no estén en pantalla, luce casi psicotrónica la idea de exhibir en su reemplazo El patrón del mal, un culebrón que resultó siendo un fenómeno cultural de tal magnitud que hasta tuvo fondas dieciocheras que lo homenajeaban.


Pero así están las cosas. Así son los misterios extraños de la televisión chilena. Por lo pronto, lo que quedó en el canal fue lo obvio: Mentiras Verdaderas, Intrusos, Así Somos y Mañaneros, un matinal que está tan perdido que alguna vez trajo a una médium a hablar de un ataque de magia negra que estaba recibiendo Michelle Bachelet en la Moneda.


Mujeres primero tampoco sufrió cambios. Conducido por Antonella Ríos y la esposa del director del canal, Janine Leal, lleva al aire varios años y funciona de modo casi automático. La razón es que su diseño ha decantado con el tiempo y funciona, antes que como un matinal, como un magazine de temas femeninos. Ese nicho define su lugar y sus modos. Así, sus virtudes son mejores que sus defectos, en el sentido de que adquiere peso cuando deja de ser un repositorio de virales de YouTube para volverse un programa sobre sexo o cuando tiene invitados que se confiesan o dan consejos prácticos a la audiencia. El centro de todo ahí es Antonella Ríos. Sin ella, el show no iría hacia ningún lado porque en cierto modo el programa es su vitrina o su biografía, como si de su estado de ánimo dependiese el ritmo de lo que se ve en pantalla: Ríos canta, baila, modela, se desnuda o finge desnudarse, habla de sí misma y de los otros, hace juegos eróticos mientras se comporta como una diva secreta que anhela dejar de serlo.


Aquello es interesante, porque le da un tono de conversación adulta al show, como si no importase el horario matutino y se tratase de algo que bien puede suceder en el trasnoche, como si en Mujeres primero existiese un destape que no llegó ni llegará al resto de nuestra televisión y que, a diferencia de Así somos, no descansa en chistes de doble sentido o de expertos en conspiraciones que predicen terremotos que nunca sucederán. Por supuesto, lo anterior nos devuelve a la pregunta sobre qué diablos le pasa a La Red en tanto diseño de contenidos, qué quiere hacer como estación de televisión.


Esta semana, luego de los muchachos muertos en una marcha estudiantil en Valparaíso, esa pregunta toma cierta relevancia. Sí, Mujeres primero está bien pero estaba mejor dentro de una parrilla programática diversa. En los programas cancelados se presentaban espacios donde se tomaba el pulso al presente, permitiendo que la televisión entablase una clase de diálogo que podía ayudar al debate y a la comprensión de lo que está pasando ahora mismo en el país. La Red, gracias a ellos, era un canal que poseía cierto peso y diversidad, un lugar que no solo estaba poblado por lo frívolo, lo sexual y los expertos en numerología y los videntes de toda laya. Quizás este es el sentido de la crisis de la televisión en lo que compete a cómo un canal funciona o no. Pasa ahora en La Red, pero puede que mañana esto sea lo que le suceda a TVN o al 13. Esta es la forma de la crisis: la Red es el primer canal en asumir los costos de la catástrofe y traspasárselos al espectador, quien ve cómo lentamente la pantalla se aleja de lo importante y lo urgente, volviéndose simplemente un negocio vacío y hueco donde no hay diseño de ningún tipo, salvo el hecho de tratar de salvar a cómo dé lugar unos cuantos centavos de la caja chica.

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Published on May 17, 2015 07:05

May 3, 2015

La Fiesta de Chile: La fiesta olvidable

A veces, cuesta creer por qué un canal pone el aire determinados programas. La televisión puede ser a la vez cruel y estúpida pero también surreal. No hay otra forma de explicar que Chilevisión exhiba un programa como “La fiesta de Chile” los jueves en el prime time.


No exagero. Amparado en la supuesta búsqueda de una identidad nacional, el programa consiste simplemente en poner en escena a un montón de parejas bailando en un escenario donde Rafael Araneda decide quién sube o baja, quién muestra sus pasos secretos para luego seguir en la pista. Algunas parejas son descalificadas y otras continúan. Hay un jurado -el Flaco, Jendhelyn Núñez, el periodista Andrés Caniulef-  que bien podría no estar. De fondo, suena cumbia o cueca, toca una banda en vivo. Todos bailan. Todos parecen felices. Todo parece un programa de las tardes de la década del 80 como si no hubiese demasiada diferencia entre un estelar y una kermesse de colegio.


Por supuesto, quizás todo se deba a la obsesión que tiene Alex Hernández, su director, en transformar a la televisión en una fiesta artificial y eterna. Eso estaba en “Mekano” y “Yingo” pero ahí los aciertos en un casting que bien parecía una corte de milagros podía darle una narrativa a esos programas, que eran culebrones impensados donde gente como Kathy Barriga, Arenita o Lelo se presentaban como los avatares de dramas tan nimios como olvidables.


“La fiesta de Chile” apunta a lo mismo pero no alcanza a acertar a pesar de que Araneda, por primera vez en mucho tiempo, parece haber encontrado su lugar en la televisión: su lugar es el de alguien que no es consciente de su propia futilidad y, por lo tanto, puede oficiar como el maestro de ceremonias de una boite perdida en el tiempo. Araneda está devorado a estas alturas por sus propios tics; como Don Francisco, todo en él es una máscara hecha de muecas que perdieron toda naturalidad, como si él mismo hubiese sido deformado hasta haber abandonado cualquier clase de espontaneidad y empatía.


Hernández dirige todo tratando de darle una emoción que no está al programa. Todos se esfuerzan. Los participantes sonríen y se exhiben ante la cámara, los jurados hacen mimos, Araneda grita fuerte. Pero no hay nada ahí. Nada interesante. “La fiesta de Chile” es un programa banal y hueco, impostado hasta en el más invisible de sus detalles, un show que carece de relato porque es idéntico a sí mismo en su relato de un vacío hecho de pasos forzados, de confesiones apresuradas, de un drama humano que jamás explota.


Por supuesto, tiene sentido en el presente de nuestra televisión. Mientras otros buscan algo parecido a un contenido, Hernández se concentra en su vieja obsesión por convertir a la tele en una discoteca infernal donde todos están atrapados en una fiesta apocalíptica. Que Araneda la anime solo amplifica la oquedad de esa celebración, la condición fraudulenta de esa comunidad que se muestra en pantalla. Hernández, con esto, es fiel a sí mismo pero también se presenta como un objeto anacrónico en una televisión que pide a gritos nuevas ideas. Acá no hay ninguna. Solo luces de colores, sonrisas forzadas y un concepto que pudo haber sido el segmento de un programa juvenil de hace quince años pero que se estira hasta convertirse en un show completo. Así están las cosas. Bien, ya entendimos el mensaje. Es lo que hay. Mientras el país se cae a pedazos, en Chilevisión hacen programas de baile.

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Published on May 03, 2015 10:59

April 26, 2015

Las chicas quieren divertirse

Que Protagonistas, la sección de entrevistas políticas de C13 haya comenzado esta temporada teniendo a Manuel José Ossandón de invitado, puede lucir como un apronte perfecto de la dirección que quiere tomar el programa. Por ahora, no hay consenso posible acá, ni relaciones públicas de ningún tipo: Monserrat Álvarez, Carola Urrejola y Constanza Santa María quieren sangre; algo que en el contexto actual de nuestra televisión abierta, se agradece después del más que mediocre desempeño de Amaro Gómez Pablo frente Michelle Bachelet en TVN, pero también al lado de la torre de marfil moral desde la que habla Tomás Mosciatti en Mega y los cientos de lugares comunes a los que nos tiene acostumbrados Tolerancia Cero desde la prehistoria del mundo.

Sí, puede que Ossandón haya sido un entrevistado fácil. Mal que mal, se pisaba la cola a cada minuto y decía incontables barbaridades que legitimaba a partir de un sentido común tan extraño como sorpresivo. Ambicioso y canchero, la entrevista lo desnudaba a fondo. Terminábamos comprendiendo quién era, quiénes eran sus enemigos y, sobre todo, quiénes eran sus amigos. Así, las animadoras de Protagonistas cumplían la función de preguntarle hasta qué punto podía sostener moralmente sus contradicciones expuestas en una serie de razonamientos que lo presentaban en sus mejores momentos como un caudillo populista y, en los peores, como una especie de Kike Morandé de la política.

Protagonistas tiene, por lo tanto, lo que a los otros programas de entrevistas políticas le faltan. Es rápido y ninguna de las periodistas quiere destacar sobre el resto, subordinando la conversación al uso de datos duros, cuya precisión desmantela cualquier venta de humo. Aquello es interesante de ver: el domingo pasado Ossandón partió coqueteando con las animadoras y terminó diciendo que había pedido perdón por haberse equivocado al defender a Fernando Karadima mientras, de pasada, contaba que le había gustado el trailer de la película sobre el caso. Por supuesto, Álvarez, Santa María y Urrejola tienen cierto fiato en pantalla para lograr lo anterior. Cargan con mucha televisión a cuestas y quizás han negociado con su propio ego al punto de saber trabajar en equipo, más allá de que no han caído en ninguna trampa: ninguna es un rostro al modo de una Soledad Onetto que animó Viña o son esposas, como Consuelo Saavedra, de un ex candidato presidencial vinculado al caso Penta.

Pero hay que ver Protagonistas en su contexto. Dada la crisis política de proporciones que hay en el país uno esperaría que la televisión fuese capaz de recoger aquel caos con cierta eficacia. Hasta el día de hoy, eso no ha pasado porque la televisión también está en crisis; en vez de reportajes de investigación sobre los casos Penta, Caval y SQM, lo que tenemos todas las noches son noticiarios llenos de arrestos ciudadanos grabados con celulares por gente que iba pasando por la calle. Protagonistas, por lo tanto, es un paso adelante en esa búsqueda. Es la clase de programa que un canal como TVN, como televisión pública, debería tener pero que por alguna razón no ha sido capaz de montar pero también la clase de show que Mega y Chilevisión, siempre dispuestas a espectacularizar todo, no ha percibido como urgente, ahora que la política es una más de esas catástrofes sensacionalistas que quieren estrujar a a diario.

Finalmente, hay un detalle muy interesante en Protagonistas desde el punto de vista formal. Lentamente, mientras el programa avanza la cámara se va acercando el rostro de el invitado. No es un zoom si no que avanza de modo paulatino y quizás irrevocable, provocando cierto efecto de extrañamiento. Ese detalle estético construye una narrativa particular que quizás es la moral del show: la cámara, que es el ojo del espectador, quiere acorralar al entrevistado junto a las periodistas.

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Published on April 26, 2015 12:23

April 19, 2015

Alerta máxima: TV de videojuego

Una ventana rota. Una mujer gritando, amenazando lanzarse al vacío con los brazos llenos de sangre. Un operativo que se instala desde el vértigo del rescate. La tensión. La espera. El rescate: vemos desde la calle cómo alguien toma a la mujer y la lleva hacia dentro del edificio. Vemos, por un segundo, su ausencia y el vidrio quebrado. Luego el programa sigue. Otra vida ha sido salvada. No hay tiempo para detenerse. Viene otro tipo de tensión, otros vértigos.

Lo anterior es apenas un momento en el primer capítulo de la nueva temporada de Alerta máxima, el programa de Chilevisión que esta vez decidió incluir a los bomberos como protagonistas al lado de los consabidos Carabineros. Ya conocemos los elementos que definen la mecánica del espacio: un narrador sensacionalista, secuencias subjetivas sacadas de las cámaras que los policías llevan en los operativos, musicalización de videoclip, ausencia de toda pausa. Eso hace que Alerta máxima sea el programa más eficaz que exhibe CHV en estos momentos. Eso no significa que sea el mejor, sino simplemente que esta temporada ha refinado su narrativa hasta despojarla de toda pausa, de todo tiempo muerto, como si quisiese aproximarla a la de un videojuego.

Por supuesto, es imposible de saber cuántas veces el espectador debe ver la cámara subjetiva de un auto que da vueltas en el aire hasta quedar insensibilizado, hasta perder cualquier atisbo de empatía y considerar lo que sucede en pantalla pura ficción. Quizás ese es el objetivo del programa: convertir la rutina de los policías y los bomberos en una película de acción, dignificándola como un relato cinematográfico posible que sugiere que en el vértigo estuviese implicado alguna clase de gloria. Gracias a lo anterior, Alerta máxima es mejor que Policías en acción y 133: atrapado por la realidad porque es más inmediato y espectacular al convertir cualquier registro documental en la utopía de una ficción policial tipo Grand Theft Auto. Ahí hay entretenimiento puro al punto de que la prosa del narrador es tan kitsch que solo puede sonar irreal, salida de otro mundo. “El peligro no para”, dice Carlos López, su animador y quizás tiene razón. No hay afán documental en el show, lo que importa es el gesto narrativo de darle velocidad a estos pedazos de la vida real para otorgarles algún sentido en ese flujo incesante.

Lo anterior nos hace pensar en la naturaleza de las imágenes que se muestran, en la vida dentro de ese Chile lleno de cámaras que no posee ningún punto ciego pero tampoco un respiro en la mirada. Así, el show es pura azúcar inyectada en el ojo del espectador porque estamos ante el relato de una guerra que está sucediendo en tiempo presente. Ahí, el televisor es una ventana que da a un mundo donde no hay otra cosa que autos que escapan en medio de la ciudad de noche, de borrachos graciosos que actúan como comediantes, de ladrones atrapados en medio de negocios vacíos, de hombres con el cuerpo ensartado en rejas metálicas y de mujeres que, en una pelea, son capaces de destrozar el parabrisas al auto de su pareja. Ahí, todos los ciudadanos son sospechosos pues el programa los despoja de cualquier presunción de inocencia. Ahí, no interesan las razones por las cuales una mujer ensangrentada quiere lanzarse al vacío porque en Alerta máxima quienes son filmados son a la vez víctimas y victimarios de sí mismos. Cualquier otra cosa sería una sutileza que detendría la narrativa, que lastraría esa adrenalina a la que el show subordina todo. Carente de claroscuros acá la telerrealidad no admite ninguna clase de realidad; quienes son filmados no parecen seres humanos porque tenemos tiempo para retener sus rasgos; todos son rostros fugaces de los que apenas sabemos nada y que sólo se nos presentan como destellos en una cámara ansiosa de más carne y más sangre.

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Published on April 19, 2015 10:19

April 18, 2015

El modo en que el mundo termina

Como una estrella cuya luz se apagó hace siglos, el fin de Sábado Gigante se demoró unos años en llegar al resto del mundo. Acá Canal 13 había dejado de emitir el programa hace unos cuantos años, sin demasiado drama, sin que nadie lo llorase mucho. Acá, Don Francisco era más una leyenda, un dinosaurio perdido como el Anacleto al que se refiere la canción de 31 minutos, alguien quizás perdido en el presente. Alguien cuyo peso era simbólico antes que real porque pertenecía a un mundo desaparecido: una televisión donde no existía el cable, ni la farándula, ni las teleseries turcas habían devorado nada.

Porque Sábado Gigante era a la vez un palacio y una casa del horror, el parque temático con el que la tele construyó nuestra identidad por décadas y una fantasía cultural tan potente que fue capaz de transformar el tedio de un sábado en la tarde en una mitología que tuvo que salir a vender al resto del mundo. Hay ahí una historia que valdría la pena leer porque es una odisea donde un sueño privado se vuelve un relato colectivo capaz de dominar el mundo. De hecho, siempre me preguntaré qué significó Kreutzberger para los latinos que lo vieron por décadas, cómo leyeron sus modales, cómo fue la odisea de ganarse a pulso a ese público.

De este modo, el fin de la versión internacional del programa nos devuelve a la nostalgia, pero también a la pregunta sobre qué significó para nosotros. No es raro que algunos nos saltemos las últimas tres décadas del show y para pensar en él, debamos remitirnos al mundo borroso de la infancia, a las tardes frías del invierno de la provincia, los sketchs y humoristas que se sucedían sin tregua, los canciones idiotas, los niños prematuramente viejos del Clan Infantil. Ahí Don Francisco era un rey deforme, acaso incompresible y violento, un personaje de ficción tan excesivo como imposible.

En esos años, aún no huía a Miami aunque imagino que sabía que Chile le quedaba chico, que se asfixiaba como el resto, pero sabía disimularlo como el sueño de un emprendimiento. Sabía disfrazar el ansia y los sueños de fuga, porque suyos eran los malabares y chistes de un circo pobre, los oropeles de una fiesta que se repetía semanalmente como si fuese una institución más poderosa que el mismo transcurso del tiempo.

Ahora todo eso terminó. En realidad se había acabado hace un buen rato. El cincuentenario del show fue más bien su despedida, un espectáculo cuyas galas fueron menos que discretas y que no estuvo a la altura de la efeméride. Esos días nadie tiró la casa por la ventana, como si presagiase el fin opaco y tardío que llegó ahora. Por lo mismo, no hay despedida que valga, sólo un final donde es imposible no recordar The hollow men ese poema del viejo Eliot que dice así: “Este el modo en el mundo termina. Con un susurro, jamás con un estallido”.

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Published on April 18, 2015 09:05

April 12, 2015

Las noticias que no son noticias

El jueves pasado, Ahora noticias, el noticiero central de Mega, abrió con una nota donde se detallaba cómo quince personas viajaban en el maletero de un bus rumbo a Curacaví. Todo era grabado por uno de los pasajeros, que comentaba la travesía con una resignación donde a veces asomaba la rabia. En pantalla todo parecía atroz, pero también normal. La alta definición de la cámara del celular ayudaba a darle una pátina de inquietante normalidad al asunto, como si fuese una cosa de todos los días. Quizás es así. Ese mismo día el programa además incluyó más notas: una sobre unas micros que no paraban donde deben, otra sobre una ola de calor que afectará a la zona central del país, un par sobre el caso Penta y el allanamiento de unas oficinas de Endesa; otra más acerca de la contaminación acústica de Santiago, un despacho en vivo de Soledad Onetto desde el norte, además de la historia de un robo donde participaba un guardia amigo de los ladrones; además estaban el clásico bloque deportivo y una entrevista de Tomás Mosciatti a un dirigente de la UDI que esgrimía una retórica legal tan alambicada como impresentable.

Más allá de la bilis de Mosciatti, que estos días es una especie de supermesías del periodismo, lo del jueves confirmaba lo que viene pasando desde hace tiempo: que Mega ha transformado su noticiario central en una corte de milagros protagonizada por una serie de horrores domésticos. Así, mientras TVN y C13 viven en el eterno debate de cómo renovar y actualizar sus respectivas áreas de prensa; mientras Chilevisión Noticias se solaza con todos los hechos de sangre posibles en su emisión central; mientras el país explota, Mega construye un noticiario sin grandes temas, amparado en una suerte de periodismo cívico mal entendido donde, por momentos, resulta muy extraño entender cuál es el orden de la pauta, dividida entre lo francamente raro y lo aburridamente sensacionalista.

Por supuesto, parte de la culpa la puede tener el terremoto del 2010. El alargue de los noticieros producto del desastre terminó poniendo en apuros al formato; una hora no bastaba para describir un país destrozado. Lo raro es que una vez que aquello pasó, nada se modificó y a Ahora noticias le sucedió lo mismo que al resto de los canales: la odisea de intentar llenar, a duras penas, una hora y media completa todas las noches, usando todos los recursos posibles. Ahí, no hay criterio que valga más que el del rating, que en Mega se traduce en un periodismo barrial que va en desmedro de una investigación más profunda y donde se usa y abusa de los “megatestigos”, ciudadanos que envían filmaciones al canal donde detallan arrestos ciudadanos, robos callejeros, tiroteos y violencia de todo tipo.

En un momento en que nuestra crisis política de proporciones se convierte en un culebrón tan atroz como apasionante, Ahora noticias parece darle la espalda a cualquier urgencia poniendo a la realidad misma como una especie de escudo, comportándose como un diario de provincia, preocupado de animales perdidos y estafas de medio pelo. En ese sentido, lo que pasa en Mega sólo es parte de algo que sucede en el resto de los canales. Algo anda mal ahí. Falta de ideas. Ausencia de golpe. Cero ambición. La imposibilidad de percibir alguna clase de espesor discursivo que ayude a comprender e interpretar las señales confusas de estos días. Ahí, las noticias ya no son noticias sino una versión en HD de un semanario de lo insólito, apenas un puñado de crímenes, imágenes bizarras y denuncias grabadas por celular que carecen de toda urgencia y lucen como ficciones más o menos repetidas, acaso una colección de historias sensacionalistas que sólo sirven para arañar unos cuantos puntos de rating.

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Published on April 12, 2015 10:06

April 5, 2015

Zamudio: A sangre fría

Hace tres años, el asesinato de Daniel Zamudio en el parque San Borja no sólo representó un crimen de odio de tal magnitud que terminó encarnando parte importante de las tensiones sociales chilenas en relación a la identidad sexual, los escombros de las ideologías y una violencia social latente. También obligó a los ciudadanos a replantear el mapa de Santiago, una metrópolis que se presentaba en el nuevo siglo con el rostro desfigurado. Ahí, la muerte de Zamudio podía leerse como un símbolo atroz de cómo la sociedad chilena se constituía, indicando quiénes eran sus nuevos marginados y cómo estos deambulaban por una capital que debía aprenderse a habitar de nuevo.


El libro que Rodrigo Fluxá publicó sobre el caso recurría a ese tejido social para escenificar los puntos de encuentro de todos los involucrados en el crimen, presentándolo como una catástrofe que quizás era anunciada desde hace mucho tiempo. Zamudio. Perdidos en la noche (domingos a las 22:20 horas), la serie que TVN empezó a emitir el domingo pasado, toma el libro como referente y lo lleva un poco más allá, haciendo que la ficción documental indague cómo los personajes habitaron dichos espacios y cómo aquello los definió de modo irrevocable. Construido sobre la base de flashbacks y focalizado en tres personajes (la víctima y dos de sus asesinos) la serie recreó las biografías que Fluxá describía como el retrato de una clase media en suspenso, que es el centro del debate local sobre las implicaciones de la desigualdad, el fracaso de la educación pública y los límites de las libertades individuales.


Más allá de una factura técnica impecable, la eficacia de los actores involucrados, y la idea de jugar con los códigos de la televisión contemporánea (aunque la sombra de HBO y su True detective es un tic que podría haberse evitado) lo que queda de Zamudio es la forma en la que su director, Juan Ignacio Sabatini, filma una ciudad que no había sido retratada así hasta ese momento. Así, lo más interesante no proviene del relato del crimen -cuyo final atroz ya conocemos- sino la sucesión de calles, discotecas, pasajes, plazas y rincones que son presentados en el capítulo como un laberinto donde los personajes se buscan a sí mismos y a los otros, atrapados en un juego de espejos asfixiante. Ahí, la violencia y el abandono se constituyen en los únicos lenguajes posibles, amplificando la violencia doméstica que marca a los protagonistas, todos perdidos en un Santiago nocturno donde sólo pueden vivir a la deriva mientras abrazan la noche y la autodestrucción como las únicas utopías posibles.


Así, Zamudio carece de todo consuelo pues deja que el espectador contemple cómo la tragedia va a tomar lugar. Por supuesto, hay harto de determinismo social en el trazo grueso de aquel naturalismo, pero quizás está ahí la respuesta franca sobre cómo la televisión pública puede llegar a investigar nuestros temas más urgentes. De este modo, la serie nos debe importar no sólo como un relato documental sino también como un ensayo sobre cómo filmar el Santiago de la última década. Con esto, TVN recupera una vocación que muchas veces parece haber perdido entre los programas de Viñuela y escándalos mediáticos como la salida de Fernando Solabarrieta. Todo lo anterior hace imposible que la serie pueda competir los domingos con alguna teleserie turca pero sí debatir el presente de modo más nítido que Tolerancia Cero, un programa que luce como una conversación banal, aburrida y predecible al lado de este Santiago feroz que Zamudio exhibe sin culpa, acaso como una fiesta cruel e hiperreal.

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Published on April 05, 2015 07:17

March 29, 2015

Príncipes de barrio: menos que héroes

Príncipes de barrio fue postergada el año pasado por Canal 13 quizás por qué razones. Posiblemente, la estación esperaba que reemplazara a Los 80 como su apuesta central en ficción. No era tan raro. La idea original era de Luis Barrales, Daniel Muñoz era parte del elenco y tenía al fútbol como tema central. Por supuesto, era imposible obviar que iba a estar a cargo de Sebastián Araya, que había dirigido Azul y blanco una cinta sobre fútbol más que impresentable.

Ahora, con cuatro capítulos emitidos, es posible captar la personalidad de la serie, que aborda la mitología del fútbol como una picaresca antes que como una épica. Quizás ése es su mejor logro: Príncipes de barrio es más divertida que profunda, más tierna que sufrida. La historia de Christopher Millán (Max Salgado), que asciende desde las canchas de su población hasta la selección nacional puede ser vista como una comedia coral inesperada, quizás involuntaria. Eso se debe a que si se omite el primer episodio -donde el héroe pasaba de mirar el techo de su habitación a debutar en Unión Española- lo que aparece después es una galería de personajes más o menos delirantes que parodian los lugares comunes del fútbol.

De hecho, más allá de la historia del protagonista lo que importa son los secundarios donde aparecen unas versiones apenas camufladas de Jorge Valdivia y Gary Medel (interpretados por Raúl González y Claudio Castellón), pero también un entrenador torturado (Néstor Cantillana) y un par de jugadores rumbo al ocaso (Juan Pablo Larenas y Rodrigo Soto). Este extraño grupo quizás es lo más interesante de la serie porque justamente la verosimilitud del relato se juega ahí, las posibilidades de que la caricatura deje de ser tal y adquiera cierto espesor.

Así, vemos como en Príncipes de barrio los ascensos y caídas del héroe (la pregunta del personaje de Millán es cómo seguir siendo quién es cuando todo lo que conoce se está desfigurando) se estrellan contra la banalidad del mundo en el que habita. Ahí, el personaje de Daniel Muñoz se vuelve relevante. En cierto modo, la serie es suya. Todo gira en torno a él, un manager de futbolistas trucho, pero también entrañable, que trata de sobrevivir mientras sus representados lo abandonan. Antes que la de Millán, la historia de Muñoz es el corazón de la serie, lo que deviene en un problema narrativo porque es mucho más interesante que el relato principal porque encarna cierta turbiedad que puede ser una forma agónica de la violencia.

Todo lo anterior vuelve a la serie de C13 algo confuso, una sensación que se amplifica gracias a unos capítulos demasiado largos y al hecho de que muchas veces el relato central carece de foco dentro la multitud de historias paralelas que intervienen, que aspiran en suma a representar una pirámide social, la del fútbol, al modo de una novela decimonónica. Pero lo que sobrevive es cierta levedad, cierta ligereza pues en Príncipes de barrio el drama ha sido reemplazado por el simulacro del mismo, lo que deviene en una comedia a veces feroz, a veces patética. Quizás el mundo del fútbol es así, hecho de vanidades de cartón piedra, de héroes que hablan con puros lugares comunes. Quizás no. Quizás la emoción que provoca el fútbol es imposible de ficcionar y lo que queda son sus restos, sus sombras. Quizás lo que queda de Príncipes de barrio no es la emoción de un partido sino los entresijos miserables del poder que encarnan sus estrellas fugaces.

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Published on March 29, 2015 09:33

March 22, 2015

Vértigo: el estilo es el vómito

Que el éxito del último gran estelar de la tele chilena descanse en insultar a sus invitados no deja de ser un paradoja extraña. Eso es Vértigo, que esta temporada se sacudió todo adorno o accesorio y se quedó en esa estructura básica: quien va al programa sabe que lo van a hacer pedazos. Por supuesto, no hay nada nuevo acá, pero lo mejor de cada episodio es ver cómo todo siempre camina por la cuerda floja. Eso pasó el jueves pasado con las preguntas maliciosas que le hicieron a Lola Melnick sobre los viejos rumores que decían que era prostituta, o una semana antes, cuando Fernando Solabarrieta y Scarleth Cárdenas dispararon toda la artillería pesada que tenían contra TVN, el canal que les había roto el corazón. Vértigo es así. Quien va ahí acepta las reglas del juego. Acepta ser humillado mientras se confiesa en cámara. Acepta que su fama es momentánea y estúpida y suceptible de ser caricaturizada. Para los espectadores, muchas veces todo eso tiene cierto sabor agridulce pues la violencia está ahí, acechando. De hecho, si te vota el público caes por un agujero o desapareces, lo que hace que Vértigo sea siempre un programa sobre la futilidad de la vida de las celebridades y sobre cómo sus tragedias carecen de cualquier importancia.

Y está Yerko Puchento. Porque Yerko es Vértigo. Sin él el programa no funcionaría: todos esperamos el momento en que, al borde de la medianoche, aparece y arrasa con todo. Creado por Daniel Alcaíno y Jorge López como parodia del periodista Carlos Tejos, el personaje evolucionó retorciéndose una y otra vez, cambiando con su entorno, proponiendo un humor tan feroz como incómodo que se convirtió en su sello y en el del programa. Así, todos nos olvidamos de Tejos mientras que Yerko se convirtió en algo inolvidable.

Esta temporada todo eso está radicalizado: Yerko es el mejor humorista político del país porque justamente no tiene nada que perder mientras confunde el chiste con la agresión, la rabia con la ironía. Los cómicos que fueron al Festival parecen animadores infantiles a su lado. Y eso se agradece. Se agradece el humor político sin cálculo y que haya tomado los casos Caval y Penta como centro de sus rutinas, se agradece que se burle del hijo de la presidenta cuando nadie sabe muy bien qué hacer con él; se agradece que le haga canciones idiotas a Ponce de Lerou y le mande recados a Délano y Silva, que están detenidos, mientras aleona a una multitud a que lo aplauda.

“El estilo es el vómito”, anotó alguna vez Enrique Lihn en un poema y Yerko es eso precisamente. En un país donde todos roban diciendo que hacen stand up y los únicos estelares que quedan son concursos de talentos inflados con oropeles; Vértigo y Yerko juegan a satirizar los lugares comunes de la cultura televisiva. Hay populismo y demagogia en ellos, pero también harto de verdad y de diversión porque el programa es cruel y explota el morbo de poner a los famosos a bailar con sus propias mentiras hasta que caigan al suelo y sangren. Así, en Vértigo la tele se mira a sí misma para demostrar que todo es idiota, que nada vale la pena, que todos los dramas son terribles pero también olvidables. Eso corre para los invitados, casi todos atrapados en las trampas de sus propios clichés, pero también para la misma televisión, que no tiene otro lugar donde se la exhiba con tal vehemencia y franqueza. Basta pensar en el programa de la semana pasada para comprobarlo: mientras todos fingían reírse con él, Yerko alegremente decretó la muerte de TVN.

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Published on March 22, 2015 11:01

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Álvaro Bisama
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