Alerta máxima: TV de videojuego

Una ventana rota. Una mujer gritando, amenazando lanzarse al vacío con los brazos llenos de sangre. Un operativo que se instala desde el vértigo del rescate. La tensión. La espera. El rescate: vemos desde la calle cómo alguien toma a la mujer y la lleva hacia dentro del edificio. Vemos, por un segundo, su ausencia y el vidrio quebrado. Luego el programa sigue. Otra vida ha sido salvada. No hay tiempo para detenerse. Viene otro tipo de tensión, otros vértigos.

Lo anterior es apenas un momento en el primer capítulo de la nueva temporada de Alerta máxima, el programa de Chilevisión que esta vez decidió incluir a los bomberos como protagonistas al lado de los consabidos Carabineros. Ya conocemos los elementos que definen la mecánica del espacio: un narrador sensacionalista, secuencias subjetivas sacadas de las cámaras que los policías llevan en los operativos, musicalización de videoclip, ausencia de toda pausa. Eso hace que Alerta máxima sea el programa más eficaz que exhibe CHV en estos momentos. Eso no significa que sea el mejor, sino simplemente que esta temporada ha refinado su narrativa hasta despojarla de toda pausa, de todo tiempo muerto, como si quisiese aproximarla a la de un videojuego.

Por supuesto, es imposible de saber cuántas veces el espectador debe ver la cámara subjetiva de un auto que da vueltas en el aire hasta quedar insensibilizado, hasta perder cualquier atisbo de empatía y considerar lo que sucede en pantalla pura ficción. Quizás ese es el objetivo del programa: convertir la rutina de los policías y los bomberos en una película de acción, dignificándola como un relato cinematográfico posible que sugiere que en el vértigo estuviese implicado alguna clase de gloria. Gracias a lo anterior, Alerta máxima es mejor que Policías en acción y 133: atrapado por la realidad porque es más inmediato y espectacular al convertir cualquier registro documental en la utopía de una ficción policial tipo Grand Theft Auto. Ahí hay entretenimiento puro al punto de que la prosa del narrador es tan kitsch que solo puede sonar irreal, salida de otro mundo. “El peligro no para”, dice Carlos López, su animador y quizás tiene razón. No hay afán documental en el show, lo que importa es el gesto narrativo de darle velocidad a estos pedazos de la vida real para otorgarles algún sentido en ese flujo incesante.

Lo anterior nos hace pensar en la naturaleza de las imágenes que se muestran, en la vida dentro de ese Chile lleno de cámaras que no posee ningún punto ciego pero tampoco un respiro en la mirada. Así, el show es pura azúcar inyectada en el ojo del espectador porque estamos ante el relato de una guerra que está sucediendo en tiempo presente. Ahí, el televisor es una ventana que da a un mundo donde no hay otra cosa que autos que escapan en medio de la ciudad de noche, de borrachos graciosos que actúan como comediantes, de ladrones atrapados en medio de negocios vacíos, de hombres con el cuerpo ensartado en rejas metálicas y de mujeres que, en una pelea, son capaces de destrozar el parabrisas al auto de su pareja. Ahí, todos los ciudadanos son sospechosos pues el programa los despoja de cualquier presunción de inocencia. Ahí, no interesan las razones por las cuales una mujer ensangrentada quiere lanzarse al vacío porque en Alerta máxima quienes son filmados son a la vez víctimas y victimarios de sí mismos. Cualquier otra cosa sería una sutileza que detendría la narrativa, que lastraría esa adrenalina a la que el show subordina todo. Carente de claroscuros acá la telerrealidad no admite ninguna clase de realidad; quienes son filmados no parecen seres humanos porque tenemos tiempo para retener sus rasgos; todos son rostros fugaces de los que apenas sabemos nada y que sólo se nos presentan como destellos en una cámara ansiosa de más carne y más sangre.

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Published on April 19, 2015 10:19
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Álvaro Bisama
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