Álvaro Bisama's Blog, page 232

September 20, 2015

Final gigante

Sábado Gigante se acabó o se terminó de acabar ayer. En Estados Unidos lo despidieron con algo que parecía un homenaje cuando en verdad era una elegía o réquiem. Acá había finalizado hace tiempo. Canal 13 dejó de emitirlo hace años, una noticia con la que no pasó mucho. Los homenajes locales que le hicieron, casi como si previesen la crisis de nuestra tele abierta, fueron más que escuálidos. Por supuesto, Don Francisco se quedó en su canal, el 13.


Nunca salió de pantalla; intercaló algún estelar nocturno con otros donde entrevistaba a políticos. De hecho, este mismo año hizo tres entrevistas consecutivas en Teletrece. Lagos, Piñera y Bachelet. Las dos primeras fueron predecibles y obvias. En la tercera, Bachelet sacrificó al Ministro del Interior en cámara. Todo fue raro, sorprendente y bastante triste.


En cualquier caso, en pantalla, Kreutzberger parecía ser el de siempre, aquel hombre que jamás envejecía porque quizás aspiraba a leerse como la reserva moral y de sentido común que aún tenía Chile. Hace un par de meses, cuando se supo que el programa se acababa en Estados Unidos, el mismo C13 programó algo llamado Homenaje Gigante con una selección de archivos clásicos de Sábado Gigante. Tenía la carrera ganada; competía con El menú de Tevito, el show más bien insustancial con el que TVN trata de salvar el mediodía. Al lado de éste, las viejas grabaciones de Sábado Gigante eran artillería pesada. Ahí estaba el Don Francisco que habíamos olvidado. El monstruo televisivo que se burlaba del público, la leyenda que no tenía miedo a burlarse de la pobreza material, el hombre que había soñado con una televisión de realismo mágico, con la posibilidad de un programa que se podía extender por una tarde o un día completo. Ahí el animador no era un ícono sino la plegaria atendida del aprendiz de sastre que hace décadas encendió una tele en Nueva York y vio el futuro y el futuro era ese show que perpetraría, ese show que sería su utopía y nuestra pesadilla. Ahí, en esas repeticiones del mediodía está todo eso. Está la agresividad verbal de Kreutzberger, está su empatía amenazante, está todo eso que antes nos parecía gracioso y ahora nos choca. Está la nostalgia de la memoria que es también la violencia de la memoria.


Está el Chile de los militares colándose en los rostros perplejos del público, acaso como un aire frío que podemos percibir a veces, como algo que no tapan los oropeles trash ni todas las canciones tontas del show. Ver esas imágenes es algo feroz. La realidad se cuela en cada una. Don Francisco es un dictador bonsai en su estudio, un Pinochet inesperado, un tiburón nadando en un mar de banalidad. No es raro que lo propusieran como candidato a presidente alguna vez. No era raro que lo rechazara. No es raro que él quisiese extender aquella fantasía, esa Arcadia deforme que era su programa, al resto del mundo. No es raro, por lo mismo, que en las dos décadas siguientes lo perdiésemos de vista en la lejanía, observando cómo Sábado Gigante se convertía en otra cosa, mientras Kreutzberger trataba de asegurar una continuidad catódica por medio de su hija y de otros clones (Araneda, Viñuela) que eran solo versiones encogidas de sus peores tics. Pero ya se terminó. Duró más de medio siglo y ahora, en otra latitud, Sábado Gigante se acaba por fin y de modo indoloro.


Y acá nadie parece extrañarlo. Nadie parece rasgar vestiduras. El fin de la televisión abierta no depende de él. Sábado Gigante es un mito pero también es un programa más de la televisión. Nada más. Nada menos. No hay  drama. Queda en el aire el elusivo misterio de Kreutzberger, un hombre del que nadie ha escrito una biografía aunque bien la merece hace décadas, pues se trata de una estrella brutal de la que no podemos distinguir las atrocidades de los golpes de genio.

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Published on September 20, 2015 07:05

September 13, 2015

Guerrilleros: A ras de piso

Sí, la primera noticia que tuvimos de Guerrilleros no fue la mejor. La interrupción de uno de los capítulos de Tolerancia Cero con una falsa grabación pirata del Frente Patriótico Manuel Rodríguez un domingo por la noche fue algo que lució extraño, porque no se supo muy bien de qué trataba. Al final, era una estrategia oportunista que ocupaba el peor de los sensacionalismos y sugería que este show podía tener el sello de otros programas de Chilevisión como Alerta máxima.


Afortunadamente los tres capítulos emitidos del programa desmienten lo anterior. Guerrilleros es una investigación cuidada, que cuenta la historia de los miembros del Frente desde una perspectiva más bien íntima, abordando su versión de la historia como una narración coral que despeja la mitología del grupo subversivo. Por supuesto, se trata de un relato feroz, donde las entrevistas se intercalan con una buena cantidad de material inédito, grabaciones de época y recreaciones hechas con maquetas. Dicha mitología es conocida (Carrizal Bajo, el atentado a Pinochet, los Queñes, etc.) y ya es parte del imaginario del país que la lee como una suerte de aventura secreta que ha sido abordada, por poner unos cuantos ejemplos destacados, en libros como Los fusileros de Juan Cristóbal Peña, novelas como Tengo miedo, torero de Pedro Lemebel y series como Los 80, que cuando tocó el tema convirtió el melodrama familiar de los Herrera en un thriller de acción.


Guerrilleros elige contar esa misma historia desde la mirada específica de los combatientes. Así, si el primer episodio abría con la crónica del fracaso del asalto a Los Queñes, lo que vino después fue ir hacia atrás, con una detallada reconstrucción histórica del funcionamiento del movimiento desde una perspectiva más íntima que grandilocuente. Aquello era interesante, pues el programa no aspiraba a fijar una versión final de la verdad, sino que lo contrario, poniendo en escena una multitud de voces que anotaban lo doméstico, apostando por los detalles. De este modo, esta crónica del Frente puede ser vista como un relato sacrificial pero también como una comedia negra donde las bombas tienen los cables pelados, los rockets pasan de largo y a los fusiles se les caen los cargadores; una narración donde los sobrevivientes hablan desde la intemperie del presente, contando como enfrentaban a los “chanchos” de la CNI mientras procesaban la contradicción de que debían usar viejas armas americanas abandonadas en Vietnam; mirando sus antiguos escenarios de guerra como si fuesen fantasmas tratando de volver sobre sus pasos.


Los tres episodios exhibidos ponen en pantalla todo lo anterior en escena sin juzgarlo. Los frentistas cuentan todo sin estridencia, como una aventura cotidiana haciendo que lo mejor de Guerrilleros sea aquel tono casi doméstico con el que se abordan los hechos. Es ahí donde está la fuerza del programa; en imágenes como la de la mujer que acerca el oído al muro de la casa donde torturaron a su hermano, en el recuerdo de un hombre sobre cómo la comandante Tamara lo besa en la cara antes de que él salga a emboscar a Pinochet, en los modos en que los guerrilleros se consuelan a sí mismos una y otra vez antes de que fracasen todos sus planes, en la confesión de un frentista sobre cómo se paseó por un jardín infantil para ver a su hijo a lo lejos antes de un atentado. Es aquí donde descansa la paradoja que le da sentido a Guerrilleros, que exhibe la memoria de la dictadura a ras de piso, haciéndola tomar un tono casi melancólico o se vuelve una picaresca. Aquella es una decisión narrativa que complejiza lo que vemos, este relato violento contado por hombres violentos que exponen sus razones ante la cámara. Nada más, nada menos. El juicio queda en manos del espectador, a él le toca decidir qué hacer con todo aquello.

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Published on September 13, 2015 07:20

September 6, 2015

Esa no soy yo: Otros tonos

Habría que pensar cómo ha cambiado el peso simbólico de los horarios en nuestra televisión. Ahí descansan el truco y el karma, ahí está la explicación sobre cómo los chilenos se desplazan por los canales en ésta, la era agonizante de la tele abierta. Sí, ahora mismo nadie sabe muy bien qué hacer ni cuál es el futuro del medio pero señales como la baja del rating en todos los niveles y el escaso peso que ocupan los culebrones vespertinos en nuestro imaginario podrían dar algunas luces sobre el asunto. De hecho, ahora mismo la guerra de las teleseries no existe a las ocho de la noche sino después de almuerzo, en un bloque algo invisible y antes despreciado por los canales.


De este modo, si bien es obvio que a la recién estrenada Esa no soy yo hay que compararla con La chúcara, también es interesante ver en realidad cómo funciona en relación a Eres mi tesoro, de Mega, su competencia directa. Mal que mal, más allá del rating se trata de proyectos opuestos tanto en fondo como en forma. Así, si el culebrón sobre la chica taxista que debe mantener a su familia es amplificado por las lecturas sociales que se esbozan en la tensión entre los roles de género y la precariedad material de lo cotidiano, la nueva telenovela de TVN existe desde un formato como el policial que tiene sus exigencias, pero también sus trampas.


Así, la historia sobre cómo Judith (Camila Hirane) toma el lugar de su hermana gemela para averiguar quién la mató, existe desde esa urgencia, desde el enigma disparado por una fuerza de gravedad que condiciona la velocidad de lo que se narra. Por supuesto, Hirane es perfecta para el papel porque puede moverse entre la vulnerabilidad y la duda, como si pudiese transmitirle al espectador la perplejidad de las peripecias que configuran la trama. Aquello se agradece porque si bien se trata de una intriga que detalla los contornos de un crimen, lo que importa en realidad es aquella empatía, el lazo que la une y le da sentido en relación a las otras piezas del show; ya sea con espacios como la casa de su flamante marido (Matías Oviedo), llena de relaciones cruzadas y horrores varios o con el barrio Franklin, donde está la violencia y el peso de la noche y la familia. En ese marco, la presencia de un policía (Cristián Carvajal) recuerda, en todo momento, cuál es el corazón y el sentido de lo que se cuenta.


Lo anterior nos trae de vuelta a la idea del inicio: antes todos estos materiales hubieran sido carne de una nocturna, más allá de que Patricio Achurra caiga en coma o que, entremedio y como clichés, algunos personajes trabajen como cirujanos plásticos. Porque Esa no soy yo tenía todo para que funcionase a las 10 de la noche: la trama, la protagonista y un pathos que permitía vincular los espacios íntimos de los personajes con una violencia cultural que exige sincronía con la ciudad y la política.


Pero el prime time ya no es tan interesante, ya no es una vitrina útil; el prime es volátil y quisquilloso. Las telenovelas turcas lo mataron como espacio posible. Ir en la tarde, por el contrario, implica hacer ciertas concesiones pero también salir a buscar un público seguro, como si a través de la precariedad más o menos inverosímil del grueso del área dramática de TVN, pudiésemos ver el desplazamiento de intereses y temas, esforzándose por superar ese realismo pálido al que parecían condenados los culebrones de esa hora.


Fábula sobre cómo la identidad se configura en relación al sexo y la muerte, Esa no soy yo es también un melodrama con inesperados tintes policiacos. Sin demasiado humor, lo más interesante es cómo el crimen se propone como el horizonte hacia donde se dirige la explotación emocional que se le exige al género. Por supuesto, TVN escenifica todo de modo más bien barato y pobre, con escenarios casi de cartón piedra y un casting a veces insólito. Pero aún así se esboza cierto riesgo: el de proponer un relato algo excéntrico, poniendo en pantalla otra intensidad, otro tono.

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Published on September 06, 2015 07:18

August 30, 2015

City tour on tour: cámara viajera

Originalmente City tour fue una sorpresa. Si bien Marcelo Comparini estaba detrás de la cámara, Federico Sánchez parecía haber nacido para hacer televisión. Venido del mundo del diseño, era a la vez empático y extraño, hablaba con propiedad de temas complejos (el patrimonio arquitectónico, la planificación urbana) y era capaz de explotar su propia excentricidad como una herramienta que le permitía leer los paisajes que visitaba. Eso hacía que cada episodio luciera fresco pues descansaba en el carisma de Sánchez, quien se comportaba como el guía de los secretos de Santiago, apuntalando la relación entre el presente y la tradición como si descubriese ante el espectador una ciudad secreta, que estaba escondida en las calles que se sabía de memoria. Ahí el estilo era el método: la gracia de City tour era proyectar y amplificar la espontaneidad de Sánchez, los modos de sorprenderse una y otra vez mientras se perdía de modo disléxico en la urbe.


Con lo anterior el programa parecía abrirse al caos y la maravilla gracias a aquel sentido del asombro. Para quienes crecimos con las postales casi estáticas de Visiones y el exotismo desesperado todos los viajes que Don Francisco realizó por el mundo, City tour podía verse casi a escala humana, como si Sánchez fuese capaz de compartir las pulsiones y opiniones contradictorias de los espectadores respecto al devenir de su propia ciudad nerviosa. Ahora que el programa se se exhibe en la televisión abierta es imposible no recordar esa primera época y recordar que gran parte de los atributos del show tenían que ver con ese nerviosismo, con esa cháchara que Sánchez parecía inventarse para explicar todo lo que tenía a la vista aunque no supiese del todo qué estaba pasando.


Exhibido los sábados en la noche en Canal 13, City tour se llama City tour on tour y nos trae a Sánchez y Comparini cruzando el mapa de Italia. Cada uno de los episodios transcurre en una ciudad (Roma, Venecia, Milán, etc.) y, a diferencia de su versión local, parece más organizado y más claro, más turístico en un sentido más bien clásico. No es un problema exactamente, pero aquello le quita cierta frescura al programa, como se vio en el capítulo dedicado a Venecia, que compuso una colección de postales más o menos obvias  como las góndolas, las plazas llenas de turistas y peatones, los canales y la condición onírica de la ciudad.


No hay nada malo en eso pero la gracia del viejo City tour era que se saltaba todo aquello. Sánchez y Comparini hacían un programa que tenía la virtud de lo inesperado y la felicidad de lo ridículo, que se abría a la digresión porque jugaba a mirar con ojos nuevos algo que ya era conocido. City tour on tour es más clásico y predecible, está más cercano a ser una “cámara viajera” en la acepción más kreutzbergiana del concepto. Quizás sea el modo de salir del nicho y llegar a una audiencia masiva.


Puede ser. Se entiende. Pero eso es no lo que esperábamos de Sánchez y Comparini, quienes habían convertido su  rareza en el mejor atributo del show. Por supuesto, quizás esa es la idea de esta versión en la señal abierta: tener un perfil más turístico, lavarse la cara frente a una audiencia masiva, volverse más Lonely Planet. Por supuesto también, es imposible no extrañar lo otro, algo merecía ser visto en un tapiz más grande que el “eriazo remoto y presuntuoso” que es como Enrique Lihn llamó a Chile alguna vez. Me refiero a aquel gesto de quedar a la deriva en la calle y tratar de explicarlo a cómo dé lugar, al gesto de perderse en una ciudad conocida para contársela a los otros como algo nuevo e inédito, mirándola como si de un paisaje extranjero se tratase.

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Published on August 30, 2015 07:18

August 23, 2015

Tolerancia cero: cara nueva

El modo en que la periodista Mónica González zanjó el escándalo público por la conversación que Fernando Villegas sostuvo con Carmen Gloria Quintana fue quizás el fin de Tolerancia Cero tal y como lo conocíamos. La semana anterior, Villegas no sólo había relativizado la posibilidad de una justicia efectiva para los casos de violaciones de Derechos Humanos sino que mostró una aterradora falta de empatía al hablar con Quintana, quien había sido quemada viva por un grupo de militares. Más allá del debate sobre el comportamiento televisivo de Villegas, González llegaba a un programa en crisis. Fernando Paulsen y Felipe Bianchi habían dejado el canal y González era la primera mujer en entrar como panelista desde que comenzó el espacio, hace más de 15 años.


Ese día, frente a la verborrea contradictoria de Villegas y a las explicaciones más bien penosas de Matías del Río sobre el asunto, en sus primeros minutos en el show González simplemente mostró una copia del libro Rodrigo y Carmen Gloria Quemados vivos que Patricia Verdugo publicó en 1986. El gesto fue demoledor pues era la aparición de algo que había estado ausente ahí: el archivo y la memoria como un argumento de debate y la irrupción de un periodismo de investigación duro en desmedro de la opinología política a la que estábamos acostumbrados domingo a domingo; algo que quedó aún más claro cuando el 9 de agosto la periodista resumió el funcionamiento del país cuando Manuel Contreras era el “dueño de Chile” ante la mirada perpleja de Villegas, que parecía no creer que aquello estaba realmente sucediendo.


Esto es interesante. En sus últimas tres emisiones el programa parece tener otro rostro. El set se ve más grande y  más vacío, pero Tolerancia Cero parece haberse acelerado para adquirir cierta precisión como cuando González le preguntó a Rodrigo Argomedo (un ex delincuente que ya había protagonizado un capítulo completo de En la mira) si había hecho “mexicanas”; como si en esa respuesta pudiese estar cifrada la ambigüedad ética del relato del mundo criminal que el invitado exponía en pantalla.


Todo eso es nuevo y se agradece. Mal que mal, Tolerancia Cero era antes un animal moribundo que funcionaba gracias a la respiración artificial que le daba Jaime de Aguirre desde la dirección del canal, con una línea editorial que más bien parecía una de conversación de sobremesa que quizás solo existía para irritar a los espectadores con su indolencia y su falta de conexión con el mundo. Ahora todo eso está en entredicho: lo mejor de la incorporación de González al panel es justamente ver hasta qué punto Del Río y Villegas pueden sacudir sus tics y lugares comunes para proponer un debate que se haga cargo de esa velocidad y exactitud.


Quedan en el aire dos preguntas. La primera es si Tolerancia Cero va a estar a la altura de lo que se le exige o de lo que alguna vez fue: un espacio de conversación y entrevistas que pueda hacerse cargo de la realidad de un Chile cada vez más confuso, antes que una máquina alimentada por el pánico social o el espacio donde los viejos próceres de la Concertación van a lamer las heridas de su narcisismo en el horario prime del domingo. La segunda cuestión tiene que ver con cómo va a funcionar a largo plazo esta nueva versión – sobre todo ahora que el editor del espacio, Francisco Poblete, renunció el viernes luego de diferencias con la nueva directiva del canal- porque hoy, en realidad, se trata de dos programas en uno solo pegados de modo casi imposible: el de los estertores finales de aquel donde participan Del Río y Villegas y el que Mónica González debería tener hace años en la televisión abierta.

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Published on August 23, 2015 07:14

August 16, 2015

Homenaje gigante: la máquina de la nostalgia

El pasado siempre es otro planeta y las formas en que funciona la memoria son muchas veces inverosímiles e inesperadas. Por lo mismo, quizás no sea tan extraño el hecho de que a estas alturas el mediodía se haya convertido en la hora de la nostalgia en nuestra televisión. Ojo, que si bien se trata de algo que cristalizó con El menú de Tevito en TVN hace un tiempo, siempre el acto de rellenar con material de archivo fue un comodín para ese horario. Sí, por una década más o menos, aquello se solucionó; ese bloque estaba lleno de programas de farándula, pero también operaba como el lugar donde los canales programaban todo lo que les sobraba, desde películas tipo Robot Jox hasta compilados de cáspsulas humorísticas y videolocos de cuño diverso.


De este modo, no es raro que Canal 13 haya puesto al aire, hace un par de semanas a las 12 de la mañana, un programa llamado Homenaje Gigante. Organizado con imágenes de hace décadas, lo que muestra casi siempre son fragmentos de viejos episodios del Sábado Gigante de los ochenta, exhibiendo en pantalla concursos, sketchs y actuaciones de cantantes y humoristas. Así se muestra la mitología del show, partiendo por un Mario Kreutzberger que parece no envejecer jamás, pero también por medio de extractos donde aparecen concursos como “Dispare Ud. o disparo yo”, pero también Mandolino, Los Eguiguren, los Jaujarana, Juan Antonio Labra, el clan infantil, las “Solteras sin compromiso”, etc.


Así, guiado por una voz en off que quizás recuerda la de Yeruba (uno de los expulsados del paraíso televisivo de Kreutzberger), el show hurga en la nostalgia usando los lugares comunes de esa biblioteca catódica. Pero el homenaje es sólo nominal pues se trata del último clavo en el ataúd televisivo del programa: lo que vemos es en realidad una elegía sobre una televisión perdida, un respiro de zombie, el epitafio final a un Sábado Gigante que dejó de emitirse hace un par de años por las pantallas locales.


Lo que queda es la nostalgia. Lo que queda son los tics de un show que duró mucho tiempo y que alcanzó su mejor época en los ochenta que es el momento exacto en que comenzó a internacionalizarse. Así, tarareamos las canciones como si fueran estribillos pronunciados por fantasmas, repetimos las frases de los concursos arrancándolas de un lugar profundo de la memoria y recordamos todo aquello como parte del aprendizaje secreto de esos sábados interminables, donde la tele parecía encendida de modo continuo quizás porque era el único modo de escapar de los tiempos muertos del tedio que era uno de los costados banales del horror de la dictadura. Ahí Don Francisco era una especie de monstruo indescifrable, ridículo y eterno, un animal televisivo único, una figura muchas veces violenta que quería estar más allá del tiempo, quizás tratando de que no lo atraparan la historia del país y sus ciudadanos.


Pero lo más interesante de Homenaje Gigante no es Kreutzberger. De hecho, Don Francisco ni siquiera debería importarnos en modo alguno; al fin y al cabo, crecimos con su mitología y él mismo siempre se empecinó de modo majadero en atrincherarse en su propia caricatura para revenirla. No, lo que importa del programa del mediodía de C13 es otra cosa; es la posibilidad de ver las caras de un país que olvidamos, las siluetas que tenían los chilenos hace treinta años.


El programa, de este modo, supera los clichés de la nostalgia a la que quiere apelar y se convierte en un espejo y en una pregunta. Así ¿hasta qué punto podemos reconocernos en esas imágenes? Cada espectador debe responder eso al ver el programa porque es su propio reflejo lo que atraviesa el tiempo y el espacio, consiguiendo por momentos la televisión pueda confrontarnos con nuestros rostros como si fuesen los de unos desconocidos, los de versiones de nosotros mismos que olvidamos. Nada nuevo ahí: el objetivo de toda máquina del tiempo siempre es estrellarse con el presente.

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Published on August 16, 2015 07:09

August 9, 2015

Eres mi tesoro: La clase media

La nueva teleserie de Mega comprueba por qué el canal privado lleva la delantera en el género. Eres mi tesoro podría verse como un culebrón más o menos genérico del horario de almuerzo, pero tiene una fluidez y una claridad que llevan a preguntarse si en realidad sería una vespertina tanto mejor que Papá a la deriva.


Protagonizada por María José Bello y Alvaro Morales, el relato de la taxista que se enamora de un empresario en plena crisis matrimonial bien puede haber sido un drama típico del horario, acaso algo truculento y filmado de modo más bien precario. Está todo ahí para que lo sea, todos los elementos que se exigen de modo más o menos obligatorio, como una forma fija. Porque sí; Eres… incluye: una niña discapacitada, el consabido chantaje sexual, zorrones abajistas que seducen a muchachas arribistas, príncipes de barrio que sufren de amor, algún pariente en la cárcel, líos económicos, etc. Y, como debe ser, el melodrama descansa en un conflicto imposible de solucionar: la heroína debe elegir entre su esforzado amor de la cuadra y el millonario con el corazón roto y es en aquella indecisión donde se revela la fuerza de lo que vemos, ese suspenso emocional que solo un buen culebrón puede proveer. Esto determina al personaje de Bello, cuyo mejor atributo es el estoicismo que deja ver a ratos el abandono que quizás la define. Pero es acá donde se produce la inflexión: la teleserie crece gracias a la inversión en cuanto a los roles de género de los personajes principales; pues no hay victimización en el rol de Bello sino un desolado pragmatismo que tiene como contrapunto a un Morales que construye su personaje sobre la base de una vulnerabilidad tan física como emocional.


Gracias a todo lo anterior y al hecho de que está escrita y narrada de modo eficaz, Eres… evade dentro de lo posible la caricatura, pero también la crueldad. De este modo, no es una comedia pero tampoco un drama atroz que explota a sus personajes para violentarlos de modo gratuito. De hecho, en los capítulos reina una suerte de naturalismo plácido que permite que el drama funcione a escala humana, existiendo desde una ambigüedad gris que es más bien extraña en este tipo de producciones.


Hay un aporte ahí, en el hecho de evadir cierta estridencia para enfatizar las necesidades de un relato más bien clásico. Esa mezcla entre ese tono tradicional en un contexto actualizado hace que Eres… funcione y enganche, al poner a los personajes en relación a la discusión sobre cómo se construye la identidad en el marco de la convulsión diaria del país. Así, el culebrón traza un relato romántico cuya principal gracia es describir un mundo donde la norma son las familias con padres ausentes y madres solas, llenas de conflictos y frustraciones, todos ciudadanos que viven al día en medio de una ciudad cada vez más hostil. Que la protagonista trabaje de taxista solo refuerza la voluntad de dar cuenta de ese mapa y de esa realidad de un modo, incluso, mucho más eficaz que los programas periodísticos del mismo canal que la emite.


Así, lo que prima en la teleserie es un discurso social que da una fuerza inusitada al melodrama. En ese discurso está la pregunta sobre los lugares comunes de los roles de género pero también sobre la composición de la nueva clase media. Eso quizás se deba a que una de las virtudes de Mega es haber apostado por relatos que detallan a la familia chilena del presente, dándole una visibilidad y dignidad necesarias. Ahí está la idea de que quizás los culebrones no deberían construirse como fantasías de escape sino relatos que aborden las ficciones de lo cotidiano para reflejarlas de un modo casi alegórico y, con eso, darles un nuevo sentido.

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Published on August 09, 2015 07:09

August 2, 2015

Los años dorados: el contrabando

En uno de los capítulos de Los años dorados, la sit com que UCV exhibe todos los días desde hace unas semanas, un par de oficiales de la PDI llegan a detener al personaje de la actriz Carmen Barros por el delito de cuasi homicidio, luego de que Barros le diera Viagra a su novio octogenario y éste tuviese una crisis cardiaca. El momento es el remate final del episodio, pero también un ejemplo de lo lejos que puede llegar el show en su voluntad provocadora. En la serie, Barros tiene 90 años, usa lentes negros y conoce novios por Facebook. También habla con una honestidad inesperada de casi todo: el sexo, la muerte, la vida social y la familia.


Adaptación local de la clásica sitcom norteamericana de fines los 80, Los años dorados cuenta con Luz Croxatto en su equipo de guionistas. Croxatto ya estuvo en Casado con hijos, lo que le asegura cierta libertad creativa a la serie, haciendo que los argumentos originales funcionen sólo como un punto de partida. Esto permite que cambien en la medida de lo que se requiera, haciendo que los actores encuentren el tono que define a los personajes. De este modo, hay una comodidad inédita en cada capítulo de Los años dorados. Es quizás la suerte de tener a cuatro actrices experimentadas trabajando con guiones bien elaborados o, simplemente, se trata de una magia sincrónica gracias la química que tienen entre ellas Barros, Anita Reeves, Consuelo Holzapfel y Gloria Münchmeyer.


Así, la historia de cuatro mujeres de la tercera edad que comparten departamento en Viña adquiere una profundidad inusitada porque justamente hay en ella una suerte de franqueza que es inédita en nuestra televisión ahora mismo. Ahí hay amargura, pero también ironía, como la que desliza Barros en cada momento y también el resto de los personajes, que exhiben su propia memoria para contraponerla en el presente que desliza la comedia.


Aquello estaba en la versión original, pero esta adaptación local es capaz de apropiarse de aquella pregunta hasta volverla incómoda. Porque el centro del humor descansa en cómo indaga en temas como el cuerpo y la soledad afectiva, en cómo es capaz de ironizar sobre sus lugares comunes para desmontarlos presentándolos de cara a la cultura local. De este modo, si Casado con hijos, que desfiguraba cualquier concepto de familia chilena hasta volver a sus miembros una colección de esperpentos alimentados con lo peor de nuestra cultura popular, Los años dorados es bastante menos explícita pero quizás más inquietante, como si en la familiaridad de su anécdota pudiese existir mayor libertad, mayor posibilidad de contrabando. Por lo mismo, sus mejores momentos son aquellos cuando pareciese que las actrices usan el guión como punto de partida para internarse con naturalidad en los giros de un habla coloquial, asumiendo una libertad inaudita: mientras Münchmeyer desliza anécdotas sobre la vida sexual de su personaje, Reeves masca el abandono de su marido con un silencio triste que se convierte en una forma de la dignidad, Holzapfel se enfrenta a las paradojas de una soledad que no conocía. Barros remata todo lo anterior con franqueza y ferocidad, como si no importase nada, impidiendo cualquier clase de corrección política.


Esa incorrección es fresca y vivaz y hace que valga la pena la serie. Hay, por supuesto, una lección acá: el hecho de que las condiciones de producción precarias se subsanen con un guión inteligente que no considera al espectador un idiota, sino que incorpora los códigos de su audiencia para ironizar con ellos en pantalla, como si el mejor efecto de la sitcom fuese salir de sí misma para jugar con su contexto. En un momento en que gran parte de la televisión chilena carece de inspiración y honestidad, es una extraña paradoja que el programa más fresco sea la adaptación de un viejo show extranjero. Da lo mismo. Por ahora, Los años dorados es puro goce, una comedia tan rápida como obscena, tan divertida como franca.

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Published on August 02, 2015 07:19

July 30, 2015

La tele del futuro

El 2080 Chile no va a existir y Don Francisco sí. Eso es todo. Su cabeza cortada va a estar viva en alguna parte, del mismo modo en que Nixon seguía vivo en Futurama”. La cabeza de Kreutzberger va a estar guardada en un búnker cerca de lo que queda de la cordillera, a la altura de lo que alguna vez fue Los Andes. La van a cuidar un grupo de monjes vestidos de Mandolino, que se encargarán de mantenerla conectada y con los ojos abiertos, conversando con esos acólitos que le preguntarán por los detalles de lo que alguna vez fue Sábado Gigante. La cabeza contestará. La cabeza preguntará por Yeruba. La cabeza llorará, hablará de Miami, del hotel donde descubrió la televisión, de los fantasmas de las teletones pasadas. Los mandolinos grabarán todo lo que dice, intentando no contarle lo que sucede afuera, aspirando a dejarlo fuera de la historia, tal y como fue su vida. No le dirán, por ejemplo, que Chile ya no es Chile, sino una colección de archipiélagos y desiertos. Tampoco le comentarán que una bomba atómica lanzada por una nave extraterrestre (venida desde el centro de la Tierra, en realidad) dibujó una frontera de radiación con el resto del mundo. Los chilenos, los pocos chilenos que queden, estarán atrapados en Chile. El resto del mundo no existirá. Todo será como en Mad Max, solo, pero sin Mad Max.


Lo único que quedará del pasado serán las cintas con los viejos programas de televisión, que van a ser traficadas de pueblo en pueblo, de isla en isla. No va a haber libros de historia, ni novelas, ni nada. Sólo viejos tapes salvados del desastre por quizás qué razones, copiados por chilenos mutantes en los túneles de supervivencia que será lo único que quede de Santiago. Esas cintas recorrerán Chile. Cada pueblo tendrá su show favorito, que se representará en plazas y teatros en ruinas. En algunos casos, la gente reconstruirá los sets y decorados y, como juegos o liturgias, representará sus programas favoritos, extinguidos hace tanto tiempo. Habrá, de este modo, dobles futuros de esos santos inexplicables, el Martín Cárcamo de Lota, el Kike Morandé de la isla de Casablanca, la Cecilia Bolocco de Alhué, la Raquel Argandoña de Chimbarongo, el cura Hasbún de Salamanca. Ninguno se parecerá a los originales. Todos podrán ser lapidados por los ciudadanos, de ser el caso. Habrá centenares de aspirantes. Habrá traficantes que vendan sus objetos preciados: pedazos de piel y pelo, medallitas, ropa supuestamente usadas por ellos. Habrá sectas heréticas que se aprenderán de memoria los programas del Pollo Valdivia. En Navidad, Luis Jara reemplazará a Santa Claus y los Reyes Magos. Todas las noches, en las colinas de cada pueblo, se proyectarán sobre pantallas gigantes hechas de jirones los programas de televisión del siglo pasado. Como no habrá estrellas en el cielo, ni luna, la gente mirará viejas teleseries de Sabatini para soñar con una geografía que ya no existe, para habitar en ese país que ya no fue. Lo único que quedará de Rapa Nui serán tres capítulos de Iorana.


Dos adolescentes harán una balsa de totoral para encontrar el moai sumergido que buscan en el culebrón. Un mar fluorescente se los tragará. Frente las pantallas de los cerros, sentados frente al fuego, en cada pueblo la multitud repetirá fragmentos de esos programas de memoria, imaginando capítulos inexistentes y detalles de tramas que no conocerán nunca. En susurros, algunos elegidos tendrán visiones con la resurrección de Camiroaga. Nadie lo dirá en voz alta, pero esperarán que Felipe venga caminando sobre el mar, tal y como aparece en los sueños de muchos, precedido de las imágenes de halcones solitarios cruzando el cielo. Esos sueños comenzarán como pesadillas, pero luego adquirirán la luz de las revelaciones. Quienes los tengan despertarán en medio del frío y mirarán por sus ventanas las luces de las pantallas donde los rostros del pasado seguirán proyectados hasta que el sol salga. El volverá, él volverá, repetirán en susurros a sus cercanos, pero no se lo dirán a nadie más, del mismo modo en que los monjes mandolinos no le contarán a Don Francisco que todo se acabó hace tanto tiempo, que Chile ya no existe ni existirá más, que en realidad el futuro es una pesadilla de la que es mejor no despertarse.

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Published on July 30, 2015 06:11

July 26, 2015

Sitiados: La frontera

Toda la carne a la parrilla: los tres capítulos exhibidos de Sitiados (domingos a las 22:30 horas), la serie que TVN produjo en conjunto con Fox, son un festín visual de violencia desmedida. La flechas asesinas vuelan desde todas las direcciones posibles, mueren niños, el cuerpo de un hombre es lanzado a una piara de cerdos, a Erto Pantoja le arrancan el corazón y se lo comen, el Patrón del Mal es ahora el Patrón de Villarrica, una mujer mapuche es azotada sin piedad y, entre una y otra escaramuza en el barro helado, las cabezas cortadas de los conquistadores españoles son clavadas en picas y parecen faroles que iluminan con sus bocas abiertas las noches oscuras de la frontera.


No está mal. No está nada de mal, de hecho; al punto que por ahora Sitiados debe ser el mejor programa que exhibe nuestro canal público, perdido como está en los estertores de una crisis que lo golpea en demasiados planos. Creada y escrita por Carmen Gloria López y dirigida por Nicolás Acuña, Sitiados juega a explotar los tópicos de la épica de la Conquista, ficcionalizando el asedio al fuerte de Villarrica de 1598 como relato central.


Sí, las citas están a la vista, demasiado reconocibles como para no ser un lastre: desde créditos que recuerdan al de Juego de Tronos hasta un héroe (Vicuña) cuyo look está casi calcado del de Jon Snow, pasando por un líder mapuche en versión Kratos de God of War y una paleta de colores sacada del Gladiador de Ridley Scott. Pero lo mejor de Sitiados es que supera todas esas citas, al punto de que es posible preguntarse si eran necesarias. Porque sin ellas, la serie funciona de modo impecable al proponer un relato de supervivencia casi apocalíptico, en medio de un paisaje ominoso que amplifica la violencia de lo que se muestra.


Historia sobre la fundación simbólica de Chile, en ella el personaje de Juan de Salas (Andrés Parra) se propone como el centro de las tensiones. Parra, que anteriormente había sido Pablo Escobar en un culebrón, compone al líder del fuerte español haciéndolo exhibir una diáfana crueldad que se vuelve perturbadora en la medida en que avanza el relato. Esa claridad es tan atroz como inquietante (Parra carga una hoz en el cinturón con la que degüella a sus enemigos) y detrás de ella se acomoda el resto del relato: la historia de amor entre el cacique Nehuén y su hija, el estoicismo del héroe oscuro de Benjamín Vicuña, la sinuosidad de Francisco Melo y los comentarios que una machi (Rosa Ramírez) hace al comienzo y al final de cada episodio, al modo de un contrapunto que le da una perspectiva casi lírica a las atrocidades que se ven en la pantalla.


Todo lo anterior vuelve a Sitiados un espectáculo cautivador. En cierto modo, es el primero de los programas locales que recoge a cabalidad la herencia y los códigos de la cultura de HBO, que usa al sexo y la violencia como marcas predilectas de una televisión adulta. Que sus realizadores (López y Acuña) estén ahora a cargo de TVN y su año infernal poco debería importar a los ojos del espectador: la serie engancha porque en ella todo es tan desmedido y desquiciado que es posible ver un nihilismo hasta paródico en la peculiar reflexión de la identidad nacional que propone. Porque nada puede salir bien en Sitiados. Todos los personajes están condenados. No hay héroes ni consuelo alguno. Todos son monstruos, en la medida de que, al estar basada en un hecho real, la serie -que también alegoriza de modo desquiciado el funcionamiento de un reality show- está determinada por la necesidad de implementar un relato claustrofóbico sobre una intimidad asediada, por el deseo de presentarse como una fábula neurótica que juega a hacer estallar en mil pedazos la tensión entre naturaleza y cultura.

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Published on July 26, 2015 06:53

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Álvaro Bisama
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