Álvaro Bisama's Blog, page 227

July 17, 2016

Vía X: simplemente tele

A veces parecían pesadillas. Las imágenes que Gonzalo Frías ponía en pantalla en 7º Vicio eran extrañas, inquietantes y casi siempre inesperadas. Ahí, canciones de Fantomas aparecían musicalizando esa vida de Cristo que filmó Mel Gibson en clave gore; o viejos hits de Mr. Bungle se combinaban con fragmentos de olvidadas cintas de brujas; o simplemente Frías miraba a la cámara y empezaba algún monólogo delirante, lleno de odio o rabia o ternura o nostalgia sobre algún tema. Frías era intenso al punto de parecer a veces perdido, pero hablaba de cine como si se arrancara el corazón con la mano porque para él no había otra cosa en el mundo.


Recuerdo a Frías y a 7º Vicio (que partió en 1998 y sigue hasta hoy) porque es imposible no pensar en ellos ahora que VTR sacó de su parrilla a Vía X, el canal de cable chileno que lo transmitía. Se trata de una decisión compleja porque, más allá de las razones esgrimidas por VTR y el impresionante perjuicio que supone en términos laborales y humanos (se calcula el despido de 150 personas), el canal cumplía una función relevante en el contexto de la industria televisiva nacional: Vía X partió como un canal de música y luego evolucionó hasta adquirir densidad e identidad propia. Sí, una cantidad importante de gente salió muy mal o peleada de la estación y, por supuesto, algunos programas eran lamentables e inverosímiles, pero fue ahí donde una colección interminable de rostros se fogueó (de Villouta a Franzani, pasando por Humberto Sichel y Natalia Valdebenito) o resucitó (con el profesor Rossa convertido en un capo cómico del humor más vulgar); o donde el stand up, que arrasó en Viña este año tuvo su primer desembarco en serio. Más: cuando Jaime de Aguirre fue despedido de Chilevisión, fue en Vía X donde trató de resucitar Tolerancia 0 -con el programa Alerta Temprana- y fue Campo Minado el espacio que hizo explotar al senador DC Jorge Pizarro luego de que ahí se mofaran de que su fanatismo por el rugby era tal que había sido capaz de dejar a botada a su región, destrozada por los aluviones, con tal de irse a ver un mundial a Inglaterra.


En una televisión donde las ideas más vanguardistas son comprar teleseries turcas al kilo, estirar los reality shows hasta hacerlos perder toda coherencia y explotar las cámaras ocultas como fantasías de pánico social, Vía X representaba una alternativa a escala humana y le proveía un respiro para el espectador. Sabías que estaba ahí. Sabías que había gente real hablando de cosas reales porque era un lugar al que podías llegar cuando la estulticia de los canales abiertos se volvía intolerable, cuando estabas cansado de las series, cuando decidías huir de Netflix o HBO, o simplemente querías ver tele tal y como la habías visto desde siempre: como un espacio diverso y lleno de imprevistos, construido sobre material confuso y real. De este modo, Vía X era el último canal de televisión verdaderamente chileno que quedaba en el cable pues salía a la búsqueda de lo nuevo (la comedia, la movida coreana, el debate político, el rock nacional) a pesar de que muchas veces tuviera que boxear con su propia sombra. Pero el esfuerzo tenía sentido pues gracias a eso, podía irse por las ramas o entrar en territorios complejos con programas que subsanaban de modo inteligente la falta de recursos, lejos de la esclavitud y los clichés de la búsqueda frenética del rating.


Por eso resulta triste que VTR saque la señal del aire -seguirá en los cableoperadores Movistar y Claro-. La tele abierta ya no opera así. Está tan preocupada por tener éxito o salvarse a sí misma que para ella el espectador es solo un número, una idea abstracta, acaso una voz que opina en un focus group. Lejos quedan las alucinaciones de Frías, esa idea de que no había separación entre él y los objetos que relataba, como si el cine fuera un apunte sobre su propia biografía que el mismo escenificaba como una pesadilla o una crónica desquiciada; algo que Vía X exhibía felizmente desde hace tanto tiempo como un ritual o compartido por una comunidad invisible, al modo de un sueño suelto en medio de éter.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 17, 2016 09:15

July 10, 2016

Bala loca: el Chile quebrado

En los primeros siete minutos de Bala loca vemos el asalto a un supermercado, a un senador del PPD contando sus viejas historias de guerra en los tiempos de la dictadura y a un hombre en silla de ruedas teniendo sexo con su pareja. Todo es fuerte y demoledor; son las tres puntas de un triángulo que quizás define los sentidos del mejor estreno televisivo local del año. La calle, la memoria y el cuerpo aparecen como parte de lo mismo, de una colección de ideas e imágenes turbias y dolorosas que contienen la gramática del relato que seguimos en la pantalla.


Esa gramática hace que la serie, emitida por Chilevisión los domingos a las 22 horas, sea sucia, áspera y muchas veces difícil de ver. De hecho, su héroe es apenas calificable como tal. Alejandro Goic intepreta a un viejo periodista de política que terminó siendo una estrella de la farándula y que trata de encontrarle sentido a su vida luego de un accidente que lo dejó discapacitado. Goic está impresionante como Mauro Murillo, quien decide fundar un equipo de investigación en el mismo minuto en que una antigua colega, que investiga un negocio relacionado con las isapres, es asesinada en el mencionado asalto. Desde esa premisa se despliega la trama, que esboza una fotografía posible del país aquí y ahora: desde la violencia barrial hasta el lobby político pasando por los medios de comunicación, sobre los que establece una crítica feroz. Hay ahí una ambición pocas veces vista en nuestra TV. Bala loca editorializa el presente, pero también se pregunta cómo éste es relatado, leyendo a la realidad como una puesta en escena.


Lo anterior también define al género de lo que vemos. Bala loca es un policial inquietante construido sobre la pregunta sobre cómo el sentido de la verdad puede ser deformado por las necesidades de la política. Y la respuesta es moral. En un elenco que funciona de modo impecable, es Goic quien la enuncia de modo casi insoportable, haciendo que su cuerpo roto se presente como el lugar donde se aloja la historia del país. Está en él el heroísmo de la épica olvidada de los 80, las ansias de poder y dinero de los 90, la frivolización de la cultura de la década pasada y los traumas no resueltos de un presente que no soporta mirarse a sí mismo.


Quizás por eso, el PPD trató de censurar la serie. Vio que podía ser su historia. Intuyó que hablaban de ellos. Sabían que era peligroso que los volvieran objetos una ficción que los desnudaba. Ahí, la tele ya no servía para dar declaraciones ni para entregar comunicados de prensa vacíos; sin pensarlo, se había vuelto un lugar peligroso. Desencajándolos de la fantasía de su propia memoria, Bala loca dejaba a su épica reducida a un cuento chino, como una fábula infantil carente de sentido pues dicho relato había sido tan manoseado que había quedado vacío.


Entonces, si el Juan Herrera de Los 80 se proponía como metáfora del pasado país donde la república sobrevivía en una colección de pequeños gestos íntimos y enternecedores; Murillo en Bala loca se presenta como su contracara, como un hombre que busca de la verdad pues tiene la esperanza de que ésta lo va redimir de sí mismo. Mientras, la serie nos cuenta el calvario que significa el haber unido su historia a la del país. Murillo es Chile, un sitio quebrado por el peso de la culpa y acosado por los fantasmas de los muertos pero también por las sombras amenazantes de los vivos, un lugar que teme abordar su propia deformidad moral pues se sabe incapaz de mirarla de frente y poder sobrevivir aquel reflejo. Ahí, toda búsqueda de la verdad es indefectiblemente la narración de un crimen; todo relato sobre la memoria, un informe forense; y todo análisis sobre el poder, una fantasía cosida sobre el territorio con un hilo hecho de terror.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 10, 2016 06:04

July 3, 2016

Sres. Papis: Contra el padre

En retrospectiva, el aporte de una serie como Los 80 fue poner en pantalla las claves culturales de nuestra clase media con todo su esplendor y miseria. La serie, que tuvo a Rodrigo Cuevas como guionista principal, comenzó siendo leída como un ejercicio de nostalgia, pero con el paso de los años terminó construyendo un análisis demoledor sobre cómo el presente debía ser leído en relación a las claves culturales que se exhibían del pasado en la pantalla: la disolución de la idílica familia chilena republicana era asolada por los fantasmas de la política, que los leía como traumas afectivos muchas veces insoportables.


Cuevas ahora debuta en Mega con Sres. papis, el primer culebrón nocturno de la estación y que tiene como protagonistas a Jorge Zabaleta, Francisco Melo y Simón Pesutic, en un relato que puede ser leído como una representación descarnada de una masculinidad en crisis. Esto se narra por medio de un relato rápido y eficaz, donde el sello visual de María Eugenia Rencoret se nota en todo momento. Esta unión, la de Cuevas con Rencoret, resulta interesante quizás porque permite aligerar el drama, como si la iluminación y el montaje (que son idénticos a las teleseries vespertinas) desviasen la atención de lo verdaderamente importante del relato. De este modo, había harto de comedia negra en el primer capítulo, cuyo mejor momento era cuando los tres actores centrales disfrazados de frutas gigantes discuten con la policía afuera de un jardín infantil. Todo era ridículo pero también destemplado, quizás porque manifestaba cierta voluntad de transgresión escondida hacia el tono familiar que Mega aspira a ponerle a sus culebrones con una insistencia que parece, a estas alturas, pura majadería.


Entonces, formalmente, pareciese que estuviésemos ante una telenovela más del canal, gracias a esa aparente ligereza hecha a golpes de sketches cómicos, aunque en realidad el drama reptaba por abajo desde la definición de los roles principales. Melo es incapaz de sostener económicamente a su mujer, su ex mujer y sus hijos, Zabaleta se presenta como un machista consumado e idiota, y Pesutic no solamente es incapaz de criar solo a su hijo, sino que apenas puede soportarse a sí mismo, en medio de la niebla alcohólica que le proporciona la juerga perpetua que parece ser su vida.


Esos retratos patéticos de los personajes son soslayados por el estilo visual del programa pero siguen ahí, presentes. Y es en ese lugar donde descansa el truco de la narración, que aprovecha de esa tensión, de esa distancia entre el drama humano y la frivolidad, para presentarse como una fábula doméstica más, apta para todo el público. Pero no lo es: la inocencia es solo aparente porque después de dos o tres episodios es imposible no darse cuenta que Sres. papis debe ser vista en realidad como una historia del fracaso, de nuevo, de la idea de familia. Como el Juan Herrera de Los 80, los tres protagonistas están lo suficientemente quebrados como para hacer imposible que pensemos en ellos como modelos de nada. De hecho, son cualquier cosa menos héroes y esa es la virtud principal de los capítulos hasta ahora exhibidos.


Para darse cuenta, basta ver la escena que cierra el tercero, donde Zabaleta deja a su hijo a cargo de una tía narcotraficante. Ahí todo humor desaparece y el personaje exhibe una crueldad ambigua, una ausencia de empatía que permite comprender los costados más ásperos de show. Por supuesto, sabemos lo que vendrá, sabemos que personaje recuperará a su hijo y se convertirá en el padre funcional que la narración exige. Pero eso no impide percibir como este culebrón, en apariencia inofensivo, cobra un aire complejo y doloroso. Ese es el mérito de Cuevas, el de construir fábulas cotidianas con un doble fondo, haciendo que tras las carreras locas que los protagonistas acometen todo el tiempo exista un fondo oscuro, acaso trágico, sobre los mismos temas (la masculinidad y la responsabilidad parental) que la teleserie parece festinar alegremente con un falso pero grato ambiente familiar.

1 like ·   •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 03, 2016 07:33

June 26, 2016

The Voice: La fragilidad y el talento

Los dos extremos que habitan en The Voice Chile quedaron claros en el primer capítulo de su segunda temporada. En uno, un concursante llamado Víctor cantó una versión de Creep de Radiohead hasta casi deshacerse en el escenario. Fue una performance extraña, quizás extrema. Creep es una canción sobre alguien que percibe estar en el lugar equivocado del mundo, los apuntes de conciencia perturbada que no puede huir del propio cuerpo.


Por lo mismo, había algo agónico en la versión de Víctor. Algo que quedó refrendado en que ninguno de los jueces se decidió nunca por él, aunque luego todo se puso aún más extraño: mientras abandonaba el set, Víctor le susurró “te amo” a Nicole, a la que la cámara mostró, por un segundo, desolada. En el otro lado estaba Luis, un chico que cantó El perdón de Nicky Jam en una versión romántica. Luis tenía 16 años y venía de Limache. Los jurados alucinaron, se lo pelearon. Luis era tan perfecto para The Voice que incluso ya tenía su propio club de fans.


Estos dos polos definen el programa: la tensión de los ciudadanos anónimos a los que la música se les presenta como una vía de escape de sí mismos versus la felicidad natural de quienes tienen una conciencia completa de que la televisión es el primer paso de una carrera en el espectáculo. El show administra esos dos polos con eficacia. Se repiten acá los roles de la temporada anterior: Luis Fonsi es el showman internacional, un hombre nacido y criado en la industria de la música; Nicole es la amiga/madre empática y algo indie, capaz de reconocer el alma rota escondida tras tanto talento frustrado; y, finalmente, Alvaro López es el rockero, el hombre de la calle. Hay que agregar, además, a la española Ana Torroja, que viene a reemplazar a Franco Simone, que el año pasado funcionó como la voz de la experiencia, un sobreviviente heroico de ese mundo del cual Fonsi es un feliz embajador.


Gracias a este diseño, los primeros capítulos de The Voice siempre son los más interesantes. Son que los corresponden al casting, a esas nerviosas audiciones a ciegas que determinan el tono del programa. Ahí, cada canción es una batalla. En ellas, las interpretaciones de los concursantes son subordinadas a un montaje dramático donde la mirada de los jueces se pierde en un punto indefinido en el aire o a los primeros planos de sus manos sobre el botón rojo que determina si los conmueve o no el intérprete que tienen a sus espaldas.


Es ahí donde está la calculada epifanía que le da sentido al programa. La habilidad técnica con que Canal 13 organiza estos momentos es puro arte televisivo: es la búsqueda de un relato posible, los detalles de una vida que, mientras canta, balancea sus sueños de fuga ante la inminencia de la catástrofe.


Y esa catástrofe es el olvido. The Voice no es MasterChef o un reality cualquiera: es un programa que le saca partido a los sueños de fama que la industria del espectáculo alienta en los ciudadanos. Aquello tenía mucho sentido en la primera temporada y lo sigue teniendo en esta, aunque ahora la sorpresa es menor porque ya conocemos la mecánica del show y ya intuimos el contorno de ese relato en la pantalla. Quizás eso supone un problema pues en esta versión habita la tentación de que el público perciba todas las historias como intercambiables, todas versiones de un mismo arquetipo televisivo.


En ese sentido, el programa lucha contra sí mismo: lo que antes le dio éxito es ahora lo que lo vuelve predecible. Por lo mismo, en The voice ahora mismo la fragilidad debería importar más que cualquier alarde técnico. Una escuela de talentos solo tiene sentido si se filma de ella la tentación del fracaso que es el corazón secreto del show; si es capaz de extraer de lo real una fábula quebrada haciendo que el espectador que tararea las canciones mientras mira la pantalla, pueda sentir que es él mismo quien las canta.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 26, 2016 07:39

June 19, 2016

Cocineros chilenos: la dieta nacional

En el primer capítulo de Cocineros chilenos, de Chilevisión, hubo un duelo de chefs por quién hacía el mejor completo. Terminada la preparación, un jurado improvisado (que incluía a los técnicos y camarógrafos del programa) daba su veredicto luego de probar los hot dogs presentados. Todo era una fiesta y el duelo representaba las aspiraciones del show, que tienen que ver con entender la cocina como un símbolo transversal de nuestra cultura. Pero, en vez de ser presentado como una suerte de ensayo o documento antropológico, aquello servía como el material para un programa de entretención, algo que explotaba un sentido de pertenencia que hacía que en los pequeños detalles descansara algo parecido a un relato de la identidad: uno de los completos en competencia no llevaba vienesa sino pino de empanada; pues quien lo hacía quería homenajear las fiestas patrias o algo así.


Aquello era pura tradición y ruptura a la vez. Exhibido los días domingo a partir de las 11:30 de la mañana y animado por Carola Correa, Felipe Gálvez (más conocido como Doctor Pichangas) y Carlo Von Mühlenbrock, el sentido de cada episodio es poner en escena platos y recetas locales. Esto es lo contrario a la alta cocina que Master chef administra con esa eficiencia matemática que solo es posible en un reality. Por el contrario, Cocineros chilenos es puro caos y se hace entretenido y veloz, a pesar de que su tema (la cocina local) parece ser el mismo de uno de esos programas campesinos que dan después de almuerzo el fin de semana. Así, no estamos acá ante uno esos reportajes idénticos sobre la vida rural con un charango de fondo que vienen asolando las pantallas chilenas desde hace décadas. Al revés, Cocineros chilenos va en directo y hace que suene Chico Trujillo mientras los animadores trazan un menú que incluye, entre muchos platos, sopaipillas, pizzas, chorrillanas, caldillo de congrio, garbanzos con chorizos y costillar al horno. Todo se prepara ahí mismo, aunque a veces se intercalan notas sobre locales típicos como El palacio del poroto con riendas o El rincón de la mamita.


Ahí Correa, Pichangas y Von Mühlenbrock funcionan bien como anfitriones, apuestan por la fiesta y llenan de gente el set, al punto de que a veces es difícil saber lo que está pasando. Pero da lo mismo. Funciona. Ese quizás sea el valor del show: la sensación de que asistimos a una fiesta hecha de lo cotidiano, a una conversación franca sin ninguna clase de engolamiento. En un mundo donde la corrección política toma la forma de un conteo de calorías neurótico y del etiquetado nutricional hasta del agua potable, se agradece una vuelta a la cultura del patache y a la moral de las picadas secretas, al acto de echarle whisky al adobo de un costillar o de poner al aire la técnica de un maestro longanicero.


Hace algunos años en Cofralandes, ese falso documental sobre un Chile que solo existía en su imaginación, Raúl Ruiz presentaba una sección llamada El museo del sandwich. Era apenas un fragmento, pero ahí Ruiz mostraba unos sandwiches que habían existido en el pasado, el presente y el futuro chileno. Broma llena de sorna, ese fragmento de la cinta poseía la densidad de un sueño lleno de revelaciones sobre nuestra cultura. Ruiz sabía. Su museo era una casa vieja y los asistentes miraban los platos y se encomendaban a ellos con una oración.


Cocineros chilenos tiene algo de eso pero lo presenta como una fiesta, sin hacer grandes aspavientos; es un museo vivo quizás encubierto en una tele caótica. Es la dieta del ciudadano a pie, una dieta casera, incorrecta, servida en fuentes de soda y locales al paso, usada para saciar el bajón de hambre que sobreviene luego de una juerga, con platos que solo existen en carritos callejeros o resisten en la memoria de la infancia. Aquello es, quizás, la respuesta inesperada a eso que no sabemos muy bien qué es, pero que por defecto llamamos televisión cultural, algo que acá posee el espíritu de lo real, que esboza una verdad indesmentible, solo posible en el goce.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 19, 2016 09:51

June 12, 2016

Por ti:los mediums y la tarde

Desde esta semana TVN exhibe Por ti a las 17.00 horas. Con él se propone reciclar algo de su propia tradición: era en el horario de la tarde donde Pase lo que pase y Pasiones terminaron de convertir a Felipe Camiroaga, Karen Doggenweiler y Martín Cárcamo en rostros. Hacer TV a esa hora fue su servicio militar y fue ahí donde consolidaron su imagen pública mientras conducían programas que los mostraban cómodos, creando con el espectador aquella clase de lazos indestructibles que solo son posibles en los programas de emisión diaria. Quizás esa sea la apuesta de Cristián Sánchez, su animador; el buscar la empatía catódica que sólo un show franjeado puede dar y, con eso, volverse una estrella en ascenso en un canal que carece de ellas.


Tiene sentido. Por ti vuelve a apostar por una franja donde TVN fracasó antes con José Miguel Viñuela y Claudia Conserva en Más que 2, uno de los bodrios más insólitos de nuestra tele reciente. Por lo mismo, acá tiraron toda la carne a la parrilla. Así, Sánchez y María Luisa Godoy animan un show casi siempre apegado a la receta básica del formato: historias que pueden ser leídas como culebrones de la vida real. Acá cabe de todo, desde un staff que incluye a unos “soldados del amor” (Emilia Daiber y Felipe Sánchez, hermano del conductor) y a Keryma Briceño (“coach de vida”, sea lo que eso sea), pero también las clásicas recreaciones de conflictos amorosos y las puestas en escena de declaraciones románticas más o menos divertidas.


En su primera semana, Por ti ha mostrado casos diversos: una madre que quiere volver a hablar con su hijo del que se distanció por un conflicto económico, un par de peticiones de matrimonio (el más interesante fue el de una chica que le pidió a su novia formalizar el Acuerdo de Unión Civil), la presencia de una muchacha acosada por el primo de su pareja y de una mujer abusada por un doctor. Las recreaciones han estado a la altura y más allá del pilarsordismo militante de los consejos del panel, el desempeño de Sánchez y Godoy ha sido adecuado, comprensivo y sin histeria alguna. De este modo, Por ti funciona cuando los casos pueden comprenderse como relatos, haciendo que el nodo dramático emerja de modo natural, sin el deseo de hurgar en heridas abiertas o refocilarse en el dolor ajeno.


Por lo mismo, llama la atención la presencia de médiums en el programa. Que el equipo incluya a la vidente Carmen Cancino no se explica, pensando justamente en el tono sin estridencia del show. Está bien poner en pantalla alguna historia romántica con algo de magia negra, pero tener todos los días a una señora chateando con el más allá carece de todo sentido. O sí, sí lo tiene pero resulta impresentable que sea precisamente el canal público el que lo haga, pensando que se trata de la misma vidente que entrevistó en cámara (para Mucho gusto) al espíritu de Ramón Castillo, Antares de la Luz, el líder de una secta que asesinó a su propio hijo en una pira en Colligüay.


Cancino tiene una sección fija en Por ti donde habla con los muertos, cruza planos astrales y vuelve de ahí con palabras de consuelo para los deudos, tan frágiles como atentos a cualquier clase de respuesta. Todo es extraño y perturbador, sobre todo por la normalidad con la que Sánchez y Godoy asumen estas conversaciones con el más allá. Se entiende: hay que conseguir rating, pero se esperaría que TVN, que es un canal con una misión pública, tuviese un mayor control de su línea editorial. Por ahora, Por ti es dos programas a la vez: uno clásico, un show de historias de vidas en crisis que buscan ser contadas para sanar; y otro, impresentable, que promueve la superchería y la ignorancia.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 12, 2016 07:28

June 5, 2016

Kamaleón: Contracara

El 2010 Stefan Kramer se volvió el enemigo predilecto de La Moneda. En Halcón y Camaleón, imitó a Sebastián Piñera y el asunto terminó con la molestia del gobierno, y una serie de discusiones dentro del directorio de TVN. Eran otros tiempos: en ese programa, el comediante animaba junto con Felipe Camiroaga y en un episodio la invitada fue Michelle Bachelet. De hecho, TVN era una espina clavada en el costado de la administración Piñera, que por momentos leyó al canal como un enemigo que vivía en su propia casa. El mismo Kramer alimentó esa percepción, gracias a un filo político presente en su trabajo, que acaso era una sátira urgente sobre la vida de esos años.


Anoto esto porque luego vinieron las películas y la carrera de Kramer explotó, volviéndose un comediante apto para todo público. Eso implicó que sacrificase cualquier acidez o mordacidad, en aras de suponer que su futuro en el mundo del espectáculo dependía en cómo consolidaba su imaginario personal, que era el de una familia de clase media en busca de su propia identidad, atrapada entre el consumo, el bombardeo televisivo y los lugares comunes de la cultura popular chilena. De ahí también venían sus mejores imitaciones, a las que dotó casi de empatía y vida propia: Pablo Zalaquett nunca pudo volver a ser tomado en serio después de que el comediante lo sepultara imitando sus tics hasta la extenuación, impidiéndole volver de ese retrato.


Kamaleón, que lleva dos episodios, es la vuelta de Kramer a TVN. Organizado con un formato con ecos del de Saturday Night Live (monólogos, comediantes y bandas invitadas, skecthes en vivo intercalados con segmentos grabados), el show está armado para sacarle partido a las mejores habilidades del comediante. La apuesta, obvio, es intentar un juego de espejos cuyo sentido es descolocar al espectador, algo que se vio en la imitación a Cecilia Bolocco (con ella presente) y en el gag del jueves pasado, donde Kramer interpretó a Gary Medel al lado del argentino Martín Bossi, que hacía de Messi.


Por supuesto, hay cosas que conspiran contra el show, asuntos estructurales como la extensión (el primer episodio duró dos horas), los comerciales innecesarios y la repetición de rutinas ya archiconocidas, como la de Ricardo Arjona. Pero eso se compensa con la presencia de otros cómicos, como Natalia Valdebenito y Edo Caroe, como invitados al programa. Es acá donde la labor de Kramer cobra sentido, pues al trabajar en equipo aparece una clase de autoironía que no le conocíamos. Frente a la velocidad y el desparpajo de Valdebenito y la comedia negra de Caroe, Kramer hace un contrapunto vertiginoso donde se exhibe a sí mismo desde una falsa fragilidad que no tiene poco riesgo. Es ahí donde él mismo se pone a prueba, revelándose como alguien tenso y expectante, dando pie a la improvisación, permitiéndose salidas de madre, volviéndose complejo.


Ese era el caos que quizás le hacía falta a Kramer, la tentación del fracaso que le da profundidad y empatía. Así, los otros comediantes le sirven de espejo permitiendo que la legión de voces que habita en él eclosione de modo inesperado y nervioso, como si su mismo cuerpo fuese un televisor en eterno zapping, al modo de una multitud donde todos hablan a la vez y de la que podemos captar fragmentos sueltos de discursos, muletillas carentes de sentido, chistes rotos a la deriva.


Ese Kramer confuso e inesperado antes no existía. Desde hace una década, su humor había sido estructurado y perfecto, obra de un oficio disciplinado que no se permitía desliz alguno. Ahora, esos deslices son lo más potente de Kamaleón, porque lo devuelven a esa zona de peligro en la que alguna vez habitó. Eso le permite destruir o sabotear ese personaje dulce lleno de buenos sentimientos que las películas y el éxito masivo habían consagrado, congelándolo. Por lo mismo, son esos momentos de desasosiego donde quizás podemos entrever quién es y qué piensa Stefan Kramer, ese hombre que se esconde tras la máscara que puede llegar a ser la propia cara.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on June 05, 2016 07:35

May 29, 2016

Yerko Puchento: Juguete rabioso

Yerko está ahí. Yerko resiste. Esta temporada lo hizo de nuevo. Arrasó con todo, partiendo por él mismo. De hecho lo cortaron, disminuyendo su tiempo en pantalla. Da lo mismo. Lleva demasiados años dando vueltas como para no tomarlo en serio. Quizás ese es su mérito, justamente: que sí lo tomamos en serio; que esperamos para ver qué dice; que cada jueves su monólogo es una cita obligada.


Entendemos la razón. Yerko partió como una parodia y luego se volvió otra cosa, algo que excede la mera comedia, poniéndola en perspectiva en relación a su necesidad y riesgo. Carlos Tejos, quien fue la figura que en la que se basó alguna vez, desapareció y Yerko Puchento, la caricatura, cobró vida propia más allá de Daniel Alcaíno y Jorge López, sus creadores. Lo mismo pasó con Vértigo, que comenzó como un estelar de conversación más para decantar en lo que es ahora, en esta hoguera de vanidades que alimenta su fuego con la decadencia del espectáculo local, con los extraños egos de las figuras del entretenimiento.


Porque acá, ya lo sabemos, a los famosos se les paga por ser insultados en vivo. Para ellos, la única esperanza es que, de algún modo, el espectador comprenda y solidarice con su versión de la verdad. La gracia del programa es que aquello apenas funciona. Un capítulo cualquiera puede ser tan triste como sanguinario. Una carnicería de luces de colores, vestidos de fiesta y lágrimas perdidas. Eso hace que muchas veces, ni siquiera sea divertido verlo: perturba que los invitados estén animados por una combinación de masoquismo disfrazado de cursilería, por un patetismo maquillado de buena educación. Entonces, Yerko calza perfecto ahí, en un lugar donde los concursantes han transado muchas veces su dignidad a cambio de un par de millones de pesos.


Por lo mismo, este año Yerko está más extremo, más hiriente, más radical. Esta temporada Yerko salió vestido de Andrónico Luksic, de general, de boliviano, de hincha de la Católica, de león del zoológico mientras insultó a la ciudad de Calama, al Ejército, a La Moneda. Se ensañó con Evo Morales, con Juan Miguel Fuente-Alba, Nicole “Luli” Moreno y Sebastián Dávalos. En un momento, en el capítulo de Luksic, los rostros de Diana Bolocco y Martín Cárcamo estaban desencajados. “Nos van a echar a todos”, dijo uno de ellos.


No pasó, quizás porque a esas alturas Yerko entiende al país como nadie. Sus rutinas son diatribas sobre el funcionamiento de las políticas públicas, sátiras destempladas acerca de la precariedad del poder y el sinsentido del culto a la personalidad. De este modo, trata a la política como espectáculo y al espectáculo como política. Leyéndolos como lo mismo, comprende como funciona la fragilidad de la cultura local, impugna retórica de las buenas conciencias de nuestra vida pública. Hace dos semanas, su actuación fue brillante por eso. “¿A quién le importa el PPD?”, preguntó con sorna y con eso puso en escena el aburrimiento de la ciudadanía respecto a la espectacularización de la política, verbalizando una conciencia ciudadana. Aquella conciencia involucraba al odio y la ineptitud como materiales capaces de componer una rutina urgente, inestable y compleja.


Aquello se agradece. Se agradece el baño de realidad, la autoironía, la mirada destemplada, las salidas de madre. Nuestra tele nunca ha sabido cómo procesar la política, cómo desmontarla, cómo ponerla en entredicho. No ha sabido construir ficciones o parodias que persistan en ese empeño. Yerko es una de las pocas excepciones. Tiene la clave: un humor contradictorio que no es para toda la familia, que carece de consuelo y obliga al espectador a mirarse a sí mismo y ver cuán hundido está en las aguas pantanosas de la realidad chilena. De hecho, quizás ese humor ni siquiera sea humor sino otra cosa, más chillona, más hiriente, más viscosa; acaso la voz de un juguete rabioso, una puesta en escena que existe equilibrándose en el filo de un presente tan estúpido como intolerable.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 29, 2016 08:04

May 22, 2016

Escuela para maridos: lamentable

A estas alturas, el empeño de Julio César Rodríguez en vulgarizar la televisión chilena ya casi parece una gesta épica. Desde hace casi una década, Rodríguez insiste en la falacia de que la ordinariez implica cercanía con el espectador o, derechamente, galantería con el sexo opuesto, como si la pantalla fuese un café con piernas. Eso es posible de ver en “Primer plano”, donde hace un tiempo le dedicó un gesto tan obsceno a Francisca García- Huidobro, su coanimadora, que ésta estalló en cámara, desencajada; pero también explica por qué el canal lo escogió para“Escuela para maridos”, su docureality más reciente.


Rodríguez (que compone el “cuerpo docente” del show con Eva Gómez y la psicóloga Alexandra Vidal) calza perfecto en un programa que, en apariencia, ironiza con el machismo en crisis aunque en realidad lo celebra y lo aplaude de pie. En apenas tres capítulos vimos peleas, ataques verbales y físicos, strippers, acusaciones de engaño, olor a pie, una micro escolar, una mansión, confesiones extremas y declaraciones de amor forzadas. Gracias a lo anterior, “Escuela para maridos” es un programa que confirma la estética que Chilevisión ha perpetrado desde hace años. Por supuesto, todo eso sería divertido si no fuese tan triste como casi todo lo que exhibe el canal ahora mismo. La repetición del mismo esquema aburre y el trash acá ya no es delirante sino patético pues no se nutre de ninguna clave pop, ni es un comentario paródico sobre nada. Pero todo calza: es imposible no recordar que “Escuela para maridos” es exhibido por la misma estación que se especializó en pasar películas softcore por la televisión abierta como si eso fuese una señal de destape cultural y que no fue capaz de empujar “Chile en llamas” o “Guerrilleros” al lugar de privilegio que le correspondían en su parrilla.


Además está el contexto. CHV estrena el programa en un momento donde el tema de la violencia de género es el centro de la agenda nacional por lo que luce impresentable que en el primer capítulo se muestre a un hombre que sostiene que, en caso de una catástrofe, preferirá salvar a su perra salchicha (que tiene en su regazo) antes que a su mujer. Aunque ese postulante fue descartado, sus palabras quedaron en el aire, prefigurando la afirmación de otro de los concursantes, que sí fue seleccionado: “Primero están los negocios, está mi hija y después mi señora”.


Estas escenas definen el show, dibujan sus alcances y sus efectos. Estamos ante una tele que sacrifica toda dignidad humana en aras de un espectáculo tan pobre moralmente que hace que “Volverías con tu ex” casi parezca un cabildo ciudadano. Así, sin ninguna brújula clara, la desesperación del show por extraer morbo instantáneo le permite por ejemplo, mostrar cosas aún más atroces, como los dilemas de un participante de Linares del que nos enteramos que no solo es eyaculador precoz sino que ha engañado a su esposa, a la que le deja dos mil pesos diarios para sus gastos. En el episodio siguiente, ella hablará explícitamente de cómo sufrió agresión física por parte de él. Minutos después, el programa mostrará cómo el hombre le prohibe salir de su casa negándose a darle dinero.


Nada que decir: el show banaliza la violencia familiar para sacarle todo el rating posible. Pero, con imágenes como las anteriores, es imposible cualquier lectura irónica. De hecho, es dolorosamente paradójico  que el programa se estrenó el lunes pasado, en el momento exacto en que en Coyhaique se buscaba al atacante de Nabila Rifo, una joven que fue violada y a la que dejaron ciega, abandonada en la calle, con la dentadura rota y el cráneo fracturado. El agresor no era un extraño sino el padre de dos de sus hijos. Pero sabemos que los realitys dejan afuera toda realidad: mientras esto pasaba, Chilevisión mostraba cómo Rodríguez sonreía y hacía chistes en “Escuela para maridos”, queriendo parecer a la vez compasivo, severo y cercano. Nada que hacer; todo está fuera de lugar en este programa de Chilevisión que es, por lejos, el estreno más lamentable del año.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 22, 2016 07:15

May 15, 2016

El rostro

karen1


Como decía Fitzgerald de los escritores, quizás los rostros televisivos no son personas exactamente. Porque el rostro es la imagen que proyecta. O la idea de esa imagen. Está ahí, atrapado. La pantalla es su palacio y su jaula. Afuera su vida no tiene sentido. Esa imagen es lo único que tiene, vive y mata por ella, cobra millones por ella, suda sangre por ella.


Porque el rostro sí que trabaja, sí que se esfuerza. Ha hecho el servicio militar en algún programa franjeado, en dos o tres sketchs de la Teletón, ha conducido un estelar, se ha hundido y resucitado con su canal. Porque el rostro sufre y ríe, el rostro sabe lo que son el dolor y la alegría. Sus lágrimas tienen profundidad, están hechas de secretos, de rumores, de lo que el público intuye de él pero que nunca va a saber del todo mientras lo ve huir a sus casas y sus departamentos exclusivos, a sus residencias temporales en Miami. Porque el rostro también ha fracasado en el amor, se ha separado, ha tenido amantes, sus parejas hablan de él con rabia pero también con miedo, tiene un matrimonio extraño, nunca se ha casado, está maldito, llena una doble vida, es amante de los animales, es amigo de un chef o de un millonario, ha coqueteado con la política y la astrología, ha animado Viña, ha sido jurado de Viña, ha estado a cargo de algún programa satélite de Viña.


Su éxito total es carecer de apellido. El rostro es solo un nombre: Cecilia, Felipe, Mario, Karen, Tonka, Diana, Fran, Martín, Kike. Los aspirantes a rostros sueñan con esa familiaridad, alucinan con que su cara termine siendo un ideograma. El nombre propio implica familiaridad, empatía, llegada con el otro. El rostro vende esa cercanía como atributo y premio, como una forma del éxito. El nombre propio es la moneda de cambio, es su escudo porque el rostro a veces sale a la calle: necesita que lo vean ahí, vestido con la camiseta de la selección, hablando la vida mientras contempla un caballo o una oveja al lado de un alambre de púas o de una casa de adobe resquebrajado, caminando en la línea de fuego de la catátrofes, cargando sacos de arena para las inundaciones, entrevistando entre escombros, con una barricada al fondo, mojado con una lluvia que lo moja como al resto. Necesita rozar la precariedad de lo real, hundirse en la fragilidad de la vida.


El rostro es apolítico a pesar de que vote y apoye a la derecha, a pesar de que anime el cumpleaños de Pinochet, a pesar de que se le identifique con el bacheletismo, de que salve algún glaciar que su público jamás llegará a ver en directo, de que esté casado con un candidato progresista que viaja en un jet privado. No importa, a veces el rostro se eleva más allá de la misma banalidad que encarna. Se distancia de ella para comprender la realidad, para fingir habitarla aunque más tarde protagonice la campaña millonaria de una multitienda. Porque el rostro sufre por Chile. Chile le duele porque ser chileno significa bancarse la tragedia, aguantarla con estoicismo y buenas maneras. El rostro, antes que nada, es chileno de corazón.


Pero un día, todo se rompe. El rostro viaja al sur a reportar la tragedia de Chiloé y se topa con una manifestante y la manifestante habla mal de Bachelet y el rostro le tapa la boca con la mano y quiere disfrazar ese gesto como un abrazo. La imagen es pavorosa. La imagen es atroz. La imagen es pura censura. La imagen insulta la inteligencia del espectador y la dignidad de los ciudadanos. La imagen es violenta solo como la tele en vivo puede llegar a serlo. Así, el rostro cae desde la cuerda floja donde hace equilibrio perpetuo. La magia de la pantalla se resquebraja. El maquillaje se derrite. Entonces, el rostro se revela, con suerte, como un funcionario ejemplar. Como alguien que solo sabe comunicar la nada, acaso una imagen trizada, un espejo del horror pero también del vacío.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 15, 2016 07:00

Álvaro Bisama's Blog

Álvaro Bisama
Álvaro Bisama isn't a Goodreads Author (yet), but they do have a blog, so here are some recent posts imported from their feed.
Follow Álvaro Bisama's blog with rss.