Óscar Contardo's Blog, page 99
August 26, 2017
¿Y si algo ha cambiado?
En los mentideros de las ciencias políticas -que ya son vecinos con los de la política a secas- se ha puesto en boga una teoría con cierto aire apodíctico, según la cual Chile se encamina hacia una nueva fase de polarización ideológica, social y política. Coinciden en esto intelectuales de derecha y de izquierda, aunque estos últimos parecen entusiasmarse -siempre teóricamente, por supuesto- cuando subrayan que tal fenómeno será más agudo si las elecciones las gana la derecha.
A veces, no pocas veces, la amenaza de la ingobernabilidad ha sido esgrimida como una especie de veto sociológico para la derecha. Es como si fuera impensable que en un país tan subdesarrollado la derecha pueda ganar las voluntades populares. Como si fuera inaceptable que en un país tan tremendamente desigual pueda la oligarquía imponerse en los votos. Como si, en fin, fuera imposible que en el país del malestar, en el país de mierda, pueda la derecha gobernar sin escudarse en una dictadura militar.
Para aceptar estas sorpresas hay que aceptar sus premisas: que Chile es subdesarrollado, desigual y pesaroso. Esta es la manera en que lo ha visto una cierta sociología tradicional, cuyas raíces se remontan a los profesores Alberto Baltra y Aníbal Pinto (un radical y un DC en la terminología actual): el famoso “caso de desarrollo frustrado” tan brillantemente descrito 65 años atrás. No es necesario refutar a estas ilustres inteligencias nacionales. Basta constatar que hablaban de un Chile muy diferente, en un mundo muy diferente.
No es este el espacio para repasar la lata sociológica, todo lo que ha cambiado en los chilenos. Sólo se propone una pregunta sencilla: ¿Y si los chilenos votantes, ciudadanos, maduros, pertinaces y participantes de ahora, los de estos tiempos, ven al país de otra manera?
El mundo de la izquierda se ha tomado siempre con desdén el hecho de que el peor de sus monstruos, el general Pinochet, obtuviera un 44% (y 54% en La Araucanía) en el plebiscito de 1988. Tuvo que ser un error, se dice, un producto del miedo, una secreción dictatorial, un algo. Ocho años más tarde, en un régimen democrático, Joaquín Lavín estuvo a 30.000 votos de quitarle a Ricardo Lagos el triunfo al que estaba predestinado. ¿Otro error, ya no un producto del miedo, sino del consumo, de la alienación, de algo? Y nueve años más tarde, con dos gobiernos socialistas de por medio, la derecha sobrepasó la frontera del 50%. ¿Cuál fue el error ahora? La selección del candidato (¡el mismo que sacó la primera mayoría de toda la historia!), la propaganda, el comando, algo.
¿No son bastantes señales de que la derecha, si aún es minoría, lo es en los márgenes, porque la supuesta robustez de la otra mayoría no ha sido tal por casi 30 años? ¿No será hora de admitir que el electorado chileno no es “naturalmente” de centroizquierda, aunque lo haya sido en un extenso período clave de la historia de Chile?
Estas preguntas son cruciales, porque la frustración de no obtener mayorías aplastantes, la sensación de que el país no entendía lo que le convenía, fue uno de los factores principales por los cuales la izquierda abjuró de la democracia en la segunda mitad del siglo XX, aplaudiendo a regímenes totalitarios y alentando a los revolucionarios, siempre más fieles a la vanguardia que a la vulgar democracia. La izquierda chilena pagó muy cara esa tentación y no es cosa de andárselo enrostrando antes de cada elección. Pero viene a cuento cuando la propia izquierda olvida que su origen remoto es el liberalismo, es decir, la lucha por las libertades individuales de las mayorías en contra de la opresión de las minorías aristocráticas, monárquicas, eclesiásticas u oligárquicas. La izquierda moderna es parte del “socioliberalismo” (como lo llama Paul Thibaud) que ha sido el sustento del sistema democrático en el último medio siglo, cuando incluso tuvo que soportar el desafío de las “democracias populares”, que al final se revelaron como simples tiranías oligárquicas, cuando no dinásticas. Desde luego que persiste también otra izquierda, que no tributa a esa tradición libertaria y que no se avergüenza del ejercicio dictatorial cuando la mayoría es esquiva (Maduro) o incierta (los Castro). Una parte de esa izquierda iliberal ha encontrado escondite en el populismo, y por eso no es raro que sea vacilante ante, por ejemplo, la tragedia venezolana.
En el Chile de los últimos 30 años ha prevalecido la primera izquierda, la libertaria, y ha sido favorecida por la mayoría. Pero nadie podría creer que esa mayoría tendría que ser eterna, inmutable e invariable. Puesto que la naturaleza de la democracia consiste en que la mayoría no es “dada”, cuando un sector la deja de tener es porque la ha perdido; no es por culpa de otros. Y entonces, ese cambio en la mayoría, ¿debe conducir a la polarización de manera inevitable? Desde luego que no. Se necesita atizarla, pero el resultado tampoco está garantizado.
La polarización encuentra un buen alimento cuando la política es practicada como una fuente de empleos. En ese caso, perder la mayoría es perder los ingresos, es decir que el estímulo para impedir que gobierne una mayoría distinta de la propia es inmenso. Esto es algo que está ocurriendo en Chile: hay partidos y sectores de partidos de la centroizquierda que han hecho del empleo clientelar una forma de creación y mantención del poder. Y hay una forma de militancia que consiste en estar disponible para ocupar dicho empleo. Pero esta es, por fortuna, una condición minoritaria, que no alcanza para garantizar la polarización, aunque pueda estimularla.
La derecha está hoy en una situación aún más favorable que la que tuvo en el 2009, cuando también se habló de polarización e ingobernabilidad. Depende exclusivamente de sus líderes que sepan interpretar lo que está ocurriendo en la sociedad chilena. No hay una teoría cuyas intuiciones sean inevitables.
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Un problema de conciencia
Ignacio Sánchez, el rector de la Universidad Católica, nos ha anunciado que la conciencia es un asunto institucional. Algo que sobrepasa a los individuos, los condiciona y reside en las creencias de los directivos nombrados por el jefe de un Estado monárquico. La conciencia, entonces, se derrama desde una cima hasta la base. El rector ya había advertido durante la tramitación del proyecto de despenalización del aborto en tres causales el alcance de su idea de conciencia: ningún profesional que tenga una opinión distinta sobre el tema podría trabajar en la institución que encabeza. No sólo eso, también vaticinó que de aprobarse la ley sobre interrupción del embarazo, el brazo de esa conciencia institucional se extendería hasta los centros de salud pública, provocando la renuncia de centenares de profesionales. Lo dijo con la misma seguridad con la que le exige al gobierno que se le reconozca a la Pontificia Universidad Católica su rol público, en virtud de los cuantiosos fondos de dinero que le exige al Estado.
El rector ejerce su derecho de libertad de expresión para sugerirnos que no hay espacio para el disenso sobre este tema -y suponemos que para otros tampoco- dentro de su universidad. A juzgar por el silencio que suele guardar el resto de la comunidad universitaria de esa casa de estudios cada vez que su rector hace este tipo de declaraciones, esto debe ser así. El señor Sánchez no hace más que informarnos que allí dentro todos piensan del mismo modo y quien no lo haga debería buscar otro sitio para ejercer sus actividades. Curiosa manera de encarnar un rol público en una sociedad democrática. Porque aunque su universidad sea pontificia y dependa de un Estado extranjero, uno supondría que debe adaptarse al ordenamiento político de la sociedad local. Eso es algo que la institución supo hacer muy bien en un pasado reciente, cuando su conciencia se alineó con los acontecimientos y colaboró de modo entusiasta con un régimen que -tal como el rector Sánchez sugiere actualmente a las autoridades civiles- solía advertirle al país que más nos valía guardar silencio si no estábamos conformes con su forma de ver el mundo. Bajo estas condiciones, la institución que encabeza el rector Sánchez logró un impulso y un sitial que nunca antes tuvo y gozó de una libertad de conciencia tal que le permitía, por ejemplo, silenciar en su propio canal las opiniones del cardenal que le resultaba incómodo al gobierno, censurar obras de teatro que no se ajustaban a la moral de una de sus autoridades y hasta entregar alumnos a los agentes de la represión, sin que les generara ningún conflicto interno el destino que podrían llegar a tener esas personas.
Últimamente, incluso nos hemos enterado de que en esa época la institución se encargaba, además, de ocultar la información que podría haber aclarado los acontecimientos que provocaron la muerte de uno de sus egresados, el Presidente Eduardo Frei Montalva. Habría sido interesante durante esos años -cuando el aborto terapéutico aún era legal antes de que un puñado de varones de uniforme y sotana decidiera penalizarlo- haber escuchado un debate al respecto, haber sido testigos de cómo los representantes de la institución debatían sobre “la cultura de la vida versus la cultura de la muerte”, por ejemplo. En lugar de eso, lo que podíamos ver era cómo en su canal se destacaba el trabajo de profesionales como Hartmut Hopp, mano derecha de Paul Schäfer, condenado por la justicia chilena por abuso de menores.
Los caminos de la conciencia son misteriosos y en ocasiones se estrellan de frente con los del conocimiento, como lo pudo vivir en carne propia en plena democracia el médico Horacio Croxatto, un hombre católico que después de años de investigación tuvo la mala idea de formarse su propia opinión sobre la interrupción del embarazo y comunicarla. El doctor se enteró que un senador y ex vicerrector de su misma universidad tenía la intención de aumentar la penalización en casos de aborto. Su conciencia -la individual, no la institucional- le exigió actuar. Croxatto escribió una carta a los parlamentarios para frenar el proyecto. Logró hacerlo, pero la institución en la que estudiaba y había hecho carrera decidió despedirlo.
El rector de una universidad cristiana, cuya matrícula de pregrado está compuesta en su mayor parte por alumnos que viven en las cuatro comunas más ricas de Santiago, le ha anunciado al país que la institución que dirige tiene un compromiso con la moral pública y una conciencia colectiva intachable y firme. También ha abierto una puerta para que la memoria de esa conciencia comience a ser escrutada públicamente de cara a la próxima visita de su máxima autoridad, el Papa, que ha hecho de la justicia social y la sospecha sobre el mercado y el neoliberalismo -modelo de desarrollo establecido en nuestro país por egresados de la Católica- uno de los sellos de su pontificado.
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August 25, 2017
La toma del 67
En el Chile de hoy se anda permanentemente tratando de reescribir la historia, lo cual no tiene nada de particular -es propio de la historia que se la revise-, si no fuera que la intencionalidad es a menudo burda. Se nos quiere convencer que la Tierra es plana (después de todo seguimos usando geometría plana), o que el caballo blanco de Napoleón es pardo (Bonaparte alguna vez montó un caballo marrón, y así aparece en unas pocas imágenes). No. La Reforma Agraria no es causa de que niños campesinos hayan ido a la escuela, tengan zapatos, y exportemos frutas y maderas. Tampoco es cierto que desde la toma de la Casa Central de la UC el 67 el sistema universitario ha “progresado en forma creciente y significativa”. Se cae en esa lógica panglosiana y no faltará el ingenioso que trate de dorarnos la píldora contándonos que, con ocasión del bombardeo de La Moneda, se terminaron por abrir “las grandes alamedas”.
La modernización universitaria comienza en los años 50 si no antes en los 40, al iniciarse una serie de cambios: reestructuraciones (U. Concepción), centros de investigación desligados de las facultades (Flacso), ramos por crédito sin plan fijo, semestralización, jornadas completas, instancias de extensión (teatro experimental), líneas de publicación y editoriales (Editorial Universitaria), nuevas bibliotecas y planteles (U. Técnica, U. Austral), sedes provinciales, aumento de matrícula… La Ford Foundation, entre otros, aportó millones de dólares a nuestras universidades entre 1960 y 67. La Escuela de Economía de la UC hizo un acuerdo clave con la U. de Chicago, y hacia el 67 funcionaba conforme a estos novedosos parámetros.
Lo que es propio de la Reforma Universitaria a partir de 1967 son las tomas (empezando con la de la Católica de Valparaíso y de Santiago en ese orden), el activismo y su posterior radicalización, la demanda de cogobierno (que la del 67 en la UC consagra), el discurso del “compromiso con el Pueblo (obrero-campesino)”, “la Universidad Para Todos”, el aborto del proceso que antecediera, la crítica de indiscutibles académicos (J. Millas y M. Góngora, este último diciendo después que “el nivel intelectual de las Universidades no subió un punto entre 1967 y 1973”). La toma misma, precedida por agresiones y destempladas manifestaciones de dirigentes de la FEUC, involucró y gatilló presiones del gobierno de Frei, la interesada intervención del arzobispo de Santiago (Silva Henríquez) y de órdenes específicas (jesuitas), la renuncia forzada del rector y meses después la de J. Gómez Millas (ex rector de la UCh) como ministro de Educación al extenderse el “proceso” a otros planteles. La toma engendró al gremialismo y eventualmente el MAPU cuyas consecuencias políticas son de suyas conocidas.
El registro histórico habla por sí solo: no cabe “reescribirlo”.
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Mal cliente
Alejandro Guillier se queja amargamente del portazo que ha recibido por parte de la banca, al solicitar plata para financiar su campaña. Acusa de un supuesto bloqueo de los directorios o grupos de interés de dichas instituciones hacia su candidatura, argumento que se cae por sí mismo, al constatar que el primero que le dijo que no fue el propio BancoEstado, que se supone está ajeno a dichas consideraciones.
Más allá del problema legal que impide al BancoEstado prestar a los parlamentarios en ejercicio, lo fundamental es que Guillier es un mal cliente por donde se lo mire. Porque cuando se va a pedir plata, uno tiene que tener algún respaldo o una buena idea. Y este candidato no tiene nada de aquello. Su proyecto es malo, su respaldo es débil y sus posibilidades de triunfo son muy bajas. Entonces, su crédito se convierte en una operación muy riesgosa para cualquiera.
Incluso así, Guillier tenía dos maneras de salvar el punto. La primera, que ya no ocupó, era no ser un candidato independiente, con lo cual podría haber aspirado a una parte de los $3.800 millones que disponen los partidos como anticipo para financiar las campañas. Pero, el candidato no quiso ser empleado de los partidos y prefirió ser una suerte de empresario, pero sin proyecto, lo que es una contradicción en sí misma. Ahora, los partidos que lo apoyan se niegan a pasarle plata. Dicen que prefieren apoyar a sus parlamentarios, que es una forma elegante de decir que invertir en Guillier no es rentable.
La segunda posibilidad es que renuncie a ser senador. Con eso sería un ciudadano cualquiera y al menos el BancoEstado no tendría una excusa legal para pasar plata. Otra cosa es que se la pase. Pero Guillier tampoco quiere hacer aquello, porque sabe que el riesgo de quedarse sin nada es alto. O sea, quiere jugar a ser empresario, pero no correr riesgo, en una clara señal que ni él mismo cree en su proyecto presidencial. Bueno, el mundo no funciona así. Si él no es capaz de jugarse claramente por su idea, entonces no puede pedir a los otros que lo hagan.
Así las cosas, lo de Guillier cada día se parece más a una aventura que a un proyecto. Y nadie está para arriesgarse con aventuras de este tipo. Ni siquiera el gobierno, que también le dio un portazo a su idea de cambiar la ley a su favor. “No hay ninguna opción de cambiar un artículo de la Constitución”, le dijo ayer el subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy.
La última esperanza es hacerlo a la Obama, quien renunció al financiamiento estatal, y creó un sistema de donaciones para sus seguidores que fue muy exitoso. Guillier dice que hará lo mismo, pero tiene un problema: él no es Obama. No es un candidato que entusiasme, ni ganador. En suma, una persona que es un mal cliente para los bancos, para sus partidos, para el gobierno y para la gente, es también un mal candidato. Esa es la única verdad.
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No tinc por (No tengo miedo)
Más de cien mil personas concurrieron sin banderas ni signos de ninguna naturaleza, el pasado viernes 18 de agosto a la Plaza de Catalunya en Barcelona, a metros de -donde en horas previas- habían sido brutalmente asesinadas 13 personales, naturales de Alemania, Bélgica, Portugal, Estados Unidos, Francia, Australia, Argentina, Colombia y España. Los auto convocados querían rendir un homenaje, recordar con dolor y esperanza a las víctimas inocentes. La verdad sea dicha, es que pudo ser cualquiera de los habitantes de este mundo. “No tengo miedo” fue el grito de repudio, de afirmación democrática que surgió desde el alma, luego de un minuto de silencio en recuerdo de las víctimas. Sí, un espontáneo “no tengo miedo” que aunque parezca una contradicción busca vencer al miedo, y que es también una notificación a los terroristas, de no decaer y de negar el intento de consumar la conculcación de la libertad, de la democracia. A miles de kilómetros de distancia, debe ser también nuestro grito, porque es también nuestra libertad y democracia, porque también -y es bueno saberlo y decirlo- no hay lugar en el mundo donde pueda sostenerse que “aquí no pasará jamás”. Qué habrá ocurrido en la mente de los jóvenes yihadistas, algunos incluso sin historial de violencia; cómo habrá influido en ellos el adoctrinamiento de un clérigo radical, que terminó por convercerles de ser autores principales de una matanza, convirtiéndose en símbolos del terror y en definitiva llevándolos a su propia muerte. Sin embargo, como lo dijo Mario Vargas Llosa en un artículo de reciente publicación “los fanáticos nunca van a ganar la guerra. La matanza de inocentes será una poda, y las viejas Ramblas seguirán imantando a la misma variopinta humanidad”.
Nuestra patria ha sabido, otrora, del terrorismo, tanto como del perpetrado por el Estado como del que reivindica causas ideológicas y políticas y que pretende alzarse en tomar una falsa justicia por mano propia. Ambos tipos de terrorismo fueron, llegada la democracia, enfrentados por el estado de derecho, con éxito investigativo y sancionatorio, evitándose en buena medida la siempre anhelada impunidad que buscan sus autores materiales e intelectuales. Incluso, en los últimos años hemos tenido episodios que buscan provocar terror, provenientes en un caso por grupos anarquistas -con singular efectividad en su desarme por el Ministerio Público y las policías-, y en el otro, en que la causa remota que se revindica se vincula al injusto trato que el Estado ha dado a nuestros pueblos originarios. Por cierto que los hechos, los efectos, y los objetos del delito no son comparables con lo que ocurre en otros lugares del mundo. Pero qué duda cabe, que es indispensable estar atentos a cualquier germen del miedo. Ello, requiere entre otras cosas, saber llamar las cosas por su nombre y no huir de la necesaria calificación de los hechos.
Siempre será indispensable ser capaces de establecer las condiciones políticas, económicas y sociales destinadas a eliminar cualquier pseudo justificación de la violencia, pero aquello no puede importar ser pasivos en la persecución -con los instrumentos de la justicia- de todo atisbo de delito terrorista, aun a sabiendas de las dificultades que trae “este enemigo innoble y sinuoso”, que no da la cara.
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Más allá de intereses particulares
Uno de los desafíos más complejos que enfrenta nuestro país es armonizar su desarrollo con la sustentabilidad ambiental, económica y social de las iniciativas de inversión que hagan posible la generación de empleo y riqueza.
Hay factores que en años recientes han tornado ese desafío mucho más exigente que en el pasado. Nuestro nivel de desarrollo, que nos ubica en el rango superior de los países de renta media, nos somete a mayores exigencias, especialmente a partir de nuestra adhesión a la OCDE y al activo rol internacional que juega Chile en temas como cambio climático y cuidado del medio ambiente.
Por otra parte, el explosivo aumento del acceso a la información y los avances en compromisos de transparencia y participación de las comunidades locales, que demandan ser escuchadas y consideradas, agregan desafíos adicionales a la institucionalidad adoptada por nuestro país para la evaluación del impacto de las iniciativas de inversión.
El pasado día lunes, el Comité de Ministros responsable de estas materias adoptó una decisión que ha sido cuestionada por la empresa que impulsaba la iniciativa, así como por las cúpulas del sector empresarial, y aplaudida por las organizaciones de defensa del medio ambiente.
Una primera reflexión es que la crítica o el respaldo motivado por la coincidencia de las decisiones con los intereses y posiciones de cada quien, no es razón suficiente para poner en cuestión una institucionalidad que ha costado mucho construir y legitimar.
La noción de que toda iniciativa de inversión es adecuada, sin importar los pasivos ambientales que provoca, así como aquella que considera que la naturaleza no admite intervención de ningún tipo, resultan igualmente nocivas para las necesidades del país.
Arbitrar conflictos de interés de esta magnitud requiere fundamentos de rigurosidad técnica de parte de los diversos organismos que participan en el proceso y, al mismo tiempo, demandan la mirada que debe proporcionar un cuerpo colegiado de nivel ministerial, que debe incorporar una visión amplia que incluya las sensibilidades sociales, políticas y económicas que siempre están asociadas a las decisiones de importancia.
En el caso que se analiza, medió un tiempo más que suficiente entre la decisión adoptada en la Región de Coquimbo en marzo y el lunes pasado, para que los equipos técnicos continuaran evaluando el proyecto. La posición del Ministerio de Agricultura se fundó en el negativo impacto del proyecto sobre la rica fauna marina en el área de operación del puerto, cuestionamientos que hasta ahora no han sido despejados.
Lo que corresponde es fortalecer la institucionalidad ambiental, perfeccionar sus procedimientos especialmente para disminuir plazos y trabas burocráticas y acotar los márgenes de actuación de las instituciones involucradas estrictamente a las materias de su competencia. Al mismo tiempo, las empresas deben entender que los estándares y exigencias son mayores que en el pasado y que en la medida que se ajusten a esos estándares podrán llevar adelante sus iniciativas.
Lo que definitivamente sería un grave retroceso para Chile es debilitar nuestro marco normativo e institucional y reemplazarlo por la casuística particular o, peor aún, por decisiones de las autoridades fuera de procesos y regulaciones conocidas con antelación.
Simplificar el debate entre ambientalistas o desarrollistas, o descalificar las decisiones de las instituciones porque no se ajustan a nuestras expectativas e intereses, escabulle el asunto de fondo, esto es, cómo nos adaptamos a los nuevos estándares de impacto ambiental y cómo respondemos a las exigencias de una ciudadanía más informada y sensible respecto del cuidado de nuestro medio ambiente.
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Certeza técnica por sobre decisiones políticas
Esta semana, el Comité de Ministros rechazó la construcción del proyecto minero de hierro y cobre Dominga, en la Región de Coquimbo. Creemos que es una decisión lamentable, especialmente si consideramos que la iniciativa había cumplido con todas las exigencias previas que indica nuestra institucionalidad.
El rechazo a este proyecto de inversión es una pésima señal. En la actual coyuntura, es fundamental que el país entregue certezas a los inversionistas de que la inversión es bienvenida. Esto se contradice con la decisión adoptada por el Comité de Ministros y solo contribuye a acentuar la desconfianza en la forma en que se adoptan las decisiones en Chile.
La iniciativa fue aprobada en lo técnico y, por razones políticas, se rechazó en última instancia. Recordemos que el proyecto estuvo en tramitación más de tres años y medio, con enormes inversiones involucradas en este proceso. Por lo tanto, no es válido argumentar en el último momento que la línea de base presenta información deficiente o insuficiente.
Por lo tanto, hoy los inversionistas no saben si en el último paso les van a aprobar un proyecto o no, sin importar cuánto hayan avanzado, qué pasos hayan tenido que cumplir o cuánto hayan invertido. En consecuencia, las empresas están caminando con creciente cautela.
La minería es un negocio de largo plazo, intensivo en el uso de capital. Además de la calidad de los recursos mineros, aspectos como el riesgo país, la seguridad jurídica, la regulación y la estabilidad de las reglas son factores determinantes para los inversionistas.
Hay una cifra preocupante en este contexto. Del total de proyectos de inversión proyectados por Cochilco para los próximos diez años, que suman US$ 65.000 millones, solo el 47% cuenta con una Resolución de Calificación Ambiental (RCA) aprobada. Y, aunque paulatinamente estén mejorando las condiciones de mercado, esto no es suficiente para atraer y volver a encantar a los inversionistas.
Por esto, creemos que es válido abrir un debate sobre si es el Comité de Ministros la entidad adecuada para resolver finalmente la concreción de un proyecto. Especialmente dada la trascendencia de iniciativas que ha analizado, y cuando previamente ha habido una serie de instancias técnicas institucionalizadas interviniendo en el proceso. Hay aspectos que competen exclusivamente a organismos técnicos.
En consecuencia, debemos otorgar mayores grados de confiabilidad jurídica, que permitan hacer posible la realización de proyectos cada vez más competitivos. Es necesario agilizar el otorgamiento de permisos y generar una instancia pública que vele por una tramitación más expedita de grandes iniciativas, que genere seguridad.
Como país debemos explicitar a los agentes económicos, en forma nítida y clara, la ruta a seguir en el mediano plazo. Para ello, se requieren acuerdos amplios, en un horizonte de largo plazo, donde la estabilidad de las reglas es un factor crucial.
Lamentamos la decisión tomada, considerando que Dominga significaba una inversión de US$ 2.500 millones y hubiera generado empleo y desarrollo, muy necesarios en nuestro país y en la región.
Hoy, la minería chilena se encuentra en una encrucijada: o empieza a decaer, y como país se pierde una oportunidad o desarrollo, o continúa su crecimiento guiando a toda la economía junto con ella. Es un momento clave para el sector en este sentido. Es lamentable que este gobierno no haya sido capaz de tomar una decisión país en una materia de tanta importancia.
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El “volte face” de Lenín Moreno
Es exactamente lo que está sucediendo. Son tres los campos en los que Lenín Moreno ha plantado cara al correísmo.
Primero lo hizo alertando contra una economía que no producía lo suficiente y unas finanzas públicas que estaban patas arriba por un déficit no financiero equivalente a casi 8% del PIB junto con una deuda acumulada que, contando los distintos compromisos del Estado, sencillamente no había cómo pagar. La caída de los precios internacionales y el desenfreno fiscal movieron a Moreno a plantear una austeridad muy poco “correísta” (la meta es reducir el déficit a menos del 2% del PIB hacia 2021).
El segundo campo en el que Moreno ha planteado batalla es el ético. En lugar de proteger y justificar la corrupción del gobierno anterior, ha abierto la caja de Pandora alentando a las instancias públicas y políticas para investigarlo todo. El resultado es que su propio Vicepresidente, Jorge Glas, figura emblemática del gobierno anterior, en el que también ejerció ese cargo, está a punto de ser procesado por haber recibido, según las acusaciones, muchos millones de dólares en sobornos. Varios funcionarios, incluyendo exministros de Correa como Carlos Pareja, que gerenció (el verbo es generoso) Petroecuador, están detenidos o investigados. No hay día en que no surja alguna revelación sobre el imperio de la corrupción que fue el gobierno populista. Odebrecht es uno, pero sólo uno, de los grandes “benefactores” de los funcionarios o testaferros del correísmo que favorecieron a empresarios a cambio de sobornos.
El tercer campo en el que Moreno reta abiertamente a su antecesor -que está viviendo en Bélgica- es el de la administración pública. Uno a uno, ha ido sacando de funciones significativas a personas enfeudadas a Correa o representativas de la gestión anterior. Para cubrirse las espaldas, ha ido ganando adeptos dentro de la propia Alianza País, con lo cual el partido y la bancada parlamentaria están escindidos, pero también ha dialogado, como lo había ofrecido, con sectores que antes formaban parte de la oposición frontal al correísmo, tanto desde la derecha (el socialcristianismo de Guayaquil) como desde la izquierda (los grupos indigenistas).
Aunque las propuestas de austeridad, ciertos anuncios, como el de otorgar concesiones a empresas privadas para mejorar la infraestructura vial, y el trato más respetuosa hacia la prensa se desmarcan de la herencia populista, es pronto para saber si Moreno está sólo abocado a destruir a Correa y consolidar una Presidencia independiente, o pretende desmontar el populismo y llevar al Ecuador hacia un modelo distinto. Sus frases críticas de Venezuela sobre las muertes provocadas por el régimen de Maduro y los “presos políticos” parecerían indicar que Moreno contempla desplazarse ideológicamente hacia algo más bien parecido a la socialdemocracia uruguaya que al club del ALBA al que perteneció Ecuador bajo Correa.
Independientemente de que resulta o no así, tras la salida del poder del “lulapetismo” brasileño y el kirchnerismo, este es el tercer golpe certero que recibe el populismo sudamericano en poco tiempo, lo que deja a Caracas, La Paz y Managua en un notable aislamiento.
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Portabilidad numérica: más allá de la telefonía
Uno de los cambios regulatorios pro competencia más importantes de los últimos años fue la portabilidad numérica en telefonía, principalmente móvil. El principio era simple: migrar el derecho de propiedad sobre el número telefónico desde la empresa al cliente. En el pasado, este era presa de su número: si se movía de compañía lo perdía (y su red contactos lo perdían a él). Esto generaba un enorme costo de cambio que limitaba la competencia.
La portabilidad irrumpió con fuerza en el mundo a fines de los 1990s. En Chile el cambio regulatorio llegó recién en 2012, terminando de implementarse completamente en 2016. Desde 2012, más de 10 millones de usuarios han portado su número.
Los incumbentes resistieron este cambio. ¿Argumentos? Que tecnológicamente era demasiado complejo o que aumentarían los costos. Lo concreto es que la industria se expandió, hay nuevos actores, mayor diversidad de planes y, por supuesto, menores tarifas. Competencia a la vena.
¿Podría extenderse el mismo principio a otras industrias?
La banca podría ser un buen candidato. Piense, por ejemplo, en el número de su tarjeta de crédito. Si cambia de banco, incluso manteniendo la misma marca de tarjeta, perdería su número. Ello lo obligaría a reprogramar todos sus pagos automáticos. También a actualizar su información de Netflix, Spotify, Amazon, PayPal o Skype. Claramente un desincentivo a moverse. Lo mismo sucede con su cuenta corriente: si migra de banco perdería su número de cuenta e historial de movimientos.
Las preguntas en este caso son las mismas que las de la telefonía. ¿Es tecnológicamente factible transferir la propiedad de los números bancarios a las personas? Y de ser así, ¿no tendríamos acaso una industria más competitiva?
Otro ejemplo paradigmático es el de las redes sociales, caracterizadas por externalidades de red que limitan la movilidad de las personas. Tal vez a usted le gustaría cambiarse desde Facebook hacia un nuevo entrante. Pero no lo hará porque perdería los contactos de sus amigos. Incluso si mantuviera esos contactos, ¿cómo interrelacionarse con ellos, que siguen en Facebook, desde de una red social distinta? Esta es la razón por la cual esa industria tiende al monopolio. ¿A qué costo? Aunque aparentemente usted no paga nada, el precio cobrado es el de su información personal valiosa que es rentabilizada de diversas formas.
Para enfrentar este problema y maximizar la competencia entre redes sociales, Luigi Zingales y Guy Rolnik, profesores de la Escuela de Negocios de Universidad de Chicago, han hecho una interesante propuesta. Señalan que la nueva regulación del siglo 21 pasa por entregar los derechos de propiedad sobre todas sus conexiones digitales a las personas. Así ellas podrían elegir libremente su prestador sin tener que enfrentar los altísimos costos de cambio actuales.
Todos los ejemplos anteriores refieren a un mínimo común denominador que está marcando una discusión de fondo en la Unión Europea y EE.UU.: la propiedad de los datos personales. ¿Es de las personas o de las empresas? Una discusión que resulta clave para extender los efectos competitivos de la noción de portabilidad numérica a todos los ámbitos de datos personales. El avance tecnológico, incluyendo el de blockchain, apunta en esa dirección. La pregunta es si en Chile llegaremos o no tarde a esta discusión.
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Un hinchapelotas de la escenita cultural
Valiéndose de manifiestos, fragmentos de diarios de vida, cartas, e-mails, aforismos, prólogos, apuntes, sueños, entrevistas, crónicas (propias y ajenas), confesiones, lamentos, fobias, e incluso rabietas, el poeta Héctor Hernández Montecinos presenta su primer libro en prosa, un grueso tratado en el que aborda múltiples temas que tienen como punto de partida, y de llegada, la escena literaria nacional. Al cierre del volumen, el autor aduce que éste no difiere mucho de su obra poética, “ya que se trata de extremar la escritura, el formato, los soportes, el género, pero en este caso uno se convierte en lector de sí mismo desde otro ángulo, y no tan sólo de sí mismo sino de las comunidades, las redes, los afectos que se ponen en juego cuando alguien decide ser un escritor en un campo cultural determinado como lo es el chileno”.
En términos generales, hay dos asuntos que llaman la atención al leer Buenas noches luciérnagas. El primero es que pese a las rencillas, a los celos o a la mala leche derramada, la escena literaria chilena, en especial la escena poética, no es un campo de batalla infame en el que prácticas como el hachazo en la espalda o la degollina en masa sean pan de cada día. Si bien los poetas pueden convertirse en seres irascibles sin mayor provocación, no deja de ser encantador el modo en que están dispuestos a defender sus pecadillos, sus cuarteles o, en este caso particular, a una generación completa (Hernández forma parte de los llamados novísimos, gente que se acerca a los 40 años y que en buena medida se formó en el taller literario de Balmaceda 1215 o en sus inmediaciones).
El segundo asunto llamativo es que Hernández hace gala de una prosa que ya se quisieran algunos de nuestros más exitosos narradores. Y no sólo eso: el conocimiento acerca de lo que habla, la profundidad empeñada, la autenticidad de su búsqueda, la lucidez de ciertas disquisiciones puramente literarias, en fin, el compromiso con una propuesta estética le confieren a este libro documental una notoriedad poco común. El hecho de ser un poeta talentoso –y Hernández lo es– de ningún modo implica manejar con soltura los hilos de la narración. Se trata, por decirlo de manera simple, de habilidades ajenas entre sí. Y ejemplos de gigantes del verso que han fallado rotundamente en el uso de la prosa sobran.
Yendo ahora a lo específico, dentro de este enorme collage hay ciertas piezas que brillan más que otras. Cuando el autor habla de personas que admira, sean o no escritores, es más efectivo que cuando se refiere a quienes desprecia. La crónica dedicada a Gloria Trevi, por ejemplo, resulta conmovedora y memorable. El gusto por la obra y los decires de Diego Maquieira y la relación con el poeta Raúl Zurita también evocan dulzura, así como la identificación con los poemas de Pablo de Rokha implica una declaración de principios. En el plano discursivo, los “33 consejos a los alumnos que nunca conoceré” son contundentes, mientras que ciertas admisiones personales, expresadas con humor, ganan por eso mismo importancia: “Me falta roce, que es una mezcla de clase y colusión”.
Cómico también es el desagrado que al autor le provocan los cuentos: “No veo películas, no escucho música nueva desde hace más de quince años, no voy al teatro ni a conciertos, pero eso no es nada con la repugnancia epistemológica que me producen los cuentos. No existe algo que me produzca más desagrado, indignación y asco que ese seudo género literario, por suerte, en vías de extinción”. Hernández, a quien su amiga Carmen Berenguer considera un “hinchapelotas de la escenita cultural”, demuestra en Buenas noches luciérnagas una madurez literaria que trasciende los géneros. Y ése, precisamente, era uno de sus objetivos al escribir este libro.
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