Óscar Contardo's Blog, page 48
November 5, 2017
Atentado en Nueva York
El atentado en Nueva York de esta semana refleja lo que ha sido la transformación de las tácticas terroristas de los últimos 10 años. Atrás han quedado los actos de violencia cuyos objetivos son blancos altamente simbólicos, en parte porque las condiciones de seguridad internacional después del 11/9 cambiaron de forma dramática, haciendo difícil la planificación y ejecución de atentados de envergadura, especialmente en territorio de sociedad occidentales. El terrorismo de hoy, más bien, es uno centrado, casi con exclusividad, en garantizar el éxito de la violencia enfocándose, principalmente, en los llamados ‘soft targets’, esto es, blancos bajamente vigilados, con alta concentración de civiles y con altos grados de vulnerabilidad.
Esta mutación toma, a mí modo de ver, influencia de 3 fenómenos distintos. El primero se encuentra en el modus operandi de una serie de grupos palestinos que, a partir de 2008, utilizarán accesorios como cuchillos o navajas para atacar a civiles israelíes; pero también vehículos motorizados que son utilizados como armas letales. El efecto de contagio de esta estrategia parece evidente. El segundo fenómeno tiene que ver con el llamado explícito que realizan múltiples organizaciones para persuadir a sus seguidores que utilicen los medios disponibles para realizar un atentado antes que en intentar uno de alta sofisticación, por ejemplo, el segundo número de la Revista ‘Inspire’ (medio asociado a la franquicia de Al Qaeda en la Península Arábiga), publicado en el otoño de 2010, hace mención explícita de este modelo de ataque (calificándolo grotescamente como ‘máquina podadora’); y el decimotercer número de la revista ‘Rumiyah’, asociado al Estado Islámico, explícita más o menos lo mismo: vale decir, cabe utilizar medios que tengan mayor probabilidad de éxito, aunque eso signifique menor cantidad de víctimas. Finalmente, ha habido llamados explícitos para utilizar vehículos como armas, como aquel que hizo Abu Mohammed Al-Adnani, antiguo portavoz del Estado Islámico, y quien decía que había que aprovechar la absoluta preeminencia del transporte motorizado en occidente para volcar el bienestar material en terror psicológico; o incluso un video subido por un americano convertido al Islam – Abu Hanza al-Amriki – quien propugna por ataques con vehículos, para lo cual, de hecho, sube un video a Internet donde detalla la forma de ocasionar la mayor cantidad de muertes posibles.
Desde 2006, y descontando el ataque en Nueva York, el terrorismo vehicular ha sido documentado en al menos 34 ocasiones según el Consorcio Internacional del Estudio del Terrorismo, teniendo como resultado la muerte colectiva de al menos 194 personas en ubicaciones tan dispares como Carolina del Norte, Quebec, Londres, Niza y Xinjiang. Tres comentarios caben hacer al respecto:
Primero, este tipo de tácticas de baja sofisticación será la tónica en los años que vienen. En la medida en que el proyecto de un estado islámico termine por colapsar, la posibilidad de pensar en atentados de gran envergadura se reduce de forma notoria.
Segundo, no es fácil combatir esta readecuación. De acuerdo a información del MI-5 británico, se requieren algo así como 30 agentes para poder mantener vigilancia permanente de 1 sólo sospechoso. Los recursos, por ende, son extremadamente altos y el error humano es algo que siempre estará presente en las estrategias contraterroristas.
Tercero, con todo el dolor y terror que estos actos provocan, no son eventos que puedan – por sí solos – modificar la estructura básica de las sociedades occidentales. Si puede fomentar la sobrerreacción y que es algo que hay que evitar, porque es precisamente ese efecto el que alimenta el ciclo negativo de la radicalización.
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November 4, 2017
Sebastián Piñera
El candidato de la derecha ha mejorado mucho respecto de la campaña anterior, cuestión que también incluye su desempeño como expresidente. Han disminuido las reiteradas y fallidas referencias de autores, las que no solo lo avergonzaron a él sino a todos quienes lo escuchaban (valga el agradecimiento a quien le escondió el libro de citas). Se ha controlado en ese enfermizo afán competitivo, que lo llevó a decir sandeces como que en 20 días de su gobierno se había hecho más que en los 20 años de la Concertación. Cuestión similar podríamos reconocer sobre la moderación del exitismo que tantas veces verbalizó, como fue el caso del mejor censo de toda la historia. Y aunque con algunos tropiezos, también debemos conceder que ha contenido su veta “humorística”, esa tan despectiva, especialmente para las mujeres.
Con todo, probablemente tenga que seguir trabajando en otros aspectos importantes para quien aspira a la dignidad de dirigir una nación. En efecto, debe intentar no apropiarse de las ideas de otros, o al menos citarlos. También sería deseable que antes de criticar a los jueces por sus decisiones con motivo de la Ley Antiterrorista, recordara que en su gobierno se introdujo una modificación legal que hizo mucho más difícil la convicción jurídica de la culpabilidad. Lo mismo en cuanto a su alegato por preservar la certidumbre y el estado de derecho, ya que fue él quien mediante un telefonazo dinamitó la institucionalidad ambiental que se había inaugurado solo meses antes. Y para qué decir de su arenga sobre la probidad en la política y el sector público, cuando varios altos funcionarios de su gobierno están hoy formalizados, al igual que su ex administrador de campaña; sin mencionar que el mismo Piñera no ha sido precisamente un dechado de virtudes en esta materia.
Pero en una entrevista radial de esta semana, un pequeño incidente entre el candidato y los conductores anclas del Diario de Cooperativa, reiteró un majadero rasgo de su personalidad que se resiste a superar: no escucha. Se queja de que no lo dejan contestar las preguntas, cuando en realidad está solo repitiendo un discurso aprendido; se molesta cuando se le interroga por los temas que le incomodan o para los cuales no tiene una respuesta satisfactoria; y, peor todavía, se ofusca de cara a los cuestionamientos o las exigencias que a él se le ponen, como pretendiendo imponer una lógica de lo privado para el desempeño de un rol esencialmente público.
Junto con poner menos atención a sí mismo y más al entorno, sería deseable que Piñera cejara en su intento por convertirse en alguien que no es -un intelectual, estadista, humilde, empático o divertido- para sí concentrarse en aquellas características por las cuales los ciudadanos lo elegirán como el próximo presidente de la República.
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Voto útil
El programa de gobierno de Sebastián Piñera promete 750 medidas. El solo número indica un ánimo constructivista y regulador, que tiene más de socialista que de cualquier otra cosa.Habrá quienes impugnen esa calificación señalando esta o aquella medida como ejemplo, pero en esa cantidad siempre se puede encontrar cualquier cosa para argumentar en el sentido que se quiera. Además, hay un dato que permite afirmar irrefutablemente su inclinación socialista y que es el que importa: el costo. Según el propio candidato llegará a US$ 14.000 millones en el periodo. Cifra que no es menor, cuando la constante a través de los años ha sido el incremento del gasto público. Porque desde 1990 ningún político ha hecho un esfuerzo por detener el crecimiento del gasto público o siquiera hacerlo más eficiente. Invariablemente se ha propuesto gastar más que la tasa de crecimiento económico.
Tanto que Chile, de país con superávit, pasó a ser uno con déficit permanente, a pesar de las promesas de cerrar brechas con crecimientos proyectados, que los desequilibrios fiscales y reformas se han encargado de aventar. A ello se agrega el endeudamiento público, que alcanzó en septiembre a los US$ 60.000 millones (tan solo tres meses antes era de US$ 54.000 millones). Lejos están los tiempos en que éramos acreedores netos, más ahorro que deuda, la Noruega de Sudamérica. Lo que uno hubiera esperado de una candidatura de centroderecha ante esta realidad, eran propuestas efectivas para frenar esta espiral ascendente, pero lejos de eso, tenemos un catálogo de 750 promesas que exigen mayor gasto, financiadas vagamente con “crecimiento futuro” y “reasignaciones”.
Si vamos a la orilla contraria, encontramos que Alejandro Guillier -los que saben lo dan por contendor de Piñera en la segunda vuelta- no tiene programa. Lo dará a conocer entre la primera y segunda vuelta. Algo novedoso, votar por lo que no se conoce. Quizás es una estrategia de marketing: como en las telenovelas, mediante incertidumbre induce a la gente a votar por él para conocer el desenlace en el próximo capítulo. No obstante, una cosa es cierta: será un programa socialista, con muchas promesas y harto gasto.
Al menos, el candidato oficialista nos anticipó la línea de abajo, que es la que importa: su programa comprende US$ 21.000 millones. Parece más que su contendor, pero no es así, ya que dijo que US$ 9.000 millones serán inversión privada. Entonces, nos ofrece solo US$ 12.000 millones adicionales de gasto público, menos que Piñera. Digo “nos ofrece”, porque lo pagaremos nosotros; o nuestros hijos, tratándose de la deuda.
Como votante de derecha que ha sido instado al voto útil por el piñerismo, estoy analizando seriamente votar en segunda vuelta por Guillier. La razón es simple: ante dos programas socialistas, escojo el más barato. Pues US$ 2.000 millones no son poca cosa, sobre todo para un país que cada día tiene menos margen.
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Siete versus siete
El futuro de la humanidad y por ende de nuestro país depende esencialmente de lo que hagamos hoy en ciencia y tecnología. De hecho ya estamos muy atrasados y quizás con poca esperanza. Mérito especial merece A. Foxley que inspiró el programa estatal de doctorados para tener investigadores en estos temas. Entre las tecnociencias críticas hay siete que me parecen fundamentales y que por cierto no son independientes entre sí:
1.Big Data, inteligencia artificial, Bots
Los robots digitales inteligentes son claves para enfrentar una sociedad sobresaturada de datos, información y conocimiento. El big data es un paradigma científico en sí, que engloba la idea de sincronía, que es la base de la holografía, y la fractalidad del universo. La salud, banca, retail, servicios masivos y otras industrias ya requieren motores de big data que aprenden más rápido que los seres humanos.
2.Biotecnología y biología sintética
La biología sintética es ya una realidad. La salud dependerá en gran medida de estas tecnologías, y a su vez se irán fusionando con la robótica general. El mundo camina en esa dirección. Intervención genética, clonación, y úteros artificiales son ejemplos de lo que viene en forma cotidiana.
3.Nanotecnología
Esta avenida ofrece una auténtica revolución en la economía ya que conlleva el control final de la materia. La fusión de ésta con la biotecnología es otra revolución, que permitirá, por ejemplo, mandar pequeños robots incluso al cerebro.
4.Realidad aumentada e IoT
La Internet de las Cosas (IoT) de alguna manera le da “vida” a los objetos que se pueden comunicar con las personas y entre sí. Ello genera una nueva forma de realidad en la que ya estamos empezando a vivir. Las ciudades inteligentes, los drones de reparto y transporte y otras cosas de esa naturaleza están asociadas a estas tecnologías.
5.Web 3.0
Hoy estamos saliendo de la Web 2.0 y entrando a la Web 3.0, camino a la Web 4.0 que acogerá una nueva mente tecnológica colectiva. Esta nueva capa digital “sobre” la tierra es clave en toda la georreferenciación, la automatización y otras variables. Nuevos paradigmas de negocios y gobierno aparecen con ésta, incluyendo nuevas formas mundiales de coordinación.
6.Astrobiología
Las ventajas naturales que tiene nuestro país en astronomía son conocidas pero poco aprovechadas para nosotros mismos. Como nicho científico podría combinarse activamente con la biología para entender, por ejemplo, el tema imperativo del cambio climático.
7.Educación y transhumanismo
Todo lo anterior, significa ontológicamente la entrada a una nueva realidad y por ende es parte del desafío educacional que debemos enfrentar. El manejo de esta nueva realidad requiere un nuevo lenguaje de tipo post simbólico que está en pleno desarrollo. Por ejemplo, la curiosa “posverdad” es propia de esta nueva realidad. Para ello debemos tener investigación propia en educación y no seguir con las monsergas ideologizadas.
Nuestra clase política, con la honrosa excepción del senador Girardi, no toca estos temas. Seguimos mirando al futuro por el retrovisor, atrapados por ideologías del siglo 20 y resolviendo los problemas equivocados.
Estos siete ámbitos por cierto no agotan lo que está ocurriendo en el mundo, pero son lo mínimo necesario a abordar para partir. Hoy estamos en época de elecciones y de alguna manera se decide parte de nuestro futuro. El título de esta columna solo quiere transmitir que de los ocho candidatos que postulan, habiendo caído Lagos, hay siete que simplemente no solo no vislumbran estos temas, y menos aún el cómo se relacionan y cómo abordarlos. La decisión es suya si quiere ir al pasado o al futuro.
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100 años de la revolución rusa
El martes se cumplen cien años de la Revolución de Octubre (de acuerdo con el calendario juliano) que llevó a los bolcheviques, liderados por Lenin, al poder en Rusia. Aunque en otros terrenos, como el económico o el cultural, muchos otros acontecimientos, fenómenos o tendencias rivalizan o superan la importancia de la revolución comunista de 1917 para el siglo XX, en el político ningún otro asunto, con excepción del ascenso de Hitler y el triunfo de Mao, tiene dimensiones comparables. Es probable que, medida en su prolongación en el tiempo, su amplitud en el espacio y su reverberación ideológica, no tenga parangón ni siquiera en esos casos.
¿Qué residuos quedan de aquello un siglo después? No me refiero a la supervivencia de un ínfimo número de dictaduras comunistas, como la cubana o la norcoreana, o de países gobernados por un comunismo travestido en régimen nacionalista con sistema capitalista y centralismo político bajo el partido único, como China o Vietnam, sino a algo menos circunstancial: los residuos históricos, lo que perdura de todo aquello como enseñanza.
Lo primero es la importancia -y el peligro- del fanatismo en la historia. Lenin demostró ser una figura genial desde el punto de vista estratégico: desde 1903, cuando se crea el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, que reunía a las distintas corrientes revolucionarias y marxistas, hasta la toma del Palacio de Invierno, en Petrogrado, en 1917, resulta evidente que lo que hace la diferencia entre los bolcheviques, nacidos como una facción muy pequeña, y todos los demás grupos es la consagración de Lenin, a través de los años y los muchos contratiempos, a una idea fija, una zarza ardiente, que lo justificaba absolutamente todo.
Justificaba, incluso, todo tipo de actuaciones contradictorias, o aparentemente contradictorias, con el objetivo final, por razones tácticas. Lenin demostró que el fanatismo no está reñido con la flexibilidad, el famoso paso atrás. Cuando, ya en el poder, comprobó las resistencias agresivas del campesinado contra sus dictados, decretó la Nueva Política Económica que permitió durante unos años, de forma limitada, la actividad mercantil y privada. El fanatismo no es avanzar siempre hacia el objetivo, sino estar dispuesto a todo, incluso a contradecirse, para alcanzarlo.
Es una lección que debe servirnos, hoy, cien años después, para prevenir la llegada al poder de los fanáticos, enfrentarse a ellos cuando esto no resulta posible para impedir sus estropicios, y, lo que es más importante, derrotarlos en el campo de las ideas, se llamen nacionalismo, nativismo, populismo o cualquier otra cosa. El fanatismo de los Castro, en Cuba, o de Hugo Chávez, en Venezuela, o de los militares que en los años 70 creían estar en una cruzada cristiana contra el mal, puede haber tenido distintos grados e intensidades, y operado en contextos muy diferentes, pero no debemos perder de vista, como lección para el futuro, la génesis del problema.
Una segunda enseñanza tiene que ver con el contexto. Nada ayudó tanto a Lenin a triunfar como el contexto ruso. A diferencia de las democracias liberales, en las que los intentos de insurrección o captura del poder por parte del comunismo normalmente han chocado contra un contexto que los debilitaba precisamente porque esos sistemas están hechos para evitar el exceso de fanatismo, en Rusia todo jugaba en favor del fanático.
Sería laborioso pintar todo el paisaje de entonces. Basta decir que el autoritarismo y las exacciones del zar, el empobrecimiento de la sociedad y la ausencia de una sociedad civil fuerte llevaban provocando desde mediados del siglo XIX un fermento ideológico revolucionario que había pasado por distintas manifestaciones, incluida la violencia política (un hermano de Lenin, hecho crucial en la biografía y formación del futuro líder de la Revolución de Octubre, fue ahorcado por las autoridades por intentar asesinar al zar). Todo ello sufrió una exacerbación con el advenimiento de la Gran Guerra, cuya consecuencia interna fue erosión de la autoridad central y el surgimiento de una actividad revolucionaria aún mayor. En una democracia liberal que no atraviese por un estado de conmoción (como una guerra), el fanático es un ser marginal. En la Rusia de entonces, el fanático era el que ofrecía claridad, orientación, determinación, en medio del caos y el desorden.
Lo que protege, pues, a una sociedad contra el comunismo no es la violencia de signo ideológico contrario, como se ha creído durante tanto tiempo en América Latina, sino un orden político y social que permita resolver disputas razonablemente, y en el que el ejercicio del poder no sea un obstáculo para la realización personal, la diversidad y la proliferación de asociaciones voluntarias en la sociedad civil.
En la Rusia de finales del XIX y comienzos del XX, por ejemplo, los campesinos vivían, a pesar de estar agrupados en comunidades pequeñas y dispersas, bajo una interferencia del poder que no había permitido el desarrollo. Luego de la fallida revolución de 1905, el zar introdujo reformas, pero no alcanzaron al grueso del campesinado y fueron hechas con torpeza, de manera que provocaron, en ciertos sectores, rechazo por dislocar formas tradicionales de cultivo de la tierra y propiedad comunal. En las ciudades, la manufactura naciente no era el reflejo de la industria europea y capitalista, sino un proceso insuficiente que en lo inmediato había producido una “clase” trabajadora insatisfecha con muchas exigencias y disposición a la agitación política concentrada en pocas ciudades. Ese ambiente resultaba de haber impedido, durante siglos, el surgimiento de una economía moderna.
Una tercera enseñanza tiene que ver con el gran precursor de la Revolución de Octubre: el populismo. Rusia y Estados Unidos inventaron el populismo, no América Latina (ni la Europa de los 30). Los populistas -además, se llamaban así- trataron de acelerar los tiempos del marxismo, evitando, para dar el salto al socialismo, el paso por el capitalismo industrial. En la segunda mitad del siglo XIX, muchos jóvenes e intelectuales se trasladaron al campo y propugnaron el lavantamiento de los campesinos contra el zar. El movimiento, compuesto de múltiples grupos y facciones, derivó en el terrorismo contra el autócrata y su régimen, práctica a la que adhirió el hermano de Lenin. El bolchevismo, como otras corrientes de lo que se llamó en un principio “socialdemocracia”, fue un hijo directo del populismo agrarista, la primera de las manifestaciones revolucionarias importantes en Rusia.
El populismo latinoamericano, que surge en la década de 1920, aunque alcanza su madurez a mediados del siglo pasado, en cierta forma ha sido un obstáculo para el comunismo, salvo en Cuba, donde los vasos comunicantes entre ambas cosas han sido significativos, y en Venezuela, donde el chavismo lo ha utilizado como transición hacia el proyecto totalitario. En otros países, en cambio, por ejemplo en México, el populismo fue en parte un antídoto, un competidor preventivo, del comunismo en la medida en que aspiraba también a modificar el estado de cosas imperante radicalmente, sacrificando la democracia liberal y a centralizar el poder político y, parcialmente, el económico. La Revolución Mexicana, que se tiñó de populismo, fue un arma eficaz para impedir en ese país la revolución comunista. En otros países, como el Perú, el populismo del Apra también acotó los espacios del comunismo.
Una enseñanza adicional, y con plena vigencia, que podemos extraer de lo ocurrido hace cien años es que el “leninismo” no murió con Lenin. Empleando las ideas del austríaco Karl Kautsky (como enfatiza bien, dicho sea de paso, Mauricio Rojas en un libro reciente sobre el líder de la revolución rusa), Lenin depositó en un grupo exclusivo de intelectuales visionarios la responsabilidad de hacer lo que los proletarios no podían, por ignorancia, hacer por sí mismos. En ese proceso, secuestró a la clase a la que, se suponía, quería liberar, haciendo del partido, ya en el poder, esa “nomenclatura” elitista que redujo el objetivo liberador de los trabajadores industriales a una ficción ideológica.
Todos los partidos del mundo, en cierta forma, adolecen de un cierto “leninismo”, la tendencia a depositar en un caudillo y su gente de confianza un poder excesivo y a hacer de él no tanto una correa de transmisión social de abajo hacia arriba como una correa de transmisión del poder de arriba hacia abajo.
Conviene tener muy en cuenta esto ahora que los partidos están en crisis y que la explosión de las comunicaciones ha descentralizado la política al extremo de convertir a cada usuario de redes sociales en algo así como un partido unipersonal. Si bien la democracia sin partidos -al menos en este estadio de la evolución cultural de la especie- no es posible, porque deriva de inmediato en dictadura, también es cierto que el partido tradicional, definido según la descripción anterior, es cada vez más inviable en una sociedad en la que el individuo encuentra maneras de comunicarse con el prójimo y con el poder que no pasan por la política organizada. El “leninismo” que habita parcialmente en todo partido, incluido el más democrático, enfrenta hoy el desafío descomunal de una sociedad que pretende, quizá peligrosamente, trascender a los partidos. En ese sentido, vivimos la crisis de una forma de hacer política que en su expresión más extrema tiene su origen en la experiencia del bolchevismo.
Una reflexión final. Aunque Lenin introdujo, por razones más tácticas que de otro tipo, un limitado grado de mercantilismo en la economía comunista para evitar, mientras consolidaba su poder, la erosión de su revolución, la convicción de que había que abolir la propiedad privada era en él absoluta. Stalin, después de su muerte, se encargaría de establecer el centralismo económico definitivo. Sabemos hoy que, a la larga, la inviabilidad de la economía socialista jugó un papel en la erosión del comunismo y por tanto en su desplome, junto con el Estado comunista, en 1991.
Esto, que parece una lección positiva en favor de la economía de mercado, es un arma de doble filo porque fortalece la idea de que, si se los combina con el capitalismo, o al menos con algún grado de economía de mercado, el autoritarismo y el partido único pueden prosperar. Es lo que ha logrado hasta ahora con tanto éxito el comunismo chino y lo que intenta desde hace unos el comunismo cubano. Pero es también lo que regímenes autoritarios de derecha han tratado de hacer y siguen intentando realizar. Algunos autoritarismos de derecha que convivieron con el capitalismo, como los de Taiwán y Corea del Sur, desembocaron en la democracia, pero otros no. Esa enseñanza de la Revolución de Octubre tiene un sentido contradictorio y desafiante para la causa de la libertad.
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La noche después
La elección presidencial parece haber dejado de existir. Habrá un debate más, uno menos, pero el espectáculo reiterado de los ocho contendores ha sufrido una especie de colapso hacia adentro y se ha vuelto incluso menos atractivo que el de los nueve de la presidencial anterior. El gobierno se comporta como si ya estuviera en la oposición y las coaliciones de la izquierda muestran ante sus candidaturas diversas modalidades de la ausencia, incluyendo ese espíritu crítico que es tan saludable en la política, excepto cuando faltan 14 días para votar.
Por un aún más raro fenómeno de parestesia política, los candidatos cometen errores de aficionados en la fase crítica de la campaña e intentan subsanarlos con más y más errores, como si el cerebro enviara señales equivocadas a todos los terminales nerviosos.
Algunos de estos candidatos no son profesionales de la política: no saben que en este mundo las confrontaciones y los insultos carecen de ensañamiento y tienen un límite que no debe ser traspasado. No se puede decir de todo, y menos sentirlo como cierto. La política es sin llorar y exige cuero de elefante, pero aun así tiene su límite. No pocas veces ese límite tiene que ver con que la gente de a pie, la gente común y corriente, sea advertida de que se hace necesaria una cierta teatralidad, una dramaturgia singular que a menudo exige exagerar, presionar, polarizar, sin que en ello estén envueltos emociones y sentimientos gravosos. No se trata de una mascarada ni de una ronda de mentiras, sino de que la lucha de las ideas se lleva con la inefable imperfección de las personas. El verdadero odio es siempre antidemocrático.
Y bien: muchas de las cosas que se han dicho y hecho en esta campaña exceden esos límites, lo que es una perfecta razón para creer que es imposible que en segunda vuelta -si la hay- se produzcan reagrupaciones significativas. El llamado a actuar con generosidad “para impedir que gane” -en este caso la derecha- no pasa de ser otro artefacto de campaña, una simulación para cautivar a un electorado ya bastante confundido, aunque no estúpido.
Lo que ha estado ocurriendo en la izquierda es un espectáculo de antropofagia, donde a lo menos cuatro candidatos se esfuerzan por devorar jirones del electorado de Alejandro Guillier, o de lo que queda de la Nueva Mayoría, sin detenerse en los límites que solicita el profesionalismo político. Algo similar le ocurrió a Eduardo Frei Ruiz-Tagle en su repostulación del 2009 y las llagas de esa conflagración no han terminado de cicatrizar.
Esta vez es un poco peor. Hablando para el diario español El País, Carlos Ominami ha dicho que si las cosas siguen como van, la centroizquierda chilena “entrará en una noche larga”, donde van a primar los ajustes de cuentas mucho antes de que se empiece a buscar un nuevo camino, cuya salida es la restauración de la alianza entre el centro y la izquierda.
Está bien, nadie ofendería a Ominami llamándolo optimista, pero este análisis desnuda lo que muchos se niegan a ver: la destrucción del gran arco de la centroizquierda es mucho más relevante que el desempeño o la evaluación circunstancial del gobierno. Para otra vez queda la reflexión acerca de cuánta responsabilidad pueda tener el gobierno en esa destrucción. Las elecciones se refieren sólo secundariamente a la segunda administración de Michelle Bachelet; el tema principal es la aniquilación de la alianza que fue hegemónica, lo que ha permitido que la otra alianza, la que respalda a Piñera, tenga una cohesión como nunca antes había exhibido. Que las figuras que representan a esa alianza sean más o menos frágiles es accesorio: lo central es que ella ha dejado de existir.
Y es la muerte más relevante de los últimos 30 años. O, para decirlo de otra forma: los últimos 30 años, sus luces y sombras, sus aciertos y desaciertos, no se explican sin ella. Si la política tuviera funerales, esta tendría que ser una ceremonia mayor.
No habrá funerales, pero hay drama. Y para decir la verdad completa, los candidatos presidenciales no son protagonistas en ese drama. Los candidatos ya han sido descontados. No van a figurar en el balance. Nadie los va a acusar de ser los culpables de la “noche larga”. Ese momento de oscurecimiento será modulado por los resultados parlamentarios, que se explican por el desempeño de los partidos, por la micropolítica de las máquinas electorales. La sangre correrá en esos entresijos. En muchos de los mentideros de los partidos ya se respira un aire envenenado.
El ejercicio de cuentas y cobranzas es inevitable, porque es consustancial a la política. Pero esto también necesita de límites. Es bastante probable que las dirigencias de algunos partidos sean castigadas, que otras se hagan las sordas y que otras pasen de largo. Todo depende de quién imponga la interpretación de los resultados, no de los resultados mismos. El PS, la DC y, eventualmente, el PC ya son materia de tensión, lo que hace suponer que allí se concentrarán las partes más duras de los ajustes de cuentas.
Pero en este plano, los límites están marcados primero por la supervivencia y luego por una cierta idea del futuro, de qué es lo que se debe cuidar para no arruinar lo que viene. Las inteligencias políticas de la centroizquierda no están tan preocupadas del cuadro parlamentario que resultará de las elecciones. Aun sin detenerse en las predicciones más razonadas, es fácil suponer que habrá un Congreso algo más fragmentado que el de los últimos años, que nadie dispondrá de una hegemonía clara y que las mayorías se conseguirán mediante negociaciones en el margen, como ya ocurrió con el actual gobierno. Nadie espera algo muy sorprendente en el cuadro general, a pesar de que en lo particular ese sea el alimento de las guillotinas partidarias.
Lo que realmente preocupa a los estrategas de la centroizquierda es cómo sale del atolladero en que está, cómo reformula los términos en que se ha planteado el conflicto interno y de qué manera decide qué es lo importante y qué lo accesorio. No habían tenido un desafío semejante desde los años 80 del siglo anterior.
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La captura
La operación política de mayor alcance en esta elección presidencial es la que finalmente está dejando el legado de los gobiernos de la Concertación en la candidatura de la centroderecha. No se trata de una operación secreta de captura como le gustaría a la imaginación conspirativa, ni tampoco de una compulsión de rapacidad, como se teme desde la izquierda. Nada de eso: esta es la transferencia más pública y de mayor envergadura que ha visto la política chilena en los años recientes, y de lo único que habla es de lo descentrados que han quedado los ejes de la escena del poder tras la experiencia del gobierno de la Nueva Mayoría.
El asunto viene de antes y es anterior, desde luego, a la actual campaña. Se remonta al momento en que el oficialismo decide no solamente tirar a la hoguera la política de acuerdos y consensos bajo la cual operaron los gobiernos de la Concertación, sino también acuerda abjurar de sus realizaciones y logros. Lo hace con rubor, con vergüenza y culpa. Por cierto que fue una rareza: no está en la lógica de la política abandonar en el camino las conquistas propias para que se las lleve el primero que pase. Mucho menos el andar pidiendo perdón por lo que esas conquistas representaron. Pero precisamente eso fue lo que el segundo gobierno de Michelle Bachelet hizo. Hasta ese momento, las sucesivas administraciones de la centroizquierda operaron bajo el signo de la continuidad y reivindicaban el legado de los gobiernos anteriores, con la promesa, claro, de expandirlo todavía más en las direcciones dictadas por la democratización, el crecimiento o la justicia social. Lo que la Presidenta quiso hacer el 2014 fue romper esa secuencialidad, asumiendo que era tóxica, que la ruta estaba extraviada y que había que volver a fojas cero para exorcizar de una vez por todas el cáncer neoliberal que la sociedad chilena había incubado durante décadas en su seno.
Alguna vez se tendrán que escribir muchos de los capítulos de esa historia que siguen ocultos. No hay ningún misterio respecto de quiénes la llevaron a cabo y de las motivaciones que tuvieron. Se sabe bastante menos de las complicidades y silencios que ampararon el proceso. De hecho, nadie levantó la voz y quiso prevenir del callejón al que la coalición se estaba metiendo. Es cierto que el liderazgo de la Presidenta movió, en el fragor de la campaña del 2013, a las dirigencias en muchos casos a hacer de tripas corazón, porque esa era la manera de recuperar para la centroizquierda el gobierno que el bloque había perdido el año 2010. Pero eso, que pudo ser atendible en un primer momento, resulta difícil explicar luego del sostenido rechazo ciudadano que comenzó a enfrentar el programa de reformas. Nada, por lo tanto, es tan simple, y no cabe duda de que la reconversión, si es que la hubo, debe haber tenido episodios traumáticos de desaliento y derrota interior que nunca salieron a la superficie.
Y siguen sin salir. De hecho, ni la candidatura de Alejandro Guillier ni la de Carolina Goic rescatan de manera explícita el legado de la transición. La de él, porque, no obstante haber nacido en los términos de una fuerza ciudadana, ha terminado presentándose como la continuidad pura y dura del actual gobierno. La de ella, básicamente porque su partido, teniendo quizás un juicio menos lapidario de lo que hizo la Concertación, sigue entrampado en la alianza de gobierno. El efecto de distancia respecto del pasado entonces es igual.
Cuando el programa de Sebastián Piñera exhorta a una segunda transición, más allá de quién tenga el derecho de llave sobre el concepto, su planteamiento es coincidente con el título del reciente libro de conversaciones de Alejandro Foxley, ex ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores, actual presidente de Cieplan (La segunda transición, Cony Stipicic y Cecilia Barría, Ed. Uqbar). Foxley utiliza el concepto a partir de la necesidad de ponernos de acuerdo en cómo sortear la trampa de los países de ingreso medio. Piñera lo invoca para recuperar el clima de acuerdos de la primera transición, que significó el reencuentro con la democracia, y que a su modo de ver debiera acompañar a la segunda, esta vez para conducir al país al desarrollo integral.
Tal como están las cosas, la gran incógnita para los próximos meses, más allá de las incertidumbres que comporta toda elección, es cuándo y de qué modo volverá a visibilizarse la tradición socialdemócrata de la política chilena, tanto en su versión laica como en su versión DC, y que en estos momentos pareciera estar sumergida en vaya a saberse en qué profundidades. La hipótesis de que ese acervo político se desvaneció, se evaporó para siempre el día en que el comité central del PS dejó caer con ignominia la candidatura del ex Presidente Lagos no es en absoluto verosímil. Las traiciones se pagan, los gobiernos pasan, los partidos quedan. En algún momento ese capital debiera reaparecer. Pero lo concreto es que de momento nadie en la centroizquierda lo está reclamando y que la candidatura de la centroderecha no solo lo respeta, sino también lo quiere para sí.
Todo indica que vendrán tiempos de recomposición en la política chilena. Piñera tendrá la responsabilidad de llevarla a cabo en su sector, mucho menos monolítico de lo que siempre se ha pensado. Y no va a ser fácil que partidos como el PS o el PPD se allanen a reconocer que ya se instaló otro domicilio político distinto al de ellos a su izquierda, cualquiera sea la suerte que corra el Frente Amplio en la próxima elección. Y no será fácil, de partida, porque tienen el alma dividida. Algunos van a querer volver a lo que fueron. Otros no resistirán el vértigo de la radicalización. Y entre tanto ajuste y reequilibrio, bueno, hasta la DC podría reencontrarse con su identidad y su destino.
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Primavera y contraprimavera
Las elecciones presidenciales siguen su triste derrotero. Piñera está en la cumbre electoral, en bachelético silencio, y debajo de él giran distintos círculos danzantes. Un círculo comprende al resto de los candidatos, caracterizado por sus muecas y gestos obscenos, desesperados por alguna atención.
Otro círculo reúne a los aspirantes a algún cargo, que se pretenden sensuales y aduladores. Un tercer círculo, el del actual gobierno, está compuesto por funcionarios de confianza, que cantan las bondades del “legado” y los horrores de la pérdida del poder. Y, finalmente, hay un último círculo, el ciudadano, donde disfrutamos tanto de comentar nimiedades y reírnos de los personajes en los demás círculos, como de recibir sus halagos.
El conjunto es un negativo de una danza de la primavera: especie de culto a la esterilidad de la política, reducida a cuñas, gestos acartonados y movidas estratégicas.
Sin embargo, por suerte, ni la sociedad ni la opinión pública se reducen a los círculos del poder. Eso solo ocurre en contextos totalitarios. Hay, en cambio, más cosas en movimiento. De hecho, hay indicios de una primavera del debate público que contrasta con la contraprimavera que sufre nuestra política. Si hace cinco años la disyuntiva del país parecía ser “el modelo” o el socialismo, hoy los diagnósticos y las alternativas se han sofisticado bastante. Hemos comenzado a comprender la complejidad y las exigencias de nuestra acelerada modernización capitalista, junto con sus riesgos y oportunidades. Y la posibilidad de construir consensos básicos en el plano del diagnóstico, como ocurrió al inicio del ciclo democrático, ya no parece tan remota, especialmente si la centroizquierda gobernante pierde y emprende, como han propuesto algunos de sus dirigentes, una reconstrucción intelectual.
Los ejemplos de esta primavera son muchos, al punto de constituir una agenda paralela a la electoral. Entre ellos, dos hitos de máximo interés son, por un lado, el rescate de la obra del sociólogo Pedro Morandé, quien construyó una potente crítica cultural a la modernización capitalista, y, por otro, la reflexiva e ilustrada defensa de este proceso emprendida por Carlos Peña, cuyo libro Lo que el dinero sí puede comprar acaba de salir. En el caso de Morandé, a la publicación de sus “Textos sociológicos escogidos” se suma ahora la reedición por parte del IES de su más importante obra: Cultura y modernización en América Latina, que será presentada esta semana por el propio Peña. Y al diálogo entre estos dos polos se sumará una nueva visita al país de Jesse Norman, el político e intelectual inglés que, a través de su libro La gran sociedad, contribuyó a reinstalar -desde una visión conservadora moderna, a la Edmund Burke- la noción de “sociedad civil” en nuestro debate público, abriendo un campo de opciones políticas más allá del Estado y del mercado.
En suma, aunque haya pocas razones para ir a votar con ganas, hay muchas para participar en el debate público, que configurará la política futura. Hay más de un camino para recuperar el sentido y la vitalidad de lo común.
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El programa
SP: “Listo, ya presenté mi programa de gobierno. Tiene cualquier cantidad de páginas, fotos y todo lo demás. ¿Tú ya tienes el tuyo?”.
AG: “Por favor, no seas tan limitado. Mi programa lo voy a construir con una selección de las mejores ideas de todos los candidatos de centro izquierda, porque será un programa integrador”.
SP: “Pero eso implica que llegarás a la primera vuelta sin un programa”.
AG: “Prefiero eso que un programa como el tuyo que presenta un montón de obras públicas que ya están construidas. Qué fresco”.
SP: “Las obras públicas no tienen dueño, para que sepas, y van más allá que el gobierno de turno. Por ejemplo, la Línea 6 fue una idea mía y ahora la inauguró Michelle”.
AG: “Perdona pero el Metro proviene del gobierno de Allende, oye. La única herencia que dejaste tú fue la embarrada del puente Cau Cau”.
SP: “Oye, si tu programa lo vas a construir con los restos de los candidatos perdedores, ¿qué programa presentaste ante el Servel?”
AG: “Ay, no te pongas como el latero de Kast. A lo mejor tampoco te haría mal pegarte una pasadita por el siquiátrico”.
SP: “Pero si dijiste que Kast te caía bien”.
AG: “Yo tenía una gran imagen de él, más allá de que piense distinto. Pero ha sido decepcionante ver que no hay ideas y hay puras descalificaciones”.
SP: “Bueno, también dijiste una vez que votarías por mí”.
AG: “Pero dije que lo haría si es que hubieses encarnado la visión que yo demandaba en un candidato. Y eso no ha pasado nunca”.
SP: “Te recuerdo que hablaste de la necesidad de definir el rol del Estado y ver hasta dónde debe haber colaboración con la empresa privada. Ahora ni siquiera hablas de colaboración público-privada. En cambio, en mi programa eso es clave”.
AG: “Es culpa de la empresa privada, que ha perdido la confianza de los ciudadanos. Y te recuerdo que mi programa es ciudadano”.
SP: “¡Pero si no tienes programa!”
MB: “Ya chiquillos, dejen de pelear. Si quieren hablar de programa les recuerdo que yo presenté uno para llegar a La Moneda y lo hemos aplicado íntegramente. Es como nuestra Biblia, como el Libro Rojo, como nuestro himno”.
SP: “Ay, ese programa no, por favor”.
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Crítica sin retorno
Mientras la Presidenta, el gobierno y el comando de Sebastián Piñera se desviven en una controversia adolescente sobre la paternidad (o maternidad) de un conjunto de obras públicas -entre ellas la recién inaugurada Línea 6-, los candidatos de centroizquierda han puesto la discusión programática como el principal catalizador de sus tensiones políticas. El objeto de la nueva disputa fue esta semana la decisión de Alejandro Guillier de esperar hasta después de la primera vuelta para entregar un programa de gobierno consolidado; una jugada inédita, que en los hechos implicó supeditar sus convicciones a los respaldos que logre conseguir para un eventual balotaje.
La intensidad de la crítica recibida obligó al candidato oficialista a anunciar la publicación de un “compendio” de su programa antes de las elecciones, una medida que no logró evitar que el tema fuera usado como munición por sus potenciales aliados en la segunda vuelta. Sin eufemismos, Marco Enríquez calificó de “indigno” el paso dado por el senador, agregando que no merecía estar en segunda vuelta. En paralelo, el comando de Carolina Goic afirmó que “la candidatura de Guillier heredó la retroexcavadora y eso puede explicar calculadas ambigüedades o contradicciones”. Y el jefe de campaña de Sánchez destacó que “es una irresponsabilidad que a menos de tres semanas de las elecciones, un candidato presidencial de una coalición que hoy día es gobierno no tenga un programa para los próximos cuatro años. Habla de que están mucho más preocupados de los arreglines para la segunda vuelta”.
De algún modo, la postergación programática de Guillier ha servido para explicitar el grado de distancia, desacuerdo y desafección que hoy reina entre los candidatos de la centroizquierda. Una realidad cada día más evidente que obliga a preguntarse cómo abanderados que han llegado a cuestionamientos de este calibre podrían explicarle al país y a sus electores un eventual respaldo a Guillier en segunda vuelta. Sin ir más lejos, antes de la crítica por la ausencia de programa, estos mismos candidatos pusieron en duda la legitimidad del proceso por el cual la carta oficialista obtuvo las firmas para su inscripción, exigiendo aclarar nada menos que presuntos “vínculos” con el narcotráfico.
Así, parece inevitable constatar que estas críticas han traspasado ya el “umbral” de no retorno, un punto de fuga desde el cual se hace políticamente inviable salir en dos semanas más a explicar y solicitar el respaldo para un candidato “indigno”, que no “merece estar en segunda vuelta”; que además “heredó la retroexcavadora” y ha aceptado los “vetos del PC”; que durante este período estuvo más preocupado de “los arreglines para la segunda vuelta”, que de hacer una propuesta al país.
No, definitivamente no tendrán margen de credibilidad para argumentar a favor de un eventual apoyo a Guillier. Y aunque lo hicieran, es decir, aunque la lógica de los “arreglines” cupulares de última hora terminara por imponerse, va a ser muy difícil que los electores de estos mismos candidatos terminen aceptando las razones que se entreguen para justificar dicho paso. Al contrario, después de todo lo que han dicho respecto a la candidatura oficialista, un llamado a respaldarla en el balotaje solo contribuiría a golpear la confianza en quienes lo realicen.
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