Óscar Contardo's Blog, page 203
April 9, 2017
Cómo están las cosas
Las elites de la Nueva Mayoría no quieren como candidato presidencial a Alejandro Guillier. Puede ser duro decirlo de esta manera, pero la evidencia es abrumadora. Muchos de sus dirigentes miran con más interés las encuestas que lo muestran detenido o bajando que aquellas que hacia fines del año pasado lo mostraban subiendo. Y esperan, aunque jamás lo admitirían, que aumente el deterioro.
Hay un componente impersonal en esto. Esas elites no quieren doblegarse de nuevo ante las encuestas. No quieren repetir el fenómeno Bachelet, que dos veces los sometió de la misma manera. Se les oye repetir con cierto entusiasmo que las encuestas se han equivocado -con Trump, con el kirchnerismo, en Colombia, incluso en algunas municipales de Chile-, pero no han encontrado el instrumento que las sustituya. Para esta resistencia, Guillier sólo es un nombre, no una persona.
Es posible que haya también elementos personales. Tácticamente, Guillier no parece haber hecho lo adecuado para debilitar la resistencia de esas elites; al revés, abundan los indicios de que las ha incrementado. No basta con decir que las elites están desconectadas de “la gente”, porque eso tampoco es exactamente cierto, y menos tratándose de partidos políticos. El senador se ha quejado en forma repetida del “fuego amigo”, pero no da señales de haber comprendido que su primer objetivo sería quebrar esa resistencia. Parece creer que lo lograría en una primaria. Pero es que, de persistir las condiciones vigentes hasta hoy por la mañana, esa primaria podría no existir: así están las cosas.
El Partido Socialista se ha tomado unos tiempos antropófagos para adoptar sus definiciones, tiempos en los que no ha hecho más que triturar sus opciones propias: primero, la inopinada renuncia de la senadora Isabel Allende a una candidatura que no llegó a nacer; después, la decisión directiva que significó dejar afuera a dos precandidatos militantes, José Miguel Insulza y Fernando Atria, y, en el mismo paso, entrar en el callejón sin salida de optar entre otro militante, Ricardo Lagos, o un independiente, Guillier. ¿Podría el PS no respaldar a Lagos sin exponerse a una conflagración interna podrida por sentimientos negros?
Podría.
Aunque este artículo quedará obsoleto hoy mismo, es útil recordar que el PS tiene un pésimo récord histórico en materia de lealtad. Y que, por añadidura, aunque eligió a una directiva sin parlamentarios, los intereses de los candidatos al Congreso pueden tomar direcciones que de manera doctrinaria serían impensables.
La DC halla cada día menos estímulos para participar en una primaria donde pueda perder desdorosamente. Eso ya ocurrió con Claudio Orrego el 2013, pero perder con Bachelet no era del todo indecoroso, hasta el punto de que Orrego ha podido ejercer con lustre su cargo de intendente de Santiago. Por si eso no fuera suficiente, las conductas internacionales del PC -y, al parecer, también algunas nacionales- hacen que la DC añore la Concertación (aún sin esperanza) y alimente su desilusión con la Nueva Mayoría, a la que sigue adhiriendo por una (crepuscular, hay que decirlo) lealtad con la Presidenta. La decisión de José Antonio Kast de desafiar a Piñera -tan atrevida, aunque menos solvente como la del mismo Piñera contra el aparentemente imbatible Joaquín Lavín en el 2005- en la primera vuelta, y no en la primaria, refuerza esos deseos en la DC: dos dígitos finales son algo muy superior a un solo dígito preliminar.
A pesar de su ínclita incoherencia, el PPD es el único partido que tiene su opción definida, y si se ve obligado a negociar, al menos podría hacerlo desde una posición de cierto decoro. Claro que eso también está por verse.
Y bien, ¿ha ocurrido todo esto a espaldas de Guillier? No, en modo alguno: por mucho que los pasillos de la Nueva Mayoría estén convertidos en avisperos de conspiraciones, todo es bastante público, bastante visible. Pero alguien de ese entorno ha identificado mal las fases de la contienda, los adversarios de cada momento y los caminos para sobrepasarlos. O no se dio cuenta cuando correspondía -esto es, inmediatamente después de las parlamentarias del 2013- que el senador por Antofagasta sería una opción con rating aun antes de hacerse la primera encuesta.
La centroizquierda está más cerca que nunca antes de llegar a la primera vuelta con más de un candidato. Si las elecciones hubiesen sido hace un mes, habría llegado con cinco o seis. Todo el avance ha consistido en destruir candidaturas, sin robustecer ninguna por sobre otras y más bien debilitándolas. No hay nadie que ignore que para las elecciones de verdad faltan sólo ocho meses. A estas alturas, las postergaciones y las definiciones a medias no son más que una indelicada, estridente, expresión de la incomodidad de la centroizquierda con sus proyectos de candidatos.
Nada de lo anterior es expresión de deseos ni de caprichos analíticos, como suelen creer los políticos. Es apenas un esfuerzo por desnudar una realidad política que tiende a esconderse bajo una fronda de eufemismos. El desgano, el pelambre, la galbana, son pésimas maneras de llevar una campaña, como lo supo Eduardo Frei Ruiz-Tagle en el 2009.
Una parte de este ambiente deriva de la percepción de que la Nueva Mayoría está llegando a su fin, no tanto porque saldrá de escena su único elemento aglutinante -la Presidenta-, sino porque se ha convertido en una marca dañada. Pero la otra parte tiene que ver con el poco cuidado que les está dedicando a sus liderazgos.
Descargo de responsabilidad: el autor trabajó, en su condición de periodista, con Alejandro Guillier entre los años 1985 y 1986.
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¿Quién protege a los consumidores?
Cuando se echó a perder el sistema de alarma que tenemos en la casa a fines de diciembre del año pasado decidí llevar registro de mis gestiones para que lo arreglaran. Acá va una versión resumida de lo que fui anotando.
Diciembre 28: hablé con NN1 para concretar la visita de un técnico. Enero 2: como no me llamaron, volví a llamar, esta vez hablé con NN2, quien me informó que me derivaría a jefatura, porque no han cumplido con los plazos que corrían luego de mi conversación con NN1. Enero 5: como no tuve noticias, vuelvo a llamar. NN3 me asegura que me llamarán para coordinar visita hoy mismo. Pude averiguar nombre de la supervisora, es NN4. Enero 5: vino técnico de emergencia. Constata “problema de fondo”, queda de volver para arreglarlo. Enero 10: todavía no regresa el técnico. Enero 15: vuelvo a reclamar. Me preguntan qué dijo el técnico cuando vino. Les respondo que habló de un “problema de fondo” y que no se me ocurrió pedir detalles, ya que supuse, equivocadamente por lo visto, que la empresa llevaba un registro de los informes de los técnicos.
Enero 25: vino el técnico. Constató que el sensor en la puerta de entrada no hace contacto. Hablo con supervisora NN4. Queda de pasar caso a urgencia para que coordinen hora de visita. Enero 26: vuelvo a hablar con NN4, porque no me han llamado. Febrero 8: viene técnico y deja el sistema funcionando. Febrero 8: llamo para que no nos cobren el tiempo que no funcionó el sistema. Hablo con NN4, quien se compromete a informar al área comercial que, efectivamente, no tuvimos el sistema por más de un mes. En área comercial me informa que se tomarán un mes para responder.
Tengo claro que pude dejar pasar menos tiempo entre un reclamo y otro, probablemente no lo hice porque tenía cosas más interesantes que hacer y, como a la mayoría de los usuarios, me daba una lata enorme. Tengo claro también que hay muchos casos mucho más graves que el que acabo de describir. Sin embargo, la descripción que di ilustra de manera concreta la calidad deficiente de servicios que a veces recibimos en telecomunicaciones, sector financiero y el comercio, entre otros.
La solución obvia cuando uno recibe un mal servicio es cambiar de proveedor. El problema, más allá de que los trámites para cambiarse suelen ser engorrosos y toman tiempo, es que muchas veces todas las empresas que proveen un servicio lo hacen de manera mediocre. Más de una vez he considerado cambiarme de empresa de celular o internet solo para constatar, luego de preguntarles a usuarios de otras empresas, que la calidad del servicio probablemente no mejoraría.
La pregunta del millón, entonces, es por qué hay mercados donde todas las empresas entregan un servicio deficiente. La intuición del economista es que debiera ingresar una empresa dispuesta a dar un mejor servicio, ya que tendría enormes utilidades. Puede ser que estén coludidas. Puede ser que se necesite alguna empresa con espaldas para tener pérdidas por un período prolongado, mientras atrae suficientes clientes porque la inercia de los consumidores es un problema serio y puede tomar bastante tiempo atraer una cartera de clientes que cubra los costos. ¿A cuánta gente conoce usted que se ha cambiado de AFP?
También puede ser que sea muy caro dar un buen servicio, que no habría suficiente demanda al precio que costaría. Lo dudo, tal como lo ilustra el caso con que comienzo esta columna, muchas veces las empresas dedican recursos a dar servicio, pero lo hacen con una gestión defectuosa.
Lo anterior sugiere que los consumidores necesitan de una institucionalidad que contribuya a que los servicios sean de mejor calidad. Dentro de esta institucionalidad el Servicio Nacional del Consumidor (Sernac) debiera tener un rol importante. El problema es que en la actualidad la ley no permite al Sernac cumplir dicho rol.
En efecto, el 2016 el Sernac recibió 265 mil reclamos, los cuales hizo llegar a las empresas en cuestión, que es lo único que puede hacer cuando recibe un reclamo. Un tercio de los reclamos no fueron acogidos por las empresas y a un 11% -alrededor de 30 mil reclamos- le fue aun peor, pues las empresas ni siquiera se dignaron a responder. Los sectores con mayores tasas de no respuesta fueron servicios técnicos y servicios profesionales, con tasas que superan el 25%. Las cifras anteriores son sólo la punta del iceberg, pues no incluyen el gran número de clientes insatisfechos que optan por no reclamar, porque no tienen tiempo o porque se dan cuenta de que servirá de poco.
En la actualidad, el Sernac no puede fiscalizar, porque, aparte de no tener las facultades, tampoco tiene funcionarios para detectar infracciones. Además, y a diferencia de las superintendencias, tampoco puede sancionar ni dictar normas que especifiquen los deberes de las empresas, por ejemplo, las exigencias para responder a un consumidor que hace valer una garantía o reclama por un servicio defectuoso.
Motivado por deficiencias como las anteriores, en junio de 2014 el gobierno ingresó al Congreso un proyecto de ley para fortalecer la defensa de los consumidores. Facultades fiscalizadoras, sancionatorias y normativas para el Sernac, junto a los recursos para cumplir dichas labores de manera competente y eficaz, son el corazón del proyecto. También incluye fortalecer las asociaciones de consumidores, tanto más débiles que sus contrapartes empresariales.
El proyecto recogía las promesas electorales de Michelle Bachelet, las cuales tenían mucho en común con las propuestas que hizo la Evelyn Matthei. No obstante lo que parecía ser un consenso político transversal, el proyecto ha avanzado muy lentamente y nada asegura que se apruebe durante el actual gobierno. ¿Qué pasó?
Ignorando la importancia de políticas sólidas de defensa de los consumidores para sus propios intereses en el mediano y largo plazo, varios gremios empresariales han hecho un lobby intenso para retrasar el avance del proyecto en su trámite legislativo. En el caso de algunos parlamentarios de derecha, su falta de entusiasmo con cualquier proyecto que busca fortalecer al Sernac se explica porque creen que no es necesario legislar para proteger a los consumidores, pues estos se protegen solos cambiando de proveedor si no les gusta un servicio. En el caso de algunos parlamentarios de la Nueva Mayoría, en cambio, es más difícil explicar su falta de apoyo.
Darle al Sernac dientes de verdad en materia fiscalizadora y sancionatoria son elementos claves del proyecto, donde el apoyo de la coalición de gobierno y de legisladores de oposición con perspectiva de mediano y largo plazo debiera ser posible de obtener. Darle recursos al Sernac para que realice dichas labores de manera competente es la mejor garantía de que estas nuevas facultades se usen bien. Respecto de los temas normativos, aun cuando me parecen apropiadas las indicaciones que se han introducido para hacerse cargo de algunas críticas, si es necesario ceder en este tema para aprobar la ley creo que vale la pena. El gobierno debiera priorizar este proyecto en las semanas y meses que vienen, y su aprobación contribuirá a mejorar la calidad de vida de los chilenos.
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Perder o perder
Visto el tema desde afuera, nunca se sabrá si la dramática disyuntiva presidencial a la que se enfrenta hoy el comité central del Partido Socialista responde a la indolencia de no haber realizado sus tareas a tiempo o al hecho de haber sido la colectividad eje de un gobierno tan fracasado como el actual.
Probablemente operaron ambos factores. La directiva que tuvo el partido prefirió ir chuteando las decisiones, confiando en que las cosas se resolverían solas y por su propio peso a medida que la elección presidencial se fuera acercando. La tentadora idea de “ganar tiempo” una vez más se convirtió en la política chilena en una trampa fatal para perderlo. La presidenta del partido dilató las definiciones no solo por consideraciones de prudencia. También lo hizo porque en algún momento las encuestas y el alto concepto de su propio liderazgo le hicieron pensar que no había en el horizonte mejor candidata que ella. En esas circunstancias, desapareció todo incentivo en la colectividad para haber fijado con la debida antelación un procedimiento medianamente razonable con el cual elegir un candidato que fuera competitivo y que surgiera de una deliberación responsable y transparente.
Pero esa es solo una cara de la moneda. La otra es que nadie hubiera dicho hace dos o tres años que la izquierda iba a quedar tan debilitada, dividida y confundida después de la farra de la Nueva Mayoría. El saldo que deja para este sector político la gestión de la Presidenta Bachelet es desastroso: no logró formar un solo líder con convocatoria popular que representara su continuidad y el socialismo hoy está políticamente dividido en tres vertientes, en ninguna de las cuales se reconoce gratitud al ADN de la actual experiencia gubernativa: están los socialistas que fueron los pivotes de la antigua Concertación, que saben que las cosas se hicieron mal y que hoy se sienten mejor interpretados por el liderazgo de Ricardo Lagos; están los socialistas alarmados por la eventual victoria de Piñera, que no se conforman con la pérdida del poder y que consideran que no hay mejor manera de retenerlo que subiéndose al carro incierto de la postulación de Alejandro Guillier, y están también los socialistas más radicalizados, todos muy decepcionados de la orgánica partidaria, que comienzan a ver en el Frente Amplio el camino más corto para cumplir con sus expectativas y aspiraciones transformadoras.
No es habitual que en los partidos se planteen con tanta crudeza como se plantearán este domingo en el PS los dilemas entre coherencia ideológica y el rating. Los miembros del comité central están llamados a decidir entre apoyar a un abanderado genuinamente socialista que marca poco en las encuestas o respaldar la candidatura de un senador independiente sin mayor trayectoria política, mejor rankeado en las encuestas, errático en sus actuaciones y que, dentro de la Nueva Mayoría, aparte de una rareza, fue posiblemente el parlamentario menos contaminado por el discurso refundacional de La Moneda.
No hay cómo el partido pueda ganar con esta decisión. Cualquiera sea el desenlace, igual va a perder. El tema es si hacerlo con mayor o con menor dignidad. Distinta es la posición de los precandidatos, porque ellos sí tienen margen para ganar. No hay duda que el apoyo de su partido -porque es una tinterillada discutirle su militancia- podría ser un balón de oxígeno importante para la candidatura del ex presidente, quizás no para triunfar en la primaria, pero al menos para que su postulación y lo que ella representa se mantengan a flote. No cabe duda, tampoco, que el apoyo socialista le daría a la candidatura de Guillier una vitalidad que en las últimas semanas, por muy diversos motivos, ha estado perdiendo. No tiene nada de raro, por lo mismo, que la presión de ambas candidaturas sobre los miembros del comité central haya sido muy intensa en los últimos días. Los candidatos se juegan mucho. Pero la verdad es que el partido muy poco, porque el daño ya se produjo.
Debe ser duro para el ex presidente sentirse parte de una disyuntiva que coloca al PS contra las cuerdas. Se podrán hacer muchas consideraciones respecto de si enfocó bien o enfocó mal su campaña, pero Lagos no tiene la culpa de marcar poco en las encuestas. Quizás tampoco la tiene el PS, pero esto no es tan sencillo, porque nadie contribuyó tanto como los socialistas a devaluar la imagen de Lagos y, además, porque son los partidos los llamados a generar liderazgos políticos potentes que permitan ir proveyendo la renovación dentro de un proyecto político de largo plazo. Como nada de eso ocurrió, el ex mandatario decidió dar la cara. Hoy se sabrá cuántos se lo agradecen y cuántos lo ven a él más como un problema que como una solución.
Según recuerdan los memoriosos, no es la primera vez que el PS enfrenta una encrucijada de esta envergadura. Algo parecido ocurrió para la elección del 52, cuando una parte de la colectividad apoyó a Ibáñez y la otra se quedó con Allende. Eso significó que por años se dividiera en dos. La diferencia, la gran diferencia, es que entonces la del general Ibáñez era una candidatura de perfil claramente ganador. Perfil que no tiene la de Lagos y, entre altos y bajos, tampoco la de Guillier.
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April 8, 2017
Infierno en la torre
LA FOTO publicada en Twitter por el intendente Claudio Orrego hizo estallar las redes sociales. Se trata de un conjunto de edificios de 28 pisos en la comuna de Estación Central, que dan una sensación de hacinamiento incluso antes de ser ocupadas. De ahí que las denominaran “guetos verticales”. Fui a conocer el lugar y el panorama es muy impresionante. Casi desolador. Son varios los proyectos, algunos mejor logrados que otros, pero que coinciden en ser todos edificios de gran altura, entre 17 y 42 pisos, con capacidad para muchas familias, ya los departamentos de unos 40 metros cuadrados.
Diversos medios de prensa han dado cuenta de testimonios de habitantes que denuncian sufrir con el ruido y la falta de privacidad producto de la cercanía de las torres, lo que los obliga a vivir con las persianas cerradas. Algunos hablan de colas y esperas de hasta 20 minutos para subirse a un ascensor. Es claro que estamos en presencia de una buena idea, mal diseñada y mal ejecutada.
Nadie discute la necesidad de densificar algunas zonas de la capital. En el caso de Estación Central se trata de un sector muy atractivo, bien conectado, con buena infraestructura de servicios. Pero, llevado al extremo, todo se convierte en una pesadilla, con un riesgo alto de convertirse en un infierno. En suma, un ejemplo del mal manejo urbano que caracteriza no solo a la capital, sino a la mayoría de las ciudades del país.
Este tipo de construcciones produce varios problemas. Primero, su escala los hace inmanejables. No hay que olvidar que un edificio es una comunidad de personas, que debe contar con reglas que permitan su habitación. Bueno, la escala de estos, hace que aquello sea casi imposible. Segundo, porque vivir en ellos tiene un costo alto en términos de gastos, lo que muchos no pueden pagar. Tercero, porque es un muy difícil controlar que se utilicen para los fines para los que fueron diseñados. En suma, corren el riesgo de convertirse en lo más parecido a la ley de selva.
Los responsables de esto son muchos. Las autoridades, que carecen de reglas apropiadas o sencillamente no las tienen, con en este caso donde no existe un plan de regulador comunal. Pero también de los privados involucrados, las empresas constructoras, que carecen de visión alguna. Al respecto, desde la Cámara Chilena de Construcción la respuesta es una: “Me guste o no, lo que se construye es lo que se permite. Si alguien tiene una diferencia puede presentar una demanda a los tribunales”. ¿De eso se trata todo esto? ¿Qué hay de la autorregulación, de la mirada de largo plazo, de buscar soluciones habitacionales? No extraña entonces que el final siempre sea el mismo: desprestigio del sistema y en la aplicación de normas prohibitivas donde nadie gana.
La vivienda propia es el sueño de toda familia. Es cierto que diseñar proyectos más armónicos y a escala humana es más caro, pero al menos representan lo que necesitan las personas. Si estos departamentos son el sueño al que puede aspirar la clase media, entonces estamos mal. Esto en nada valida al mercado. Este no es el desarrollo que tanto se promete.
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El camino correcto
EL RESPETO por las reglas del Estado democrático de derecho, la certeza jurídica, y el juego limpio nos hacen sostener que todo proceso de reforma supone, como elemento de la esencia , que para modificar el capítulo XV de la Constitución, se requiere el quórum allí establecido, de dos tercios de los senadores y diputados en ejercicio.
En este sentido debe estimarse como inaceptable que el proceso constituyente, cualquiera que sea el instrumento que se determine para llevarlo a cabo (asamblea, convención, o comisión) suponga en cualquier etapa, alguna ruptura del orden constitucional.
Nuestra actitud consistente ha sido que cualquier cambio constitucional debe hacerse dentro de las reglas, a eso se comprometió el programa de gobierno, a hacerlo institucionalmente, y eso pasa por el Congreso Nacional.
El Congreso podrá elaborar por sí mismo una nueva Constitución, o delegar ese proceso en una Asamblea Constituyente, o en una Convención Constituyente, como también se ha propuesto. Pero quien lo haga, debe tener un mandato legítimo y claro; debe estar definido cómo se eligen sus integrantes, con qué mayoría se adoptarán acuerdos; cuáles de sus diferencias serán plebiscitadas y cuál será el proceso para plebiscitarlas; la manera y el tiempo en que se entregará un texto antes de que la ciudadanía lo apruebe o rechace; los derechos de acceso a los medios de comunicación y las campañas que podrán realizar los partidarios del voto favorable y los del rechazo; así como los espacios de propaganda de quienes promuevan un voto de minoría en algún aspecto específico. ¿Quién sino el Congreso y la Presidenta de la República podrán fijar esas reglas del proceso constituyente en su etapa vinculante? Si alguien piensa que eso puede resolverse en un decreto, está pensando en un atajo. Si hoy tenemos una Constitución cuestionada, la que pudiera surgir de una asamblea sin reglas, si no se quiebra antes de producir un texto, sufrirá más ataques de legitimidad de la que hoy tenemos. Para un proceso vinculante sin reglas legítimas, institucionales y democráticas no estamos disponibles. Un atajo no puede ser institucional ni tampoco democrático. La democracia no consiste en una asamblea autoconvocada o regida por cualquier tipo de reglas. La democracia exige procesos de deliberación enmarcados por reglas que garanticen amplia participación y plena igualdad de los que debaten, por sí, o por sus representados. Esas reglas son complejas, qué duda cabe, y deben surgir de un proceso democrático indubitado.
La Sra. Presidenta de la República, a comienzo de esta semana, ha efectuado una propuesta de reforma al capítulo XV de la Constitución Política de la República, que como, con razón, la calificaba el profesor Patricio Zapata, “se está haciendo algo completamente ajustado al orden institucional chileno”.
Surgirán voces de izquierdas y derechas, las primeras echarán en falta un big bang constitucional, las segundas dirán que este no es buen tiempo para debatir, disimulando las pocas ganas de hacerlo en cualquier tiempo.
Enhorabuena ha triunfado la prudencia frente a los extremos, ojala sea está la oportunidad para buscar y alcanzar un gran pacto constitucional para los próximos 50 años.
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Una propuesta inteligente
LA PRESIDENTA de la República ha presentado un proyecto de reforma constitucional que faculta al Congresopara convocar a una Convención Constitucional para la elaboración de una Nueva Constitución, con acuerdo de las dos terceras partes de los diputados y senadores en ejercicio.
La propuesta es oportuna -somos muchos los que creemos que llegó la hora de discutir y aprobar una Nueva Constitución para Chile- y, sobre todo, inteligente.
Lo es porque resuelve la cuestión del mecanismo de una manera impecable: se necesitan dos terceras partes de los diputados y senadores en ejercicio para reformar el capítulo XV de la Constitución sobre ”Reforma de la Constitución”, y dos terceras partes para, una vez aprobada dicha reforma, convocar a una Convención Constitucional para la elaboración de una Nueva Constitución.
En otras palabras, estamos obligados a poneros de acuerdo. Así de simple. Si no hay acuerdo, no hay reforma a la Constitución, y tampoco Nueva Constitución y, agrego yo, que cada cual asuma su responsabilidad. Yo anuncio mi voto a favor.
Se cumple así, a cabalidad, y de manera inteligente, con las dos promesas que hemos hecho al país en esta materia: una nueva Constitución, a través de un mecanismo democrático, participativo e institucional.
Esto último es clave para evitar cualquier suspicacia, subterfugio, resquicio, “decretazo”, o como quiere llamársele. El proyecto no altera en un ápice los artículos 127, 128 y 129 de la actual Constitución sobre procedimiento de reforma. Agrega un nuevo artículo 130 para incluir el mecanismo de convocatoria a la Convención Constitucional, pero manteniendo los dos tercios exigidos por la actual Constitución.
Lo mejor del proyecto es el mensaje. Alude a la historia constitucional chilena, la que repasa con cuidado y prolijidad, especialmente recordando la forma (muy restrictiva) en que se originaron las constituciones de 1833 y 1925; adhiere a la forma de “democracia representativa”, llama a una “profunda deliberación democrática”, junto con recordarnos los serios problemas de legitimidad asociados a la Constitución de 1980, a pesar de que ha sido 38 veces reformada. Una especial valoración se hace de las grandes reformas -así las califica- de 1989 y 2005. Adicionalmente, le da una muy destacada participación al Congreso en todo el proceso constituyente.
El que esté pensando en una hoja en blanco, borrón y cuenta nueva, partir de cero, y todas esas cosas que nos alejan del sentido común ciudadano y la tradición republicana, democrática y constitucional de Chile, se llevará una sorpresa -para bien, o para mal- al leer el mensaje y el texto de la reforma propuesta.
Hace pocos días, con Genaro Arriagada y Jorge Burgos, lanzamos un libro que denominamos “Una Nueva Constitución para Chile”, como un aporte al rico debate que es dable esperar cuando se trata de discutir y aprobar una nueva Constitución.
En ese texto nos manifestamos a favor de una Convención Constituyente; esto es, treinta diputados y senadores, y treinta ciudadanos, elegidos por el próximo Congreso, constituido en sesión plenaria, el que, en el plazo de seis meses, sometería un texto constitucional a un referéndum de aprobación o rechazo. Recogemos así la propuesta que en tal sentido hiciéramos con Patricio Zapata, en 2015.
Cualquiera sea el nombre que se le de, y al margen de cualquier caricatura, prejuicio o estereotipo, considero que este proyecto coincide, de manera muy fundamental, con la propuesta que ahí hemos formulado.
Mi propuesta es muy simple: regalémonos, como nación, una Constitución del Bicentenario, con sentido patriótico y republicano, producto de una gran acuerdo nacional. El proyecto propuesto por la Presidenta de la República es un buen punto de partida.
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No hay peor ciego que el que no quiere ver
YA HAN pasado más de tres años desde que Michelle Bachelet asumió la conducción del gobierno y junto a la Nueva Mayoría comenzaron una vorágine reformista -casi refundacional-, que afectó gravemente los sólidos cimientos de la estructura social y económica chilena y con ello, el bienestar de miles de compatriotas.
Muchos advertimos sobre los efectos que tendría para el país la lógica de la retroexcavadora, pero debido a nuestra minoría parlamentaria, muy poco pudimos hacer para evitar la aprobación de las reformas tributaria, educacional y laboral, que sumadas a una visión extremadamente ideologizada en casi todas las políticas públicas impulsadas por el actual gobierno, han desviado a Chile de un camino virtuoso de desarrollo.
Lamentablemente así lo reflejan las cifras: Hace pocos días, el Banco Central dio a conocer el peor desempeño de la actividad económica desde el año 2009 y en materia de inversión, llevamos una caída de tres años consecutivos y, de acuerdo al último IPOM, las proyecciones no son muy esperanzadoras.
Pero como dice el refrán, “no hay peor ciego que el que no quiere ver”, y cuando todo indica que el frenesí reformista debe parar, el gobierno nos sorprende con una nueva reforma, la más grande de todas, la que genera más incertezas y, en consecuencia, la que produce más daño a la institucionalidad política y económica, al empleo y al salario de los chilenos.
Se trata de una propuesta de reforma constitucional que, además de no ser lo que se prometió en octubre de 2015, busca incorporar un nuevo artículo 130 al Capítulo XV de la Carta Fundamental para establecer a través de una Convención -que será normada por una Ley Orgánica Constitucional en otro momento- la posibilidad de cambiar completamente la Constitución. Es decir, se pretende entregarle a un grupo de personas, que nadie sabe quiénes serán ni cómo van a funcionar, la facultad de alterar todo el arquetipo constitucional chileno.
Y es que estamos frente a un gobierno que no quiere ver que todos los índices van a la baja desde que asumieron.
El reciente IPoM disminuyó la proyección de crecimiento para 2017 a un rango de entre 1% a 2%, el nivel más bajo de la última década; y en materia de trabajo, de acuerdo a los últimos datos entregados esta semana por el INE, se registró un aumento del 0,5% del desempleo, siendo lo más grave el notable deterioro del empleo asalariado (-2,1%) frente a una marcada alza de trabajo por cuenta propia (8,1%) con toda la precariedad que ello significa.
Tampoco quieren ver las encuestas. Todas, sin excepción, afirman que los chilenos no quieren más reformas. Sin ir más lejos, de acuerdo a la encuesta CEP de diciembre pasado, la última prioridad de la ciudadanía es reformar la Constitución con solo un 2% de las menciones.
Pero incluso, si obviáramos lo anterior, el anuncio de reforma constitucional es irresponsable. Han pasado cuatro años desde que la Nueva Mayoría comenzó a instalar la idea de una nueva Constitución; ya van dos años desde que nos embarcaron en un proceso constituyente que costó más de 4 mil millones de pesos al Estado y donde no participó ni el 0,5% de los chilenos; y hoy, a menos de un año que termine su mandato, todavía no son capaces de decirle al país cuál es la Constitución que quieren.
Cuando lo que más pide el país son certezas; la Nueva Mayoría, con esta nueva reforma, nos sumerge en un mar de inseguridades.
Al inicio del gobierno, poco después de la Reforma Tributaria, el entonces ministro de Hacienda pedía que lo juzgaran por los resultados. Hoy, a tres años de esa insigne frase, cuando el resultado es conocido por todos, resulta difícil no recordarla. Lamentablemente estamos frente a un gobierno que no quiere ver.
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Reducción de la jornada laboral
La diputada del PC, Camila Vallejo, ha presentado un proyecto de ley que propone reducir la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales. La parlamentaria señala que la jornada actual “..no permite a los trabajadores desarrollar una vida familiar o disponer de tiempo libre para educarse o entretenerse…”. Frente a los que podrían decir que su propuesta es poco seria, la diputada saca a relucir los casos de países desarrollados europeos que tienen “..un rendimiento productivo alto y una jornada de trabajo reducida…”. Por ejemplo, la jornada laboral es de 29 horas en Holanda (país con una población similar a la de Chile) y su PIB es 3,4 veces superior al chileno.
No creo que Vallejo quiera insinuar que la reducción de jornada que propone vaya a hacer que el PIB chileno se acerque más rápidamente al de Holanda, o al de otro país europeo. Pero sí sugiere que aumentará la productividad (media) del trabajo porque se producirá lo mismo – o tal vez un poco más – con menos horas trabajadas. ¿Es eso correcto?
Probablemente no. Los aumentos de productividad están mucho más ligados a la acumulación de capital humano – incluido el capital social – y a la innovación tecnológica que a otros factores. Es decir, los holandeses no son cuatro o cinco veces más productivos que los chilenos porque descansan más y disfrutan de sus abundantes horas de ocio, sino porque cuentan con una mejor educación, una cultura laboral más proclive al trabajo bien hecho y un uso más intenso de tecnología en sus procesos productivos. En otras palabras, hoy ellos pueden darse el lujo de trabajar 29 horas semanales después que han podido llevar su productividad a los niveles que conocemos. Hace no más de 20 años atrás, cuando su productividad era menor, su jornada laboral era más extensa.
Las diferencias de productividad explican mucho de la distancia entre la riqueza de un país y la de otro. Una hora trabajada en Chile alcanza un producto medio de poco más de US$ 20, en tanto la misma hora trabajada en Finlandia permite producir cerca de US$ 50 y en EEUU más de US$ 70. En este último país, la jornada laboral es igual de extensa que la chilena.
Creo que la diputada Vallejo equivoca el foco con su propuesta. Es evidente que una preocupación central de la política pública debe ser la calidad de nuestra educación, y educación pensada como un proceso permanente durante toda la vida para que los trabajadores vayan ajustando sus conocimientos y habilidades a los acelerados cambios tecnológicos. También es evidente que otra preocupación central es fomentar un ambiente de negocios competitivo y dinámico que favorezca la innovación de todo orden, lo que acarrea también más productividad. Y en plazos más cortos, podría mirar el mercado laboral y las relaciones empresa trabajador con ojos más modernos, pensando en ajustes a la jornada laboral que no sean con la lógica de máximos mandatados por ley sino resultado de negociaciones entre la empresa y sus colaboradores para mejor conciliar los intereses de cada parte.
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La Presidencia de la República
La Presidencia de la República es, entre nosotros, una institución política del más alto significado. Que Bachelet le reste prestancia, ejerciéndola entre la ausencia y la descuidada premura, o la prive de sentido, en el comentario banal, termina develando indirectamente esa importancia, por la vía del sobrio rechazo que sufre quien no ejerce con pertinencia suficiente el cargo.
La presidencia es un delicado invento de mentes cuidadosas. Descansa en el reconocimiento de tradiciones que se pierden en el tiempo; arraiga en la configuración casi cósmica de un orden inmemorial asentado en los siglos, de historia y previos a ella. Un acervo fue llevado, por medio del derecho y sofisticada retórica, a un símbolo, a una configuración mental capaz de dar cauce, repentina pero establemente, a energías sociales poderosas.
Y allí está, que el esplendor severo de las décadas de la fundación de Chile coincidió con su vigor. Que vino el desbarajuste cuando se atacó el símbolo, en 1891, producto de la asonada de una oligarquía que, sumiéndose en las delicias del jolgorio salitrero, terminó conduciéndonos a la peor crisis social y política de nuestra historia. ¿Habrá que recordarlo? La desatención de la cuestión social; las matanzas, masivas matanzas, de obreros y campesinos; continuos alzamientos, fueron las consecuencias del frívolo atrevimiento de quien juega con los símbolos. Porque la presidencia de la república es símbolo en el sentido hondo del término. Ella logra articular institucionalmente la realidad y abrirle horizontes de significado.
La eficacia del símbolo depende de que se lo asuma con lucidez y se lo ejerza con compromiso. La fuerza de este talismán del racionalismo republicano radica en su capacidad, como ninguna otra institución –aquí no corre el parlamento, ni las iglesias, ni el mercado– de encarnar la unidad nacional. En tanto habitantes desperdigados o hacinados en nuestro territorio, somos una multiplicidad, diversa, pletórica, una suma de individualidades y agrupaciones difícilmente reconducibles a la unidad. Pero está la presidencia de la república, para recoger esa diversidad y encaminarla: para comprender a los distintos grupos y clases, un territorio que clama por ser ocupado; para reparar en el pasado con consciencia matizada y decisiva; para proyectarse a un futuro que puede ser visto aún con esperanza.
Cae o se debilita, en cambio, el símbolo, y la disposición centrífuga de la vida nos dispersa. Los conflictos dejan de tener solución. Las rabias, las urbes, los intereses individuales se expanden inorgánicamente. El país se empantana, pues pierde su visión de destino.
Por eso la gravedad del daño que produce el desasimiento de Bachelet. Por eso, también, por el significado simbólico que tiene la presidencia de la república, es que resulta de la mayor urgencia salir del juego de particularismos, de nociones de tribu en el que han entrado las candidaturas presidenciales.
Porque la presidencia no es para eso. Traiciona su significado quien pretende dirigirse sólo a los suyos y soslayar la totalidad, la nación, la unidad de lo diverso. Pervierte su tarea el candidato de derecha que habla duro y sólo de gestión y orden. Tergiversa su llamado el que hace añicos la historia para prometerle el futuro romántico-revolucionario a sus huestes romántico-revolucionarias.
La crisis de legitimidad y el malestar actual son más profundos de lo que quieren saber los que se mueven en la superficie. El crujir es tectónico. Desconocer, en estas circunstancias, la eficacia simbólica de la presidencia de la república es una irresponsabilidad. Si quien gana lo hace en la misma actitud de frívolo ejercicio partisano imperante hoy, habrá sido mejor que hubiera perdido, pues intensificará, desde el primer día, el problema en el que nos encontramos.
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Lucidez, arrojo y encanto
Hace cinco años, en un ensayo titulado La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa se quejó sin mucha gracia de la alarmante decadencia cultural de Occidente, fenómeno que él, en calidad de celador de la alta cultura, atribuía al triunfo desolador de la cultura popular. Algo muy distinto es lo que ahora plantea el crítico literario inglés Terry Eagleton en Cultura, una reflexión potente y provocativa que tiene la chispa, el encanto y el humor que tanta falta le hicieron a la divagación del Nobel peruano. De partida, Eagleton pone las cosas en su lugar: “Gran parte de la cultura popular es excelente, mientras que el canon literario también contiene bastante material de inferior calidad”. Como por ejemplo, cabe agregar, la más reciente y exitosísima novela de Vargas Llosa, Cinco esquinas.
No es antojadiza la mención al escritor peruano cuando lo que aquí corresponde es hablar del libro de Eagleton. Ambos autores representan visiones opuestas: Vargas Llosa habla desde el liberalismo (aunque muchas veces lo hace utilizando argumentos conservadores), mientras que el inglés, un seguidor de Marx que probablemente cree en Dios, argumenta que “la cultura no es tan fundamental para las sociedades modernas como piensan algunos de sus apologistas”. ¿Quiénes serían estos apologistas? Muchos pensadores contemporáneos, los defensores de la diversidad, “los apóstoles posmodernos de la pluralidad”, la gente dedicada a los estudios culturales, los estudiantes políticamente correctos. Dando un primer paso en su propia defensa, Eagleton cita al filósofo Richard Rorty: “No hay necesidad de debatir con personas que sostienen que un punto de vista es tan válido como cualquier otro, puesto que no existen”.
Notable en este libro es la reivindicación de dos intelectuales irlandeses a quienes la posteridad, probablemente, no les concedió todos los honores que merecían (Eagleton es de ascendencia irlandesa). El primero es Edmund Burke, un pensador más asociado a la derecha que a la izquierda, pero que a ojos del autor de Cultura resulta ser un filósofo de múltiples cualidades, entre otras la de haber reparado en “que la cultura no siempre es un instrumento del poder, también puede ser una forma de resistencia”. El segundo es Oscar Wilde, personaje al que Eagleton le rinde un homenaje lúcido y justo (“Nadie puede vivir sólo de la cultura, pero Wilde se acercó a ello más que ninguno de sus contemporáneos”), al tiempo que rescata sus ideas políticas, que aspiraban, por sobre todo, a liberar al hombre del trabajo.
Luego de echarle un vistazo histórico a las diversas acepciones y fronteras de la palabra “cultura” durante los siglos XIX y XX, Eagleton repara en temas muy concretos y actuales. En su opinión, junto a la caída del comunismo y de las Torres Gemelas, “la decadencia global de las universidades se cuenta entre los acontecimientos más trascendentales de nuestra era”. La tradición secular de las universidades como centros de la crítica humana se está desmoronando, sostiene, debido a que han pasado a ser “empresas pseudocapitalistas bajo la influencia de una ideología de gestión brutalmente filistea”. Peor aun: “En su mayor parte, están en manos de tecnócratas para quienes los valores se identifican sobre todo con propiedades inmobiliarias”.
El multiculturalismo ha limitado el poder de la cultura, y el capitalismo, causa del primer fenómeno, la ha convertido en una mercancía inocua. Después de la crisis económica de 2008, pudimos darnos cuenta de que “los verdaderos gángsters y anarquistas llevaban trajes de raya diplomática y dirigían bancos en vez de asaltarlos”. A los lectores chilenos, que saben bastante acerca de esto último, el libro de Eagleton les resultará especialmente iluminador. Lo que aquí está en juego es bastante más que el significado de la palabra “cultura”.
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