Óscar Contardo's Blog, page 183
May 7, 2017
Abrochar cinturones
REVOLUCIÓN Democrática consiguió las firmas para convertirse en un partido político nacional y el Frente Amplio tendrá sus primarias legales. Sin duda que este acontecimiento le pondrá algo de vértigo a un proceso que se hacía cada vez más predecible. Y tanto desde los efectos, como por los antecedentes, habrá algunas cosas muy interesantes de mirar.
Hay una cierta estética que parece calar en los escépticos y desencantados. Habiendo sido varios de estos líderes parte del movimiento estudiantil, sumando a otros no tan jóvenes -pero cuya influencia se ejerció desde las aulas y la academia- existían severas dudas sobre la eficacia que éstos tendrían en el marco de las reglas institucionales que tanto critican. Lo cierto es que su desempeño estuvo muy por sobre lo pronosticado; y tanto hoy, como ayer, han sorteado el reto de cumplir con las exigencias del sistema, sin que eso trasunte mimetizarse con los estilos y prácticas del mismo.
De hecho, es probable que ni ellos aquilaten el efecto del paso que acaban de dar. En momentos donde los instrumentos para dirigirse a los ciudadanos están crecientemente restringidos, cuando se han limitado los presupuestos de campaña o se ha excluido a las empresas del financiamiento de la política; disponer de siete minutos y medio en televisión abierta, por algo así como veinte días, en horario prime y en cadena nacional, les dará una tribuna y oportunidad que ya se soñarían muchos. Se trata no solo de un espacio privilegiado para los precandidatos a la presidencia, sino también para presentar a todo ese elenco que posteriormente buscará también una oportunidad en el Congreso. Y para qué decir cuando su único competidor en esa pantalla será la derecha, mientras la Nueva Mayoría, o lo que queda de ella, mira este acontecimiento desde sus casas.
He ahí quizás la cuestión más significativa que subyace a esta noticia. Tal como lo logró Melenchon en Francia, Iglesias lo intentó en España y Marco fracasó en Chile, el objetivo de esta nueva izquierda -más radical y testimonial, pero no por eso necesariamente popular- es desbancar y sustituir a las tradicionales fuerzas que, al menos en Chile, representaron la socialdemocracia y el socialcristianismo; amenazando así su predominio ostentado por casi tres décadas. Pero para cumplir tamaña hazaña, se requiere convocar y levantar a una parte de esa gran mayoría de electores que voluntariamente se marginaron del proceso. Sin duda que la franja electoral ayudará a ese propósito, especialmente si la oferta se traduce en una propuesta audiovisual rupturista y seductora, pero persiste el fantasma de que estos novísimos debutantes sean víctimas de su propio discurso inicial; es decir, aquel que descree de las reglas del juego que nos hemos dado, mostrándolas como la parodia levantada por el duopolio y otros grupos de poder en Chile.
Y aunque sigue siendo muy difícil que el Frente Amplio pase a segunda vuelta, están hoy más cerca que ayer de cumplir con su objetivo.
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Argumentos Ocde y campaña presidencial
Nunca es fácil proponer una rebaja tributaria, menos en plena campaña presidencial y en un país con una distribución de la riqueza y los ingresos que sigue siendo desigual. Pero eso fue lo que hizo el candidato Piñera esta semana, cuando anunció una reducción de las tasas que pagan las empresas en caso de ser elegido.
Más allá de las justificaciones y omisiones tradicionales de la derecha en todo el mundo cuando quiere reducir impuestos -que favorece el crecimiento y, por favor, no me pregunte sobre el impacto distributivo-, la novedad estuvo en que el candidato de Chile Vamos enarboló el “argumento Ocde” para legitimar su iniciativa.
“Propuesta tributaria de Piñera: idea es llevar la tasa que pagan las compañías al promedio que tributan en los países de la Ocde, que hoy bordea el 25%”, tituló un medio en portada. “Sistema simplificado con tasas de impuestos corporativos que convergen a los niveles promedio de la Ocde” anunció otro. Mencionar la Ocde antes, durante y después de hablar de la rebaja de impuestos parece haber sido la orden del día.
El argumento Ocde debe ser uno de los argumentos más usados y abusados para justificar propuestas de política pública. Decir que lo que se está proponiendo es lo que hacen los países Ocde les da un aura de seriedad a propuestas que no siempre lo son. No es necesario entrar en detalles complicados ni responder preguntas incómodas, el argumento Ocde es el escudo perfecto y, además, se expresa en menos de 140 caracteres.
Así como el candidato de Chile Vamos usó un argumento Ocde para proponer una reducción de impuestos, también se puede utilizar estos argumentos para subirlos. Por ejemplo, si consideramos la carga tributaria, es decir, la fracción de los ingresos de un país que representan todos los impuestos que pagan sus ciudadanos y empresas, Chile ocupa el lugar 34 entre los 35 países que conforman la Ocde, con un 20,7%. El promedio Ocde es 34,3%. De esta manera, un titular informando sobre una propuesta basada en este dato podría ser: “Candidata propone subir impuestos de modo de converger a niveles promedio de la Ocde que bordean el 34%”.
Veamos ahora qué sucede si nos tomamos en serio los dos argumentos Ocde anteriores. La comparación de tasas a las empresas que hace Piñera no es correcta, pues está comparando peras con manzanas. En casi todos los países Ocde los impuestos que pagan las empresas no se cuentan como crédito al momento en que los dueños retiran las utilidades, es decir, se trata de sistemas tributarios desintegrados. Lo que propone el candidato de la derecha, en cambio, es volver a un sistema integrado donde los impuestos que pagan las empresas se contabilizan como crédito al momento de retirar utilidades. Los impuestos a las empresas en sistemas integrados y desintegrados no son comparables, de hecho, en un sistema integrado, donde además se permite postergar indefinidamente el retiro de utilidades, como pareciera ser para la propuesta de Piñera, las tasas que pagan las empresas terminan siendo muy cercanas a aquellas que pagan las personas, de modo que ni siquiera es posible distinguir entre ambas tasas, a diferencia de países con sistemas desintegrados, donde la diferencia es clara.
Comparar la carga tributaria entre países Ocde sin corregir por los distintos niveles de ingreso per cápita tampoco es correcto. A medida que los países se desarrollan, su carga tributaria va creciendo. Con 20 mil dólares per cápita, se paga uno de cada cinco pesos en impuestos; con 30 mil, uno de cada cuatro; con 40 mil, uno de cada tres, por ponerlo de manera simple (y aproximada). Lo que sucede es que los bienes y servicios que provee el Estado se vuelven más importantes (y también relativamente más caros) a medida que los países van creciendo. Se conoce como la Ley de Wagner.
Lo importante en materia de impuestos, entonces, no son las comparaciones Ocde de las tasas que pagan las empresas o de la carga tributaria de los países. En el primer caso estamos comparando peras con manzanas; en el segundo caso, las comparaciones sirven poco, pues Chile debiera tener una carga tributaria inferior al promedio Ocde, ya que tenemos ingresos inferiores al promedio de los países de ese grupo.
Lo relevante en la campaña presidencial que comienza, a mi juicio, son dos preguntas que debiera responder todo candidato que proponga cambios al sistema tributario. La primera es si su propuesta mantiene, aumenta o disminuye la carga tributaria. La segunda es cuál será el impacto distributivo de su propuesta, en particular, cómo afectará la carga tributaria de los sectores de altos ingresos (el 1%). Ya tenemos las respuestas del candidato Piñera a estas preguntas, en las próximas semanas conoceremos lo que proponen los restantes candidatos.
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No está pasando
ESTO SÍ que es cómico. Como todos sabemos, cada campaña electoral viene acompañada por los clásicos reclamos de la oposición (cualquiera que sea) por el intervencionismo del gobierno de turno y el uso de la tribuna y recursos que supone estar al mando del aparato estatal. Pero lo realmente nuevo es que ahora esas quejas provengan de integrantes de la propia alianza oficialista.
Tal cual. Así se lo hicieron saber al ministro del Interior, luego de que algunos miembros del gobierno participaran con entusiasmo en la proclamación de la candidata DC. Hay que fijar “nuevas reglas de juego”, dijo el presidente del PPD, dejando en evidencia la crisis terminal por la que atraviesa lo que alguna vez tuvo la desfachatez de autodenominarse como Nueva Mayoría.
Más divertido aún es que el reclamo de intervencionismo esté enfocado en el discurso de proclamación que efectuó el intendente Orrego, el mismo que apenas bordeó los 190 mil votos en la elección primaria de 2013. ¡Le hicieron el día a Orrego! Ahora sus palabras son un riesgo para la candidatura de Guillier, que baja en las encuestas tal como perdía puntos de rating antes de migrar de la tele a la política.
Todo esto ocurre, en todo caso, en una realidad que no existe más allá de su imaginación. Porque como usted y yo bien sabemos, las precampañas no existen. Tampoco los Martelli ni los paseos en yate por la bahía de Manhattan. Las damas y los caballeros que circulan ante su pantalla con cartel de precandidato no están intentando captar su atención ni mucho menos su futuro voto. Que su mente no lo engañe.
Estos precandidatos recorren Chile, organizan mítines, cuentan con personal de apoyo y distribuyen pancartas gracias a la generosidad y los ahorros de ellos mismos, porque -como ya sabemos- no existiendo la precampaña tampoco hay fondos para cubrir estos gastos ni donaciones ni maletines.
No vaya a suponer que los senadores y diputados con cartel de candidatos en etapa de no precampaña recurren a sus dietas y asignaciones parlamentarias para fines electorales. No sea tan mal pensado como para asumir que Piñera utiliza los más de 10 millones de pesos mensuales de dieta vitalicia y otros aportes para trabajar por su campaña. Sencillamente, porque no está pasando y punto.
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Francia: ¿El rompeolas del populismo?
Las elecciones de hoy en Francia serán seguidas por medio mundo con un interés que no habrían suscitado en otras circunstancias. Aunque se trate de la quinta economía del mundo (otra vez, gracias a la caída de la libra esterlina, su PIB supera al británico por poco), sus elecciones no suelen excitar a las conciencias de otros países. Esta vez, sí.
La posibilidad de que la extrema derecha ganara los comicios en un país medular de la Unión Europea y confirmara el ascenso del populismo nacionalista en el mundo desarrollado los convirtió en un asunto interno para otros países. Aunque ese riesgo parece conjurado por la sólida ventaja con la que llega Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen al balotaje de hoy, existen dudas sobre el margen de su victoria. En líneas generales, hay incertidumbre por la recomposición política e ideológica que el peso de la extrema derecha y del populismo nacionalista pueda provocar en los próximos años en un país que en la primera vuelta, hace pocas semanas, humilló a sus dos partidos tradicionales dejándolos fuera de la recta final.
Propongo estas aproximaciones a lo que está sucediendo en Francia:
1 ¿Por qué es tan peligrosa Marine Le Pen?
Porque ha logrado, en apenas seis años, desde que en 2011 se hizo con la jefatura del Frente Nacional, convertir en parte del paisaje natural de la política francesa y europea a una fuerza que antes era marginal aun si lograba, en ciertos comicios, un 15% de la votación.
El partido fue fundado por su padre, un ex paracaidista que sirvió en la guerra de Argelia, junto con otros nacionalistas de extrema derecha que apenas ocultaban su antisemitismo y su xenofobia, y que eran parte del discurso revisionista, por no decir negacionista, sobre el Holocausto. Cuando ella tomó las riendas, diseñó una estrategia de “dédiabolisation” (sí, “desdemonización”). Como la abogada que es, amenazó con llevar a los tribunales a todo aquel que vinculara al partido con el fascismo y el antisemitismo, e inició un acercamiento a sectores de izquierda que compartían con el Frente Nacional su miedo o resentimiento contra la globalización, la Unión Europea y el euro, y que veían en la inmigración una competencia desleal para los trabajadores poco cualificados.
A sus 49 años, Marine Le Pen ha logrado en parte su cometido. Consiguió ponerse a la cabeza de los sondeos de cara a estos comicios durante mucho tiempo. Su discurso contra Europa, la OTAN, la globalización y la inmigración calzó con un sector de franceses que no estaban, en principio, en la misma longitud de honda que el Frente Nacional ni compartían sus raíces militaristas y extremistas.
No obtuvo el primer lugar en la primera vuelta electoral, pero con el 21,3% alcanzó la mayor votación de la historia de su partido y quedó a menos de tres puntos de Macron, el muy joven ex ministro de Economía del gobierno socialista de François Hollande. Su voto hubiese sido mayor si el líder de la extrema izquierda, Jean-Luc Mélenchon, no hubiese experimentado un ascenso meteórico en las últimas semanas de la campaña con un discurso muy parecido al de Le Pen.
2 ¿Por qué Francia presta oídos al populismo nacionalista?
Una razón tiene que ver con el estancamiento económico del país. Francia no crece significativamente desde hace muchos años, en gran parte porque padece el sistema más estatista de la Unión Europea: el Estado consume cerca del 57% de la riqueza, las leyes laborales son de un rigidez asfixiante (por lo cual el desempleo está perennemente en dos dígitos y el de los jóvenes supera el 25%) y las cargas sociales que soportan las empresas, incluidas las pequeñas y medianas, hacen difícil el proceso de creación de riqueza (por cada euro que se paga al empleado se entrega medio euro el gobierno).
Este aparato confiscatorio, sumado al gran éxito de algunas empresas multinacionales de origen francés que generaron riqueza, permitió financiar, durante buen tiempo, una red de servicios estatales y prestaciones sociales que está entre las más generosas del mundo. Pero, en un momento dado, el sistema empezó a lesionar la capacidad de crecer de la economía francesa. Se disparó el déficit fiscal, se abultó la deuda pública (que ya bordea el equivalente al tamaño total de la economía) y los “derechos” que los franceses daban por sentados empezaron a peligrar.
Los culpables de siempre -los inmigrantes, la competencia europea, la globalización liberal- no tardaron en hacer su aparición. La responsabilidad no recaía en el sistema estatista sino la decadencia de la nación provocada por fuerzas internacionales que penetraban en el tejido social francés con la intención de acabar con la identidad de ese país. Francia empezó a hablar de su propio declive (el diccionario Larousse incorporó el año pasado la palabra “déclinisme”).
Este discurso era de izquierda en un principio, pero el nacionalismo de derecha lo hizo suyo, en parte porque calzaba con su visión proteccionista de Francia. Así, aunque la extrema derecha y la extrema izquierda se considerasen enemigos ideológicos, compartían una visión antimoderna en sintonía con muchos franceses asustados por las dislocaciones y transformaciones, tanto económicas como sociológicas, que un mundo más abierto y unas fronteras más porosas provocaban.
3 ¿Por qué Macron?
Porque su figura llenó un vacío en el momento más oportuno. Aunque fue secretario privado y luego ministro de Hollande, el impopular mandatario socialista, nunca se lo percibió como un hombre cercano al Elíseo. Ex banquero de inversión independiente, Macron había participado en la rectificación que Hollande se había visto obligado a emprender tras el fracaso de sus medidas iniciales. Corría el riesgo de ser responsabilizado por el liberalismo explotador que según los populistas de izquierda y derecha Hollande había finalmente adoptado. Supo salirse del gobierno a tiempo para evitar el desgaste y fundar su propio partido, “En Marcha”, con el cual se lanzó a la primera aventura electoral de su vida.
A las fuerzas de centroizquierda y centroderecha esto les produjo un drama: la popularidad de la que Macron gozó desde el principio era proporcional al descrédito en el que tanto los “republicanos” (el Partido Conservador) como los socialistas habían caído a ojos de un electorado que daba -para variar- señales de hartazgo con su clase política. Pero en cierta forma Macron fue su salvación, ya que, de no haber irrumpido en aquel momento, la primera vuelta se la hubiera llevado Le Pen, que encabezaba los sondeos desde el año pasado, probablemente seguida de Mélenchon, el candidato de la extrema izquierda. Francia se habría visto ante la disyuntiva, en la segunda vuelta, de optar entre la extrema derecha y la extrema izquierda.
Lo que acabó sucediendo, más bien, es que Macron se colocó en primer lugar, Le Pen pasó al segundo, y los partidos tradicionales, muy disminuidos, quedaron fuera, como lo hizo, con una votación nada desdeñable, Mélenchon. La Francia moderada, la Francia “liberal”, logró colar un pie en el balotaje gracias a que Macron supo salirse a tiempo del gobierno de Hollande (traicionándolo, según dijeron muchos socialistas en su momento).
Lo que Macron propone -no sólo defender la globalización y Europa, y aplicar una política prudente frente a la inmigración, sino desmontar parcialmente el andamiaje estatista que lastra a Francia-suena razonable. Pero no nos engañemos: la razón por la que hoy ganará los comicios, no sabemos aún si por el margen amplísimo que vaticinan las encuestas o por otro más estrecho y sorprendente, tiene poco que ver con el liberalismo de Macron. Más bien, se trata del miedo a la extrema derecha, de la asociación que muchos hacen entre Le Pen y Donald Trump, nada querido en Francia, y de la relativa popularidad de la que goza todavía el euro (que Le Pen prometió abolir vía referéndum, aunque, al comprobar el temor mayoritario a abandonar la moneda común, matizó luego su postura).
Los sondeos muestran a la claras que una mayoría de franceses desconfía de la globalización, que responsabiliza al liberalismo antes que al estatismo de la decadencia de su economía y del peligro que corren sus “derechos”, y que incluso frente a Europa tiene más reservas que ilusiones. No es raro, pues, que la suma de Le Pen, Mélenchon y Nicolas Dupont-Aignan (un euroescéptico nacionalista que obtuvo casi 5% en la primera vuelta) bordee el 50%. El populismo que será derrotado hoy en el balotaje representa a una mitad del país por lo menos.
4 ¿Qué pasará después?
Por lo pronto, se vienen otras elecciones decisivas. En junio, Francia celebrará comicios legislativos. En ellos, Macron, cuyo recientísimo partido no tiene hoy un solo parlamentario, deberá obtener un número de escaños significativo si quiere gobernar con un mínimo de solvencia. Ello será sumamente complicado a juzgar por el resultado de la primera vuelta, en la que los primeros cuatro candidatos no quedaron muy alejados unos de otros.
Hay quienes creen que lo mejor que podría sucederle a Francia sería que los “republicanos” obtuviesen la primera mayoría. Acompañados por la bancada que consiga Macron, podrían formar una mayoría que desembocara en una cohabitación entre el presidente y un gabinete de ministros del partido tradicional de la centroderecha. Dado que el socialismo está en mínimos históricos y que la alternativa es la extrema izquierda o la extrema derecha, esta cohabitación entre liberales y conservadores daría solidez al gobierno y, lo que es igual de importante o más, legitimidad a una clase política muy venida a menos. Pero lo cierto es que existe también el riesgo contrario: que los “republicanos” contagien a un eventual Presidente Macron su desprestigio, lo que haría subir como la espuma a los extremistas de izquierda y derecha. Así, Marine Le Pen, desde una oposición tan virulenta como su participación en el único debate que ha sostenido con Macron, podría ir cocinando a fuego lento su victoria presidencial para dentro de cinco años.
Dado este riesgo, lo mejor que puede sucederle a Francia es que Macron, beneficiándose del efecto esperanzador de la victoria si ella se da por un margen importante, coloque una bancada muy numerosa que le permita renovar la política durante el tiempo que le tome hacer las reformas -costosas, impopulares, heroicas- que requiere Francia.
Si Francia se convierte en el (inesperado) rompeolas del populismo nacionalista del mundo desarrollado, no será porque Macron pudo ganar a la hora undécima unos comicios que espeluznaban a medio mundo, sino porque, como presidente, fue capaz de modificar la visión equivocada que todavía tienen demasiados compatriotas suyos sobre su lugar en el mundo. Y eso es más difícil que ganar las elecciones.
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Macron
Este artículo aparecerá el mismo día 7 de mayo en que los franceses estarán votando en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Quiero creer, como dicen las encuestas, que Emmanuel Macron derrotará a Marine Le Pen y salvará a Francia de lo que hubiera sido una de las peores catástrofes de su historia. Porque la victoria del Front National (Frente Nacional) no sólo significaría la subida al poder en un gran país europeo de un movimiento de origen inequívocamente fascista, sino la salida de Francia del euro, la muerte a corto plazo de la Unión Europea, el resurgimiento de los nacionalismos destructivos y, en última instancia, la supremacía en el viejo continente de la renacida Rusia imperial bajo el mando de Vladimir Putin, el nuevo zar.
Pese a lo que han pronosticado las encuestas, el triunfo de Macron, o, mejor dicho, de todo lo que él representa, es una especie de milagro en la Francia de nuestros días. Porque, no nos engañemos, la corriente universalista y libertaria, la de Voltaire, la de Tocqueville, la de parte de la Revolución Francesa, la de los Derechos del Hombre, la de Raymond Aron, estaba tremendamente debilitada por la resurrección de la otra, la tradicionalista y reaccionaria, la nacionalista y conservadora -de la que fue genuina representante el gobierno de Vichy y la de que es emblema y portaestandarte el Front National-, que abomina de la globalización, de los mercados mundiales, de la sociedad abierta y sin fronteras, de la gran revolución empresarial y tecnológica de nuestro tiempo, y que quisiera retroceder la cronología y volver a la poderosa e inmarcesible Francia de la grandeur, una ilusión a la que la contagiosa voluntad y la seductora retórica del general De Gaulle dieron fugaz vida.
La verdad es que Francia no se ha modernizado y que el Estado sigue siendo una aplastante rémora para el progreso, con su intervencionismo paralizante en la vida económica, su burocracia anquilosada, su tributación asfixiante y el empobrecimiento de unos servicios sociales, en teoría extraordinariamente generosos pero, en la práctica, cada vez menos eficientes por la imposibilidad creciente en que se encuentra el país de financiarlos. Francia ha recibido una inmigración enorme, en buena medida procedente de su desaparecido imperio colonial, pero no ha sabido ni querido integrarla, y esa es ahora la fuente del descontento y la violencia de los barrios marginales en la que los reclutadores del terrorismo islamista encuentran tantos prosélitos. Y el enorme descontento obrero que producen las industrias obsoletas que se cierran, sin que vengan a reemplazarlas otras nuevas, ha hecho que el antiguo cinturón rojo de París, donde el Partido Comunista se enseñoreaba hace todavía 10 años, sea ahora una ciudadela del Front National.
Todo esto es lo que Emmanuel Macron quiere cambiar y lo ha dicho con una claridad casi suicida a lo largo de toda su campaña, sin haber cedido en momento alguno a hacer concesiones populistas, porque sabe muy bien que, si las hace, el día de mañana, en el poder, le será imposible llevar a cabo las reformas que saquen a Francia de su inercia histórica y la transformen en un país moderno, en una democracia operativa y, como ya lo es Alemania, en la otra locomotora de la Unión Europea.
Macron es consciente de que la construcción de una Europa unida, democrática y liberal, es no sólo indispensable para que los viejos países del Occidente, cuna de la libertad y de la cultura democrática, sigan jugando un papel primordial en el mundo de mañana, sino porque, sin ella, aquellos quedarían cada vez más marginados y empobrecidos, en un planeta en que Estados Unidos, China y Rusia, los nuevos gigantes, se disputarían la hegemonía mundial, retrocediendo a la Europa “des anciens parapets” de Rimbaud a una condición tercermundista. ¡Y Dios o el diablo nos libren de un planeta en el que todo el poder quedaría repartido en manos de Vladimir Putin, Xi Jinping y Donald Trump!
El europeísmo de Macron es una de sus mejores credenciales. La Unión Europea es el más ambicioso y admirable proyecto político de nuestra época y ha traído ya enormes beneficios para los 28 países que forman parte de ella. Todas las críticas que se pueden hacer a Bruselas son susceptibles de reformas y adaptaciones a las nuevas circunstancias, pero, aún así, gracias a esa unión los países miembros por primera vez en su historia han disfrutados de una coexistencia pacífica tan larga y todos ellos estarían peor, económicamente hablando, de lo que están si no fuera por los beneficios que les ha traído la integración. Y no creo que pasen muchos años sin que lo descubra el Reino Unido cuando las consecuencias del insensato Brexit se hagan sentir.
Ser un liberal, y proclamarlo, como ha hecho Macron en su campaña, es ser un genuino revolucionario en la Francia de nuestros días. Es devolver a la empresa privada su función de herramienta principal de la creación de empleo y motor del desarrollo, es reconocer al empresario, por encima de las caricaturas ideológicas que lo ridiculizan y envilecen, su condición de pionero de la modernidad, y facilitarle la tarea adelgazando el Estado y concentrándolo en lo que de veras le concierne -la administración de la justicia, la seguridad y el orden públicos-, permitiendo que la sociedad civil compita y actúe en la conquista del bienestar y la solución de los desafíos económicos y sociales. Esta tarea ya no está en manos de países aislados y encapsulados como quisieran los nacionalistas; en el mundo globalizado de nuestros días la apertura y la colaboración son indispensables, y eso lo entendieron los países europeos dando el paso feliz de la integración.
Francia es un país riquísimo, al que las malas políticas estatistas, de las que han sido responsables tanto la izquierda como la derecha, han mantenido empobrecido, atrasándolo cada vez más, en tanto que el Asia y América del Norte, más conscientes de las oportunidades que la globalización iba creando para los países que abrían sus fronteras y se insertaban en los mercados mundiales, la iban dejando cada vez más rezagada. Con Macron se abre por primera vez en mucho tiempo la posibilidad de que Francia recobre el tiempo perdido e inicie las reformas audaces -y costosas, por supuesto- que adelgacen ese Estado adiposo que, como una hidra, frena y regula hasta la extenuación su vida productiva, y muestre a sus jóvenes más brillantes que no es la burocracia administrativa el mundo más propicio para ejercitar su talento y creatividad, sino el vastísimo al que cada día añaden nuevas oportunidades la fantástica revolución científica y tecnológica que estamos viviendo. A lo largo de muchos siglos Francia fue uno de los países que, gracias a la inteligencia y audacia de sus élites intelectuales y científicas, encabezó el avance del progreso no sólo en el mundo del pensamiento y de las artes, también en el de las ciencias y las técnicas, y por eso hizo avanzar la cultura de la libertad a pasos de gigante. Esa libertad fue fecunda no sólo en los campos de la filosofía, la literatura, las artes, sino también en el de la política, con la declaración de los Derechos del Hombre, frontera decisiva entre la civilización y la barbarie y uno de los legados más fecundos de la Revolución Francesa. Durmiéndose sobre sus laureles, viviendo en la nostalgia del viejo esplendor, el estatismo y la complacencia mercantilista Francia se ha ido acercando todos estos años a un inquietante abismo al que el nacionalismo y el populismo han estado a punto de precipitarla. Con Macron, podría comenzar la recuperación, dejando sólo para la literatura la peligrosa costumbre de mirar con obstinación y nostalgia el irrecuperable pasado.
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Tres son multitud
El actual es el único escenario para el cual la Nueva Mayoría nunca se preparó: que le apareciera una alternativa más a la izquierda y que ahora amenaza con desplazarla como segunda fuerza política del país. Esa posibilidad nunca estuvo ni en el libreto ni en el radar de la antigua Concertación, pero ahora que el oficialismo se ha dividido en dos candidaturas presidenciales -la de Alejandro Guillier y la de Carolina Goic-, la amenaza del Frente Amplio, junto con encender las alarmas, pone a la Nueva Mayoría ante dos desafíos que jamás se planteó. El primero es el de marcar sus límites, para establecer hasta dónde está dispuesta a llegar. El segundo es reconocer que sus adversarios no solo están en la derecha, sino también en el que sentían que era su propio lado.
Los jóvenes idealistas e insatisfechos de ayer, que hasta aquí el oficialismo miraba con ternura y simpatía de abuelos, porque estos chicos eran capaces de decir lo que muchos dirigentes de la coalición gobernante les hubiera gustado decir, pero no se atrevían, ahora tienen dientes y están probando que son capaces de morder. Por de pronto, les han dado una lección sobre cómo hacer las cosas. Mientras la Nueva Mayoría, por culpa de una larga carrera de errores a la cual no es ajeno el propio gobierno, ha quedado debajo de la mesa de las primarias previstas para el próximo 2 de julio, el Frente Amplio fue capaz de reunir en cosa de días las firmas necesarias para participar de esa instancia electoral, con todas las ventajas que eso comporta, en términos de exposición pública para sus candidatos y de la posibilidad de comenzar la campaña desde ya.
Lo que ocurre es que ahora sí que se está acabando un largo ciclo de la política chilena. Pero no es porque esté emergiendo el Frente Amplio. El verdadero cambio es que 20 años después de haber abandonado la escena pública, y a más de 10 de su muerte, Pinochet está dejando de ser la piedra que dividía todas las aguas de la política chilena. Dejó de dividirlas por de pronto en la derecha, porque en la actualidad convive en este sector gente que simpatizó y que se opuso a su gobierno, y está dejando de dividirlas en la izquierda, porque el solo hecho de haberse opuesto a la dictadura no confiere a los ojos del Frente Amplio la autoridad necesaria para representar los ideales de izquierda.
Para una coalición como la Concertación, que siempre dijo que no podía ir más allá porque la derecha y los amarres institucionales de la dictadura no se lo permitían, y para una Nueva Mayoría que quiso cambiarlo todo y que se articuló a partir del sentimiento de vergüenza con que la centroizquierda miró de un día para otro el proceso de la transición que había liderado, el proceso de sinceramiento al que ahora se expone es complicado. Ya no le basta como justificación ser una alternativa política para que la derecha no gobierne. Ese argumento dejó de convencer a la izquierda más radical. La disyuntiva ya no es entre dos, sino entre tres. Y tres son multitud. El oficialismo necesita ahora tener un proyecto, pero un proyecto de verdad que, más allá de definirse por la pura oposición a lo que la derecha quiere, sea capaz de marcar sus diferencias con la izquierda extrema. Proyecto, en realidad, es lo que la Nueva Mayoría nunca tuvo. Pudo haber tenido una candidata poderosa, cuyo carisma se desvaneció al primer contacto con la realidad, y no cabe duda de que tuvo un programa que ha estado llevando al país de fracaso en fracaso. Pero eso está claro, no da mucho pie para saber cómo continuar.
Para quienes creen como el jurista alemán Carl Schmitt que es de la esencia de la política la capacidad de identificar con claridad a tu enemigo, la actual coyuntura de la Nueva Mayoría no es auspiciosa. Su enemigo siempre fue la derecha, pero -vaya sorpresa- por donde en realidad se está desangrando es por la izquierda. Por eso, el PS se corre a la izquierda y descuida su relación con la DC. Por eso, también, por un tema de soledad, la DC decide ir directamente a primera vuelta y no a primarias. Por lo mismo, el oficialismo ve con pavor la idea de no llegar con uno de sus candidatos –Guillier o Goic- a segunda vuelta. De acuerdo: al día de hoy, tal escenario es improbable y un tanto apocalíptico. Sin embargo, es de pesadillas así que se alimenta la política. Sin el miedo, sin factor temor, la política sería otro más entre los muchos juegos de salón.
Si bien a la derecha le convendría que la elección se polarizara entre Piñera y Beatriz Sánchez, eso significa que su verdadero enemigo sea el Frente Amplio. En realidad, el verdadero enemigo es quien te pueda vencer y eso obliga quizás a mirar más las cifras electorales que la retórica de los discursos. En sí es razonable pensar que un gobierno frenteamplista llevaría a cabo mucho de lo que el actual gobierno quiso, pudo y no supo hacer del todo: desmontar el modelo, quitarle a la empresa privada el protagonismo de la actividad productiva, igualar para abajo. Y aunque todavía no está claro en qué términos se vaya a definir el bloque, la erótica protagónica a ese lado del espectro político es tal, que es muy posible que para estos jóvenes sea mucho más importante fulminar en esta pasada a la centroizquierda, que está agónica y pasando por su peor momento, que evitar un triunfo de la derecha.
Nadie sabe para quién trabaja. Justo en momentos en que el país va a la primera elección parlamentaria sin el corsé del binominal que le permitía al oficialismo ocultar todas sus grietas y matices y obligaba al electorado a opciones extremas, justo cuando el país desencantado por Bachelet vuelve a los ejes de la moderación y la sensatez, la Nueva Mayoría toma conciencia de varias cosas: de estar dividida, de tener candidatos frágiles, de tener poco que ofrecer en el centro, de haberse farreado la oportunidad de las primarias y de no tener muy claro contra quién se enfrentará. Escogió a sus amigos y los amigos la tienen actualmente en el piso. Está por verse a quién identificará ahora como enemigo.
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Cuentas alegres
El voto político de la asamblea decé decidiendo ir a primera vuelta presidencial con Carolina Goic ha inspirado en algunos ciudadanos una tímida tendencia a sacar cuentas alegres porque creen ver una fisura por la cual el candidato de la oposición pudiera ganar aun más votos desde el centro. La ilusión también la alimenta la vigorizada candidatura de Beatriz Sánchez. Promete, creen, la división de la izquierda, única manera de derrotarla. Dicho sea de paso, con “oposición” nos referimos a esa masa heterogénea de chilenos que por las más distintas razones están a disgusto con el gobierno de Michelle Bachelet, pero que la izquierda, amiga de concebir el mundo como campo de batalla de un perpetuo conflicto entre el Bien y el Mal, prefiere denominar con un sólido y sonoro epíteto, “la derecha”. La diferencia verbal puede parecer poca cosa, pero manifiesta una cuestión de fondo. “Derecha” es término que niega la existencia de una ciudadanía transversal contraria al régimen; “derecha” menta un ente homogéneo y reaccionario, cómplice de crímenes, sin merecimientos para gobernar, ni siquiera respirar. En la visión maniquea de la izquierda y el oficialismo quien se opone a Bachelet no es sencillamente un opositor, sino un homúnculo “de derecha” cuya postura carece de legitimidad. De ahí el profuso uso de la expresión “hay que derrotar a la derecha” pronunciada con el mismo tono de belicosa inquina con que los talibanes dicen “hay que derrotar a los infieles”. No hay inocencia en el lenguaje.
Aun apoyada en ese fiero artilugio semántico y decidida a todo para vencer “a la derecha”, las filas del progresismo y el oficialismo no han podido contener un estremecimiento ante la Goic y últimamente ante la Sánchez. Bendita no será la NM entre todas las mujeres. Los aficionados a la Biblia (Daniel 5:18, 22) recordarán el pánico del déspota babilonio cuando una mano sin cuerpo pero alfabeta escribió en la pared “mene mene tekel urparsin”, esto es, “has sido pesado y hallado falto”. La decisión decé no reverberará por los laberintos de la historia como atronador anuncio del desplome de imperios y dinastías, pero algunos creen oír el rumor del deslizamiento por el tobogán que conduce de regreso a una opaca y mucho menos próspera vida privada. Por esa razón o ese temor desde ese sector se ha oído abundantemente el siguiente y agorero dictamen: “La NM se ha acabado”.
No es susto nuevo. Desde antes de la asamblea de la decé hubo en el “progresismo” preocupación por lo que podría pasar si un espasmo de independencia -muy ayudado y casi obligado por el empujón de los NO incumbentes- los llevaba a esa decisión. La decé había ya protagonizado innumerables pataletas que siempre terminaron en nada, pero la repetición de los ciclos es engañosa; no asegura una eternidad de lo mismo sino a veces prepara gradualmente las condiciones para que la última interacción termine por modificarlo todo, incluyendo la existencia del ciclo. Tal sería el caso, según opinan no pocos observadores. La repetición de una humillación tras otra habría llevado a este irascible invitado de piedra a un pináculo de indignación, a un afán postrero de vedetismo rabioso, al estado de ánimo que tienta a dar un golpe en la mesa “para que vean”; a ese furor levantisco se habría sumado la ilusión de que es posible reencender “el sol de nuestras juventudes”, reconquistar el centro político, recolonizar dicho territorio y obtener un título de propiedad exclusivo en el Conservador de Bienes Raíces. En fin, la decé se habría lanzado a una aventura tan pasmosa como la de ese 6 de agosto de 1789, en la asamblea constituyente, cuando la nobleza francesa, en una interminable noche de frenesí político, procedió al haraquiri de sus propios intereses. Hasta ahí llega la fantasía a la moda…
Un poco de historia
En esto como en todo la historia es maestra y guía, aunque, como le sucedía a Casandra, profetisa maldita por los dioses, nadie suele darle bola. Ya lo dijo Hegel: “La única lección que enseña la historia es que nadie aprende las lecciones de la historia”. En este caso la lección nos dice que la izquierda chilena ni se evapora ni es vencida porque así ocurra con sus diversos y multifacéticos avatares. Es entidad de mucho más fondo emocional y doctrinal que sus aderezos como tal o cual coalición. Se funda en la entera historia de Chile tal como las religiones se fundan en la entera y desgraciada historia humana. Las coaliciones progresistas van y vienen de acuerdo a las contingencias del momento, las modas culturales y las “condiciones objetivas”, pero el trasfondo es el mismo, siempre vivo, poderoso como lo que representa, avasallador como los tremendos impulsos que canaliza.
Basta retroceder sólo medio siglo o algo más en la historia política chilena y la prueba de eso aparece con toda claridad. En los años 50 la izquierda se articuló como el Frap, Frente de Acción Popular, el cual galvanizó a miles de compatriotas para conducirlos al túmulo de tres derrotas consecutivas con Allende. No por eso pereció, sino que se reorganizó bajo otro nombre, otro discurso y otros aliados con la razón social de Unidad Popular, la UP, la cual al fin, con Allende, ganó las elecciones y perdió al país al conducirlo al desastre. Y tampoco por dicho “traspié” la izquierda, ferozmente perseguida por Pinochet, hizo mutis por el foro; apenas acabado el régimen militar reapareció convertida y rebautizada como la Concertación, esta vez algo contrita por los estropicios y más moderada en sus objetivos. Con ella llegó al poder produciendo dos períodos muy buenos y dos períodos de mediocre a malo que causaron la derrota a manos de Piñera. ¿Desapareció, al fin, por eso? En absoluto: reapareció convertida en NM, Nueva Mayoría, con un discurso esta vez más radical, más revolucionario y con una congregación de colectividades incluyendo al PC. Su gestión ha sido calamitosa, como suelen serlo siempre las gestiones “populares”, pero no ha llegado ni jamás llegará el momento de sacar las cuentas alegres del Gran Capitán. Otra coalición se está preparando. Otra promesa se redacta. Otra sonrisa se lava los dientes.
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Esa porfía vital no niega la existencia de accidentes históricos. Siempre son posibles. Ni siquiera la izquierda, la cual cuenta con el apoyo de la mayoría porque siempre es mayoría aquella parte de la población que NO pertenece a la elite, tiene atornillada la rueda de la historia. Pero los accidentes son precisamente eso, transitorias interrupciones de una norma. Si en vez de medio siglo alargamos a un siglo el lapso bajo observación, se hace evidente que desde al menos 1920 es la izquierda en cualquiera de sus sabores la fuerza política que da el tono, que instala los temas y los códigos y a menudo incluso se hace del poder o al menos lo acompaña. Y en cualquier caso aun en la derrota sigue respirando.
¿Cree alguien, entonces, que la primera vuelta de Goic, si acaso se llega a eso, cambiará dicha ley histórica? ¿Supone el cándido de turno que el fin eventual de la NM entraña por necesidad la derrota de la izquierda? ¿Imagina algún fantasioso que NO sabrá dicho sector rearticularse bajo otro nombre si es preciso, así como ya supo hacerlo alrededor de Guillier asesinando a la pasada a sus líderes históricos? La Democracia Cristiana no tiene adónde ir como colectividad sino hacia la izquierda, les guste o no, y por mucho que busquen repavimentar esa vía con calificativos tales como “centroizquierda” para hacer parecerla cosa diferente y hasta novedosa. Y la izquierda, por su parte, con su rica tradición de cambios de nombre, con su flexibilidad para botar y elevar paladines, con su talento para el palabreo, las promesas y si es necesario hasta los reconocimientos -“hemos aprendido que hay que hacer las cosas gradualmente” acaba de decir un caballero del sector- no tendrá muchas dificultades en “reinventarse” o más bien rebautizarse y re-prometer que esta vez es la vencida, ahora aprendimos, no se preocupen compañeros que la revolución va, pero quizás ahora en cámara lenta. Y puede resultarles.
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Autopsia de la Nueva Mayoría
La Nueva Mayoría murió en la noche del sábado 29 de abril. Pero atención, que los organismos políticos, como las personas, se aferran a la vida más allá de lo que aguanta su conciencia e incluso su dignidad. La Unidad Popular fue visiblemente masacrada el 11 de septiembre de 1973, pero siguió aleteando en el exilio por lo menos hasta que se dividió el Partido Socialista, que debía haberse dividido mucho antes. El PS vuelve a ser protagonista ahora. Ya lo veremos.
La Nueva Mayoría seguirá viviendo en el gobierno hasta marzo próximo, y quizás como un recuerdo personal de la Presidenta para sus cuarteles de invierno. Es casi imposible que siga vigente más allá.
La primera razón emerge de la observación superficial: es irrisorio seguir llamando “mayoría” a un grupo político que ya no lo es, incluso aunque tenga algunos éxitos electorales. Cuando empecemos a considerar los 30% como “mayorías” habremos vuelto a los años 60. Siempre será un mal nombre aquel que suponga la inmutabilidad de las circunstancias, y este es uno de los peores de las últimas décadas.
Un segundo elemento es el fin de su raison d’être, que fue seguir a (y beneficiarse de) Michelle Bachelet en una segunda aventura presidencial y acompañarla a gestionar un programa que sólo existía en unas pocas cabezas, y que en todas las demás no era mucho más que una entelequia de ideas discrepantes, formuladas a partir de un diagnóstico de aficionados, que nadie tuvo gran interés en escuchar.
Para los creadores de la Nueva Mayoría será naturalmente ingrato aceptar esta descripción y su conclusión. Entre esos creadores se debe conferir especial protagonismo a Rodrigo Peñailillo y sus boys, que hicieron todas las operaciones de hilado fino para agregar grupos, grupúsculos y colgajos al cuerpo de la antigua Concertación (también estuvo en algo de eso Alvaro Elizalde). Siempre se podrá decir que el bebé sufrió de abandono y malos cuidados porque fue prematuramente separado de sus padres. Pero la verdad es que la Nueva Mayoría no se apoyaba en una teoría de la política, sino en una del poder, y cuando éste se fue licuando, el bebé perdió toda inmunidad.
Pero si el bisturí entra aún más internamente, lo que encontrará es que la creación de la Nueva Mayoría no es otra cosa que la integración del Partido Comunista a la coalición de la que fue enemiga por 23 años. Para los efectos que importan, el PC vino a reforzar a un sector específico de la Concertación -no a todos-: aquel criado en el ambiente “autoflagelante”, crítico con su obra previa y en especial con la transición. La cultura del PC podría agregar una visión discrepante del relato de la historia del Chile reciente y una definición hasta entonces no aceptada de la noción de “izquierda”.
Esto es lo que en efecto ha ocurrido, y más encima el PC ha tenido la mala suerte de asistir al deterioro salvaje de algunos regímenes (los Castro, los Kim, Maduro) a los que apoya según una vieja tradición inercial de defender malas causas de Guerra Fría, desde la invasión de Hungría en adelante. El PC puede tener un complejo con ser “revolucionario” (porque nunca lo fue), pero esas adhesiones muestran una rémora conservadora y la mentalidad acrítica que hace parecer que en realidad no habita en Occidente.
La primera causa de muerte de la Nueva Mayoría es la decisión de la DC de no competir en las primarias de esa coalición e ir directamente a la primera vuelta presidencial. Esta decisión puede verse profundizada por la competencia en una lista parlamentaria separada y agravada si es que, además, no hay un acuerdo de apoyo mutuo al candidato de la centroizquierda.
Pero la DC es la causa superflua. La más profunda está en el PS, cuyas opciones recientes confirman a lo menos dos cosas: a) que sus nuevos grupos hegemónicos decidieron resepultar a la Concertación, ya no en términos de mero cambio de nombre, sino como concepción política, y b) están anunciando el fin de la llamada “alianza histórica” con la DC. Ambas cosas fueron las que simbolizó la liquidación de Lagos.
Nadie en ese comité central ignoraba que, si ratificaba a Lagos como su candidato, habría primarias con la DC y los demás; si Lagos desistía por falta de apoyo, era obvio que para la DC no quedaría más camino que la primera vuelta. Los nuevos grupos hegemónicos piensan que la alianza modelada en la Concertación agotó sus frutos y se inclinan por énfasis políticos en una dirección más a la izquierda, no hacia el radicalismo intelectual de Fernando Atria -a quien parecen no entender-, sino a una idea más simplona de coalición, posiblemente más cerca de las ideas fundantes de la Unidad Popular o el Frente Amplio de los años 30.
La Nueva Mayoría duró unos meses más que la UP, y su memoria se disipará mucho más rápidamente que la de aquella. La Nueva Mayoría se urdió en torno a un liderazgo, la UP en torno a un programa sin líderes. Fue la dirección del PS la que eliminó a sus propios líderes históricos e instaló al menos votado de ellos, Salvador Allende. Después le hizo la vida imposible. Las primeras ideas autocríticas del socialismo empezaron a oírse, en la clandestinidad, recién alrededor de 1977. En torno a la oficina de Ricardo Lagos.
La historia puede tomar a veces el aspecto de autopsia, y viceversa.
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El dinosaurio Anacleto
La historia de la canción infantil es simple. Un dinosaurio llamado Anacleto, sin saber por qué, sobrevive a la extinción de sus congéneres, su rareza lo transforma en una atracción, pero la compañía que le brindan sus admiradores no lo conforman. Extraña a los suyos, pertenece a otro tiempo y a otro lugar, se siente solo. Una querida amiga, siempre interesada en la política, me escribió esta semana que no sabía por quién votar en las próximas elecciones. “Me siento como el dinosaurio Anacleto”, me dijo.
Es época de dinosaurios abandonados. Hubo un cataclismo de baja intensidad, en cámara lenta, y apenas percibido. Lo que podría haber sido un proceso de cambio progresivo, en algún momento acabó como mutación inesperada que rompió antiguos vínculos, arrasó con el paisaje y abusó de las confianzas hasta extinguirlas. No desaparecía una especie, lo que se acababa eran las antiguas lealtades, el modo de mirar a quienes representaban el establishment. El imperio de la negación les impedía ver a quienes estaban en el poder que había comenzado para ellos una pequeña edad de hielo.
Primero fueron los líderes. En el nicho ecológico progresista, el niño terrible perpetuo, el que jamás guardaba silencio, el que se jactaba de haberse adelantado a todos los reclamos, el eslabón perdido de la izquierda insatisfecha, acabó hundido en la insignificancia luego de darse el gusto de hacer campaña en jet privado a cuenta de un conglomerado extranjero que coimeó a la mitad de los gobiernos de Sudamérica. En el extremo liberal del hábitat, el candidato predilecto del barrio El Golf apenas logra sacar la voz después del almuerzo más caro de la política reciente.
Asimismo, quien era tenido como el más sabio de la manada terminó rodeándose de admiradores que en lugar de atraer a los escépticos y convocar a los más jóvenes, los aleccionaban o derechamente se burlaban de ellos, como si menospreciándolos lograrían alzar al viejo líder y traerlo de vuelta. Modularon su voz y su imagen a la medida de las conferencias de los happy few -aquellos que miraban el cataclismo desde un palco protegido- y acabaron llevándolo, con eficiencia y racionalidad de paper académico, al sacrificio público a la hora del té.
El imperio de la negación había soportado los escándalos de corrupción y financiamiento ilegal, pero no contaba con las cualidades como para trastrocar la imagen de su propio reflejo: eso ocurrió durante el período de refichaje, un proceso tristísimo en su forma, una especie de teletón sin épica, en donde acabó desnudándose el cuerpo macilento de un puñado de partidos que hasta hace algunas horas querían convencernos de que tenían un lugar ganado para conducir nuestros destinos gracias a la cantidad de militantes con los que contaban. Durante meses se los vio rogando por atención en las calles. Nuestra firma era su sueldo.
Esta semana ha quedado definida la siguiente etapa en el camino a la extinción. El partido de la moral híbrida proclamó una independencia manejada, como es tradicional en esa agrupación, en el lenguaje de las medias tintas. La candidata ofrece una mirada de centro, lo que en jerga chilena quiere decir no quedar mal con nadie, menos con el arzobispado, y asegurar escaños y directorios para los apellidos de rango de la aristocracia de la falange. En el progresismo moribundo, en tanto, sostienen un candidato inesperado, cuyas principales intervenciones durante la semana han sido para desdecirse de las declaraciones anteriores.
Hacia la derecha la oferta es reelegir a un expresidente que, en su nueva versión, ofrece orden y deberes en una campaña que parece dirigida a satisfacer a los oficiales en retiro del Ejército. Llamó “extremistas” a sus adversarios más jóvenes, emulando los discursos del general que puso de moda los adjetivos triples cuando hablaba del “marxismo-leninismo-ateo”. En el horizonte de este candidato hay promesas de crecimiento que detalla flanqueado por sus edecanes ultraconservadores. Sus declaraciones son básicamente críticas al actual gobierno, las que suele formular entre sus visitas a líderes evangélicos y su declaración ante la fiscalía para explicar la naturaleza de sus negocios durante su anterior mandato.
Los representantes de la mutación de 2011, finalmente, han demostrado tener músculos para desplegarse en las calles y capturar a los descontentos con la ventaja que da la pureza de espíritu de los recién llegados. El pasado para ellos, más que historia, es un archipiélago de eventos ocurridos desde el golpe de 1973 en adelante, salpicados de imágenes de héroes desgajados de su entorno y su época, transformados en íconos de esténcil callejero: un perfil de Salvador Allende, una frase de Pedro Aguirre Cerda, alguna foto de Clotario Blest que se cuelga en el Facebook. Es la generación que quiere verse nueva, pero que conserva la tendencia de la izquierda a fragmentarse y a elevar liderazgos surgidos de la burguesía con tendencia al paternalismo. ¿Es lo mismo darle cauce al descontento que gobernar? ¿Es posible que una coalición de identidad difusa -no son de izquierda, dicen, porque incluyen a liberales- sostenga un liderazgo importado del periodismo? ¿Un like de Facebook equivale a un voto?
Habrá que buscar algo viejo, algo nuevo y algo amarillo para recibir la época que se avecina, la de los deshielos.
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May 6, 2017
¿Qué fue de la DC?
UN AMIGO de universidad, dirigente DC, me decía, hacia fines de los años 70, que se subía a una micro y podía identificar cuáles pasajeros eran democratacristianos, así de fácil, habiendo cantidades todavía entonces, pese a la dictadura (y no todos opositores). Otro amigo, no militante pero afín a ellos, hasta no hace mucho me insistía que, de haber salones parroquiales, el PDC no podía desaparecer. Obviamente, el panorama actual no es el mismo.
No tener un presidente DC desde el 2000, les ha resultado fatal. Cientos de miles cuando no un millón o más de votantes menos en municipales y parlamentarias, los han dejado en la estacada. La Iglesia, por su parte, se ha vuelto más plural, su poder político, además, ya no el mismo.
El Partido Radical, que sufriera un declive similar, en cambio, ha revivido con Guillier. Vaya con qué crueldad azota el destino, otra daga más que soportar, impensable cuando mi amigo se subía a la micro y sentía ese entrañable calorcito humanista cristiano camarada. Todo lo cual, para un conglomerado con alguna vez pretensiones de partido hegemónico (tipo PRI mejicano), debe ser peor que humillante. Su triste historia reciente podría titularse: “De un pasado todopoderoso y soberbio a un pasado reciente malherido”. La alianza de los años 90 con socialistas -“la mejor coalición política de la historia de Chile”- sabemos en qué está. Su reputación por los suelos y, ni nos acordemos de los guarisapos que los DC han debido tragarse estos últimos años, fraternizando con comunistas; todo porque había que seguir sobreviviendo como fuera. Lo de “el poder desgasta solo a quien no lo posee” lo aprendieron de Andreotti.
A esta historia, sin embargo, se la puede contar algo distinto. Porque, quizá, sigue habiendo cantidades de DC aunque hace rato no militen en sus filas. En el PS y PPD los hay, y no pocos. Entre los jóvenes también. ¿De dónde si no de la Juventud DC, el Mapu e Izquierda Cristiana, y antes de la Falange, proviene esa veta chascona, progresista, mesiánica, efebocrática, y aspiracional que uno pareciera percibir en RD y sus (hasta ahora) aliados autonomistas? Incluso, la principal carta presidencial de la derecha, posiblemente de nuevo presidente en marzo, es un DC purasangre, intachables sus credenciales bebidas en la leche materna, y de quien nadie ha pedido fideicomiso ideológico alguno que nos proteja.
Una vez DC, siempre DC: estoy seguro que comunistas y socialistas como Bachelet, radicales, gremialistas, y liberales auténticos, me podrán dar la razón. Es que la DC podrá desaparecer como partido, o verse reducida de nuevo a ese mítico 5% (que luego los catapultara a mayoría absoluta el 64), pero seguirá persistiendo cuan gen indeleble, como el peronismo. De seguir intacto ese afán tan suyo por congraciarse con la clase media ascendente, fomentar ansias reformistas (coqueteo mediante con el revolucionismo) -para luego, frenar en seco y sumarse a la derecha si la dinámica desatada se arranca-, es porque gozaría aún de buena salud.
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