Óscar Contardo's Blog, page 187
May 2, 2017
La indecente jornada de trabajo Chilena y el debate por un buen vivir
Según los datos de la Encuesta Nacional de Empleo, en nuestro país se contabilizan más de 900.000 trabajadores de tiempo completo, que trabajan en promedio 55 horas a la semana. La mitad de ellos trabaja más de 50 horas semanales.
En el concierto mundial, Chile es uno de los países donde más horas se trabaja por año. De hecho, de acuerdo a los datos de la OCDE, considerando todos los tipos de trabajo (por cuenta propia, que dependen de un empleador, en tiempo completo, tiempo parcial, etc.), nuestro país aparece en el quinto lugar entre las naciones con más horas de trabajo con 1.988 horas al año. Ahora bien, si sólo consideramos el trabajo dependiente (tradicionalmente sujetos a una jornada laboral), Chile es el tercer país con más horas de trabajo (2.059) y sólo lo superan México y Costa Rica. En este registro, los trabajadores chilenos terminan trabajando casi 60% más de tiempo que los trabajadores alemanes, o dicho en otras palabras, en un año, los trabajadores chilenos trabajan las horas que los alemanes reparten en 1 año y 7 meses o las horas que los holandeses reparten en 18 meses.
En este contexto, desde el parlamento, los congresistas se alistan a discutir un proyecto que en líneas gruesas (todavía falta ver el detalle) buscaría reducir la jornada laboral de las actuales 45 horas semanales a 40 horas manteniendo los niveles salariales. La última reducción de jornada laboral fue en 2005 al pasar de 48 a 45 horas.
Guillermo Larraín, ex presidente del Banco Estado, ha sostenido que la viabilidad de una idea como esta pasa por que el trabajador aumente su productividad laboral. Por su parte, Sebastián Edwards, académico de la Universidad de California y una de las opiniones más escuchadas por la élite, adscribe a la idea pero señala que debe ir acompañada de mayor flexibilidad laboral y reduciendo el número de feriados. Para Mario Waissbluth, fundador de Educación 2020, la reducción de la jornada sería un “craso error” y sus dardos apuntan a la productividad y al impacto que tendrá en las finanzas de las empresas. En relación a estas opiniones vale la pena apuntar algunas consideraciones.
Lo primero es señalar que la productividad media del trabajo ha subido sostenidamente en Chile, de hecho, entre 2015 y 1990 es el tercer país de la OCDE que más ha subido en este indicador (en un 111%). Lo que falta es mejorar la distribución de los frutos de esa productividad, cuestión que es evidente al momento de mirar los salarios.
Así, junto al preocupante record de extensas jornadas laborales, nuestro país se caracteriza por pagar muy bajos sueldos. El reciente estudio de la Fundación SOL “los bajos salarios de Chile, análisis de la Encuesta CASEN 2015”, concluye que a nivel de toda la economía – abarcando a todos los tipos de trabajadores – el 53,2% percibe menos de $300.000 mensuales líquidos. Y si consideramos las jornadas completas la mejora es prácticamente imperceptible: el 50% gana menos de $330.000.
Junto a los bajos sueldos y las extensas jornadas de trabajo, el modelo laboral chileno incorpora también otra arista, sobre la cual poco y nada se ha debatido: el subempleo horario o desempleo de tiempo parcial. Con este concepto se conoce a los trabajadores que laboran en jornadas parciales pero de forma involuntaria, es decir, desean y están disponibles para trabajar más horas. A la fecha, según sea como se realice la medición, se contabilizan entre 650.000 y más de 900.000 subempleados, correspondiendo la mayoría a mujeres.
¿Qué tienen en común estos datos contextuales?, aumento en la productividad laboral, bajos salarios, extensas jornadas laborales, existencia de desempleo y presencia activa de subempleo, son todos factores determinantes a ser incorporados al análisis relacionado con la reducción de la jornada laboral. En esencia, todos ellos se relacionan con un tronco común: el conflicto capital – trabajo. Y es en este terreno donde debemos situar la discusión sobre la jornada laboral.
La cantidad de horas trabajadas es un componente trascendental en el proceso de acumulación capitalista, de hecho la ganancia del capitalista, tiene una estrecha dependencia respecto a la jornada laboral y una reducción de ésta lleva a una caída en la tasa de ganancia de no mediar una agresiva intensificación del trabajo.
Larraín, Edwards y Waissbluth, apuntan – desde sus posiciones – a defender la ganancia para los capitalistas y de ahí, la necesidad de una amplia disponibilidad horaria de los trabajadores y una mayor productividad.
De mantenerse las remuneraciones y de no inducirse un incremento forzado del subempleo, la reducción de la jornada laboral significa que aumenta el valor de la hora de trabajo para los empleadores, es decir, sería una forma indirecta de aumentar el valor de la fuerza de trabajo (representa un incremento de un 12,5% en el valor de la hora de trabajo si hacemos el cálculo de acuerdo a la fórmula usada por la Dirección del Trabajo).
Por otro lado, desde la perspectiva de repartir las horas de trabajo que quedarían disponibles entre la población “sobrante”, la medida permite absorber/crear puestos de empleo. Si la jornada laboral baja a 40 horas, habrían cerca de 100 millones de horas de trabajo/mes que deberían cubrirse, eso equivale a todo el desempleo abierto que existe en Chile.
Pero los efectos de la reducción de la jornada no dependen de las buenas o malas intenciones de los congresistas. La respuesta del capital – ya no en el parlamento sino en los centros de trabajo – no será otra que la defensa del patrón de acumulación: buscar incrementar la dinámica de apropiación de productividad, con bajos salarios y con población sin trabajo que tienda a contener los sueldos (en la lógica de un ejército industrial de reserva). El camino es relativamente sencillo y conocido: reemplazar trabajadores de tiempo completo por trabajadores de tiempo parcial involuntario (aumenta la tasa de ocupación pero deteriorándose las condiciones de trabajo). La otra opción: buscar ajustes directos por la vía de los salarios, deprimiéndolos o congelándolos.
Considerando lo anterior, es imperativo que los propios trabajadores, mediante sus órganos de representación, en los centros de producción y otros espacios, puedan hacer frente a la respuesta del capital. Para eso, se requiere volver al debate inconcluso que dejó la reforma laboral. ¿Cómo fortalecer los sindicatos, la negociación colectiva y la huelga?… una cosa es relativamente clara: sin acción coordinada a gran escala, como la que se logra con una negociación colectiva por rama de actividad económica (algo que incomoda a la oposición y también a la Nueva Mayoría y que quedó fuera de la Reforma Laboral) la parte empresarial tiene un amplio margen de movimiento en la búsqueda de sus intereses de clase, sin esa capacidad de negociación de nivel superior, no podemos hablar de fortalecimiento sindical y la norma de reducción de la jornada laboral puede quedar abiertamente expuesta a la reacción de facto del poder empresarial. De hecho, no es baladí que aquellos países donde la jornada laboral es menor de 40 horas – ni siquiera 40 sino menor a 40 horas – tengan un rasgo común: en ellos existe la negociación colectiva por rama, ninguno de los países con baja jornada tiene un sistema de relaciones laborales como el de Chile.
El conflicto capital-trabajo es un tema central en la discusión sobre la economía política de la desigualdad en Chile. Al invisibilizar el rol de los sindicatos y de la negociación colectiva, sobre todo en el importante tema de la jornada laboral, se corre el riesgo de las soluciones adaptativas, en donde los grupos dominantes, saben que pueden encontrar válvulas de salida que aminoren e inclusive detengan los posibles efectos en sus tasas de ganancia. No se trata de obviar la propuesta de reducción de la jornada laboral, de hecho, toca algo tan esencial como lo es nuestro tiempo vital y la posibilidad de llevar un nivel de vida relativamente saludable, pero la propuesta no puede ser completa si no se reconoce en este tema el protagonismo de la voz organizada del trabajo y la necesidad de su fortalecimiento genuino y autónomo, de manera que puedan tener cabida avances realmente sólidos y duraderos.
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La vereda del frente
Lo decía Andrés Cárdenas hace algunos meses atrás (http://andrescardenasmatute.blogspot.cl/2016/11/la-incapacidad-nuestra-y-de-los-medios.html): nuestra incapacidad para dialogar crece a pasos agigantados. Las consecuencias de esto son difíciles de medir (van desde el debilitamiento de las relaciones personales hasta el deterioro de la democracia), pero dan cuenta de un defecto que se ha ido arraigando en nuestras vidas: cada vez nos parece más insoportable compartir con quienes piensan distinto de nosotros. Lo paradójico es que, junto con este fenómeno, hay un intento casi cínico por revalorizar la democracia. La realidad, sin embargo, es imposible de evadir: el gran –y a veces único– objetivo de las discusiones públicas es derrota a quien tenemos en frente.
Quizás deberíamos comenzar por sincerarnos y admitir que, en no pocas ocasiones, lo único que en realidad nos interesa cuando entregamos nuestra opinión sobre un tema, es que quien nos escucha nos encuentre la razón. Como si el otro solo mereciera ser tomado en cuenta en la medida en que haga las veces de espejo en el que nos veamos reflejados a nosotros mismos. Por eso, cuando alguien nos contradice, reaccionamos incómodos y terminamos pensando que es algo personal, que no sabe realmente sobre el tema o que su análisis es injusto o arbitrario. Es decir, asumimos que la única postura razonable sobre una cuestión es la que nosotros admitimos como razonable.
En política esto es especialmente preocupante, porque ella consiste, en gran medida, en negociar y llegar a acuerdos. Por eso, si consideramos al otro –al que piensa diferente– como un enemigo, como alguien malo que, o cambia de opinión, o no vale la pena oír, lógicamente la política deviene en algo trivial, superficial o meramente retórico. Alguien podría responder que hay ciertas materias en donde sí existen –y deben existir– posturas inamovibles. Sin embargo, estas materias no deben ser más que un par. Tal vez el error consiste en convertir posturas opinables en absolutos morales.
Al final de su texto, Cárdenas se agarra de Noelle-Neumann y Gadamer para interpelarnos con dos preguntas: ¿Cuánto frecuento a gente que no piensa como yo? ¿Tengo en cuenta que lo que el otro dice –ese con el que no concuerdo– puede tener sentido? El desafío tiene que ver, antes que todo, con un tema de actitud: comenzar a mirar al que está en la vereda del frente con otros ojos. Muchas veces preferimos quedarnos con el prejuicio en vez de advertir cuáles son los auténticos desacuerdos. El problema es que, si no quitamos a tiempo esta neblina que oscurece las discusiones, empezaremos a ver diferencias en donde no las hay (crear muñecos de paja se ha convertido hoy día en un deporte nacional). No sería extraño que estemos desechando una cantidad no menor de consensos simplemente por mantener el statu quo de conflicto: la lógica de los buenos y los malos. De más está decir que retomar el diálogo sincero es un desafío político de primera importancia.
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April 30, 2017
Gobiernos paralelos
Hace un tiempo el Contralor interpuso una contienda de competencia ante el Tribunal Constitucional, reclamando que los Tribunales de Justicia estaban invadiendo sus atribuciones. Él mismo alegó la causa -un hecho sin precedentes- y ahí advirtió del riesgo del “gobierno de los jueces”, un concepto muy estudiado por la academia en otras latitudes, no así en Chile. Conforme a éste, los jueces no pueden, con el pretexto de dictar fallos, asumir la tarea de conducir la sociedad, que en democracia compete a los órganos electos por el pueblo.
Por eso sorprende el dictamen del Contralor en relación con el ejercicio de la acción penal por parte del director del Servicio de Impuestos Internos. Cabe precisar que no tiene el alcance que se le ha atribuido, pues se reconoce que se trata de una atribución discrecional y solo obliga a investigar un caso en que la acción fue ejercida tardíamente, lo que llevó a que fuera declarada prescrita por un tribunal. Pero lo coincidente del dictamen -motivado en una antigua presentación- con las determinaciones del director del SII sobre el ejercicio de dicha atribución en los casos de financiamiento irregular de la política, como algunas sugerentes frases que incluyó, como que es importante que lo resuelto no “obedezca al mero capricho”, que “tenga fundamento racional”, que debe “tener un sustento en los antecedentes recabados” y que se debe ser “imparcial” al actuar, movió a interpretar que se refería a dichas determinaciones.
En teoría los razonamientos del Contralor son impecables, pero la función de la Contraloría no es teorizar ni recomendar sobre lo que sería bueno en general, sino pronunciarse sobre la legalidad de actos concretos. Incluso si se tratara de mera teoría, hubo algo entonces que el dictamen no aclaró: ¿quién determina si la decisión del director del SII es caprichosa? No es la Contraloría, porque ello la conduciría a lo que según la legalidad y su propia tradición es la línea que no debe sobrepasar: calificar el mérito de lo resuelto, ya que el papel de la Contraloría es únicamente revisar la legalidad; más cuando hay una facultad discrecional. Ir más allá sería el gobierno del Contralor.
Si bien el dictamen se mantuvo en el límite, porque en el hecho no coartó las atribuciones de la autoridad tributaria, el Fiscal Nacional del Ministerio Público y el ministro vocero de la Corte Suprema, sí fueron más allá de la línea, demandando suprimir la facultad del SII (y también una análoga del Servel). Nos dicen que ellos deben poder investigar y fallar sin ataduras derivadas del ejercicio de la acción penal. Pues bien, en democracia los fiscales y jueces tienen la tarea de velar porque se apliquen las leyes vigentes, y carecen de la atribución de demandar que se modifiquen las que no les parecen. Si los colegisladores han decidido limitar dicho ejercicio, responden ante los electores y nadie más. No existe el gobierno de los fiscales o jueces.
Lo que sorprende es que ningún parlamentario saliera a defender sus fueros para aprobar las leyes con independencia de otros poderes. Y hacerlo buscaría evitar que la separación de los poderes -sin la cual no hay democracia- se desdibuje.
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Sin retorno
Al momento de despachar esta columna, no hay todavía una decisión formal del partido Demócrata Cristiano. Y aunque todo indica que Carolina Goic concurrirá como candidata a la primera vuelta electoral, no se trataba de un decisión sencilla; especialmente para una fuerza política, recordémoslo, que sigue siendo la más grande del oficialismo, pero cuya influencia, identidad y apoyo ciudadano, se han ido desdibujando con los años.
Entonces, esa será la primera tarea de la Falange. Su historia en Chile, como sus convicciones ideológicas y doctrinarias, la lleva ineludiblemente a ser parte de una coalición de centro izquierda. Por tanto, la decisión adoptada ayer no debe llevar a confusiones. El desafío es cómo reconstruir ese pacto y afecto común, en el marco de un acuerdo programático y político que renueve la vocación de transformación y cambio propio de todos quienes se dicen progresistas, reforzando su identidad particular, en el contexto de una coalición diversa, la que debe procurar una mayoría social y política para gobernar Chile.
Por lo mismo, más que una condición, el pacto parlamentario es una consecuencia de dicho debate; como la expresión electoral de fines y instrumentos compartidos, los que no deben ensombrecerse, ni menos quedar supeditados, al simple propósito de obtener o preservar las actuales cuotas de poder. En política es fundamental querer ganar, pero tanto o más importante es saber para qué. Solo de esa manera, y cualquiera sea el resultado en noviembre, se podrá asegurar el futuro de una fuerza política cuyos momentos estelares del pasado, parecen cada vez más difíciles de reproducir.
Pero quizás el mayor obstáculo será luchar contra el desdén y la desesperanza interna, cuando no la deslealtad y miseria en muchos casos. Las dos entrevistas de Jorge Pizarro en este diario durante la semana, reflejan con inusitada crudeza esta cuestión. Desconociendo las decisiones que democráticamente adopta la organización a la que pertenece, no contento con marginarse y no colaborar, pareciera empeñado en sabotear los pocos liderazgos que puede exhibir la Falange. Al igual como hizo con Orrego, ahora repite el libreto, contribuyendo a socavar la esperanza de todos aquellos que consideran que junto a la indispensable viabilidad electoral que requiere la acción política, también ésta debe acompañarse con coherencia y sentido ético.
Hoy, ese mismo Senador que reclama porque no se discutieron las cuestiones de fondo, ayer corrió cual calcetinera detrás de una candidata que competía contra su propio partido, para algunos años después, cuando el favor ciudadano ya no la acompañaba, tener la desfachatez de decir que ni siquiera había leído el programa. Por lo demás, y lo digo con la mayor tranquilidad, no creo que Pizarro sea la persona más adecuada para reprochar que se haya puesto al partido en un “pie imposible” o reclamar por acciones que han “violentado” la conciencia de sus militantes.
No hay vuelta atrás. Lo que ahora se juegan es más que el resultado de una campaña.
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El fin de la Nueva Mayoría
La evidencia nos muestra que estamos probablemente viviendo el colapso histórico del experimento de la Nueva Mayoría. Una coalición que se armó con nada menos que siete partidos, sin afinidad ideológica y básicamente tras una carta ganadora de las elecciones. El poder ante todo, aunque sea vendiendo el alma al diablo. La coalición se sometió así a un gobierno demasiado incompetente con un programa tardío en base a slogans e ideologismos y lleno de promesas populistas imposibles de cumplir. Todos los ministros relevantes ya fueron removidos de sus cargos mostrando su poca competencia, pero dejando errores que perdurarán en el tiempo.
Bachelet nunca fue capaz de liderar y ordenar su propio gobierno y menos su invento de coalición. Además, sentó juntos en la mesa a quienes no debió nunca sentar como el PD y el PC. Sumó además al MAS y la IC que complican todo y aportan poco. La amplia mayoría en el Congreso le dio aire de triunfos al inicio al aprobar los proyectos con una aplanadora. Pero las reformas estaban tan mediocremente pensadas que fracasaron una y otra vez, lo que acarreó un desprestigio enorme del gobierno que arrastró a toda la coalición.
Así fue esto ratificado por el deplorable resultado de la opinión pública a través de las encuestas. El conglomerado se fue deteriorando sistemáticamente. Para estas elecciones, el PPD y el PS simplemente no tienen candidatos propios ni siquiera a las primarias. Ambos partidos están tremendamente segmentados internamente. La DC está aún más segmentada internamente y no solo ha levantado una candidata que no pasa de ser simbólica sino que ni siquiera sabe si quiere ir a las primarias o a la primera vuelta. La confusión es total.
Si me clavas el cuchillo me matas, si me lo sacas me muero. Ir a las primarias es un suicidio político absurdo. Sería la DC contra los otros seis partidos, y pasaría lo de Orrego en que muchos DC votarían por Guillier para acomodarse a tiempo. Si por otro lado va a la primera vuelta, no solo no tiene chance alguna, sino que podría marcar quizás 6 a 8 puntos -que están muy lejos de los 30 que tuvieron alguna vez-, o incluso los 13 que creen tener hoy. Los líderes de la DC se farrearon el partido en su matrimonio con la izquierda.
Pero para Guillier las cosas tampoco están fáciles. Si Goic va a la primera vuelta, más los candidatos independientes como MEO, Parisi, y Bea Sánchez con el Frente Amplio, éste podría tener apenas un 20%, lo que sería un fracaso estrepitoso. Peor aún, no es completamente descartable que en ese escenario incluso salga tercero. Es un candidato débil, sin contenidos, y que comete demasiados errores. Todo esto se complica aún más con las decisiones de las listas parlamentarias, que serán el golpe definitivo a la coalición.
La reciente declaración personal de Goic de ir a la primera vuelta ha traído una revuelta en la DC bacheletista, y probablemente no se lo van a permitir. Eso significa el fin de su campaña, en cuyo caso Guillier termina corriendo solo, pero con enormes detractores dentro de la coalición. A mí no me sorprendería que en ese escenario Guillier tampoco pudiera seguir en la carrera cuando quede en total evidencia su debilidad.
El PC, MAS, e IC estarían más cómodos en el Frente Amplio. La DC estará mucho más cómoda con Ciudadanos, el PRI, Evopoli y hasta Amplitud, además de un sector de RN. El PPD debiera fusionarse con el PS, pero las fracciones internas lo harían un caos. Las cosas van de mal en peor, a la par con los resultados del gobierno.
La Nueva Mayoría fracasó rotundamente en su proyecto político. No fue capaz de gobernar para generar desarrollo, y ni hablar del crecimiento. Y lo peor, no fue capaz de generar nuevos líderes relevantes como siempre tuvo. En esa línea quizás el PC es el único que sí lo ha hecho. Hoy la Nueva Mayoría está entregada a un candidato mediocre, sin ideas propias, sin experiencia de gestión, y menos de liderazgo. El Frente Amplio espera tranquilo el reventón para recoger a los caídos, al igual que los partidos de centro con la DC.
El tiempo de la Nueva Mayoría en los hechos ya terminó, a pesar de los últimos estertores para mantenerse unidos. Pero no tienen liderazgos para ello, y Guillier tampoco es capaz de ello. La historia tiene la palabra.
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Asimetría brutal
Ahora al Fiscal Nacional le pareció “particularmente grave” la denuncia del ex director de Impuestos Internos -Michel Jorratt-, sobre eventuales presiones ejercidas desde el Ministerio del Interior, para ocultar antecedentes del financiamiento irregular de campañas políticas efectuado por Soquimich. Algo que ya había sido denunciado hace dos años por la misma autoridad y que, por alguna razón misteriosa, no ha derivado en una investigación que exhiba avances sustantivos.
En los hechos, lo que hoy se busca presentar como una discusión casi “técnica” sobre el monopolio de la iniciativa penal en materia tributaria, pareciera en realidad encubrir un burdo juego de elusión de responsabilidades compartidas. ¿El motivo? La evidente intención de dejar un conjunto de irregularidades ocurridas en el financiamiento de actividades políticas y campañas electorales no solo impunes, sino también en la mayor oscuridad posible.
La actual controversia entre la Fiscalía y el SII ha conseguido deslizar hacia un conveniente segundo plano los aspectos medulares y “particularmente graves” de lo que desde hace ya dos años es conocido por la opinión pública: la presión indebida y el burdo intento de obstrucción a la justicia por parte de un ministro del Interior del actual gobierno, para conseguir que el director del SII de la época hiciera desaparecer la evidencia material del financiamiento de actividades y campañas políticas; entre otras, la de la actual presidenta de República. Antecedentes sobre los que en Chile ni Impuestos Internos ni el Ministerio Público han querido indagar en profundidad, pero que en EE.UU. ya dieron lugar a una primera multa de US$ 15,5 millones, aplicada a SQM por el Departamento de Justicia debido a la violación de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero; y a una segunda, impuesta por la comisión reguladora del mercado de valores (SEC), entidades ambas que acreditaron “pagos indebidos” a personas políticamente expuestas por un monto total de US$ 14,75 millones.
Pero en Chile ni el financiamiento ilegal en que incurrió dicha empresa, ni ninguna otra, ha derivado en sanciones a la altura de las circunstancias. Salvo en el caso Penta, cuyos dueños fueron formalizados en “cadena nacional” de televisión, siendo también detenidos y debidamente sancionados. A su vez, los políticos de la UDI que recibieron recursos de dicho grupo económico también han sido formalizados y sometidos al rigor de la ley, en un contraste y asimetría evidente con todos los casos que han comprometido a personeros del oficialismo. En rigor, dadas las resoluciones tomadas hasta aquí la conclusión a la que se debería llegar es inequívoca: solo Penta entregó dineros de manera irregular, solo la UDI fue beneficiada por dicha práctica.
Porque la otra conclusión posible es que el principio de igualdad ante la ley en este tipo de delito simplemente no existe, lo que implicaría reconocer un daño al Estado de Derecho de muy delicadas consecuencias. En medio de la singular controversia que esta semana han tenido el Fiscal Nacional, el SII y el Contralor, resulta casi divertido pensar que el ex ministro del Interior Rodrigo Peñailillo se encuentra disfrutando de una estadía en EE.UU., aprovechando de estudiar inglés.
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Las anécdotas de Macron
“Es una anécdota”. La frase fue pronunciada por Jacques Attali, mentor de Emmanuel Macron, a propósito del cierre de una industria en el norte de Francia; y simboliza bien el eje que ha ido cristalizando progresivamente en Francia. Su avance ha sido lento pero inexorable, y su origen remoto puede encontrarse en la estrecha aprobación del tratado de Maastricht en 1992. Se trata de un eje que no se deja aprehender por las categorías tradicionales, porque de algún modo se superpone a ellas.
¿Desde qué perspectiva la desindustrialización y cesantía de un país pueden ser vistas como anecdóticas? Marx habría dicho sin dudarlo: desde el cosmopolitismo burgués. Attali, quien fuera asesor de Mitterrand, cree que la globalización es un proceso sin vuelta atrás que constituye un avance para la humanidad, más allá de los reveses circunstanciales. En esa lógica, las naciones están destinadas a ser reemplazadas por complejas burocracias internacionales que no responden al demos. El individuo de Attali es un ser esencialmente móvil y sin arraigo, progresista que se pasea entre las grandes capitales y que lee con fruición las biografías de Steve Jobs. Si se quiere, es el individuo que encarna el fin de la historia, pues quiere ignorar el carácter conflictivo de la vida común. Matices más, matices menos, esta es la cosmovisión dominante al interior de las elites gobernantes en Francia y en Europa, que han buscado hacer avanzar el proyecto federal contra la opinión explícita de sus gobernados.
Sin embargo, muchas personas no se sienten identificadas con este relato. Es más, se consideran menospreciadas por una mirada que, desde el privilegio, trata con desdén y altanería sus preocupaciones. Hay grandes zonas de Francia que han perdido con la globalización; y no es de extrañar que busquen refugio en discursos más proteccionistas. Son los excluidos de la prosperidad global, que no visten mejor ni ganan más dinero. Muy por el contrario, el proceso ha producido en ellos inseguridad económica y cultural. David Goodhart ha explicado que el mundo se divide hoy entre los hombres de todos los lugares (anywheres) y los hombres de algún lugar (somewheres): hacerse cargo de esa brecha es uno de los grandes retos de la política contemporánea.
El problema estriba en que la clase política francesa se ha negado sistemáticamente a ver esta realidad, regalándole una enorme masa de electores al Frente Nacional, cuyo programa es tan peligroso como simplista. En muchos sentidos, el éxito del discurso nacionalista es efecto directo de la indolencia de las elites gobernantes respecto de esta nueva forma de lucha de clases (que, paradójicamente, la izquierda observa desde fuera). Muchos ven en Macron una luz de esperanza, pero en rigor su trayectoria encarna hasta la caricatura todas y cada una de estas dificultades. Después de todo, es un banquero que llegó a ser favorito de las revistas de papel couché. Si Macron quiere ser algo más que una anécdota a la espera del triunfo de Marine Le Pen en cinco o diez años más, debe asumir el desafío mayúsculo de integrar en su acción y discurso no solo a los emprendedores de este mundo, sino también a aquellos que viven la otra cara de la moneda. Eso que los griegos llamaban política.
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Los 100 días de Trump
Trump tiene razón en una cosa: la medida de los “primeros 100 días” que se utiliza para ponderar el arranque de una gestión presidencial es ridícula. La inventó F.D. Roosevelt, en 1933, en un discurso por radio en el que ni siquiera se refería a los primeros 100 días de su gobierno sino de una sesión especial del Congreso para poner en marcha, en plena Gran Depresión, el “New Deal”.
Pero ya que se ha hecho costumbre juzgar las presidencias a los 100 días, me pongo a jugar ese juego yo también. Aquí va.
Por lo pronto, sucede algo interesante con la forma en que el público está juzgando a Trump. Su aprobación, en promedio, está en 43%; su desaprobación supera esa cifra en 10 puntos. Es la más baja aprobación que registren muchas encuestadoras. Sin embargo -y esto es lo que los asesores electorales de Trump, como Kellyane Conway, observan con la minuciosidad de un entomólogo-, el 96% de quienes votaron por él dicen aprobarlo. Hay más: si las elecciones fueran mañana, le ganaría la partida a Hillary Clinton también en el voto popular.
¿Adónde voy con esto? Primero, a que en los tiempos extraños que vivimos, la popularidad de un presidente, es decir la simpatía o antipatía que despierte su estilo o su forma de conducirse, no es lo mismo que la disposición a votar por él. Segundo, a que la polarización de estos primeros meses, con escenas tumultuosas y hasta violentas, y unos enfrentamientos poco comunes en los medios, la academia y el Congreso, ha reforzado la base de Trump al mismo tiempo que le ha enajenado a un público que en otras circunstancias podría haber atraído por el beneficio de la duda o eso que llaman en inglés “goodwill” y que solemos traducir (mal) como “buena voluntad”.
Trump ha hecho cuatro cosas, y no más de cuatro, aunque el torbellino de sus primeros 100 días dé la sensación de un activismo febril.
Lo primero: ha nominado y obtenido la confirmación de un juez supremo, Neil Gorsuch, el sueño de todo presidente en los Estados Unidos porque esa instancia, la Corte Suprema, es donde acaban las grandes discusiones políticas, sociales y culturales del país. Trump tuvo la suerte de que había una plaza vacante que llenar y de que los senadores republicanos podían variar las reglas de juego para reducir el número de votos necesarios para la confirmación, de modo que le cupo cumplir lo que había sido una importante promesa de campaña.
Lo segundo: ha emitido un total de 32 “órdenes ejecutivas” (decretos presidenciales), el mayor número que haya firmado presidente alguno en sus primeros 100 días desde la Segunda Guerra Mundial. La mayoría están orientadas a reducir el peso regulatorio del Estado porque el presidente no tiene, en el ordenamiento constitucional estadounidense, iniciativa de gasto público, prerrogativa del Congreso. Otras apuntan a asuntos que ya veremos y han sido bloqueadas por la justicia.
Lo tercero: ha marcado su territorio en política exterior ante sus enemigos, contradiciendo el aislacionismo de su mensaje de campaña, con una combinación de tres cosas: el uso de la fuerza militar (misiles Tomahaw en Siria, la “madre de todas las bombas” en Afganistán), el despliegue de su musculatura naval y aérea (el portaaviones y los destructores enviados a la península coreana) y el empleo del desafío diplomático (anunciando la revisión del acuerdo nuclear con Irán).
Lo cuarto: ha enfriado su entusiasmo por Vladimir Putin, forzado por las acusaciones contra él y su equipo de parte de sus críticos. Le ha hecho ver que es capaz, si el momento político lo exige, de tratarlo como un adversario (el último episodio ha sido la filtración, sin duda autorizada por la Casa Blanca aunque las fuentes proviniesen del Pentágono, de información según la cual Moscú está enviando armas a los talibanes afganos que combaten al gobierno legal sostenido por la OTAN).
Más allá de estas acciones, o núcleos de actividad, presidenciales, podemos hablar de una rutina que sería normal en cualquier presidencia pero que en la de Trump ha resultado algo más excitante para los observadores. Por ejemplo, las reuniones con jefes de Estado o gobierno occidentales, y particularmente con el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, en las que emitió señales de que no estaba dispuesto, como se temía, a llevarse por delante el sistema de alianzas y de colaboración multilateral que conocemos como “orden mundial”.
Dicho esto, ¿qué es lo que Trump no ha conseguido y hubiera querido exhibir como logro de sus primeros 100 días? Dos cosas fundamentales para él y su base: de un lado, la política migratoria que busca reducir drásticamente o detener, según el caso, el ingreso de ciudadanos de países que la burocracia asocia con el terrorismo por los antecedentes de la última década y media; del otro, la liquidación de “Obamacare”, como se conoce a la reforma sanitaria con la cual su predecesor amplió, mediante mandatos y subvenciones, la cobertura del seguro médico en los Estados Unidos.
Lo primero fue bloqueado por distintos tribunales -en lugares tan distantes entre sí como Hawai, San Francisco y Maryland- y lo segundo se frustró no tanto por la oposición de los demócratas como por las resistencias del sector más conservador, en términos ideológicos, de la bancada republicana en el Congreso, agrupado en lo que se llama el “Freedom Caucus”. Es una facción que cuenta con unos 35 representantes.
Por último, ¿que iniciativa de envergadura está en marcha como para que Trump pueda exhibirla entre sus credenciales de los primeros 100 días aun si no ha sido todavía convalidada desde el punto de vista legislativo? Una muy sensible tanto para la base como para la representación conservadora: la reducción de impuestos. Al final de esta semana, Trump, con ayuda de su asesor económico principal, Gary Cohn, y del secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, puso su plan sobre la mesa para que el Congreso lo debata en las semanas que vienen y decida si lo acepta o rechaza (en caso de aceptarlo, con seguridad será en una versión modificada, producto de una negociación intensa, detallada y desagradable, a la que el lenguaje político estadounidense llama “el proceso de fabricar salchichas”).
Trump pretende bajar el impuesto a las empresas de 35% a 15%, adoptar el sistema tributario territorial para no gravar las ganancias en el exterior, reducir el número de tramos impositivos, eliminar algunas deducciones y, en general, simplificar el código. El plan tendría pocos problemas para convencer a los republicanos, y por tanto para ser aprobado, si no fuera porque, tal como está, aumentaría el déficit fiscal, que ya es significativo, en un país en el que la deuda federal asciende al equivalente al 75% del PIB y en pocos años superará el 100%. Aun así, pocas cosas entusiasman más a la base republicana y Trump ha calculado bien el momento de su presentación. Lo ha anunciado al filo de cumplirse los 100 días para que, en lugar de decirse que no ha obtenido ninguna victoria legislativa en estos cerca de tres meses, se pueda argumentar que la parte que a él le corresponde está cumplida.
No puede descartarse que, ya cerrada esta edición, a la hora undécima, Trump anuncie también, junto con el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, que tiene lista una nueva iniciativa legislativa para liquidar “Obamacare” y que ésta, a diferencia de la anterior, cuenta con la aprobación del “Freedom Caucus”. La Casa Blanca, la jefatura de la Cámara de Representantes y el “Freedom Caucus” llevan días negociando alguna fórmula alternativa a la que fracasó y el equipo del presidente ha emitido señales de que están cerca de lograr un acuerdo.
Como se ve, ni la propuesta impositiva ni, si se llegara a cerrar el acuerdo, la sanitaria cuentan con garantía alguna, a estas alturas, de ser aprobadas en el Congreso. Pero lo que está en juego, en esta etapa, no es otra cosa que la imagen de la presidencia. Y Trump necesita a todas luces, para que la base lo perciba como el tipo que “drenó la ciénaga”, según su propia metáfora de campaña, demostrar que, a diferencia de los políticos que lo antecedieron y de los que pululan por Washington, él es un “hacedor”.
Este sería el balance “catastral” de los primeros 100 días. Pero, tratándose de un periodo corto, ese es, a pesar de lo que marca el calendario político y mediático, el balance menos significativo. Falta todavía demasiado pan por rebanar. Lo que importa es algo menos cuantificable pero más esencial: el balance institucional.
Ese balance arroja lo siguiente: los primeros 100 días han demostrado a Trump, a Estados Unidos y al mundo los límites del populismo estadounidense. Para decirlo de otro modo: han exhibido la grandeza de los Padres Fundadores de los Estados Unidos, que, a pesar de sus fallas históricas (no abolir la esclavitud fue la más grave de todas), produjeron un sistema constitucional y político lleno de anticuerpos que defienden al paciente contra el ataque de las enfermedades ideológicas.
No me refiero sólo a los Tribunales de Justicia sino al conjunto de factores, entre ellos el propio partido del presidente y el sector conservador que lo respaldó, que han gravitado sobre la presidencia de Trump en estos primeros meses para hacer eso que las instituciones formales e informales no pueden hacer, por ejemplo, en muchos países latinoamericanos cuando el populismo arremete. Pienso en que todos los factores juntos han tenido un efecto político que se resume en esta simple idea: Trump llegó al gobierno creyendo que podía empinarse por encima de las instituciones y de las convenciones culturales que sostienen a la república y 100 días después ya sabe que el voluntarismo sólo puede ser un provocador, pero nunca un sustituto o liquidador, de los contrapesos y frenos que la democracia ha puesto en su lugar para impedir que el caudillo haga de las suyas.
En distintos momentos de la vida republicana hubo presidentes que a fuerza de voluntarismo llevaron su intervención personal más allá de lo razonable o de lo que los Padres Fundadores habían previsto (el propio Roosevelt es un ejemplo de ello). También es cierto que otras instancias han forzado de tanto en tanto los límites (hay jueces que llevan su activismo adonde no deberían). Pero, hechas las sumas y restas, cuando la sombra alargada de un presidente amenaza con oscurecer demasiado la vida política e institucional del país, las instancias del Estado y la sociedad civil en su conjunto reaccionan. Por eso, el populismo estadounidense lo tiene infinitamente más difícil a la hora de moldear las instituciones y la sociedad a su antojo.
Este es, a mi modesto entender, el mayor logro de los primeros 100 días. Un logro que Trump no se propuso y del que jamás se jactaría.
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April 29, 2017
Velasco, un aporte
LA NOTICIA de que “Ciudadanos”, el partido que fundó Andrés Velasco, está técnicamente disuelto por el Servel, es una mala cosa. Si bien la colectividad anunció que apelará la decisión -dicen que tienen las firmas necesarias para constituirse-, de confirmarse la situación, Velasco no podría presentarse como candidato a senador, como estaba previsto.
Es un revés lamentable, porque, desde cualquier punto de vista, Velasco es un aporte a la política chilena. Se trata de una persona seria, preparada y que tiene ideas claras sobre el país. También alguien que se ha dedicado con mucha pasión a la cosa pública durante los últimos años de su vida, partiendo por su período como ministro de Hacienda durante el primer gobierno de Bachelet.
Lo anterior tiene más mérito si se considera que el hombre no es un político profesional. Por el contrario, para ingresar la vida pública, renunció a una exitosa carrera académica, siendo profesor de prestigiosas universidades de Estados Unidos, entre ellas la Escuela de Gobierno de Harvard, donde fue titular de la cátedra Sumitomo de desarrollo y finanzas internacionales. Son contados con los dedos de las manos los chilenos que han logrado algo así. Por algo, su prestigio en la academia es muy alto. Pese a ello, optó por abandonar esa posición para volver a Chile y trabajar en lo público, lo que es digno de destacar.
Se incorporó a la campaña de Bachelet sin promesa alguna. Hasta el último día se discutió si sería el elegido para ministro de Hacienda. Y la Presidenta no se equivocó cuando lo nombró, porque finalmente se convirtió en su mejor ministro y en el mejor custodio de la racionalidad de la políticas públicas. Pese a ello, Velasco tampoco dudó en ser un duro crítico del programa de su exjefa, cuando se presentó por segunda vez. Fue consecuente con sus ideas cuando vio que Bachelet las abandonaba e impulsaba la aventura de la Nueva Mayoría, con los resultados que hoy conocemos. Y compitió contra ella en las primarias, quedando en segundo lugar con un no despreciable 13% de los votos.
Durante todo este tiempo, Velasco ha sido un aporte distintivo a la discusión. Una suerte de piedra en el zapato para la izquierda y la derecha, abriendo espacios a una discusión nueva, un enfoque más moderno y liberal, que es muy necesario en Chile. Y todo esto lo ha realizado con ideas concretas, algo que también se agradece en estos tiempos.
Claro, el hombre no es perfecto. Algunos dicen que representa a una elite; otros que fue arrogante y descuidado en la forma como intentó formar su partido; o que no hay que olvidar que fue vinculado a los escándalos de platas políticas. Todo esto puede ser cierto, pero en nada invalida que se trata de una persona que se ha jugado por aportar y lo ha hecho con creces. Es claro que sería un gran senador, si es que lograba ser elegido. Eso no lo duda nadie.
Ahora aquello está en juego. Tendremos que esperar si es capaz de dar vuelta la resolución del Servel. Sería una gran cosa que así lo fuera, porque este país requiere con urgencia personas de su calibre en la arena política.
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Culpas históricas
ENTRE LOS numerosos problemas que padecemos como país, el hacer efectiva la responsabilidad de los poderosos nos aqueja desde hace rato. Dos presidentes se han suicidado probablemente porque temieron un tongo de juicio tras sus caídas políticas. Otro terminó sus días acusado, aunque impune, sobreseído definitivamente, no sería raro que gracias a un acuerdo. Mucho antes, tuvimos el caso de O’Higgins convenientemente exiliado, y el más paradigmático, el de “La Quintrala”, que colgaría de un pelo, suspendida de un hilo a las puertas del infierno, ¿en espera de un dictamen divino, por falta de instituciones competentes, o endosada, la muy tal por cual, a la Historia en calidad de tribunal, para que se haga justicia?
Suena algo peregrina esta última sacada de pillo. No son capaces de procesar al vivo, y endilgan el muerto a historiadores y comentaristas, y ello a sabiendas de que nunca los juicios históricos producen cosa juzgada. Además que si no les gusta da lo mismo, se les descarta por parciales y prejuiciados. El juego con dados cargados es evidente. Las responsabilidades históricas existen, pero el rayado de cancha para hacerlas valer no ofrece garantías. Lo hemos visto con Pinochet y Aylwin, e incluso con el Lagos “estadista”, como también con una figura compleja, fácil de condenar pero difícil de intentar entender, como Agustín Edwards. De ahí las diatribas airadas o las impermeabilizaciones, cuando no los homenajes devotos, a fin de que se les toque apenas.
Si lo que se propone la historia es comprender, iluminar, y contextuar, enfocar a estos personajes dialécticamente recurriendo a envasados escuchados hasta el cansancio, no sirve de mucho. Volvemos a lo de siempre, al “¡Viva la Cordillera de los Andes!/ ¡Muera la Cordillera de la Costa!” de Nicanor Parra. Con la particularidad que de esa forma el personaje queda relegado a un limbo seguro en que ataques y alabanzas empatan y reducen el asunto a subjetividades opuestas. Puede ser también que sirvan de pararrayos o chivos expiatorios; se culpa a Pinochet pero al Estado y Ejército se les salva. No se avanza así en el conocimiento.
Un competente juicio histórico sobre Edwards exige, desde luego, ponderar qué tan decisivos son los personajes. Ni los más poderosos son tan poderosos a la larga; un poco de relativismo, mal no hace, a no ser que se quiera seguir mitificando a modo de sucedáneo histórico. Tampoco se puede confiar en dudosas historias oficiales; sería lamentable que a Agustín Edwards le escribieran una biografía equivalente a la que él mandó a hacer de su abuelo Edwards MacClure. Al contrario, hay que esperar que aparezca el historiador idóneo que logre poner las cosas en su debido lugar, dé justo crédito a alegaciones, o si no que se las deseche porque aburren, además de rescatar al personaje del limbo en que convenientemente está. Y ya que estamos por complejizar, alguien podría escribir una historia de El Mercurio que hace mucha falta, y no se explica que no exista. Ese sí que es tema clave.
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