Óscar Contardo's Blog, page 157
June 10, 2017
La astucia y la ignorancia
El senador Manuel José Ossandón dice que para ser presidente hay que saber poco. Que para conocer la manera en que funcionan las cosas allá afuera están los asesores que deben acompañar al líder del modo en que lo hacen esos cardúmenes de peces pequeños que siguen a los más gordos. Ossandón describe entonces la figura de un candidato a la presidencia que en lugar de informarse y buscar los conocimientos por sí mismo, recibiría estudios bien elaborado por ese conjunto de colaboradores que son los encargados de dibujar, para él, el ancho mundo que escapa a su vista.
Todo esto no quiere decir que él no tenga convicciones; las tiene y las repite con el aplomo de quien conoce el modo exacto en el que se hacen las cosas. ¿Cómo se soluciona la amarga crisis en La Araucanía? Metiendo balas. No es necesario dar cuenta de un dominio del conflicto -para eso estarán los asesores-, pero sí es posible prometer balazos para acabar con una historia de violencia. ¿Qué política tendría su gobierno sobre el cambio climático? Poca y quizás ninguna. Esas son cosas que no le interesan a la gente, no tienen que ver con su vida diaria. Porque una jornada corriente -esa que necesita de agua, que se trastorna con los aluviones, las sequías y los incendios- es un asunto que transcurre independiente de las alharacas internacionales sobre tonterías de ambientalistas. ¿Habrá que despenalizar el aborto? No. Nunca. Jamás. Ni Dios lo permita.
Para llegar a tamañas certezas no es necesario ver estudios, escuchar a los expertos, conocer las experiencias ajenas. Le basta con su fe ruda, la misma que lo hizo a él -y a tantos otros- defender al estandarte de los sacerdotes abusadores chilenos.
Ossandón no sabe. No quiere saber, porque en su proyecto político no es útil demostrar conocimiento: “Los estadistas nos han dejado la grande”, dijo en una entrevista, aclarando con esa frase el orden de las cosas que tiene en mente. Aquellos que conocen el mundo, los que se pasean por los salones internacionales de la política, los que lucen sus posgrados, los que hablan con fluidez la jerga de los economistas, los especialistas en traducir a números la desgracia ajena, no le interesan. Ellos son una minoría que el senador -con su diploma de técnico agrícola de un instituto profesional- mira con distancia y recelo.
Ossandón se une entonces a la manada de los descontentos, ese grupo que por origen no le corresponde -¿hay algo más agrariamente pije que su familia?-, pero al que supo acercarse, conocer y entender en su lógica. Entró en la política en esa arena, la de las poblaciones de casas de cartulina y botillerías enrejadas, armado con las herramientas que tuvo a su alcance. Logró combinar el lenguaje ancestral del patrón paternalista y rústico -el que se movía con naturalidad entre inquilinos y peones- con el de los marginados por los políticos profesionales. Aquel diploma técnico en medio de un clan de distinción y privilegios debió haber hecho brotar en él una destreza privada y efectiva. Tal vez su desdén por la arrogancia de los que sí saben fue el puente que lo conectó con ese nuevo mundo, el de hombres y mujeres viviendo en la desventaja perpetua.
Ossandón es una poción que en una dosis justa y en el lugar adecuado funciona con eficacia: le arrebató una de las comunas más pobladas del país a la izquierda, logró llegar al Senado y ha sido capaz de hablarle golpeado a un candidato y ex presidente de su propio sector. El senador sabe que algunos lo pueden mirar con vergüenza ajena -seguramente conoce esa manera de ser tratado- y entiende que ellos nunca lo aceptarán. Sus votos los da por perdidos. El discurso de Ossandón no surte efecto entre quienes verán un programa político el domingo por la noche, ni entre los que leerán sus descargos por la prensa. El senador les habla a quienes no les da el tiempo para leer, estudiar ni conocer. Su discurso va dirigido a los que no levantan cabeza más allá de una jornada asfixiada de rigores; a los que no están dispuestos a discutir algo que esté más allá de sus urgencias; a los que ven en el rostro de la mayoría de los expertos nada más que un gesto de asco propio de los afuerinos.
Manuel José Ossandón apuesta a buscar la confianza de las personas que no ven en el conocimiento algo valioso, sencillamente porque sus vidas son la evidencia de discursos políticos finamente elaborados y rotundamente fracasados.
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En tierra prometida
UN SANO escepticismo aconseja tener en cuenta que los gobiernos que se proponen corregir y perfeccionar la historia gozan de una muy limitada capacidad para hacerlo competentemente bien. Como medios de mejoramiento, suelen ser demasiado toscos, sus autoridades en exceso burdas. ¿Cuándo, además, cambios reformistas o revolucionarios no han sido discutibles, ni decir lo traumáticos que pueden llegar a ser? Es más, esto de que se puede recuperar en la tierra al Edén, no es sino una transmutación de ideales religiosos en políticos. Los gobiernos omnicompetentes serán absolutos, pero no hay un solo camino.
De hecho, existe una larga tradición política, también moderna aunque escéptica, opuesta a la política de la fe (pensemos en el realismo de Maquiavelo y de los padres fundadores más cautelosos de la república norteamericana) que deja en vergüenza al fideísmo haciendo de cable a tierra. La explica muy bien Michael Oakeshott en La política de la fe y la política del escepticismo (1996). Libro que quienes le redactaran el discurso a Bachelet del otro día, por cierto, desconocen. Una lástima, es brillante y tiene a favor de su tesis que no sabemos hacia dónde va la historia. “Se encontrará en la historia una línea homogénea de desarrollo sólo si se hace de ella un muñeco para practicar las habilidades del ventrílocuo”, concluye Oakeshott.
Por tanto, esto de obstinarse y querer dar a entender que sin gobiernos de este tipo estaríamos peor, como se dijo en la cuenta pública, suena a pretensión voluntarista. Puro afán de que se les confirme que con la mera convicción propia basta.
Con todo, comprendámoslos. ¿Qué alternativa tenían? Este podrá haber sido el gobierno que más ha invertido en propaganda, pero su apoyo se ha esfumado. La Nueva Mayoría está hecha añicos. Han tenido problemas comunicacionales, nadie de gobierno se creyó lo del “realismo sin renuncia”, y no se ha sido suficientemente enérgico en promover el “relato”. Pero, ahora, ante la Historia, el asunto quizás es distinto, hay demasiado en juego, ¿por qué no entonces volver a apostar a la convicción? Bachelet otras veces ha sostenido que tiene “pálpitos”; 70% alguna vez le creyó. Y que Chile está mejor suena familiar. El “aquí no ha pasado nada” y el “doblemos la página” del consensualismo complaciente, en su momento (años 90), convencieron. Lo que es el “vamos bien, mañana mejor” obtuvo un 44% el 88, y lo de la copia feliz está en el himno nacional.
Es más, la buena onda y la posverdad aconsejan ser “cool” (la gente se encanta con lo que quiere oír). A nadie, hoy, se le ocurriría hacer un discurso como el de Allende el 11, admitiendo la derrota, teniendo que dejar las cosas para cuando se abrieran de nuevo las grandes alamedas. Por último, la actual literatura de auto ayuda sugiere ser asertivo. Un poco como Piñera que, si vuelve a ganar (no habiendo alternativas), él y Bachelet habrán gobernado 16 años consecutivos: un record. En fin, ¿cómo no van a quedar por ahí suficientes chilenos que sigan creyendo?
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June 9, 2017
Conjunto vacío
ES CLARO que ser presidente es mucho más difícil que ser candidato. Así lo dejó claro esta semana Manuel José Ossandón, pero no fue el único. Me parece que las entrevistas que dieron Beatriz Sánchez y Alberto Mayol, hablan un poco de lo mismo.
Lo de Ossandón es ya insólito. El tipo es lo más parecido a un conjunto vacío. Es decir, pareciera que no hay nada en su cabeza.
O nada que valga la pena. Lo cierto es que el hombre ha construido su discurso criticando a los otros, especialmente a Piñera. Pero nunca ha puesto una idea sobre la mesa. Y, por lo que vimos ahora, parece que es porque no las tiene.
Los otros candidatos -Mayol y Sánchez- no lo hacen mejor. Lo mismo se puede decir de Guillier. Si bien son más articulados, lo único que repiten es que Chile está mal. Que hay un descontento general contra el modelo, lo cual ya es muy discutible. Pero de ahí no salen. Cuando les piden medidas concretas siguen un guion que a estas alturas es clásico: argumentan que no son expertos. Si les preguntan quiénes son los expertos que los ayudarán, dicen que ya lo sabremos. Y el programa, bueno, eso lo van a hacer con la gente. O sea, nada.
Todo esto demuestra, a mi juicio, una clara ignorancia a la hora de plantearse como presidente. La verdad es que no tienen idea alguna de lo que significa aquello, esto es, gobernar un país, lo que ya sabemos es un arte muy complejo, incluso para los que saben. Ninguno de estos candidatos está a la altura de un Alywin, Frei, Lagos, Piñera, ni siquiera Bachelet. O sea, están a miles de kilómetros de distancia.
Por eso, uno no entiende en qué minuto sucedió en Chile que personas sin trayectoria alguna quieran ser presidentes. Algunos son rostros, otros intelectuales, pero al final, ninguno se imagina lo que significa dirigir un país.
Es cierto que nadie gobierna solo. También lo es que el que dirige no tiene que ser experto en todos los temas. Pero de ahí a no saber nada hay un salto cuántico. Un presidente debe liderar, tomar decisiones, y para ello no puede ser un ignorante en materias de Estado.
Hay que subir, entonces, el nivel de la cosa. Lo que está en juego es algo demasiado importante como para que personas recién aparecidas se den el lujo de jugar a ser candidatos. Y aquí ni siquiera se trata de compartir las ideas. En política nadie tiene la razón absoluta, pero al menos se debe ser capaz de articular un discurso coherente. Por eso la gente de derecha respeta Alywin y Lagos. Son tipo sólidos. De la misma manera, la izquierda podrá decir muchas cosas de Piñera, pero nadie dice que no está preparado para ser presidente.
Lo contrario sucede con algunos de los candidatos actuales. Son personas que, aunque hayan sido destacadas en sus respectivas áreas -periodistas, intelectuales, alcaldes-, se están metiendo en una zona que no conocen ni de cerca. Yo creo que ellos también lo saben. Y por eso resulta más extraño que estén ahí, jugando a querer ser presidente, como quien quiere ser Messi sin haber jugado nunca al fútbol. La verdad es que no están ni para la banca del Barcelona, lo que ya es mucho decir.
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La fuerza de Bachelet
TENÍA POCAS expectativas respecto de este último mensaje presidencial. Pensaba que iba a ser una triste ceremonia del adiós .Me imaginaba el típico inventario tedioso que prepara cada ministerio, sin mística, sin nervio, con muchas explicaciones y poco relato. Imaginaba también un público respetuoso pero distraído y a una presidenta con ganas de que todo terminara pronto.
Me llevé una buena sorpresa. Este fue de lejos el mejor de sus ocho mensajes. Tuvo muchos méritos. El principal: la fuerza de la Presidenta para sobreponerse a un escenario adverso.
Este ha sido el gobierno más mal tratado por los medios y la opinión pública en toda la historia ya larga de la transición. Las críticas a la Presidenta traspasaron todos los límites. De la crítica política se pasó a la descalificación personal. Su núcleo familiar íntimo fue objeto de burlas y escarnio. Su honestidad e idoneidad fueron puestas en entredicho. Esto no se había visto nunca.
La de Michelle Bachelet no es la historia de una vida fácil. Hay episodios muy dolorosos en su biografía pero fue siempre capaz de sobreponerse y logró salir bien parada de un escrutinio público tan exigente como el de una campaña presidencial. Examen tanto más difícil tratándose de una mujer. No era fácil. Chile tenía que acostumbrarse a ser presidido por una mujer. Lo consiguió y tan bien que logró algo muy excepcional en la historia republicana: reelegirse por un segundo periodo, apoyada por una fuerte mayoría.
La historia de Michelle Bachelet no es tampoco la del político que desde muy pequeño decide entrar a una carrera que se sabe áspera y llena de obstáculos y genera las defensas correspondientes. En su caso, la presidencia ha sido más bien una obligación impuesta por las circunstancias que la culminación de una carrera planificada.
Por eso los ataques resultaron especialmente dolorosos. Hay políticos a los cuales éstos terminan resbalándoles. A ella no. Y se le notó. En varias oportunidades se la vio cabizbaja e incluso triste. La cercanía y la empatía, atributos indiscutidos, parecían diluirse.
El 1 de junio fue distinto. Esta vez mostró aplomo y convicción. No fue autocomplaciente, reconoció que las cosas se pudieron haber hecho mucho mejor. Y de esto no cabe duda. Pero, defendió con gran fuerza la idea que durante estos años se dio inicio a un proceso de reformas indispensable para enfrentar las desigualdades y asegurar un piso mínimo de protección social.
En el mensaje mostró un número importante de avances en materia política, social y también económica. Desmienten la visión de país estancado y arrasado que proyecta permanentemente la oposición.
Lo que se construyó durante estos años en el plano de las grandes reformas es todavía una obra gruesa. Es evidente que se cometieron errores. Hay cosas que se debieron hacer antes como, por ejemplo, el fortalecimiento de la educación pública. El terreno está todavía lleno de escombros. Pero, hay que reconocerle a este gobierno que se atrevió a hacer lo que ningún otro había hecho: emprender reformas muy costosas en el corto plazo y cuyos frutos se cosecharán en tiempos mayores. Y se atrevió también a plantear temas hasta ahora tabú como el aborto en tres causales. Esto es exactamente lo contrario del populismo.
La obra gruesa iniciada admite múltiples terminaciones. La campaña presidencial en curso será el espacio en el que se confrontaran posiciones. Habrá muchas propuestas. Dificulto en todo caso que alguien proponga pasar una retroexcavadora por la obra gruesa levantada.
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Me opongo a una regulación
ME RESISTO a la regulación. Cuando comencé a trabajar en encuestas éstas eran “reguladas”, lo recuerdo muy bien: el cuestionario debía ser enviado en forma previa a una oficina del gobierno, donde funcionarios revisaban qué preguntas eran aceptables y cuáles no. Pasado algunas semanas, el cuestionario era devuelto con tachas en lápiz rojo, indicando qué preguntas debían eliminarse. Además, debíamos enviar una lista con el nombre y rut de los encuestadores en forma previa al trabajo de terreno. Algunos nombres de la lista eran borrados, sin mayores explicaciones. Bueno, eso era Chile a fines de la década de los 70, y esas sí que eran “regulaciones”. De más está decir que, por entonces, muchas otras áreas de la vida ciudadana eran también “reguladas” y en forma bastante más drástica.
Es por esta experiencia que tengo profundo temor y rechazo a las regulaciones, a casi todas. A veces son necesarias, es cierto, pero esto constituye siempre un mal necesario, una pérdida de libertad que solo es posible justificar por un bien superior y siempre deben ser minimizadas en duración y alcance.
Pero mi rechazo no es solo por lo vivido. La opinión pública es un elemento clave de una sociedad democrática. Los estudios de opinión pública son parte de la democracia. Ellos son una forma de expresión ciudadana, de actitudes y opiniones difíciles de manifestarse y de conocerse por otros canales. Las encuestas de opinión no son, desde luego, la única forma que tienen los ciudadanos de hacer oír su voz, siendo la más solemne y formal el voto emitido en elecciones democráticas. Pero no todo se decide por elecciones y las políticas públicas requieren conocer más de las opiniones y actitudes de los ciudadanos, así como de la evaluación que hacen de sus gobernantes. Los estudios de opinión permiten sacar a la luz la opinión de muchos que no tienen acceso a otras formas expresión, como protestar, presionar u otras formas del “movimiento social”. Así, postulo, los estudios de opinión son un irreemplazable contrapeso a otras formas de expresión ciudadana y permiten una visión más equilibrada del ánimo colectivo. Las dictaduras de todo el mundo, de cualquier color, siempre limitan, suprimen o “regulan” la expresión de la opinión publica medida por encuestas.
¿Regular qué? Muchos países han implementado regulaciones a las encuestas. Éstas van desde prohibiciones totales, a prohibiciones de preguntas específicas tales como la evaluación de las autoridades y sus familias, religión y otros (es el caso de Arabia Saudita, China, Jordania), en general se trata de países con sistemas de gobierno no democrático, monarquías o dictaduras. Otra regulación común es establecer plazos de prohibición en días previos a las elecciones. Tal plazo de prohibición no existe en 22 de 85 países analizados (Chung, University of Hong Kong, 2012) donde destacan países como Estados Unidos, Alemania, Dinamarca y Austria. Varios paises fijan un período corto de prohibición 1 o 2 días antes de la elección (Noruega) y otros más largo (Argentina 15 días, Honduras 45 días). Por último, un tercer tipo de regulaciones se refiere a la información que debe ser entregada junto con los resultados de la encuesta. De acuerdo al citado análisis efectuado por Chung de 85 países en 2012, en 30 de ellos (35%) existían normas legales a este respecto. Las normas más frecuentes obligan a informar sobre: quién encarga la encuesta (35%), cobertura geográfica (25%), fecha de toma de datos (25%), margen de error (24%), fraseo preciso de las preguntas (21%), caracteristicas de la muestra (20%), método de entrevista (19%) y en último lugar la tasa de respuesta (15%).
¿Regular? Los ciudadanos tienen derecho y capacidad para decidir en qué encuestas creen y en cuáles no creen. Ojalá haya muchas y variadas. Como sucede con la prensa, no hay duda alguna que para la democracia es mejor una prensa libre a una regulada, aun cuando a veces se cometan errores o excesos. La libertad tiene riesgos, lo sabemos, pero vale la pena protegerla.
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Política del aplausómetro
YA ES tiempo de hacernos cargo de una realidad incómoda pero con importantes efectos en nuestro sistema: las encuestas de opinión operan como agentes políticos que pueden influir interesadamente en la libre determinación de nuestras preferencias colectivas.
Si esto es cierto, debemos asumirlo como problema urgente.
Sabemos que las encuestas son cuestionables. Intuimos errores metodológicos, sospechamos intereses políticos y económicos, pero ¿qué hacemos para enfrentar estos problemas?
El debate sobre encuestas es viejo en las democracias representativas. Es común escuchar críticas por sus tamaños muestrales o sobre cómo se extraen las mismas muestras.
Se las cuestiona por sesgos de entrevistas telefónicas versus entrevistas cara a cara. Pero en realidad, los “hoyos” son más.
Van desde quién encarga el estudio (no son “neutros” como se nos presentan), el diseño del cuestionario, el trabajo de campo, tabulaciones de resultados y las interpretaciones de los dueños de las empresas.
Con esta fauna de opciones es lógico pensar que los resultados recojan cosas distintas. Sin embargo, cada una de ellas se presenta como “la” auténtica fotografía de la realidad nacional.
Y hay más. Una de las críticas más duras viene del nivel de conocimiento de los encuestados, lo que no es menor si se considera que todo el imaginario del sistema se construye en base a la racionalidad de las decisiones de los ciudadanos.
Por ejemplo, se puede preguntar por la estrategia chilena en La Haya o por el Acuerdo de París, pero ¿cuánto saben los entrevistados de estos temas? Hoy sabemos que hay reconocidos políticos nacionales, que aspiran a los más altos cargos, que apenas saben de ellos. Sin embargo, al consultar a gente desinteresada y sin conocimiento, las encuestas son recogidas sin discriminación y terminan siendo usadas para defender posiciones políticas particulares escudándose en la “opinión” de la gente que ha sido medida por la “neutralidad de la técnica”.
La publicación también tiene efectos en el electorado, especialmente cuando se refiere a las carreras presidenciales.
Las encuestas afectan el voto por varios mecanismos, por ejemplo, el del “carro ganador”, que no es otra cosa que la irracionalidad de votar para “no perder el voto”. En base a esto, los partidos hacen cálculos que están lejos de principios axiológicos de la democracia.
Por ejemplo, las usan para presionar y “bajar” candidatos o “subir” otros como vemos hoy. Mientras, nosotros, impávidos, nos sumergimos cada vez más en la política del aplausómetro, que no es otra cosa que la política de la demagogia en una era de la fragmentación posmoderna, donde la política verdadera, la de las ideas, parece solo un juego ingenuo de idealistas.
¿Cómo enfrentar esta deriva?
En otros países la misma industria se somete a estándares éticos, metodológicos y de difusión que promueven organismos reconocidos (WAPOR, AAPOR o ESOMAR) que sirven de referencia para periodistas y ciudadanos a la hora de evaluar los resultados.
En otros lugares se han creado comisiones de sondeos, bajo iniciativa de ley, que previenen que el proceso y la publicación perturben la libre determinación de las preferencias electorales.
En un mundo donde una y otra vez nos quejamos de baja participación política, de crisis de representación y desconfianza hacia los políticos, las encuestas -especialmente las más cuestionables metodológicamente- se vuelven en perverso aliado de lo que no queremos como práctica.
Si esto es así, se vuelve urgente actuar para dar más sentido y coherencia al trabajo en el que todos, como ciudadanos, estamos involucrados.
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Una nueva oportunidad para recuperar el crecimiento
El último Informe de Política Monetaria, presentado recientemente por el Presidente del Banco Central, Mario Marcel, no trajo muchas luces sobre lo que está pasando con la economía chilena, cuyo crecimiento se estancó el segundo semestre del año pasado. En su lugar, éste se refirió más bien a las esperanzas que existen respecto del crecimiento de este segundo semestre, y con mayor claridad aún respecto del crecimiento del próximo año, período en que la economía chilena volvería a crecer a tasas cercanas a su potencial.
El optimismo manifestado por el Banco Central se basaría en la recuperación del escenario internacional, la recuperación del sector minero, la incipiente recuperación de la confianza de los consumidores y de los empresarios, y su política de tasas de interés bajas.
En efecto, interesante resultó el análisis de la evolución de las exportaciones industriales, que en definitiva indica que la demanda externa es el principal factor que explica la evolución de dichas exportaciones, por sobre la evolución del tipo de cambio o los factores de oferta. Así, la recuperación económica que están experimentando países como Argentina, Brasil, España, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Rusia, que en conjunto representan aproximadamente el 40% del valor de los envíos industriales chilenos, lleva a proyectar una recuperación importante de las exportaciones industriales locales en los próximos trimestres. Otro factor que afectaría positivamente el crecimiento del próximo año sería la recuperación de la minería, que tras la fuerte caída registrada el primer trimestre de este año con el paro de la Minera Escondida, se reivindicaría de la mano de la inversión minera, que dejó de caer después de tres años de contracciones, y de la recuperación del precio del cobre. Al mismo tiempo, la mejora en la confianza de los agentes económicos también ayudaría a explicar un mejor escenario. En efecto, la confianza de los consumidores ha vuelto a los niveles observados en el año 2014, completando ocho meses de recuperación, mientras que la confianza empresarial, aunque se mantiene en zona negativa, se aleja de los mínimos en que estuvo hace casi un año atrás. Finalmente, la política monetaria expansiva que ha implementado el Banco Central también ayudaría, con una tasa de política monetaria que pasó del 3,5%, registrado a principios de año, hasta el 2,5% actual.
Con todo, el Banco Central proyecta para el año 2018 un crecimiento esperado de 3% anual, con un rango de 2,5% a 3,5%, el que está por sobre las expectativas del mercado y de los organismos internacionales que lo sitúan en 2,5%.
En un año de elecciones, es de esperar que el optimismo manifestado por el Banco Central no nuble a nuestros candidatos presidenciales, pensando nuevamente que la recuperación económica está garantizada, y que por tanto los esfuerzos se deben concentrar en cómo repartir dicho crecimiento. Lo único que nos está diciendo el Banco Central es que el 2018 el terreno estará más abonado para que la economía acelere su crecimiento. Así, dependerá de las señales que envíen nuestras nuevas autoridades económicas para que se concreten estas mejores expectativas. Un programa económico que resuelva el exceso de permisos, y lo largo e incierto que resulta el camino para obtener las autorizaciones requeridas para las nuevas inversiones, en línea con lo planteado por el nuevo presidente de la Sofofa, Bernardo Larraín, sin duda contribuiría a mejorar aún más el terreno del crecimiento…
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La OEA: el parto de los montes
Cada vez que se reúne la OEA por Venezuela, se produce el parto de los montes, en su doble acepción: la original, salida de Esopo, que alude a algo que promete resultados importantes y produce poca cosa, y la del habla popular, sinónimo de lentitud.
Acaba de ocurrir la semana pasada, cuando la reunión de consulta de los Cancilleres de la OEA (asistieron la mitad) debía aprobar una resolución sobre Venezuela y produjo apenas una postergación. Esa resolución, si llega, llegará cuando Venezuela se haya desintegrado o Maduro haya sobrevivido matando a millares de manifestantes (van sesenta y un muertos, miles de heridos y dos mil detenidos desde la última ola de protestas, que arrancó en abril, pero si contamos las anteriores la cifra es mucho más abultada). Para no hablar de la miseria económica, con visos de crisis humanitaria, y la barbarización de la vida social que atestiguamos a diario quienes nos condelemos de lo que allí pasa.
Nada de esto es culpa del Secretario General, cuya labor es impecable. Pero la institución ha probado ser tenazmente inadecuada para hacer valer su Carta fundacional, la muy posterior Carta Democrática Interamericana y el conjunto de instrumentos jurídicos del hemisferio, como la Convención Americana de Derechos Humanos.
Surgida tras la Segunda Guerra Mundial, en la época de la descolonización, cuando la autodeterminación de los pueblos y el antiimperialismo movían a las conciencias del mundo, la OEA dio cabida, con igual peso en la votación y desiguales obligaciones económicas, a los países del hemisferio. Esto, que parecía una fortaleza porque permitía a países pequeños e históricamente ofendidos sentarse a la mesa con Washington y vecinos grandes, ha resultado un talón de Aquiles.
La semana pasada fue imposible aprobar la decidida resolución que apoyaban catorce países, los más grandes –en términos políticos, económicos y demográficos— del hemisferio. Una resolución paralela, apoyada por el Caribe, los países de menos gravitación, circuló a instancias de Venezuela y Cuba (que no está en la OEA pero participa obsesivamente en la trastienda) con el objetivo de crear confusión y diluir la presión hemisférica sobre la dictadura chavista. El resultado final fue la suspensión de la votación, que ahora deberá ocurrir la próxima semana, en vísperas de la la Asamblea General de Cancún.
Con humor, Carlos Alberto Montaner resumió así el absurdo en que se halla la OEA: “La población combinada de los 15 Estados afiliados al CARICOM es apenas un 5% del censo de las naciones decididas a censurar a Maduro, pero la ficción democrática….determina que el voto de Monserrat, una excrecencia geológica con menos de 6,000 habitantes poseedores de una bandera, un himno, una gasolinera y dos farmacias, vale lo mismo que el de Brasil.”
Los usuarios de las dos gasolineras merecen, por cierto, el mismo respeto que los de las 150 mil que existen en Estados Unidos. Pero algo está torcido cuando la arquitectura jurídica y política internacional que sostiene la democracia liberal y la civilización depende de islas como las del Caricom que están, con alguna excepción, de rodillas ante Caracas por el petróleo recibido. Esto no estaba en el espíritu de los que fundaron la OEA y el sistema interamericano.
¿Qué queda? Seguir batallando a brazo partido desde la OEA pero también otras instancias, incluyendo el Mercosur, la Alianza del Pacífico y demás. Si no queremos que sea la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano la única que tome cartas en el asunto de Venezuela –drama que nos compromete a todos-, demostremos que América Latina profesa un átomo de solidaridad con las víctimas de esa tiranía.
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Centroderecha: la república de las letras
Una recapitulación tendría que indicar como sigue. Hace ocho años, la centroderecha llegó democráticamente al gobierno, luego de medio siglo. Gestionó atinadamente, “24/7”, con chaquetas rojas y números cuidados. El país creció. La administración y las finanzas y las cuentas sonaban bien. Pero, como dijo uno de sus dirigentes, “faltaba relato”. Buena gestión no era buena política. Se olvidó la advertencia de Huidobro, “una nación no es una tienda”. La incapacidad de comprender lo que estaba ocurriendo, condujo a que unas exigencias meritocráticas y de justicia, por educación, terminaran siendo la base de una movilización social difícilmente controlable, de la cual el gobierno no pudo reponerse ya más.
La elección siguiente la ganó una izquierda desvencijada y de rara conducción. Peñailillo y Dávalos fueron cara y sello de los tiempos. El fracaso político de la centroderecha se evidenció grave y triple. Primero, fue incapaz de dar continuidad a su gobierno, y se lo entregó a una taciturna Bachelet. Segundo, perdió posiciones, al punto que el escenario general del país se bandeó a la izquierda.
Tercero, quedó discursiva y políticamente en pampa, sin articulaciones conceptuales capaces de hacerle frente a sus adversarios ni ofrecerle caminos políticos de sentido al país. Entonces, la Nueva Mayoría pudo hacer avanzar sin grandes dificultades -más que sus torpezas- las reformas a las que se comprometió en su programa.
Hoy, el mal de la pura gestión parece persistir en cierta centroderecha. Mientras en la izquierda se exponen visiones político-ideológicas del futuro, en la centroderecha se sigue hablando muchas veces sólo de platas y administración. Si allá se componen los acordes del himno que se cantará en del país que advendrá, acá se discute el precio de las tubas y tambores. Allá el porvenir vibrante, acá las cuentas, allá el vate y la cantora, acá el “señor ricachón”.
Pero hay síntomas de cambio. Existe -como en todas partes- una cohorte de banales. Pero también, especialmente en la generación más joven (aunque no sólo en ella) hay políticos que entienden e individuos que desde la academia o la cultura o las ciencias, intentan contribuir con sus capacidades reflexivas y conocimientos a la conformación de un discurso político a la altura de la época presente.
Tras un tiempo arduo de diagnósticos, de un trabajo extenso, poco bullicioso, ahí están los resultados. Se cuentan libros, artículos, seminarios, debates y documentos. Consta una “Convocatoria política”, en la que se lograron poner de acuerdo los cuatro partidos de Chile Vamos; después, un “Manifiesto republicano”; más tarde, otro libro: “La mayoría de las ideas”, que reunió a políticos y académicos independientes, de Evopoli, RN, la UDI
Esos esfuerzos conjuntos exhiben un destacable nivel de pluralismo. La incipiente rehabilitación emprendida, del entramado ideológico de la centroderecha, opera abriéndosele paso a todas sus tradiciones históricas: liberal, conservadora, nacional y socialcristiana. Se recupera así un acervo mucho más complejo que los remedos de derecha de Guerra Fría en los que se mantuviera atrapado el sector.
Tal proceso reflexivo tiene el desafío de poner a la vista nítidamente el trabajo de rearticulación que se ha efectuado en la izquierda y los cambios acontecidos en el fondo popular, de tal suerte que las elaboraciones discursivas puedan dar paso a una visión sofisticada del país, capaz de abrir, de manera pertinente y persuasiva, caminos de sentido para las próximas décadas y ser parteras de una centroderecha renovada, a la altura de su tarea.
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Chiquilla catete
Una niña de siete años que fuma, que le oculta a su madre depresiva el hecho de faltar al colegio con bastante frecuencia para así poder desplazarse junto a su padre (D es un vendedor viajero), una muchachita catete que bebe ocasionalmente y que, además, posee un precoz, aguzado sentido comercial y una indesmentible vocación por la farsa. Estos son los rasgos distintivos de M, la peculiar protagonista y narradora de Kramp, novela refrescante con la que María José Ferrada debuta en el a veces lánguido panorama de la narrativa nacional.
El título del libro alude a la marca de artículos de ferretería que trapichea D de pueblo en pueblo, serruchos, martillos, clavos, picaportes y ojos mágicos que, dispuestos en conjunto, dan pie a una imagen de solidez un tanto ambigua: “Era improbable, y esto D lo repetía mirándose al espejo, que una casa construida en un 80% por ciento con productos Kramp se viniera abajo en caso de haber un terremoto o un tornado”. Aun así, M se las ingenia para construir un universo sólido en torno al catálogo de Kramp. Por ejemplo, cuando les explica a sus compañeros de curso “que lo que brillaba a lo lejos no eran estrellas, sino tachuelas de tres pulgadas con las que El Gran Carpintero lo había colgado todo del cielo. También a nosotros”.
Si bien narra desde una presumible adultez, M transmite con natural encanto, con notable efectividad, las pulsiones de una mente infantil pero despierta, las contradicciones de una disposición arbitraria pero generosa, y, sobre todo, el profundo valor de ciertos recuerdos sentimentales enmarcados sutilmente en un contexto que a ratos deviene en tragicómico. La expresión de la belleza en estado puro, el humor casual en apariencia y el control sobre el lenguaje son algunas de las herramientas que Ferrada maneja con precisión y esmero. Es por ello que Kramp consolida a una autora que entró al campo de la novela demostrando una inusual madurez y una envidiable soltura.
Las particularidades de un oficio exótico, diseminadas con astucia a lo largo del relato, constituyen un foco de interés permanente para el lector curioso. “A la familia de los vendedores viajeros a veces se unía un segundo tipo de parientes: los que buscaban viajes gratis”. Y el probable fin de una cofradía solidaria, vivaz, medieval en muchos aspectos, está recubierto con ese brillo inconfundible del dramatismo frío y seco: “Por eso habían decidido comprar el cargamento de revólveres. Como lo compraron completo, el dueño de la tienda de armas -un ex carabinero- les había hecho un buen precio. Todos los vendedores viajeros dispararían al unísono el día en que se cerrara el último negocio”.
Por momentos el relato de M da la impresión de ser una picaresca sustanciosa e intimista, eso hasta que, hacia el final de la novela, los elementos cómicos se difuminan por medio de un procedimiento que va sombreando el texto con una calculada opacidad, lo cual permite asumir un desenlace más bien serio. La transición de un ánimo a otro está dictada por un par de hechos que constatan la verdadera tragedia que esconden estas páginas: el deterioro de una conmovedora complicidad entre un padre y su hija, entre un padre “inconsciente”, en el decir de la madre, y la hija elevada a la gloriosa categoría de “ayudante de vendedor viajero”. Nunca está de más insistir en algo: la simpleza es un atributo fenomenal cuando se administra con naturalidad y talento. Aunque, claro, esto no constituye novedad alguna para la autora de Kramp.
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