Óscar Contardo's Blog, page 156
June 11, 2017
Ossandón, el temerario
Manuel José Ossandón se está convirtiendo, quizá sin proponérselo, en el Trump chileno. Su estrategia de demolición es parecida a la que el magnate y ahora Presidente de EE.UU. tuvo en la primaria republicana. Hay que recordar que en sus inicios se dedicó con mucha pasión a atacar a los niños mimados del Grand Old Party, dejándolos como representantes de Washington y las elites, mientras él hablaba por el pueblo. Las propias contradicciones del discurso de Trump, millonario siempre muy cercano al poder, hizo creer a muchos que lo hundirían y que su intención de postular a la presidencia no pasaba de ser la anécdota necesaria para hacer entretenidas las elecciones.
Ossandón tiene el mismo sello y también sobre él se cree lo mismo. Parece a muchos folclórico que diga que el problema de La Araucanía se resuelva a balazos, y que no tenga idea sobre el Acuerdo de París. Como están todos convencidos de que Piñera va a ganar la primaria de la derecha, no hay mayor preocupación por sus excentricidades, ni por sus contradicciones.
Pero no es así, como tampoco lo fue Trump en el Partido Republicano. Ossandón es un temerario con una intuición única sobre lo que piensa la persona a pie y cómo construir polémica para marcar en los medios. Fue alcalde de Puente Alto contra todo pronóstico, se dio el lujo de instalar a su principal heredero político con una alta votación y compitió exitosamente para ser senador contra una de las figuras más populares del gobierno de Piñera, el ex ministro Laurence Golborne. Su victoria contra quien había rescatado a los mineros tuvo como daño colateral la no reelección de Soledad Alvear, a quien también Ossandón le arrebató votos.
El senador ha elegido esta vez ir sobre Piñera por el lado que más le incomoda contestar: su patrimonio y la estrategia con que lo administró mientras era Presidente. Al igual que Trump, le dan lo mismo los riesgos evidentes de su estrategia y quedar atrapado en contradicciones. Como él mismo ha reconocido, su campaña la financia su familia, la que estuvo involucrada en lo que el director del SII calificó como el mayor fraude tributario de la historia.
La complejidad del caso tributario que afectó a la familia Ossandón Larraín hace que sea lejano a la opinión pública, y si le preguntaran sería creíble que dijera que no tenía idea. Si no tiene conocimiento sobre el más importante acuerdo para luchar contra el calentamiento global, que afecta en especial a agricultores como él mismo, ¿por qué tendría que saber sobre temas impositivos tan complejos? Sabe que lo que necesita es enganchar con la gente común, que siente a las autoridades lejos del living de su casa y a los que las palabras de balas para resolver los conflictos violentos y la honestidad de la política suenan a música en sus oídos.
El exceso de triunfalismo de Piñera y la instalación que Ossandón en realidad está peleando por un segundo lugar va a jugar a favor suyo. El ex presidente tiene un voto blando de derecha que podría ese día quedarse en casa viendo la final de la Copa Confederaciones, pues presume que la primaria está ganada. Y como paradoja, si le fuera bien a Felipe Kast en sus intentos por remontar el bajo porcentaje que tiene, también le favorecería, pues el diputado se convertiría en el Cura de Catapilco, que le quita votos a Piñera y no a él.
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Rompe paga
LA PROPUESTA del alcalde Felipe Alessandri, en orden a transferir la responsabilidad civil a los padres por los daños que cometan sus hijos en los colegios donde estudian, ha generado una interesante discusión. Si entiendo bien lo dicho por el edil de Santiago, la medida se justificaría a partir de la responsabilidad contractual que deriva del proceso de matrícula, donde los apoderados suscriben una serie de compromisos, los que también incluyen la responsabilidad por el comportamiento de sus pupilos.
Contrario a lo que uno pudo haber intuido, la reacción de los progenitores o personas a cargo de dichos estudiantes ha sido más bien positiva, aunque no estoy seguro si siempre por las razones correctas. Así por ejemplo, si lo que buscan en crear conciencia en sus hijos de que junto a los derechos que éstos reclaman, también deben hacerse cargo las obligaciones que les son correlativas, respetando y cuidando el patrimonio común y colectivo, me parece de que se trata de una justificación valiosa. Si por el contrario, se pensara que ésta es una forma de contener o reprimir el que los menores expresen sus ideas, evitando que se manifiesten o pierdan tantas clases, creo estamos en presencia de una defensa débil, cuando no confusa.
Lo que debe equilibrarse, me parece, es aquella ecuación que alienta y prepara a dichos adolescentes para el ejercicio de sus derechos civiles y políticos, lo que no debe confundirse con la laxitud o tolerancia hacia la violencia sobre las cosas o las personas. Habremos fracasado si presumimos que la única manera de evitar los desmanes es terminar con las manifestaciones; como también sería una derrota el pensar que una toma es sinónimo de destrucción de la propiedad ajena o común. El suponer intrínsecamente problemático el activismo estudiantil, es tan absurdo como felicitarse por el buen comportamiento de quienes manifiestan ningún interés por los problemas de su comunidad; sea ésta el país, un colegio o la familia.
Dicho lo anterior, lo deseable sería que los estudiantes mostraran mayores niveles de coherencia y consistencia con las propias causas que defienden, al nacer de ellos mismos -y no como consecuencia del costo que podría significar para sus padres- la responsabilidad para con ese espacio común que constituye la plataforma para el ejercicio de los derechos que tanto reivindican.
Y dicho desdén por lo colectivo, en jóvenes y otros no tanto, se manifiesta a través de acciones pero sobretodo en las omisiones. El viejo cuento de los infiltrados o de la prevalencia de una minoría violenta, es posible, en principal medida, porque no existen ningún reproche o control social por parte de la gran mayoría de los otros manifestantes. Expresan coraje para levantar su voz frente a sus profesores, la autoridad e incluso la policía -cuestión que aliento y celebro- pero sucumben al temor de enfrentar a los principales enemigos de sus causas: me refiero a aquellos que estigmatizan su movimiento y denigran sus propósitos.
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No ha cambiado
LOS CANDIDATOS a la primaria Chile Vamos estuvieron en los set televisivos y dos de ellos terminaron siendo “trendig topic” noticioso, y no por las mejores razones. Hay que ser justos y decir que no fue el caso de Felipe Kast, a cuya participación se le reconoció solvencia y articulación, tanto en las respuestas como en las ideas y propuestas, pero no hizo noticia porque es lo que se le pide a un candidato. No dar la talla es lo que hace noticia y eso pasó con Manuel José Ossandón y Sebastián Piñera.
A Ossandón le acusaron varias debilidades (discutible que todas fueran tales), pero la que marcó la pauta fue su total desconocimiento en cuanto al Acuerdo de París, sobre el cambio climático. Un tema que no solo había sido noticia del momento porque Estados Unidos, por decisión del Presidente Trump, se retiró de dicho convenio, sino porque hace pocos meses éste fue aprobado por el Senado en Chile, con el voto favorable del mismo Ossandón, lo que ni siquiera recordaba. Este bochorno viene a poner de manifiesto que se trata de un candidato que se mueve en un “ancho de banda” limitado, que él mismo proclama como su gran activo: el contacto con la calle. Aunque conocer directamente los problemas de la gente puede ser un activo, plantearse exclusivamente en ese nivel no basta y aspirar a la presidencia exige una proyección, conocimientos y habilidades más amplias, las que exigen ir más allá de lo que pide la calle e incluso, con no poca frecuencia, contrariar su simplismo.
Por otra parte, está el riesgo de los candidatos de caer en un autismo, en que no oyen a nadie ni se preparan debidamente porque ellos “se la pueden”. Y esto puede pasar la cuenta, porque -como precisamente Ossandón argumentó luego- no se las saben ni pueden saber todas. La reacción humilde de su parte y el reconocimiento de su responsabilidad, sin endosarla a nadie, es un punto positivo para un traspié superable, en un contendor nuevo en estas lides, si aprende la lección.
No se puede decir lo mismo de Sebastián Piñera, quien ha sido ya presidente. Su declaración sobre el micrófono de la Sofofa resultó francamente lamentable y grave, porque -como él mismo dijo días después- lo único prudente era esperar el resultado de la investigación. Partió señalando que tenía una impresión, que era lesiva para los espiados y sus familias, pero luego se entusiasmó y habló de “vuelco total”, de “fuentes confiables” e insinuó saber hacia dónde iba la investigación del Ministerio Público, lo que implica influencias de suyo cuestionables. Más aún, cuando hay otras investigaciones en curso en las fiscalías que de una u otra forma se vinculan a él. Fue su conocido ánimo de figurar y mostrar que se las sabe todas que lo llevó a hablar más de la cuenta. Es que no puede dejar el “payaseo”, como le han pedido.
En suma, Sebastián Piñera no ha cambiado en nada, contrariamente a lo que algunos suelen repetir en la actualidad. Que sostengan que no queda otra cosa que votar por él, lo puedo entender (no compartir). Pero que digan hoy es otro, queda demostrado que no es efectivo. Si gana, tendremos un gobierno igual al anterior y esa es la realidad.
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Qué es ser progresista de verdad
SIMPLE PERO no trivial: los progresistas son aquellos que están consagrados al progreso tanto personal como social. Sin embargo, al menos en Chile, la izquierda se considera a sí misma como los únicos guardianes del progresismo. Lo curioso es que los países capitalistas y liberales son normalmente las sociedades más progresistas del planeta, por ejemplo en ideas, bienestar, ciencia, etc. Indaguemos un poco en el progreso. Progresar en los términos más simples es lograr estar mejor que el punto de partida y esto puede ocurrir en diversos planos. Por ejemplo progresar en términos materiales, espirituales, intelectuales, sociales, éticos, libertades etc. Pero el ser humano es muy diverso, y lo que es progreso para unos puede ser retroceso para otros. Por ejemplo el aborto para algunos es claro síntoma de progreso, pero para otros es simplemente salvajismo. ¿Quién tiene la razón? La respuesta es simple: ambos. Por ello la libertad pasa a ser un valor fundamental. Los regímenes socialistas en el fondo no creen en la autodeterminación, les atraen los sistema de ingeniería social controlados por un Estado poderoso que regula en el máximo de detalle la vida de los ciudadanos. Consideran la igualdad como progreso. Para los liberales es justo al contrario, cada ser humano es único y debe elegir su propia forma de progreso, lo que requiere es sólo la oportunidad.
Normalmente no es posible progresar en todas esas direcciones al mismo tiempo, y ese es el punto crucial del debate. Por cierto los jóvenes idealistas con poco rodaje de vida y muy poco conocimiento creen que todo es posible al mismo tiempo. El error fundamental es su creencia acerca del ser humano. No parten del ser humano real, de carne y hueso, sino de un ser humano ideal, que solo existe en sus mentes y por eso sus revoluciones nunca funcionan. La Unión Soviética por más de 60 años trató de organizar una sociedad sin religiones, sin propiedad, y totalmente igualitaria. Cayó el muro y se dieron cuenta que todo volvía literalmente a fojas cero: hoy es una sociedad abiertamente capitalista con McDonalds y todo. Lo mismo ocurrió en China y está ocurriendo en Cuba.
Todo aquel que se trata de apropiar del progresismo es un fundamentalista que se cree dueño de las verdades. Es decir, cree que solo se puede progresar a su manera, negando la libertad esencial del ser humano a definir su propia manera de progresar en su vida. Todos los partidos políticos son en esencia progresistas, pero difieren en los énfasis. Por ejemplo, es fácil prometer igualdad, imposible lograrla porque el ser humano en esencia quiere diferenciarse, lograr ser lo máximo de si mismo.
Sin duda la sociedad democrática tradicional progresa cuando separa la iglesia del estado. Pero hay estados religiosos, y estos definen el progreso a su propia manera. Una sociedad con extrema pobreza claramente ha limitado el progreso de esos ciudadanos. Para los socialistas la educación es una manera de endoctrinar para lograr ese hombre nuevo, y es la base del progreso. Para los liberales la diversidad en educación es la clave de su calidad, y del progreso en diversas direcciones de la población. Entonces ¿cuál es progresista de verdad?
En mi opinión cuando hay verdades oficiales manejadas desde el Estado, jamás habrá progreso real. El progreso es finalmente el camino al encuentro del sentido propio, a la autodeterminación, a la libertad, como anhelo muy profundo del ser humano.
En el mundo actual, las principales avenidas de progreso están marcadas por la revolución científica y tecnológica que literalmente está cambiando el concepto mismo de lo real. El cuarto paradigma de la ciencia trae consigo una nueva mirada ontológica (que es lo que es realmente) y por cierto epistemológica (como sabemos lo que sabemos, que es lo que realmente sabemos). La izquierda es “progresista” en lo moral, principalmente luchando contra las religiones. Pero es enormemente retrógrada en lo económico. La derecha es “progresista” en lo económico, pero muy conservadora en lo moral. La izquierda es profundamente dogmática en lo intelectual y ahí claramente no hay progreso. Entonces ¿quién se puede atribuir a sí mismo el atributo completo del progresismo?
En este siglo veremos participar en plenitud a la computación cognitiva, a la web 3.0, veremos la aparición de una nueva mente tecnológica colectiva, y una forma de globalización muy profunda con nuevas formas de gobierno mundial. Trabajar en ese camino es tremendamente progresista ¿o no?
Terminemos entonces el matonaje intelectual de aquellos que quieren apoderarse del concepto progresista y colaboremos en las distintas avenidas del progreso. La condición fundamental para ello es la libertad.
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June 10, 2017
La ronda boba
Las sospechas desatadas -principal, pero no únicamente, por la noche en blanco del senador Manuel José Ossandón en Tolerancia Cero- acerca de la calidad de los candidatos presidenciales guarda cierta relación con el torneo de populismo en que varios de ellos han convertido la competencia para llegar a noviembre.
No todas las personas poco informadas son populistas, pero los populistas suelen ser ignorantes, aunque el grado sea variable. La razón es sencilla: un populista es alguien que propone visiones maniqueas sobre problemas complejos. La visión maniquea, simplista, es la cara insolente de la ignorancia; se atreve a hablar, a calificar y a proponer aun sin saber mucho acerca de las cosas difíciles. Por eso, el populismo florece con la misma facilidad en la izquierda que en la derecha, aunque sólo en la izquierda se han presentado intelectuales con la voluntad de ponerle marco teórico. La mayor parte de ese esfuerzo se apoya en la larga tradición de impostura intelectual (principalmente francesa) del llamado “posmarxismo”. Pero ese es otro cuento.
Por ahora, completemos el identikit. Un populista siempre habla del “pueblo”, al que dice representar, en sus demandas, en sus necesidades, en las cosas que le convienen, incluso si el mismo pueblo no cree que sean esas cosas. Dado que tiene esta capacidad particular de entender al pueblo y sus necesidades, el populista no usa el lenguaje de la política, sino el del liderazgo. Se describe a sí mismo según algún tipo de liderazgo (a menudo único, si no singularísimo), porque al final del día confía en los líderes tanto como desconfía de las instituciones.
Los populistas desprecian a los partidos políticos y al Parlamento y son los campeones de las acusaciones de corrupción al bulto o en masa. Esto es coherente con su tipo de pensamiento: las instituciones políticas son el símbolo de todo lo que está mal hecho, todo lo que debe ser refundado. Donald Trump utilizó para Washington una imagen más expresiva que las ocurrencias santiaguinas de las retroexcavadoras y los patines: “Dragar el pantano”, dijo, para sacar toda la basura de Washington.
Por eso, a estos dirigentes les encantan las nuevas constituciones: el pacotillero Nicolás Maduro quiere hacerse una nueva, incluso destruyendo la de su padrino “eterno” Hugo Chávez, que, como ha recordado Ibsen Martínez, ya era la derivación de una “extravagante cacharrería ideológica” llamada El árbol de las tres raíces.
El populista clásico anda siempre con un látigo moral con el cual atiza a los pecadores, pero, sobre todo, a sus contradictores. Ese látigo trabaja con suposiciones, ideas conspirativas, sombras, fantasmas y mucha autoindulgencia: es la mejor expresión de su maniqueísmo. El populista clásico no se equivoca (esa palabra tiene algo pecaminoso); simplemente no es experto en algunas cosas, porque no es su obligación, no tiene los datos o necesita estudiarlo. Es la aparición relampagueante de la incompetencia.
El líder populista no siempre es elocuente (aunque lo intente), pero ama a los medios de comunicación con tanta pasión como los puede odiar. Los periodistas franceses llaman bon client a un político de esta laya, porque siempre está dispuesto a dar un espectáculo resonante. Los periodistas franceses, después de todo, son iguales a los periodistas de todo el mundo, que olfateamos antes el ridículo que la sangre. El máximo dirigente de Podemos, Pablo Iglesias, se considera a sí mismo un carisma televisivo. De lo cual desprende una robusta teoría: que la política moderna debe tener una “lógica televisiva”, por la muy sencilla razón de que en eso no le compite ninguno de sus compañeros del partido que inventó.
Los populistas dependen del desprestigio del sistema institucional, cualquiera que sea. Florecen en el desánimo ciudadano, en la decepción de los votantes, en el rechazo de las personas hacia la política, no importa si éste nace del asco moral o de la molicie intelectual. Su ambiente ideal es el llamado “síndrome de fatiga democrática”.
En un libro reciente, con el provocativo título Contra las elecciones, el estudioso belga David van Reybrouck formula la pregunta crucial: ¿Cuánto desprecio es capaz de soportar un sistema? Y enseguida nota una paradoja de fondo en las democracias occidentales de estos días: “Despreciamos a los elegidos, pero idolatramos las elecciones”. Las elecciones abundantes, el continuo estado de campaña, cansa a los ciudadanos, pero entusiasma a los populistas, que culpan a la democracia representativa, a este sistema que elige a odiosos diputados y senadores (y ojo, que Van Reybrouck propone retomar la olvidada tradición ateniense del sorteo, que Aristóteles consideraba más democrático que las elecciones, aristocráticas por definición).
Entre las dos formas más frecuentes de la democracia -la representativa y la asamblearia-, los populistas de cualquier signo siempre prefieren la segunda, lo que también quiere decir que no todos son antidemocráticos, aunque muchos de ellos derivan hacia formas autocráticas una vez que consiguen el poder. La democracia de asamblea les resulta más directa, participativa, “transparente”, aunque no existe evidencia empírica que muestre que ella cumple con los buscados estándares de rotación y renovación.
En un excelente estudio titulado The populist explosion, el periodista John Judis, después de revisar decenas de casos, ha llegado a una conclusión curiosa. El populismo de izquierda, dice, tiende a ser diádico: defiende al pueblo o a las masas, en contra de las elites plutócratas. El populismo de derecha, en cambio, tiende a ser triádico: defiende a un pueblo (muchas veces lo sustituye por “clase media”) abusado por dos grupos, por ejemplo los gobiernos izquierdistas y los inmigrantes.
El populismo diádico identifica (o confunde) al pueblo con el Estado, y por lo tanto propone quitarles cosas a los ricos y pasárselas a este ente central, cuyo sentido de la equidad da por garantizado; el populismo de derecha también propone quitarles cosas a otros -inmigrantes, inversionistas, exportadores- y entregárselas al mismo Estado, convertido ahora en representante del pueblo (o de la “clase media”). En el medio de ambas mazamorras, todos los asuntos complejos parecen tener soluciones simples.
La relación entre populismo e ignorancia no es un fenómeno local. Por el contrario, forma parte de una ola mundial en la que las elites intelectuales se han visto tan depreciadas como las políticas. Prácticamente todas las inteligencias del Reino Unido, incluyendo varios premios Nobel, rechazaron con vehemencia la idea del Brexit, pero un solo y fugaz partido populista bastó para convencer a los británicos. Posiblemente en ese caso, el simplismo ofrecía un alivio al malestar cultural y al pesimismo dominante en la sociedad. No una solución, sino una especie de remedio psicológico, la liberación de un cabreo. Para las consecuencias habrá que esperar más. Una cosa es segura: los populistas no las vislumbran.
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Chile, un país sin liberales
Uno de los aspectos más interesantes -y preocupantes- de la última encuesta CEP es que sugiere que en Chile hay una profunda ausencia de liberales. No sólo hay una escasez de líderes políticos de corte liberal, sino que hay pocas personas que crean que el principio básico en torno al cual debe organizarse la sociedad es la libertad individual, libertad que debiera plasmarse tanto en lo económico como en lo valórico y social.
En efecto, la sección “actitudes” de la encuesta confirma algo que muchos ya presentíamos: la mayoría de los chilenos son muy conservadores en lo que a valores se refiere.
El matrimonio gay, institución que hoy existe en prácticamente todos los países avanzados -incluso en muchos países de la región-, es aceptado por menos del 40% de los encuestados. La adopción homoparental tiene un nivel de aprobación incluso más bajo (36%). El suicidio asistido -malamente conocido en Chile como eutanasia- tampoco genera apoyo; para ser justos, este es un tema controvertido incluso en los países europeos. Y para qué hablar del aborto. Cuatro de cada cinco chilenos rechazan en forma terminante el tipo de ley que hoy existe en todos los países desarrollados, leyes que les permiten a las mujeres decidir en forma libre e individual si quieren poner término a un embarazo, dentro de un cierto plazo (habitualmente hasta 16 semanas).
Conservadurismo económico
Pero el conservadurismo no sólo afecta el tema de valores sociales; también está presente en lo que se refiere a la organización económica y social del país. Hay un gran número de chilenos que cree que el Estado debe inmiscuirse en casi todo, reglamentando la vida diaria de los ciudadanos; un Estado poderoso que debe salir al “salvataje” de moros y cristianos, que debe controlar las identidades de los peatones nocturnos y decidir dónde y cómo deben estudiar los niños y jóvenes. Mientras en la mayoría de los países -y especialmente en los países a los que debiéramos aspirar a parecernos, como Nueva Zelandia y Australia- los ciudadanos quieren limitar el alcance del Estado y asegurarse de que sus funcionarios no se transformen en policías permanentes, en Chile un número elevado de personas quiere más Estado. Este conservadurismo económico es particularmente pronunciado en las fuerzas de izquierda, tanto en la Nueva Mayoría como en el Frente Amplio.
Dos ideas absolutamente conservadoras -y, por qué no decirlo, absurdas- que uno de los precandidatos del Frente Amplio ha planteado en los últimos días son las siguientes: que el Estado se haga dueño de un 20% de las “empresas estratégicas”, y que este 20% sea expropiado con pagos a plazos (¿bonos?). En prácticamente todo el mundo la tendencia es moverse en la dirección opuesta; reducir el rol productivo del Estado, para ampliar su papel de articulador de nuevas ideas y tecnologías, al mismo tiempo que proveer un marco regulatorio eficiente, que no asfixie a los emprendedores. Este precandidato llegó a la ridiculez de decir que si “solo se expropiaba un 20% de las empresas” el país no iba a sufrir en los mercados internacionales, ni iba a ver reducida su habilidad para obtener nuevos créditos.
En esta área es interesante contrastar estas ideas ancladas en un pasado nostálgico con las de un grupo de académicos y políticos que han sugerido vender hasta un 30% de Codelco en el mercado nacional e internacional para lograr dos objetivos: financiar proyectos de inversión en infraestructura física y social, incluyendo aquellos relacionados con las demandas mapuches, y terminar con el limbo legal y de gestión en el que la Contraloría ha puesto a la firma estatal.
De Velasco a Kast
La decisión del Servel de no certificar a Ciudadanos de Andrés Velasco como partido político fue un duro golpe para el liberalismo chileno. Una de las únicas instancias organizadas que bregaba por ideas modernas y que defendía la libertad en forma inteligente -tanto la libertad económica, como la individual y social- fue cercenada de la vida política del país. Personas valiosas y valientes, como Jorge Errázuriz, Juan Ignacio Correa, Viviana Pérez y Patricio Arrau, además del propio Velasco, han quedado sin voz institucional y no podrán exponer sus propuestas e ideales en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias.
Queda, entonces, tan solo Felipe Kast como la esperanza de quienes apoyan las ideas liberales. Pero, por alguna razón, Kast no prende entre los ciudadanos. De acuerdo la encuesta CEP, Kast es conocido por tan solo el 47% de los encuestados, y su imagen negativa (36%) excede a la positiva (22%) en más de 10 puntos porcentuales. Además, tan solo un 3,6% de los encuestados declara que votarán por él durante las primarias de Chile Vamos. (En contraste, Andrés Velasco es conocido por 62% de los encuestados y su apreciación positiva supera a la negativa).
¿Qué pasa con Kast? ¿Por qué marca tan bajo? Porque si bien las ideas liberales no son del todo populares, ellas debieran generar un apoyo en el orden del 12 al 15%, por lo menos.
La verdad es que no sé cuáles sean las razones de la baja popularidad de Kast, pero tengo dos conjeturas. La primera es que su actitud no-liberal sobre ciertas políticas sociales -y, en particular, sobre el aborto- aleja a los votantes jóvenes. Muchos lo ven como un “liberal selectivo”, lo que, en cierto modo, es una contradicción de términos. Una segunda posibilidad, relacionada a la anterior, es que al quedarse en Chile Vamos, un conglomerado dominado por la UDI y por el ala confesional de RN, Kast ha generado sospechas sobre su liberalismo; se ha producido una especie de “dime con quién andas y te diré quién eres.”
Pero sea cual fuere la razón de fondo, la verdad es que a pesar de sus actuaciones notables en foros y debates -cómo olvidar su performance brillante en el “mano a mano” con Mayol-, Kast no llegará muy lejos este año. Lo suyo, entonces, es decidir qué hacer en el futuro. Por el bien del país, debiera seguir adelante y aunar fuerzas con Andrés Velasco. Luchar por armar un polo liberal y moderno de verdad -liberal tanto en lo económico como en lo social-, luchar por un ideario que defienda a las personas de un Estado intruso y rapaz, y de tantos talibanes de derechas e izquierdas.
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Sí, cualquiera
Clarence Durrow, el legendario penalista estadounidense de comienzos del siglo XX que inspiró varias películas, decía haber escuchado desde niño que cualquiera podía llegar a ser presidente. Y ya viejo, en función de lo que le había tocado ver, reconocía con cierta resignación que estaba comenzando a creérselo. En Chile pareciera estar ocurriendo más o menos lo mismo. Basta querer para ser. El que quiere puede, y eso significa que de aquí en adelante las candidaturas presidenciales, junto con abaratarse, pasarán a ser una ganga con la que medio mundo en algún momento de su vida podría encontrarse. Se diría que la apoteosis de la ilusión democrática -“cualquiera”- lleva implícito el germen de su propia degradación.
Así las cosas, la extravagante galería de candidatos no tiene nada de raro. Y explica que varios de los que están en la carrera, a la pregunta de qué es lo que le plantean al país, respondan que todavía no lo saben, porque están en el proceso de recorrer el territorio y consultar a la gente para establecer qué es lo que quieren. Yo estoy por un liderazgo horizontal, aducen, tratando de convertir en ventaja lo que es simplemente carencia, vacío e inopia, no solo de sentido de Estado, sino también de contenidos.
A estas alturas debiera estar relativamente claro que para restaurar los equilibrios perdidos y volver a poner el país en movimiento lo que se necesita, más que escuchar lo que la gente quiere, porque de hecho los individuos o grupos pueden querer muchas y muy contradictorias cosas, es hacer lo que se daba hacer para conseguir que la sociedad chilena vuelva a manifestarse en todas sus potencialidades. En eso, a fin de cuentas, consiste el liderazgo. No en seguir a los demás, sino en señalar nuevos caminos. Consiste también, desde luego, en saber generar las confianzas en la colectividad para retomar los rumbos que, al margen de lo que quiera el de acá o el de allá, permitan hacer efectivas las oportunidades y capacidades que el país tiene.
No es por pura costumbre ni pura inercia que, en general, las puertas de acceso a las más altas responsabilidades del Estado hayan estado abiertas básicamente a figuras que acreditaron experiencias más o menos exitosas en el servicio público, sea en el Parlamento, en los partidos, en el aparato del Estado o los municipios. La Presidencia de la República, sobre todo en el sistema político chileno, es algo más que un lugar para que gente que todavía anda en busca de su destino se asome al cargo para saber si ahí eventualmente lo encuentra. En esto hay mucho narcisismo y frivolidad y hoy el país está en una coyuntura muy poco recomendable para aventuras y juegos de roles. Juguemos: hagamos como que tú gobiernas, así que echa al vuelo tu imaginación y dime lo que se te ocurre. Mira lo entretenido que puede ser.
Llevamos ya tres años en esas. A alguien se le puso entre ceja y ceja que Chile era una olla a presión, un infierno en términos de desigualdad social, un espacio saqueado por el capitalismo salvaje y un puñado de aprovechadores, no obstante que todos los indicadores señalaban que pocos países en el mundo habían tenido mejor desempeño que Chile al momento de acortar brechas de inequidad, masificar el bienestar, educar a la población, generar nuevas riquezas y expandir los márgenes de autonomía de las personas. Que había puntualmente problemas, abusos, rezagos, injusticias y desequilibrios irritantes, no cabe la menor duda y es responsabilidad de los gobiernos corregirlos. Lo que cuesta entender, sin embargo, es el intento por desmontar la racionalidad del capitalismo democrático, por hacer borrón y cuenta nueva, por sacar a Chile del camino que llevaba para ponerlo -vía impuestos, reformas, controles, expropiaciones o derechos sociales ilusorios- a la cola de las inflamadas aventuras políticas que emprendieron Chávez en Venezuela, los K en Argentina y el resto de los populismos pandilleros de la región. Todos terminaron o van camino a la bancarrota, ninguno triunfó ni se anotó triunfos perdurables en el combate a la desigualdad y no hay uno solo que no haya abierto en la economía, en la sociedad, en las instituciones políticas, o en todos esos frentes juntos, heridas y forados a través de los cuales esos mismos países se desangraron o se están desangrando. Pero acá, sin embargo, mucha gente, candidato o candidata, periodistas o líderes de opinión, persisten en culpabilizar al modelo, como si hubiera una vía distinta para generar oportunidades y trabajo, para expandir las libertades, democratizar el bienestar y hacer más autónomas a las personas. Si creen que la hay, ¿por qué no la explicitan? Si creen que sus entelequias funcionaron en algún país, ¿por qué no lo indican?
Al final, las campañas presidenciales tienen una parte que, aunque irritante a veces, es extremadamente sana: ponen al descubierto la palabrería y la improvisación, la incoherencia y la frivolidad. A Chile ya se le vendió hace poco lo que terminó siendo una inmensa nube de humo. Por lo mismo, es difícil que la ciudadanía vuelva a comprar algo parecido a eso, o peor que eso aun, otra vez.
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Payasadas de candidato
EL COTE no sabe lo que es el Acuerdo de París. La Bea no tiene idea cuánto se paga en impuestos, pero dice que igual hay que subirlos. El Chato, sin aportar antecedente alguno, se lanza con la tesis de que el origen del espionaje en la Sofofa se encuentra “del marrueco para abajo”, como diría su principal contendor en las primarias.
Payasadas más propias de un circo que de personas que aspiran a presidir el país y que, a punta de declaraciones para allá y para acá, incluso han conseguido elevar la alicaída imagen de estadista de nuestra actual Presidenta.
Pero basta de tonterías. ¿Acaso no se han percatado que ninguno arrasa en las encuestas? Díganme los integrantes del abultado equipo de campaña de Piñera si no les preocupa que su candidato, pese a todo el despliegue, se mantenga siempre bajo el 30% en las preferencias de los electores.
Eso, damas y caballeros, se conoce como ausencia de liderazgo y es exactamente lo que está demostrando el escenario electoral chileno. La Bea es simpática y cuenta con el favor de buena parte de los periodistas que, por una parte, comulgan con Giorgio y sus ideas y, por la otra, se benefician del espectáculo que supone una candidatura que genera conflicto a diestra y siniestra (conflicto = noticia). Incluso Bachelet advirtió lo grave que es desconocer el Acuerdo de París, pero ni parpadeó cuando la Bea dijo ignorar lo que pagamos los contribuyentes (¿acaso la Bea no paga o ni le duele lo que paga?).
Prosigamos: Piñera tiene el mérito de haber pasado por La Moneda con relativo éxito, pero no consigue articular un discurso que vaya más allá de la fría promesa de sumar un par de puntitos al PIB. Ni hablar del exrostro del noticiero porque de ese no sabemos prácticamente nada. El Cote resultó tan livianito como su hermana del sueldo reguleque. Y así, para qué seguir…
Venga, entonces, un llamado de alerta a todos estos personajes que se sienten con la capacidad, prestigio y habilidades para encabezar los destinos del país. ¡La Presidencia de la República no es chacota! No es un puesto para practicantes ni un lugar de ensayos. No es el espacio para lanzar reformas mal hechas, inspiradas en su noble ánimo refundador o porque “sintonizaron” con las demandas “de la calle”.
Y no es un cargo del cual se puedan retirar satisfechos por “haberse atrevido”, aunque “tampoco ha sido perfecto”. Porque detrás de ese ataque de sinceridad, se esconde el sufrimiento de muchos ciudadanos que no se merecen sus improvisaciones.
Saben qué más, debería haber una prueba de conocimientos y habilidades mínimas para ser candidato a Presidente. Me gustaría ver cuántos de ustedes reprobarían.
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Tiempos de populismo
Un grupo de personas de ambos lados del Atlántico nos reunimos esta semana en Madrid para abordar, en un foro formal y una reunión informal, el fenómeno del populismo a propósito de la salida de un libro colectivo que he tenido el gusto de coordinar. Convergimos allí algunos de los autores y el prologuista para tratar de explicar las causas, las consecuencias y la amplitud de esta cuestión central de nuestro tiempo.
Allí estuvieron, debatiendo ideas en torno al populismo, entre muchos más, los chilenos Roberto Ampuero, Mauricio Rojas y Cristián Larroulet, los cubanos Yoani Sánchez y Carlos Alberto Montaner, las venezolanas María Corina Machado (por video, ya que la dictadura no la deja viajar) y Rocío Guijarro, el español Lorenzo Bernaldo de Quirós, el argentino Gerardo Bongiovanni, Mario Vargas Llosa y este servidor.
La primera constatación es que estamos, por primera vez en la historia, ante un populismo global. Ha habido periodos populistas en ciertos países o regiones, nunca un populismo “viralizado” por el mundo, como si se tratara de un videoclip de Shakira o un improbable perro verde que recibe cien millones de “golpes” en YouTube.
Hubo populismo en la Rusia del siglo XIX, cuando un grupo de intelectuales decidió que era posible saltar del subdesarrollo al socialismo sin pasar por el capitalismo desarrollado, como creía Marx. Estos intelectuales, los “Narodnik”, se llamaban populistas. Lo hubo también, en pleno siglo XIX, en Estados Unidos, donde surgió el primer partido con ese nombre. La Europa de los años 20 y 30 vivió una etapa populista que derivó en movimientos fascistas. América Latina, quizá la zona del mundo que ha experimentado la mayor recurrencia de este fenómeno, ha sido populista, al menos parcialmente, desde hace más de medio siglo. Pero no habíamos visto nunca algo semejante a lo de hoy: populismo en Estados Unidos, Europa, América Latina y Asia (donde Duterte, el mandamás filipino, encarna una versión extrema).
¿Por qué? No es difícil concluir que la globalización encierra esta ironía: es capaz de globalizar rápidamente todo, incluyendo la antiglobalización. Por tanto es capaz de dar dimensión mundial a cualquier tendencia que parta de una región o país y toque un nervio sensible en otras partes. Así como las redes sociales dieron velocidad y multiplicación a la “Primavera Arabe”, un hecho esperanzador aunque hoy revertido por la tenaz prevalencia del autoritarismo y el fanatismo, también han sido capaces de diseminar mentiras, hoy conocidas como “fake news”, vertiginosamente. Hillary Clinton, por ejemplo, fue víctima de muchas de ellas y su campaña nunca pudo desbaratarlas, en parte por ineptitud y en parte porque su trayectoria en algunos casos hacía creíbles los embustes de sus críticos.
Un ejemplo salta a los ojos. La indignación ciudadana que estalló en 2011 como consecuencia de la profundidad y prolongación de la secuela de la crisis financiera de 2007/8 saltó de España a Estados Unidos en un santiamén. Nació en la Puerta del Sol, en Madrid, el 15 de mayo de 2011, cuando acamparon un grupo de personas en esa emblemática plaza gritando consignas contra el “establishment”; no pasaron muchos meses antes de que se vieran escenas parecidas en el Zuccotti Park de Manhattan bajo el membrete de “Occupy”.
Es cierto: también en el pasado, en épocas menos globalizadas, con comunicaciones menos instantáneas, hemos visto fenómenos sociales o culturales expandirse por Occidente como incendio en hojas secas. Lo que se llama la “contracultura” de los años 60 en Estados Unidos o “mayo del 68” en Francia fueron expresiones contemporáneas de rebeldía contra ciertas conductas y contra los símbolos de la autoridad. Pero la globalización de tendencias tiene hoy más velocidad y amplitud. No quiere decir esto que el hecho de que el populismo tenga esa presencia universal hoy en día se deba a que las comunicaciones han globalizado esa práctica y ese tipo de discurso político. Las comunicaciones son sólo uno de los factores que explican esa globalización. Otro más importante es lo que los filósofos alemanes llamaban el “zeitgeist”, o sea el espíritu de los tiempos, y lo que Hegel en particular denominó el “volkgeist” o “espíritu del pueblo”. El populismo habita hoy en líderes y ciudadanos de muy distintas regiones del mundo por razones que no pueden explicarse por una simple moda peripatética. Carece de sentido explicar el voto de Trump en Michigan por la coleta de Pablo Iglesias, el líder de Podemos, en Madrid o el hecho de que Marine Le Pen pasara a segunda vuelta en las recientes elecciones por las críticas contra la globalización imperialista provenientes de Evo Morales o Nicolás Maduro.
La segunda constatación es que todos los populismos de hoy tienen cosas muy importantes en común pero también diferencias. ¿Cuáles son los principales vasos comunicantes? Tal vez podamos resumirlos en cuatro ideas. Una sería la comunicación personal entre el caudillo y el pueblo por encima de las instituciones o estructuras intermedias de la democracia (el populismo por lo general se da en democracia en una primera instancia). La segunda tiene que ver con un claro desdén por las reglas de juego y las formas -el lenguaje, la actitud, el sentido de límites- tolerantes y propias de consensos básicos. La tercera es la construcción de un pasado mítico y un futuro utópico que nunca pueden contrastarse con la realidad. Finalmente, el enfrentamiento entre una elite y una base social.
Este enfrentamiento -el cuarto gran elemento que tienen los populismos en común- no siempre es socioeconómico. Suele serlo en el populismo latinoamericano, donde las desigualdades son mayores y por tanto propicias para la demagogia clasista. Pero hay lugares donde puede darse en términos más bien culturales. Por ejemplo, en Estados Unidos el odio populista de la base contra la elite no es el del pobre contra el rico (puesto que el “pobre” ese en realidad de clase media) sino la del ciudadano de a pie contra quienes ocupan un lugar de privilegio y profesan valores que se consideran contrarios a la tradición o la herencia estadounidense (por ejemplo, ese odio se extiende contra Hollywood, al que en épocas de John Wayne se veía desde una cierta base social como difusor de valores patrióticos y hoy se ve como caballo de Troya de valores extranjerizantes o socialistoides).
Los matices que sí diferencian a los distintos populismos tienen algo que ver -ellos sí- con la ideología o la tribu política. Los populistas que provienen de la izquierda tienden a poner un énfasis mayor en el estatismo (por ejemplo, el líder laborista británico llevó en su reciente programa electoral una propuesta de nacionalizaciones que había desaparecido de la plataforma de aquel centenario partido desde hacía décadas). También tienden a buscar la “igualdad”. Las distintas vertientes del socialismo chileno surgidas en los últimos años, que cuestionan el modelo que hasta hace poco gozaba de un consenso en la clase política (por llamarla de algún modo), han puesto un fuerte acento igualitario en su discurso.
En cambio, el populismo de derecha tiene una dimensión nacionalista muy propio de movimientos como el de Le Pen o el Ukip británico. También en Trump el nacionalismo es un fuego crepitante. Steve Bannon, uno de sus asesores principales y creador de la red de comunicaciones de la “derecha alternative” Breitbart News, ha elaborado un discurso muy potente sobre al papel del nacionalismo como “rescate” de una esencia que se estaría perdiendo por culpa de la globalización y, por supuesto, de la inmigración. El Estado-nación es al populismo de derecha lo que la “justicia social” es al populismo de izquierda.
Pero las diferencias no se limitan a la dinámica izquierda-derecha. Dentro de la propia derecha populista hay marcadas diferencias. Un sector mezcla el nacionalismo xenófobo con un cierto liberalismo económico, mientras que otro desconfía abiertamente de la libre empresa. El Ukip británico está en el primer grupo y Marine Le Pen o Viktor Orbán en el segundo.
Hay una tercera corriente en el populismo de derecha que apuesta muy decididamente por el orden público como elemento aglutinante de la base política. Es el caso de Duterte en Filipinas, que ha violado los derechos humanos sistemáticamente con el pretexto de combatir el narcotráfico.
Dicho todo esto, y para complicar más las cosas, es sorprendente constatar que las diferencias son menos marcadas entre los votantes populistas que entre los líderes populistas. Es la razón por la cual hay votantes del viejo Partido Comunista francés en el Frente Nacional y hubo votantes de Bernie Sanders, el populista demócrata, que se inclinaron por Trump en las recientes elecciones estadounidenses.
¿Qué factores transversales llevan hoy a ciudadanos de países y regiones tan diversas a prestar oídos al populismo? Los más poderosos parecen estos: las dislocaciones temporales que en el campo económico ha provocado la globalización, con su movilidad y velocidad mareantes; el terrorismo y otros asedios contra la paz social y la seguridad, que han traído a la superficie miedos y desconfianzas que estaban bajo mayor control emocional y psicológico en otros tiempos; la vulgarización de la política y su contrapartida, la corrupción, que si bien ha existido siempre tiene hoy una mayor incidencia porque la crisis financiera y la Gran Recesión han acentuado la sensación de que la ciudadanía es víctima de aquellos que la representan; ligada a lo anterior, se da, por último, una crisis de representación, tal vez acelerada por la revolución informática, que ha convertido a cada ciudadano en un partido y en un periódico unipersonal: la intermediación, elemento clave de la democracia liberal a través del sistema de partidos, está en decadencia y aún no está claro qué forma tomará en el futuro.
A diferencia del comunismo y el fascismo, a los que es posible enfrentarse golpe a golpe, el populismo plantea -y esta es mi postrera reflexión- una dificultad mayor a la hora de plantar cara al adversario. Al no ser una ideología y tener una morfología cambiante y difusa, no siempre es fácil identificar el peligro inmediato ni por tanto ilustrar, ante el público, dónde está la amenaza directa. En última instancia el populismo es el enemigo de la democracia liberal, los derechos civiles, la economía de mercado y la globalización, pero a menudo eso sólo acaba siendo claro para mucha gente cuando el daño está hecho. Millones de venezolanos que hoy darían un brazo por deshacerse de Maduro votaron a favor del chavismo en numerosos procesos electorales (independientemente del hecho de que muchos de ellos fueron muy poco limpios).
Vivimos tiempos populistas. Será para la derecha y la izquierda liberales, el gran adversario de los próximos años en medio mundo. Apasionante reto, estremecedora perspectiva.
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Tejado de vidrio
No tomó demasiado tiempo para que una multifacética horda de ganosos leñadores se precipitara sobre el caído árbol político de Manuel José Ossandón para despedazarlo debido a su desafortunada presentación en Tolerancia Cero. Desde las “redes sociales” le cayeron encima aun antes que terminara el programa, La Moneda se demoró no más de media día en manifestar su elevado reproche, el periodismo trompeteó declarando abierta la temporada de caza del Cordero de Dios y hasta desde el Congreso Nacional, en ningún caso la Biblioteca de Alejandría en materia del Saber, se oyeron los aullidos de la manada sedienta de sangre. Fue, en resumen, uno de los más consensuados y unitarios episodios de linchamiento que hemos visto en este Chile dividido de arriba abajo. A Ossandón lo tildaron de ignorante la prensa, la academia y la calle; de hecho fue una ocasión propicia, al alcance de grandes y chicos, para por default posar de culto; bastaba hacer causa común junto a la patota implicando así que el ladrador, a diferencia del malhadado Ossandón, estaba y está enterado de los Grandes Temas que aquejan a la humanidad.
Nada más falso. Ni doña Juanita ni el Congreso ni la opinología pueden adjudicarse, sacrificando a un tercero, una sabiduría que no poseen. No sólo Ossandón es quien no sabe mucho del Acuerdo de París, qué puntos comprometió Chile al firmarlo y de qué trata todo el asunto, sino prácticamente no lo sabe nadie. Saber que el acuerdo existe es una cosa; saber en qué consiste, otra. No hay tanta diferencia entre no saber lo segundo y no estar enterado de lo primero. La distinción es, en este caso, bizantina. Se pregunta uno cuántos congresales, amén de Ossandón, lo firmaron sin siquiera haber leído el título en la portada del legajo donde se detallaba lo que a Chile le corresponde cumplir. Ya sabemos de leyes que han sido aprobadas sin que el honorable que dio el sí tuviera la menor idea del proyecto. Algunos lo han confesado. Y considerando las dificultades para implementar diversas iniciativas debido a su torpe concepción y redacción, parece que ni siquiera los autores las leyeron pese a haberlas escrito. La diferencia entre Ossandón y esa masa indistinta y anónima de ignorantes es esta: aquel al menos tuvo la honestidad y franqueza de reconocerlo.
Títere con cabeza
En efecto, de hacerse un examen acucioso del grado de conocimiento que los políticos -y para qué hablar del ciudadano de la calle- tienen respecto de lo que hacen, opinan, aprueban, rechazan, denun- cian, anuncian, firman o dejan de firmar, no quedaría títere con cabeza. Nos encontraríamos con la desoladora evidencia de que a fin de cuentas los malos resultados escolares y académicos que ya se detectaban hace 20 años no son cosa del pasado sino tienen poderosos efectos, qué otra cosa podía esperarse, en los adultos de hoy. La entera sociedad se ha analfabetizado y nuestros prohombres son sus fieles representantes, posiblemente más fieles representantes de eso que de ninguna otra cosa. Más aun, el referente del político promedio -hay tal vez una docena de excepciones- no es hoy su par y/o su superior y hasta, en ciertos casos, el juicio de la historia; tampoco es la calidad de su trabajo, su acuciosidad para enterarse de la ley que va a votar o está creando: hoy su referente es la barra brava, la calle, el beneficiado con un paquete de tallarines, el cliente político, el viejo o vieja que abrazó en un puerta a puerta; es eso, la “cercanía con la gente” y la amplia sonrisa en la gigantografía lo que vale, no el conocimiento y el sentido común. Una prueba de aptitud académica aplicada a la totalidad del personal político de la nación arrojaría resultados no mejores que los ofrecidos por escolares de colegios públicos de barrio pobre. Probablemente serían peores. Más de algún honorable debe ya haber olvidado la tabla del tres.
Ignorancia transversal
La ignorancia es transversal, no patrimonio de los “de abajo”. Políticos que como Ossandón no estén muy al día en acuerdos, tratados o leyes son hoy la norma, no la excepción. A diferencia del crucificado Ossandón, lo que el rank and file del Congreso sí sabe es ejercer la útil virtud de la hipocresía y obedecer prontamente el instinto de supervivencia que les sopla cuándo huirles a los micrófonos. No hay ya elites que al menos, en reembolso y compensación por sus privilegios, tengan una educación y formación que les permita cierta independencia del superficial juicio del público, alguna coherencia en la confección de leyes y un mínimo de eficacia en su implementación. Es, esa, la de las elites más o menos cultas, una política ya muerta. En una sociedad de masas empoderadas lo que vale es el control de sus votos, sin duda poco informados pero cada vez más decisivos, para lo cual no se requiere saber pensar sino saber encantar, saber prometer y sobre todo saber mentir, todas ellas virtudes contrarias a la sana y pura razón porque el mentiroso en serie no sólo “falta a la verdad”, como dicen los siúticos, sino de tanto falsearla pierde de vista su naturaleza y al perderla pierde los referentes necesarios para un buen pensar. Primero no sabe, luego no sabe lo que no sabe y finalmente no sabe si hay un saber que deba saberse. En esa confusión infinita medran, prosperan y hasta se pensionan en olor a santidad.
Populismo
De esto trata el populismo. No es cosa de tribunos que vengan “de afuera”, no sean parte del círculo de la clase política, entren por la ventana del Congreso y tengan la tupé de disputar escaños que parecían hereditarios; el populismo es una condición de inanidad espiritual que deriva de la entera sociedad en la que nace, prospera y finalmente ejerce su acción tóxica. Populismo es pensar con las patas. Es no tener juicio propio. Es pan para hoy y hambre para mañana. Es la política de la idiotez pura y dura. De eso no están libres los “históricos”.
Por eso populista puede serlo cualquiera tanto en la derecha como en la izquierda. Populista es Trump, del todo dependiente de su base electoral de rednecks que lo empujan por el resbalín de las medidas torpes, contraproducentes y hasta devastadoras; populista era el matrimonio Kischner que terminó por arrasar con Argentina; populista es Evo Morales, quien por mantenerse en el poder primero se gastó toda la plata del gas y ahora juega con fuego en la frontera con Chile; populista fue y es el entero elenco del “Partido de los Trabajadores” en Brasil, manga de obesos sabedores tan sólo de cómo ponerle ruedas a su país; populista era Chávez y populista sin fondos pero con balas es Maduro; populista quiso ser Marine Le Pen, populistas los que incitaron a la población menos educada del Reino Unido a dispararse en el pie saliendo de la UE, populistas los del “Podemos” que no pudieron siquiera formar gobierno para suerte de España, populistas los demagogos griegos que creen posible mantener funcionando a un país con jubilados de 40 años, etc., etc.
Tejado de vidrio
Tal vez estas hornadas de sonrientes y dicharacheros analfabetos sean la señal del futuro, el alucinante pródromo de lo por venir. Nada de raro. Vive, la humanidad, un momento histórico de tal prevalencia de la masa que hasta la democracia plena pero tradicional es ya insuficiente para “recoger” sus aspiraciones, todas ellas ilimitadas, insaciables e incontenibles. Como en la Roma antigua, ha de pasarse entonces del inteligente, cauteloso y prudente Augusto cuidando los sestercios y las legiones al destemplado Nerón cantando malos poemas en medio de las llamas. Pero así como Nerón se creía un gran lírico, hoy sus sucesores de menor monta parecen imaginar que están a la altura de las exigencias intelectuales que supone la buena política, pero no estándolo llevan a cabo la clásica tarea de crucificar salvajemente a alguien que cargue las falencias de todos. ¿Somos ignorantes? ¡Nada de eso! El ignorante es él. Y siendo él no lo somos nosotros. Y arrojan sus piedras sin percatarse de su quebradizo tejado de vidrio.
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