Jorge Zepeda Patterson's Blog, page 14

October 4, 2015

¿Cuánto más tenemos que caer?

 


¿Cuántas masacres más tendrán que darse en escuelas estadounidenses antes de que las autoridades hagan algo con la circulación indiscriminada de armas entre la población? ¿Cuántos actos de corrupción puede soportar una sociedad de parte de sus dirigentes antes de que los deponga? ¿Hasta dónde se puede caer en materia de violencia salvaje sin que se ponga un alto? En fin, ¿cuál es el límite al que debe llegar la indignación y la desesperanza antes de que explote masivamente en las calles y presione de manera decisiva a las instituciones?


La capacidad de resistencia del ser humano frente a la adversidad es una de las virtudes de la especie; en ocasiones también puede ser su defecto. Según el diccionario la resiliencia es la capacidad de los seres vivos para sobreponerse a períodos de dolor emocional y situaciones adversas. Cuando un sujeto o grupo es capaz de hacerlo, se dice que tiene una resiliencia adecuada, y puede sobreponerse a contratiempos o incluso resultar fortalecido por estos.


El problema es cuando esa capacidad de adaptación opera en contra nuestra y nos conduce a un estado de adormecimiento que deriva en la indefensión. De otra manera no se explica que nos acostumbremos a vivir frente a agresiones del entorno y de las autoridades sin que hagamos algo para impedirlo.


La ciencia política en realidad tiene muy poco de ciencia y mucho de adivinación. Es muy fácil en retrospectiva encontrar las claves para entender los hitos e incidencias que fueron montado y al final detonaron las revueltas de los pueblos árabes hace cuatro años; un movimiento telúrico que sacudió al norte de África y fue capaz de derrumbar dictaduras que databan de varios lustros. Un exceso de la autoridad por aquí, un acto de valentía ciudadana por allá, una breve coyuntura internacional favorable, etcétera. Pero nada que no pudiese encontrarse seis u ocho años atrás. Lo mismo puede decirse de la sociedad guatemalteca, que hace unas semanas consiguió deponer y llevar ante los tribunales a su presidente, Otto Pérez, por delitos de corrupción. Insospechado en un pueblo que había resistido genocidios, represión masiva y despojo endémico de parte de sus autoridades. Súbitamente optó por “aparcar” su resiliencia y decidió que el acto de corrupción más resiente resultaba demasiado (ni siquiera más grave que los demás: comisiones y contrabando en el sistema de adunas).


Y tampoco es que en México se necesite mucho para sacudir el tapete. En una dictadura se trata del todo o nada; no hay maneras de abrir puertas en la muralla, es necesario derrumbarla, lo cual exige la revuelta, la insurrección. Hace rato que no es nuestro caso. Las presiones de las sociedad mexicana en los años ochenta y noventa obligaron al sistema a abrir ventanas; algunas se han cerrado otras siguen allí pero ya son absolutamente insuficientes para procesar las necesidades de una sociedad más compleja y global. En tiempos de Uber o Netflix, con su enorme menú de opciones abiertas, el sistema no puede seguir planteando que sólo hay de dos sopas: o te jodes o te aguantas.


Por fortuna ya no hay en México una presidencia monolítica y todo poderosa en frente de la sociedad civil. El poder está fragmentado en una gran cantidad de polos que si bien tienden a reproducir el status quo que les conviene, también operan con flexibilidad para adaptarse a las exigencias del entorno.


En otras palabras bastaría que pusiéramos en hold la resiliencia y exigiéramos en muchos y diversos frentes para obligar a los gestores de la muralla a multiplicar puertas y ventanas. No lo harán por motu proprio, tampoco lo hicieron en los noventa, pero ya ven, incluso el PRI debió aceptar ceder la presidencia en el 2000.


Lo peor que puede suceder es que normalicemos tragedias absolutamente inadmisibles como las que padecimos en Tlatlaya y en Ayotzinapa. No hay peor respuesta que asumir que no se trata sino de un escalón más en el desplome y cargarlo a la colección interminable de infamias mexicanas. Un fatalismo que no hará sino cavar el siguiente escalón a los infiernos.


Ya lo dijo el bueno de Bob Dylan: ¿Cuántas veces puede un hombre voltear la cabeza pretendiendo que no ve? ¿Cuántos oídos debe tener alguien para poder oír a los que lloran? ¿Cuántos muertos tomará antes de que se entere de que ya han muerto demasiados? La respuesta, dice él, está en el viento. Bueno, ¿y si le soplamos?


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Published on October 04, 2015 06:54

September 30, 2015

¿En qué se parecen Donald Trump y Jorge Castañeda?

¿Qué tienen en común Donald Trump y Jorge Castañeda? Lo mismo que Silvio Berlusconi y Juan Ramón de la Fuente: en su momento todos ellos se han presentado en la escena pública como actores procedentes de la sociedad civil, a contra pelo de la clase política profesional (más allá de eso comparten pocas cosas y muy probablemente cada uno de los cuatro se ofenderían con la comparación).


Hay una suerte de fascinación con los candidatos y protagonistas que surgen de las filas civiles, sean empresarios, maestros universitarios, intelectuales o amas de casa. Y desde luego el resultado no siempre es exitoso y allí están Sara Palin o Alberto Fujimori para demostrarlo. Del otro lado, la abrumadora decepción que provocan los políticos obliga a seguirlo intentando.


En ocasiones las maquinarias electorales perciben el potencial de algunos de ellos y los seducen para ofrecerles candidaturas. Los partidos no hacen esto por generosidad; a los políticos profesionales no les gusta perder una sola posición. Lo hacen cuando prevén una feroz competencia en las urnas y asumen que ninguno de los suyos será capaz de ganarla. Pero incluso en esos casos optan por candidatos a los que creen que pueden cooptar o controlar. En tanto todo transcurra por la vía institucional la burocracia es capaz de neutralizar cualquier exabrupto o anomalía. Incluso un tsunami llamado Vicente Fox o una cuauhtemiña contra el ayuntamiento de Cuernavaca. Los políticos no temen a los no políticos siempre y cuando transiten obedientemente por los canales políticos.


Por eso es que los candidatos independientes les provocan urticaria. Rompen el monopolio que ejercen las élites de los partidos sobre los puestos de elección popular. Las candidaturas independientes son a los políticos lo que un trending topic a los medios tradicionales: un misil a la sala de máquinas. Que un ciudadano compita en una boleta electoral sin pasar por los filtros partidistas equivale a un hashtag viral que contradice la información de un noticiero de Televisa. Que los ciudadanos tengan acceso al poder (electoral o informativo) sin pasar por las aduanas, amenaza abrir la Cosa Nostra en la que las élites han convertido a la Cosa Pública


Tampoco se trata de satanizar a los partidos políticos. Pero es un hecho que cuando se ha pervertido el principio de competencia electoral entre ellos es necesario introducir la competencia aunque sea por otras vías. Cuando traicionan la obligación de representar los intereses ciudadanos para defender los privilegios de sus dirigencias, es necesario que los ciudadanos encuentren vías para representarse.


El triunfo de Jaime Rodríguez, El Bronco, en Nuevo León encendió todas las alarmas de los políticos profesionales. Muchos de ellos parecen decididos a hacer cualquier cosa con tal de cerrar la brecha en la muralla. Por un lado, a escala nacional ha comenzado una campaña en redes sociales y columnas políticas para difamar a uno o a varios de los personajes que podrían llegar a una boleta electoral por esta vía. El propósito es clausurar el acceso invocando demonios o supuestos demonios.


Por otro lado, en Aguascalientes, Chihuahua, Hidalgo, Puebla, Sinaloa, Tamaulipas, Tlaxcala y Veracruz se han emprendido cambios legislativos para hacer poco menos que imposible una candidatura ciudadana. Y eso es apenas el principio. Los políticos tienen la ventaja de que los cambios para sostener su monopolio sobre el poder son decididos y votados por ellos mismos.


Tendríamos que librar una verdadera batalla en la opinión pública para evitar la clausura de este incipiente espacio. Tal como están las cosas podría ser lo único que permita colar vientos de renovación en las esferas del poder. Nadie asegura que El Bronco vaya a ser un buen gobernador o que una versión mexicana de Donald Tromp no vaya a llegar a una boleta, pero es preferible correr ese riesgo que seguir viendo a los Moreira o a los Romero Deschamps eternizarse en los puestos de “elección popular”.


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Published on September 30, 2015 11:24

September 27, 2015

El cuarenta y cuatro

Con todo respeto, a los otros 43, donde se encuentren*


Morirse no es como lo pintan. Me gustaría decirles que vi un rayo de luz o que escuché la música de los arcángeles, pero la negrura sólo dejaba ver reflejos de luna sobre las pistolas de los pinches matones y los fogonazos intermitentes cuando apretaban los gatillos. Y de oír, nada. El corazón me tronaba más fuerte que los gritos de mis compas o quizá sería el balazo que me rompió el oído un rato antes cuando tumbaron a José porque no quiso bajarse del camión. El caso es que yo ya nomás oía para adentro. Aunque adentro tampoco había mucha música: traía ya las tripas revueltas y me sacudían arcadas como las que le dan al perro del conserje de la escuela.


Pensé que andaba con suerte. Esa misma mañana Matilde me había mandado a decir que sí. O casi; es hija de los riquillos del pueblo, los Fonseca de la ferretería, y para su papá soy punto menos que el diablo. Ni siquiera me conoce, pero prefiere como yerno a cualquier pelagatos que a un normalista que nunca saldrá de pobre como yo, trabajando de maestro de escuela pública. Pero la Matilde es de buena ley, quedamos de vernos el sábado atrás del camposanto para platicarnos. Si agarro el camión de las siete, para el mediodía estoy llegando a Tarinco. Llevaré el anillo que le compré en Taxco y una cobija. Con suerte dice que sí a todo.


Así que cuando me fueron dejando de lado mientras bajaban a los otros pensé que era mi día de suerte. Tenía meses sobando las palabras que le iba a decir y estaba seguro que la vida no me iba a dejar en la puritita orilla. Seguro que el destino me estaba dejando al último porque algo iba a pasar: igual me puedo morir la semana siguiente, pero no antes de besar a Matilde, tocar sus piernas, bajarle el sol y las estrellas. Algo tendrá que impedir lo que está pasando. Llegarán los soldados y se armará la balacera o un capo de los narcos aparecerá para gritar a todo pulmón, “qué pendejada están haciendo, cabrones”. Yo mismo escuché la frase dos veces en la cabeza y la musité en voz baja.


Pero los cabrones nunca la oyeron. Uno de ellos, el que parecía el jefe me vio y me dijo “No te hagas güey, güerito” y movió la cabeza para que bajara. Soy más prieto que el zapote pero desde niño me dicen el Gringo por el ojo verde. Cómo será de fuerte mi querencia por Matilde que todavía en ese momento estaba convencido de que yo andaba con suerte. El tono con el que me cuchilió para que saliera del camión era cariñoso; un hombre alto con chamarra de borrego. A otros los habían movido a punta de insultos y tubazos. “Este no me va a matar”, pensé. Y no me equivoqué, pero fue lo único a lo que le atiné esa noche.


Detrás del enchamarrado apareció un tipo con las mangas arremangadas y la cara pringada de gotas rojas como si hubiera estado comiendo sandías. En cuanto apoyé el pie en la tierra el culero me dio un golpe en la pierna con una barra de metal. Escuché el crujido de la rodilla y a pesar del aullido de dolor me consolé pensando que había sido la izquierda y no la derecha; es temida por todos los porteros en el torneo de fut de la escuela.


Quedé tirado y encogido metido en la burbuja de un dolor animal; era de color amarillo. Luego volví a escuchar la voz del hombre alto: “ya, dale de una vez”. Y de nuevo pensé que sonaba cariñoso. Luego oí un plomazo y el amarillo se hizo negro. No, la muerte no es como la pintan.


*Texto originalmente publicado en El País, reproducido en Sinembargomx con su autorización con motivo del aniversario de esta inadmisible infamia.


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Published on September 27, 2015 07:36

September 23, 2015

Lo que Ayotzinapa cambió

Los mexicanos no somos los mismos desde que nos dimos cuenta que 43 estudiantes podían desaparecer sin mayor motivo que la violencia gratuita. Y no somos los mismos porque en ese momento nos dimos cuenta que habíamos tocado fondo. Nos habíamos acostumbrado, o casi, a que aparecieran fosas con sesenta indocumentados o una decena de degollados en barrancas innombrables. Pero suponíamos que eran los otros, los que venían de paso desde otras tierras o los facinerosos que se la habían buscado de alguna manera. No obstante, el hecho de que los demonios sueltos exigieran la vida de 43 de nuestros hijos, amigos o hermanos, fue una cuchillada en el corazón de muchos, una cuota demasiado alta para pagar en esa piedra de los sacrificios llamada injusticia y descomposición social.


Para Enrique Peña Nieto también fue un parteaguas. Antes de Ayotzinapa muchos aún aceptaban la tesis oficial de que las reformas económicas y sociales propuestas por su gobierno eran la respuesta para modernizar al país. Pero la brutal noticia nos confrontó con el hecho de que el México profundo y bárbaro que habita bajo nuestros pies es mucho más fuerte y poderoso que los tibios cambios de la superficie. Las reformas hacían caso omiso de la impunidad, la corrupción y un sistema de justicia roto. En las propuestas del Presidente no había respuestas para lo que no quería ver. Locomotoras diseñadas para sacar a México del túnel, pero ignorantes de las vías podridas que impedirían llegar muy lejos.


Fue en ese coyuntura cuando nos dimos cuenta que el sexenio había poco menos que terminado. Que el gobierno carecía de respuestas frente a la metástasis que invade el cuerpo social; que lo del Estado fallido puede ser una exageración pero no en materia de inseguridad y justicia. Y no sólo por la noticia, brutal como era, sino por la torpeza e ineptitud del gobierno federal al intentar hacer un absurdo control de daños.


Primero, el ejecutivo buscó minimizar la tragedia; Peña Nieto recibió a los padres apenas un mes más tarde y eso porque su insensibilidad ya era criticada en la prensa extranjera. Hasta el día de hoy, el Presidente sigue sin acercarse al lugar de los hechos. Segundo, desde el principio la investigación oficial se caracterizó por su hermetismo y su deseo de dar carpetazo al asunto. Las autoridades actuaron con más ganas de dar satisfacción a su jefe que en ofrecer una repuesta diáfana y transparente a las víctimas y a la comunidad nacional e internacional.


Habría que preguntarnos por qué razón un hecho traumático como este no provocó una reacción más contundente por parte de los mexicanos. Menos que eso requirieron los guatemaltecos hace unas semanas y los egipcios hace cuatro años para dar un vuelco a la política. Los primeros dos meses se realizaron marchas nutridas por todo el país y de corte multi clasista, algo inusual en México. Parecía que un movimiento de indignados comenzaba a organizarse en torno a los padres de las víctimas. Luego el período navideño sacó a la gente de la calle y la metió en sus casas. Al final parecería que la estrategia del gobierno, apostar por el olvido, había resultado exitosa.


No lo creo. La indignación que produce Ayotzinapa no se materializó en una irrupción de los ciudadanos en la política, sino en algo peor, el desencanto absoluto por la política, en particular por su presidente. Nada pone en riesgo la continuación del sexenio de Peña Nieto (ni siquiera hay una oposición articulada capaz de cobrar la factura del desencanto); salvo el hecho de que no hay continuación. Junto al escándalo de la casa blanca de la Primera Dama, Ayotzinapa liquidó lo que quedaba del capital político del Presidente y convirtió a los tres años que restan de su gobierno en un largo tiempo perdido.


Publicada en El País


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Published on September 23, 2015 12:35

September 20, 2015

Si yo fuera Peña Nieto

¿Se ha preguntado usted qué haría si fuera Peña Nieto? Yo sí y con harta frecuencia: motivos hay. Lo primero que haría sería peinarme distinto, aunque reconozco que la cosa podría ser aún peor si pienso en Donald Trump. Sin embargo, entiendo que eso no es lo importante.


La mayoría de los mexicanos señala que su principal preocupación está relacionada con su situación económica, con la inseguridad o con la corrupción. Así que comenzaría por esta última. Estoy convencido de que la corrupción tiene que ver mucho con los dos primeros fenómenos: la impunidad está en la base de la fractura de nuestro sistema policíaco y de justicia que explica la fuerza del crimen organizado; y los abusos económicos, los monopolios y la incapacidad de generar una economía competitiva también obedecen en gran medida a la corrupción en todas sus modalidades.


Así que si fuera Peña Nieto comenzaría por atacar la corrupción, aunque eso le costara la chamba a mi cuate Virgilio Andrade, secretario de la Función Pública, oficina responsable de asegurar la honestidad de la administración pública. Sustituiría todo ese aparato por una Comisión Internacional Contra la Corrupción, como hicieron en Guatemala. Allá le entregaron parte del control a la ONU, le dieron dientes y facultades judiciales a los resultados de las investigaciones de la comisión y allí tienen: el presidente Otto Pérez tuvo que hacerse a un  lado para responder a las acusación de fraude y abuso de funciones.


Imagínense en México una Comisión Plenipotenciaria integrada por organismos internacionales y algunos notables: el juez Baltazar Garzón, el ex secretario general de la ONU Kofi Annan, nuestro ministro en la Corte Interamericana Emilio Álvarez Icaza, algún premio nobel, e incluso un par de miembros de la oposición como Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier. Con un elenco como ese nadie pondría en duda que sus resoluciones y propuestas no estarían al servicio de mi gobierno. Es más, para hacerlo más atractivo al gran público (se trata de que la comisión goce de gran  legitimidad entre las masas), incorporaría a personajes como el director de cine Alejandro González Iñárritu o la escritora Elena Poniatowska o al actor Héctor Suárez, conocidos por su independencia crítica (y por qué no, a Carmen Aristegui, si me perdona).


Esta Junta designaría a los directores operativos y plantearía la agenda de trabajo. Como en Guatemala, el Congreso aseguraría un presupuesto abultado para que la comisión tuviera oficinas y personal altamente profesionalizado. Fiscales e investigadores, muchos de ellos extranjeros. Las resoluciones tendrían valor probatorio en los tribunales. Este organismo definiría proyectos de ley para asegurar la rendición de cuentas, la transparencia y la supervisión de los dineros y los asuntos públicos; se aseguraría de que la aplicación de esas leyes fuera estricta y rigurosa.


¿Qué pasaría si existiera una comisión como esa? Seguramente me daría muchos dolores de cabeza (permítame seguir siendo Peña Nieto un momento más); perdería medio gabinete y una docena de gobernadores terminaría tras las rejas. Con toda probabilidad mi propio partido se me echaría encima. Pero estoy seguro que después de esos sustos, las cosas comenzarían a marchar mejor. Los políticos somos corruptos pero no somos imbéciles (bueno, no todos). Tan pronto como se riegue la noción de que la impunidad ha terminado, todos se la pensarán dos veces para enriquecerse con cargo al erario o la obra pública.


Desde luego entrañaría riesgos, pero haría historia: el primer presidente que atacó la corrupción a fondo. El mundo entero reconocería la voluntad política de su servidor, la valentía, la honestidad. Habría de nuevo titulares de la prensa extranjera como “El salvador de México”, “El hombre que cambió el ADN de un pueblo”. Claro, si yo fuera Peña Nieto y pusiera en marcha este brillante plan, sólo tendría un problema: cómo hacerlo sin terminar yo en la cárcel.


PS: Espero que estas notas no sean plagiadas y distorsionadas por algún asesor presidencial. En tal caso, no les extrañe oír  el anuncio de la creación de una Comisión Plenipotenciaria en contra de la Corrupción, formada por El Piojo Herrera, El Niño Verde, Carlos Salinas, Humberto Moreira, Carmen Salinas, José Luis Soberanes, el Cardenal Juan Sandoval Íguiñez, y los comentaristas de televisión que usted está pensando.


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Published on September 20, 2015 07:59

September 16, 2015

Es la corrupción, estúpido

No, no es la economía lo que causa el desamor de los mexicanos por el gobierno de Enrique Peña Nieto, como sentenciaba para Estados Unidos la famosa frase de Bill Clinton (it´s the economy, stupid). Es la corrupción. Los niveles de aprobación son los más bajos que un presidente mexicano haya tenido en décadas y siguen desplomándose no porque las tasas de economía sean más bajas que las esperadas, sino porque un caso de corrupción tras otro ha terminado por convertirse en la reiteración semanal del desencanto y la exasperación.


Las infamias de esta semana son como para comenzar a ver a Guatemala con admiración, luego de que la indignación popular terminó por echar al presidente de palacio en aquél país. Véase si no.


Hace dos días pudimos ver el video en el que un policía “siembra” un arma en el auto de Paulo Díez, el abogado de la empresa Infraiber, con el objeto de fincarle cargos con el obvio propósito castigarle. Infraiber es la empresa que demandó ante tribunales a la constructora OHL por sus escandalosos y cuantiosos arreglos con el gobierno federal y el gobierno del Estado de México. Lejos de proceder en contra de los funcionarios que han sido captados en audios ofreciendo apoyo ilegal para que la constructora se haga de licitaciones ventajosas o amplíe sus márgenes de ganancia, la justicia se ceba en contra de los que se han atrevido denunciar la corrupción. Días antes, los mexicanos pudieron observar a Juan Armando Hinojosa, dueño de grupo Higa, entre las filas de invitados especiales al informe del Presidente; se trata de la empresa que construyó las casas obtenidas por la Primera Dama y por el Secretario de Hacienda en condiciones sospechosas, por decir lo menos. El planteamiento del Presidente fue claro: “es mi amigo, y qué”.


Acosar al abogado de Infraiber o exhibir la amistad con el empresario cuestionado por conflicto de intereses, parecerían actos destinados a enviar un mensaje.


De otra manera no podría entenderse la designación de Arturo Escobar como subsecretario de Prevención del Delito en la secretaría de Gobernación hace unos días. Poco menos que colocar al borracho a cargo del bar. No sólo porque su perfil no tiene nada que ver con el puesto, salvo que cometer delitos ayude a prevenirlos. Escobar, ex senador y alto dirigente del partido Verde, ha estado envuelto en varios escándalos de lavado de dinero: uno, por un maletín con más de un millón de pesos que portaba en condiciones oscuras el día previo a una jornada electoral; otra por la subcontratación de empresas familiares con dinero del partido. Pero sobre todo, Escobar ha sido operador de algunas de las triquiñuelas orquestadas por el Verde para violentar las leyes electorales. Por lo demás, la subsecretaría ahora a su cargo fue creada, entre otras razones, para establecer un puente con la sociedad civil capaz de construir condiciones para que los jóvenes tengan otras alternativas distintas a la delincuencia. Esto implica trabajar con ONGs, activistas, líderes de barrio, autoridades locales; es decir, un universo de actores que ha cuestiona las prácticas fraudulentas del Verde para distorsionar el voto popular.


¿Qué está detrás de la persecución del abogado de Infraiber, o de la designación inexplicable de Escobar en la subsecretaría destinada a prevenir el delito, o de la invitación especial al empresario acusado de ser protegido por el gobierno? La primera impresión es que se trata de una acumulación de errores: torpeza, indiferencia, desaseo. Pero es tal la reincidencia y son tan inexplicables algunas de ellas, que llevan a pensar que se trata de otra cosa. ¿Una provocación? ¿Una burla? ¿Un mensaje? O quizá obedezca a que están tan inmersos en la corrupción que simplemente han dejado de verla; respiran en ella, se nutren de ella; y como el aire, se ha vuelto invisible. Salvo para el resto de los mexicanos, claro.


Publicado en El País


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Published on September 16, 2015 12:12

September 5, 2015

¿De veras somos Guatepeor?

La noticia parecería un titular de periódico del 28 de diciembre, día de los inocentes: “El presidente del país es arrestado por corrupción”. Muy improbable en Suecia o en España, difícil de creer en América Latina, imposible en un país con la violencia, los niveles de injusticia y la desigualdad de Guatemala. Y sin embargo, Otto Pérez Molina ha sido despojado del fuero presidencial por unanimidad en el Congreso y llevado a la cárcel.


Mejor aún, no se trata de una vendetta entre políticos ni un golpe de estado disfrazado, sino el resultado puro de la presión de la opinión pública luego de conocerse que el mandatario era el presunto beneficiario de una red de corrupción llamada La Línea, que operaba a través del sistema de aduanas. La información se hizo pública hace unos meses y desde entonces todos los sábados los guatemaltecos comenzaron a marchar por la calle para exigir la renuncia de su presidente. Al final lograron mucho más que eso.


Para un mexicano la noticia genera sentimientos encontrados. Por un lado, la esperanza: si un país con déficits tan abismales como Guatemala en materia de impartición de justicia, atraso, corrupción y desigualdad pudo hacerlo ¿qué impediría a los mexicanos aspirar a que algún día la limpieza también acá comience por arriba? ¿Si Guatemala pudo, por qué no vamos a poder nosotros?


Por desgracia los antecedentes de la Casa Blanca (o de muchos otros colores vinculadas al círculo de íntimos de Enrique Peña Nieto) vacunan de inmediato contra la esperanza. El recuerdo de Virgilio Andrade, Secretario de la Función Pública y supuesto zar anticorrupción, exonerando a su amigo el Presidente, es capaz de matar el entusiasmo de cualquiera. En ese sentido, frente a Guatemala tendríamos que reconocer que somos Guatepeor.


Con nuestros vecinos del sur hubo una circunstancia favorable que muestra hasta que punto una semilla virtuosa bien sembrada puede operar milagros en un pantano con la vuelta de los años. En 2007, en medio de una crisis de legitimidad por temas de corrupción, los guatemaltecos adoptaron la creación de la Comisión Internacional Contra la Corrupción en Guatemala, la famosa CICIG. Es un órgano soportado por la ONU pero con facultades aprobadas por el Congreso de ese país. Tiene atribuciones para investigar e incluso para fincar acusaciones contra funcionarios. Es presidida por el colombiano Iván Velázquez y la integran cerca de 200 agentes de seguridad y otros 200 fiscales, todos ellos extranjeros.


La intervención de la CICIG permitió avanzar y documentar una investigación que nunca habría prosperado en los corruptos y oxidados laberintos de la justicia tradicional. Allá también, como acá, los ministerios públicos y los jueces suelen ser obsequiosos con el poder, por decir lo menos.


Pero no nos engañemos; en última instancia la caída del Presidente es producto de la presión popular. Algo que, con variantes, ya habíamos visto en el desplome de las dictaduras árabes del norte de África hace cuatro años. Y justamente así lo están celebrando los guatemaltecos, como un triunfo de la calle.


Lo cual no deja de sorprender. Las atrocidades que han soportado a lo largo de años no palidecen frente a las mexicanas. Represión militar, exterminio de indígenas, narcotráfico y bandas delictivas salvajes. Las instituciones son aún más débiles que las nuestras y tienen en contra a una poderosa oligarquía acostumbrada a utilizar a los generales para mantener y reproducir el enorme desequilibrio social.


Desde luego en México carecemos de una CICIG (y no estaría mal pensar en algo equivalente, ¿no?; digo, eso de nombrar fiscales entre tus empleados para que te investiguen, como hacen los presidentes en México, es una burla que hace aún más horrible el delito). Pero con CICIG o sin ella, la corrupción es tal que desparrama. No pasa un mes sin que la prensa honesta (aún existe) o de plano la prensa extranjera exhiban una nueva infamia de parte de funcionarios encumbrados, gobernadores enriquecidos, ministros coludidos con empresas licitadoras, etcétera. Y eso por no hablar de atrocidades como la desaparición de lo 43 estudiantes en Ayotzinapa o las ejecuciones de Tlatlaya.


Es decir, motivos sobran. ¿Qué circunstancias tan singulares convergieron en el milagro de Guatemala? Explicaciones ex post no faltarán; lo difícil es anticiparlas. O en otras palabras, ¿cuán lejos estamos de un “momento guatemalteco”? ¿Seguiremos soportando indefinidamente la corrupción y las medidas cosméticas que las autoridades nos endilgan para pretender que están haciendo algo? ¿O nos aguarda alguna sorpresa cuando menos lo esperemos como sucedió en Guatemala o en Egipto? El azar, dice Juan José Millás citando a Borges, no es más que un modo de causalidad cuyas leyes ignoramos. O quizá simplemente no hemos sido capaces de ganarnos ese “azar” como sí hicieron los guatemaltecos. Bueno, no aún.


Publicado en Sinembargo.mx y otros quince diarios


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Published on September 05, 2015 22:33

September 2, 2015

La clase escolar que no recibió: indignación

¿Cuál es el curso más importante que usted recibió en las aulas, aquello que mejor lo capacitó para enfrentar la vida? Y si no la recibió en un salón de clases, ¿cuál debió ser esa materia que tendría que haber estado en el plan de estudios? En su más reciente edición la revista Intelligent Life hizo esta pregunta a varias personalidades y esto fue lo que encontraron: música, inteligencia emocional, cultura literaria, historia, geografía, actividades al aire libre, física.


Entiendo las razones que llevan a escoger cada una de estas opciones. Pero me parece que en países como el nuestro, hundidos en abismos seculares de corrupción, violación de la justicia y desigualdad lo que verdaderamente habríamos necesitado recibir son mayores dosis de capacidad de indignación.


Estoy convencido de que si hubiésemos cursado en algún momento durante la primaria o la secundaria algo que se llamase Indignación I, Indignación II e Indignación III, este sería otro país. Nos hemos acostumbrado a padecer como contribuyentes, como padres de familia, como electores, como transeúntes, como consumidores, carencias e irregularidades que deberían ser insoportables. Y justamente esa normalización de la vida deficitaria a la que nos hemos acostumbrado es el motor que la reproduce de manera indefinida.


Cada día, desde que salimos a la calle hasta que regresamos por la noche a casa, los ciudadanos de a pie sufrimos la violación de una decena de derechos humanos y garantías básicas que ni siquiera percibimos. Desde el bache que ya no vemos, o la publicidad que nos engaña impunemente, hasta las groserías de un burócrata que no tendríamos motivos para tolerar.


En la serie de televisión Madmen, ambientada en la década de los sesenta y setenta, hay un par de escenas que ilustran lo que quiero decir. Betty Francis la remilgada ex esposa de Don Draper, organiza un picnic familiar que termina siendo un escena idílica: mantel de cuadros, canasta campestre, bocadillos cuidadosamente preparados. Pero al terminar el picnic ella simplemente sacude el mantel para que los platos de cartón y las servilletas sucias se derramen sobre el pasto hasta entones inmaculado. Un cuadro irritante para cualquier espectador del siglo 21. O la escena del doctor que revisa el abdomen de su paciente mientras sostiene un cigarrillo en los labios. Situaciones que resultaban normales hace cuarenta años y que hoy provocan indignación.


Me preguntó si dentro de medio siglo despertará alguna incomodidad insoportable contemplar una película que muestre la manera en que somos arrerebañados en el Metro, de los niños pordioseros que se disputan los semáforos, de las colas para gestionar un servicio público, o los corrillos, casi tumultos, de guardaespaldas que esperan afuera de cualquier restaurante de políticos.


Me temo que tales escenas seguirán siendo usuales a menos que nuestra capacidad de indignación se multiplique en los próximos años. Desearía que así como experimentamos algo irritante al pasar ante un grifo de agua que corre sin usarse, así también encontrásemos insoportable mirar el mismo bache día tras día afuera de nuestra casa.


Sólo la incapacidad para indignarse puede explicar que 43 estudiantes hayan desaparecido desde hace casi un año y ninguna autoridad haya asumido la responsabilidad de su fracaso. O que no suceda nada cuando el supuesto fiscal anti corrupción no ve conflicto de intereses en las propiedades adquiridas de manera inexplicable por miembros del primer círculo presidencial.


Aprender a sumar y a restar, saber quiénes fueron nuestros héroes o conocer las capitales de los países sin duda es importante. Pero estoy convencido de que aprender a indignarnos y actuar en consecuencia nos habría permitido construir un país mucho mejor. Eso no lo aprendimos en la escuela, y por desgracia hemos sido muy lentos para adquirirlo en la vida. Y todos los días pagamos las consecuencias.


@jorgezepedap


 


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Published on September 02, 2015 12:26

August 30, 2015

Gana Videgaray, pierde Osorio

Ganan los técnicos, pierden los políticos; salen los veteranos, entran los jóvenes;  triunfa la economía sobre la política; en suma, se impone Videgaray a Osorio.


Los cambios de esta semana en el gabinete no son para cambiar, si me permiten la redundancia. No buscan modificar la manera en que Peña Nieto ha gobernado, ni mucho menos un giro de timón. Si fuera partido de futbol diríamos que son cambios de “hombre por hombre”; el que entra cumplirá la misma función, no hay alguna modificación técnica “al parado del equipo” ( disculpe que apele a la mala jerga futbolera, es domingo).


Los relevos y enroques en el gobierno simplemente significan que Luis Videgaray, el poderoso secretario de Hacienda, fortalece su control sobre el gabinete y amplía sus posibilidades para lo que vaya a suceder en el 2018. Lo más significativo de todas las modificaciones es el arribo de dos miembros de su equipo a la Sedesol y a la SEP, las secretarías políticamente más significativas de la administración pública tras Gobernación y Hacienda. Aurelio Nuño (SEP) quien fuera coordinador de asesores de Videgaray y José Antonio Meade (Sedesol), ex colaborador, manejarán el equivalente al 28 por ciento del gasto federal. Y más significativo aún: se trata de los dos ministerios claves en la negociación de las bases de apoyo social y eventual movilización del voto. El primero llevará la relación con más de un millón de maestros sindicalizados, el segundo, los enormes presupuestos destinados a los sectores populares.


Desde principios del sexenio se asumió que Peña Nieto gobernaría apoyado en dos brazos fundamentales y equidistantes: Miguel Ángel Osorio Chong, en la secretaría de Gobernación, y Luis Videgaray en Hacienda. Fungían casi como dos vicepresidentes, el primero a cargo del gabinete político, el otro del gabinete económico. Desde la campaña los dos habían operado como coordinadores con autoridad y liderazgo similares. Y, desde luego, ambos fueron considerados como los dos grandes rivales en la lucha por la sucesión presidencial en 2018. La lucha entre estos dos polos terminó formalmente esta semana.


Esto no significa que Luis Videgaray vaya a ser presidente. Por un lado, porque en una elección abierta sería incapaz de atraer el voto masivo. Su personalidad no es precisamente carismática o arrolladora. Y, por lo demás, la secretaría de Hacienda no es la posición más favorable para despertar simpatías entre los contribuyentes o los empresarios. O al menos no la Secretaría de Hacienda que hemos padecido los primeros tres años. Pero esto podría cambiar. En los últimos días Videgaray ha dicho a diestra y siniestra que ya no volverán a aumentar los impuestos, IVA incluido, y en algunos círculos empresariales comienza a correr el rumor de que se estaría negociando con ellos un alivio del régimen fiscal.


Por otro lado, con Aurelio Nuño y José Antonio Meade, el secretario de Hacienda logra colocar a dos cercanos cerca de las posiciones de salida en la lucha por las presidencia. Si por alguna razón su candidatura es invendible, al menos tendría la posibilidad de jugársela con alguno de los suyos.


Las razones de la “derrota” de Osorio Chong sólo pueden especularse. Es probable que se deba a una combinación de factores. El hecho de que Videgaray haya colado a Nuño como jefe de la oficina de Los Pinos, justo al lado de Peña Nieto en estos primeros tres años, seguramente ayudó a inclinar la balanza en su favor. Por otro lado, también afectó el hecho de que Osorio Chong venía de ser gobernador, es decir, estaba acostumbrado a ser su propio jefe; es sabido que en algunas coyunturas políticas actuó con excesiva autonomía para el gusto de Los Pinos. En cambio, Videgaray trabajaba en Protego Asesores, la empresa de Pedro Aspe responsable de la reorganización de las finanzas del Edomex cuando Peña Nieto era gobernador. Nunca más se separó del ahora presidente.


Y por último, es obvio que las esperanzas de Peña Nieto están cifradas en la economía. La parte política del Pacto por México está muerta. Ni el PAN ni el PRD volverán a concederle al presidente ninguna alianza importante en lo que resta del sexenio si quieren sobrevivir en el 2018.  Y pese a que la reforma energética no arrancó como lo esperaban, las expectativas siguen vigentes. Se asume que en algún momento las licitaciones para la explotación petrolera habrán de fructificar y las inversiones arribarán en los próximos años; eso y algún cambio favorable en el contexto internacional podrían darle a Peña Nieto las ansiadas tasas de crecimiento que hasta ahora se han negado.


Muchos dirán que todo esto no son más que cuentas alegres de Videgaray; quizá. Pero a los oídos presidenciales son música comparadas con las cifras de inseguridad y violencia, o pérdida de control regional que salen de Bucareli.


Publicado en Sinembargo.mx y otros quince diarios


@jorgezepedap


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Published on August 30, 2015 06:28

August 26, 2015

El extraño caso de Donald Trump

En algún momento en la película Back to the future, Michael Fox intenta convencer a unos chicos de 1955 de que él viene del futuro, de los años ochenta; en medio de su incredulidad le preguntan quién es el presidente de los Estados Unidos y él se ve obligado a responder: Ronald Reagan. ¿Cómo, el actor? Se burlan ellos, y a partir de ese momento nadie cree en lo que dice.


La escena me recuerda la posibilidad de que alguien como Donald Trump llegue a la Casa Blanca. ¿Le parece absurdo? Pensémoslo otra vez: ¿qué hubiera usted dicho si en 1990 alguien le hubiera vaticinado que Arnold Schwarzenegger, el físico culturista que personificaba a Conan el bárbaro y a Terminator llegaría a ser gobernador de California con todo y su inglés tartamudo?


No, no creo que Trump vaya a ganar una elección abierta, pero ciertamente supera lo que tenía Schwarzenegger en el punto de partida (y no sólo porque su nombre sí es deletreable). Es nieto de un inmigrante alemán e hijo de un desarrollador inmobiliario de quien hereda un pequeño capital. El joven Trump multiplicó el patrimonio con una serie de proyectos llamativos, y no poca suerte, en medio de la expansión inmobiliaria newyorkina de los años setenta y ochenta. Transformado en millonario,  decidió muy pronto convertirse él mismo en una parodia del éxito: ama la controversia, el exceso y los dispendios, predica la sobrevivencia del más apto y desprecia a los débiles. Siempre atento a decir aquello que la derecha ya no se atreve a pronunciar por considerarse políticamente incorrecto. Ciertamente se trata de una personalidad polémica pero también de un cálculo empresarial; Trump considera que la buena marcha de sus negocios deriva en gran medida de los golpes mediáticos y del posicionamiento de marca de su propia persona.


Hay algo de Berlusconi en Trump. Muchos los desprecian, pero muchos más quisieran ser como ellos; hombres de éxito conspicuo que siempre parecen salirse con la suya. Nadie alaba su moralidad, pero al final terminan siendo más populares que los justos y correctos. Es el éxito y no la honestidad lo que nutre la admiración de la arena pública hoy en día.


Visto así, no es de extrañar que Trump encabece las encuestas de popularidad entre los precandidatos republicanos a la presidencia. Las barbaridades proferidas en contra de los latinos e incluso sus mentiras comprobadas no han hecho más que aumentar el número de seguidores que tiene entre la derecha norteamericana.


Se da por descontado que su precandidatura es una burbuja que estallará en cualquier momento; se asume que es tan políticamente incorrecto que el sistema lo escupirá más temprano que tarde. El problema es que mientras tanto sigue creciendo. Y dañando: su éxito ha provocado que el resto de los candidatos republicanos y no pocos demócratas hayan tenido que “derechizar” su propio discurso para armonizar con el fundamentalismo de un electorado radicalizado. Toda proporción guardada, no es Hitler culpando a los judíos de todos los males, pero es evidente que Trump ha tomado a los ilegales como el chivo expiatorio y válvula de escape de lo que no funciona en Estados Unidos. Un discurso de odio exitoso que pinta de cuerpo entero las reminiscencias racistas de la comunidad. Profetas de la necedad siempre existen; que se conviertan en fenómenos de éxito nos habla del peso que llegan alcanzar los demonios que anidan en el alma de una sociedad.


La comunidad latina, encabezada por Jorge Ramos, y los muchos estamentos decentes que existen en Estados Unidos se han rebelado contra las pretensiones del empresario. La pregunta no es si va a desplomarse o no, sino cuánto más durará y el daño que acabará provocando. El pulso entre estas dos fuerzas que tiene  lugar en el corazón del imperio es un termómetro que dice muchas cosas sobre el mundo que vivimos.


Publicado en El País


@jorgezepedap


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Published on August 26, 2015 11:31

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Jorge Zepeda Patterson
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