César Vidal's Blog, page 79
May 29, 2016
Jesús, el único camino de salvación
LA IDEOLOGÍA DEL JUDEO-CRISTIANISMO EN EL ISRAEL DEL SIGLO I (XXI): LA ESCATOLOGÍA (IV): Jesús, el único camino de salvación
Pocas dudas pueden cabemos tras examinar las fuentes judeo- cristianas de que la visión que el colectivo tenía de sí mismo era acentuadamente exclusivista. Ellos eran Israel, pero además, el denominado resto de Israel anunciado por los profetas. De hecho, los que no aceptaban a Jesús quedaban excluidos de Israel (3, 22 y ss.), aunque, racial y nacionalmente, pudieran pertenecer al mismo. Por ello, precisamente, sólo podían esperar un juicio claramente condenatorio procedente del Jesús que regresaría como Señor y juez. Como veremos, sólo la fe en Jesús podía revertir la situación desfavorable en la que, de partida y por principio, se hallaba cualquier persona.
La forma en que la disyuntiva vital se planteaba giraba en el seno del judeo-cristianismo en tomo a un axioma que nos ha sido conservado en Hch. 4, 12: «en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos».
A diferencia de los sectarios de Qumrán o de los fariseos, los judeo-cristianos no vincularon su idea de la salvación escatológica con la práctica de un conjunto de obras y ritos concretos y definidos. Lo que en el judeo-cristianismo determinaba el que una persona se encontrara o no en el grupo de los salvos era su actitud hacia Jesús. Creer, cambiar de vida y aceptar la predicación apostólica sobre Jesús —algo que se simbolizaba externamente mediante el bautismo— es todo lo que, según las fuentes, consideró Pedro indispensable para entrar en la nueva era y recibir el Espíritu Santo (Hch. 2, 38 y ss.) y para asegurarse de que el retomo de Jesús sería acompañado de «tiempos de refrigerio» y no de condena (Hch. 3, 19 y ss.). De hecho, eran los que creían en Jesús los que resultaban perdonados de sus pecados (Hch. 10, 43), y ni siquiera la limosna, la oración y la piedad unidas podían sustituir este requisito, según se desprende de la misma fuente (Hch. 10, 1-42; 11, 14 y 18). Recibir el mensaje relacionado con Jesús era lo único que podía realmente proporcionar la salvación (Sant. 1, 21).
Esta visión peculiar — a nuestro juicio, con antecedentes en el mismo Jesús—[1] es la que contribuyó, en buena medida, a generar la flexibilidad que demostró el concilio de Jerusalén al tratar el tema de los gentiles convertidos. Estos, como los judeo-cristianos, tenían los corazones purificados por la fe (Hch. 15, 9) y eran salvos, como los judeo-cristianos, no por someterse al yugo de la ley sino «por la gracia del Señor Jesús» (Hch. 15, 11). Dios se había manifestado en Jesús, por pura gracia, y sólo era necesario el arrepentimiento y la fe en éste, para asegurarse la salvación y las promesas de los profetas. De hecho, la salvación era un don de Dios y no algo que se obtuviera por el propio esfuerzo. Por lo tanto, imponer a los gentiles el yugo de la Torah no sólo no tenía sentido —la Torah era exclusiva de Israel—, sino que además podía contribuir a que aquellos concibieran su salvación en términos de obediencia a determinados rituales en lugar de en virtud de la fe en la persona de Jesús. Tal visión de la salvación era común en las otras corrientes del cristianismo primitivo. Aparece en el judeo-cristiano de la Diáspora (Heb. 7, 25; 1 Pe. 1, 5 y 9; etc.) y, por supuesto, en el paulino (Rom. 5, 9-10; 10, 9-13; Gál. 2, 16-21; Ef. 2, 9; etc.).
Parece que la mencionada postura —y se produjo así un fenómeno que tiene paralelos en la historia del cristianismo posterior— no estuvo exenta de crear determinadas tensiones entre aquellos discípulos que identificaban inmaduramente la fe con la mera aceptación mental de ciertas doctrinas. De hecho, sabemos que visiones así provocaron en algún momento corrientes antinomianas. Las mismas resultan evidentes en el cristianismo paulino —compuesto, recordémoslo, no sólo por gentiles, sino también por judíos de la Diáspora—, en cuyo seno el apóstol tuvo que intentar conciliar la idea de la gratuidad de la salvación por la fe con la de la fidelidad al discipulado (Rom. 6, 1-14; Gál. 5, 1-14; Ef. 4, 17 y ss., etc.).
Sin embargo, también aparecieron en el judeo-cristianismo asentado en Israel, como se trasluce en el conocido pasaje de Sant. 2, 14-26. Éste sería utilizado, siglos después, por escritores católicos en las controversias con los autores reformados para negar el principio no exclusivamente paulino de la justificación por la fe, pero tal empleo, hijo de una época de tensiones, está, a nuestro juicio, absolutamente fuera de lugar y desatiende su marco histórico concreto. Santiago no está negando la tesis de la salvación por la gracia ni, mucho menos, atribuyendo aquélla al cumplimiento de la ley.[1] Pero sí se opone enérgicamente a la conducta de aquel que «dice tener fe» (2, 14), pero desatiende, a la vez, las necesidades perentorias de otros hermanos (2, 15-6). Tal persona carece en realidad de fe, ya que la forma en que ésta queda externamente de manifiesto y se puede “ver” es mediante las obras (2, 18). Lo contrario es equiparar la fe a un mero reconocimiento de realidades espirituales, algo que también hacen los demonios, que no pueden negar la existencia de Dios (2, 19). Como muestra de ello, Santiago aduce varios ejemplos (el de Abraham, el de Rahab) que ponen de manifiesto que si no se produjo tras la justificación por fe una actuación coherente en obras, debe dudarse de que la primera tuviera siquiera lugar. La justificación para Santiago – en contra de lo que se afirma ocasionalmente de manera absolutamente errónea – no es por la fe más las obras, pero es verdad que la realidad de la justificación SE VE externamente no sólo por la afirmación de la fe sino también por las obras que nacen de ella (2: 24).
El principio, empero, seguía siendo el mismo. El ser humano estaba perdido si no se convertía y recibía a Jesús. Que esto debía tener consecuencias éticas resulta evidente, pero antes de analizar tal aspecto vamos a detenemos a examinar la idea de salvación abierta a los gentiles.
La tesis de que la llegada del Mesías implicaría una apertura de la fe a los no judíos contaba ya con precedentes en la literatura judía. Ciertamente, en no escasa medida ésta se presentaba como beligerantemente antigentil y, al mismo tiempo, si bien existía un movimiento misionero entre los gentiles, éste buscaba que los mismos se convirtieran en judíos mediante la circuncisión y la práctica de la Torah o, al menos, que entraran en cierto grado de dependencia con el Dios de Israel sin los requisitos anteriores, pero limitando la posición del prosélito a una situación espiritual secundaria, la de los denominados «temerosos de Dios».
Esta visión universalista —quizá, mejor, semiuniversalista— resulta evidente en algunos de los escritos judíos. Existen antecedentes de la misma en el Antiguo Testamento (Is. 2, 4; 49, 6; 42, 1; etc.), de manera bien significativa, en pasajes que, tradicionalmente, fueron interpretados en conexión con los tiempos del Mesías.
También aparece en la literatura extrabíblica en conexión con pasajes no tan claramente mesiánicos. Así el Tg. Pseudo-Jonatán sobre Gn. 8, 11 señala, en una posible referencia a los tiempos mesiánicos, que los descendientes de Jafet se convertirían en prosélitos y residirían en las escuelas de Sem. De la misma manera, el Midrash sobre el Sal. 21, 1 (dos en hebreo) identifica este pasaje con Is. 11, 10 dándole un contenido mesiánico, a lo que se añade que la finalidad del Mesías es dar ciertos mandamientos a los gentiles (no a Israel, que ha de aprender de Dios mismo). El propio pasaje de Am. 9, 11, que tanta importancia parece haber tenido en el dictamen de Santiago, cuyo escenario fue el concilio de Jerusalén (Hch. 15, 15 y ss.), aparece en el mismo Talmud relacionado con los tiempos mesiánicos (Sanh. 96b) y en Gn. Rab. 88 no sólo con los mismos, sino también con la reunión de toda la humanidad en «una sola gavilla».
Pese a lo anterior, el hecho de que originalmente el judeo-cristianismo parecía creer en una limitación de su misión sólo a los judíos resulta evidente a partir de los mismos discursos petrinos recogidos en Hch. donde se establece que «la promesa es para vosotros (judíos presentes en Pentecostés) y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos (judíos de la Diáspora)» (Hch. 2, 39). Los textos de Hch. 3 y 4 vuelven a incidir en esa visión limitada a los judíos (3, 19-26; 4, 10 y ss.) y, sea cual sea el sustrato histórico que se cierne bajo la referencia contenida en Hch. 1, 7-8, el mismo no fue entendido inicialmente como una apertura de la misión a los gentiles.
Es posible que tal posibilidad empezara a ser contemplada por primera vez cuando comenzó la predicación en Samaria (8, 4 y ss.). Aquél fue un paso de gran envergadura que, quizá, no resultó del todo traumático por las similitudes —que en nada obvian la enemistad— entre judíos y samaritanos. Con todo, Pedro y Juan fueron enviados por los apóstoles a la zona para evitar consecuencias no deseadas (8, 14 y ss.). Ya hemos indicado antes que, quizá, desde entonces comenzó a plantearse la manera de solucionar los conflictos que surgían a la hora de la comida en común entre los judíos y los no judíos.
De hecho, la visión que llevó a Pedro a optar por una postura de apertura no debió de estar cronológicamente muy lejos de la evangelización en Samaria (Hch. 10, 9 y ss.). Aquélla, ligada a la experiencia pneumática de Cornelio y su familia, decidió a los judeo-cristianos a abrir el camino de salvación a los no judíos (Hch. 10, 44-11, 18) no sin un sentimiento claro de sorpresa ante algo inesperado (Hch. 11, 18). Tal sentimiento no fue, sin embargo, generalizado. Los judeo-cristianos exiliados que fueron a Fenicia, Chipre y Antioquía (Hch. 13, 19) seguían todavía limitando su predicación sólo a los judíos.
La conversión de algunos judíos de origen chipriota y antioqueno alteró sustancialmente tal visión. Estando en Antioquía comenzaron a predicar a los no judíos y, como resultado, se produjo un número importante de conversiones (11, 20-1). De nuevo, la comunidad de Jerusalén se interesó por mantener el control sobre lo sucedido y envió a Bernabé, que dio un informe positivo de la situación (11, 22 y ss.). Se optó entonces por una política de tolerancia hacia los no judíos, a los que no se obligó a ser circuncidados ni a guardar la Torah, provocando el retroceso en tal postura el altercado en Antioquía de Pablo con Pedro (Gál. 2, 1-21). Como ya sabemos, la cuestión quedó zanjada en el denominado concilio de Jerusalén (Hch. 15), aunque es muy posible que nadie llegara a pensar entonces que el cristianismo ya iba camino, irreversiblemente, de ser una fe predominantemente gentil.
Por lo tanto, y contra lo que se suele sostener de manera tópica, no fue el cristianismo paulino el que abrió la llamada de evangelización a los no judíos. Su papel fue muy relevante en la expansión de la nueva fe en territorio gentil y también cabe la posibilidad de que su ausencia hubiera facilitado a los gentiles conversos el caer en una especie de movimiento judaizante en el que la idea de la salvación por la gracia hubiera sido sustituida por la creencia en una salvación «por el judaismo». De igual manera, fue la suya una postura correctora frente a la tentación a prestarse a componendas como aquellas en que, sospechosamente, cayeron primero Pedro y después Bernabé, en Antioquía. Aun así, la visión de abrir el mensaje a los no judíos nació en el seno del judeo-cristianismo asentado en Israel. Fue allí donde se aceptó que la salvación también se extendería a los gentiles y donde se empezó a predicar a los no judíos y a integrarlos en la comunidad. Sobre todo, fueron sus dirigentes, y en especial Pedro y aún más Santiago, los que sancionaron como correcta tal visión y la conectaron con una corriente de pensamiento ya existente en el judaismo, y es que en esto, como en muchos otros extremos, el judeo-cristianismo de Israel no sólo no se enfrentó con el judaismo de su tiempo, sino que actuó armónicamente con el mismo.
Fue específicamente su tesis de que la salvación se debía a la gracia, que era un don de Dios, lo que le permitió evolucionar hasta el punto de integrar en igualdad de condiciones en su seno —y en esto fue mucho más allá que sus contemporáneos— a aquellos que no habían sido circuncidados ni guardaban la Torah. Puesto que era la fe en Jesús lo que abría las puertas del movimiento a una persona, los gentiles, si se era consecuente con esa visión, deberían entrar más tarde o más temprano en el mismo. Así fue, efectivamente. Pero si la base de salvación se hubiera concebido en torno a la circuncisión y a la obediencia a la Torah, el movimiento habría contado con menos eco entre los no judíos y quizá nunca habrá alcanzado la categoría de fe universal. Ésta, insistimos, no derivó de Pablo sino de una visión de la salvación contemplada como regalo de Dios para aquellos que se arrepentían y creían en Jesús, y legitimada por los dirigentes judeo-cristianos de Jerusalén.
La vida de los discípulos quedó marcada de forma muy relevante por la visión que hemos indicado en las páginas anteriores. Es muy posible que esa creencia no sólo en Jesús resucitado, sino también en que regresaría con juicio y recompensa, así como la fe en la gratuidad de la salvación, impulsara a la comunidad de Jerusalén a optar por un régimen de comunidad de bienes (Hch. 2, 43-7; 4, 32-7). Como ya hemos visto en una entrega anterior, el mismo no perduró por mucho tiempo, pero su voluntariedad, su falta de previsión y las formas anejas al mismo parecen indicar que brotó de un entusiasmo religioso del que la historia conoce algunos paralelismos.
Otro factor, al menos inicial, fue la práctica de reuniones cultuales diarias en las que la oración y las manifestaciones pneumáticas parecen haber tenido un papel esencial (Hch. 1, 14 y ss.; 2, 46-7) y que, desde el principio, se simultanearon con la asistencia propia de judíos piadosos al Templo de Jerusalén (Hch. 2, 46; 3, 1). Esto, ligado a un impulso intenso de testimonio (Hch. 2, 14 y ss.; 3, 11 y ss.; 4, 33, etc.), debió de encauzar aún más la existencia de la comunidad en tomo a patrones de pensamiento claramente religiosos.
De los discípulos se esperaba, sin duda, que cumplieran con la Torah, pero no según la halajáh típica de algún otro grupo judío. Los textos evangélicos acerca del shabat o de la kashrut («alimentos puros») traslucen la visión de la comunidad primitiva acerca del tema y su enfrentamiento con otras interpretaciones judías, pero no un rechazo de la Torah en relación consigo mismos. Ésta seguía vigente para el conjunto de los judeo-cristianos[1] y en ello debió de residir buena parte de su atractivo con respecto a otros judíos (Hch. 21, 20 y ss.). No se consideraba, sin embargo, de aplicación para los gentiles (Hch. 15).
Las normas de vida del judeo-cristianismo parecen haberse centrado en el cumplimiento de la Torah, de acuerdo a una halajáh específica, ciertamente, de la que nos quedan muy escasos vestigios aparte de Hch. 15 y ciertos pasajes evangélicos. Tal halajáh no permite pensar que, en ningún caso, el movimiento pudiera ser tachado de antinomiano. El Talmud y el Midrash los acusan de no guardar el shabat debidamente y preferir el domingo (Av. Zar. 6a y 7b; Taan. 27b), de no respetar las normas de kashrut (Av. Zar. 26a y b; Tos., Jul. 2, 20-1), de anteponer el Evangelio a la Torah (Shab. 116 a y b)[1] y, consecuentemente, de resultar peor que los paganos (Tos., Jul. 2, 20-1). Posiblemente, las tres primeras afirmaciones no eran sino fruto de una interpretación distinta de la Torah que descalificaba a los judeo-cristianos, si se partía de una perspectiva específica, y la última constituía sólo un ataque injurioso.
Ya hemos indicado que conocemos poco de la halajáh judeo- cristiana pero pasajes como el recogido en el Talmud que citan elogiosamente una interpretación de Jesús (Av. Zar. 16b-17a; Tos., Hul. 2, 24) podrían indicar que pudo ser relativamente extensa y que, desde luego, resultaba mucho más flexible que la farisea en cuestiones como la kashrut o el shabat.
Al mismo tiempo, estuvieron presentes en el judeo-cristianismo constantes éticas que no necesariamente se acentuaban de la misma manera en el resto del judaismo de su época. Una de ellas, como ya hemos señalado, fue la exclusión absoluta del uso de la violencia, lo que, posteriormente, caracterizaría al cristianismo, de manera prácticamente generalizada, hasta inicios del siglo IV.[1] Pero además nos encontramos con otras referencias muy claras. Posiblemente sea la carta de Santiago la que ha conservado mejor esa visión ética del judeo-cristianismo afincado en Israel. En ella, aparte de insistir en la necesidad de guardar sin excepción toda la Torah (Sant. 2, 8-13), cuyo máximo precepto es el de amar al prójimo como a uno mismo (Sant. 2, 8), hallamos menciones a una ética cuyas manifestaciones son tan concretas como la caridad con los necesitados (Sant. 1, 27; 2, 14-6; 5, 1-6); el emplear la palabra con sabiduría, evitando cualquier tipo de juramento o murmuración (Sant. 3, 1-17; 4, 11-2; 5, 9 y 12); el no caer en favoritismos (Sant. 2, 1 y ss.); el rechazar los valores mundanos y, especialmente, la codicia (Sant. 4, 1-10; 5, 1-6); el soportar de manera paciente las adversidades (Sant. 1, 12-18, 5, 10 y ss.) y el poner toda esperanza en la venida de Jesús (Sant. 5, 7 y ss.) y en la actuación pneumática actual en la comunidad (Sant. 5, 14 y ss.). Se trataba, pues, de una lectura de la Torah —muy probablemente emanada de la realizada por el mismo Jesús— más preocupada de los aspectos éticos que de los rituales y ceremoniales, aunque éstos no quedaran excluidos.
CONTINUARÁ
May 27, 2016
Shall We Gather at the River?
Es el caso del famoso ¿Nos veremos en el río? Su letra contiene una pregunta que yo me he formulado en más de una ocasión. De repente, estando al lado de alguien a quien aprecio, incluso a quien amo entrañablemente, no puedo dejar de preguntarme si me encontraré con esa persona al otro lado o, desgraciadamente, no será así. Puedo contar – aunque no del todo – que en cierta ocasión en que estuve al borde de la muerte no vi ni túnel ni luz cegadora, pero sí contemple un río y a gente que estaba al otro lado. Desde entonces no he podido dejar de unir esa experiencia con la letra de esta canción.
Porque la realidad que expresa es muy clara. Un día, tarde o temprano, moriremos y mientras que aquellos que hayan sido aceptados por fe el sacrificio expiatorio de Jesús en la cruz estarán para siempre con Dios, aquellos que no hayan sido salvados por el mesías, se verán alejados de él también para siempre. En cierta ocasión, hablando con persona muy cercana a mi y que siempre se portó magníficamente conmigo, no pude evitar decirle que me causaría un inmenso pesar el no poder encontrarme con ella después de la muerte. No sólo eso. Apenas pude contener las lágrimas mientras se lo decía. Todavía cuando pienso si me encontraré en ese río con alguien deseo de todo corazón que la respuesta sea afirmativa.
Les traigo este sábado cuatro versiones. Una, entonada por el actor Burl Ives, es clásica. La segunda y la tercera de Randy Travis y del programa de los Gaither son adaptaciones notables. Finalmente, les incluyo una versión en español. El himno es hermoso, pero debo señalar que las versiones en español que he encontrado en internet no son precisamente buenas.
Espero que disfruten de la canción, pero lo más importante, a mi juicio, no es su música ni el río, el túnel o el puente sino el encuentro con Dios tras la muerte. Reconozco que me causaría un hondo pesar no reunirme con algunos de ustedes en las márgenes de ese río. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
Esta es la versión de Burl Ives
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Ésta es la de Randy Travis
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Aquí va una versión cantada en uno de los programas de los Gaither
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Una versión clásica en español
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May 26, 2016
Los libros proféticos (XVIII): Ezequiel (I): la gloria de Dios abandona Jerusalén (c.1-10)
Un personaje no menos grandioso anunció lo que se aproximaba y lo hizo además a distancia, desde el exilio. Mientras Jeremías permaneció en el reino de Judá hasta que se consumó su ruina y luego contempló sin poderlo evitar el desastre posterior a la toma de Jerusalén y la destrucción del templo, Ezequiel vivió las calamidades desde el exilio. Durante cinco años, no supo que sería de él y de los que ya habían sido arrancados de una tierra que no dejaba de almacenar juicio sobre si misma. ¿Cabría la posibilidad de que el reino de Judá sobreviviera? ¿El Templo sería garantía suficiente para proteger a una nación que había optado por la desobediencia más frontal a los mandatos de Dios? ¿Lo que había sucedido con aquellos deportados tendría lugar a escala masiva con el resto de la nación?
Ezequiel fue objeto de una revelación más que clara al respecto. En primer lugar, la visión que tuvo en el exilio de la gloria divina le entregó un mensaje de esperanza. Dios no está atado a un lugar o a un contexto para actuar. De hecho, su gloria se reveló a Ezequiel es un lugar tan odioso como el exilio. Se puede estar en el lugar en apariencia más lejano, pero la realidad es que Dios siempre alcanza incluso los sitios más apartados (c. 1).
En segundo lugar, Ezequiel debía tener claro, al mismo tiempo que la omnipresencia de la acción divina, el carácter de la misión profética. Ésta implica dirigirse a gente que no tiene la menor intención de oír, entre otras razones, porque se ha endurecido en un sendero de desobediencia. Es muy posible, por lo tanto, que no escuche al profeta. A decir verdad, si reexaminamos la historia de los profetas, lo cierto es que, en la mayoría de los casos, así es. Sin embargo, el profeta debe cumplir con su misión porque, pase lo que pase, habrá un momento en que “conocerán que hubo profeta entre ellos” (2: 5). Muy posiblemente, ese reconocimiento tendrá lugar cuando ya sea tarde, pero, de todas formas, no faltarán aquellos que, sumidos ya en la desgracia, tengan que reconocer que hubo una voz que los advirtió de lo que iba a suceder. Precisamente por todo esto, el profeta no debe tener miendo (2: 6). Por el contrario, ha de asumir su rechazo y, a la vez, su fidelidad. Será Dios, a fin de cuentas, quien le haga duro como el diamante para enfrentarse con gente rebelde (3: 9). No puede sorprender que, enfrentado con esa perspectiva, el profeta se sintiera sumido en la amargura y en la indignación (3: 14).
Al cabo de una semana de su llamamiento, Ezequiel recibió una nueva revelación (3: 16). Era la atalaya de Dios para la casa de Israel (3: 17) y, como cualquier centinela, era responsable de avisar de lo que iba a suceder. Esa era su responsabilidad. No podía lograr que la gente escuchara, que se arrepintiera, que cambiara su vida, pero sí debía advertirlos de lo que iba a suceder (3: 27).
La manera en que Ezequiel comunicaría aquellas revelaciones raya con la genialidad. Si Jeremías o Amós fueron extraordinarios oradores e Isaías un escritor sublime, Ezequiel era un magnífico actor. Podía, de hecho, resumir en un ejercicio de mimo todo el patetismo de su misión y, de manera muy especial, atraer la atención de su auditorio. Sin subvenciones ni riqueza de medios, todo hay que decirlo. Con un simple ladrillo (c. 4) o una navaja (c. 5), podía desarrollar un mini-drama en el que se recogiera todo lo que deseaba decir. Pero con ladrillo o con navaja, el mensaje era claro: Israel había pecado y Dios juzgaría al pueblo por su pecado. No podría esperar privilegio alguno. Si no se arrepentía, se encontraría con el hambre y la violencia.
En ocasiones, Ezequiel podía convocar a los accidentes geográficos para señalar que, en medio de ellos, tendría lugar su juicio (c. 6). En otros, podía casi detallar los pecados que Dios no podía tolerar como era el caso de la codicia (7: 19), del culto a las imágenes (7: 20) o de la violencia (7: 24). No hace falta decir que, históricamente, esas conductas se han practicado con profusión a la vez que se pretendía que se obedecía a Dios. Poder decirse es obvio que se puede decir, pero Dios las abomina porque, en los tres casos, se trata de idolatría. Sea que uno se incline ante el dinero, ante una imagen religiosa o ante un deseo tan incontrolado que puede llegar a derramar sangre es un idólatra y pocos mensajes transmite con más claridad el profeta que los clamores contra la idolatría y el juicio de Dios que se merece.
En ese contexto, la visión que Ezequiel tiene de Jerusalén y de su templo no puede ser más reveladora (c. 8). En su interior, los sacerdotes y las devotas podían estar convencidos de que no se apartaban de la recta adoración de Dios, pero no podían estar más alejados de la realidad desde el mismo momento en que rendían culto, a la vez, a otros seres. En esas situaciones, Dios siempre ejecuta juicio sobre una sociedad (c. 9). Sin embargo, lo peor no sería la manera en que el reino de Judá desaparecería sino el hecho de que la gloria de YHVH abandonaría el templo porque no podía seguir soportando la idolatría que se daba cita en su interior. El pasaje reviste su importancia porque, tras salir del templo, la gloria de YHVH se detuvo por un instante (10: 19) antes de marcharse por completo. De manera bien reveladora, ese mismo itinerario fue seguido por Jesús en la pascua del año 30 d. de C.. Primero, pasó por el templo donde comprobó que la casa de oración se había convertido, por acción directa de los sacerdotes, en cueva de ladrones. Luego anunció a sus discípulos la destrucción de aquel santuario que fascinaba sólo con ver su estructura arquitectónica. Finalmente, con los ojos llenos de lágrimas, se detuvo en el mismo lugar que la gloria de YHVH había hecho en la época de Ezequiel antes de abandonarlo totalmente. En ambos casos, Dios había advertido, a través de mensajes proféticos, de la necesidad de arrepentirse y abandonar una conducta que chocaba totalmente con sus mandatos. En ambos casos, el juicio de Dios se desencadenó sin excluir su propio Templo en Jerusalén. En ambos casos, el hecho de pertenecer a un colectivo concreto – el pueblo de Israel – no eximió del justo juicio de Dios. Esto anunció Ezequiel, desde el exilio. Era un profeta de Dios y así se cumplió.
Lecturas recomendadas: c. 2, 8, 10.
May 25, 2016
La espiritualidad de Gandhi
Tengo la sensación de que se quedó sorprendido con alguna de mis respuestas, pero la verdad es que llevo estudiando la vida y la obra de Gandhi desde hace más de cuarenta años y creo que lo conozco muy bien. A decir verdad, estoy tan familiarizado con ellos que he captado, al cabo de los años, aquellas cuestiones que, hábilmente, ocultó Gandhi, pero que constituyen el nucleo central de su vida y de su cosmovisión. Y es que Gandhi, a pesar de su insistencia en el hinduismo, no fue hindú en sus prácticas ni en sus concepciones sino que militó en el cristianismo esotérico. De hecho, incluso ostentó cargos en su seno. Su misma lectura de la Baghavad Gita es totalmente anti-hindú, pero acorde con ese cristianismo esotérico. Pero… no los entretengo más. Los dejo con la entrevista. Que la disfruten. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
La escalera de Jacob
La obra provocó las iras de los nazis que me incluyeron en sus listas de objetivos, realizaron pintadas en el portal de mi casa y en lugares donde daba conferencias e incluso atacaron librerías que exponían el libro en el escaparate como fue el caso de la Librería Certeza en Zaragoza. En 1995, Alianza publicó El Holocausto, la primera obra completa y global sobre esa inmensa tragedia escrita en español. Luego vinieron otras, pero aquella fue la primera. Los nazis comenzaron a irrumpir en las librerías para destruir el libro, una acción que fue relatada en los medios de la época como El País – o tempora, o mores…
Ese libro se sigue reeditando aunque la administración socialista hizo todo lo posible para evitar mi presencia en los foros internacionales donde se trataba el tema. Por ejemplo, me vetó una y otra vez en conferencias y encuentros que tuvieron lugar en el Yad Vashem de Jerusalén. La razón que daba es que era “controvertido”. En realidad, en esa época, yo me oponía a los disparates de ZP con la perseverancia que consideraba indispensable y que, según me dice, aquel desastroso presidente del gobierno sigue sin perdonarme. Pero seamos justos: en la época del PP de Rajoy no me han tratado mejor. Por el contrario, en algunos aspectos, ha sido incluso peor.
En 1996, salió a la calle Los incubadores de la serpiente, una obra en la que analizaba los antecedentes ideológicos del Holocausto. La obra tuvo poca andadura porque en Anaya decidieron prescindir de Mario Muchnik y cerrar su editorial. Fue una lástima porque era el mejor editor de la casa y los que en aquel entonces dirigían la casa me provocaban ganas de llorar.
Aparte de artículos, trabajos, conferencias y demás, el tema del Holocausto siguió apareciendo en otras obras mías como El judío errante, pero procurando abordar temas orillados en su exposición. Ese es uno de los motores que hay detrás de La escalera de Jacob. La novela es ciertamente polifónica y no se centra sólo en Jacob ni tampoco en la experiencia del ghetto de Varsovia antes de su alzamiento. He pretendido abordar temas tabú como el uso de las imágenes de judíos por los nazis como instrumento de propaganda, la labor de los Judenrat o consejos judíos que colaboraron con los nazis en la tarea del exterminio, la existencia de cristianos de origen judío en el inmenso drama o el ejemplo moral de aquellos que prefirieron ser exterminados con los suyos a escapar. De todo ello y de más cosas hablo en mi última novela La escalera de Jacob.
Espero que la disfruten y, como anticipo, les incluyo la crítica que realizó Sagrario Fernández Prieto sobre la novela. También aparecen los enlaces de amazon para adquirirlo. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
Este viernes, me he permitido realizar una pausa en la serie sobre los profetas para detenerme en el tema del Holocausto y, más en concreto, de mi última novela.
http://www.cesarvidal.com/index.php/Podcast/escuchar-podcast/la_biblioteca_19_05_16
www.amazon.es/Escalera-Jacob-Novela-h...
May 24, 2016
Hacia el fin de la temporada… y nuevo crowdfunding
Estos programas se han llevado a cabo con un equipo reducido a la mínima expresión – aunque me atrevo a decir que excelente e incluso inmejorable – con un director y alguno de los colaboradores que no han percibido un solo céntimo por su labor y sin medios económicos ya que, a día de hoy, la empresa encargada del crowdfunding no nos ha hecho entrega de la cantidad recaudada completa y sólo nos envió hace medio año menos de la quinta parte. En otras palabras, ésta ha sido una gran temporada desde el punto de vista de la labor radiofónica y también otra temporada más de pérdidas acumuladas desde la perspectiva económica.
A partir del 1 de junio, comenzaremos un nuevo crowdfunding con otra empresa diferente. La meta estará en reunir cincuenta mil euros por la sencilla razón de que, al incorporar nuevo personal, también los gastos se han incrementado más que considerablemente. Otro año más, el director y alguno de sus colaboradores seguirá sin percibir pago alguno por su labor.
Como en otras ocasiones anteriores, nos limitamos a cumplir con nuestro deber, a esperar que la gente responsa y a confiar en Dios. Esperamos que a este crowdfunding contribuyan los que escuchan el programa y consideran que merece la pena mantener un programa que es libre y veraz, entre otras razones, porque no depende de publicidad privada e institucional. Pero si no hay gente suficiente que desee mantener abierta esa ventana a una información libre e independiente, lo aceptaremos. Los oyentes lo habrán decidido, cerraremos el programa y a nosotros nos quedará la satisfacción de haber perdido mucho dinero, pero, al menos, haber servido a los demás hasta donde pudimos. A continuación, nos dedicaremos a otras tareas en beneficio de nuestros congéneres. Hay mucho campo por trabajar y, con seguridad, no nos faltarán causas nobles a las que dedicarnos. En cualquiera de los casos, gracias adelantadas por lo que suceda. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
May 22, 2016
Corría el año… Corea del Norte
Lamentablemente, lo está en algunas partes del mundo como Corea del norte, Venezuela o Cuba. El resultado es la opresión y la miseria. En este Corría el año… abordamos hace ya tiempo el caso verdaderamente pavoroso de Corea del Norte. Espero que les resulte de interés. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
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May 21, 2016
Jesús, el juez
LA IDEOLOGÍA DEL JUDEO-CRISTIANISMO EN EL ISRAEL DEL SIGLO I (XX): LA ESCATOLOGÍA (III): Jesús, el juez
Pese a lo que hemos señalado en la última entrega, no parece, sin embargo, que el retorno de Jesús pueda ser interpretado sólo desde una óptica amable como parte de la ideología del judeo-cristianismo. Sin duda, constituía un poderosísimo aliciente, determinante además de comportamientos éticos concretos, en el seno del movimiento. Era el punto focal de referencia de una esperanza proyectada hacia un mañana que se adivinaba de liberación, justicia y recompensa. Pero tal perspectiva excluía sin paliativos a los que no formaban parte del grupo de los creyentes. Para éstos, la segunda venida del Mesías implicaría el desencadenamiento de un juicio terrible, fruto de no haberse adherido a Jesús.
Indirectamente, o quizá no de forma tan indirecta, ésta es la idea que subyace bajo el discurso petrino en Hch. 2, 33 y ss. y que provoca el interrogante de los oyentes acerca de lo que deben hacer para evitar su condena[1] (un tema que analizaremos en el apartado siguiente). El Jesús, al que Dios reivindicaba como Señor y Mesías, volvería, pero, y esto era lógico, ese regreso no implicaría lo mismo para sus discípulos que para los que no lo habían aceptado. Éstos, como mínimo, debían esperar ser colocados como escabel de sus pies (Hch. 2, 34-5, véase Sal. 110, 1). No hay nada en esta interpretación de original, ya que el Sal. 110 es corrientemente interpretado en la literatura rabínica como mesiánico (Midrash sobre el Sal. 18, 36; Gn. Rab. 85, etc.), pero sí deja de manifiesto lo que se daba por implícito en el retorno de Jesús.
Lo mismo puede decirse del discurso petrino de Hch. 3, 12 y ss. Jesús regresará (v. 19-21), pero, en su calidad de profeta anunciado por Moisés y tal y como enseña la Torah (v. 22-23, Dt. 18, 15-6), todo aquel que no lo haya escuchado será desarraigado del pueblo de Israel y de las bendiciones anejas a tal condición.
El anuncio de juicio, sin duda, podía ser interpretado con un contenido eminentemente político —o torcido en ese sentido— y quizá ésa es la causa de que no aparezca mencionado en los interrogatorios de Pedro y Juan ante el Sanedrín (Hch. 4, 1-12; 5, 28-32), aunque el mensaje de que Jesús había resucitado y de la necesidad de conversión no resultaran omitidos. Jesús iba a volver, pero ese retorno —que sólo podía ser contemplado como una bendición por los que creían en él— tenía todos los visos de resultar terrible para los que no lo hubieran aceptado. Como señala Hch. 10, 42, desde luego formaba una parte esencial del mensaje y extendía tal juicio tanto a los vivos como a los ya fallecidos.[1]
Que tal expectativa no causó especial agrado en muchos de los que la escucharon se desprende de pasajes como el del linchamiento de Esteban (Hch. 7, 56 y ss.), pero contribuyó considerablemente a alentar la paciencia y la buena conducta de la minoría judeo- cristiana en Palestina, tal como queda de manifiesto Santiago 5, 17 y ss. La venida de Jesús implicaba liberación para los que habían creído en él (5, 8), pero juicio condenatorio para los que no lo habían aceptado o no eran consecuentes con su fe en Jesús (5, 9).
En Apocalipsis, la idea de juicio ligada a la segunda venida de Jesús es aún más clara, aunque el libro va referido en su mayoría al anuncio de la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. J.C. La esperanza de los mártires —por no decir su reivindicación principal— es que Jesús ejecute su juicio sobre la humanidad (Ap. 6, 10). Sin embargo, el texto indica que ya habrá un juicio condenatorio de Dios sobre la apóstata Jerusalén antes de que Jesús vuelva, y que además tendrá lugar pronto. De la misma manera que la generación actual verá la aniquilación del Templo de Jerusalén, otra venidera contemplará el retomo de Jesús, que se llevará con él, primero, a sus fieles (Ap. 19, 1-10, especialmente v. 2 y 11) y vencerá después a los seguidores de la Bestia (Ap. 19, 11 y ss.). Llegará entonces un milenio —una circunstancia ausente del resto del Nuevo Testamento— durante el cual el Diablo estará atado. A su conclusión, se producirá la resurrección de toda la humanidad y tendrá lugar el juicio ante el gran trono blanco y serían arrojados aquellos que no creyeron en Jesús al lago de fuego y azufre (Ap. 20, 11-15).
Aquí nos encontramos con una escatología más detallada que la presente en los discursos petrinos de Hechos o en la carta de Santiago, aunque quizá habría que atribuir tal hecho a la circunstancia de que esta obra va dirigida a la comunidad y no a los ajenos a la misma. Se prevé el regreso del Cordero para vencer a sus enemigos e inaugurar un reino milenario y, finalmente, la resurrección de toda la humanidad, siendo condenados los que no creyeron en Jesús al lago de fuego y azufre. De hecho, en buena medida, el Apocalipsis posee un mensaje especialmente sugestivo en cuanto anuncia que el regreso de Jesús implicará recompensa para sus fieles (Ap. 22, 12 y ss.) y exclusión para los que no lo son, aquellos a los que se denomina «perros» y que pertenecen a la categoría de los «hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todo aquel que ama y hace mentira» (Ap. 22, 15, véase también 21, 8).
El resto de las obras relacionadas tradicionalmente con Juan presenta un punto de vista similar, aunque menos cargado de imágenes simbólicas. También en ellas está presente la idea del juicio condenatorio sobre aquellos que no recibieron a Jesús y la conexión de aquél con su retomo, aunque ya se haga presente ahora (Jn. 3, 16-8; 5, 22-30; 1 Jn. 4, 17, etc.).
Una idea similar se contempla, aunque con diversos matices, en el judeo-cristianismo de la Diáspora. La carta a los Hebreos conoce, por ejemplo, un juicio particular después de la muerte (9, 27), pero, a la vez, cree en un juicio terrible para los apóstatas y los incrédulos. Éste es relacionado con la venida de Jesús (10, 26- 39), que será de salvación para los que creen en él (9, 28).
También la 1 Carta de Pedro contiene referencias a Jesús como juez. Como se le atribuye en Hch. 10, Pedro vuelve a conectar el juicio de Jesús no sólo con los que estén vivos cuando él regrese, sino también con los muertos (4, 5). Para aquellos que no creen en Jesús, el juicio sólo puede constituir una expectativa terrible y más por cuanto tendrán que dar cuenta de sus actos ante el Mesías (4, 4 y ss.). Sin embargo, para los discípulos la creencia en el juicio sólo debe llevarles a vivir más de acuerdo con las enseñanzas recibidas (4, 1-19), viviendo correctamente entre los gentiles (2, 12), sometiéndose a las instituciones políticas del tipo que sean (2, 13-17), soportando la violencia ajena sin desencadenar la propia, sabedores de que ése fue el ejemplo que siguió el Mesías al encomendar el juicio al que «juzga rectamente» (2, 19-25). En otras palabras, sólo Cristo aparece dotado de la legitimidad para ejecutar juicio y justicia sobre los que hacen el mal, más específicamente, sobre los que no creen en él y maltratan a los cristianos, y así será, ciertamente, en su momento.
La misma tesis es recogida en 2 Pe. (2, 9; 3, 7 y ss.) —donde además encontramos referencia a otros juicios divinos como precedente (2, 4 y ss.)— y en Judas (14-5), donde además se toma como punto de partida una interpretación particular de Enoc 1, 9.
En cuanto a los escritos paulinos, existen también pasajes que relacionan la idea del juicio con Jesús y con su venida (Rom. 2, 16; 2 Tes. 2, 1-12; 2 Tim. 4, 1, etc.).
Una vez más, el judeo-cristianismo asentado en Israel aparece en las fuentes como el origen de una visión concreta de Jesús que resulta de especial trascendencia para su óptica de presente y de futuro. El Jesús que resucitó no sólo volverá a recompensar a sus fieles, sino que además es retratado como el juez que condena a los incrédulos. La historia tendrá un fin y una consumación, y la visión que se tenga de éstos ya determina el presente. Si los discípulos recibían presiones o eran víctimas del desprecio —posiblemente, incluso de la persecución— y de la injusticia, su respuesta no había de ser la violencia o la canalización de la esperanza hacia soluciones inmediatas y alternativas. Lo que se esperaba de ellos era que se sometieran a las autoridades establecidas, que soportaran con paciencia el mal —al estilo del Jesús injustamente condenado— y que proyectaran su esperanza hacia el juicio futuro ligado al retomo de Jesús. Cuando él volviera, los que creyeran serían liberados, mientras que los incrédulos recibirían el castigo, una venganza de Dios absolutamente merecida, que se descargaría sobre ellos a causa de sus pecados. Entre éstos, el definitivo, por supuesto, era el de no haber creído en Jesús.
Ante una perspectiva de ese tipo, cabía preguntarse cómo responder ante esa visión del futuro, ya desde el presente. Es más, la misma predicación de los discípulos pretendía —y en esto tomaba pie de Jesús— que los oyentes adoptaran una postura acorde con lo que ahora se anunciaba. Jesús volvería, pero no podía ser indiferente para cada sujeto individual el que lo hiciera como libertador o como juez condenador. A la respuesta que, según el judeo- cristianismo, había que dar frente a esta disyuntiva dedicaremos nuestra próxima entrega.[1]
CONTINUARÁ
May 20, 2016
Wherever He Leads I’ll go
Puedo comprender que haya gente que piense así, pero su visión de las cosas no puede ser más distante de la realidad. Jesús no llamó a la gente a quedarse tranquilas donde estaban sino a seguirlo aunque eso significara dejarlo todo. La vida del que cree en Jesús es seguimiento y el seguimiento es imposible cuando se está cómodamente tumbado en un sillón. Seguir es seguir y ese seguimiento puede incluir la muerte más vergonzosa de la época como era, en tiempos de Jesús, la crucifixión. ¿Qué hacer, pues?
Esta canción – de la que no conozco versión española – responde en un espíritu propio del Evangelio. Jesús nos invitó a seguirlo aunque eso implicara dejar todo y llevar la cruz. Lo hizo porque él mismo murió en la cruz para ofrecer el sacrificio expiatorio que nos limpiara del pecado. La canción constituye, pues, una respuesta alegre a ese llamamiento. Sí, adonde quiera que El me lleve yo iré. No es fácil, puede ser, quizá tampoco es agradable, pero así lo haré.
Debo decir que he pasado por esa experiencia varias veces. No me agradaba adonde debía ir o simplemente marcharme. Sin embargo… sin embargo, siempre he tenido muy claro que no hay nada mejor para mi que lo que El disponga. Estoy absolutamente convencido de que, esté como esté donde me encuentro, allá donde me conduzca, iré.
Les he incluidos dos versiones de esta hermosa canción. La primera es de Alan Jackson y la segunda de Terry Warren. Espero que las disfruten, pero que, sobre todo, reflexionen en su mensaje. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
Ésta es la versión de Alan Jackson
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Y ésta la de Terry Warren
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May 19, 2016
Los libros profeticos (XVII): Jeremias (VIII): el mensaje (V): profeta para las naciones (c. 46-52)
El profeta de Dios siempre es un profeta para las naciones. Por supuesto, tiene un interés inmenso en arrojar luz sobre las vidas de sus compatriotas, pero, a la vez, lee con los ojos de Dios lo que sucede en todo el mundo y anuncia cómo Dios es soberano no sólo sobre un reducido pedazo de terreno sino sobre todo el cosmos. Dios se manifestará como rey en Israel, pero lo hará igualmente sobre las grandes potencias de la época. Es justo con lo que nos encontramos en los últimos capítulos de Jeremías tras haber asistido a su narración sobre el reino de Judá, narración, dicho sea de paso, indisoluble de los movimientos de potencias como Babilonia y Egipto.
Jeremías no dejó de advertir a los filisteos del juicio que iba a recaer sobre ellos (c. 47). De la misma manera, apuntó a la aniquilación de Moab, un pueblo que había puesto toda su confianza en sus bienes y sus tesoros (48: 7). Esa circunstancia y la soberbia de su población estarían en la clave de su ruina (48: 26). Pero eso sería el juicio que recaería también sobre Amón, Edom, Damasco, Cedar y Hazor, Elam (c. 49) e incluso sobre la gran potencia babilónica que había triturado el reino de Judá (c. 50-51).
Las pequeñas naciones desaparecerían en el remolino sangriento de la Historia, pero semejante eventualidad no se debería simplemente a una aplicación internacional del principio que afirma que el pez grande se come al chico. En realidad, tras esos análisis se oculta la clave real y es que Dios es soberano y juzga a las naciones. Esa es la razón de que también las grandes potencias desaparezcan. La poderosísima Babilonia que había tomado Jerusalén saqueando el templo no escaparía a esa regla general. En realidad, no puede suceder otra cosa con cualquier potencia que se entontezca practicando el culto a las imágenes (50: 38). Un pueblo entregado a rendir culto a una imagen acabará cayendo tarde o temprano por muy poderoso que pueda ser y Babilonia no sería una excepción. No sólo eso. Una nación así jamás volvería a los tiempos de hegemonía (c. 51). Y esa situación no variará incluso aunque en un momento determinado pueda tratar con humanidad a los cautivos, incluidos los que pertenecen al pueblo de Dios (52: 31-4).
Dios sostiene unos principios de justicia universal que no son los de los hombres. Aborrece el asentar toda la vida en el disfrute o la ganancia materiales; aborrece el derramamiento de sangre inocente; aborrece la opresión; aborrece el culto a las imágenes porque entontece a los que lo practican. Es posible – como hemos tenido ocasión de ver – que esas potencias puedan ser en algún momento la “navaja alquilada” que Dios utiliza para juzgar y castigar, pero, aún así, no escaparán de su juicio justo. Y es que Dios no está sólo preocupado por Oriente Medio u Occidente o uno u otro hemisferio. Dios desea que la justicia corra como las aguas en todas partes y, siendo el Señor de la Historia, actuará en consecuencia. Por supuesto, así lo anunciarán los profetas. Profetas, por cierto, que lo mismo siguen en el seno de su pueblo que se ven obligados a pronunciar sus oráculos desde el exilio. Pero de eso hablaremos en la siguiente entrega.
CONTINUARÁ
Lectura recomendada: capítulos 50 y 52.
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