César Vidal's Blog, page 146
August 13, 2014
En Centroamérica (II): Honduras
A pesar de todo, sufre tres problemas de enorme relevancia. El primero es la existencia de pandillas de delincuentes juveniles – las denominadas maras – que extorsionan y matan sin apenas control. Que se puede acabar con ellas mediante la simple acción ciudadana lo ha dejado de manifiesto la Asociación para una Sociedad más justa que logró, por ejemplo, que la tasa de homicidios de una población descendiera de trescientos cincuenta y cuatro hasta siete en tan sólo un año. Menos claro es que el gobierno esté dispuesto a seguir ese camino. El segundo es la corrupción. Es cierto que, comparada con la existente en España y no digamos en Cataluña, la hondureña es meramente artesanal, pero no por eso deja de constituir una lacra relevante. Finalmente, el tercero es la presencia creciente del narcotráfico. Que éste ya se haya insertado en el organigrama político y administrativo lleva a pensar que Honduras puede acabar convertida en una especie de Colombia centro-americana con todas las consecuencias nefastas que de esa circunstancia pueden derivarse. No sorprende que un número considerable de los niños que están llegando a las fronteras de Estados Unidos intentando entrar procedan de este país. Sin embargo, Honduras podría enfrentarse con estas situaciones de existir voluntad política. Mencionaba antes a la Asociación para una Sociedad más justa (ASJ) que lleva a cabo una labor encomiable en áreas como la seguridad, la educación infantil, la supervisión de la legalidad en áreas campesinas o la investigación y denuncia de la corrupción. Su actividad constituye un ejemplo de que es posible combatir el mal, cuestión aparte es si lo hará el actual presidente que, de momento, y, tras enunciar algunos buenos propósitos, ya ha comenzado a hablar de subir los impuestos como vía para garantizar el bienestar social. Esperemos que no siga ese rumbo porque una nación que aumenta su gasto público, incrementa su deuda y sube los impuestos, digan lo que digan sus políticos, se halla situada en el camino de la ruina.
August 11, 2014
En Centroamérica (I): Nicaragua
El caso de Nicaragua es notable. Tras derribar la dictadura de Somoza e instaurar la suya propia, los sandinistas fueron desalojados democráticamente del poder. Regresaron, sin embargo, con el mismo dirigente de antaño, el comandante Daniel Ortega. Los antiguos sandinistas, los de la revolución, los emblemáticos, suelen odiar a Daniel Ortega. Gente como Ernesto Cardenal, sacerdote, escritor y sandinista, lo ve – la acusación es suya - como “un fascista” y se queja de que Ortega traicionó la revolución, especialmente, en aquel momento histórico conocido como “la piñata” en que los revolucionarios se apoderaron de todo lo que pudieron como si fueran las golosinas que salen del citado artilugio cuando se quiebra. Pero, aunque despreciado por sus antiguos correligionarios, Ortega ha demostrado aprender con el tiempo. Reunió a los empresarios para decirles que no se metieran en política sino que se dedicaran a ganar todo el dinero que pudieran; tendió una mano a la iglesia católica para evitar los choques de los ochenta y ha decidido perseguir a la oposición mediante el aislamiento. No todo es negativo. Los empresarios han aumentado su peculio y la nación da la impresión de una cierta prosperidad; la esposa de Ortega – que, además de católica, tiene un puesto dirigente en una organización internacional de brujas – ha logrado que el aborto constituya casi una imposibilidad en Nicaragua y, desde luego, no existe una situación de guerra civil como hace unas décadas. Esas circunstancias han permitido a Ortega seguir reuniéndose con los denominados dirigentes del “socialismo del siglo XXI” – una mezcla de castrismo, populismo y fascismo mussoliniano – y, a la vez, dar imagen de sabiduría y moderación. ¿Le saldrá bien? Difícilmente, su impulso al empresariado, en realidad, es una manera de corromperlo a la sombra del poder como si fuera un Pujol cualquiera y su corazón totalitario le impulsa a actuar como hace unos días, aprovechando el asesinato de unos sandinistas para caer sobre la oposición como el halcón sobre la presa. Y es que Ortega no ha mejorado. Sólo es más astuto.
La catástrofe evitable
A ella se debieron el primer estado totalitario de la Historia en Rusia; los fascismos acaudillados por veteranos de guerra como Mussolini o Hitler; las semillas para una nueva guerra mundial aún peor y, sobre todo, el colapso de las estructuras de poder que, con todos sus defectos, evitaron una serie de conflictos que Europa ha sufrido y sufre en lugares como los Balcanes o Ucrania. Sin embargo, la catástrofe fue evitable. Objetivamente hablando, no existía razón alguna para que imperios como el otomano, el ruso, el alemán o el austro-húngaro se enzarzaran en una matanza terrible de más de cuatro años. Se llegó a esa situación, fundamentalmente, por dos razones: el engreimiento del káiser y los enrevesados sistemas de alianzas en Europa. En contra de lo que señalarían los vencedores, Alemania no fue la culpable del estallido de la guerra, pero la estupidez de su emperador contribuyó no poco a preparar el escenario. Desde el siglo XIX, la diplomacia alemana articulada por el canciller Otto von Bismarck había seguido una regla de oro, la de mantener la amistad con Rusia y evitar una guerra en dos frentes. Los resultados fueron óptimos para Alemania que se reunificó nacionalmente y recuperó regiones como Alsacia y Lorena arrebatadas por Francia en 1648, pero también lo fueron para el continente ya que evitó grandes catástrofes como las guerras napoleónicas. El orgullo francés quedó herido, pero, como ha solido suceder históricamente, esa circunstancia benefició a Europa. Sin embargo, el káiser Guillermo II, un sujeto acomplejado por tener un brazo más corto que otro, rechazó conscientemente la alianza con Rusia y, como ha sucedido siempre en términos históricos, lo pagó muy caro. Así, Alemania se vio rodeada de enemigos y sometida a la incertidumbre de un segundo frente. Por añadidura, se vinculó, en lugar de a la sólida y necesaria Rusia, a un imperio austríaco que ya se había convertido en austro-húngaro cediendo a los nacionalistas húngaros y preparando su propia auto-destrucción y a una Italia, insegura, como casi siempre, en su papel de aliado. Por su parte, Francia buscó y consiguió la alianza con Rusia a la que se vinculó el Reino Unido no del todo convencido. El desencadenante fue, como tantas veces, el pequeño nacionalismo. El 28 de junio de 1914, un nacionalista serbio, llamado Gavrilo Princip, dio muerte en un atentado terrorista al archiduque Francisco Fernando de Austria y a su esposa Sofía cuando circulaban por Sarajevo. Como tantos nacionalistas, Princip ansiaba ampliar las fronteras de su tierra y, en este caso, que Serbia absorbiera a Bosnia. Si Austria-Hungría hubiera represaliado a Serbia con rapidez o le hubiera pedido cuentas, no hubiera sucedido nada, pero se retrasó morosamente, entre otras razones, por temor a molestar a los nacionalismos pequeños que habitaban en el seno de su imperio. Cuando, finalmente, exigió el 7 de julio a Serbia que investigara los hechos y que autorizara la participación de policías austriacos en la tarea, el país balcánico había solicitado la protección de Rusia y ésta, guiada por razones históricas, raciales y religiosas, había aceptado concedérsela. Serbia, pues, rechazó las pretensiones austro-húngaras. Todavía entonces una operación de castigo no habría provocado una reacción mundial. Sin embargo, Austria-Hungría siguió pecando de lentitud paralizada por los pequeños nacionalismos internos y el ambiente se fue caldeando en una insoportable espera. Finalmente, el 28 de julio, declaró la guerra a Serbia. El asunto era local y, precisamente por ello, los ministros del zar Nicolás II le aconsejaron que no interviniera ni realizara gestos de apoyo a Serbia que pudieran agravar la situación. Nicolás II – hombre poco agudo aunque de convicciones - respondió ordenando la movilización general lo que, en la práctica, equivalía a decir a Austria-Hungría que millones de soldados rusos se lanzarían sobre ella si atacaba a Serbia. De nuevo, la situación podría haberse frenado, pero la tensión ya resultaba excesiva. El 1 de agosto, en demostración de que honraba a sus alianzas, Alemania le declaró la guerra a Rusia. Francia se apresuró entonces a situar tropas en las fronteras con Alemania en lo que costaba no ver como el preludio a la enésima invasión francesa del territorio germánico. La respuesta de Alemania fue declararle la guerra el 3 de agosto. El sistema de alianzas ya había desencadenado la guerra mundial, pero seguiría actuando como un imán que atraería fatalmente a otras naciones a la contienda. Gran Bretaña hubiera deseado ver tranquilamente como los beligerantes se despedazaban entre si, pero cuando Alemania violó la neutralidad de Bélgica para atacar a Francia no tuvo otro remedio que intervenir. El imperio otomano y Bulgaria se sumaron a Alemania y sus aliados en la convicción de que Francia y Gran Bretaña, por un lado, y Rusia, por otro, las atacarían, como hicieron, para satisfacer ambiciones territoriales. La misma Italia acabó sumándose al conflicto en contra de sus antiguos aliados mientras el Japón aprovechaba la ocasión en Oriente – esta vez del lado de los aliados occidentales – para ensanchar su imperio. En la matanza – participarían más de setenta millones de soldados de los que sesenta eran europeos – acabaría interviniendo Estados Unidos para asegurar el pago de los préstamos que había concedido a Gran Bretaña. Pero todo, incluidos los nueve millones de muertos y las consecuencias posteriores, podía haberse evitado si Alemania hubiera sabido respetar su alianza con Rusia y si Europa no hubiera estado plagada de alianzas militares. Es una lección que debe recordarse a cien años de distancia cuando un nacionalismo miserable – el ucraniano – está haciendo todo lo posible por arrastrar a una guerra contra Rusia a una Europa que nada tiene que ver con los nacionalistas ucranianos que cantan loas a la división SS Galitzen y sus corruptas oligarquías y que, por el contrario, necesita casi desesperadamente llevarse bien con Rusia.
August 9, 2014
La Reforma indispensable (VIII):Un monje llamado Lutero (II):los primeros años (II): la crisis
Es muy posible que, durante el noviciado, Lutero diera muestras de cierto talento. Desde luego, así debió parecer a los responsables porque lo seleccionaron para realizar estudios teológicos superiores. Los agustinos tenían una relación estrecha con la universidad y hacia ella encaminaron al joven sacerdote. Se ha discutido mucho sobre la posible influencia de los occamistas sobre la posterior evolución de Lutero. La verdad es que resulta discutible que se produjera. De hecho, Lutero se expresó irónicamente sobre Occam y no parece que conociera sus escritos anti-papales. Por lo que se refiere a Biel, otra de las influencias apuntadas, lo cierto es que era un fiel católico cuya actitud hacia Roma resulta intachable desde una perspectiva católica y que además no entusiasmó a Lutero. El futuro reformador pudo ser crítico con el aristotelismo que había entrado en la Escolástica, pero no deja de ser significativo que su visión de la teología escolástica es mucho más respetuosa que la que hallamos, por ejemplo, en Erasmo. A fin de cuentas, como tendremos ocasión de ver, el influjo decisivo sobre Lutero fue el derivado de la Biblia y no de la obra de teólogos anteriores.
A finales de 1508, Lutero fue enviado a Wittenberg a dar una serie de lecciones sobre la Ética nicomaquea de Aristóteles en la facultad de artes. Martín estaba acostumbrado a una agradable Erfurt y Wittenberg le resultó una población inhóspita y arenosa, pero su asociación con esta urbe iba a resultar trascendental. El elector Federico dispensaba su respaldo a Wittenberg y tenía un enorme interés en su universidad. Aprobada su fundación por el emperador en 1502 y confirmada por el papa en 1503, su decano iba a ser el vicario general de la provincia sajona de los agustinos, Juan von Staupitz. Los agustinos además cubrían una cátedra de teología bíblica que ocupaba Staupitz y otra de filosofía moral que debía atender Lutero. Durante aquellos meses, el joven Martín tuvo que enfrentarse con un programa de trabajo muy apretado y el personaje clave en su vida fue Staupitz. Su amistad iba a perdurar toda la vida a pesar de los caminos diferentes que adoptaron. Staupitz (c. 1460) procedía de una familia de la nobleza y había cursado estudios en diferentes universidades asociadas con la denominada via antiqua. Tras pasar por Colonia (1483), Leipzig (1485) y Tubinga (1497), se había doctorado en 1500, siendo su inclinación teológica marcadamente agustiniana. Como vicario general de la provincia sajona, Staupitz había revisado las constituciones de la orden como un preludio al programa de reforma. Su posición era la de apoyar a los observantes que deseaban regresar a la regla primitiva frente a los conventuales que eran partidarios de conservar algunas modificaciones ulteriores. Semejante tarea implicaba viajar con mucha frecuencia y es más que posible que Staupitz pensara en encontrar a algún sustituto para las obligaciones docentes a las que tenía que atender. Cabe incluso la posibilidad de que fuera esa la razón por la que había decidido enviar a Lutero a Wittenberg.
Fuera como fuese, lo cierto es que Lutero obtuvo su grado de bachiller en el mes de marzo en Wittenberg. Inmediatamente, regresó a Erfurt para obtener el grado de sentenciario, lo que le exigió dar lecciones sobre las Sentencias de Pedro Lombardo, una obra resulta prácticamente desconocida en la actualidad, salvo para los especialistas, pero de enorme relevancia durante la Edad Media. Según propia confesión, en aquella época Lutero “devoró” los textos agustinianos. Se podría pensar que la visión de la gracia de Martín nació de aquella lectura de Agustín, pero carecemos de pruebas al respecto. Por otro lado, su aprecio por Pedro Lombardo era innegable y, en no escasa medida, se mantuvo durante toda su vida.
En esa época, los proyectos de reforma agustina de Staupitz chocaron con un importante obstáculo. Siete casas observantes, incluidas Erfurt y Nuremberg, se enfrentaron con un proyecto para unir a todas las casas alemanas y Martín recibió órdenes de ayudar al Dr. Nathin en la articulación de la oposición a tal medida. Inicialmente, los opositores buscaron el apoyo del arzobispo de Magdeburgo y cuando éste falló, optaron por enviar a dos hermanos a Roma para que presentaran sus posiciones. El hermano “senior” fue seleccionado en Nuremberg y Martín fue elegido como “socius itinerarius”. Dado que la meta era Roma, el viaje fue emprendido por el joven Martín con especial entusiasmo. A finales de 1510, los dos agustinos partieron con la intención de cruzar los Alpes – una empresa ardua en esa época del año – y descender a la llanura lombarda. El itinerario no fue fácil. Sin embargo, cuando contempló Roma a lo lejos, el joven Martín se lanzó al suelo y la saludó con un “Salve, santa Roma”.
Los dos agustinos cumplieron con su misión de comunicar sus puntos de vista a las autoridades eclesiásticas y, a continuación, realizaron la visita esperada a iglesias y catacumbas. La experiencia defraudó profundamente a Martín. Por ejemplo, los sacerdotes que había en Roma atendiendo diversos lugares visitados por los peregrinos insistían en que los clérigos visitantes celebraran la misa lo más rápidamente posible para dejar su sitio a otros que estaban esperando. Por añadidura, la ciudad no parecía destacar precisamente por su piedad sino más bien por su materialismo y depravación moral. Lutero señalaría con posterioridad que nunca hubiera podido creer que “el papado era tal abominación de no haberlo visto por mi mismo en la corte de Roma”. El juicio puede parecer severo, pero, a decir verdad, resulta muy morigerado si se compara con el de otros contemporáneos. Francisco Delicado, clérigo y autor de La lozana andaluza, nos ha dejado un retrato de la ciudad como una verdadera sentina de corrupción que, con toda justicia, fue castigada por Dios durante el famoso “sacco”. Ese mismo juicio es el que hallamos en el Diálogo de las cosas acaecidas en Roma de Alfonso de Valdés donde las referencias a la corrupción moral y eclesial son numerosas y documentadas. No deja de ser significativo que los dos agustinos se encontraron con algunos alemanes en Roma y llegaron a la conclusión – que puede ser cierta – de que eran los mejores católicos con los que se habían dado en su viaje. Aparte de la decepción de ver la realidad de Roma, la apelación trasladada por los agustinos no fue aceptada. Pero el joven Martín no se sintió amargado por esa decisión romana. Por el contrario, debió quedarse convencido de que su causa estaba equivocada porque, al regresar a Alemania, dejó de apoyar a los que se oponían a Staupitz y eso a pesar de que ese cambio de posición no le granjeó precisamente la popularidad de sus hermanos de Erfurt.
Por su parte, Staupitz, muy bien impresionado con Lutero, adoptó la decisión de que cursara los estudios de doctorado y le sucediera en la cátedra de Teología bíblica en Wittenberg. El principal obstáculo para este plan fue el propio Martín. En una conversación mantenida bajo un peral, señaló a Staupitz que no veía claro ese destino y que incluso podía darse la circunstancia de que padeciera una muerte temprana. Staupitz zanjó la discusión señalando que su obligación era plegarse al voto de obediencia. Sin embargo, sabiamente, también indicó a Martín que debía percatarse de que ser doctor en teología implicaba entregar la vida a la labor de enseñar y predicar. Una ocupación de ese tipo no lo apartaría del servicio a los demás sino que lo ampliaría. Finalmente, el joven Martín obedeció. Tras aquella decisión quedaban por solucionar algunos problemas aparte el de la financiación de los estudios, pero Staupitz logró que el Elector sufragara los gastos.
El 19 de octubre de 1512, Lutero se graduó como doctor en teología. Se trataba de la consagración pública de una vocación que debía centrarse en la defensa de la Palabra de Dios y en la lucha contra las doctrinas erróneas. Aquella vocación – formalmente asumida a los veintiocho años de edad - iba a pesar de manera determinante sobre el resto de la vida de Lutero y, de hecho, el personaje resulta incomprensible si no tenemos presente que fue, siempre y de manera esencial, un profesor de teología. A decir verdad, le esperaba una profunda crisis que encontraría respuesta precisamente a partir del conocimiento teológico de que disponía Lutero.
CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (IX): Un monje llamado Lutero (III): los primeros años (III): la crisis
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