César Vidal's Blog, page 143
September 16, 2014
Hitler, un apellido maldito
Lo que no se sabe hasta ahora con certeza es si el padre de Adolf Hitler era un hijo extra-matrimonial de Johann Georg, de su hermano Johann Nepomunk Heidler o de un judío en cuya casa sirvió Maria Ann. De hecho, Alois no se convirtió en el hijo legal de Johann Georg Heidler hasta 1877. Alois – ya Hitler – se casó con Karla Pölzl el 7 de enero de 1885 y cuatro años después nació Adolf. Aunque la familia tuvo varios hijos sólo sobrevivieron Adolf, el futuro Führer, y su hermana Paula. Alois tuvo también a Angela de otro matrimonio. De ella nacieron Leo, Angela “Geli” – de la que estuvo enamorado Adolf Hitler – y Elfriede. Geli se suicidó en 1931, Leo tuvo un hijo llamado Peter y Elfriede, otro que recibió el nombre de Heiner Hochegger. Alois jr., el medio hermano de Adolf, tuvo dos hijos de dos mujeres distintas: Heinrich y William Patrick Hitler. El primero combatió en el ejército alemán durante la Segunda guerra mundial, cayó prisionero y murió, tras ser objeto de torturas, en un campo de concentración soviético. El segundo intentó inicialmente aprovecharse del ascenso de Hitler, pero, al no conseguir lo que esperaba, procedió a chantajear al Führer amenazándole con publicar documentos que, supuestamente, demostraban que por sus venas corría sangre judía. Durante un tiempo, se dedicó a dar conferencias en contra de Hitler afirmando que lo odiaba. Estaba en Estados Unidos al estallar la Segunda guerra mundial y logró que Roosevelt le permitiera servir en la marina. Cambiaría entonces su nombre por Stuart-Huston y se localizaría en Long Island.
La relación de Adolf Hitler con su familia fue relativamente escasa. Su idilio – o lo que fuera – con su sobrina Angela concluyó con el suicidio de ésta y la relación con su hermana no fue mucho más allá de cederle una parte de la herencia que le correspondía y de servir de canal, durante los años de la Segunda guerra mundial, con el resto de la familia. La derrota del III Reich y las revelaciones sobre el Holocausto arrojaron sobre Hitler una carga de infamia prácticamente sin precedentes. No sorprende que sus familiares procuraran ocultarse. A nuestra época, sólo han llegado cinco parientes de Hitler. Dos hijos de su medio hermana Angela – Peter Raubal y Heiner Hochegger – y tres hijos – Alexander, Louis y Brian Stuart-Houston – de su medio hermano Alois. Peter Raubal nació en 1931 y actualmente es un ingeniero jubilado sin la menor intención de perpetuar la estirpe. Algo semejante sucede con Heiner Hochegger que nació en 1945 y que tampoco ha tenido descendencia. Por su parte, los hermanos Stuart-Houston - que se encuentran entre el inicio de la cincuentena y la mitad de la sesentena – hace tiempo que llegaron a un acuerdo para no tener hijos. La finalidad, explícita, es detener la línea sanguínea de Hitler. La actitud de descendientes de otros personajes como Rudolf Hess, Heinrich Himmler, Hermann Goering o Albert Speer ha sido diversa oscilando entre la vergüenza y la apología. Sin embargo, en el caso de Hitler, poco puede dudarse de que es un apellido maldito.
September 15, 2014
Isidoro Álvarez o el ojo del amo
Su fundador aprendió en Cuba lo que eran las cadenas americanas y trasladó el método a España. Isidoro Álvarez, su sucesor, lo superó. No se trata sólo de que acabara comprando a su gran rival, Galerías Preciados, ni que se extendiera en áreas impensadas como los seguros, la informática o las agencias de viajes. Es que conocía el negocio y cómo mejorarlo. Hace tres años, de riguroso incógnito, se recorrió las cuatro plantas del edificio de Zara en la calle de Serrano simplemente para saber que hacía Amancio Ortega mejor que El Corte inglés. No sorprende que en 2005, la National Retailer Federation le concediera el premio al Mejor distribuidor del año en Estados Unidos. Era un mero reconocimiento a la realidad. Tampoco creo que llamara la atención de nadie en este periódico que hace dos años se le concediera el Premio Alfonso Ussía en la categoría de Trayectoria ejemplar. A decir verdad, con él se acuñó la famosa frase de que España eran “diecisiete autonomías unidas por el Corte inglés”. Era más que una ocurrencia. La apertura de un centro del Corte inglés llegó a ser tan importante que he conocido casos en que el presidente de una CCAA impedía que se inaugurara en un ayuntamiento de su región simplemente porque lo gobernaba el partido contrario y podía significar un tanto electoral. A lo largo de décadas, Isidoro supo lo que hacía y lo hizo sin intrigas políticas, sin compadreos y sin partidismos. Recuerdo a la perfección la última vez que me encontré con Isidoro Álvarez. Fue hace un par de años. Le había hecho llegar una nota comentándole una incidencia en uno de los departamentos del Corte inglés y le faltó tiempo para invitarme a reunirme con él. Estuvimos departiendo un buen rato – tanto que me sorprendió – y me comentó que confiaba en una recuperación económica que, efectivamente, el año pasado llegó para El Corte. Al marcharme, me reafirmé en lo que había barruntado durante mucho tiempo: Isidoro era un fruto del sistema norteamericano de grandes almacenes, pero también la encarnación del refrán que afirma que el ojo del amo engorda el caballo.
September 14, 2014
El concepto de corrupción
Buenos días. Permítanme, en primer lugar, dar las gracias al Instituto Americano para la democracia por haberme cursado la invitación para pronunciar la primera ponencia de este panel sobre la corrupción en Latinoamérica y al congreso de los Estados Unidos por darnos cabida y respaldo en este empeño. Para mi, se trata de un honor y un privilegio.
No es tarea fácil, ciertamente, perfilar el concepto de corrupción. A lo largo de los siglos ha cambiado y evolucionado de maneras no siempre uniformes. Trasladémonos a una situación acontecida hace cuatro mil años en el Antiguo Egipto. Un antiguo texto del 2000 a.de C., nos narra cómo fue robado el ganado de un campesino llamado Jun-anup. El desdichado pidió justicia a un juez llamado Rensi, pero el juez, en lugar de escuchar al campesino, optó, por orden directa del faraón, azotarlo hasta nueve veces. La razón no era otra que el deseo del faraón de divertirse escuchando las quejas de Jun-anup. Sólo cuando el monarca quedó satisfecho, ordenó al juez que hiciera justicia. Resulta obvio que el concepto de corrupción en el Antiguo Egipto estaba más vinculado a obedecer al faraón aunque esa obediencia pudiera converirse, en un sentido muy literal, en una situación muy dolorosa para la gente que pedía justicia.
Un texto casi ocho siglos posterior - 1230 a. de C. – relacionado con el dios Amón-Ra afirma que no recibía regalos de los culpables. En otras palabras, la corrupción, a esas alturas, no estaba sólo relacionada con la obediencia al faraón sino también con rechazar sobornos en favor del culpable. Se trataba de un principio.
No mucho más prometedora fue la situación en la Antigua Mesopotamia. Hammurabi, el famoso rey babilónico que legislaba siguiendo las órdenes del dios Shamash y que nos ha dejado un código de leyes conservado en la actualidad en el museo del Louvre, en París, estableció una pena para castigar al juez que alterara su sentencia. Había que multarlo, infamarlo e incluso expulsarlo, pero, de manera bastante curiosa, parece que era la única forma de soborno castigada. Para colmo, no sabemos en realidad si Hammurabi castigaba el soborno en si o la falta de constancia del juez al dictar sentencias. Muy posiblemente, el concepto de corrupción estaba más ligado a la apariencia de justicia que a la justicia misma.
También Assurbanipal, el famoso rey asirio, tuvo su propia definición de corrupción procedente del dios Shamash que castigaba a “el juez injusto… al que recibe un regalo (tatu) que pervierte…”. En términos generales, los mesopotámicos no parecen haber sido muy estrictos con la corrupción. Por ejemplo, el archivo del templo de la Uruk neo-babilónica ha conservado numerosos documentos donde se registran casos judiciales presentados ante las autoridades del templo. La mayoría se relacionan con episodios relativamente menores de robo y corrupción. Tomemos, por ejemplo, el caso de un personaje llamado Gimillu. Durante una veintena de años, Gimllu estuvo a cargo del ganado del templo y más adelante se ocupó de los ingresos que procedían de las tierras del templo. Gimillu aprovechó su posición para apropiarse indebidamente de la propiedad del templo una y otra vez y, por añadidura, en no pequeña escala. Fue condenado y le impusieron una elevada multa, pero, de forma bien reveladora, continuó trabajando para el templo en una posición de responsabilidad. Reconozcamos que no deja de ser llamativo. No se puede evitar tener la sensación de que el concepto de corrupción no preocupaba especialmente a la gente de la mesopotámica Uruk. Incluso cuando se demostraba y castigaba, el culpable podía seguir desempeñando su cargo.
Con toda seguridad, no llegamos a encontrar una visión más estricta en relación con la corrupción hasta llegar a la Torah recibida por Moisés en el Sinaí para que sirviera de norma de vida a Israel. En el capítulo 23 del libro del Éxodo, por ejemplo, se recogen una serie de normas que se relacionan directamente con la corrupción:
“No esparzas falsos informes. No ayudes a una persona culpable siendo un testigo falso. No sigas a la multitud haciendo el mal. Cuando prestes testimonio en un proceso judicial, no perviertas la justicia colocándote al lado de la multitud y no muestres favoritismo para con el pobre en un proceso… No niegues la justicia a tus pobres en sus procesos. No tengas nada que ver con una falsa acusación y no condenes a muerte a alguien inocente u honrado… No aceptes un soborno porque el soborno ciega a los que ven y tuerce las palabras del inocente”.
En su escueta formulación, la Torah muestra ya una serie de conductas inaceptables precisamente porque implican corrupción. El populismo pauperista, la aceptación del criterio de la masa sea justo o no, la recepción de sobornos, el falso testimonio, el juicio carente de justicia… son conductas que encajan sobradamente en el concepto de corrupción. No deja de ser significativo igualmente que las primeras instrucciones contenidas en la Torah justo en vísperas de la entrada en la Tierra prometida se relacionen con una justicia imparcial impermeable a la corrupción. En Deuteronomio 16: 18-9 se afirma:
“Nombrarás jueces y oficiales en todas tus puertas que YHVH tu Dios te da, en tus tribus y juzgarán al pueblo con justo juicio. No torcerás el juicio, no serás parcial, no aceptarás regalos porque un regalo ciega los ojos del sabio y pervierte las palabras de los justos”.
El mensaje resultaba obvio: la justicia independiente era esencial para acabar con la corrupción, una corrupción cuyo concepto se había perfilado no poco.
Por supuesto, ni la justicia independiente ni la lucha contra la corrupción existieron siempre en el devenir histórico del antiguo Israel. Esa circunstancia es, precisamente, una de las causas de la aparición de uno de los fenómenos más interesantes de la Historia. Me refiero a los profetas del Antiguo Israel. La comprensión vulgar identifica a los profetas con meros vaticinadores del futuro, pero, en realidad, en la Biblia, son más bien personajes que leen el presente y señalan las consecuencias de la situación que ahora, en la actualidad, se vive. De manera bien significativa, para los profetas la lucha contra la corrupción era, por ejemplo, mucho más importante que la práctica de las ceremonias de la religión. Amós (5: 21-4), por ejemplo, podía afirmar:
“Odio, desprecio vuestras fiestas religiosas. Vuestras reuniones me apestan. Incluso aunque me traigáis ofrendas quemadas y de grano, no las aceptaré. Aunque me traigáis ofrendas de comunión selectas, no las consideraré. ¡Fuera el ruido de vuestras canciones! No escucharé la música de vuestras arpas. Pero dejad que corra la justicia como un río y la equidad como una corriente que no se interrumpe”.
Sin duda, el avance en el concepto de corrupción era muy importante. Lo que era o no corrupción no era decidido de acuerdo al deseo del rey o a la opinión humana sino a la justicia imparcial colocada bajo el imperio de la ley. Cualquier acción contra esa justicia debida a la codicia, el soborno, la parcialidad, la ambición u otras causas entraba en el concepto de corrupción.
Así de claro resultaba, siquiera teóricamente, en el Israel que vivía bajo un único Dios, pero resultaba más problemático en las sociedades politeístas. Por ejemplo, Platón, en el diálogo titulado Las leyes, reconocía que los dioses recibían ofrendas de los hombres, pero, a la vez, quizá pensando en que esas ofrendas a los dioses no eran sino una forma de soborno, Platón añadía que ese tipo de acción no podía ser aceptada entre los hombres.
Curiosamente, los griegos – inventores de la democracia a fin de cuentas – dispusieron de no pocas palabras que pueden traducirse como “corrupción”. Es el caso de, por ejemplo, luô, stasis, metabolê, diaphthora. Todas ellas, en mayor o menor medida, contienen una idea de pérdida con consecuencias negativas. Detengámonos, por ejemplo, en la palabra diafzora y en el verbo diafzerein. Este verbo contiene la idea de decadencia desde una forma original o pérdida de unidad o integridad lo mismo en un cuerpo físico que en una sociedad. Curiosamente, el verbo – y el paralelo con la Torah es llamativo – no indica tanto corromper como una corrupción de la mente que lleva a tomar decisiones erróneas.
La idea era clara, pero no lo era menos la realidad que no resultaba precisamente halagüeña. Reparemos, por ejemplo, en la Atenas que creó la democracia. El historiador Jenofonte (c. 430 – 354 BC), famoso autor de laAnábasis y defensor de la regeneración política incluso a costa de asumir formas políticas despóticas, nos ha transmitido un interesante diálogo entre Sócrates y Glaucón. El filósofo Sócrates informa a Glaucón de que no existe una ambición más honrosa que la de política. La afirmación puede aceptarse o no, pero, a continuación, Sócrates, de manera bien significativa, señala a Glaucón que lo mejor de desempeñar un cargo público, parte de la gloria que proporciona al que lo detenta y al estado, es que permite “obtener lo que se desea” ya que, de otra manera, no “tendrá los medios para ayudar a sus amigos”. Reconózcase que el comentario es significativo. No era excepcional. Por ejemplo, Solón, una de las figuras esenciales en la Historia de la democracia ateniense, proclamó en un acto nada exento de populismo la cancelación de deudas. Justo antes de anunciar la medida, informó a sus amigos de que les convendría negociar la concesión de elevados préstamos que, por supuesto, nunca pagarían. Se trataba de un claro ejemplo de información privilegiada que abrió la puerta a la riqueza. Insistamos de nuevo en que no se trataba de una excepción. Temístocles, uno de los grandes demócratas atenienses, no ocultaba que, en su opinión, no resultaba nada interesante desempeñar un cargo si no se podía enriquecer a los amigos. Y no se trataba sól del amiguismo o de la información privilegiada. También estaba la malversación. Periclés, otra de las grandes figuras de la democracia ateniense, creó los fondos reservados o secretos. Cuando se le preguntó en cierta ocasión como los empleaba, se limitó a responder que los había dado “según se necesitaba”. Suena, desde luego, no poco familiar.
En cierta medida, la extensión de la democracia o, al menos, de un sistema basado en las elecciones sirvió para idear nuevas formas de corrupción. Así lo vemos, al menos, en la Antigua Roma. En el año 63 a. de C., Cicerón, que era cónsul a la sazón, asumió el propósito de castigar un delito electoral que recibió el nombre de ambitus y que tenía una raíz similar a la de ambitio, es decir, ambición. Ambitus no era sólo el usar el dinero para obtener votos, sino también para ser aclamado o seguido por la gente, para pagar reservas para los votantes en los juegos públicos, para dar banquetes públicos o para patrocinar juegos de gladiadores. Los romanos… qué civilización. Eran conscientes no sólo de cómo se podían corromper unas elecciones sino también de cómo crer un ejército de clientes. El filósofo estoico Epicteto (55 – 135 d. de C.) podía preguntar amargamente: “¿Cómo llegaste a ser juez? ¿Qué mano besaste? ¿Frente a qué dormitorio dormiste? ¿A quién enviaste regalos?”. Se trata de preguntas retóricas que describen sobradamente una situación de corrupción extensa. No sorprende que el poeta Lucano indicara que la corrupción electoral había “destruido la república” al aumentar la deuda y las tasas de interés y empujado al enfrentamiento civil. Una vez más reconozcamos que esta visión de la corrupción suena familiar.
Los primeros cristianos no sólo fueron conscientes de la corrupción que aquejaba el imperio romano sino también la de los estados que orbitaban en torno suyo. Juan el Bautista consideró, por ejemplo, una manifestación de arrepentimiento que los funcionarios encargados de recaudar impuestos no despojaran a los ciudadanos más de lo debido (Lucas 3: 12-3). Tampoco deja de ser revelador que Pablo no fuera puesto en libertad por la sencilla razón de que el gobernador romano encargado de dar ese paso no deseara enemistarse con los judíos contrarios al apóstol (Hechos 24: 27). En estos aspectos, los primeros cristianos no fueron sino fieles seguidores de lo establecido por la Torah. Sin embargo, los primeros cristianos catalogaron también a una forma de corrupción si no del todo nueva sí llamada a disfrutar de una inmensa andadura. Me refiero a la simonía, es decir, la compraventa de bienes espirituales (Hechos 8: 17 ss), que recibe su nombre de Simón el mago. De esa manera, lo que era común en el paganismo fue contemplado con horror por los primeros cristianos. Deseo subrayar el término “primeros” porque, a lo largo de la Edad Media y como consecuencia de la inmensa inyección de paganismo que se produjo desde inicios del siglo IV, el papado no dejó de crear, difundir y acumular prácticas que sólo pueden ser calificadas como simonía. Como no podía ser menos, esa simonía, esa corrupción específicamente religiosa, garantizaba, supuestamente, no sólo un buen resultado en este mundo sino también una excelente posición en el futuro. Por cierto, esa corrupción institucionalizada no sólo fue la chispa que encendió la llama de la Reforma protestante a inicio del siglo XVI sino que además originó la denominación de una nueva forma de nepotismo. Me refiero al nepotismo. Como ustedes saben, el término deriva de la palabra latina “nepos” que significa “sobrino”. La realidad es que los papas entregaban cargos a sus sobrinos estableciendo una forma especial de corrupción que se prolongó escandalosamente durante siglos.
He mencionado la Reforma y resulta obligado detenerme en ella porque implicó importantes cambios en el concepto de corrupción. Permítaseme citar un episodio claramente revelador. En el año 1538, Calvino y algunos de sus amigos fueron expulsados de la ciudad de Ginebra por las autoridades. El momento fue aprovechado por el cardenal Sadoleto para enviar una carta a los poderes públicos de la ciudad instándoles a rechazar la Reforma y regresar a la obediencia a Roma. La carta del cardenal Sadoleto estaba muy bien escrita, pero lo cierto es que no debió de convencer a los ginebrinos ya que éstos solicitaron en 1539 a Calvino (que seguía desterrado) que diera respuesta epistolar al cardenal. Calvino redactó su respuesta al cardenal Sadoleto en seis días y el texto se convirtió en un clásico de la Historia de la teología. Escapa a los límites de esta ponencia el adentrarse en el opúsculo, pero sí es obligado mencionarlo porque en él se puede contemplar dos visiones de la ley que diferenciaron – ¡como tantas otras cosas! – a las naciones en las que triunfó la Reforma de aquellas en que no sucedió así.
El dilema que se planteaba era si el criterio que marcara la conducta debía estar en el sometimiento a la ley o, por el contrario, a la institución que establecía sin control superior lo que dice una ley a la que hay que someterse. Sadoleto defendía el segundo criterio mientras que Calvino apoyaba el primero. Para Calvino, era obvio que la ley – en este caso, la Biblia – tenía primacía y, por lo tanto, si una persona o institución se apartaba de ella carecía de legitimidad. El cardenal Sadoleto, por el contrario, defendía que era la institución la que decidía cómo se aplicaba esa ley y que apartarse de la obediencia a la institución era extraordinariamente grave, a decir verdad, tratándose de la iglesia católica implicaría la condenación eterna. La Reforma optó por la primera visión, mientras que en las naciones donde se afianzó la Contrarreforma se mantuvo un principio diferente, el que establecía no sólo que no todos no eran iguales ante la ley sino que, por añadidura, había sectores sociales no sometidos a la ley. De esa manera, la Reforma abrió la puerta a que la ley estuviera por encima incluso de papas y emperadores. Igualmente, afirmó una visión del ser humano que tendría una extraordinaria repercusión institucional.
La Reforma recuperó el principio, expresado en la Biblia, que sostiene que el género humano es una especie caída. Lejos de nacer buenos, como pretendería después Rousseau, los seres humanos nacen y se desarrollan con una predisposición innegable hacia el mal. Ni que decir tiene que una sociedad en que la acción de los seres humanos discurriera sin someterse al imperio de la ley o en que se permitiera un poder absoluto tan sólo puede acabar en una corrupción creciente y en la tiranía. A contrario sensu, si una sociedad desea protegerse de la tiranía y de la corrupción, los poderes del estado deben estar separados desembocando en lo que conocemos como un sistema de frenos y contrapesos (checks and balances), precisamente la base del sistema constitucional de Estados Unidos. A decir verdad, sólo una sociedad que cuenta con un sistema semejante cuenta con posibilidades jurídicas de combatir la corrupción.
Basta de Historia… Quizá podamos ya definir un concepto de corrupción. Al menos, podemos atrevernos a ello.
La corrupción es, primero, una desviación en el proceso de tomar decisiones; segundo, esa desviación implica el apartarse del fin legal y lógico de la decisión; tercero, esa desviación no se debe a un error humano ni a mera incompetencia; cuarto, por el contrario, la desviación tiene lugar a cambio de alguna forma de recompensa o de la promesa de la misma y quinto, esa desviación tiene un efecto en la sociedad que contribuye en mayor o menor medida a corromperla y a avanzar por el camino de la decadencia.
Por supuesto, la corrupción se ve ayudada por distintas circunstancias y habrá otros ponentes que se referirán al tema, pero quisiera sugerir que esas razones son más culturales que poíticas, más sociológicas que económicas, más espirituales que materiales. De hecho, la corrupción arranca, fundamentalmente, de la ausencia de un imperio de la ley igual para todos y de la falta de un trasfondo cultural que repudie enérgicamente esa corrupción. Fue precisamente un católico, por cierto, profundamente deprimido por la conducta de su iglesia y, en especial, de su cabeza, el que subrayó la importancia del primer factor. Su nombre era Lord Acton y, escribiendo a otro católico, afirmó:
“No puedo aceptar su canon de que tenemos que juzgar al papa y al rey de manera diferente a otros hombres, con una presunción favorable de que no han hecho nada malo. De existir alguna presunción sería, al revés, contraria a los que detentan el poder, aumentando en la medida en que el poder aumenta. La responsabilidad histórica obliga a enfrentarse con la falta de responsabilidad legal. El poder tiende a corromperse y el poder absoluto se corrompe absolutamente…”.
No deja de ser significativo que mientras que la frase final es relativamente conocida, el conjunto del argumento de Lord Acton no suela citarse. El papado y la monarquía no sólo no podían gozar de una presuposición favorable sino todo lo contrario. El hecho de que su poder fuera absoluto si acaso indica que su corrupción también sería absoluta y no se puede negar que la Historia ofrece abundantes ejemplos de la veracidad de lo afirmado por Lord Acton.
La segunda característica está muy relacionada con la falta de igualdad ante el imperio de la ley y se manifiesta de manera especialmente obvia en sociedades como las del sur de Europa o las de Hispanoamérica a las que otros conferenciantes se referirán con más detalle. En esas sociedades, es común el concepto católico de pecado venial que incluye, por ejemplo, la mentira y la falta de respeto por la propiedad privada. Cuando hace apenas unos años, una ministra socialista llamada Magdalena Álvarez señaló en España que “el dinero público no es de nadie” simplemente repetía lo que es una noción común en el sur de Europa y en el centro y sur de América. Habiendo nacido en una cultura de pecados veniales, la noción de la señora Álvarez era tanto una invitación a la corrupción como una poco velada legitimación de la misma.
¿Puede esta corrupción de honda raíz cultural ser combatida? No es el tema que yo debo abordar, pero no puedo menos que indicar que, efectivamente, ha de ser combatida ya que la corrupción, al fin y a la postre, destruye el cuerpo social. Una vez más, el trasfondo cultural es determinante.
Ibn Jaldun, un extraordinario historiador musulmán de la Edad Media, era muy pesimista al respecto y dejó escrito:
“Varios gobernantes, hombres de gran prudencia en el gobierno, viendo los accidentes que han llevado a la decadencia de los imperios, han buscado curar el estado y restaurarlo a una salud normal. Piensan que esta decadencia es el resultado de la incapacidad o la negligencia en sus predecesores. Se equivocan. Estos accidentes son inherentes a los imperios y no pueden ser curados”.
Ibn Jaldun expresaba, sin saberlo, lo mismo que describiría la Reforma siglos después - aunque apuntando ésta a un posible remedio - y que Lord Acton constataría con amargura en relación con papas y reyes: el poder absoluto corrompe absolutamente.
Sin embargo, sin caer en un fácil optimismo, creo que deberíamos adoptar otra actitud. En el suelo de piedra de la Torre de Constance, una prisión situada en Aigues Mortes, en Francia, un desconocido cautivo protestante escribió con un clavo una sola palabra: “Résistez”. ¡Resistid! Ciertamente, ése es el mejor grito que se puede lanzar contra la corrupción. Resistid. Resistamos como si nos enfrentáramos con la misma muerte porque, efectivamente, esa corrupción implica, tarde o temprano, el final del sistema político que la alberga en su seno. Muchas gracias.
September 13, 2014
Un monje llamado Lutero (VII): el comentario a la carta a los Gálatas
Primer escrito del apóstol Pablo, la carta a los Gálatas, fue redactada en un momento de especial relevancia en que los no-judíos comenzaban a afluir al seno del cristianismo en número creciente. La cuestión de fondo que se planteaba era si debían convertirse en judíos – cumpliendo rigurosamente la Ley - para ser cristianos o si su incorporación a Cristo podía darse de forma inmediata. El apóstol Pedro y Bernabé, posiblemente en un deseo de no provocar críticas entre los judíos que creían en Jesús como mesías, habían optado por aparentar plegarse a la primera hipótesis lo que, de manera inmediata, había provocado una reacción pública de reprensión por parte de Pablo:
“... cuando vi que no caminaban correctamente de acuerdo con la verdad del evangelio dije a Pedro delante de todos : ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar cuando tu, pese a ser judío, vives como los gentiles y no como un judío ? Nosotros, que hemos nacido judíos, y no somos pecadores gentiles, sabemos que el hombre no es justificado por las obras de la ley sino por la fe en Jesús el mesías y hemos creído asimismo en Jesús el mesías a fin de ser justificados por la fe en el mesías y no por las obras de la ley ya que por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2, 14-16)
El enfrentamiento de Pablo con Pedro se produjo ante toda la iglesia de Antioquia y quedó definido en unos términos indudablemente claros. La salvación no era algo que pudiera comprarse, adquirirse, merecerse por las obras. No. Por el contrario, se trataba de un regalo de Dios y ese regalo de Dios sólo podía ser recibido mediante la fe, una fe en que Jesús era el mesías y había muerto expiatoriamente en la cruz para la salvación del género humano. Si esa concepción del mecanismo de la salvación era pervertido, el mensaje del Evangelio – de las Buenas noticias – quedaría adulterado. ¿Cómo podía sustituirse la predicación de que Dios entregaba gratuitamente la salvación a través de Jesús por la de que era preciso convertirse en judío para salvarse, la de que la salvación se obtenía mediante las propias obras? Para Pablo resultaba obviamente imposible e inaceptable y Pedro – que sabía que tenía razón - no tenía ningún derecho a obligar a los gentiles a actuar de esa manera (Gál 2, 14). El apóstol sostenía que no había otro Evangelio aparte de el de la salvación por gracia a través de la fe:
“Estoy atónito de que os hayáis apartado tan pronto del que os llamó por la gracia del mesías, para seguir un evangelio diferente. No es que haya otro, sino que hay algunos que os confunden y desean pervertir el evangelio del mesías. Pero que sea anatema cualquiera que llegue a anunciaron otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, aunque el que lo haga sea incluso uno de nosotros o un ángel del cielo” (1, 6-8)
De hecho, para Pablo, si alguien pudiera obtener la salvación por obras no hubiera hecho falta que Jesús hubiera muerto en la cruz :
“... lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mi. No rechazo la gracia de Dios ya que si fuese posible obtener la justicia mediante la ley, entonces el mesías habría muerto innecesariamente” (2, 20-21)
La afirmación de Pablo resultaba tajante (la salvación se recibe por la fe en el mesías y no por las obras) y no sólo había sido aceptada previamente por los personajes más relevantes del cristianismo primitivo sino que incluso podía retrotraerse a las enseñanzas de Jesús. Con todo, obligaba a plantearse algunas cuestiones de no escasa importancia. En primer lugar, si era tan obvio que la salvación derivaba sólo de la gracia de Dios y no de las obras ¿porqué no existían precedentes de esta enseñanza en el Antiguo Testamento? ¿No sería más bien que Jesús, sus discípulos más cercanos y el propio Pablo estaban rompiendo con el mensaje veterotestamentario ? Segundo, si ciertamente la salvación era por la fe y no por las obras ¿cuál era la razón de que Dios hubiera dado la ley a Israel y, sobre todo, cuál era el papel que tenía en esos momentos la ley ? Tercero y último, ¿aquella negación de la salvación por obras no tendría como efecto directo el de empujar a los recién convertidos - que procedían de un contexto pagano - a una forma de vida similar a la intolerablemente inmoral de la que venían ?
A la primera cuestión Pablo respondió basándose en las propias palabras del Antiguo Testamento y, más concretamente, de su primer libro, el del Génesis. En éste se relata (Génesis 15, 6) como Abraham, el antepasado del pueblo judío, fue justificado ante Dios pero no por obras o por cumplir la ley mosaica (que es varios siglos posterior) sino por creer. Como indica Génesis : “Abraham creyó en Dios y le fue contado por justicia”. Esto tiene una enorme importancia no sólo por la especial relación de Abraham con los judíos sino también porque cuando Dios lo justificó por la fe ni siquiera estaba circuncidado. En otras palabras, una persona puede salvarse por creer sin estar circuncidado ni seguir la ley mosaica – como los conversos gálatas de Pablo - y el ejemplo más obvio de ello era el propio Abraham, el padre de los judíos. Por añadidura, Dios había prometido bendecir a los gentiles no mediante la ley mosaica sino a través de la descendencia de Abraham, en otras palabras, del mesías :
“... a Abraham fueron formuladas las promesas y a su descendencia. No dice a sus descendientes, como si se refiriera a muchos, sino a uno : a tu descendencia, que es el mesías. Por lo tanto digo lo siguiente : el pacto previamente ratificado por Dios en relación con el mesías, no lo deroga la ley que fue entregada cuatrocientos treinta años después porque eso significaría invalidar la promesa, ya que si la herencia fuera por la ley, ya no sería por la promesa, y, sin embargo, Dios se la otorgó a Abraham mediante la promesa”” (3, 16)
El argumento de Pablo es de una enorme solidez porque muestra que más de cuatro siglos antes de la ley mosaica e incluso antes de imponer la marca de la circuncisión, Dios había justificado a Abraham por la fe y le había prometido bendecirle no a él sólo sino a toda la Humanidad mediante un descendiente suyo. Ahora bien, la pregunta que surge entonces resulta obligada. Si la salvación se puede obtener por creer y no deriva de las obras ¿por qué había entregado Dios la ley a Israel ? La respuesta de Pablo resultaba, una vez más, de una enorme concisión y, a la vez, contundencia :
“Entonces ¿para qué sirve la ley ? Fue añadida por causa de las transgresiones hasta que viniese la descendencia a la que se había hecho la promesa… antes que viniese la fe, estábamos confinados bajo la ley, recluidos en espera de aquella fe que tenía que ser revelada de tal manera que la ley ha sido nuestro ayo para llevarnos hasta el mesías, para que fuéramos justificados por la fe, pero llegada la fe, ya no estamos bajo ayo, pues todos sois hijos de Dios por la fe en Jesús el mesías” (3, 19-26)
(La negrita es nuestra)
“También digo que mientras el heredero es niño no se diferencia en nada de un esclavo aunque sea señor de todo. Por el contrario, se encuentra sometido a tutores y cuidadores hasta que llegue el tiempo señalado por su padre. Lo mismo nos sucedía a nosotros cuando éramos niños : estábamos sometidos a la esclavitud de acuerdo con los rudimentos del mundo. Sin embargo, cuando llegó el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiéramos la adopción de hijos” (4, 1-5)
Para Pablo, resultaba innegable que la ley de Moisés ciertamente era de origen divino y, por supuesto, tenía un papel en los planes salvadores de Dios. Sin embargo, ese papel era cronológicamente limitado extendiéndose desde su entrega en el Sinaí hasta la llegada del mesías. También era limitado su papel en términos espirituales. Fundamentalmente, la ley cumplía una misión, no la de servir de instrumento de salvación, sino la de preparar a las personas para reconocer al mesías. Igual que el esclavo denominado por los griegos paidagogos (ayo) acompañaba a los niños a la escuela, pero carecía de papel una vez que éstos llegaban al estado adulto, la ley mosaica servía para mostrar a los hombres que el camino de la salvación no se podía encontrar en las obras sino en la fe en el mesías. De hecho, intentar encontrar la justificación no por la fe sino por las obras de la Ley no sería sino una recaída en la esclavitud espiritual:
“Por lo tanto, permaneced firmes en la libertad con que el mesías nos liberó y no os sujetéis de nuevo al yugo de la esclavitud… del mesías os desligasteis los que os justificáis por la ley, de la gracia habéis caído… porque en el mesías Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor sino la fe que actúa mediante el amor… porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad sólo que no debéis usar la libertad como excusa para la carne, sino que debéis serviros los unos a los otros por amor ya que toda la ley se cumple en esta sola frase : Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (5, 1, 6, 13-4)
El esquema teológico expuesto por Pablo en la carta a los Gálatas debió resultar especialmente atractivo al profesor Lutero e – insistimos en ello – seguramente ahí deberíamos buscar la clave para la elección del tema en sus lecciones de teología. Lutero podía trazar con relativa facilidad paralelos entre el apóstol Pedro que, puntualmente, se había desviado de la verdad por razones humanas y una jerarquía presidida por el obispo de Roma al que se consideraba sucesor del mismo Pedro que, de manera continua, se dejaba arrastrar por comportamientos indignos. Igualmente, de la misma forma que Pablo había reprendido en público a Pedro insistiendo en que debía anunciar el Evangelio de la justificación por la fe, era lícito señalar a las autoridades eclesiásticas su deber de proclamar ese Evangelio al pueblo de Dios. Cuando se capta esta perspectiva, resulta considerablemente fácil comprender todo lo que sucedería en los años siguientes con un catedrático de teología llamado Martin Lutero.
CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (XIV): Un monje llamado Lutero (VIII): la disputa sobre las indulgencias
September 12, 2014
I´m on My Way to Canaan Land
Si algo quedó de manifiesto en esos cuarenta años fue que Dios era fiel hasta extremos difíciles de imaginar, pero que el pueblo lo mismo era capaz de inclinarse ante el becerro de oro – terrible pecado de idolatría – que de desear regresar a una esclavitud en Egipto de la que, precisamente, había sido liberado. No debería sorprender que, al fin y a la postre, de aquella generación que salió de Egipto nadie – salvo dos – entrara en la Tierra de Canaán y no sorprende porque la incredulidad, el materialismo, la amargura y la idolatría pesaron más que la fe confiada en el único Dios verdadero que no puede ser representado y que no tolera que se rinda culto a ningún otro ser.
Quizá por eso me gusta especialmente este negro espiritual. Se lo incluyo en dos versiones. Una, la de la orquesta Dixieland de Belgrado y la otra – mi preferida – con el concurso incomparable de una iglesia negra americana y de Burt Lancaster quizá en su única intervención musical en el cine.
Les decía antes que amo muy especialmente esta canción que afirma que voy de camino hacia la tierra de Canaán y aunque el camino es una subida difícil y el Diablo acecha, yo lo sigo para poder disfrutar de las promesas de Dios. No sólo eso. Oro y a la vez combato al Diablo. Me consta que el ascenso espiritual es muy difícil, pero, a la vez, también sé que la libertad del espíritu no la gané sino que Dios me la regaló en la persona de su mesías. Por eso ni pienso volver atrás a la servidumbre, ni voy malbaratar la libertad ni tampoco tengo la menor intención de quedarme a mitad del sendero. Sigo día a día en ese camino que lleva a algo mucho más preciado que la Tierra de Canaán en la seguridad de que alcanzaré la meta no por mi sino por aquel en quien he creído. Es lo mismo que deseo para ustedes. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
La orquesta Dixieland de Belgrado en una notable interpretación.
Aquí Burt Lancaster en el papel que le valió un más que merecido oscar.
September 10, 2014
Recaredo, el creador de la monarquía católico-visigoda
Entre los pueblos bárbaros más importantes se hallaban los godos del oeste o visigodos que en el siglo V llegaron a España y arrojaron de ella a otros invasores previos como los suevos, los vándalos y los alanos. Los visigodos eran cristianos, pero seguían la teología de Arrio quien creía que el Hijo era un dios creado y, por lo tanto, con principio. Se distanciaban así de la doctrina de la Trinidad definida por el concilio de Nicea y se parecían – aunque sólo en ese aspecto –a la cristología de los actuales Testigos de Jehová. La diferencia de raza, cultura y religión con los hispanorromanos no permitía preludiar una fácil convivencia. Por añadidura, no eran pocos los enemigos exteriores que pretendían apoderarse de porciones de España. El rey visigodo Leovigildo intentó unificar a sus súbditos bajo el arrianismo, pero no sólo fracasó sino que tuvo que ejecutar a su hijo, el católico Hermenegildo, que conspiró contra él con la intención de derrocarlo e imponer su religión. Fue otro hijo de Leovigildo, Recaredo, el que acabó logrando la unificación religiosa, pero en el sentido opuesto. En 587, se hizo bautizar en secreto por un obispo católico y dos años después, en el curso del III Concilio de Toledo, anunció que el catolicismo se convertía en la religión oficial procediendo así a crear una monarquía católico-visigoda. De manera bien significativa, la independencia de la iglesia hispana respecto de la de Roma se mantendría durante varios siglos más, pero no adelantemos acontecimientos. Recaredo fue un rey enérgico que reprimió las sublevaciones nobiliarias, combatió a los bizantinos que estaban asentados en la costa oriental de la península, derrotó a los vascones y contuvo los intentos francos de entrar en una España que ya se veía como una nación distinta de la entidad que había sido el imperio romano. La creación de Recaredo duraría más de un siglo, pero sus resultados fueron desiguales. A fin de cuentas, la unificación religiosa se tradujo inmediatamente en hostilidad hacia los que no la aceptaban – fundamentalmente, los judíos – y la falta de reforma de la monarquía que seguía siendo electiva dio lugar a luchas por el poder – el denominado morbo gótico – que crearon una peligrosa fragilidad institucional en el seno de una de las primeras naciones europeas. Por si fuera poco, no está nada claro que el arrianismo fuera extirpado. La rapidez con que siglo y medio después muchos hispanos abrazaron el islam en el que Jesús no pasa de ser un profeta creado posiblemente hunde sus raíces en la conversión oficial de Recaredo. Las consecuencias no se harían esperar.
Próxima semana : Don Rodrigo
Mr. Vidal goes to Washington
Tras haberla preparado en inglés, mis acompañantes en el evento que tenían la intención de pronunciar las suyas en español y decidí sumarme. Como moderador, se encontraba el embajador Otto J. Reich. Tendré oportunidad de colgar el video de la ponencia e igualmente el texto – en español – de la misma en su versión completa ya que se va a publicar en un volumen “ad hoc”. También colgaré algunas fotos mías con los que intervinieron y con la congresista Ileana Ros-Lehtinen, presidenta hon. del comité de Asuntos exteriores de la Cámara de representantes de los Estados Unidos que clausuró el acto, pero, de momento, quisiera adelantar algunas cosas. En primer lugar, el evento tuvo una calidad extraordinaria. La ponencia sobre La lucha contra la corrupción de Alberto Precht que dio incluso estadísticas de lo que cuesta a distintas naciones ese fenómeno, la de Carlos Manfroni sobre la Convención interamericana contra la corrupción y, muy especialmente, la de Carlos Sánchez Berzaín sobre la relación entreDemocracia, dictadura y corrupción fueron sensacionales en la primera parte del evento, pero la que realizó, en la segunda, Guillermo Lousteau sobre la corrupción en Argentina, en mi modesta opinión, superó a todas. Hubo momentos – lo reconozco – en que pensé que hablaba de Cataluña, pero, no, se refería a la Argentina y las historias que relató fueron absolutamente inverosímiles de no ser porque eran tan reales como Pujol y el asunto de los EREs por citar sólo dos casos españoles.
Para los que conocen la realidad del Norte y la del Sur del continente existen pocas dudas – si es que hay alguna – de que el distinto trasfondo cultural ha dado resultados muy diferentes. Es mi convicción desde hace años y no voy a abundar en ello, pero, como me contaba uno de los conferenciantes en el avión de regreso a la Florida: “si sumas a los españoles que eran corruptos y saquearon y a los incas que eran unos explotadores de la peor especie… el resultado somos nosotros”. Cámbiese incas por otros grupos y la afirmación la repiten los que conocen la Historia y la política del centro y del sur del continente. No es un relato grato para nacionalistas, pero los conceptos de colonización, de supremacía de la ley, de poder político y de posición frente a la verdad o respeto a la propiedad privada son tan distintos que el resultado también tenía que serlo.
Una última nota: no hablé de España. Mi ponencia – lo repito – era sobre el concepto de corrupción y como ha ido evolucionando históricamente. Los interesados en el Antiguo Egipto, Uruk o la democracia ateniense la encontrarán interesante y quizá incluso divertida. Los que esperen algo más cercano en el tiempo y el espacio quizá no se entretengan tanto. En otro orden de cosas, creo que regresaré, Dios mediante a Washington, en breve, pero no adelantemos acontecimientos porque, con seguridad, antes tendrán ustedes la oportunidad de volver a escucharme en radio.
September 8, 2014
Apología pro Rallo
A lo largo de la Historia, UGT no ha destacado precisamente ni por sus aportes intelectuales ni por su honradez. Si durante la Segunda república se incautó de viviendas y de cajas de seguridad y estableció checas, en los últimos años, con el asunto de los EREs andaluces, ha dejado más que de manifiesto lo que le importan los desempleados. Ahora además nos revelan que, salvo para lamentables acciones como las mencionadas, no destacan por su inteligencia. Durante varias temporadas, Juan Ramón Rallo fue el redactor jefe de la sección de economía de un programa que, a la sazón, yo dirigía en la radio. Si algo me quedó claro en todo ese tiempo no sólo fue su extraordinaria competencia académica y profesional, sino también su innegable independencia. Identificado con una visión liberal de la economía, Rallo despellejó dialécticamente la política de ZP y Solbes en su día y siguió haciendo lo mismo con Montoro hasta el punto de ser, con Roberto Centeno, su crítico más sagaz. Nada partidista, ha sido siempre un hombre que cree en principios. Se puede estar o no de acuerdo con sus posiciones identificadas con los impuestos bajos, la preeminencia de la iniciativa privada sobre la pública, la reducción del gasto público y la libertad individual frente a castas que absorben buena parte de los recursos que salen de los bolsillos de los ciudadanos, pero descalificarlas como si fueran el fascismo – precisamente una doctrina que, en términos económicos, fue predecesora de muchas de las políticas socialistas de la posguerra – o la sumisión al gobierno actual constituye un disparate de unas dimensiones colosales. Ignoro en que acabará todo. No sé si, al fin y a la postre, los sindicatos - tan poco ejemplares durante décadas - acabarán imponiéndose en un organismo que pagan todos los españoles. Si así fuera, los ciudadanos se verían privados de los juicios económicos de alguien que no sabe sólo de lo que habla sino que además puede advertir con conocimiento de causa de la que se avecina. Lo sé porque, año tras año, lo vi cuando formaba parte de mi equipo.
Hatufim
Pocos sabrán, por ejemplo, que esa serie extraordinaria que se titulaba In Treatment no era sino la versión americana de la Be-Tipul israelí. Es una lástima en cualquier caso porque este conjunto de obras permite asomarse a una sociedad que no es igual a la que adversarios y amigos cuentan.
Hatufim es un buen ejemplo de ello. Hollywood ha gustado de pintar siempre la situación militar que atraviesa Israel desde hace décadas en términos épicos. Realizó varias películas sobre el rescate de Entebbe; produjo una impresionante Éxodo de la que, consideraciones cinematográficas aparte, hay que decir que todo parecido con la realidad es mera coincidencia e incluso se ha entregado a filmar películas de comandos vengadores. Quizá no se pueda esperar más, pero Israel no ha reflejado así la situación en que vive. No es que la haya mostrado de manera más imparcial, es que, simplemente, no puede mentir ni dejarse llevar por el entusiasmo ante la realidad que millones de ciudadanos conocen y sufren.
Hatufim es la historia de tres soldados israelíes enviados a perpetrar el asesinato de un terrorista. La operación – de la que apenas sabremos nada – fracasa y los sirios capturan a los israelíes. Por sucesivos flashbacks conocemos los maltratos y las torturas, pero no es ése el énfasis de la serie sino lo que sucede cuando dos de ellos regresan a Israel tras dieciocho años de cautividad gracias a un canje de soldados por terroristas. Mientras los políticos y buena parte de la población se felicitan por el intercambio, no todo son albricias y parabienes. Uno de los cautivos descubre que ha aparecido el DVD e internet y que él – que pudo ser publicista años atrás – ahora es sólo un hombre que sufre crisis de ansiedad y que tiene enormes problemas para reintegrarse en el seno de su familia. Su compañero no está en mejor situación por la sencilla razón de que su novia se ha casado con su hermano y tenido un hijo con él. Y mientras sus propias familias los reciben con dificultad, no es mejor la recepción en otros lados. Los parientes de las víctimas de los terroristas liberados claman a voces preguntándose por qué alguien que hizo volar por los aires a una hija o a una esposa ha sido puesto en libertad para que regresen dos soldados – el tercero ha muerto – de los que ya no se acordaba nadie. Las fuerzas de seguridad del estado los escudriñan porque saben que, en el cautiverio, ha habido soldados israelíes que se pasaron al enemigo con armas y bagajes. El camarero puede reconocerlos en la cafetería, pero no les invitará a la consumición. Los antiguos compañeros no los recuerdan o, caso de hacerlo, piensan en cómo sacar un beneficio con su cercanía y breve resonancia mediática. Las comadres condenan a la novia que no espero y ensalzan a la esposa que sí lo hizo. Y, por añadidura, las mismas historias íntimas aparecen teñidas de mentira, incomodidad y quizá incluso sufrimiento.
Con ese telón de fondo – en absoluto, falso – la serie se permite incluso rozar algunos temas que no suelen aparecer en los medios de comunicación habitualmente como el de los muchachos israelíes que se niegan a realizar el servicio militar. Una película relativamente reciente se dedicó al caso de un joven que no se presentaba cuando era llamado a filas por la sencilla razón de que no se identificaba con el estado de Israel ni con la ideología emitida por los medios. No era pacifista. Simplemente, le importaba un pito la existencia de un estado judío y lo que había movido a su padre a su edad. Ignoro si existe alguna producción sobre los refuseniks, es decir, los objetores de conciencia – muchas veces oficiales condecorados como héroes – que se niegan a servir en el ejército en zonas de ocupación porque consideran que es inmoral la manera en que Israel se comporta en esas áreas y que actuar como fuerzas ocupantes excede con mucho su deber de defender a la nación. No aparecen, desde luego, en esta serie, pero tampoco se oculta que no todo es entusiasmo. La misma hija de uno de los protagonistas – que se acerca por razones de desequilibrio psicológico a la ninfomanía con hombres considerablemente mayores que ella – sirve en las fuerzas armadas, pero transmite todo menos patriotismo rutilante.
Se necesita mucho valor para trazar un fresco como el que ofrece Hatufim y otras producciones en que se ha cuestionado incluso al estamento de los ultra-ortodoxos bien es verdad que no por algunas de sus características más escandalosas como la aversión profunda hacia los no-judíos sino por la manera en que pueden asfixiar la existencia de una mujer. Algunos cineastas palestinos como Elia Suleiman han sido no sólo más realistas sino también más corrosivos, pero películas como la genial Intervención divina jamás se pudo estrenar en las áreas controladas por la Autoridad Nacional Palestina y no digamos Hamás.
Hatufim se emitió por la televisión israelí en el 2010 y ha contado con una secuela que no he visto, pero tengo intención de contemplar con sumo interés. El mensaje desagradará a los adversarios de Israel porque los israelíes, incluso los que van a asesinar terroristas al otro lado de la frontera, son tremendamente humanos – y por ello, frágiles - en sus debilidades y limitaciones, pero también es muy posible que desagrade a los partidarios porque muestra que la guerra no es algo barnizado por la epopeya sino espantoso; que ninguna sociedad es totalmente feliz ni modélica; que las mezquindades de todo tipo son propias del ser humano y que los héroes no pocas veces lo son a la fuerza y con un costo excesivo. El día que en España la izquierda o la iglesia católica o la monarquía o el mundo financiero sean capaces de realizar algo semejante… sólo Dios sabe lo que puede suceder.
September 7, 2014
Adiós, profesor Barea
Casi todos recordarán a Barea de la época Aznar cuando, en un intento sensato por reducir el gasto público, empezó a recortar de los presupuestos todo aquello que no era indispensable. Le llamaban entonces “Eduardo Manostijeras” y mientras que la izquierda y los nacionalistas le lanzaban miradas aviesas otros nos percatábamos de que no había manera distinta de salir del marasmo económico en que nos habían hundido los mandatos de Felipe González. Mi relación con él fue después mucho más intensa. Formaba parte del grupo de economistas que tenía en la tertulia de La linterna durante las temporadas que dirigí el programa. Barea era destacadamente simpático y educado. Acudía a la radio acompañado por su hija o su esposa – tenía problemas de movilidad que fueron aumentando con el paso del tiempo – y con una enorme sencillez esperaba en la “pecera” a que pasara la publicidad para poder entrar al estudio. Nuestra relación era muy, muy amistosa y cuando yo decidí abandonar la COPE por razones que he explicado en infinidad de ocasiones y marcharme a establecer Es.Radio, Barea me dijo que se venía conmigo aunque le pagaran menos. Debo decir que no todos actuaron igual y que algunos se vinieron, pero porque, previamente, se le dio libertad para aparecer en todos los medios que quisieran. A mi la decisión de Barea me conmovió como siguió conmoviéndome su aparición, semana tras semana, en el programa de Es la noche de César. Era un profesional extraordinariamente riguroso y, con años de antelación, se percató de adónde íbamos a acabar con ZP. Por otro lado, con una memoria prodigiosa para los números, desgranaba cifras y datos para dejar de manifiesto que con ciertos niveles de gasto es tan imposible que despegue una nación como que se alce por los aires un pato atado a un yunque. En un momento determinado, decidí sacarle del ambiente fatigoso de las tertulias y darle una sección específica que se titulaba La lección de Barea. Primero, en televisión y radio y luego sólo en radio, cuando algún espabilado hundió la televisión, aquella intervención semanal era como un trallazo en la conciencia de cualquiera que deseara saber de verdad como estábamos económicamente. Un día me comunicaron desde arriba que, por razones presupuestarias, tenía que suspender su sección. Me causó una pena inmensa e insistí en ser yo quien le diera la noticia. ¿Qué menos se merecía que recibirla del que había sido durante años director del programa? Me dijo con una voz dulce y débil que lo comprendía y a mi se me partió el alma porque era dolorosamente consciente de que el espacio era bueno, era económico y, por añadidura, se podrían haber eliminado de aquella radio muchas otras cosas con más justicia porque eran peores y más caras. Pero yo – en contra de lo que pensaban algunos – no tenía capacidad de decisión – salvo para cuestiones muy, muy concretas - ni siquiera en mi propio programa. Lo he seguido recordando estos años: su vigor al exponer, sus manos movidas como espadas, sus ojillos vivos, su afecto… Descanse en paz, entrañable profesor.
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