César Vidal's Blog, page 74
July 17, 2016
Las obras de la escuela joánica (I): el Cuarto Evangelio
LAS FUENTES ESCRITAS (VI):
FUENTES CRISTIANAS (IV): Las obras de la escuela joánica (I): el Cuarto Evangelio[1]
Si, como Lucas, los Evangelios Sinópticos plantean problemas relacionados con su datación, fuentes y autoría, estas cuestiones tampoco están ausentes del estudio del Evangelio de Juan. Modernamente se tiende (Barret, Beasley-Murray, Brown, Snackenburg, etc.) a negar que el autor haya sido Juan, el hijo de Zebedeo. Sin embargo, la primera identificación en este sentido es relativamente temprana (Ireneo, Adv. Haer., 3, 1, 1, citado por Eusebio en HE, 5, 8, 4), y pretende sustentarse en el testimonio del mismo Policarpo. Pese a todo, la noticia es menos segura de lo que podría parecer a primera vista. Así, ninguna otra literatura relacionada con Éfeso (v. g.: la Epístola de Ignacio a los Efesios) cita la supuesta relación entre el apóstol Juan y esta ciudad. Además es posible que Ireneo haya experimentado una confusión relacionada con la noticia que, supuestamente, recibió de Policarpo. Así Ireneo señala que Papías fue oyente de Juan y compañero de Policarpo (Adv. Haer., 5, 33, 4) pero, de acuerdo con el testimonio de Eusebio (HE 3, 93, 33), Papías fue, en realidad, oyente de Juan el presbítero —que aún vivía en los días de Papías (HE 3, 39, 4)— y no del apóstol. Pudiera ser, por tanto, que a ese Juan, se refiriera Policarpo. Por último, otras referencias a una autoría de Juan, el apóstol (Clemente de Alejandría, citado en HE 6, 14, 17 o el Canon de Muratori), revisten un carácter demasiado tardío o legendario como para resultar plenamente convincentes.
A pesar de lo ya señalado, el análisis de la evidencia interna permite acceder a noticias relacionadas con la redacción y con el personaje conocido como el «Discípulo Amado». Las referencias recogidas en 21, 24 y 21, 20 podrían identificar al redactor inicial con el Discípulo Amado,[1] o, tal vez, como la fuente principal de las tradiciones recogidas en el mismo. Pese a todo, esto no nos permite aclarar sin asomo de duda si el mismo es Juan, el apóstol. En cuanto al Discípulo Amado, se le menciona explícitamente en 13, 23; 19, 26-27; 20, 1-10 y 21, 7 y 20-4; y, quizá, en 18, 15-16; 19, 34- 7 e incluso 1, 35-6. De la lectura de este material se desprende que el Evangelio nunca identifica por nombre al Discípulo Amado (aunque tampoco a Juan, el apóstol). Ciertamente, si en la Última Cena sólo hubieran estado presentes los Doce, obviamente el Discípulo Amado tendría que haber sido uno de ellos, pero tal dato dista de ser totalmente seguro.
Pese a todo lo anterior pensamos que no existen razones de peso que lleven a negar de manera dogmática la posibilidad de que el Discípulo fuera Juan, el apóstol. Aún más. Creemos que incluso existen algunos datos que apuntan en tal dirección. En primer lugar, se hallan los aspectos que podríamos denominar «geográficos». Así, en el Evangelio de Juan, el ministerio de Jesús en Galilea tiene una enorme importancia, hasta el punto de que la región aparece mencionada más veces en este Evangelio que en ningún otro (véase, especialmente: 7, 1-9). Dentro de esa región, Cafarnaum, una zona vinculada estrechamente con Juan, el de Zebedeo, (1, 19; 5, 20), recibe un énfasis muy especial (2, 12; 4, 12; 6, 15) en contraste con lo que otros evangelios denominan el lugar de origen de Jesús (Mt. 13, 54; Lc. 4, 16). La misma sinagoga de Cafarnaum es mencionada más veces que en ningún otro Evangelio. De igual forma, este Evangelio hace referencia al ministerio de Jesús en Samaria (c. 4), algo explicable si recordamos la relación de Juan, el de Zebedeo, con la evangelización judeo-cristiana de Samaria (Hch. 8, 14-17). Este nexo ha sido advertido por diversos autores con anterioridad[1] y reviste, en nuestra opinión, una importancia fundamental. Añadamos también dentro de este apartado que las descripciones del Jerusalén anterior al 70 d. J.C. que aparecen en este Evangelio encajan con lo que sabemos de la estancia de Juan en esta ciudad después de Pentecostés. De hecho, los datos suministrados por Hch. 1, 13-8, 25, y por Pablo (Gál. 2, 1-10) señalan que Juan se encontraba todavía en la ciudad antes del año 50 d. J.C.
A estos aspectos que hemos denominado «geográficos» habría que añadir otros de carácter «personal» que encajan asimismo con lo que sabemos de Juan, el de Zebedeo. Para empezar, éste formaba parte del grupo de tres (Pedro, Santiago y Juan) más próximo a Jesús. Resulta un tanto extraño que un discípulo supuestamente tan cercano a Jesús como el «Discípulo Amado», de no tratarse de Juan, no aparezca siquiera mencionado en otras fuentes. Asimismo Juan fue uno de los dirigentes judeo-cristianos que tuvo contacto con la Diáspora, al igual que Pedro y Santiago (Sant. 1, 1; 1 Pe. 1, 1; Jn. 7, 35; 1 Cor. 9, 5), lo que encajaría con algunas de las noticias contenidas en fuentes cristianas posteriores en relación con el autor del Cuarto Evangelio. Esta obra procede además de un testigo que se presenta como ocular, circunstancia que, una vez más, se cumple en Juan, el de Zebedeo.
En cuanto al vocabulario y el estilo del Cuarto Evangelio señalan a una persona cuya lengua primera era el arameo y que escribía en un griego correcto, pero lleno de aramismos, algo que de nuevo tiene paralelos en Juan, el hijo de Zebedeo. Finalmente, el trasfondo social de este personaje armoniza perfectamente con lo que cabría esperar de un «conocido del sumo sacerdote» (Jn. 18, 15). De hecho, la madre de Juan era una de las mujeres que servía a Jesús «con sus posesiones» (Mt. 27, 55-56; Lc. 8, 3), al igual que la esposa de Juza, administrador de las finanzas de Herodes. De igual forma sabemos que contaba con asalariados a su cargo (Mc. 1, 20). Quizá algunos miembros de la aristocracia sacerdotal lo podrían mirar con desprecio por ser un laico (Hch. 4, 13), pero el personaje debió de distar mucho de ser mediocre a juzgar por la manera tan rápida en que se convirtió en uno de los primeros dirigentes de la comunidad jerosilimitana, situado sólo detrás de Pedro (Gál. 2, 9; Hch. 1, 13; 3, 1; 8, 14; etc.).
En el caso de que Juan, el de Zebedeo, no fuera el autor del Evangelio —y como se puede ver las razones a favor son de peso y numerosas—, éste tendría que ser algún discípulo muy cercano a Jesús (por ejemplo, como los mencionados en Hch. 1, 21 y ss.) que contara con un peso considerable dentro de las comunidades judeo-cristianas de Israel, pero del que, inexplicablemente, no se ha conservado el nombre. La posibilidad de que tuviera cierta relación posterior con Asia Menor es algo que será examinado más adelante.
Con respecto a la datación de esta obra, no puede dudarse de que el consenso ha sido casi unánime en las últimas décadas. Generalmente, los críticos conservadores la han situado a finales del siglo I o inicios del II, mientras que los radicales, como Baur, la han ubicado hacia el 170 d. J.C. Uno de los argumentos utilizados como justificación de esta postura era leer en Jn. 5, 43 una referencia a la rebelión de Bar Kojba. El factor determinante para refutar esta datación tan tardía fue el descubrimiento en Egipto del p 52, perteneciente a la última década del siglo I o primera del II, donde aparece recogido un fragmento de Juan. Esto marca la fecha de redacción en torno al 90-100 d. J.C. como máximo. Pese a todo, creemos que existen razones poderosas para situar la redacción del Evangelio en una fecha anterior.
Ya C. H. Dodd,[1] pese a seguir la corriente de datar la obra entre el 90 y el 100, atribuyéndola a un autor situado en Éfeso, reconoció que el contexto del Evangelio se halla relacionado con circunstancias «presentes en Judea antes del año 70 d. J.C., y no más tarde, ni en otro lugar».[1] Precisamente por ello, no dudó en afirmar que la obra resulta «difícilmente inteligible»[1] fuera de un contexto puramente judío anterior a la destrucción del Templo e incluso a la rebelión del 66 d. J.C. A pesar de estas conclusiones, C. H. Dodd se aferró a la tesis de que Jn. 4, 53 era una referencia a la misión gentil y de que el testimonio de Juan recordaba la situación en Éfeso en Hch. 18, 24-19, 7. Ambos extremos, aun en el supuesto bastante dudoso de ser correctos no obligan, sin embargo, a fechar el Evangelio de Juan con posterioridad al 70 d. J.C. De hecho, la misión entre los gentiles fue asimismo previa al 66 d. J.C., y, en cuanto a la noticia de Hch. 18 y 19, también va referida a sucesos acontecidos antes del 66 d. J.C.
Por añadidura, existen, en nuestra opinión, circunstancias que obligan a pensar en una redacción final del Evangelio antes del 70 d. J.C. Entre ellas habría que destacar especialmente:
1. La cristología muy primitiva: Jesús es descrito como «profeta y rey» (6, 14 y ss.); «profeta y mesías» (7, 40-2); «profeta» (4, 19 y 9, 17); «mesías» (4, 25); «Hijo del hombre» (5, 27) y «maestro de Dios» (3, 2). Aunque, ciertamente, Juan hace referencia a la preexistencia del Verbo, tal concepto está presente asimismo en Q —que identifica a Jesús con la Sabiduría eterna.
2. El trasfondo: que —como ya se percató Dodd— sólo encaja en el mundo judío palestino anterior al 70 d. J.C.
3. La ausencia de referencias a circunstancias posteriores al 70 d. J.C.: la única sería, aparentemente, la noticia en relación con la expulsión de las sinagogas de algunos cristianos (Jn. 9, 34 y ss.; 16, 2). Para algunos autores[1], tal circunstancia está conectada con la birkat ha-minim, al que nos referiremos en la segunda parte de nuestro estudio, e indicaría una redacción posterior al 80 d. J.C. Lo cierto, sin embargo, es que utilizar el argumento de la persecución para dar una fecha tardía de redacción de los Evangelios no parece de recibo desde el estudio realizado al respecto por D. R. A. Hare[1]. De hecho, tal medida fue utilizada ya contra Jesús (Lc. 4, 29), Esteban (Hch. 7, 58) y Pablo (Hch. 13, 50) con anterioridad al 66 d. J.C. Por otra parte, cuenta con numerosos paralelos en la historia judía posterior, desde Rabi Eliezer hasta los primeros jaisidim pasando por Spinoza.
4. La ausencia de referencias a los gentiles en el Evangelio: lo que obliga a datarlo en una fecha muy temprana, cuando tal posibilidad tenía poca relevancia, lo que hace imposible que armonice con un contexto efesino.
5. La importancia dada a los saduceos: se sigue reconociendo el papel profético del sumo sacerdote (Jn. 11, 47 y ss.), lo que carecería de sentido tras el 70 d. J.C. —no digamos ya tras Jamnia— dada la forma en que este segmento de la vida religiosa judía se eclipsó con la destrucción del Templo.
6. La ausencia de referencias a la destrucción del Templo: la profecía sobre la destrucción del Templo atribuida a Jesús (2, 19) no sólo no se conecta con los sucesos del año 70, sino con los del 30 d. J.C. En un Evangelio donde la animosidad de los dirigentes de la vida cúltica está tan presente —algo con paralelos en los datos suministrados por el libro de los Hechos en relación con Juan— tal ausencia resulta inexplicable si es que, efectivamente, el Evangelio se escribió después del 70 d. J.C.
7. La descripción topográfica: la misma resulta rigurosamente exacta,[1] hasta el punto de que no sólo revela un conocimiento extraordinario de la Jerusalén anterior al 70 d. J.C., sino que además considera que la misma no «fue» así, sino que «es» así (4, 6; 11, 18; 18, 1; 19, 41).
8. El hecho de que no se haya producido la muerte del Discípulo Amado aunque eso sería lo normal: esta circunstancia, indicada en el c. 21, ha sido utilizada para justificar una fecha tardía de la fuente, y más teniendo en cuenta que presupone la muerte de Pedro (21, 18-23) en la cruz (comp. con 12, 33 y 18, 32). Con todo, tal aspecto nos indicaría como mucho una fecha posterior al 65 d. J.C. En efecto, en ese contexto cronológico, preguntarse si el Discípulo Amado (y más si se trataba de Juan) iba a sobrevivir hasta la venida de Jesús resultaba lógico puesto que Santiago había muerto en el 62 d. J.C.; Pedro en el 65 y Pablo algo después. Es asimismo lógico que muchos pensaran que la Parusía podía estar cercana y que, quizá, el Discípulo Amado viviría hasta que tuviera lugar. Él no era de la misma opinión. No era lo que Jesús les había dicho a él y a Pedro, sino que Pedro debía seguirlo sin importar lo que le sucediera al primero (Jn. 21, 21 y ss.). Ahora Pedro había muerto (65 d. J.C.) pero nada indicaba que, por ello, la Parusía estuviera cerca. Una vez más, la destrucción del Templo en el 70 d. J.C. no es mencionada.
Sin ánimo dogmático, resulta, en nuestra opinión, como lo más plausible suponer que la conclusión del Cuarto Evangelio se escribió en una fecha situada, como mucho, entre el 65 y el 66 d. J.C., siendo esta última o bien obra de él —que hablaría entonces en tercera persona— o bien de algún discípulo suyo. El contexto resulta, igualmente a nuestro juicio, claramente judeo-cristiano y asentado en Israel. En cuanto al resto del Evangelio, sin duda, es anterior al 65 d. J.C., pero, con seguridad, posterior a la misión samaritana de los años treinta y quizá anterior a las grandes misiones entre los gentiles de los años cincuenta.
La acumulación de todo este tipo de circunstancias explica el que un buen número de especialistas haya situado la redacción del Evangelio con anterioridad al 70 d. J.C.,[1] así como los intentos, poco convincentes en nuestra opinión, de algunos autores encaminados a pasar por alto la solidez de estos argumentos y, a la vez, conjugarlos con una datación tardía del Evangelio. Estas interpretaciones chocan, a nuestro juicio, con el inconveniente principal de no responder a los argumentos antes señalados, fundamentalmente, en relación con el trasfondo histórico.[1]
Como fuente histórica relacionada con nuestro estudio, el Cuarto Evangelio reviste una considerable importancia en la medida en que muestra el pensamiento teológico del judeo-cristianismo asentado en Israel, posteriormente, se proyectaría sobre la Diáspora.
CONTINUARÁ
July 15, 2016
This Little Light of Mine
Es posible que la luz que tengamos sea pequeña y, en realidad, cuesta creer que no sea así, pero, a pesar de nuestra diminuta pequeñez, debemos hacer que brille. Aquellos que seguimos de corazón a Jesús como mesías tenemos como misión ser luz en medio del mundo y esa luz no se oculta sino que debe difundir su luminosidad (Mateo 5: 14-16).
Si algo que he tenido claro desde mi conversión es que mi luz era reducida, incluso minúscula, pero sólo tenía algún valor si se arrojaba sobre la vida de otros. No temo a las consecuencias porque sí temo no tener la oportunidad de poder lanzar esa luz sobre esa misma persona una vez más. No temo a las consecuencias porque esa luz no es mía sino que sólo refleja pobremente la de Jesús que es la Luz del mundo (Juan 8: 12). No temo a las consecuencias porque sé que es mi misión en este mundo y también la raíz de cualquier recompensa que pueda recibir en el otro. En estos momentos, en que sigue estando en el alero si La Voz se podrá seguir escuchando el año que viene o habrá sido su última temporada, yo sé que tanto si es que sí como si es que no, la pequeña luz que llevo conmigo seguirá brillando. Por eso, siempre me emociona esta canción y es que es un privilegio, una alegría y una bendición hacer brillar la luz por pequeña que sea.
Les incluyo tres versiones de esta canción. La primera está entonada por un coro infantil, la segunda por el Soweto Gospel Choir y la tercera por un coro evangélico negro. Disfrútenlas y si tienen algo de luz en su interior… déjenla brillar. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
Ésta es la versión entonada por el coro de niños
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Ésta es la entonada por el Soweto Gospel Choir
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Y ésta es una hermosa versión Gospel
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July 14, 2016
Los libros profeticos: Daniel(III): el profeta que vio mas alla de la caida de los de los imperios
El capítulo 7 recoge varias visiones nocturnas que tuvo Daniel. La primera (7: 1-12) va referida a cuatro potencias que surgieron del Gran mar (7: 2), es decir, el Mediterraneo. No debería sorprender que esas cuatro bestias se correspondan con la sucesión de imperios de la estatua que ya vimos. Curiosamente, la enumeración de las cuatro bestias tiene un paralelo con la enumeración que aparece en Oseas 13: 7-8. No debería sorprender porque aunque los grandes poderes se creen autónomos nunca se escapan de los propósitos de Dios. ¿Cuáles son esas potencias? La primera es Babilonia y aparece muy correctamente simbolizada como un león con alas porque ambos símbolos son frecuentes en sus obras de arte. Sin embargo, Babilonia perdió su carácter de león y adquirió el corazón humano de soberbia que caracterizó a Nabuconodosor II y ya hemos visto lo que significó. La segunda potencia – Medopersia – era como un oso – quizá una referencia al carácter montañoso de su origen y tenía un lado más alto que otro por la sencilla razón de que Persia siempre fue más importante que Media (7: 5). La tercera potencia fue extraordinariamente poderosa, agresiva y rápida en su expansión (7: 6), circunstancias ambas que encajan a la perfección con Alejandro el Grande cuyo imperio acabó teniendo varias cabezas por la sencilla razón de que no se mantuvo unido sino que se disgregó en distintas monarquías extendidas a los cuatro puntos cardinales, pero unidas cultural y lingüísticamente. Después de esa visión de las tres primeras bestias surgió otra cuarta mucho más fuerte y diferente (7: 7). Esta bestia es Roma, ciertamente, mucho más fuerte y permanente que las tres potencias anteriores hasta el punto de que su fuerza puede simbolizarse por diez cuernos (7: 8).
Mientras Daniel contemplaba a Roma vio que de su poder surgía un cuerno pequeño, que venía precedido por la salida de tres cuernos previos y que hablaba cosas espantosas. No son pocos los que consideran que ese cuerno pequeño es el Anticristo entendiendo como tal un político futuro de poder global. Lo cierto es que la palabra anticristo JAMÁS se usa en ese sentido. Basta con echar mano de una concordancia de la Biblia para comprobarlo. Semejante interpretación, pues, es imposible, de entrada, por la sencilla razón de que Roma dejó de existir como imperio en el 476 d. de C. – 1453 si aceptamos que continuó en Bizancio que es mucho aceptar – y el cuerno pequeño surge directamente de Roma y no de un imperio romano reconstituido en el futuro del que el texto no habla ni por aproximación. ¿Quién es, pues, el cuerno pequeño?
Históricamente – hasta los disparates de la escatología surgida de los jesuitas Lacunza y Ribera y luego popularizado en el mundo anglosajón – siempre ha habido dos interpretaciones. La primera es que se trata de Nerón. Surgió de Roma, fue precedido por tres soberanos Tiberio, Calígula y Claudio – todos muertos violentamente para dejarle paso – y fue el primer gran perseguidor del cristianismo hasta el punto de que significó el cambio de una Roma respetuosa que contemplamos en el libro de los Hechos por otra enemiga. Era un hombre, pero afirmaba cosas espantosas como su divinidad. La segunda interpretación apareció ya en la Edad Media y fue asumida por la Reforma. El cuerno pequeño sería el papado. Surgido de Roma, aprovechando el vacío de poder y el colapso de los tres reinos bárbaros que pretendieron suceder al imperio, el papado absorbería los títulos paganos de la Antigua Roma – como el de pontifex maximus – y aunque siempre ha sido un hombre, ha pronunciado palabras espantosas persiguiendo a los creyentes fieles a la Biblia durante siglos. Sin ánimo de dogmatizar hay que reconocer que ambas interpretaciones son muy verosímiles lo que no puede decirse, sin embargo, del futurismo.
Pero ¿qué pasa en las bambalinas de la Historia mientras los imperios, a cuál más cruel, se van sucediendo? Lo que ve Daniel es impresionante. Detrás de lo que se percibe, existe una realidad que, a pesar de su invisibilidad, es de mayor importancia que cualquier otra. Dios – un Dios tan puro que sólo puede ser simbolizado con la blancura y el fuego – es servido por ejércitos superiores a los de las potencias bestiales y además es Juez (7:9-10). Por eso, a pesar de la fuerza de estas potencias, la bestia de la que surgió el cuerno pequeño, éste y las otras potencias acabarán siendo aniquiladas (7: 11-12).
Sin embargo, la Historia no entra en su punto trascedental con la desaparición de esos imperios. En realidad, la Historia cambió de manera esencial cuando el Hijo del hombre fue llevado ante el Padre y fue reconocido como rey. Ese punto no está situado en un futuro sino que se cumplió de manera indiscutible cuando Jesús fue ascendido a la derecha del Padre y, como señala con enorme claridad el autor de Hebreos, se sentó porque su misión había sido cumplida totalmente. Es obligado recordar que cuando Jesús murió señaló que todo estaba consumado (Juan 19: 30). Jesús no reinará sino que ya reina y así lo seguirá haciendo hasta que vaya consumándose su reino siendo el último enemigo en ser vencido la muerte (I Corintios 15: 24-27). Como señala Pablo, Dios ya ha sujetado – no sujetará - a todos los enemigos del mesías bajo sus pies en la resurrección y todo eso que sucedió en la época de la cuarta bestia – como también se había visto en la visión de la estatua – tendrá una consumación que hemos de esperar. El Reino no será algo inaugurado por el mesías en el futuro. Llegó ya con su venida como él mismo se ocupó de decir (Mateo 12: 28) y ahora vivimos en una época intermedia hasta su consumación como puede verse en no pocas de las parábolas del reino como las de la cizaña (Mateo 13: 24-51).
Daniel estaba abrumado, asustado, dolorido tras aquellas visiones (7: 15) y suplicó aclaraciones sobre lo que acababa de ver. La respuesta es obvia. Las bestias son símbolo de cuatro imperios que surgirán en la tierra (v. 17), pero no había que dejarse abrumar por el temor ya que el verdadero reino será el de Dios y se entregará a los seguidores del Hijo del hombre. Como señaló Jesús en Lucas 12: 32 aquel rebaño pequeño – menuda imagen si se compara con grandes fieras – podía sentirse asustado, pero no debía temer porque el Padre había decidido darles el Reino y ese Reino a diferencia de Grecia y Roma, de Persia y Babilonia no tendría fin.
Daniel, sin embargo, seguía insistiendo en aclaraciones sobre la más terrible de las bestias, la cuarta, y el cuerno pequeño. La razón no era mera curiosidad sino que se relacionaba con el hecho de que el cuerno pequeño perseguiría al pueblo de Dios con saña y obtendría victorias sobre él (7: 21) antes del juicio sobre ese reino (7: 22). De nuevo, la respuesta que recibió fue que ni siquiera el cuerno pequeño ni la cuarta bestia escaparían del juicio de Dios. Es cierto (7: 25) que intentaría cambiar el tiempo y la ley – razones ambas que confirmaron la interpretación reformada de que se trataba del papado que había alterado incluso el calendario y, desde luego, la ley de Cristo – pero el tiempo está en manos de Dios. El poder del cuerno pequeño duraría “un tiempo y tiempos y la mitad de un tiempo” (v. 25). Curiosamente, tanto la interpretación que identifica al cuerno pequeño como con el papado se ajusta a ese versículo. Dos años y medio, duró la persecución neroniana de la que se hicieron eco incluso autores paganos y en la que perecieron personajes de la talla de Pablo de Tarso y quizá Pedro. Pero es que si a los dos años y medio se les aplica – como sucede con algunos textos de la Biblia – la idea de que cada día equivaldría a un año, el poder del cuerno pequeño equivale al de la existencia de los estados pontificios desde su establecimiento hasta su desaparición con la unificación de Italia y su desaparición como reino. Ambas interpretaciones encajan.
Lo importante, lo esencial, lo trascendental no es eso, sin embargo, sino el Reino del que disfrutarán los seguidores del mesías, el reino que llegó con el mesías, en la época de la cuarta división de la estatua de Nabucodonosor y en la de la cuarta bestia vista por Daniel: Roma. Por supuesto, hay gente que, en lugar de contemplar lo que dice Daniel – hay que reconocer que algo de Historia hay que saber - se dedica a especular sobre el futuro y a creer en relatos de escatología-ficción. Así, sólo pierden el tiempo miserablemente. En el Reino ya se puede entrar. La realidad era tan abrumadora, tan poderosa, tan conmovedora que Daniel quedó turbado y palideció, guardando todo en su corazón (7: 28).
Al final, piensen lo que piensen los que dominan imperios, la Historia está en manos de Dios y resulta triste contemplar como una ignorancia grave de las Escrituras impide ver la grandeza del ministerio de Jesús para especular sin sentido sobre si el Anticristo – palabra que en la Biblia JAMÁS es utilizada de un poder político – es Napoléon, Mussolini, Saddam Hussein o el rey Juan Carlos. De todos ellos se ha dicho con un éxito evidente y, sin embargo, la Biblia es tan clara…
Lectura recomendada: capítulo 7.
CONTINUARÁ
July 13, 2016
Un problema insoluble
El análisis superficial afirmaría que sí y además se quedaría en que todo es producto del racismo, de la opresión ejercida sobre la población negra y de la brutalidad policial blanca. Es facilón recurrir a esas categorías, pero presenta, sobre todo, el gravísimo problema de no corresponderse con la realidad. De entrada, Estados Unidos no es, en términos generales, una nación racista. A decir verdad, el racismo está mucho menos presente que en sociedades europeas como la española. Basta ver el último cartel de IU oponiéndose a la visita de Obama donde además está presente un rancio antisemitismo para darse cuenta de ello. Ninguna fuerza política en Estados Unidos descendería jamás a ese grado de vileza gráfica ni la sociedad lo consentiría. Por añadidura, es muy común que las distintas instancias públicas y privadas multipliquen las acciones de discriminación positiva en favor de los negros. Se trata de una conducta que ha sido criticada por grandes figuras de la comunidad negra, que ha creado no poca amargura entre los blancos que se sienten injustamente preteridos y que no ha dejado de tener efectos poco positivos, pero aún así los hechos son claros.
Lo cierto es que la explicación de lo sucedido en los pasados días pasa por varios factores que se pasan por alto. El primero es el riesgo más que acentuado de la labor policial en Estados Unidos. De manera muy diferente a lo que resulta más común en Europa, el policía norteamericano tiene una cita diaria con la muerte. Por supuesto, esa circunstancia puede variar según el entorno, pero se halla extraordinariamente generalizada. Cualquier agente de la ley sabe que un segundo de diferencia a la hora de utilizar su arma puede significar pasar la breve distancia entre la vida y la muerte. El policía que duda un instante puede ser un policía muerto; el policía rápido, seguramente, salvará la vida. El inmenso drama es que, en ocasiones, esos policías cometen errores de apreciación y que esas equivocaciones se sellan con muertes de inocentes. Un porcentaje no pequeño de esas muertes por error tiene además como víctimas a negros. Así es, en unas ocasiones, porque la apariencia del asesinado resultaba inquietante aunque fuera una bellísima persona; en otras, porque alguno de sus movimientos despertó la luz de alarma en el policía como cuando uno de los negros muertos esta semana intentó mostrar su documentación y el gesto absolutamente inocente fue interpretado como el intento de sacar un arma. Por añadidura, existe la terrible realidad de que el índice de delincuencia entre la población negra es desproporcionado cuando se compara con otras etnias lo que provoca lógicas suspicacias. Estos hechos son innegablemente ciertos, pero no lo son menos otros que provocan una amarga sensación de injusticia. De entrada, es ofensivo que se intente justificar el horror señalando que hay más negros muertos por gente de su raza que por policías. El dato es real, pero, en absoluto, puede disculpar la muerte de un inocente. Añádase que es muy común que los jurados absuelvan a los policías que han dado muerte por error a un negro. Es cierto que en esos jurados hay negros y también que suelen considerar que se trata de una tragedia lamentable, pero de la que no se puede culpar al agente de la ley puesto que no hubo dolo. Sin embargo, por muy motivada que esté la resolución ¿qué familia puede creer que se ha hecho justicia cuando la persona que ha segado la vida de su hijo o de su esposo sale libre de la sala de vistas? Intentemos, sin embargo, ser ecuánimes más allá de proclamas y consignas. No se puede cancelar un derecho constitucional como el de llevar armas porque la gente desea sentirse protegida cuando sale de casa, no se puede pedir a un policía que se comporte de una manera que le lleve a arriesgar mortalmente la vida y tampoco se puede pedir a muchos miembros de una comunidad de cuarenta millones de personas sobre una población nacional de más de trescientos veinte que no se sienta perseguida en lo que considera una batalla policial contra los negros. Por eso, el problema – seamos realistas – no tiene solución aparente aunque sí podemos estar seguros de algo, de que la violencia engendra violencia y no es jamás la solución.
July 12, 2016
Bancos… ¿Cuáles?
La primera es la conducta sistemática de la Agencia tributaria. Si usted fuera un banco de la City ¿se vendría a una nación donde la Agencia tributaria publica listas con sus datos personales para público escarnio? No se trata sólo de que semejante medida pisotea la ley de protección de datos sino también de que es una norma que enarbola el terror al linchamiento como forma - bastante inútil - de intentar cobrar. Es cierto que el mecanismo puede crear en millares de ignorantes la impresión de que conoce a los defraudadores, pero no pasa de ser un espejismo. En realidad, en la lista, están, mayoritariamente, los que no han pagado porque han quebrado, porque son objeto de un error o porque están en pleito al considerarse víctimas de un despótico comportamiento contra derecho de la Agencia tributaria. Estos últimos tienen más de un cincuenta por ciento de posibilidades de tener razón ya que la Agencia tributaria pierde más de la mitad de las causas que llegan a los tribunales y eso sin contar a los que se rinden para evitarse sufrimientos. Seguramente, algunos están encantados con las listas porque les permiten disfrutar venganzas personales, pero, aparte de ese alarde de miseria, lo cierto es que el número de los que no pagan aumenta y no disminuye. La segunda razón es la inseguridad jurídica adicional derivada de Hacienda. Si usted fuera un banco de la City ¿se vendría a una nación donde Bruselas ha obligado a crear un organismo fiscal independiente – la AIREF – para controlar al ministro, donde ésta se queja de que su labor es entorpecida continuamente y donde, vez tras vez, los tribunales europeos lo vapulean por quebrantar la legislación comunitaria? Quizá en Hacienda se froten las manos pensando en el pavor provocado por el asalto a Google, pero, en el extranjero, están estupefactos ante lo que consideran un comportamiento tercermundista. La tercera razón es nuestro ordenamiento laboral. Aunque, posiblemente, el mejor logro del gobierno del PP ha sido la reforma laboral, ésta sigue resultando insuficiente. La francesa, por ejemplo, es mucho más audaz a pesar de que Francia padece la mitad de la tasa de desempleo que España. Vendrán bancos… ¿cuáles?
Regreso a Washington (III): del Smithsonian al museo del espía
Los términos de esa leyenda son terribles. En primer lugar, los españoles llegaron al continente americano derramando sólo beneficios sobre las poblaciones indígenas. Tuvieron a bien mezclarse con ellas, les entregaron el Evangelio y los cubrieron de bendiciones. En segundo lugar, se afirmaba que en el norte, los anglosajones se habían dedicado al exterminio sistemático de los indios de tal manera que ya no quedan en el territorio nacional. Ni que decir tiene que esa visión de la Historia es falaz, interesada y de pésimas consecuencias.
Los conquistadores españoles no llegaron al Nuevo Mundo repartiendo caramelos. Querían enriquecerse y no tenían, al respecto, escrúpulo alguno. Esclavizaron a los indios, trajeron esclavos negros cuando vieron que los indígenas soportaban mal la servidumbre, violaron a las indias – una vergüenza que incluso los escasos clérigos que defendieron a los indígenas callaron – y, sobre todo, establecieron un modelo social, casi podría decir que espiritual, cuyas pésimas consecuencias llegan hasta hoy. La suya fue una cultura de conquista y reparto entre las mesnadas y de negación de la supremacía de la ley y establecimiento de castas privilegiadas. A inicios del siglo XXI siguen ahí. De paso aniquilaron imperios extraordinarios, impusieron a sangre y fuego el catolicismo – hubo indios que dijeron que deseaban ir al infierno en la esperanza de no encontrar allí frailes ni conquistadores – y ni siquiera supieron aprovechar racionalmente los metales de las Indias porque lo malgastaron convertidos en espada de la Contrarreforma a la que no se le agradeció nada. El colapso demográfico de los indígenas – desaparecieron etnias enteras – fue pavoroso y sólo comenzó a revertirse ya a finales del siglo XIX o inicios del XX. Esa es la realidad y una de las pruebas es que la leyenda dorada, a la vez, alaba a fray Bartolomé de las Casas como defensor de los indígenas y lo condena por haber, supuestamente, mentido. Semejante conducta es absurda. O Las Casas dijo la verdad y es digno de alabanza, pero la leyenda dorada es más falsa que un euro de madera o mintió como un psicótico y no hay nada que alabar porque no hubo abusos como los que él relató.
En contraste, el Smithsonian ofrece un panorama extraordinariamente ecuánime al narrar la Historia de los indígenas americanos y lo que para ellos significó la llegada del hombre blanco. En una de sus plantas, se rinde homenaje a una serie de culturas indígenas que van de los mayas o los incas a pobladores del norte como los sioux. No he visto en ninguna nación una disposición tan adecuada, tan sólida científicamente, ni tan conmovedora como esa. El respeto, la exactitud, incluso el primor con que están diseñadas las salas es verdaderamente envidiable.
No menos interesante es la sección del museo dedicada a los tratados suscritos entre el gobierno americano y las tribus indígenas. A diferencia de lo que sucedía en el sur y el centro del continente, los ingleses no tenían interés alguno en conquistar naciones, en someter a los indios a la esclavitud o en imponerles una religión. Deseaban colonizar y comerciar. Firmaron tratados – algo desconocido al sur – porque pensaban que era el instrumento adecuado para las relaciones entre naciones y otorgando a las tribus la misma categoría diplomática que a Francia, España o Prusia. En algunos casos, esos tratados se respetaron meticulosamente por ambas partes. Fue el caso del suscrito entre los cuáqueros de Pennsylvania y los indios que les vendieron las tierras. Aunque fue verbal, se cumplió con absoluta integridad. En otros casos, los tratados fueron respetados por un tiempo. Establecían alianzas militares, pactos de no agresión, acuerdos de colaboración mutua entre los ingleses, primero, y los americanos después y los indígenas. En términos generales, no fueron más o menos respetados que otros tratados entre potencias europeas. También como en el caso de las naciones europeas, los quebrantamientos tuvieron lugar por ambas partes aunque una población blanca que no dejaba de crecer estaba destinada a prevalecer. Y sí, también hubo atrocidades bélicas por ambas partes que afectaron a inocentes.
Sin embargo, el principio de legalidad siguió vigente. Incluso cuando los indios se fueron viendo empujados en la marcha hacia el oeste siempre se les concedió la ocupación de extensos territorios e incluso se gastaron sumas muy elevadas en intentar que se adaptaran a una civilización que no era la suya. El proceso generó no pocos traumas. Pasar de ser cazadores seminomadas a agricultores y artesanos no fue sencillo y cuando se pretendió además que aceptaran una educación hubo no pocos dramas. Porque la intención de los norteamericanos no eran mantenerlos aparte como en el centro y el sur del continente sino integrarlos totalmente en la nueva sociedad. En algunos casos, la tarea dio sus frutos y esos indios pasaron a ser profesionales y héroes de guerra; en otros, no resultó tan sencillo. Sin embargo, Estados Unidos no quebrantó un solo tratado ya en el siglo XX y las antiguas tribus se encontraron así con una serie de beneficios excepcionales. Los apaches o los mikosuquis pudieron levantar casinos, estaciones de esquí o explotaciones turísticas en sus tierras porque éstas eran territorio de naciones soberanas. No sólo eso. Además de verse libres de pagar impuestos y de poder atraer a multitud de visitantes sin que les costara un céntimo en tasas, las distintas tribus pudieron hacer valer ante el tribunal de Estados Unidos sus pretensiones obteniendo una victoria judicial tras otra. A día de hoy no son pocos los jefes que reconocen que semejante situación se la deben directamente a los tratados suscritos por Estados Unidos y que las sucesivas administraciones han respetado. Incluso el talento de algunas tribus les ha permitido crear emporios económicos. Ni en Bolivia, ni en Perú, ni en México – no digamos ya en Cuba, Puerto Rico o Argentina donde se exterminó a toda la población indígena – se puede decir que haya algo que se parezca ni de lejos. Todo ello se puede contemplar en el Smithsonian donde incluso se exponen documentales – una con la voz de Robert Redford – que relatan todo con una objetividad exquisita reconociendo lo malo sin tapujos y mostrando lo bueno sin triunfalismo. Naturalmente, en España podemos seguir empeñados en creer mentiras de siglos. Quizá tenga lógica. Hollywood relató hace mucho la tragedia de distintas tribus cayendo incluso en ocasiones en una visión idealizada de los pieles rojas. España no lo ha hecho jamás y ha preferido seguir alimentándose de la falsedad. Graves consecuencias se derivan de seguir el sendero del reconocimiento de la verdad aunque sea dolorosa o el de seguir repitiendo mentiras. Iba yo hablar hoy del museo del espía, pero creo que tendrá que quedar para otro día.
CONTINUARÁ
July 10, 2016
Corría el año… la guerra de Secesión (II)
Pero incluso esa asignatura pendiente acabó siendo aprobada por ese gobierno que también Lincoln definió como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Desgraciadamente, no todas las guerras civiles acaban de manera semejante ni tampoco los vencidos son librados de represalias, de castigos más o menos merecidos y de la exclusión social. Con los matices que se deseen, también en eso Estados Unidos dio un ejemplo al mundo. Espero que disfruten esta segunda entrega. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
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El libro de los Hechos
LAS FUENTES ESCRITAS (V):
FUENTES CRISTIANAS (III): El libro de los Hechos[1]
Es aceptado hoy de forma prácticamente unánime el hecho de que el autor del libro de los Hechos es el mismo del Evangelio de Lucas. En tal sentido se pronuncian los primeros versículos de la obra (Hch. 1, 1-3) y, por otro lado, las objeciones en sentido contrario (proemio incompleto, inconsistencias internas, etc.) no parecen en absoluto concluyentes. De hecho, algunos autores han señalado incluso la posibilidad de que Hechos formara un solo libro con el Evangelio de Lucas.[1] En nuestra opinión se trata ciertamente de dos obras distintas, como señala el mismo prólogo, si bien la distancia cronológica entre ambas debió de ser mínima, tema del que nos ocuparemos más adelante.
Al menos desde el siglo II el Evangelio —y en consecuencia el libro de los Hechos— se atribuyó a un tal Lucas. Referencias a este personaje que fue médico aparecen ya en el Nuevo Testamento (Col. 4, 14; Flm. 24; 2 Tim. 4, 11). La lengua y el estilo del Evangelio no permiten en sí rechazar o aceptar esta tradición de manera indiscutible. El británico Hobart[1] intentó demostrar que en el vocabulario del Evangelio aparecían rasgos de los conocimientos médicos del autor (v. g.: 4, 38; 5, 18 y 31; 7, 10; 13, 11; 22, 14, etc.), y ciertamente el texto lucano revela un mayor conocimiento médico que el presente en los autores de los otros tres evangelios.
Por otro lado, el especial interés del tercer evangelio hacia los paganos sí que encajaría en el supuesto origen gentil del médico Lucas. Desde nuestro punto de vista, sostenemos la opinión de O. Cullmann[1] de que «no tenemos razón de peso para negar que el autor pagano-cristiano sea el mismo Lucas, el compañero de Pablo». Como veremos más adelante la datación más probable, a nuestro juicio, del texto abona aún más esta posibilidad.
Es bastante posible que Lucas utilizara diversas fuentes en la elaboración del libro de los Hechos. Harnack propuso en su día la existencia de una fuente[1]cesarense-jerosilimitana (3, 1-5 y 16; 8, 5-40; 9, 31- 11, 18; 12, 1-23), otra de origen desconocido a la que otorgaba un valor inferior (2; 5, 17-42) y, finalmente, una última de extracción antioquena-jerosilimitana (6, 1-8, 4; 11, 19-30; 12-24- 15, 35). Joachim Jeremias demostró ya lo insostenible de la teoría,[1] si bien, como ha dejado de manifiesto W. Kümmel,[1] su tesis de una fuente antioquena[1] es igualmente inaceptable. Los doce primeros capítulos parecen obedecer a una pluralidad de fuentes que, posiblemente, iban referidas a episodios concretos o a ciclos de episodios.
P. Vielhauer ha señalado la posibilidad de que el relato del martirio de Esteban contara ya con forma escrita previa a la consignación lucana[1] y en el mismo sentido se ha pronunciado H. Conzelmann respecto a las historias de Ananías y Safira (5, 1-11), de la liberación de Pedro (12, 3 y ss.) y de las listas de 6, 5 y 13, 1-3.[1] Sin excluir ambas posibilidades, no se puede descartar tampoco que las fuentes relativas a esta sección del libro, utilizadas por Lucas para su redacción posterior, fueran fundamentalmente orales y no escritas.
En la parte de los Hechos relacionada con Pablo, por un lado, hallamos las «secciones-nosotros» narradas en primera persona del plural y que corresponden al viaje de Troas a Mileto (16, 10-17), el de Filipos a Mileto (20, 5-15), el de Mileto a Jerusalén (21, 1-18) y el de Cesarea a Roma (27, 1- 28, 16). Por otro, están las secciones no cubiertas por este tipo de fuente y, finalmente, encontramos una práctica ausencia de utilización del corpus paulino como fuente histórica, circunstancia aparentemente chocante si tenemos en cuenta el protagonismo de Pablo en esta parte del libro.
Con respecto a estas secciones hay que señalar en primer lugar que su consideración resultó fundamental en el hecho de contribuir a que la Iglesia primitiva identificara al autor de la obra con un compañero de Pablo que, presumiblemente, habría sido Lucas. Aunque algunos autores han insistido en que el autor de Hechos pudo muy bien intercalar en su obra los fragmentos de diario de viaje que corresponden a las «secciones-nosotros»[1] sin que éstos fueran obra suya, tal postura nos parece difícil de mantener. De hecho, Harnack la refutó contundentemente al mostrar[1] que estos pasajes no se distinguen lexicológicamente del entorno, pudiendo ser obra del autor final de los Hechos. Dibelius ha supuesto la existencia de una fuente escrita previa de «itinerario»,[1] pero la hipótesis ha sido contundentemente contradicha por distintos autores.[1] En nuestra opinión, no es necesario recurrir a la hipótesis de una o varias fuentes escritas para explicar la utilización de «nosotros». De hecho, como ya hemos señalado, no existen diferencias de estilo (salvo la utilización de la primera persona en lugar de la tercera) entre estos pasajes de los Hechos y el resto del libro y, como ha señalado P. Vielhauer,[1] «Cualquier lector sin prejuicios… tendría que entenderlo en el sentido de que el narrador se hallaba entonces presente». Efectivamente resulta difícil negar que el autor pretendiera crear en el lector la sensación de que estuvo inmerso en los hechos narrados. Al menos como posibilidad, tal tesis no puede descartarse y si aceptamos que el autor de las secciones en primera persona fue algún compañero de Pablo, el nombre de Lucas resulta, una vez más y no casualmente en nuestra opinión, el más probable.
En cuanto a las partes relacionadas con Pablo, pero en las que no intervino el autor de la obra, nos parece lo más verosímil recurrir a la existencia de fuentes orales entre las que —lógicamente— pudo contarse tanto Pablo como alguno de sus colaboradores, así como miembros de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén.[1] Esto explicaría el carácter peculiar de esas secciones de la obra así como la información limitada a algunos aspectos concretos. Por el contrario, los episodios presuntamente relacionados con el autor abundan más en detalles, y se sostienen mejor en el conjunto de la narración. Finalmente no podemos dejar de manifestar nuestra coincidencia con algunos autores en el sentido de señalar que la diferencia entre Hechos y las epístolas paulinas ha sido considerablemente exagerada[1] sobre unas bases que, en nuestra opinión, resultan insostenibles. En primer lugar y en relación con las supuestas diferencias de mensaje entre el Pablo epistolar y el Pablo de los Hechos, debe señalarse que Pablo en los Hechos se dirige a personas a las que evangelizar, mientras que en sus obras se centra en cristianos. En los Hechos sólo se dirige una vez Pablo a cristianos (20, 17-38) y, en ese caso concreto, muestra considerables parecidos con el estilo de sus cartas.[1] Lucas además —y esto es muy claro en la obra— no pretende ser teólogo sino historiador,[1] lo que explica su especial interés en recoger más los «hechos» de Pablo que sus «supuestos» teológicos.
Por otro lado, la no utilización por Lucas de las epístolas parece fácilmente explicable no sólo sobre la base de estas circunstancias, sino también por el plan de la obra, que intenta no únicamente reflejar una sucesión histórica de acontecimientos, incluyendo los aspectos administrativos y doctrinales, sino también el avance creciente de un movimiento espiritual. No es lo importante la intrahistoria sino la extrahistoria y la primera sólo es mencionada (como en el caso de Hch. 15) cuando tiene una repercusión en la segunda. Lucas es un historiador de la evangelización y no del dogma o de la eclesiología.
En cuanto a la datación de la obra, mayoritariamente se sostiene hoy una fecha para la redacción de los Hechos que estaría situada entre el 80 y el 90 d. J.C. Efectivamente, las variaciones al respecto son mínimas. Por mencionar sólo algunos de los ejemplos, diremos que N. Perrin[1] ha señalado el 85 con un margen de cinco años arriba o abajo; E. Lohse[1] indica el 90 d. J.C.; P. Vielhauer[1] una fecha cercana al 90 y O. Cullmann[1] aboga por una entre el 80 y el 90. Con todo, y pese a que esta postura, hoy por hoy, mayoritaria, pensamos que resulta obligado consignar aquí nuestro punto de vista sobre esta datación.
El terminus ad quem de la fecha de redacción de la obra resulta fácil de fijar por cuanto el primer testimonio externo que tenemos de la misma se halla en laEpistula Apostolorum, fechada en la primera mitad del siglo II. En cuanto al terminus a quo ha sido objeto de mayor controversia. Para algunos autores debería ser el 95 d. J.C., basándose en la idea de que Hch. 5, 36 y ss. depende de Josefo (Ant. XX, 97 y ss.). Tal dependencia, señalada en su día por E. Schürer, resulta más que discutible, aunque haya sido sostenida por algún autor de talla.[1] Hoy en día puede considerarse abandonada de manera casi general.[1]
Tampoco son de más ayuda las tesis que arrancan de la no utilización de las cartas de Pablo y más si tenemos en cuenta que llegan a conclusiones diametralmente opuestas. A la de que aún no existía una colección de las cartas de Pablo (con lo que el libro se habría escrito en el siglo I y, posiblemente, en fecha muy temprana),[1] se opone la de que el autor ignoró las cartas conscientemente (con lo que cabría fechar la obra entre el 115 y el 130 d. J.C.). Ahora bien, la aceptación de esta segunda tesis supondría una tendencia en el autor a minusvalorar las cartas paulinas en favor de una glorificación del apóstol, lo que, como ha señalado P. Vielhauer,[1] parece improbable y, por el contrario, hace que resulte más verosímil la primera tesis. A todo lo anterior, que obliga a fijar una fecha en el siglo I (algo no discutido hoy prácticamente por nadie), hay que sumar la circunstancia de que aparecen algunos indicios internos que obligan a reconsiderar la posibilidad de que Lucas y los Hechos fueran escritos antes del año 70 d. J.C.
La primera de estas razones es que Hechos concluye con la llegada de Pablo a Roma. No aparecen menciones de su proceso ni de la persecución neroniana y mucho menos de su martirio a mediados de los años sesenta. A esto se añade el que el poder romano es contemplado con aprecio (aunque no con adulación) en los Hechos y la atmósfera que se respira en la obra no parece presagiar ni una persecución futura por las actividades del Imperio ni tampoco el que se haya atravesado por la misma unas décadas antes. No parece, desde luego, que el conflicto con el poder romano haya hecho su aparición en el horizonte antes de la redacción de la obra. De hecho, por señalar un punto de comparación, el relato de Apocalipsis —conectado con una persecución imperial— presenta ya una visión de Roma muy diversa y nada positiva, en la que la ciudad es una Bestia. Esta circunstancia parece, pues, abogar más por una fecha para los Hechos situada a inicios de la década de los sesenta, desde luego, más fácilmente ubicable antes que después del 70 d. J.C. Como ha indicado B. Reicke,[1] «la única explicación razonable para el abrupto final de los Hechos es la asunción de que Lucas no sabía nada de los sucesos posteriores al año 62 cuando escribió sus dos libros».
En segundo lugar, aunque Santiago fue martirizado en el año 62 por sus compatriotas judíos, el suceso no aparece recogido en los Hechos. Sabida es la postura de Lucas hacia la clase sacerdotal y religiosa judía. El que se recojan en Hechos relatos como el de la muerte de Esteban, la ejecución del otro Santiago, la persecución de Pedro o las dificultades ocasionadas a Pablo por sus antiguos correligionarios hace extremadamente difícil justificar la omisión de este episodio y más si tenemos en cuenta que incluso permitiría presentar a algunos fanáticos judíos (y no a los romanos) como enemigos del Evangelio puesto que el asesinato se produjo en la ausencia transitoria de procurador romano que tuvo lugar a la muerte de Festo. Cabría esperar que la muerte de Santiago, del que los Hechos presentan una imagen conciliadora, positiva y práctica, fuera recogida por Lucas. Aboga también en favor de esta tesis el que un episodio así se podría haber combinado con un claro efecto apologético. En lugar de ello, únicamente tenemos el silencio, algo que únicamente puede explicarse de manera lógica si aceptamos que Lucas escribió antes de que se produjera el mencionado acontecimiento, es decir, con anterioridad al 62 d. J.C.
En tercer lugar, los Hechos no mencionan en absoluto un episodio que representó un papel esencial en la controversia judeo-cristiana. Nos referimos a la destrucción de Jerusalén y la subsiguiente desaparición del Segundo Templo en el año 70 d. de C.. Este hecho sirvió para corroborar buena parte de las tesis sostenidas por la primitiva Iglesia y, efectivamente, fue utilizado repetidas veces por autores cristianos en su controversia con judíos. Precisamente por eso se hace muy difícil admitir que Lucas omitiera un argumento tan aprovechable desde una perspectiva apologética. Pero aún más incomprensible resulta esta omisión si tenemos en cuenta que Lucas acostumbra mencionar el cumplimiento de las profecías cristianas para respaldar la autoridad mística de este movimiento espiritual. Un ejemplo de ello es la forma en que narra el caso concreto de Agabo como prueba de la veracidad de los vaticinios cristianos (Hch. 11, 28).
El que pudiera citar a Agabo y silenciara el cumplimiento de una supuesta profecía de Jesús —y como veremos más adelante no sólo de él— acerca de la destrucción del Templo sólo puede explicarse, a nuestro juicio, por el hecho de que esta última aún no se había producido, lo que nos sitúa, inexcusablemente, en una fecha de redacción anterior al año 70 d. J.C. Añadamos a esto que la descripción de la destrucción del Templo que se encuentra en Lucas 21 tampoco parece haberse basado en un conocimiento previo de la realización de este evento.
Excede del objeto del presente estudio tratar el tema de las profecías de Jesús acerca de la destrucción del Templo. Sin embargo, la tesis de que la profecía sobre la destrucción del Templo no es un vaticinio ex eventu cuenta, a nuestro juicio, con enormes posibilidades de ser cierta, especialmente si tenemos en cuenta:
1. los antecedentes judíos veterotestamentarios con relación a la destrucción del Templo (Ez. 40-48; Je., etc.);
2. la coincidencia con pronósticos contemporáneos en el judaismo anterior al 70 d. J.C. (v. g.: Jesús, hijo de Ananías en Guerra, VI, 300-309);
3. la simplicidad de las descripciones en los Sinópticos, que hubieran sido, presumiblemente, más prolijas de haberse escrito tras la destrucción de Jerusalén;
4. el origen terminológico de las descripciones en el Antiguo Testamento y
5. la acusación formulada contra Jesús en relación con la destrucción del Templo (Mc. 14, 55 y ss.).
Ya en su día, C. H. Dodd[1] señaló que el relato de los Sinópticos no arrancaba de la destrucción realizada por Tito sino de la captura de Nabucodonosor en 586 a. J.C. y afirmaba que «no hay un solo rasgo de la predicción que no pueda ser documentado directamente a partir del Antiguo Testamento». Con anterioridad, C. C. Torrey[1] había indicado asimismo la influencia de Zacarías 14, 2 y otros pasajes en el relato lucano sobre la futura destrucción del Templo. Asimismo, N. Geldenhuys[1] ha señalado la posibilidad de que Lucas utilizara una versión previamente escrita del Apocalipsis sinóptico que recibió especial actualidad con el intento del año 40 d. J.C. de colocar una estatua imperial en el Templo y de la que habría ecos en 2 Tesalonicenses 2.[1]
Concluyendo, pues, y sin entrar en la discusión del problema sinóptico que desborda el objeto de nuestro estudio, podemos señalar que, aunque hasta la fecha, la datación de Lucas y Hechos entre el 80 y el 90 es mayoritaria, existen a nuestro juicio argumentos de signo fundamentalmente histórico que obligan a cuestionarse este punto de vista y a plantear seriamente la posibilidad de que la obra fuera escrita en un período anterior al año 62, en que se produce la muerte de Santiago, auténtico terminus ad quem de la obra. No nos parece por ello sorprendente que el mismo Hamack[1] llegara a esta conclusión al final de su estudio sobre el tema fechando los Hechos en el año 62 y que, a través de caminos distintos, la misma tesis haya sido señalada para el Evangelio de Lucas[1] o el conjunto de los Sinópticos por otros autores.[1] Semejante circunstancia no sólo es relevante en relación con hechos sino también con el evangelio de Lucas que fue escrito antes. Nos encontraríamos en ese caso con una obra redactada pocos años después de la vida de Jesús.
Pasando al tema de la crítica del libro, hay que señalar que, desde bastantes puntos de vista, resulta innegable que Hechos es una de las fuentes principales para abordar el estudio del judeo- cristianismo asentado en Israel durante el siglo I. El carácter de las fuentes utilizadas por el autor del mismo —a nuestro juicio, muy posiblemente, Lucas— es muy temprano y directo en términos generales y considerablemente fiable. Con todo, el libro de los Hechos presenta también sus limitaciones en relación con el objeto de nuestro estudio.
En primer lugar, Lucas articula un relato del cristianismo primitivo que posee claramente una finalidad no solamente histórica y a la que podríamos denominar como «Historia trascendente». Sin duda, Lucas es un historiador auténticamente notable por su exactitud y minuciosidad, tiene una preocupación por reflejar de manera cuidadosa los hechos históricos, e intenta entretejer su relato con datos históricos verificables y fidedignos, pero, esencialmente, lo importante para él no es el devenir de la Historia como tal, sino la eclosión de una nueva realidad espiritual en el curso de la misma. Por todo ello, aunque en los doce primeros capítulos de los Hechos —y algunos de la parte final de la obra— se nos proporcionan datos acerca del judeo-cristianismo en el Israel de los años treinta, cuarenta y finales de los cincuenta del siglo I, los mismos no están centrados en el movimiento como tal sino en algunas de sus figuras principales (Pedro, Juan, Esteban), e incluso ni siquiera de éstas tenemos una descripción completa salvo en la medida en que sirven de vehículo para conectarnos con la Historia de la expansión del cristianismo precisamente fuera de Israel hasta Samaria y los últimos confines de la Tierra (Hch. 1, 8).
Esto explica, por citar algún ejemplo, la importancia concedida a Felipe (Hch. 8), del que, prácticamente, no volvemos a tener noticias. Asimismo sirve de aclaración de por qué los relatos se centran más que nada en curaciones, aunque éstas —generalmente— se vean acompañadas de un elemento kerigmático. Insistimos: Lucas es historiador, pero su objeto no es el judeo-cristianismo ni el cristianismo primitivo en sí mismos sino un fenómeno que él considera trascendente y originado por el Espíritu Santo y cuya finalidad es llegar «hasta los últimos confines de la Tierra» (Hch. 1, 8) antes de la Parusía de Jesús, el Mesías. Esto acarrea como consecuencia el que si tenemos conocimiento a través de él de la comunidad judeo-cristiana y de su organización, así como de los conflictos que pudieron surgir en la misma, éste venga ligado indisolublemente a datos acerca de esa expansión, (v. g.: Hch. 2, 41-47; 4, 32-36; 11, 1 y ss.; 15, 1-35, etc.).
En segundo lugar, Lucas escribe con un terminus ad quem que es el año 62 d. J.C., como ya hemos señalado con anterioridad. Esto hace que el material que nos proporciona se vea cercenado en cuanto a su extensión cronológica precisamente en vísperas de un acontecimiento tan trascendental como fue la gran catástrofe del 70 d. J.C. Lucas no nos puede aportar ni un solo dato sobre el impacto que produjo en el judeo-cristianismo el martirio de Santiago o la guerra del 66-73, y, sin embargo, para el historiador esos son años de especial importancia en relación con el tema que estamos estudiando.
Por último, hay que señalar que, además de las limitaciones indicadas anteriormente, pesa sobre la obra un plan coherente que excluye buen número de eventos previos a la destrucción del Templo. De manera esquemática, y creemos que, históricamente hablando, bastante fidedigna,[1] Lucas recoge una serie de episodios relacionados con el judeo-cristianismo correspondientes al período aproximado del 30 al 41 (Hch. 1, 1-12, 19), pero, posteriormente, se desconecta del mismo para centrar su obra en tomo a la figura de Pablo. Hasta el año 49, con ocasión del concilio de Jerusalén (Hch. 15), no volvemos a tener noticias del judeo-cristianismo asentado en Israel y, posteriormente, no vuelve a hacer referencia al mismo —y eso porque coincide con Pablo— hasta la segunda mitad de esa misma década (Hch. 21-26). Resumiendo, pues, podemos decir que el libro de los Hechos constituye una fuente muy valiosa por su cercanía a los episodios narrados así como por las fuentes que, presumiblemente, subyacen en sus orígenes. Con todo, su espectro narrativo es claramente limitado, en el tiempo y en la temática, en relación con el estudio del judeo-cristianismo en el Israel del siglo I.
CONTINUARÁ
July 9, 2016
Love of God
Igualmente los que creen que la salvación deriva de los propios méritos o de las propias obras no pueden entender ni lejanamente a cabalidad el amor de Dios. Ésta es posible sólo por pura gracia, no por obras para que nadie se gloríe (Efesios 2: 8-9). Y es que el amor de Dios fue muy costoso y, a la vez, justo porque Dios jamás renuncia a la justicia como si fuera un abuelito estúpidamente benevolente. Dios no podía pasar por alto nuestros pecados y, de hecho, Su amor se manifiesta en que cuando éramos Sus enemigos envió a Su Hijo Jesús a morir en sacrificio expiatorio por el pecado (Romanos 5: 8-11). Fue el mesías el que pagó con su sangre la salvación. Como enseña la Biblia, somos justificados por la fe no porque la fe sea una especie de obra – sólo un ignorante puede realizar esa afirmación – sino por que la fe es la vía por la que recibimos el sacrificio del mesías en la cruz y así somos justificados por la justicia de Jesús (Romanos 5: 1).
Escuché esta canción por primera vez al poco de convertirme. Aparte de su música dulce, casi acariciadora, su letra me llegó al corazón. El amor de Dios es, ciertamente, imposible de describir en toda su hondura y en no escasa medida resulta incomprensible salvo para aquellos que creen – bastante disparatadamente – comprenderlo ya que piensan que tiene que ser complementado por nuestros méritos o que es el propio de un Santa Claus tontilón. No es así y, de hecho, su inmensa grandeza aparece en la cruz y, ciertamente, como dice la canción que traigo hoy si todos los hombres fueran escritores, y cada hoja fuera un pincel y todo el mar estuviera formado por tinta… ni aún así lograrían describir todo el amor de Dios.
Se trata de una canción evangélica muy popular que, lógicamente, se ha traducido a numerosas lenguas. Yo les traigo dos versiones distintas entonadas en el programa de los Gaither, una musical y otra, finalmente, en español. Espero que las disfruten y, sobre todo, que mediten sobre tan sublime mensaje. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
Primera versión en el programa de los Gaither
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Segunda versión en el programa de los Gaither
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Versión musical de solo de violín
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Una versión en español
July 8, 2016
Los libros proféticos (XXIII): Daniel (II): el profeta que vio desaparecer imperios (Daniel 4-6
Por supuesto, lo mismo pensaron los greco-macedonios, los romanos, los bizantinos, los españoles, los franceses, los británicos, los japoneses, los austriacos, los soviéticos y hoy en día los norteamericanos. Ni que decir tiene que no todos fracasaron tan rápidamente como el Reich de los mil años hitleriano que sólo duró doce, pero todos se equivocaron de manera clamorosa. Naturalmente, es fácil referirse a lo ya pasado, pero señalar el futuro en medio de un imperio en pleno auge es peligroso. Fue precisamente lo que hizo Daniel.
Nabucodonosor, hombre supersticioso como tantos gobernantes a lo largo de la Historia – más cerca ha sido el caso de Arzalluz o de Pujol en España o el de Reagan en Estados Unidos – se sintió horrorizado cuando tuvo una pesadilla. El recurso inmediato fue acudir a los adivinos y magos (4: 7), pero también a Daniel cuya notable categoría espiritual era reconocida (4: 8). Quizá Freud y Jung habrían apuntado a una interpretación del sueño que coincidiría con la de Daniel, pero que no tendría su altura espiritual. Por añadidura, de haberse encontrado en la corte de Nabucodonosor, puede que hubieran preferido guardar silencio para evitar desagradables consecuencias. No fue el caso de Daniel. Nabucodonosor iba a recoger simplemente los frutos de su soberbia. Al cabo de un año (4: 29-33), Nabucodonosor seguía siendo el monarca orgulloso de siempre – quizá incluso más – y el contenido del sueño se convirtió en realidad. La dolencia de Nabucodonosor posiblemente fue la licantropía y, ciertamente, en los anales de Babilonia hay una brecha correspondiente al período del que habla Daniel que indica, siquiera indirectamente, la historicidad del pasaje. Durante años, con un rey sometido a una grave dolencia mental, Babilonia no pasó por sus mejores tiempos. Sin embargo, todavía no había llegado su hora. Y es que, históricamente, no suele ser tan extraño que en el devenir de una nación, a un desequilibrado lo suceda el que pondrá trágico punto final a una época.
La caída de Babilonia se produjo cuando la medida de sus pecados – la ausencia del peso moral indispensable – llegó al límite que Dios consideró intolerable. La escritura en la pared (5: 1-5) resultó un mensaje que, una vez más, los encargados oficialmente de leer las señales de los tiempos fueron incapaces de interpretar. De nuevo, no fue el caso de Daniel que fue traído a la presencia de Baltasar-Belsasar (5: 10-12). Una vez más, Daniel no fue complaciente con el poder sino que anunció el mensaje debido. Baltasar no había querido tener en cuenta los antecedentes de Nabucodonosor (5: 17-23). De hecho, había seguido siendo un idólatra de esos que rinden culto a imágenes de plata, oro, bronce, hierro, madera y piedra, justo esas imágenes que “ni ven, ni oyen ni saben” (5: 23). El resultado es que había llegado el final de aquel imperio. Soberbia, culto a las imágenes, insistencia en no aprender las lecciones del pasado… el resultado era que Dios había contemplado a Babilonia y había llegado a la conclusión de que no tenía el peso moral que debía. Poderosa, pero liviana e insignificante éticamente, había llegado el día de su juicio. Por increíble que pudiera parecer, medos y persas – unas tribus bárbaras del norte – acabarían con la altiva Babilonia. Así fue. Aquella noche, según nos informan las fuentes antiguas, Ciro desvió el lecho del río que cruzaba la considerada inexpugnable Babilonia. Sus tropas, caminando por la noche por el lecho seco del río, cayeron por sorpresa sobre los babilonios y los aniquilaron. Nunca volvería a levantarse aquel imperio babilónico.
Sin embargo, por muy justa que haya sido la caída de un imperio, no hay ninguna garantía de que la situación será mejor con el que lo suceda. Cierto, los judíos de las naciones del Este de Europa salvaron la vida con la derrota del III Reich, pero, en pocos años, un país tras otro se vio sometido a la URSS. No puede decirse que a Bulgaria, Hungría o Rumania le fuera mejor con la URSS que con el III Reich. Babilonia desapareció, pero los persas – a pesar de ser más justos y humanitarios – no significaron el final de las dificultades para el pueblo de Dios. El libro de Esther muestra cómo los judíos estuvieron al borde de ser exterminados en masa; el de Daniel nos enseña cómo los cortesanos envidiosos – aunque parezca mentira no sólo hay envidia en España - intentaron acabar con un hombre íntegro cuya mayor falta había sido anunciar con antelación y con valentía lo que iba a suceder (c. 6). Que lo arrojaran al foso de los leones – unos animales que no dejaban ni los huesos de sus víctimas – era fácil de esperar e incluso casi obligado. Que Dios preservara a Daniel y castigara a sus canallescos enemigos también era previsible. Sin embargo, no siempre sucede así y, como ya vimos en la anterior entrega, el que cree en Dios y desea serle fiel sabe que el Señor lo puede salvar, pero que incluso si no lo hiciera por razones que están en Su voluntad no por eso renunciaría a su integridad (3: 17-18).
Naturalmente, realidades tan claras y, a la vez, tan prácticas no resultan agradables para los que no desean arriesgar su comodidad. Por el contrario, resulta más fácil convertir a Daniel en un personaje que sólo habló de un futuro lejano, un futuro tan distante – y, a la vez, tan disparatadamente falso – que no va a inquietar a los habitantes de ningún imperio ni tampoco nos va a obligar a reflexionar sobre el aquí y el ahora. Pero de eso hablaremos en las próximas entregas.
Lecturas recomendadas: Daniel c. 4, 5 y 6
CONTINUARÁ
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