César Vidal's Blog, page 13

April 4, 2018

Faraón

Mi primer contacto con la novela de Boleslav Prus lo tuve cuando vi la adaptación cinematográfica de Jerzy Kawalerowicz. Impresionado por aquella película, comencé la búsqueda del libro con verdadero interés.

Confieso que durante años no tuve éxito. Finalmente, di con un ejemplar de Faraón en una edición rusa que se vendía en la tristemente desaparecida librería Rubiños y lo devoré con entusiasmo. Es más que dudoso que el contenido histórico de Faraón – el enfrentamiento entre el joven Ramsés XIII y el estamento sacerdotal – se corresponda con la realidad histórica. No importa. A decir verdad, lo que Prus desgrana en su novela es toda una filosofía de la política que explica sobradamente los problemas que encontró para su publicación desde el primer momento. En la Polonia de inicios del s. XX, se consideró que el texto era impío y que intentaba contraponer el progreso con la acción del clero católico. En esa misma Polonia, ya bajo dominio comunista, se entendió, sin embargo, que el texto criticaba a la jerarquía comunista opuesta a cualquier tipo de renovación. Lo primero resulta dudoso – aunque, seguramente, es lo que explica que se acabara publicando en la Unión soviética - y lo segundo es imposible. Sin embargo, Prus sí supo trazar ese choque que se produce casi cada generación entre un poder añoso, quizá corrupto, pero tendente a la estabilidad que se ve atacado por los jóvenes turcos que desean sustituirlo. En esa lucha, algunas minorías mejor informadas – los judíos en la novela de Prus – se esfuerzan por sobrevivir sabedoras de que un paso en falso puede traducirse en la desgracia e incluso la sangre. Sin embargo, la mayoría del pueblo no pasa de ser un observador – si es que a tanto llega – que resulta fácil de manipular y que se limita a cumplir con la función de masa modelada por los diferentes señores que se suceden. Al fin y a la postre, el enfrentamiento entre tradición e innovación, entre madurez y juventud, entre conservadurismo y progresismo quizá no pase de ser una mera lucha por el poder que debe más a las circunstancias generacionales que a las ideológicas. Ha pasado mucho tiempo desde que Prus escribió Faraón y, sin embargo, pocas novelas tendrán tanta actualidad.

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Published on April 04, 2018 00:18

April 2, 2018

¿Nüremberg en Madrid?

Al concluir la segunda guerra mundial, los vencedores decidieron juzgar a los vencidos, en parte, por las exigencias de una Unión soviética que había perdido más de veintiséis millones de vidas y, en parte, como un intento de establecer unos principios universales del derecho internacional. El resultado fueron los juicios de Nüremberg siendo el más conocido el de los grandes criminales de guerra.

No voy a entrar en los aspectos jurídicos que todavía hoy siguen siendo objeto de discusión. Sí me detendré en el resultado final. Con mayor o menor razón, se procesó a algunos personajes importantes y, al fin y a la postre, se extendió – salvo en la zona de Europa controlada por la Unión soviética – una total impunidad para la mayoría de los criminales. Por millares fueron reclutados por Estados Unidos durante la guerra fría y consiguieron una supervivencia casi brillante. ¡Un general de las SS se convirtió en el jefe del espionaje de la Alemania federal! El mismo Eichmann – un personaje de tercera – habría muerto tranquilo de no haberlo secuestrado en Argentina un comando israelí para que lo juzgaran y ejecutaran en Israel. He recordado todo esto al leer el auto del Tribunal Supremo relacionado con el golpe de Cataluña. No me ha provocado entusiasmo ni mucho menos rechazo. Por el contrario, me ha recordado lo sucedido en Nüremberg. A algunos – los más llamativos – los juzgarán y, presumiblemente, los condenarán. Sin embargo, la mayoría va a salir impune. Los que se convirtieron en la Radio Ruanda de los golpistas; los que llevan décadas agitando el odio en las escuelas; los que se sirvieron de una policía regional mucho mejor pagada que la nacional; los que, ocultos tras las sombras, financiaron el golpe; los que lanzaron metros cúbicos de agua bendita sobre el delito e incluso prestaron sus parroquias para colocar las urnas; los que acosaron a las fuerzas del orden público; los que agredieron a los que deseaban quedarse en España; los que movilizaron ancianos y niños; los que arriaron en los ayuntamientos la bandera nacional para sustituirla por la estrellada… todos esos y mucho más quedarán totalmente impunes. No sólo eso. Permanecerán en no pocos casos conectados a la teta del estado para continuar llevándose el dinero que Montoro saca de los bolsillos de los españoles. En resumen, algunos recibirán un capón y los otros seguirán al timón. Pagando nosotros, claro.

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Published on April 02, 2018 23:51

April 1, 2018

Resucitó

No olvidaré la escena. Había quedado citado en un restaurante cercano a Colón con un amigo ruso. Como suele suceder, llegué antes. Entretenía la espera leyendo cuando vislumbré su figura en la entrada. Me levanté para saludarlo y entonces, para pasmo de otros comensales, mi amigo me dio tres besos en las mejillas a la vez que me decía en ruso: “Ha resucitado”.

Casi sin darme cuenta, me escuché respondiéndole en su lengua: “En verdad, ha resucitado”. El episodio, aunque menor, era significativo porque, tiempo atrás, mi amigo había sido miembro del partido comunista de la URSS y, a diferencia de sus homólogos españoles, no se había arrimado a algún refrito del totalitarismo sino que había experimentado una conversión a Jesús. En la base de la misma, se hallaba la resurrección de Jesús. En medio de una sociedad que ha convertido en un plus político el ofender las creencias, erróneas o no, de los demás, algunos considerarán que hablar de la resurrección sólo puede obedecer a estupidez, fanatismo o maldad. Yo, sin embargo, creo que es sólo un testimonio de que la resurrección de Jesús, realizada en aquel domingo de Pascua del año 30 en Jerusalén, cambió mi vida hace años. También cambió la de sus seguidores más cercanos que habían corrido como conejos durante la crucifixión y que fueron arrancados del dolor y la desesperanza por las apariciones del crucificado, un crucificado que incluso llegó a comer con ellos y que les mostró como su trágico destino era el cumplimiento milimétrico de profecías como la contenida en el capítulo 53 de Isaías. Cambió igualmente las de aquellas más de quinientas personas que también lo vieron y que, en su mayoría, seguían vivas en la década de los cincuenta del siglo I de manera tan clara como para apelar a su testimonio. Cambió incluso la de un perseguidor de sus discípulos llamado Saulo al que se apareció cuando se dirigía hacia Damasco aunque las fuentes no dicen nada de que cayera de un caballo. Y desde entonces no ha dejado de cambiar existencias mostrando que Dios no permanece al margen de la vida incluso en sus peores momentos; que Dios puede responder a la pregunta de dónde estaba en Auchswitz señalando que clavado a una cruz; que Dios asegura que la muerte no es el final y que Dios proporciona alegría y esperanza incluso en las horas más arduas. No existe un mensaje más oportuno para un día como el de hoy. En verdad, Cristo ha resucitado.

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Published on April 01, 2018 23:30

March 31, 2018

La tumba vacía y las apariciones

Al concluir el día de descanso prescrito por la Torah, María Magdalena, María de Santiago y Salomé compraron algunas hierbas aromáticas con la intención de ir a ungir al difunto al día siguiente (Marcos 16, 1). Sin embargo, cuando muy de mañana, el domingo, llegaron al sepulcro, las mujeres descubrieron que se hallaba vacío (Lucas 24, 1; Juan 20, 1; Marcos 16, 2).

Inmediatamente, acudieron a informar de lo sucedido a los once y Pedro y el discípulo amado corrieron hasta la tumba para ver lo que había sucedido. El discípulo amado acertó a ver únicamente los lienzos que habían cubierto a Jesús y el sudario colocado aparte y, como relataría tiempo después, repentinamente, captó que las palabras del Maestro referidas a que se levantaría de entre los muertos tenían un sentido claro que acababa de cumplirse aquel domingo (Juan 20, 7-9). Por su parte, Pedro se quedó absolutamente pasmado por lo que se ofrecía ante sus ojos (Lucas 24, 12). A partir de ahí los acontecimientos se dispararon. En apenas unas horas María Magdalena (Marcos 16, 9-11; Juan 20, 11-18); las otras mujeres (Mateo 28, 8-10) y dos discípulos que iban camino de Emmaús (Lucas 24, 13-32; Marcos 16, 12-13) experimentaron distintas visiones del crucificado que se había levantado de entre los muertos. Todo ello sucedió antes de que también Pedro lo contemplara (Lucas 24, 34; I Corintios 15, 5) y de que los Once, ya en las primeras horas de la noche, atravesaran la misma experiencia (Juan 20, 19-25; Lucas 24, 36-43; Marcos 16, 14). Un par de décadas después Pablo realizaría un sumario[1] de lo que fueron aquellos episodios que se extendieron todavía algunos días después del domingo de Pascua:





Porque, en primer lugar, os he enseñado lo que asismismo recibí: que el Mesías murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que se apareció a Pedro y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que muchos siguen vivos, aunque otros ya han muerto. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los apóstoles. Y el último de todos, como si fuera un aborto, se me apareció a mi.



(I Corintios 15, 1-9) .





Lejos de proporcionarnos descripciones míticas y cargadas con elementos legendarios – como, por ejemplo, hallamos en el Talmud o en los Evangelios apócrifos – lo que nos ofrecen las fuentes es una sucesión puntillosamente veraz y teñida por la lógica sorpresa de lo que aconteció durante el curso de aquellas horas. Al respecto, no deja de ser significativo que haya sido un erudito judío, David Flusser, el que haya afirmado:





No tenemos ningún motivo para dudar de que el Crucificado se apareciera a Pedro, “luego a los Doce, después a más de quinientos hermanos a la vez… luego a Santiago; más tarde a todos los Apóstoles” y, finalmente, a Pablo en el camino de Damasco (I Corintios 15, 3-8)[1]





Tampoco sorprende que otro estudioso judío, Pinchas Lapide, haya sostenido el mismo punto de vista subrayando además su carácter judío:





Yo acepto la resurrección del Domingo de Pascua no como una invención de la comunidad de discípulos sino como un acontecimiento histórico… [1]





Lapide añadiría después en una monografía dedicada al tema:





Sin la experiencia del Sinaí no hay judaísmo; sin la experiencia de Pascua, no hay cristianismo. Ambas fueron experiencias judías de fe cuyo poder irradiador, de manera diferente, tenía como objetivo el mundo de naciones. Por razones inescrutables la fe en la resurrección del Gólgota fue necesaria para llevar el mensaje del Sinaí al mundo[1]



Se mire como se mire, la prueba más obvia de que se había producido un antes y un después se halla en la transformación radical experimentada por los hasta entonces aterrados seguidores del Crucificado. Aquellos acontecimientos cambiaron totalmente el rumbo del pequeño y atemorizado grupo. No sólo – como ya hemos indicado en otro lugar[1] - permitió que sobreviviera, a diferencia de lo sucedido con otros colectivos surgidos en el seno del judaísmo y eliminados durante la gran guerra contra Roma (66-73 d. de C.). Además le proporcionó una extraordinaria vitalidad que, en apenas unos años, se desbordaría sobre las dos riberas del Mediterráneo cubriendo todo el orbe romano y traspasando incluso sus fronteras.



Sin ningún género de dudas, los discípulos estaban convencidos sustancialmente de tres cuestiones fundamentales. La primera era que las Escrituras se habían cumplido de manera meticulosamente exacta. Efectivamente, Jesús era el mesías-siervo de Isaías (52, 13 - 53, 12). Como él, no había resultado atractivo para Israel y había sufrido el desprecio (Isaías 53, 2-3). Como él, había sido considerado como golpeado por Dios, aunque, en realidad, llevaba sobre si las aflicciones de Israel (Isaías 53, 4). Como él, había sido traspasado y herido llevando los pecados de Israel (Isaías 53, 5). Como él, había sido abandonado (Isaías 53, 6). Como él, se había mantenido en silencio semejante a una oveja llevada al matadero (Isaías 53, 7). Como él, había sido arrestado y sentenciado a muerte por la transgresión del pueblo (Isaías 53, 8). Como él, había sido destinado a morir con los delincuentes aunque, al final, su cuerpo reposara en la tumba de un rico (Isaías 53, 9). Como él, después de haber puesto su vida como sacrificio expiatorio, había “visto la luz” regresando de entre los muertos (Isaías 53, 10-11). Como él… porque Jesús era él. Y, por añadidura, no eran aquellas las únicas profecías mesiánicas que habían encontrado cumplimiento en su existencia. ¿Acaso no había entrado como el mesías de paz descrito por Zacarías montado en un asno (Zacarías 9, 9)? ¿Acaso no había sido vendido por treinta monedas de plata (Zacarías 11, 12-13)? ¿Acaso no lo habían contemplado mientras lo traspasaban (Zacarías 12, 10)? La respuesta no podía ser sino afirmativa.



La segunda cuestión no era menos importante que la anterior. No se trataba sólo de que Jesús fuera el mesías-siervo y el Hijo de Dios como había quedado de manifiesto mediante el cumplimiento de las Escrituras. Es que además, su predicación era cierta. El Reino se había acercado como una extraordinaria oportunidad tan maravillosa como descubrir un tesoro enterrado o una perla de valor incomparable (Mateo 13). Se manifestaba tan gozoso como una boda maravillosa o un banquete lleno de alegría (Lucas 14, 15-24). Quedaba abierto a todos los pecadores que reconocieran que lo eran y que acudieran humildemente a Dios para recibir su perdón (Lucas 18, 10-14). Sobre Pedro el que había negado al Maestro, sobre los discípulos que lo habían abandonado, sobre los que no lo habían comprendido no tenía por qué pesar eternamente el estigma de la culpa. Jesús había derramado su sangre por todos ellos para dar lugar a un Nuevo pacto ya anunciado por los profetas (Mateo 26, 28 con Jeremías 31, 31-32). Sólo tenían que aceptar mediante la fe aquel incomparable ofrecimiento de Dios.



Las fuentes históricas nos permiten ver hasta qué punto los discípulos vivieron de manera inefable aquella experiencia de perdón y restauración. En el caso de Pedro resultó además especialmente conmovedor dada su conducta durante la detención de Jesús (Juan 21, 9-25). Pero además nos dice mucho sobre la veracidad de los primeros escritos cristianos. En ellos no se pretendió – a diferencia de lo sucedido en otras épocas o grupos – idealizar a personajes como Pedro, Santiago o Juan. Por el contrario, se narró sin ambages lo bajo, cobarde y miserable de su conducta. Precisamente al comportarse de esa manera quedaba también expuesto el amor de Dios que se había manifestado en Su Hijo Jesús, ese amor que Judas no había querido recibir.



Pero, en tercer lugar, los discípulos captaron que Jesús el mesías volvería para consumar su Reino. Con esa fe no intentaban autoengañarse para reparar el trauma de la crucifixión. En realidad, tan sólo seguían una línea de interpretación presente en el judaísmo – la referida al mesías que se manifestaría para ocultarse y regresar al final de los tiempos – y puesta de manifiesto en las enseñanzas de Jesús. Igual que lo que encontramos en otras fuentes judías como el Midrash Rabbah sobre Rut 5, 6 creían que el mesías se había revelado, luego se había ocultado de Israel y, al final, volvería a manifestarse. Como en el Midrash Rabbah sobre Lamentaciones comentando Oseas 5, 15 estaban convencidos de que el mesías había regresado a su lugar de habitación previo a venir a este mundo y que después regresaría. ¿Acaso no era eso lo que Jesús les había enseñado al hablarles de una limpieza de la cizaña al final de los tiempos? (Mateo 13, 36-43) ¿Acaso no era eso lo que Jesús les había enseñado al comparar el Reino con una red barredera? (Mateo 13, 47-50) ¿Acaso no era eso lo que Jesús les quería decir al referirse a su triunfo tras morir y regresar de los muertos? (Mateo 16, 27; Marcos 8, 38; Lucas 9, 26). No podía caberles la menor duda.





Para ellos, la Historia de Israel adquiría ahora un nuevo significado. Dios había cumplido ciertamente Sus promesas, las recogidas en la Torah y en los neviim, y lo había hecho de manera claramente identificable, siguiendo la revelación entregada a Su pueblo. De esa manera, no sólo quedaba anunciada la redención largamente esperada por los hijos de Abraham, sino también la destinada a las naciones, a los goyim que podrían tener parte en el mundo por venir, el inaugurado por Jesús el judío, hijo de Abraham, hijo de David e Hijo de Dios.

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Published on March 31, 2018 23:50

March 30, 2018

Depositado en la tumba

El Canto del Siervo contenido en el libro del profeta Isaías hablaba de que el personaje en cuestión, “tras haber puesto su vida en expiación” vería luz (Isaías 53, 10-11), es decir, volvería a vivir.

Se trataba de una gozosa y esperanzada conclusión para un relato de sufrimiento y agonía cuyo protagonista era un judío fiel al que buena parte de su pueblo, descarriado en sus pecados, no comprendía e incluso había considerado castigado por Dios cuando lo que hacía era morir expiatoriamente por sus pecados. Sin embargo, a pesar de aquellas referencias, cualquiera que hubiera observado lo sucedido aquel viernes de Pascua en Jerusalén no hubiera albergado duda alguna de que la historia de Jesús – y con él, la de sus seguidores – había concluido. Las autoridades del Templo – y sus aliados entre los judíos – podían respirar tranquilas porque el peligro estaba conjurado. Todo había terminado. Quizá Pilato padecería la sensación de orgullo herido por no haber podido imponerse al sanhedrín, pero también el alivio de haberse quitado de encima un enojoso incidente e incluso una cierta satisfacción por ver restauradas sus relaciones con Herodes. Todo había terminado. Pero, sin duda, los que habían vivido aquella situación como un verdadero trauma eran los discípulos. Como señalarían dos de los seguidores de Jesús empleando términos medularmente judíos, “nosotros esperábamos que era él quien había de redimir a Israel y ahora ha sucedido todo esto” (Lucas 24, 21). De manera fácil de comprender, sus seguidores más próximos corrieron a ocultarse por temor a algún tipo de represalias. A fin de cuentas, ¿era tan absurdo que tras la ejecución del pastor cayeran sobre sus seguidores?. Así. de hecho, sólo algunas mujeres acudieron a sepultar a Jesús la tarde del viernes antes de que diera inicio el shabbat (Lucas 21, 55-56; Marcos 15, 47; Mateo 27, 61-66). Todo había terminado. Y entonces se produjo un cúmulo de acontecimientos que cambió – no resulta exagerado en absoluto decirlo así – la Historia de la Humanidad.



Durante el shabbat, el cadáver del judío Jesús descansó en un sepulcro, no utilizado y excavado en la roca, propiedad de José de Arimatea, un hombre acaudalado.

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Published on March 30, 2018 23:46

March 29, 2018

El último viernes de Jesús

Judas debió dirigirse a toda prisa en busca de las autoridades del Templo. Si tenía suerte, podría atrapar a Jesús antes de que abandonara la casa en la que estaba comiendo la Pascua o a no mucha distancia de ella. Pero aún sí esos supuestos no se daban, Judas era la garantía de que podría identificarse a Jesús entre los peregrinos y detenerlo para darle muerte.

Desde luego, la amargura de aquella noche acababa de dar inicio para Jesús y sus discípulos. A éstos les anunció que huirían cuando el Pastor, él mismo, fuera herido (Marcos 14, 27; Mateo 26, 31) – una referencia al profeta Zacarías 13, 7 – y cuando Pedro insistió en que jamás se comportaría así, Jesús le anunció que antes de que antes de que cantara el gallo, antes de que amaneciera, le habría negado tres veces (Lucas 22, 34). Luego, de manera totalmente inesperada, Jesús reinterpretó totalmente los símbolos pascuales presentes sobre la mesa. Al igual que en el pasado, se había valido de metáforas señalando que era la puerta (Juan 10, 9) o un manantial de agua viva (Juan 7, 37-39), ahora indicó que el pan ácimo que compartían era su cuerpo que iba a ser entregado por ellos (Marcos 14, 22) y la copa ritual que debía consumirse después de la cena era el Nuevo pacto basado en su sangre que sería derramada en breve para remisión de los pecados (Mateo 26, 28). Así quedaba inaugurado el Nuevo Pacto que habían anunciado los profetas (Jeremías 31, 31; Zacarías 9, 11). En el futuro seguirían participando de la Pascua, comiendo de aquel pan y bebiendo de aquella copa, pero deberían hacerlo con un significado añadido al que había tenido hasta entonces porque él mismo no bebería de aquel “fruto de la vid” hasta que se consumara el Reino de Dios, el Reino de su Padre (Mateo 26, 29; Marcos 14, 25).



Durante los siglos siguientes, las distintas confesiones cristianas han elaborado interpretaciones - no pocas veces sofisticadas y en cualquier caso contradictorias - sobre el significado de aquellas palabras de Jesús. No resulta exagerado afirmar que no pocas de ellas, por su pesado componente helenístico, hubieran sido totalmente incomprensibles para judíos como Jesús y sus discípulos. Por otro lado, a varias décadas de aquellos hechos lo que creían las primeras comunidades cristianas quedó expresado con enorme claridad – e incomparable sencillez - por Pablo al escribir a los corintios: comían el pan y bebían el vino, símbolos del cuerpo de Cristo entregado en sacrificio y de su sangre derramada por todos en la cruz, para recordar lo que había sucedido aquella noche y hasta que el Señor Jesús regresara (I Corintios 11, 25-26). Como han sabido ver distintos exégetas a lo largo de los siglos, afirmar algo que vaya más allá de la ingestión de pan ácimo y del vino propios de la celebración de la Pascua judía en memoria de la última cena celebrada por Jesús con sus discípulos excede – en ocasiones con enorme holgura – lo que el mismo Maestro dijo a sus seguidores en aquella triste noche[1].



Concluida la cena, Jesús dedicó un tiempo a intentar confortar a unos discípulos cada vez más confusos y desconcertados. La tradición joanea nos ha transmitido una parte de aquellas palabras pronunciadas todavía en el cenáculo (Juan 14). También nos ha hecho llegar otras que dijo cuando, como judíos piadosos, tras cantar los salmos rituales del Hallel, salieron a la calle, de camino hacia Getsemaní (Juan 15-16). Aunque se ha insistido mucho en atribuir estos pasajes a la simple mente del autor del Cuarto Evangelio, lo cierto es que tienen todas las señales de la autenticidad que sólo puede comunicar un testigo ocular y, sobre todo, lo que en ellos podemos leer encaja a la perfección con lo que conocemos del carácter medularmente judío de Jesús por otras fuentes históricas. El Jesús que encontramos es el buen pastor preocupado por el destino de los suyos, consciente de que va a morir en breve y, sin embargo, lleno de esperanza, un buen pastor modelado sobre el patrón de pasajes bíblicos como Ezequiel 34 o el Salmo 23. Sin duda, le aguardaba quedarse solo y contemplar la dispersión de los suyos, pero, al fin y a la postre, sus discípulos disfrutarían de una paz que el mundo – un mundo que iba a ser vencido a través de su muerte - no puede dar (Juan 16, 32-33).



Avanzada ya la noche, el Maestro y sus discípulos llegaron al Getsemaní, un huerto situado entre el arroyo Cedrón y la falda del monte de los olivos. Jesús deseaba que, al menos, Pedro, Santiago y Juan, sus tres discípulos más cercanos, le acompañaran orando en unos momentos especialmente difíciles. No fue así. Cargados de sueño – la noche era alta y la cena de Pascua exigía el consumo de cuatro copas rituales de vino – se quedaron dormidos una y otra vez dejando a Jesús totalmente solo en las horas más amargas que había vivido hasta entonces (Lucas 22, 39-46; Mateo 26, 36.46; Marcos 14, 32-42). Cuando Jesús intentaba por tercera vez despertarlos se produjo la llegada de Judas.



Jesús aún estaba dirigiéndose a sus adormilados discípulos cuando apareció un grupo de gente armada con la intención de prenderle. Algún autor como Rudolf Bultmann[1] ha pretendido que se trataba de soldados romanos intentando apoyarse en el texto de Juan 18, 3, 12 donde se habla de una speira (cohorte) mandada por un jilíarjos (comandante). Como en tantas ocasiones, Bultmann – y los que lo han seguido - pone de manifiesto un inquietante desconocimiento de las fuentes judías que son muy claras en cuanto al uso del término speira. De entrada, todas las fuentes coinciden en que los que tenían el encargo de prender a Jesús habían sido enviados por las autoridades del Templo (Marcos 14, 43; Mateo 26, 47; Juan 18, 2). Inverosímil es que una fuerza romana se pusiera a las órdenes del sumo sacerdote judío y aún más que aceptara entregar al detenido a éste en lugar de a su superior jerárquico. Pero es que además las fuentes judías son muy claras al respecto. En la Septuaginta, speira es un término usado para indicar tropas no romanas y además no con el sentido de cohorte sino de grupo o compañía (Judit 14, 11; 2 Macabeos 8, 23; 12, 20 y 22). Por lo que se refiere a la palabra jilíarjos – que aparece veintinueve veces – se aplica a funcionarios civiles o militares, pero nunca a un tribuno romano. Un uso similar encontramos en Flavio Josefo donde tanto speira como jilíarjos se usan en relación con cuerpos militares judíos (Antigüedades XVII, 9, 3; Guerra II, 1, 3; II, 20, 7). Que así fuera tiene una enorme lógica porque en lengua griega, la palabra jilíarjos – que, literalmente, significa un jefe de mil hombres – es empleada por los autores clásicos como sinónimo de funcionario, incluso civil [1]. Lo que la fuente joanea indica, por lo tanto, es lo mismo que las contenidas en los sinópticos. Un destacamento de la guardia del Templo había acudido a prender a Jesús y a su cabeza iba su jefe acompañado por Judas. Junto a ellos, marchaban algunos funcionarios enviados directamente desde el Sanhedrín (Juan 18, 3) y Malco, un esclavo del sumo sacerdote Caifás (Marcos 14, 47; Juan 18, 10) quizá destacado para poder dar un informe directo a su amo de cualquier eventualidad que pudiera acontecer.



Contra lo que se ha dicho en multitud de ocasiones, el arresto no colisionaba con las normas penales judías porque se llevara a cabo de noche[1], ni tampoco porque se valiera para su realización de un informador [1]. Éste, desde luego, era esencial para poder identificar a Jesús. Muy posiblemente, Judas había llevado a la guardia del Templo hasta la casa donde se encontraba el cenáculo y, al no encontrarallí a Jesús, los había conducido a Getsemaní. El Monte de los olivos estaba lleno de peregrinos que habían subido a Jerusalén para celebrar la fiesta y la noche aún dificultaba más la localización de cualquier persona. Judas era, por lo tanto, la clave para solventar aquellos dos inconvenientes. Según había indicado a sus pagadores, la señal que utilizaría para indicar quién era Jesús sería un beso (Mateo 26, 48; Marcos 14, 44).



No debió ser difícil dar con Jesús. Tampoco lo fue hacerse con él. Como se había convenido, Judas se acercó hasta él, lo saludó y lo besó (Mateo 26, 49; Lucas 22, 47; Marcos 14, 45). Jesús no mostró el menor resentimiento, la menor agresividad, la menor amargura hacia el traidor. Por el contrario, según relata la fuente mateana, al mismo tiempo que le preguntaba si iba a entregarle con un beso, le llamó “amigo” (Mateo 26, 50). Es muy posible que aquella palabra causara alguna impresión en Judas. En cualquier caso, Jesús, como el siervo-mesías del que había escrito el profeta Isaías, no opuso resistencia alguna (Isaías 53, 7). Tampoco permitió que la presentaran sus seguidores. Así, ordenó a Pedro, que había herido a Malco, que envainara su espada (Juan 18, 10-12) e indicó que todo aquello no era sino el cumplimiento de las Escrituras (Mateo 26, 52-6; Marcos 14, 48-9). En ese momento, todos sus discípulos, quizá por primera vez conscientes de lo que su Maestro llevaba anunciándoles durante tanto tiempo, huyeron despavoridos.





Los estallidos de antisemitismo de los que ha sido testigo la Historia comenzaron a partir de la Edad Media a verse teñidos de un argumento teológico que resulta moralmente repugnante y escrituralmente insustanciado, el que afirmaba que los judíos son un pueblo deicida. Según este argumento, el hecho de que el pueblo judío hubiera condenado a Jesús arrojaba sobre sus hombros una culpa que se transmitía de generación en generación. No resulta extraño que, en un intento de liberarse de ese estigma, haya habido autores judíos como Paul Winter que intentaran demostrar – bastante infructuosamente por cierto – que la condena de Jesús había tenido que ver únicamente con el poder romano, pero nunca con las autoridades judías. El historiador, por el contrario, tiene que reconstruir la realidad de lo sucedido y no puede verse sujeto por ese tipo de consideraciones. Ni que decir tiene que la responsabilidad de la detención, condena y muerte de Jesús no puede ser transmitida como una culpa que perdura durante milenios y, por supuesto, un episodio de ese tipo no puede bascular sobre los judíos de todas las épocas eximiendo de manera ciertamente escandalosa a los romanos. Sin embargo, tampoco es aceptable el pretender que no hubo judíos implicados en el destino trágico de Jesús. Como en el caso de todos los colectivos humanos, entre los judíos se han producido a lo largo de los siglos confrontaciones civiles, han estallado enfrentamientos sociales y se ha procedido al asesinato de inocentes por motivos civiles y religiosos. La historia de los profetas es una sucesión inacabable de rechazos y persecuciones que afectaron a personajes como Jeremías o Amós y de la misma manera resulta obligatorio señalar el dolor que Josefo expresa en su Guerra de los judíos al narrar la guerra civil, de carácter religioso-social, que estalló en el seno de Israel en paralelo a la sublevación contra Roma del año 66 d. de C. Robert L. Lindsey ha conservado el testimonio de cómo David Flusser le había relatado que “a diferencia de los judíos que conoció mientras crecía en Checoslovaquia, sus centenares de estudiantes israelíes a lo largo de los años nunca encuentran difícil creer que en la época del Segundo Templo hubiera judíos capaces de matar a otros judíos por todas las razones usuales. “No somos gente como cualquier otra gente,” dicen, “¿No hemos tenido nuestros terroristas y nuestros asesinos en tiempos modernos? No resultada difícil en absoluto creer que algunos judíos pudieron haber instigado la muerte de Jesús si estaban lo suficientemente celosos de él o lo veían como algún tipo de amenaza”[1]. A decir verdad, las fuentes históricas nos obligan a compartir el juicio del erudito judío David Flusser y de sus alumnos israelíes. Puede resultar más o menos conjetural si hubo judíos que envidiaron a Jesús – aunque el extremo resulta bastante probable – pero no cabe duda de que las autoridades del Templo lo contemplaron como una amenaza que debía ser conjurada.



Tras su prendimiento, un atado Jesús fue conducido a la ciudad de Jerusalén. No fue llevado directamente ante el Sanhedrín que debía estudiar su caso sino – y el dato resulta muy significativo - a la casa de Anás, un antiguo sumo sacerdote que ostentaba un poder y una influencia considerables (Juan 18, 12-4; 19-23). Prueba de lo que esto significaba es que además de convertirse en sumo sacerdote en el año 15 d. de C., tuvo la satisfacción de que sus cinco hijos ocuparan también tan relevante puesto [1]. Por si esto fuera poco, Jesús hijo de Set, sumo sacerdote poco antes del 6 a. de C. fue hermano suyo; uno de los últimos sumos sacerdotes antes de la destrucción del Templo – Matías (65-67) fue nieto suyo y José Caifás que ocupó el puesto del 18 al 37 d. de C. era su yerno (Juan 18, 13). El hecho de que pudiera mantener un interrogatorio previo con Jesús lleva a pensar que Anás era objeto de un respeto y una consideración notables por parte del sumo sacerdote en ejercicio.



El interrogatorio de Anás[1] tenía como objetivo establecer cuáles eran la doctrina y las enseñanzas de Jesús (Juan 18, 29) quizá con la intención de dejar de manifiesto que se trataba del cabecilla de un movimiento que debía ser aniquilado, tal y como había propuesto su yerno. Sin embargo, Jesús insistió en que no había nada de secreto en su comportamiento y que su enseñanza se había podido escuchar en no pocas ocasiones tanto en el Templo como en las sinagogas de manera abierta y clara (Juan 18, 20-21). Se trataba de la respuesta tranquila de alguien que no sólo se sabía inocente sino que además dejaba de manifiesto lo absurdo de su detención. Sin embargo, alguno de los esbirros de Anás interpretó aquella conducta como una muestra de descaro que decidió castigar golpeando a Jesús (Juan 18, 22). Al final, Anás decidió que lo mejor era enviar al detenido ante Caifás.





Anás y su yerno vivían en distintas alas del mismo edificio[1] y, por lo tanto, debieron bastar unos minutos para llevar a Jesús ante Caifás. Todavía era de noche y hacía frío ya que los siervos del sumo sacerdote tuvieron que encender un fuego en el patio para calentarse. En la morada de Caifás se reunieron “sacerdotes, escribas y ancianos” (Marcos 14, 53), es decir, las tres categorías que, según el testimonio de Flavio Josefo, componían el Sanhedrín. Los sacerdotes no eran todos los levitas sino la aristocracia sacerdotal, un estamento sobre cuya corrupción ya hemos hecho referencia. Los ancianos se correspondían la aristocracia terrateniente, seguramente no mejor en términos morales que la formada por el clero y a la que pertenecía José de Arimatea, uno de los discípulos secretos de Jesús. Finalmente, los escribas eran letrados de clase media de cuyas filas solían surgir los miembros de la secta de los fariseos. Si los dos primeros grupos tenían buenas razones para deshacerse de Jesús, el tercero las tenía sobradas para sentirse predispuesto en contra suya. Aquel predicador procedente de Galilea no sólo no compartía buena parte de sus interpretaciones de la Torah sino que además los había atacado públicamente. Con todo, entre ellos había aún hombres que conservaban un cierto sentido de la legalidad y de la justicia como era el caso de Nicodemo, un personaje que, como ya señalamos[1], aparece en las fuentes rabínicas con el nombre de Nakdemon ben Goryon.



El procedimiento contra Jesús comenzó con la presentación de las pruebas en su contra (Marcos 14, 55). No tenemos ninguna noticia de que hubiera testigos de descargo y lo más seguro es que haya que atribuir ese hecho al miedo que inspiraba la idea de comparecer ante el sumo sacerdote defendiendo a Jesús [1]. Por lo que se refería a los testigos de cargo, representaban en el procedimiento penal judío el papel del fiscal en el nuestro. Todavía era de noche, pero ya se hallaban dispuestos a acusar a Jesús. Ignoramos si actuaron así movidos por fanatismo, por conveniencia o por el soborno, algo que no puede descontarse con personajes como Caifás. Pero lo que sí puede afirmarse es que sus esfuerzos no dieron buen resultado, quizá porque, al convocarlos a horas tan intempestivas, no había existido la posibilidad de adiestrarlos convenientemente. De hecho, las primeras declaraciones no encajaban (Mateo 26, 59-60; Marcos 14, 55-56) y la situación sólo pareció enderezarse cuando dos se presentaron acusando a Jesús de haber anunciado que demolería el Templo y que lo levantaría en tres días (Mateo 26, 60-61; Marcos 14, 57-59). La acusación era peligrosa y, de hecho, existían precedentes en la Historia de Israel – el caso del profeta Jeremías es uno de los más señalados (Jeremías 26, 1-19) - de que un anuncio de destrucción del Templo podía considerarse punible con la pena capital. Sin embargo, las palabras de Jesús estaban desprovistas de cualquier tono conspirativo, violento[1] o denigratorio que pudieran justificar su conexión con el cargo de blasfemia tipificado en Levítico 24, 16. Por otro lado, rechazar que se tratara de una profecía podía dividir al Sanhedrín ya que mientras que los saduceos rechazaban ese tipo de fenómenos espirituales, los fariseos creían en ella.



Al fin y a la postre, las contradicciones de los testigos y la escasa consistencia de sus declaraciones terminaron por colocar al tribunal en una situación delicada. Si no se podía encontrar alguna prueba incriminatoria era obvio que Jesús tendría que ser puesto en libertad, algo que el sumo sacerdote Caifás no estaba dispuesto a tolerar. No resulta, por lo tanto, extraño que, en su calidad de presidente, decidiera llevar a cabo el interrogatorio de Jesús.



Si Caifás esperaba que el hecho de formular personalmente las preguntas iba a cambiar el estado de cosas, debió quedar decepcionado muy pronto. Jesús – como el siervo-mesías al que se había referido Isaías (53, 7) siglos atrás – se mantuvo en silencio (Mateo 26, 63; Marcos 14, 61).



De la manera más inesperada, el proceso había entrado en un callejón sin salida. Los testigos no presentaban pruebas suficientes como para sustentar una condena y el reo se negaba a pronunciar una sola palabra que pudiera servir para inculparlo. En lo que, seguramente, fue un intento a la desesperada de salir de la situación en que se hallaba, Caifás optó por plantear directamente la cuestión de la mesianidad de Jesús y se dirigió a él diciéndole:





Te conjuro por el Dios viviente. Dinos si eres el mesías, el Hijo de Dios[1].



(Mateo 26, 63)





La pregunta planteada por Caifás disipaba el recurso al silencio al haberse invocado al propio Dios, pero además colocaba a Jesús ante una clara tesitura. Si respondía de manera afirmativa, era obvio que el sanhedrín lo consideraría un caso de blasfemia merecedor de la muerte. Si, por el contrario, contestaba de manera negativa, quizá habría que ponerlo en libertad, pero todo su atractivo sobre las masas quedaría irremisiblemente dañado y, como peligro, podría verse conjurado. Jesús no parece haber dudado un solo instante a la hora de responder:





Yo soy y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo en las nubes del cielo.



(Marcos 14, 62)





La respuesta fue pulcramente cortés hasta el extremo de no utilizar el nombre de Dios y sustituirlo por el eufemismo del Poder, circunstancia que, una vez más, apunta a la conducta de un judío meticulosamente piadoso. A la vez, resultó contundente e iluminadora. Sí, era el mesías y además un mesías que cumpliría – como ellos tendrían ocasión de ver – las profecías contenidas en el Salmo 110 y en el capítulo 7 de Daniel, aquellas que se referían a cómo Dios le haría sentar a su diestra y a cómo le entregaría un Reino en su calidad de Hijo del Hombre para extender su dominio sobre toda la tierra.



La reacción del sumo sacerdote fue la que cabía esperar. Se rasgó las vestiduras, indicó que Jesús había pronunciado una blasfemia y concluyó que aquella circunstancia convertía en ociosa la declaración de cualquier testigo de cargo (Mateo 26, 65; Marcos 14, 63)[1]. Cuando Caifás solicitó la opinión de los miembros del sanhedrín, éstos también señalaron que las palabras pronunciadas por Jesús eran dignas de la última pena (Marcos 14, 64; Mateo 26, 66). En ese momento, algunos de los que custodiaban a Jesús comenzaron a burlarse de él, a escupirlo y a abofetearlo (Lucas 22, 63-65; Mateo 26, 67-68; Marcos 14, 65).

A pesar de la insistencia de algunos autores contemporáneos por afirmar lo contrario, la condena de Jesús podía pecar de injusta, pero, desde un punto de vista formal, resultaba impecable. Así, por supuesto, lo consideraron las autoridades judías y lo indica el Talmud, pero así también lo vieron los primeros discípulos de Jesús. Éstos – a diferencia de otros que vendrían después reivindicando la figura del Maestro – podrían estar convencidos de que la mayoría de los miembros del Sanhedrín se había reunido no para dilucidar la verdad sino para encontrar un motivo que les permitiera condenar a Jesús a muerte (Marcos 14, 1 y 55) viendo en ello incluso el cumplimiento de profecías contenidas en las Escrituras judías (Hechos 4, 24-28 citando el Salmo 2). Sin embargo, en la polémica teológica entre los judíos y los primeros cristianos, éstos jamás alegaron que se hubieran violado las disposiciones legales [1] y todavía menos consideraron que el episodio pudiera ser utilizado para perseguir al pueblo en cuyo seno había nacido Jesús.



A esas alturas no podían caber dudas sobre cuál iba a ser la suerte final de Jesús. Como señalaría el Talmud siglos después[1], Jesús era un blasfemo que merecía la muerte y que, de manera totalmente justificada, había sido condenado. De forma bien significativa, en esa referencia talmúdica se atribuye toda la responsabilidad de la condena de Jesús a las autoridades judías sin mención alguna del gobernador romano. Con todo, y a pesar de su convicción sobre la justicia de su decisión, el sanhedrín no cayó en el error de quebrantar ninguna formalidad legal. Esperó hasta el amanecer para dictar sentencia condenatoria (Mateo 27, 1; Lucas 22, 66-71; Marcos 15, 1) y, a continuación, dispuso que lo condujeran a la residencia del gobernador romano ya que era el único que disponía del ius gladii y podía ejecutar una pena capital (Marcos 15, 1; Lucas 23, 1; Mateo 27, 2; Juan 18, 28).

Actualmente sabemos que Pilato iba a ser la causa de algunas dilaciones en la consumación de la suerte final de Jesús, pero al amanecer del viernes esa eventualidad no parecía posible al sanhedrín. Tampoco lo pensó así Judas. Cuando supo que Jesús había sido condenado por las autoridades judías no le cupo la menor duda de que su destino iba a ser la muerte. Reconcomido por la culpa, acudió a los miembros del sanhedrín que acababan de condenar a Jesús y que no se habían dirigido a la residencia del gobernador romano a pedir la ejecución de la sentencia (Mateo 27, 3). Ante ellos confesó que había “pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27, 4), pero, como por otra parte era de esperar, no consiguió conmoverlos. Convencidos como estaban de que Jesús era un blasfemo y un peligro, de que su sentencia, por lo tanto, era justa y pertinente, le dijeron claramente que nada de aquello les importaba y que ése era su problema. Horrorizado, Judas arrojó las monedas que le habían entregado como precio por su traición y abandonó el lugar donde se habían encontrado con las autoridades judías (Mateo 27, 5).

No menos meticulosas con el cumplimiento de la ley iban a ser ahora las autoridades judías. Así, cuando, sobre las seis de la mañana, llegaron ante la residencia del gobernador Poncio Pilato, se negaron a entrar en ella para no contaminarse ritualmente con la cercanía de un gentil. Desde luego, una cosa era pedirle que confirmara la sentencia condenatoria que habían dictado contra Jesús y otra que para hacerlo tuvieran que incurrir en el estado de impureza ritual.



A esas alturas, toda la obra de Jesús daba la apariencia de haberse convertido en humo porque era de esperar que Pilato aceptaría las pretensiones de las autoridades judías. Pedro, uno de los discípulos más cercanos a Jesús, le había negado esa noche aterrado por una simple criada (Juan 18, 15-18, 25-27; Lucas 22, 54-62; Mateo 26, 58, 69-75; Marcos 14, 54, 66-72) y el resto de los discípulos se hallaba en paradero desconocido, pero ¿quién podía asegurar que no serían objeto de cruentas represalias por haber seguido a su Maestro?. Finalmente, Judas, el traidor, desesperado, salió a las afueras de la ciudad. Allí se dio muerte ahorcándose quizá simbolizando de esa manera que se consideraba un maldito. De hecho, la Torah mosaica confería esa condición a todo el que muriera colgando de un madero o de un árbol (Deuteronomio 21, 23).



Durante un tiempo, su cadáver se balanceó entre el cielo y la tierra. Luego el cinturón o la cuerda que se aferraba a su cuello se rompió dejando caer el cuerpo contra el suelo. El impacto provocó que el difunto Judas reventara y sus entrañas se desparramaran (Hechos 1, 18). Consumada su traición hacía horas, su destino último no pareció ahora preocupar a nadie. Sin embargo, Judas dejaba planteado un problema que las autoridades del Templo debían solucionar. Se trataba únicamente de dar un empleo a las treinta monedas de plata que, en su remordimiento, había devuelto el traidor. La Torah impedía destinarlas a limosnas ya que era precio de sangre (Deuteronomio 23, 18). Se optó, por lo tanto, por comprar un campo para dar sepultura a los extranjeros (Mateo 27, 7), el mismo en el que se había suicidado Judas (Hechos 1, 18-19), el mismo al que la gente, conocedora de la historia, denominaría Acéldama, que significa Campo de sangre (Mateo 27, 8; Hechos 1, 19).



En una carta del rey Herodes Agripa a su amigo el emperador romano Calígula, el gobernador Pilato aparece descrito como de “un carácter inquebrantable y despiadadamente duro” que caracterizó su gobierno por “la corrupción, la violencia, el robo, la opresión, las humillaciones, las ejecuciones constantes sin juicio y una crueldad ilimitada e intolerable”. Efectivamente, Pilato ejerció el poder desde el 26 d. de C. y por espacio de una década de acuerdo con la mencionada descripción. Sin embargo, el cuadro no resulta completo. De entrada, Pilato era un antisemita alzado al poder por el impulso del no menos antisemita Sejano, el valido, durante años omnipotente, del emperador Tiberio, pero además – y eso explica si no su nombramiento sí que el emperador Tiberio lo mantuviera en el poder durante tanto tiempo – actuaba con notable independencia, pero siempre de acuerdo a lo que consideraba los intereses de Roma. Si éstos coincidían con lo que deseaban las autoridades judías bien para las dos partes, si no era así, el beneficio – y el derecho - de Roma debía prevalecer.



Las autoridades judías presentaron el caso a Pilato de una manera que forzara al gobernador a ejecutar la sentencia condenatoria. Jesús, según su versión, había afirmado que era “el rey de los judíos”. La información no era falsa, pero tampoco pasaba de constituir una manipulación maliciosa de la verdad que pretendía presentar a Jesús como a un sedicioso cuya eliminación resultaba obligada para el poder romano. De manera lógica, Pilato preguntó a Jesús si, efectivamente, era el rey de los judíos (Juan 18, 33; Lucas 23, 3; Mateo 27, 11; Marcos 15, 2). La respuesta de Jesús no resultó en absoluto satisfactoria (Juan 18, 36 ss). Por lo menos, no para sustentar una condena y así se lo comunicó Pilato a las autoridades judías que se lo habían entregado (Lucas 23, 4). La reacción de éstas no se hizo esperar. De manera inesperada, lo que parecía seguro amenazaba con escapársele de las manos. Recurrieron entonces a acusarlo de alborotar al pueblo en Judea como ya había empezado a hacer en Galilea (Lucas 23, 5). Una vez más, el cargo obligaba a Pilato a confirmar la sentencia dictada por el sanhedrín, pero la artimaña no dio resultado. El gobernador romano estaba convencido de que Jesús era inocente de las acusaciones formuladas contra él (Juan 18, 38; Lucas 23, 4). A su juicio, resultaba obvio que se trataba sólo de una disputa propia de los, para él, odiosos judíos y no estaba en absoluto dispuesto a ayudar a las autoridades a imponer sus puntos de vista. Si acaso se sentía tentado como tantas veces a demostrarles el desprecio que le inspiraban. Puesto que Jesús era de Galilea, la competencia para juzgar aquel caso según el principio jurídico de forum delicti commissi [1] correspondía a Herodes. A él debía ser llevado el detenido (Lucas 23, 6-7). Con esa decisión, Pilato seguramente esperaba haberse quitado un problema de las manos.



Temprano por la mañana, Jesús fue trasladado por la guardia del Templo ante la presencia de Herodes. Había descendido a celebrar la Pascua como centenares de miles de judíos y en esos días se alojaba en el palacio de los Hasmoneos, una residencia cercana a la de Pilato y situada a occidente del Templo [1]. Responsable de la ejecución de Juan el Bautista, Herodes había manifestado eventualmente algún interés por Jesús. Ahora esperó que realizara alguno de aquellos milagros que se le atribuían (Lucas 23, 8), pero Jesús persistió en el silencio que debía caracterizar al siervo-mesías (Lucas 23, 9). Finalmente, Herodes y sus acompañantes optaron por entregarse a una burla canallesca. Durante toda su vida, Herodes había aspirado al título de rey infructuosamente. Por lo visto, Jesús tampoco había avanzado mucho en el camino de obtener la realeza así que lo vistió con una ropa propia de un monarca y ordenó que se lo devolvieran a Pilato (Lucas 23, 11). Con aquel gesto, muy posiblemente estaba dando a entender que, a su juicio, Jesús era más un ser patéticamente ridículo que un agitador peligroso.



Aquella coincidencia de criterio – tanto en la apreciación de las acusaciones contra Jesús como en el desprecio por las autoridades del Templo – tendría una consecuencia indirecta, la de que Herodes y Pilato, entonces enemistados, se acercaran políticamente (Lucas 23, 12). Sin embargo, de momento, el problema de lo que había que hacer con Jesús persistía. El gobernador romano aún estaba más convencido de lo inaceptable de las pretensiones de las autoridades judías y había decidido poner en libertad a Jesús. Para ello iba a valerse del privilegio de liberar a un reo en el curso de la fiesta (Mateo 27, 15; Marcos 15, 6).



Ocasionalmente, se ha discutido la historicidad de este episodio, pero lo cierto es que semejante objeción vuelve a dejar de manifiesto un deplorable desconocimiento de las fuentes judías. Por ejemplo, ya en 1906 se publicó por primera vez un papiro del 85 d. de C. que contiene el protocolo de un juicio celebrado ante C. Septimio Vegeto, gobernador de Egipto, en el que se señala como el citado magistrado romano decidió poner en libertad a un acusado llamado Fibion, a pesar de que era culpable de un delito de secuestro. Era obvio, por lo tanto, que los gobernadores contaban con esa competencia. Pero es que además el tratado Pesajim VIII 6ª [1]de la Mishná nos informa de que, efectivamente, existía la costumbre de liberar a uno o varios presos en Jerusalén durante la Pascua.



La alternativa que ahora Pilato ofreció fue la de plantear ante las masas la disyuntiva de poner en libertad a Jesús o a un delincuente común llamado Barrabás (Juan 18, 39; Mateo 27, 17; Marcos 15, 9). Esperaba el romano que el veredicto favorable recayera sobre el inocente Jesús antes que sobre un criminal. Se trató de un error de cálculo que tendría pésimas consecuencias. Por un lado, resultaba dudoso que la muchedumbre, antirromana de por si, estuviera dispuesta a ayudar al gobernador romano o a apoyar a alguien que había defraudado sus expectativas como era el caso de Jesús; por otro, las autoridades del Templo la habían adiestrado ya convenientemente (Marcos 15, 11; Mateo 27, 20). Desde luego, no hubiera sido la primera ni la última multitud de la Historia que se reuniera de manera supuestamente espontánea y que, a la vez, obedeciera a consignas bien establecidas. Pero, en cualquier caso, si Jesús había sido condenado por el propio Sanhedrín, ¿no era normal verlo “golpeado por Dios” como Isaías 53, 4 afirmaba que Israel consideraría erróneamente al siervo-mesías? Enfrentada con la disyuntiva de liberar a alguien condenado por el sanhedrín o a un simple delincuente, la muchedumbre reunida ante Pilato no tuvo problema en optar por el segundo (Lucas 23, 18; Lucas 18, 40).



El hecho de que la multitud arremolinada ante su residencia hubiera rechazado su propuesta causó en Pilato un sentimiento de sorpresa que entorpeció sus acciones ulteriores. En puridad, podría haber puesto en libertad a Barrabás y luego continuar el procedimiento relacionado con Jesús considerando que no existía base para la condena y liberándolo a su vez. Sin embargo, como tantos otros dirigentes a lo largo de la Historia, en lugar de imponerse a la turba, primero, se sintió amedrentado por ella y luego, pensó que quizá estaba en su mano convencerla. Se trató de una nueva equivocación porque la masa rara vez piensa por si misma sino a impulsos de los que la agitan. Entregada ahora a la agresividad descarada que nace de sentirse impune y, muy posiblemente, agitada por las autoridades que habían detenido a Jesús, comenzó a gritar que el gobernador debía crucificarlo (Marcos 15, 13 y par).



Pilato fue presa de la perplejidad. A pesar de que no simpatizaba en absoluto con los judíos no acertaba a entender que desearan con tanto afán la ejecución de uno de los suyos (Marcos 15, 14 y par). Posiblemente entonces se dio cuenta del yerro tan colosal que había sido el poner en manos de la turba la decisión del caso. Ahora no tenía la menor posibilidad de desandar los pasos ya dados y de dilatar la resolución. Y menos todavía cuando la situación amenazaba con degenerar en un motín abierto (Mateo 27, 24). Al fin y a la postre, Pilato acabó cediendo a las presiones de la turba. Era lo mismo que había hecho años atrás en el hipódromo de Cesarea [1].. Mientras ponía en libertad a Barrabás, ordenó que se flagelara a Jesús (Juan 19, 1; Marcos 15, 15).



La fuente mateana señala que, precisamente en esos momentos, Pilato llevó a cabo un hecho simbólico. Se lavó las manos ante la multitud anunciando que era inocente de la ejecución de un hombre inocente. Entonces la turba respondió: Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos (Mateo 27, 24). Ambos extremos han sido rechazados eventualmente como creaciones del primer evangelista. La verdad, sin embargo, es que cuentan con un respaldo impresionante en las fuentes históricas. De entrada, la costumbre de lavarse las manos como acto de purificación se daba tanto entre los judíos como entre los gentiles. La Biblia la menciona en Deuteronomio 21, 6 ss o en el Salmo 26, 6, pero también encontramos referencias en la literatura rabínica[1]; e incluso en autores clásicos como Virgilio[1], Sófocles [1] y Herodoto[1] por mencionar algunos ejemplos.



Por lo que se refiere a la afirmación de la turba, su historicidad ha sido rechazada con el argumento – político que no histórico – de que se trata simplemente de una manifestación de carácter antisemita. Incluso cuando se estrenó la película La pasión dirigida por Mel Gibson distintas organizaciones judías presionaron para que la frase en cuestión fuera suprimida. Semejante conducta puede comprenderse, pero lo cierto es que el pasaje en cuestión presenta todas las marcas de la autenticidad y no es la menor su paralelo con referencias que hallamos en fuentes judías. De hecho, la expresión “Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos” es un dicho judío que hallamos en la Biblia (2 Samuel 1, 16; 3, 29; Jeremías 28, 35; Hechos 18, 6) y que significa que se está tan seguro de la justicia del veredicto que se asume que la responsabilidad y la culpa caiga tanto sobre los que pronuncian la frase como sobre sus hijos[1]. Obviamente, derivar de aquí una legitimación para el antisemitismo no sólo constituye una pésima lectura histórica sino también una bajeza moral. Sin embargo, tampoco es lícito negar los hechos históricos sobre la base de lo que hoy consideramos políticamente correcto. Las autoridades judías habían condenado a Jesús y buscaban su muerte. Frenadas – de manera inesperada – en sus propósitos por Pilato, para alcanzar su objetivo habían recurrido a agitar a la muchedumbre en su favor. Que ésta se encontrara convencida de la justicia de lo que exigía y que llegara incluso a pronunciar una fórmula ritual en esos casos no sólo no parece falso. En realidad, es lo único que resulta verosímil. Por otro lado, el pasaje en su descripción no es ni lejanamente tan crítico con las autoridades del Templo o con la turba como lo es, por ejemplo, Josefo en su Guerra de los judíos. A decir verdad, en términos comparativos resalta por su austeridad narrativa y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido – con razón, por otra parte – acusar a Josefo de antisemita.



Es muy posible que la flagelación constituyera un último intento de Pilato por salvar a Jesús de la muerte. Quizá si la masa veía al detenido destrozado por los azotes romanos, quizá si contemplaba que no había escapado de la detención incólume, quizá si se percataba de que había recibido un castigo cruel y suficiente, se aplacaría y desistiría de su propósito. Nuevamente, se equivocó.



Por supuesto, los soldados romanos azotaron a Jesús en el interior del pretorio – y, a diferencia de lo que establecía la ley judía, no tenían marcado un límite de latigazos que no podían rebasar – y además al castigo sumaron las burlas, las injurias, los golpes y los escupitajos. Incluso se permitieron la terrible mofa de disfrazarlo como a un rey seguramente en un intento de mostrar su desprecio hacia los judíos. Sin embargo, el plan de Pilato fracasó. Una vez más, la turba reaccionó siguiendo unas reglas de comportamiento que conoce cualquier psicólogo experto. Al contemplar a Jesús quebrantado por los azotes, no se conformó sino que se sintió más segura de su poder para obtener lo que deseaba. Ahora lanzó nuevos gritos que reclamaban su crucifixión y que insistían en que así tenía que ser porque se había hecho Hijo de Dios (Juan 19, 5 ss).



El estado de ánimo que experimentó Pilato al escuchar aquellas palabras, es descrito por la fuente joanea como mallon efobeze (Juan 19, 8). Se trataba de una inquietud, de un miedo, de una desazón extremos. Difícilmente el gobernador hubiera podido interpretar el término Hijo de Dios como un sinónimo del mesías y, seguramente, debió pensar que podía encontrarse mezclado en un problema de carácter sobrenatural. En contra de lo que suele pensarse, los romanos podían ser despiadados, egoístas y corruptos, pero no descreídos. A decir verdad, su conducta era exactamente la contraria. No resulta por ello extraño que Pilato se preguntara si podía haber en aquel reo algo sobrenatural. Angustiado, interrogó a Jesús, pero éste nuevamente optó por callar como el Siervo de YHVH profetizado por Isaías. Cuando el romano intentó presionarlo para que contestara recurriendo al argumento de que él era el único que podía ponerlo en libertad, Jesús le respondió que su poder simplemente derivaba de una autoridad superior y que, desde luego, los que lo habían llevado hasta allí eran más culpables que él de lo que estaba sucediendo (Juan 18, 11-12).



Debía aún reflexionar Pilato en lo que tenía ante los ojos cuando a sus oídos llegaron nuevos gritos procedentes de una muchedumbre cada vez más enardecida. No sólo seguían insistiendo en que Jesús fuera crucificado. Ahora amenazaban con denunciar al gobernador ante el césar por no castigar a alguien que se había proclamado rey (Juan 19, 12). Fue en ese momento cuando la resistencia del romano se quebró. El temor que le inspiraba el emperador Tiberio era superior, desde luego, a la desazón que le ocasionaba aquel extraño reo. Ya sólo habia un camino para salir de aquella situación.



Sobre las seis de la mañana (Juan 19, 14), Pilato ordenó que el prisionero fuera sacado del pretorio y se sentó en el tribunal que en griego se denomina Lizóstrotos y en hebreo Gabbata, es decir, el enlosado (Juan 19, 13). Era obvio que iba a dictar sentencia en debida forma, e superiori y de manera pública, ante el reo y sus acusadores. El delito era el crimen laesae maiestatis, una infracción de la ley que en provincias, como era el caso, se castigaba siempre con la cruz. La sentencia que pronunció Pilato se redujo a la fórmula establecida: Ibis in crucem [1].



El relato de las fuentes históricas lejos de constituir un ejemplo de antisemitismo resulta angustioso por su sobria objetividad. Como en el caso de la sentencia pronunciada por el sanhedrín, se habían respetado todos los requisitos legales y también como en tantos casos de la Historia – Jeremías en el s. VI a. de C., Huss en el s. XV con Huss, Tyndale y Lutero en el s. XVI o en distintos siglos no pocos judíos de corte en la Europa católica – la condena había derivado de una alianza clara entre el poder religioso y el político. Quizá haya que reconocer – y resulta un trago ciertamente amargo – que una conducta semejante es demasiado humana como para que no se repita vez tras vez a lo largo de los siglos en los más diversos contextos.



Pronunciada la sentencia, no era necesaria en absoluto la confirmación del emperador. Por otro lado, la posibilidad de apelación quedaba descartada ya que semejante autoridad había quedado delegada en los gobernantes locales [1]. El plazo para ejecutar la sentencia quedaba al arbitrio del juez – en este caso Pilato – pero, por regla general, se procedía a evacuar este trámite inmediatamente después del anuncio [1]. De hecho, la resolución senatorial del año 21 d. de C. que fijaba un plazo de diez días entre la sentencia de muerte y su ejecución no se refería a los tribunales ordinarios – como el de Pilato – sino sólo a las resoluciones emitidas por el senado.



Tras el juicio de Jesús, muy posiblemente Pilato procedió a procesar a los dos ladrones que fueron crucificados con él. Esa circunstancia explicaría porqué fueron ejecutados también el mismo día y porque Jesús no fue conducido al Gólgota hasta cerca de las nueve de la mañana. Allí, a las afueras de la ciudad, fue crucificado. Antes de ser clavado en aquel horrible instrumento de muerte, lo despojaron de sus vestiduras, pero, siendo la túnica de una sola pieza, los soldados que lo custodiaban optaron por jugársela (Mateo 27, 35; Marcos 15, 24; Lucas 23, 24; Juan 19, 24). Así, las últimas horas de Jesús recordaron de manera sobrecogedora a la descripción recogida en el Salmo 22, un texto escrito casi con un milenio de anterioridad:



Se secó como un tiesto mi vigor y la lengua se me pegó al paladar y me has puesto en el polvo de la muerte. Porque perros me han rodeado, me ha cercado una cuadrilla de malvados. Han taladrado mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos. Me miran, me observan. Repartieron entre sí mis vestiduras y sobre mi ropa echaron suertes.



(Salmo 22, 15-18)







Poco antes de expirar, Jesús recitó el mismo salmo que se inicia con las palabras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Luego señaló que todo había quedado consumado (Juan 19, 30) , encomendó su espíritu al Padre (Lucas 23, 46) y murió. Era en torno a las tres de la tarde. Como en el caso del siervo-mesías profetizado por Isaías (53, 9), su muerte había sido decretada para que tuviera lugar al lado de malhechores, pero su tumba fue, como también señalaba la profecía, la de un hombre rico, un tal José de Arimatea que había tenido amistad con Jesús y que había reclamado el cadáver (Juan 19, 31-42; Lucas 23, 50-54; Mateo 27, 57-60; Marcos 15, 42-46). En apariencia, el caso de Jesús el judío había quedado zanjado.

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Published on March 29, 2018 23:43

March 28, 2018

Del jueves al inicio del viernes: la última Pascua

A partir de hoy y hasta el domingo, voy a suprimir las secciones habituales sustituyéndolas por un relato de lo que fueron estos días en la última semana de vida terrenal de Jesús. Espero que lo encuentren de interés. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!

Desconocemos lo que sucedió desde la noche del martes en que Jesús reprendió a Judas hasta el jueves en que comenzaron los preparativos de la Pascua. Lo más posible es que Jesús permaneciera prudentemente en Betania. No debió de estar especialmente comunicativo sobre sus propósitos más inmediatos porque la mañana del jueves los discípulos aún no sabían donde deseaba comer la cena de Pascua y se vieron obligados a acercarse a él para preguntárselo (Lucas 22, 7; Mateo 26, 17; Marcos 14, 12). Como en tantas ocasiones, Jesús no había dejado nada a la improvisación. Comunicó a dos de sus discípulos – la fuente lucana (Lucas 22, 8) indica que eran Pedro y Juan – que debían descender a la Ciudad Santa a ocuparse de todo. Bastaría con que se encontraran a la entrada de Jerusalén con un hombre que llevaría un cántaro – una circunstancia un tanto peculiar si se tiene en cuenta que las mujeres eran las que, habitualmente, se ocupaban de esos menesteres – y le siguieran. El sujeto en cuestión les conduciría a un lugar ya preparado para comer la cena de Pascua.



Efectivamente, los acontecimientos se desarrollaron tal y como Jesús les había dicho (Lucas 22, 8 ss; Mateo 26, 18 ss; Marcos 14, 13 ss). La casa esperaba a Jesús y a sus discípulos con todo preparado para la celebración. Es más que posible que el sitio en cuestión fuera la casa de los padres de Juan Marcos. Este lugar con posterioridad a la muerte de Jesús, sería uno de los domicilios donde se reuniría la comunidad primitiva de los discípulos (Hechos 12, 17) y el mismo Juan Marcos estaría llamado a desempeñar tareas de relevancia en el cristianismo primitivo. De hecho, sabemos que fue compañero de Bernabé y Pablo en su primer viaje misionero[1] y, con posterioridad, acompañó a Pedro como intérprete. A decir verdad, como ya hemos indicado en otro lugar, la tradición que le señala como el autor del segundo Evangelio a partir de los recuerdos de Pedro tiene todos los visos de corresponderse con la verdad histórica[1].



Con toda certeza, la Cena de la Pascua tuvo lugar el jueves por la noche, aunque, según el computo judío que sitúa el final del día a la puesta del sol, la celebración se realizó ya en las primeras horas del viernes. Aquella última Pascua celebrada por Jesús con sus discípulos estaría cargada de un enorme dramatismo.





Para millones de personas, la Última Cena fue fundamentalmente el marco en el que Jesús instituyó un sacramento. Semejante visión es errónea siquiera porque está empañada por una teología posterior en varios siglos al propio Jesús. Aquella noche, como centenares de miles de judíos piadosos, Jesús se reunió con sus discípulos más cercanos para celebrar la Pascua, la festividad judía en la que el pueblo de Israel conmemoraba cómo Dios lo había liberado de la esclavitud de Egipto. Lo hizo además siguiendo el orden específico de esta celebración judía. Las palabras y los actos de Jesús así lo indican. De hecho, apenas reclinados a la mesa, Jesús señaló a sus discípulos el deseo que había tenido de celebrar aquella Pascua antes de padecer ya que no volvería a comerla hasta que se consumara el Reino de Dios (Lucas 22, 15-6). Sin duda, las palabras de Jesús hacían recaer el acento en su próxima muerte, una muerte a imagen y semejanza de la del Cordero cuya sangre había salvado al pueblo de Israel de ser objeto del juicio de Dios sobre Egipto (Éxodo 12, 21 ss). Sin embargo, una vez más, los prejuicios prevalecieron en la mente de sus discípulos que, de manera selectiva, se aferraron a la referencia al Reino para enredarse, acto seguido, en una discusión sobre los puestos que ocuparían tras el triunfo del mesías. Por enésima vez, Jesús volvió a remachar que la mentalidad del Reino de Dios era diametralmente opuesta de la que tenían los políticos del mundo. Si deseaban ser los primeros en el Reino - un Reino del que, ciertamente, disfrutarían porque le habían sido fieles en los momentos de dificultad - debían imitar al Rey-Siervo (Lucas 22, 24-30).



Sin duda, Jesús tenía un vivo deseo de que aquella enseñanza que venía subrayando desde hacía años quedara grabada en la memoria de los Doce porque, de manera sorprendente e inesperada, en lugar de ofrecer agua a los invitados para que se lavaran las manos, optó por lavarles personalmente los pies.



El episodio del lavatorio de pies nos ha sido transmitido por la fuente joanea (Juan 13, 1-20) y nos da idea de su importancia el hecho de que en ese texto sustituya totalmente a la mención del paso del pan y de la copa de la que dan cuenta los Sinópticos. Para el autor del Cuarto Evangelio, la nota más significativa de aquella noche fue que aquel que era “el Señor y el Maestro” (Juan 13, 13) se comportó como un siervo incluso en beneficio de aquel que había decidido traicionarlo (Juan 13, 18).



Apenas podemos imaginar los sentimientos que pudieron apoderarse de Jesús al saber que Judas, uno de sus discípulos más cercanos, era un traidor. Al parecer, al principio, cuando apenas había terminado de lavar los pies a los discípulos, se limitó a citar un versículo del Salmo 41, el que afirma que “el que come pan conmigo, levantó contra mi su calcañar”. Sin embargo, salvo Judas, nadie captó el significado de aquellas palabras. Entonces, “conmovido en el espíritu” (Juan 13, 21) Jesús reveló lo que estaba sucediendo: uno de los Doce lo iba a entregar.



Las palabras de Jesús provocaron un impacto considerable entre los discípulos. A pesar de sus disensiones y de sus disputas, a pesar de sus rivalidades y controversias, a pesar de sus choques y discusiones, hasta ese momento se habían visto como un grupo unido. De hecho, su reacción fue, en primer lugar, de profunda tristeza (Mateo 26, 22; Marcos 18, 19). Pedro – que no abrigaba la menor duda de su propia fidelidad – hubiera deseado preguntar a Jesús en privado por la persona a la que se refería. Sin embargo, en el triclinio donde cenaban, se hallaba sentado enfrente de Jesús, a no escasa distancia. No cabía, por tanto, la posibilidad de que indagara con discreción si tenía que hacerlo a gritos y mucho menos existía de que el Maestro le respondiera de la misma manera. Juan, el discípulo amado, sí se hallaba al lado de Jesús. Aunque apenas unas semanas antes se había producido un altercado con Juan y con su hermano Santiago en relación con los puestos que debían ocupar en el Reino [1], lo cierto es que Pedro había tenido una relación muy especial con ellos fruto no sólo de los años que hacía que se conocían, sino también del hecho de constituir el grupo de tres discípulos más cercanos a Jesús. Ahora no dudó en “hacer señas” a Juan para que le preguntara a Jesús a quién se había referido (Juan 13, 24). Juan se inclinó entonces hacia Jesús y le preguntó por la identidad del traidor. Jesús señaló que podría averiguarlo observando a aquel al que ofreciera el pan mojado, un gesto de cortesía por otra parte propio de la celebración de la Pascua. Entonces, “mojando el pan, se lo dio a Judas Iscariote, el hijo de Simón” (Juan 13, 26).



Obviamente, Judas no podía interpretar aquel gesto como una señal de que Jesús sabía que él era el traidor. Sin embargo, las dudas que pudiera tener al respecto se disiparon enseguida. Tras la reacción de miedo, los discípulos – igual que Pedro – habían comenzado a preguntarse también por quién sería el traidor. Sin embargo, a diferencia del impetuoso galileo, no todos estaban tan seguros de su perseverancia futura. Seguramente, no podían creer que ninguno de ellos lo fuera en ese momento, pero ¿acaso estaba indicando Jesús que en el futuro alguno de ellos caería en un comportamiento tan indigno? Asustado, alguno de los discípulos incluso comenzó a preguntarle si se estaba refiriendo a él. Pero Jesús no respondió de manera directa. Se limitó a decir que era uno de los que compartía la cena de Pascua y que su destino sería aciago (Marcos 14, 19-21; Mateo 26, 22-24). Incluso cuando Judas, quizá intentando cubrir las apariencias, formuló la misma pregunta, Jesús se limitó a responderle que era él mismo el que lo decía (Mateo 26, 26). Luego añadió: “Lo que vas a hacer, hazlo cuanto antes” (Juan 13, 27).





La fuente joanea señala que, en ese mismo momento, Satanás entró en Judas (Juan 13, 27) lo que es, obviamente, una interpretación espiritual de lo que sucedió a continuación. Judas, desde luego, no dio marcha atrás en sus propósitos. Por el contrario, es más que posible que se sintiera confirmado en sus intenciones. Si Jesús ya estaba al corriente o simplemente sospechaba, más valía que se diera prisa en actuar antes de que la presa escapara o de que los otros discípulos se apercibieran de lo que estaba sucediendo. Termino de comer el bocado que le había entregado Jesús y abandonó la estancia para adentrarse en la noche (Juan 13, 30). Su comportamiento no llamó la atención de los que hasta ahora habían sido sus compañeros. A fin de cuenta era el apóstol encargado de la bolsa y pensaron que Jesús acababa de darle la orden de que comprara algo necesario para la fiesta o de que diera algo a los pobres (Juan 13, 29).

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Published on March 28, 2018 23:35

March 27, 2018

Patos salvajes

Hace unos días, me referí en uno de los programas de radio a una película que, a mi juicio, dejaba bastante de manifiesto la realidad de la intervención extranjera en distintos países de África.

La película se tituló en español Patos salvajes y contaba con un reparto excepcional protagonizado por Richard Burton, Roger Moore, Richard Harris y Hardy Kruger. La base de la cinta era una novela de Daniel Carney que en español se tituló Los gansos salvajes en fiel traducción del título original de The Wild Geese. A pesar del origen en el texto literario, película y novela presentaban notables diferencias. Por ejemplo, en la novela, la acción transcurría en el Congo y se relataba de manera bastante documentada cómo actuaban potencias coloniales como Portugal o Gran Bretaña, de la que se recordaba que contaba con unos servicios secretos que, en los años setenta, iban a la cabeza de la comisión de asesinatos superando a norteamericanos y soviéticos. El resultado final era un fresco real del África de la época aunque los hechos relatados fueran imaginarios. Incluso la descripción de las armas, del tráfico y del juego de potencia destacaba por su realismo.



El guion cinematográfico realizó algunos cambios en la historia original, fundió unas historias personales con otras y se convirtió más que merecidamente en un clásico del cine de aventuras. Con todo, al trasladar la acción a un lugar imaginario, logró convertir en universal – con bastante acierto, dicho sea de paso – lo que en el texto de Carney era un episodio en el Congo. En no escasa medida, alcanzaba así una altura de parábola que se consumaba con un final diferente al literario.





No sé las veces que he vuelto a ver la película que siempre me atrapa y de la que no dejo de esperar un desenlace distinto. Quizá se deba a que es una sensacional cinta de entretenimiento con un reparto de lujo, pero, a la vez, la razón se encuentra en que narra una gran verdad. Se trata de esa verdad no por oculta menos importante que afirma que hay que ser muy superficial y muy ignorante como para pensar que el poder decisorio se encuentra en manos de los partidos políticos. Poder tienen, pero las grandes decisiones se toman mucho más arriba y afectan de manera innegable a las naciones sin que sus habitantes se enteren de lo que realmente está pasando. Sin duda, hay gente que cree de buena fe que la existencia de un distrito unipersonal puede cambiar la Historia. ¡Que Dios lo ampare! Su prosperidad, su paz, su futuro y el de sus hijos se decide en lejanos despachos de gente que lo mismo puede poner patas arriba la bolsa que lanzar a unos mercenarios a una operación que altere todo al precio moderado de ochenta, cien o doscientos muertos. Merece la pena que vean la película y más si se paran a reflexionar después.

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Published on March 27, 2018 23:33

Entrevista para la radio rusa

No sé yo si es lo más prudente colgar una entrevista en la radio rusa cuando, de manera enloquecida, la UE se ha puesto a expulsar diplomáticos rusos para apoyar a la señora May – gobernante patética como pocas – pero, sea como sea, creo que es interesante.

Aquí la tienen. Espero que la disfruten. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!



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Published on March 27, 2018 05:21

March 25, 2018

Regreso al 2002

Recuerdo perfectamente el año 2002. José María Aznar gobernaba con mayoría absoluta y un respaldo popular extraordinario y nada parecía indicar que el PP no revalidaría ese éxito electoral en 2004. Entonces comenzó todo.

Una izquierda capitaneada por ZP, pero a la que seguían los nacionalistas catalanes y vascos como las pulgas al perro, decidió conquistar mediante la agitación lo que no podía obtener democráticamente. Las calles se llenaron por el Prestige y el ¡Nunca mais!, por el ¡No a la guerra! y porque sí. En medio de ese acoso, hubo medios que, de la manera más canallescamente cómplice, culparon a Aznar de la muerte de un cámara en Baghdad igual que le habrían podido achacar el pecado de Adán y Eva. Manipular y mentir era lícito porque el objetivo era derribarlo. De hecho, a algunos amigos míos extranjeros les pareció tan claro que en aquella época me sugirieron que me marchara fuera de España. Al final, tras la agitación, fue necesario un atentado el 11-M y doscientos muertos para que ZP llegara a Moncloa, los nacionalistas catalanes tuvieran un nuevo estatuto y los criminales de ETA pactaran con el gobierno. Personalmente, estoy convencido de que hemos regresado al 2002 y en peores condiciones. La izquierda y los nacionalistas catalanes y vascos – no pocas veces premiados por la duplicidad de Ciudadanos – están comenzando a sacar las hordas a la calle. Quieren acabar con la prisión permanente revisable y defienden a la cruel asesina de un niño – a fin de cuentas varón, blanco y español – pero aplauden que se incendie Leganés porque un senegalés sufrió un infarto. Ya se han subido a la ola de los pensionistas – esos pensionistas cuyas pensiones han convertido en imposibles los despilfarros del sistema autonómico – han movilizado a los aprovechados de la ideología de género, van a lanzar a los estudiantes a la calle y esperan que se produzca una guerra contra Irán para llenar las calles de pacifistas que destrozan el mobiliario urbano. Para remate, Rajoy no es Aznar. Esta economía no es ni de lejos la de entonces; los impuestos actuales – gracias Montoro por hundir España – son salvajemente opresivos en comparación con aquellos y el respaldo de los ciudadanos al actual gobierno no tiene punto de comparación porque muchos votantes del PP se sienten, a diferencia de entonces, traicionados. Roguemos al Altísimo que esta vez no haya otro 11-M.

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Published on March 25, 2018 21:32

César Vidal's Blog

César Vidal
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