César Vidal's Blog, page 115

June 15, 2015

Entre Clinton y Bush

​Aún no han dado inicio las primarias presidenciales en Estados Unidos y parece existir la sensación de que los nominados serán, finalmente, Hillary Clinton por el partido demócrata y Jeb Bush, por el republicano.

Ambos son buenos. No oculto que yo preferiría a Elizabeth Warren por los demócratas – es quien mejor ha analizado los sufrimientos de las clases medias en Estados Unidos – y a Ron Paul por los republicanos, pero suelo reconocer cuando algo es imposible. Hillary se sabe los temas como una opositora, pero, por encima de todo, cuenta con el respaldo de los dos mandatos de su marido que, en términos de economía y empleo, han sido los mejores que han vivido los norteamericanos en el último medio siglo. Jeb es un republicano con experiencia en el gobierno de la Florida y una inclinación hacia el centro que lo distancia de su hermano George. Tanto Hillary como Jeb han reconocido que fue un error la invasión de Irak – sólo los muy sectarios pueden negarlo a estas alturas – y tienen la intención, aunque no es tan fácil de conseguir, de practicar una política exterior más sensata que la que Estados Unidos y el mundo llevan sufriendo desde hace casi década y media. Sin embargo, aceptando todos sus aspectos positivos – que no son escasos – los dos provocan reticencias más que acentuadas en millones de norteamericanos y es así, fundamentalmente, a causa de su apellido. Que la Casa Blanca haya de ser ocupada por el miembro de una familia que ya ha dado dos presidentes o por la esposa de un antiguo jefe de estado es algo que repele al norteamericano medio. En esta “nación bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos”, las dinastías pueden ser aceptables en el mundo de los negocios, pero, por definición, resultan difíciles de digerir en política. De hecho, esa es una de las razones de que el presidente sólo pueda gobernar dos mandatos – F. D. Roosevelt fue la excepción, pero se estaba librando la Segunda guerra mundial – y, si se me apura, incluso del destino trágico de los Kennedy. Quizá en los próximos meses asistamos al espectáculo de cómo las tradiciones republicanas de mayor abolengo ceden ante el pragmatismo de contar con un candidato que consideran casi imbatible. Quizá. Pero si, al final, se impone el impulso propia de las democracias republicanas que nadie se sorprenda. A fin de cuentas, los dos candidatos presentan muy buen nivel. Ya me dirán ustedes si no es para tener envidia.

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Published on June 15, 2015 00:35

June 14, 2015

Los primeros cristianos: De la crucifixión de Jesús a la coronación de Agripa (II)

​LOS PRIMEROS CRISTIANOS (II): LA COMUNIDAD DE LOS DOCE EN JERUSALÉN (30-40 D. J.C.): DE LA CRUCIFIXIÓN DE JESÚS (30 d. J.C.) A LA CORONACIÓN DE AGRIPA (40 d. J.C.) (II)

La expansión misionera en la tierra de Israel



Desconocemos la duración de la persecución, pero aunque fue lo suficientemente intensa como para provocar el éxodo de buen número de los judeo-cristianos de Jerusalén, debió de resultar breve. Lucas conecta el final de las tensiones con el episodio de la conversión de Pablo y, muy posiblemente, ambos acontecimientos estuvieron muy cercanos en el tiempo. Por otro lado, sabemos que la misma, si bien se inició en Jerusalén, tuvo posibilidades de extenderse a otros lugares, ya que Pablo logró mandamientos judiciales dirigidos contra los cristianos cuya ejecución debía llevarse a cabo en Siria (Hch. 9, 1 y ss.). El dato, avalado por diversas fuentes, tiene todos los visos de ser fidedigno. De hecho, ya hemos señalado con anterioridad los estrechos lazos entre Israel y Siria. Para cuando se produjo el final de la persecución, la nueva fe había conseguido penetrar en Samaria, extenderse en Judea y, posiblemente, mantener, al menos, su influencia en Galilea.



La intensidad de la proscripción no debió de ser pequeña: con la excepción de los Doce, la práctica totalidad de los miembros de la comunidad buscó amparo fuera de Jerusalén (Hch. 8, 1 b), pero no todos reaccionaron de la misma forma al concluir aquélla. El exilio parece haber sido perpetuo para buen número de los helenistas. Éstos no consta que regresaran a Jerusalén, aunque la mención de Mnasón en Hch. 21, 16 (más de veinte años después) lleva a pensar que tal postura no fue generalizada. Se ha señalado la posibilidad de que en tal actitud influyera la creencia en que la ciudad había incurrido en una conducta que la condenaba a la destrucción y que lo mejor era abandonarla. Tal extremo, sin embargo, no parece totalmente documentado. La marcha de los helenistas, el retorno de los «hebreos» y la permanencia de los Doce contribuyeron a configurar la comunidad de Jerusalén como un colectivo formado casi exclusivamente por «hebreos» y así permanecería, casi con toda seguridad, hasta la guerra de Bar Kojba ya a inicios del siglo II.



Los datos referentes al período posterior a la persecución que nos vienen proporcionados por la fuente lucana son muy limitados y van referidos casi de manera exclusiva a la expansión geográfica del movimiento. En primer lugar, nos hallamos con referencias al inicio de la misión samaritana. Algunas fuentes parecen indicar algún contacto previo de Jesús con los samaritanos (cf.: Jn. 4, 1-2). En cualquiera de los casos, poco debió de quedar de aquel paso fugaz por territorio impuro para un judío y lo más seguro es atribuir los inicios del movimiento a los intentos evangelizadores realizados con ocasión de la persecución. Resulta claramente significativo que la nueva fe entrara en Samaria de manos de los helenistas de la comunidad jerosilimitana aunque, con posterioridad, la obra de expansión recibiera el visto bueno canónico de Pedro y Juan, en nombre de los apóstoles (Hch. 8, 14-25). Aunque el nuevo movimiento chocó con algunas manifestaciones de tipo gnóstico, lo cierto es que el final de la confrontación parece haber sido muy favorable para los judeo-cristianos.



Dentro de esta misma dinámica de expansión misionera —y muy posiblemente de supervisión de obras no iniciadas personalmente por apóstoles— habría que encuadrar asimismo los viajes de Pedro posteriores a la persecución, por lugares como Lida (Hch. 9, 32-5), la llanura de Sarón y Jope (Hch. 9, 36 y ss.).



Los datos que poseemos sobre estos enclaves nos inducen a pensar que su elección como centros misioneros distó mucho de ser casual. Lida, más tarde conocida como Dióspolis, era una ciudad situada en el camino de Jope a Jerusalén. Aparece mencionada en Josefo (Guerra II, 20, 1) como una de las toparquías de Judea y, muy probablemente, suponía un lugar de contacto entre los miembros de la comunidad que habían permanecido en Jerusalén y los que se habían desplazado a Jope.



Esta ciudad resultaba aún de mayor importancia estratégica para la expansión de la nueva fe. Conocida hoy como Jafa o Yafo y situada junto a Tel Aviv, ya aparece citada en las tablillas de Amarna como Iapu. Dado que la ciudad poseía el mejor puerto de toda la costa palestina, auténtica boca del comercio hacia el interior de Judea, debía de presentar unas posibilidades de proselitismo y comunicación verdaderamente notables. Su población parece haber sido con anterioridad a la guerra del 66 d. J.C. predominantemente judía, lo que explica su conversión durante la misma en un centro rebelde (Guerra, 18, 10 y III, 9, 2-4). En este último lugar el nuevo movimiento dio de nuevo señal de su apertura hacia los parias de la sociedad ya que, según se nos informa en Hch. 9, 43, un curtidor formaba parte de la comunidad y Pedro incluso se alojó en su casa.



Las características del crecimiento apuntan al hecho de que éste podría haber resultado demasiado descontrolado. Desde luego, en el mismo no habían intervenido los apóstoles, por regla general. Debió de considerarse lógico, por lo tanto, que éstos (tal fue, al parecer, la tarea de Pedro) se ocuparan de supervisar la nueva situación.





La expansión misionera fuera de la tierra de Israel



El crecimiento del colectivo no se limitó empero a la tierra de Israel y, en virtud de esta circunstancia, la muerte de Esteban y la subsiguiente persecución iban a tener dimensiones universales que no sólo no implicaron el final del movimiento, sino que originaron su proyección en el ámbito gentil. Quizá en un intento de hallar refugio entre sus familiares en la Diáspora, un cierto número de judeo-cristianos llegó hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. Esta área trasciende de los límites de nuestro estudio y, por lo tanto, no nos vamos a adentrar en su análisis que ya hemos abordado en otras obras. Pero sí nos parece importante señalar que aquella salida de los ámbitos palestinos iba a sentar las bases del cristianismo como una fe de corte universal.



En Antioquía (Hch. 11, 19-24), fue donde por primera vez, que sepamos, se anunció el mensaje a gentiles no de forma esporádica sino como norma general de actuación. Cabe la posibilidad de que tal decisión arrancara de algún precedente de aceptación de los mismos en el seno de la nueva fe, que la tradición lucana atribuye a Pedro. Lo cierto es, sin embargo, que tal hecho fue también posterior a la muerte de Esteban y además, hasta ese momento, tal posibilidad no había pasado de ser, hecha la salvedad de los samaritanos, algo excepcional. Lógicamente sería en ese mismo medio, como más adelante veremos, donde primero se pensó en hallar un modus vivendi relacionado con aquellas personas de extracción no judía que habían abrazado la fe en Jesús.



Resulta difícil saber si todas aquellas consecuencias fueron provocadas conscientemente por el judeo-cristianismo de Israel como tal o si, por el contrario, surgieron sobre la marcha desbordando los planes y la visión iniciales del movimiento. El papel de creyentes anónimos (Hch. 11, 20), miembros helenistas de la comunidad jerosilimitana, huidos de Jerusalén tras la muerte de Esteban, parece, desde luego, haber sido muy relevante.



A la vez, los itinerarios de inspección desarrollados por Pedro, así como el envío de Bernabé a Antioquía por parte de la iglesia de Jerusalén (Hch. 11, 22), parecen indicar que ésta no sólo no condenó tal postura sino que buscó cómo integrarla en la visión y la acción del colectivo.



Atribuir, pues, toda la expansión en el mundo gentil a los helenistas resulta claramente inexacto. Si de ellos partió la idea —¿salvando el precedente petrino o tomando pie de él?— los judeo-cristianos de Jerusalén que no eran helenistas la recibieron bien y la aceptaron como propia. El hecho no deja de ser destacado si tenemos en cuenta que, desde la muerte de Esteban, la iglesia de Jerusalén no contaba ya con helenistas en su seno y, por lo tanto, podía haber sido susceptible de un mayor nacionalismo espiritual.



Desde luego, es dudoso el hecho de que sin una «canonización» ulterior de aquellas posturas (canonización en la que pesó decisivamente la figura de Pedro, en particular, y la de todos los apóstoles, en general; v. g.: Hch. 8, 14 y ss.), el cristianismo hubiera podido convertirse en una fe universal. Tal paso de considerable trascendencia en la historia del cristianismo, en concreto, y de la humanidad, en general, no derivó pues, como suele insistirse de manera continua y no desinteresada, de la acción de Pablo, sino de las del judeo-cristianismo y sus principales dirigentes.



El período de tiempo a cuyo estudio hemos dedicado esta parte del presente trabajo fue, a nuestro juicio, de importancia trascendental no sólo para el judeo-cristianismo naciente sino también para la Iglesia posterior. Superviviente del trauma emocional que implicó la condena y muerte de Jesús, la comunidad mesiánica no sólo no desapareció, como se hubiera podido esperar, sino que se vio desbordada de una vitalidad realmente sorprendente. Dotada de una clara originalidad en cuanto a su organización y funcionamiento, originalidad en la que no estaba ausente una notable flexibilidad a la hora de afrontar nuevas situaciones, en un lapso breve que cubre un período de unos tres años, aproximadamente, el movimiento gozó de un éxito al parecer considerable en medio de la misma ciudad de Jerusalén que había contemplado la ejecución de Jesús.



No puede dudarse de que la creencia en la resurrección de Jesús —que llevaría incluso a antiguos enemigos del grupo, como fue Pablo, a integrarse celosamente en el mismo— y una intensa experiencia espiritual ligada con la fiesta de Pentecostés, quizá vivida en un contexto de renovación del pacto con Dios, influyeron no sólo en el vigor inicial del grupo sino también en la transformación personal de muchos de sus componentes y en la captación de nuevos fieles.



Como tendremos ocasión de ver, es más que posible que el citado éxito no transcurriera tanto entre la flor y nata de los jerosilimitanos propiamente dichos como entre sectores bien diversos de la población. En cualquier caso debió de ser de cierta magnitud.



Las capacidades potenciales de expansión de la comunidad, así como su relativización (sería excesivo hablar de oposición frontal) de las autoridades espirituales de la nación y de instituciones como el Templo, no tardaron en provocar una persecución legalmente instigada por un Sanedrín controlado mayoritariamente por los saduceos, pero que se vio apoyada también por la acción directa de algunos de los fariseos como Saulo, y el silencio, si es que no aquiescencia, de los demás.



Sin duda, contrariamente a lo que esperaban sus impulsores, aquella proscripción, breve, pero intensa e incluso trasplantada fuera de Palestina, no eliminó al reciente movimiento. Por el contrario, contribuyó a su expansión no sólo en Judea y Samaria (aparte de Galilea), sino también a su penetración en Siria y en tierra de gentiles. De este período poseemos muy escasos datos salvo en lo relativo a su extensión temporal —que debió de situarse entre el año 33 (conversión de Pablo y posible fin de la persecución) y el 41 d. J.C. (en que la subida de Agripa al poder volvió a colocar a la comunidad en una situación de dificultad, a la que haremos referencia al tratar el período siguiente)— y a la ubicación en algunos centros urbanos de importancia estratégica para el proselitismo.



En buena medida, en medio de la vida aparentemente tranquila («un período de paz» dice, Hch. 9, 31) correspondiente a esa época de ocho-nueve años posterior a la proscripción empezaron a producirse circunstancias de enorme relevancia posterior. Así, comenzó a verse como natural (aunque no sin ciertas resistencias iniciales) la entrada de gentiles en la comunidad y el hecho de que comunidades unidas a la de Jerusalén acometieran la predicación entre éstos del mensaje que, hasta entonces, se había limitado a los judíos. El nuevo movimiento se colocaba así, al menos una década antes de que Pablo contara con cierta relevancia, en la recta que lo llevaría de ser una secta judía a convertirse en una religión universal.



No fue menor la influencia de estos años en la organización del cristianismo posterior. Aunque resultaría un evidente anacronismo retrotraer formas eclesiales posteriores a la primitiva comunidad de Jerusalén, ciertamente, algunas instituciones nacieron en aquel medio, y un cierto modelo de organización apostólica —inspecciones incluidas— recibió su impulso en aquella fase de la historia del cristianismo. Más adelante, tendremos ocasión de examinar con más detalle estos aspectos. Sin embargo, adelantemos que aquellas aportaciones iniciales, prescindiendo de las modificaciones (a veces, sustanciales) que experimentarían con el paso del tiempo, resultan decisivas para comprender el cristianismo posterior.



CONTINUAR



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Hechos 8, 26-31. La causa de la misma es, según Pablo, la aparición de Jesús resucitado (I Cor. 9, 1; 15, 7; Gál. 1, 12, 15-6; I Tim. 1, 12-16). En la fuente lucana, véanse Hch. 9, 1-19; 22, 5-11; 26, 12-20.



La computación de la fecha parece ser relativamente fácil. De acuerdo a los datos proporcionados por Gál. 1, 18; 2, 1, la conversión de Saulo tuvo lugar diecisiete años (quince según nuestra manera moderna de datar) antes del concilio de Jerusalén del 48 d. J.C., por lo tanto, debió de producirse hacia el 33 d. J.C. Si, realmente, el movimiento mesiánico disfrutaba de la vitalidad que nos describe Lucas en los Hechos durante los tres primeros años de su existencia, resulta difícil negar que las medidas tomadas en su contra por el Sanhedrín estaban revestidas de una oportunidad política considerable.



En este sentido se pronuncia J. Jeremias, Jerusalén…, ob. cit., p. 85 (n. 70) y 91.



En ese mismo sentido, M. Hengel, Acts…, ob. cit., 1979, pp. 74-75.



Hechos 8, 4-25. Sobre la misión samaritana, véase O. Cullmann, «Samada and the Origins of the Christian Mission», en The Early Church, Londres, 1956, pp. 183-192; C. H. H. Scobie, «The Origins and Development of Samaritan Christianity», en NTS, 19, 1972-1973, pp. 390- 414; R. J. Coggins, «The Samaritans and Acts», en NTS, 28, 1981-1982, pp. 423-434 y M. Hengel, Between Jesus…, ob. cit., pp. 121-126.



Hechos 8, 5-13 parece indicar a otro helenista, Felipe, como uno de los artífices de la expansión misionera. El dato presenta rasgos notables de verosimilitud y volvemos a encontrar referencias al mismo (Hechos 21, 8) siempre en ambientes no estrictamente judíos.



Hechos 8, 9 y ss. Sobre Simón el Mago, véanse G. Salmon, «Simon Magus», en DCB, 4, Londres, 1887, pp. 681-688; A. Ehrhardt, The Framework of the New Testament Stories, Mánchester, 1964, pp. 161-164; M. Smith, «The Account of Simon Magus in Acts 8», en H. A. Wolfson Jubilee Volume, II, Jerusalén, 1965, pp. 735-749; J. W. Drane, «Simon the Samaritan and the Lucan Concept of Salvation History», en EvQ, 47, 1975, pp. 131-137; C. K. Barrett, «Light on the Holy Spirit from Simon Magus (Acts 8, 4-25)», en J. Kremer (ed.), Les Actes des Apotres: Traditions, Rédaction, Théologie, Leuven, 1979, pp. 281-295; y C. Vidal, El desafío gnóstico (en prensa).



Acerca de estos enclaves, con bibliografía, véase E. Schürer, The History…, ob. cit., II, pp. 85 y ss.



Véase The Tell el-Amarna Tablets, II, 1939, pp. 457, 893.



Sobre el oficio de curtidor pesaban no sólo sospechas de ser repugnante sino también inmoral; véanse Ket. VII 10; Tos. Ket. VII 11 (269, 27); j. Ket. VII 11, 31d 22 (V-l, 102); b. Ket. 77.a. Como exclamaba Rabbí (m. 217 d. J.C.): «Desdichado del que es curtidor»; b. Quid.82b bar., par.b. Pes. 65.a bar.



Sobre la penetración del helenismo entre los judíos, véanse E. R. Goodenough, Jewish Symbols in the Greco-Roman Period, vols. I-XI, Nueva York, 1953; T. F. Glasson, Greek Influence in Jewish Eschatology, Londres, 1961; M. Hengel, The Hellenization of Judaea in the First Century after Christ, Londres y Filadelfia, 1989; y del mismo autor, Judaism ..., ob. cit.



Hemos abordado el tema en C. Vidal, Pablo, el judío…, ob. cit.



Hechos 10, 1-11, 18, donde se relata la historia de la conversión de un centurión de Cesarea llamado Cornelio. Para una amplia discusión, citando a buen número de autores, sobre si el relato de Cornelio llegó al autor de los Hechos de una fuente previa (v. g. Dibelius) o si tenía un núcleo histórico, véanse E. Haenchen, The Acts…, ob. cit., pp. 355-363. J. Jervell, Luke and the people of God, Minneapolis, 1972, pp. 19-39 ha sugerido (y coincidimos en ello con él) que algunos de los relatos relativos a la misión evangelizadora de los Doce fueron transmitidos en forma de tradiciones.



La única excepción aparece en Hechos 21, 16 al mencionar a Mnasón de Chipre, pero éste no es seguro que sea un miembro de la Iglesia de Jerusalén.



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Published on June 14, 2015 01:10

June 13, 2015

O For A Thousand Tongues To Sing

​Para aquellos que creen que por sus obras, sus méritos o su sometimiento a ceremonias y ritos les queda abierto el camino del cielo, Dios suele ser, en la práctica, un ente pequeño.

A fin de cuentas, se limita a reconocer lo buenos que han sido y a premiarlos por ello. Incluso hasta puede que ese dios esté encantado de que en Su paraíso exista un lugar para gente tan buena y justa. Dado que esa conclusión – siquiera inconsciente – resulta punto menos que ineludible, esas personas también suelen dirigirse con preferencia a otros seres en sus oraciones en lugar de a Dios.



Por el contrario, para los que creen en lo que enseña la Biblia, Dios resulta inmensamente indescriptible. Saben que cuando comparan su vida con la ley de Dios sólo pueden callar reconociéndose culpables (Romanos 3: 19-20); que por las obras nadie puede justificarse ante Dios (Romanos 3: 20) y que sólo se es justificado por pura gracia, amor y bondad inmerecida de Dios, a través de la fe en el sacrificio expiatorio de Jesús en la cruz (Romanos 3: 22-25). Dios es justo y justifica al pecador y lo hace por “fe sin las obras de la ley” (Romanos 3: 25-26). El que sabe esto y se lo ha apropiado siendo justificado por la fe en el sacrificio de Cristo contempla a Dios en Su grandeza porque conoce su pequeñez como ser humano. De esa grandeza y de ese amor que nunca se mereció, de esa salvación obtenida por Jesús y no por nuestras obras, de ese regalo de Dios que no compra nuestra se deriva un gozo y una alegría que no puede cantarse con una sola lengua.



Aquellos que disfrutamos de una relación personal con Dios no por nuestros méritos sabemos hasta qué punto faltan palabras para poder exaltar adecuadamente la alegría inefable de percibir en nuestras existencia el amor de Dios. Es lo mismo que expresa este magnífico himno escrito por el genial e inspirado Charles Wesley, posiblemente, junto a Juan Sebastián Bach, el mejor y más extraordinario autor de música religiosa de la Historia. (Lo lamento por los que no lo conozcan). Su letra habla de que serían necesarias mil lenguas para poder cantar lo que Dios ha hecho en nosotros a través de Cristo. Es además una de las composiciones más hermosas al respecto escrita para utilizar de manera armoniosamente bella las voces masculinas y femeninas.



He encontrado una versión clásica en inglés, pero, lamentablemente, no he dado con una cantada en español y es pena porque es un himno extraordinariamente popular. Con todo les acompaño una versión instrumental en la que aparece la letra en español. Espero que disfruten tan bello poema cantado. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!





Ésta es una versión original en inglés…



Y aquí tienen una instrumental con la letra en español





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Published on June 13, 2015 00:00

June 12, 2015

Estudio Bíblico: Lírica bíblica (V): El Cantar de los cantares

​Sólo hay una emoción humana que no aparece en el libro de los Salmos al que hemos dedicado las últimas entregas. Se trata del amor entre un hombre y una mujer.

De manera bien significativa, esa emoción, con toda su expresión sexual añadida, es el tema de un libro completo de la Biblia: el Cantar de los cantares. A decir verdad, la expresión hebrea “Cantar de los cantares” debería traducirse como “el mejor cantar” y no deja de ser significativo que ese mejor cantar describa las distintas fases del amor entre un hombre y una mujer. Tampoco es desdeñable el hecho de que se atribuya su autoría a Salomón, el rey sabio por antonomasia.



Como no resulta difícil de entender esta circunstancia ha resultado especialmente incómoda para determinadas visiones teológicas. El catolicismo romano ha tenido siempre una visión de la sexualidad que no sólo no tiene apenas punto de contacto con la Biblia sino que incluso resulta notablemente pervertida dado su origen enraizada en corrientes del pensamiento pagano. En lugar de cantar a la hermosura del sexo o a la belleza del amor entre hombre y mujer ha convertido en sagrada familia a dos cónyuges supuestamente sin sexo y ha llegado a afirmar que el matrimonio era “para la clase de tropa” porque los que aspiran a la oficialidad no caerían en las relaciones sexuales. Los textos aberrantes sobre la sexualidad que han procedido de las plumas de distintos santos y prelados son más dignos del diván del psiquiatra que de la enseñanza espiritual y el Cantar de los cantares es una prueba más que contundente de ello. Naturalmente, comentar este libro constituía un problema para los autores y había que recurrir al subterfugio. Fray Luis de León – que supo de primera mano lo que era el fanatismo y la Inquisición – escribió un comentario en el que, por un lado, intentó desvelar la verdad del Cantar y, a la vez, se curó en salud señalando que el libro habla de las relaciones entre el alma y Cristo… El totalitarismo espiritual obliga siempre a estos recursos que sólo pueden provocar el aborrecimiento hacia el sistema y la compasión hacia sus víctimas por parte de cualquier persona que tenga una mínima sensibilidad y que no haya perdido la razón.



Y es que el Cantar comienza de manera más que clara con el deseo de una mujer de recibir los besos del hombre al que ama (1: 2). Pero semejante deseo – noble, puro y creado por Dios - resulta imposible de aceptar para mentes degeneradas. Por ejemplo, en 1: 13, la mujer señala con orgullo que su amado es como un manojo de mirra que descansa entre sus pechos. La imagen es bellísima y muestra cómo Dios se complace en algo tan hermoso como el sexo que El creó. Pues bien no faltó autor clerical que dijo que el amado entre los pechos era Cristo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento… y es que cuando se quiere eludir la verdad de la Palabra de Dios se suele incurrir en el disparate. Porque cualquiera que lea el versículo último de ese capítulo y vea que la mujer describe el techo mientras está con el hombre amado no tiene mucha dificultad en imaginarse en la posición en que están ambos.



El capítulo 2 es un canto al anhelo de estar todavía más enferma de amor de lo que ya se está, consumiendo los afrodisíacos que provocan más amor (v. 5) así como de disfrutar del sexo (v. 6 ss). Precisamente porque se trata de algo tan hermoso hay que evitar aquellas pequeñas rencillas que pueden acabar convirtiéndose en problemas que acaben con una relación amorosa (v. 15).



Con toda naturalidad, la esposa puede relatar cómo ansía por la noche que su lecho esté ocupado por su marido (c. 3) o él puede realizar una descripción cargada de erotismo del cuerpo de ella (c. 4). De la misma manera, el encuentro sexual es descrito en tonos bellamente líricos (c. 5-7) para concluir en la afirmación de que el amor entre hombre y mujer es más fuerte que la muerte (8: 7).



El Cantar de los Cantares es uno de los libros más hermosos de la Biblia y lo es porque canta a algo tan cargado de dignidad, belleza y delicadeza como el amor entre un hombre y una mujer, la sexualidad y el disfrute del ser amado. No lo comprenderán jamás los que piensan que hay algo sucio en el sexo, que es mejor el que pronuncia un voto de abstenerse de él – aunque luego acabe abusando de niños – o que es lógico que hombres supuestamente célibes dicten normas absurdas cuando no inhumanas sobre la vida sexual de las parejas. Sin embargo, para los que desean conocer lo que Dios ha revelado en su Palabra, en la Biblia, el Cantar es un texto bellísimo sobre el que volver una y otra vez dándole gracias a El por haber creado desde el principio dos sexos y la sexualidad que los une.



Lectura recomendada: Lean todo el libro. Merece la pena.



CONTINUARÁ



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Published on June 12, 2015 00:00

June 11, 2015

Galdós, el Nobel que no pudo ser

​ Resulta un tópico señalar que Galdós fue el novelista español más importante del siglo XIX.

La afirmación es correcta aunque tuviera que competir con grandes plumas como su amante Emilia Pardo Bazán, como Juan Valera, estilísticamente superior, o como Leopoldo Alas “Clarín”, autor de La Regenta, la novela más importante de la época. A todos los superó Galdós no sólo porque fue más fecundo que ellos – es muy raro el genio literario que no es prolífico – sino porque supo adentrarse en el alma española como pocos lo habían hecho desde Cervantes y la novela picaresca. Aunque de origen canario, encontró en Madrid su medio natural y lo describió como muy pocos lo han logrado. Por añadidura, Galdós dejó constancia de una humanidad en sus textos que todavía nos sigue abrumando. El universo polifónico de Fortunata y Jacinta, retrato global de la época isabelina; la compasión desafiante de El abuelo, Marianela, Nazarín, Doña Perfecta, Misericordia o Tormento; y el patriotismo cada vez más desesperanzado de los Episodios Nacionales ponen en evidencia no sólo a un agudo observador o a un gran narrador sino también a alguien que sufría de manera creciente al contemplar su entorno. A pesar de su popularidad – o precisamente por ello - fue sumando enemigos con el correr de los años. Los católicos lo odiaban porque su vena cristiana, verdaderamente innegable, era heterodoxa, al estilo de Tolstoi, y patearon con entusiasmo estrenos teatrales suyos como el de Electra; los monárquicos no pudieron perdonarle su paso a las filas del republicanismo de las que también salió decepcionado; los partidos dinásticos se resintieron de sus análisis e incluso cuando el sistema isabelino se colapsó los que llegaron al poder con la Restauración no lo contemplaron con buenos ojos al considerarlo demasiado crítico. Súmese a todo ello la turba habitual de envidiosos y no sorprenderá que Galdós fuera víctima de uno de los episodios más bochornosos de la Historia de la cultura española. Nominado para el Premio Nobel de literatura, sus enemigos en España, especialmente los católicos, organizaron una sonada campaña destinada a que no se lo otorgaran. Semejante acción no fue comprendida en ninguna parte del globo - ¿cómo negaban los españoles un merecido galardón a uno de sus mejores autores? – pero le costó el Nobel a Galdós, un autor leído y popular. Quizá de haber estado sólo sordo como Goya, hubiera optado por el exilio, pero la pérdida de la vista limitaba mucho su capacidad de movimiento. Por enésima vez, España se mostraba cruelmente ingrata y desconsiderada con uno de sus hijos más preclaros.



PRÓXIMA SEMANA: CÁNOVAS DEL CASTILLO

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Published on June 11, 2015 00:00

June 10, 2015

Desde Perú (III): Fascinantes, incomparables, perdidos incas

​Entre las muestras de incomprensión e ignorancia que se repiten en relación con el continente americano se encuentra la de igualar a las distintas culturas que lo poblaban antes de la llegada de los europeos.

No cuesta muchos descubrir que esa visión deriva de un discurso falso e interesado porque, por muchas vueltas que se quiera dar al asunto, no se puede comparar a los nómadas apaches o a los semi-nómadas sioux con culturas imperiales como las de los incas o los aztecas. Por utilizar una comparación fácil de entender sería como considerar iguales en términos culturales a los bosquimanos y a los atenienses de la época de Pericles o a los cazadores de cabezas de Borneo y a los romanos del tiempo de Cicerón. En ese sentido, el imperio inca constituye una de las construcciones más prodigiosas de la Historia de la Humanidad y se encontró por encima de cualquier cultura hallada por los europeos a su llegada al continente. Nunca después y seguramente nunca antes existió una cultura amerindia tan elevada.



Tras Pachacutec – un personaje que, seguramente, desconocerán muchos de mis lectores, pero que tuvo la altura política de un Tutmosis III o un Julio César – el imperio inca se extendía desde Perú, Bolivia y el Ecuador, en el norte, hasta Chile y el norte de la Argentina, en el sur. En otras palabras, ese imperio no tenía nada que envidiar al de Alejandro Magno.



De manera bien reveladora, ese imperio experimentó un proceso de expansión muy parecido al de la Historia de Roma, pero en un paréntesis temporal no de más de siete siglos – como en el caso romano – sino de poco más de uno. Partiendo también de una ciudad – en este caso Cuzco – los incas fueron federándose con los vecinos – como Rómulo, el fundador de Roma y sus sucesores – y acabaron transformándose en un imperio extraordinario.



Desde no pocos puntos de vista, para ser justos, los incas superaron a los romanos. Arquitectónicamente, eran, desde luego, más duchos a la hora de trazar las calzadas o los acueductos, pero además lograron forjar unas técnicas de cultivo – las prodigiosas terrazas – que no disfrutaron los labriegos romanos. Por lo que se refiere a sus construcciones ciclópeas muestran una destreza que en nada desmerece de la mostrada por los egipcios que alzaron las grandes pirámides. A decir verdad, los incas los superaron en aspectos muy concretos a los que me referiré en el futuro. También fueron superiores los incas a los romanos en áreas como la medicina – eran maestros de la trepanación y conocían la anestesia – o la astronomía en la que destacaron de manera prodigiosa. Se dice que no conocían el alfabeto. No lo creo. En realidad, me temo que, como sucedió con el linear B o con otras formas de escritura que se han resistido a ser descifradas, todavía no hemos dado con la clave de su escritura, pero que esta se encerraba en su prodigioso lenguaje de nudos. Y es que, ciertamente, resulta imposible creer que semejante bagaje de conocimiento se pudiera transmitir sólo de forma oral.



Políticamente, los incas supieron también arquitrabar un estado del bienestar que algunos, como Louis Baudin, han definido, quizá con cierto atrevimiento, como socialista. Que el estado se ocupaba de los ancianos y de los enfermos, que atendía a viajeros y caminantes y que carecía propiamente de un sistema impositivo porque la práctica totalidad de lo recaudado era simplemente reciclado solidariamente no admite discusión. De hecho, el sistema había funcionado también que, cuando llegaron los conquistadores y los frailes y comenzaron a privar a los indígenas del fruto de su trabajo, éstos creyeron, al principio, de la manera más ingenua, que sólo se trataba del viejo sistema de redistribución incaica. Por desgracia, había pasado a la Historia para verse sustituido por un sistema impositivo expoliador en favor de las castas privilegiadas - ¿le suena al lector? – que precipitaría en la miseria y la muerte a los indígenas. Que el sistema no era perfecto es obvio. Que en no pocas naciones de herencia hispano-católica no se ha llegado a su altura a día de hoy es más que indiscutible.



No caigo en una idealización del pasado inca. No fueron, desde luego, los monstruos que quisieron pintar conquistadores y frailes para justificar su expolio. Tampoco fueron santos. Igual que podían ser generosos y magnánimos hacia sus enemigos, podían ser duros y convertir el cráneo del jefe vencido en copa para el banquete como hizo Atahualpa con su hermanastro Huáscar. Pero no es menos cierto que los incas acabaron con los sacrificios humanos que practicaron otras culturas anteriores como la del señor de Sipán; que jamás quemaron a nadie por sus ideas religiosas como los frailes y los conquistadores y que pudieron llevarse los dioses de sus enemigos vencidos a Cuzco, pero para honrarlos y no para destruirlos ya que, como los romanos también, eran grandes receptores de otras divinidades. Se mire como se mire, incluso con sus excesos, los reyes incas fueron mucho más clementes y tolerantes que los conquistadores y los frailes y, desde luego, mucho más respetuosos de la libertad religiosa de sus súbditos a los que nunca habrían abrasado en piras por creer de manera diferente.



Sin duda, el sufrimiento de un apache muerto a manos de un europeo es equiparable al de un inca caído ante otro. Sin duda, el dolor de un sioux recluido en una reserva es equivalente al de un inca arrojado de sus tierras. Sin embargo, ni sioux ni apaches fueron empleados en las minas de metales preciosos desde los cinco años hasta morir de agotamiento; ni tampoco contemplaron cómo sus mujeres eran convertidas en prostitutas y concubinas por los vencedores blancos – algunos utilizan el eufemismo “mezclarse” para definir y ocultar semejante conducta de depredación sexual - sin que el clero dijera una sola palabra en contra ni mucho menos asistieron al terrible espectáculo de ver destruida una de las culturas más elevadas de la Historia humana por la sencilla razón de que no la tuvieron. Sí sucedió así con los incas. El aniquilamiento de su cultura fue más profundo y concienzudo que el que los bárbaros del norte ocasionaron en Roma – los bárbaros, por ejemplo, no levantaron templos a Odín sobre las iglesias ni obligaron a adorar a Thor so pena de hoguera – e incluso superior que el que los musulmanes perpetraron en Oriente Medio e incluso en los primeros siglos de Al-Ándalus porque aquellos fanáticos permitieron que judíos y cristianos, con condiciones gravosas si se quiere, pero condiciones a fin de cuentas, siguieran practicando su fe y, desde luego, no siempre convirtieron en mezquitas las sinagogas y las iglesias. Los incas, por el contrario, se vieron sometidos a condiciones peores y jamás disfrutaron ni siquiera de tan limitada tolerancia. A decir verdad, conquistadores y frailes arrasaron y expoliaron todo a su paso. Que se desee negar semejante hecho apelando a unas leyes que no sólo no eran tan humanitarias como se pretende sino que jamás se cumplieron o alegando que las esclavas indias disfrutaron de una “baja laboral” – a veces se leen cosas que obligan a dudar de la salud mental del que las escribe - constituye un sarcasmo delirante cuando no una justificación de un océano de crímenes que avergüenzan a cualquier miembro del género humano que haya conservado un mínimo de sensibilidad hacia el dolor ajeno. De la extraordinaria – realmente incomparable - cultura inca, sólo quedaron – como veremos en entregas sucesivas – o los cimientos de extraordinarios edificios sobre los que se levantaron conventos y catedrales o aquellos lugares, como Machu Pichu, adonde no llegaron - ¡gracias a Dios! - frailes y conquistadores. Es más que revelador. Algunos consideraran que semejante cataclismo cultural y humano es algo de lo que hay que presumir y jactarse. Partiendo de esa mentalidad nada puede extrañar los desastres que se ven a uno y otro lado del Atlántico. Pero de los incas y del Perú seguiremos, Dios mediante, departiendo en sucesivas entregas.

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Published on June 10, 2015 00:00

June 9, 2015

Aladino y la lámpara maravillosa

​Resulta en ocasiones sorprendente descubrir la impresión tan absolutamente errónea que tiene el gran público de determinadas obras literarias. Estoy convencido de que para la inmensa mayoría la historia de Aladino y su prodigiosa lámpara no pasa de ser un relato para niños destinado única y exclusivamente al consumo infantil.

Así lo pensé yo en mi infancia cuando me fascinó por primera vez y seguí creyéndolo durante décadas. Sin embargo, pocas cosas se me ocurren más lejanas de la realidad. Al igual que la historia de Alí Babá, pero de manera mucho más acentuada, Aladino y la lámpara maravillosa es una novela ocultista destinada a los que conocen. Es cierto que acabó en las Mil y unas noches, pero, originalmente, era una historia independiente, rezumante de referencias esotéricas y destinada a satisfacer el apetito por lo arcano de lectores avezados. El que no posea esas claves, con seguridad pasará un rato entretenido viendo al joven chino enfrentado con el perverso mago egipcio, pero habrá perdido por completo la verdadera historia que, por cierto, cuenta con numerosísimos paralelos en sus detalles en otras novelas de magia negra de Oriente. Aladino, por lo tanto, no sólo no es un mero divertimento sino un libro iniciático. Contiene, por añadidura, una lección que no deberíamos desdeñar. Ante nosotros, a lo largo de la vida, se despliegan los más diversos episodios y creemos de buena fe que los entendemos y que captamos su coherencia interna. ¡Bendita ingenuidad! En realidad, no comprendemos casi nunca el fondo del asunto porque su verdadero significado, su auténtico mensaje, su relevancia real se nos escapan. Así es porque ignoramos el esquema interpretativo que nos permitiría captar la realidad profunda y no lo que se nos ofrece, muchas veces con todo lujo de detalles, ante la vista. Ese es el gran aporte de Aladino a nuestra vida: lo que ves, en realidad, no es lo que es.

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Published on June 09, 2015 00:17

June 7, 2015

Y si llegaran los extraterrestres…

​Imagínense que, una mañana, mientras se desayunan con las noticias del día referentes a los desarreglos nacionales e internacionales les sorprende la nueva de que naves extraterrestres han aterrizado en nuestro planeta. No son muchos, pero van pertrechados con un armamento superior al de nosotros los terrícolas.

Pero no se trata sólo de militares. Cerca de sus oficiales, suele haber un personaje que, por sus mensajes, pertenece a la clase de los clérigos. Los extraterrestres insisten en que su llegada obedece a motivos amistosos e incluso sus clérigos no dejan de repetir que su religión predica el amor universal. Tan convencidos quedan algunos terrícolas de la veracidad de esos asertos que sueñan con la posibilidad de que los extraterrestres los ayuden en sus empresas particulares. Pero sucede algo muy diferente. Los recién llegados arrasan las iglesias, las mezquitas, las sinagogas, las pagodas y cualquier lugar de culto y sobre sus ruinas levantan los templos de su religión de amor. Ejecutan también a los que se oponen a ellos y, acto seguido, reparten a la población terrícola en concentraciones agrarias, ganaderas y mineras. Nosotros, los terrícolas nos vemos confinados en campos de concentración donde se espera que trabajemos como esclavos cultivando la tierra para los extraterrestres o sacando minerales de las entrañas del suelo. Los extraterrestres cuentan con una tecnología más avanzada que la nuestra, pero, precisamente porque pueden profundizar más en la tierra, necesitan ejércitos de esclavos. En poquísimo tiempo, los niños a partir de los cinco años también son empleados en este tipo de tareas. De manera lógica, los terrícolas comienzan a morir en masa. Claro que peor es la suerte de las terrícolas. Los extraterrestres viajan sin hembras y, aunque somos más bajos y más oscuros que ellos, no le hacen ascos a ayuntarse con las terrícolas. Algunos incluso siguen la ceremonia de matrimonio oficiada por sus clérigos, pero es la excepción. En general, violan, secuestran, prostituyen y explotan a las terrícolas sin ningún género de contemplaciones. De manera bien significativa, un clérigo de los extraterrestres se horroriza de lo que pasa con los terrícolas masculinos y sugiere traer esclavos de otro planeta para sustituirlos. Sin embargo, ni uno solo de los clérigos extraterrestres defiende a las terrícolas de su terrible esclavitud. Quizá su religión no vea bien aquello, pero aquellos clérigos no lo censuran lo más mínimo y toleran la depredación sexual de las terrícolas a manos de los extraterrestres



El efecto que la llegada de los extraterrestres tiene sobre los terrícolas es pavoroso. Algunos de los terrícolas mueren por efecto de enfermedades nuevas, pero la inmensa mayoría desaparece a consecuencia de la esclavitud, los malos tratos y, reveladoramente, el suicidio. Son miles y miles los terrícolas que deciden quitarse la vida colgándose o arrojándose desde una altura para no tener que soportar aquella horrible explotación. En menos de un siglo de opresión, la población terrícola desciende en más del noventa por ciento. Ni Hitler ni Stalin ni Mao habían logrado un desplome demográfico semejante.



Sin embargo, a pesar de aquel cuadro espantoso, los extraterrestres insisten en que han hecho un gran bien a los terrícolas. Les han traído una cultura superior, les han enseñado una lengua nueva, se han mezclado con ellos y, sobre todo, les han aportado una religión de amor. Naturalmente, los terrícolas disienten de esa visión que no les parece sino la justificación hipócrita de un expolio genocida. Contemplan además cómo los mestizos de extraterrestre y terrícola son considerados inferiores si bien es verdad que están algo por encima de los simples terrícolas convertidos en bestias de carga y prostitutas para el disfrute de los extraterrestres. Naturalmente también, los terrícolas se rebelan. Huyen a los bosques, a las selvas, a las montañas, a cualquier lugar donde no puedan ser atrapados por los odiados extraterrestres. Casi siempre son atrapados y cuando eso sucede si se descubre que aún profesan el cristianismo, el islam, el budismo, el judaísmo, cualquier religión que no sea la de los extraterrestres son quemados vivos. Uno de los jefes rebeldes, antes de verse reducido a pavesas, es instado a abrazar la religión del amor traída por los extraterrestres porque de lo contrario no podrá ir al paraíso. El jefe atado a la pira pregunta si los extraterrestres van a ese paraíso. Cuando le responden que sí, dice que no abrazará jamás la religión de los extraterrestres porque no quiere encontrarse en la otra vida con gente como aquella.



Al cabo de unos tres siglos, los extraterrestres afincados en la tierra logran emanciparse de sus superiores del lugar de origen. Pero nada cambia. Siguen esclavizando a los terrícolas – tardarán siglos en volver a crecer como cuando se produjo la llegada de los extraterrestres – e incluso en algún momento hasta piensan en exterminarlos por completo y sustituirlos, como su clérigo dijo siglos atrás, por seres de otras tierras. No lo hacen porque saben que sin aquellos esclavos terrícolas no podrían mantener sus privilegios. Con todo, la gran ganadora es la religión extraterrestre. Defensora ayer de la metrópoli, ahora lo es del nuevo orden de extraterrestres. Por supuesto, sigue persiguiendo a cualquiera que se atreva a tener otras creencias. Así, la miseria se multiplica a lo largo de los siglos y los hijos de los conquistadores extraterrestres, algunos de los mestizos y, en especial, la nueva religión continúan explotando a los terrícolas.



Sustituya el lector terrícolas por indígenas, extraterrestres por conquistadores y la nueva religión por la iglesia católica y sabrá la verdad de lo que fue la llegada de los españoles al Perú hace casi cinco milenios.

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Published on June 07, 2015 22:00

​Los primeros cristianos (I): De la crucifixión de Jesús a la coronación de Agr

​LOS PRIMEROS CRISTIANOS (I): LA COMUNIDAD DE LOS DOCE EN JERUSALÉN (30-40 D. J.C.): DE LA CRUCIFIXIÓN DE JESÚS (30 d. J.C.) A LA CORONACIÓN DE AGRIPA (40 d. J.C.) (I)

La semana pasada concluí la serie que durante varios meses había dedicado a los inicios de la Reforma. No puedo ocultar que me siento más que satisfecho de ella. No se trata únicamente de haber podido poner al alcance de un público al que se le ha hurtado la verdad histórica durante siglos, episodios que han marcado de manera decisiva la Historia universal. A eso se suma – y es lo que más me conmueve – las personas que, a través de esas entregas, han llegado a conocer el mensaje del Evangelio y a abrazarlo de todo corazón. Personalmente, no tengo mayor motivo de alegría en mi vida que el de saber que hay nuevas personas que han decidido abandonar su vida pasada y seguir a Jesús. Es para esas personas, de manera especial, que comienzo esta nueva serie. Pero también tiene otras finalidades no menos relevantes. La primera es que la gente pueda descubrir que, a pesar del antisemitismo católico de siglos, el cristianismo es un mensaje medularmente judío. Sin comprender el judaísmo del Segundo Templo, el cristianismo es absolutamente incomprensible y esa ignorancia trágica explica no pocas malinterpretaciones, dogmas disparatados y conductas alejadas del mensaje de Jesús con que se ha visto plagado desde hace siglos el cristianismo. Decía Erasmo – y lo decía a carcajadas en su Elogio de la locura – que algunos de los dogmas más importantes del catolicismo habrían sido rechazados por los apóstoles por la sencilla razón de que nunca los habrían entendido. Erasmo pecó no pocas veces de cínico, de cobarde y de acomodaticio, pero eso no quita para que diera en la diana más de una vez como en este caso. La segunda razón para esta serie es que permitirá acercarse al cristianismo en su estado más primitivo y puro. Aún vinculado a Israel, no se había contaminado de la filosofía griega ni del derecho romano. Es cierto que poco se parecía a no pocas de las confesiones de hoy, pero eso no es problema del historiador que debe relatar cómo, a partir de las fuentes, se desprende que sucedieron los hechos. En conjunto, esta serie permitirá acercarse, arrancando de las fuentes históricas cristianas y no-cristianas a lo que vivieron y creyeron los cristianos de las primeras décadas. Luego que cada cual saque sus consecuencias.



Las experiencias de la resurrección de Jesús y de Pentecostés



El proceso y posterior ejecución de Jesús, facilitados ambos, según las fuentes, por la acción de uno de sus discípulos, asestaron, sin duda, un enorme golpe emocional y espiritual en sus seguidores. Parece establecido que en el momento de su prendimiento, la práctica totalidad de los mismos optaron por ocultarse y que incluso uno de ellos, Pedro, había renegado de él para ponerse a salvo en una comprometida situación. Algunos días después de la crucifixión, las fuentes hacen referencia a que los discípulos se ocultaban en casas de conocidos por miedo a que la reacción que había causado la muerte de su maestro se extendiera a ellos también (Jn. 20, 19 y ss.).



Lo cierto es, sin embargo, que, en un espacio brevísimo de tiempo, se produjo un cambio radical en sus seguidores y que la comunidad de fieles, con centro en Jerusalén, cobró unos bríos y una capacidad de expansión que, quizá, no llegó a conocer Israel ni siquiera en los días de Judas el Galileo. La clave para entender la transformación total de los discípulos del ejecutado es conectada en las fuentes neotestamentarias de modo unánime con las apariciones del mismo como resucitado de entre los muertos. La fuente, posiblemente, más antigua de que disponemos al respecto (1 Cor. 15, 1 y ss.) hace referencia a apariciones en ocasiones colectivas (los apóstoles, más de quinientos hermanos) y en ocasiones individuales (Santiago, Pedro y, con posterioridad, Pablo).



Los relatos de los Evangelios y de los Hechos recogen igualmente diversos testimonios (Mt. 28; Mc. 16; Lc. 24; Jn. 20-21) de las mencionadas apariciones, que unas veces se localizan en la cercanía de Jerusalén y otras en Galilea, así como, en el caso de Pablo, camino de Damasco. Por otro lado, todas las fuentes coinciden en que semejante hecho fue rechazado inicialmente por los discípulos (Mt. 28, 16-7; Mc. 16, 11; Lc. 24, 13 y ss.; Jn. 20, 24 y ss.), y en que sólo el peso de la realidad repetida los llevó a cambiar de parecer.



El fenómeno descrito no puede atribuirse razonablemente a fingimiento de los discípulos y constituye, prácticamente, lo único que explica su transformación de atemorizados seguidores en denodados predicadores de su doctrina. La fe de los discípulos en la resurrección resulta un hecho indiscutible desde el punto de vista histórico, pero, como ha señalado certeramente F. F. Bruce, no puede ser identificado con el hecho de la resurrección porque equivaldría a confundir la causa con el efecto.



A todo lo anterior se unió la convicción de que con la muerte y resurrección de Jesús había tenido lugar el inicio de la era del Espíritu, un concepto asociado en la fuente lucana con el pasaje de Jl. 2, 28 y ss. Existen paralelos de esta creencia en el caso de los sectarios de Qumrán (1QH VII, 6 y ss.; IX, 32; XII, 11 y ss.; CD V, 11; VII, 3 y ss.; 1QS IV, 20-3), pero en el caso de los judeo-cristianos el origen de la idea puede retrotraerse a supuestas profecías que las fuentes evangélicas atribuyen a Juan el Bautista (Lc. 4, 18 y 7, 22) y que se vieron confirmadas por la experiencia acaecida en el Pentecostés del año 30.



Esta fiesta estaba conectada con el judaismo posterior al exilio con la entrega de la Torah y la confirmación del pacto en el Sinaí. Puede ser incluso que la ceremonia de renovación del pacto que tenía lugar en Qumrán se celebrara en Pentecostés. De hecho, Jub. VI, 17 ya identifica Pentecostés con el aniversario de la entrega de la Torah e incluso con el del pacto con Noé. No podemos adentramos a fondo en el tipo de experiencia espiritual que tuvo lugar en Pentecostés, pero poco puede dudarse de su historicidad sustancial, como ha señalado buen número de autores. Partiendo de los datos suministrados por la fuente lucana, parece que en el curso de una reunión de oración —concebida quizá como renovación del Nuevo pacto establecido por Jesús en su última cena— se produjo un estallido de entusiasmo espiritual que vino acompañado por un fenómeno de glosolalia y seguido de una predicación pública del mensaje de Jesús (Hch. 2, 1-41). Según la misma fuente, parece posible que Pentecostés fuera representado como una renovación del pacto con los seguidores judíos de Jesús y además como una apertura a todas las demás naciones. Sin embargo, aun aceptando los elementos teológicos presentes en el relato, no tiene por qué descartarse la base fáctica del mismo, que cuenta, por otra parte, con paralelos históricos.En todos ellos vuelve a repetirse el trinomio de oración fervorosa, glosolalia y predicación multitudinaria. Lejos de presentársenos como un relato de contenido ficticio, la perspectiva histórica nos obliga a ver la experiencia pentecostal como, quizá, la primera dentro de una serie similar de eventos pneumáticos acontecida desde entonces en diversos contextos históricos y religiosos.



El conocimiento que tenemos del judeo-cristianismo en los primeros años se encuentra circunscrito prácticamente a la comunidad jerosilimitana. Es muy posible que siguieran existiendo grupos de seguidores de Jesús en Galilea, aunque no se puede descartar la emigración de algunos —como los apóstoles— a Jerusalén. Trataremos más adelante el tema de su organización interna y de su composición social, pero resulta obligatorio señalar ya aquí que el colectivo parece haber estado dirigido por los apóstoles designados por Jesús para juzgar a las Doce tribus de Israel (Mt. 19, 28; Lc. 22, 30). El hecho de que el grupo se hubiera visto reducido a once por la traición de Judas obligó a los restantes a cooptar mediante sorteo a otro apóstol, al que se llama Matías en la fuente lucana (Hch. 1, 21 y ss.). Con todo, no parece que existiera la creencia en una sucesión apostólica como encontramos ya en el siglo IV y así, no se nos dice que a la muerte de Santiago, el hijo de Zebedeo, años más tarde se produjera ninguna elección para cubrir su vacante (Hch. 12, 2).



La comunidad judeo-cristiana de Jerusalén practicaba una comunidad de bienes, quizá como continuación de la costumbre desarrollada entre Jesús y los Doce de tener una bolsa común (Jn. 12, 6; 13, 29). El dinero reunido así parece haber servido para mantener a los más pobres (Hch. 2, 44 y ss.; 4, 32 y ss.). En cualquier caso, y a diferencia de Qumrán (1QS VI, 24 y ss.) tal régimen no parece haber estado sometido a ningún reglamento estructurado ni tampoco haber sido general ni obligatorio para pertenecer al colectivo. Con todo, el engaño en esta práctica concreta era contemplado como una falta gravísima susceptible de terribles castigos (Hch. 5, 1 y ss.).



Ceñida inicialmente a una vida centrada en la práctica de sus ritos y en la predicación orientada a los judíos exclusivamente, las fuentes parecen apuntar a un éxito notable derivado en parte del celo de sus predicadores, en parte de su vida de caridad y en parte de sus argumentos teológicos. La idea de un Mesías que hubiera padecido podía no ser agradable para muchos judíos, pero resultaba relativamente fácil de defender a partir de pasajes como el capítulo 53 de Isaías, donde se nos habla de un «siervo» sufriente que entrega su vida de manera expiatoria. Tal enfoque debió de ser necesariamente muy primitivo y datos como los suministrados por los discursos petrinos contenidos en Hch. 2, 14-39 o 3, 12-26 presentan por ello notables visos de verosimilitud.



Jesús era el Mesías sufriente y Dios lo había rehabilitado tras su muerte mediante la resurrección (Hch. 2, 32 y 3, 15). Su ejecución se había producido en virtud de una letal conjunción de las fuerzas paganas hostiles a Israel y de las fuerzas judías infieles a Dios (Hch. 2, 23 y 3, 17 y ss.). Con todo, a través de aquella tragedia Dios había realizado su propósito, encaminado a ofrecer la salvación mediante la fe en el Mesías (Hch. 2, 38; 3, 16 y 19; 4, 11-12). Israel tenía abiertas las puertas para volverse al Mesías que había rechazado poco antes y, finalmente, Jesús regresaría procediendo a una renovación cósmica (Hch. 3, 19 y ss.). Hasta entonces, era posible verificar la realidad de aquella proclamación en la sucesión de hechos taumatúrgicos (Hch. 2, 33; 3, 16), así como en el escrutinio de los pasajes de la Escritura que lo profetizaban detalladamente (Hch. 2, 30; 3, 18), a fin de proceder a la única posibilidad coherente: creer en Jesús y simbolizar esa fe mediante el bautismo en agua (Hch. 2, 38; 3, 19; 4, 11-12).



Semejante predicación, preñada de esperanza, ligada a la realización de curaciones (Hch. 3, 1; 5, 14 y ss.) y a la práctica, no siempre exenta de dificultades, de la beneficencia, parece haber tenido un eco en segmentos relativamente importantes de la población (Hch. 2, 41; 5, 12 y ss., etc.), lo suficiente como para que las autoridades religiosas volvieran sus ojos una vez más hacia el movimiento y terminaran tomando medidas dirigidas contra el mismo (Hch. 4, 1 y ss.).





Enclavada geográficamente en Jerusalén, aunque muchos de sus componentes parecen haber procedido originalmente de otros lugares, la comunidad judeo-cristiana primitiva mantuvo vínculos con el Templo y con todo lo que éste pudiera implicar en la vida de la nación de Israel. A diferencia de la postura sostenida por los sectarios del mar Muerto, la primera comunidad —al menos antes del nombramiento de los diáconos y de la primera persecución, si atendemos al testimonio lucano— no rechazó el culto diario del Templo. Por el contrario, parece haber sido la práctica habitual el participar en el mismo (Hch. 2, 46; 3, 1 y ss.), e incluso utilizar alguna de sus áreas como sitio de reunión (Hch. 5, 12).



A pesar de todo lo anterior, el libro de los Hechos recoge tradiciones relativas a enfrentamientos entre el Sanedrín, y la comunidad de Jerusalén incluso en estos primeros tiempos (Hch. 4, 1-22; 5, 17 y ss.). La noticia tiene considerables visos de verosimilitud si tenemos en cuenta el recuerdo aún fresco de la persona que había dado origen al movimiento y la manera en que sus seguidores culpaban de la ejecución a algunos de los dirigentes de la nación judía (Hch. 2, 23; 4, 27).



La contenida especialmente en el relato de Hechos 4, referente a una comparecencia de dos de los apóstoles ante el Sanedrín, parece estar basada en datos considerablemente fidedignos. El v. 5 nombra tres grupos determinados (sacerdotes jefes, ancianos y escribas) que formaban la generalidad del Sanedrín. Entre los sacerdotes jefes, el grupo más importante, se nombra a Anás (en funciones del 6 al 15 d. J.C.), al que se hace referencia en primer lugar por su edad e influencia; a Caifás, sumo sacerdote en esos momentos; a Jonatán, hijo de Anás, que sucedería a Caifás como sumo sacerdote (37 d. J.C.) y que, quizá, en aquella época era jefe supremo del Templo; a Alejandro, al que señalan otras fuentes y a otros miembros de familias sacerdotales. En su conjunto, esta referencia de Hechos, por lo demás totalmente aséptica, confirma los datos del Talmud relativos al nepotismo de la jerarquía sacerdotal, un sistema de corruptelas encaminado a lograr que sus miembros ocupasen los puestos influyentes de sacerdotes jefes en el Templo. No sólo el yerno de Anás era sumo sacerdote en funciones y uno de sus hijos, como jefe del Templo, ya estaba encaminado en la misma dirección, sino que es más que probable que la familia de Anás ocupara el resto de los puestos de sacerdotes jefes.



Para el año 66 d. J.C., aquella jerarquía, marcada por la corrupción familiar más evidente, tenía en su poder el Templo, el culto, la jurisdicción sobre el clero, buena parte de los escaños del Sanedrín e incluso la dirección política de la asamblea del pueblo. Con todo, y pese a que era más que dudosa su legitimidad espiritual, de acuerdo con los baremos judíos, no nos consta que existiera una agresividad personal del judeo-cristianismo hacia el clero alto, mayor, por ejemplo, al qué nos ha sido recogido en las páginas del Talmud, donde no sólo se les acusa de nepotismo, sino también de recurrir sistemáticamente a una extrema violencia física (b Pes. 57a bar; Tos. Men. XIII, 21 [533, 33]).



Ciertamente los judeo-cristianos atribuían una autoridad mayor a Jesús que a las autoridades religiosas de Israel y al Templo (Hch. 5, 28-9), en armonía con las propias palabras de aquél (Mt. 12, 6; 41-42; Lc. 11, 31-2), pero no tenemos datos que apunten tampoco a un rechazo directo de las mismas, ni siquiera a una negación directa de su autoridad. Tal parece incluso haber sido la postura de Pablo varias décadas después (Hch. 23, 2-5). Muy posiblemente, la comunidad mesiánica las consideraba como parte de un sistema cuya extinción estaba cerca y al que no merecía la pena oponerse de manera frontal. Como tendremos ocasión de ver, la sucesión de acontecimientos históricos se mostraría similar a lo previsto por la intuición cristiana.



Por otro lado, y en lo referente a la responsabilidad en la muerte de Jesús, las fuentes indican que la comunidad judeo-cristiana la hizo bascular también sobre la nación como colectivo y no sólo sobre los saduceos (Hch. 2, 22 y ss.), aunque se acentuara el papel desempeñado por Herodes, el tetrarca de Galilea y por Pilato (Hch. 4, 27 y ss.) como elementos decisivos en la condena y ejecución. La comunidad judeo-cristiana esperaba el final del sistema presente (Hch. 1, 6 y ss; 3, 20 y ss.), pero colocaba dicha responsabilidad sobre las espaldas de la divinidad (Hch. 3, 20 y ss.) y no sobre las suyas, en contraposición, por ejemplo, a como sucedería con posterioridad con los zelotes.



A primera vista, y observado desde un enfoque meramente espiritual, la presencia de los judeo-cristianos era, sin duda, molesta, y muy especialmente para los saduceos. Pero, inicialmente, para algunos, desde un punto de vista político y social, el movimiento debía resultar inocuo y, precisamente por ello, es comprensible la mediación de Gamaliel, el fariseo, en el sentido de evitar un ataque frontal, tal como se nos refiere en la fuente lucana (Hch. 5, 34 y ss.). Los precedentes apuntaban a la escasa vida de ciertos conatos levantiscos que, incluso, parecían más robustos que el judeo-cristianismo inicial. La actitud de Gamaliel no parece, sin embargo, haber sido generalizada. La casta sacerdotal distaba mucho de contemplar de esa manera al grupo inspirado en la enseñanza de Jesús. Desde su punto de vista, tenían buenas razones para ello. En primer lugar, estaba su visión —políticamente muy exacta— que temía cada posibilidad de revuelta en Palestina a causa de los peligros inherentes a una intervención enérgica por parte de Roma para sofocarla. Aquél fue, seguramente, uno de los factores determinantes en la condena de Jesús (Jn. 11, 47-53).



Si aquel grupo —que creía en un Mesías— captaba adeptos sobre todo entre elementos sociales inestables como podrían ser los menos favorecidos o los sacerdotes humildes, lo más lógico era pensar que la amenaza no había quedado conjurada con la muerte de su fundador. Mejor sofocarla cuando sólo se hallaba en ciernes que esperar a que se convirtiera en algo demasiado difícil de controlar.



A lo anterior se unía un factor teológico de cierta trascendencia, factor del que se sabrían aprovechar los primeros cristianos. La comunidad de Jerusalén creía en la resurrección, doctrina rechazada por los saduceos, lo que ahondaba aún más las diferencias entre ambos colectivos. No obstante, a nuestro juicio, la razón para el choque, al menos en lo relativo a la clase sacerdotal y los saduceos, vino más vinculada a razones políticas y sociales que meramente religiosas.



La tolerancia duró poco tiempo. Si inicialmente el movimiento se vio sometido sólo a una reprensión verbal, en parte gracias a la mediación de Gamaliel (Hch. 4, 21-22), pronto resultó obvio que si se deseaba tener unas perspectivas mínimas de frenarlo habría que recurrir a la violencia física. Ésta fue descargada sobre la persona de dos de sus dirigentes, Pedro y Juan, y no parece que nadie mediara en esta ocasión en favor de ellos (Hch. 5, 40 y ss.). El fracaso de esta medida (Hch. 6, 1-7), así como la conversión de algunos sacerdotes a la fe del colectivo, terminó por desencadenar una persecución, cuyas consecuencias no eran entonces previsibles (Hch. 6, 7 y ss.) ni para los judeo-cristianos ni para sus adversarios.





El pretexto para la persecución contra el judeo-cristianismo parece haberlo proporcionado Esteban (Hch. 6, 8-8, 1), un judeo-cristiano , posiblemente helenista, que había sido elegido como diácono por la comunidad cuando se produjo el conflicto entre sus componentes de habla griega y habla aramea. Supuestamente, éste había entrado en una discusión de tipo proselitista con miembros de la sinagoga de los libertos. Es más que posible que esperara hallar un eco favorable a su predicación habida cuenta del origen de aquellos a los que se dirigía. Sin embargo, el resultado fue muy otro. De hecho, el joven judeo-cristiano fue conducido ante el Sanedrín como presunto culpable de blasfemia (Hch. 6, 10-14).



La base de la acusación descansaba no sólo en la interpretación de la Torah que hacía Esteban (al parecer, similar a la del propio Jesús), sino también en el hecho de que Esteban había relativizado el valor del Templo hasta el punto de afirmar que el mismo sería demolido por el Mesías al que confesaba (Hch. 6, 13-4). Aunque resulta difícil no aceptar la idea de que las acusaciones contra él fueran expuestas con un cierto grado de tendenciosidad, no puede desecharse la existencia de una base real para las mismas. Es más, a nuestro juicio, reproducían en buena medida el pensamiento de Esteban, pero presentado con una carga subversiva que, seguramente, no poseía. En multitud de ocasiones, la disidencia religiosa de las minorías ha sido retratada por sus oponentes a lo largo de la historia como un peligro político y resulta muy posible que sucediera lo mismo en el caso de Esteban. Ahora bien, como ha señalado acertadamente F. F. Bruce, por muy maliciosos que pudieran ser sus oponentes, lo cierto es que la muerte de Esteban contaba con una base legal por cuanto había atacado la institución del Templo en su predicación.



Para los creyentes en la Torah oral transmitida por tradición, ésta se había originado en Moisés y una postura relativizadora como la de Jesús era provocadora e inadmisible (Mc. 7, 1-23; Mt. 15, 1-20). Si los fariseos estaban en el mismo terreno que los judeo-cristianos en lo relativo a la resurrección, seguramente no estaban dispuestos a transigir en lo relativo a la Torah oral. En cuanto a las profecías sobre la destrucción del Templo de Jerusalén ciertamente contaban con una larga historia de precedentes que se remontaba al Primer Templo (Jr. 7-11; 26, 1-19; Is. 1, 16-17; Ez. 6, 4-5, etc.), y conocemos ejemplos posteriores (Guerra 300-309), pero la mayor o menor frecuencia con que se produjeron estos incidentes no logró que ese tipo de anuncios resultara tolerable a los oídos de los que, en buena medida, o vivían de la Ciudad Santa como la casta sacerdotal o la tenían en altísima estima, como era también el caso de los fariseos.



La defensa de Esteban, tal como nos ha sido transmitida en los Hechos (Hch. 7, 1-53), no podía contribuir a mejorar la situación. Partiendo de una hábil relación de pasajes del Antiguo Testamento, que encontrará paralelos en el Nuevo Testamento y en otros escritos paleocristianos, el diácono parece haber subrayado la sempiterna dureza de Israel frente a los propósitos de Dios así como los antecedentes de una adoración espiritual separada de la idea del Templo. La era mesiánica se había iniciado con Jesús y con ello la era de la Torah veía su fin próximo.



La idea no era en sí novedosa y, de hecho, encontramos paralelismos también en la literatura rabínica, pero, en el caso judeo- cristiano, implicaba no sólo el tener que aceptar la mesianidad de Jesús sino también el carácter precario de las instituciones religiosas presentes. Ambos extremos de la controversia resultaban excesivos para los oyentes y más si tenemos en cuenta la reciente ejecución de Jesús.



El tono del discurso de Esteban resulta indiscutiblemente judeo-cristiano —desde luego, no hubiera podido ser captado por un gentil— lo que aboga en favor de una tradición auténtica subyacente. De hecho, los datos recogidos por Epifanio en su Panarion 30, 16 relativos a una secta judeo-cristiana que pretendía que Jesús había predicado la desaparición de los sacrificios del Templo presentan un claro paralelismo con la acusación contra Esteban y su discurso. Pronunciada ante un auditorio lógicamente hostil (Hch. 7, 54 y ss.) por las razones ya apuntadas, la defensa pronunciada por Esteban fue interrumpida y terminó en un linchamiento pese a la apariencia previa de diligencias judiciales (Hch. 7, 54-8, 1).



J. Klausner, que consideró indiscutible la veracidad histórica del relato, sugirió que la muerte de Esteban debía atribuirse a un grupo de incontrolados en lugar de a las autoridades judías de la época. Creemos más posible que tal acción hallara su origen en sectores de mayor amplitud. Las autoridades judías carecían de jurisdicción para imponer la pena de muerte según nos informan las fuentes talmúdicas (TJ Sanedrín 1:1; 7:2) y evangélicas (Jn. 18, 31), pero tal hecho no nos permite excluirles de haber contado con un papel relevante en el asesinato de Esteban. De hecho, su intervención hubiera contribuido a que la muerte adquiriera visos de legalidad no sólo en cuanto a la ratio iuris sino también en lo relativo a los ejecutores.



En cuanto al contexto concreto caben dos posibilidades:



— De acuerdo con la primera, la marcha de Pilato hacia Roma a inicios del 37 d. J.C. marcó un vacío suficiente de poder como para permitir que Caifás o su sucesor, aprovechándolo, dieran muerte a Esteban. Tal hecho vendría así a contar con un paralelo histórico posterior en la muerte de Santiago, el hermano de Jesús. Con todo, tal tesis choca con la cronología de las fuentes —piénsese que la muerte de Esteban fue previa a la conversión de Pablo y que ésta tuvo lugar con seguridad antes del 37 d. J.C.— y abusa, a nuestro juicio, del mencionado paralelismo.



— El profesor F. F. Bruce ha señalado otra posibilidad y es la de que el hecho tuviera lugar antes de la marcha de Pilato, pero después de la caída en desgracia de su valedor Sejano en el 31 d. J.C. El carácter, cuando menos incómodo, de sus relaciones con Tiberio le habría convertido en un personaje temeroso de la confrontación con las autoridades judías. Enterado de la muerte de Esteban, habría preferido cerrar los ojos ante el hecho consumado y más teniendo en cuenta el papel desempeñado por las autoridades religiosas judías en el mismo. La tesis de F. F. Bruce es, desde nuestro punto de vista, muy probable ya que permite encajar los datos de las fuentes con la cronología indiscutible de las mismas, da respuesta al hecho de que tal crimen no fuera perseguido y armoniza con lo que sabemos de Pilato a través de diversas fuentes. Finalmente, además el destino de Pilato sería la destitución en virtud precisamente de una confrontación con las autoridades religiosas judías.



La muerte tuvo lugar mediante lapidación, la pena habitual en el caso de blasfemia (Dt. 17, 7; San. 6: 1-4). De acuerdo con la fuente lucana, entre los presentes se hallaba un joven de Tarso, Cilicia, llamado Saulo. Cabe la posibilidad, derivada de su lugar de nacimiento, de que Saulo fuera miembro de la sinagoga donde se había desarrollado la controversia con Esteban, pero, en cualquier caso, lo cierto es que consideraba abominable la visión teológica de éste y consideraba justa su muerte.



A partir de ahí (Hch. 8, lss) se desencadenó una persecución contra los judeo-cristianos de la que no estuvo ausente una violencia a la que no cabe atribuir otra finalidad que la pura y simple erradicación de un movimiento que estaba demostrando una capacidad de resistencia considerablemente mayor de lo esperado.



A través de Clemente (Rec. 53-71) nos ha llegado otra versión que confirma, en líneas generales, lo relatado en los Hechos. La fuente presenta un cierto interés adicional ya que cabe la posibilidad de que recoja una tradición judeo-cristiana. Aunque en ella hay elementos de carácter que sólo podemos calificar de legendario (la convicción del sumo sacerdote tras siete días de debate con Santiago acerca de la veracidad del cristianismo hasta el punto de estar dispuesto a recibir el bautismo, el papel sobresaliente de Santiago, el hermano de Jesús, ya en este período, etc.), lo cierto es que también encontramos datos que arrojan luz sobre la controversia judeo-cristiana confirmando en buena medida la fuente lucana.



En primer lugar, el enfrentamiento se centra fundamentalmente entre los saduceos y los judeo-cristianos. Es lógicamente la secta más ligada al Templo (en todos los sentidos) la que se siente más afectada por el nuevo movimiento, a la ejecución de cuyo fundador contribuyó activamente. Aunque los judeo-cristianos no se oponen al Templo directamente, creen, sin embargo, (y así lo expresan por boca de Pedro) que los días de éste se hallan contados, una actitud que, como veremos, encontramos repetidas veces en otros escritos judeo-cristianos del Nuevo Testamento anteriores a la destrucción del 70 d. J.C. Los fariseos aparecen divididos entre una actitud más de compás de espera que de tolerancia, similar a la mostrada por Gamaliel en los Hechos, y otra, la de Saulo, que ha descubierto ya que el nuevo movimiento implica un ataque frontal contra el judaismo tradicional. Esteban no es mencionado, si bien el peso inicial de la controversia recae en un judeo-cristiano cuyo nombre, Felipe, parece denotar filiación helenista. Finalmente, se nos señala cómo las autoridades judías no tuvieron ningún inconveniente en recurrir a la fuerza en el enfrentamiento con el judeo-cristianismo, mientras éste optaba por una actitud de no violencia.



Los escritos de Pablo son más parcos en cuanto al desencadenamiento de la persecución contra los judeo-cristianos, pero igualmente parecen confirmar los datos que poseemos. La persecución en la que él intervino tenía como finalidad clara la aniquilación del judeo-cristianismo, al que contemplaba como un ataque contra las tradiciones judías, circunstancia ésta más que comprensible si partimos de su militancia farisea (Flp. 3, 5-6).



Frente a aquel movimiento se unían —como, posiblemente, sucedió con la muerte de Jesús— dos grupos, saduceos y fariseos, a los que separaban entre sí multitud de aspectos. Para el primero de ellos, el judeo-cristianismo implicaba, sobre todo, una amenaza a su statu quo; para el segundo, un ataque contra la Torah de Moisés tal como ellos pensaban que debía ser interpretada. Es más que posible que después de la muerte de Esteban, alguien que se había manifestado muy claramente sobre el Templo y la nación de Israel en su conjunto, los mismos fariseos moderados prefirieran mantenerse, en la medida de lo posible, a distancia. Desde luego parece desprenderse de las fuentes que esta vez nadie se atrevió a optar por su defensa.



Desencadenada la persecución con una rapidez inesperada, al estilo de otros progromos religiosos del pasado y del presente, el mismo Esteban no pudo siquiera ser enterrado, a diferencia de otros judíos ejecutados en el pasado como Juan el Bautista (Mt. 14, 12; Mc. 6, 29) o Jesús (Mt. 27, 57-61; Mc. 15, 42-47; Lc. 23, 50-56; Jn. 19, 38-42), por las personas cercanas a él. De su sepelio se ocupó un grupo de hombres «piadosos». Con todo, lo que quizá fue contemplado como una medida eficaz contra la comunidad de Jerusalén por parte de sus perseguidores se iba a revelar, indirectamente, como una circunstancia que propiciaría su expansión ulterior.



___________________________________________



Para una discusión relativa al problema de las apariciones de Jesús, las posibles explicaciones del fenómeno y las fuentes relacionadas con las mismas, véase capítulo XI.



Sobre el tema, remitimos al lector a C. Vidal, Jesús y Judas, Barcelona, 2008, donde se analiza además el denominado Evangelio de Judas.



Para este tema, remitimos a C. Vidal, Jesús el judío.



Una discusión sobre las tradiciones contenidas en esta fuente, véase C. Rowland, Christian Origins, Londres, 1989, pp. 189 y ss.



F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 205 y ss.



A. R. C. Leaney, The Rule of Qumran and its Meaning, Londres, 1966, pp. 95 y ss.



En este sentido, véanse J. Munck, The Acts…, ob. cit., 1967, pp. 14- 15; E. M. Blaiclock, ob. cit., 1979, pp. 49 y ss.; F. F. Bruce, The Acts…, ob. cit., pp. 49 y ss.; I. H. Marshall, The Acts of Apostles, Grand Rapids, 1991, pp. 67 y ss.



En este sentido, véase también: C. S. Mann, «Pentecost in Acts», en Publicación, pp. 271-275.



Hacemos referencia a los mismos en el capítulo IX del presente estudio al analizar la pneumatología. Ejemplos paralelos son, entre muchos otros, y sólo dentro del cristianismo, los casos de John y Charles Wesley, George Whitefield y Charles Finney, George Fox y los cuáqueros, y, por supuesto, los movimientos carismáticos contemporáneos.



E. Lohmeyer, Galilaa und Jerusalem, Gotinga, 1936; R. H. Lightfoot , Locality and Doctrine in the Gospels, Londres, 1938, pp. 78 y ss.; H. Conzelmann, The Theology…, ob. cit., pp. 18 y ss.



Acerca de esta cuestión, véase R. L. Niswonger, New Testament History, Grand Rapids, 1988, pp. 181 y ss.



Se ha discutido, sin mucha base a nuestro juicio, la historicidad de esa designación en vida de Jesús. En favor de aceptar la misma, véanse M. Hengel, The Charismatic Leader and His Followers, Edimburgo, 1981, pp. 68 y ss.; E. R Sanders, Jesus and Judaism, Filadelfia, 1985, pp. 98 y ss.



Sobre este tema, véase capítulo VII de esta misma parte.



Éstos parecen haber sido el bautismo de agua (Hech. 2, 41), el partimiento del pan seguramente en el contexto de una comida comunitaria y las oraciones (Hech. 2, 42). Sobre este tema volveremos más adelante.



Sobre esta cuestión, véanse el capítulo de este estudio dedicado a la cristología judeo-cristiana, así como C. H. Dodd, According to the 25, Londres, 1952, y B. Lindars, New Testament Apologetic, Londres, 1961.



Según las fuentes, generalmente internas como se desprende del caso de Ananías y Safira (Hech. 5, 1 y ss.) y de la disputa entre judeo-cristianos helenistas y hebreos (Hech. 6, 1 y ss.) que desenvocó en el nombramiento de los diáconos. Sobre este último tema, véase la tercera parte de esta obra.



Resulta innegable una preponderancia galilea, si no numérica al menos moral, entre los primeros componentes de la comunidad mesiánica ; véanse Hechos 1, 13 y ss. En efecto, tanto la fuente joánica como la mateana señalan que antes de asentarse de manera específica en Jerusalén, los seguidores de Jesús volvieron a su tierra natal (Jn. 21, Mt. 28, 16 ss.). La mencionada secuencia es omitida por las tradiciones de Lucas y Marcos, pero parece existir un eco de la misma en la narración de las apariciones del resucitado recogida en I Corintios 15, 1 y ss.



Sobre el papel del templo, véanse C. Vidal, Jesús el judío (en prensa); «Templo», en Diccionario de Jesús… ob. cit.; El primer Evangelio…, ob. cit.; A. Edersheim, The Temple, Grand Rapids, 1987; J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid, 1985, pp. 38 y ss.; E. Schürer, The History… , ob. cit., y, vol. II, pp. 237 y ss.; F. J. Murphy, The Religious World of Jesus, Nashville, 1991, pp. 76 y ss.



El pasaje presenta paralelos en los Evangelios, véanse Mateo 27, 35; Marcos 15, 24; Lucas 23, 33; Juan 19, 18.



J. Yoma III 8, 41.a 5 (III-2, 197) señala que el sumo sacerdote no era nombrado si con anterioridad no había sido jefe supremo del templo.



Véase en este sentido Josefo, Ant. XX 8, 11 y ss., en lo relativo a las embajadas, por regla general, compuestas por sacerdotes dirigentes.



Véase, en este sentido, J. Jeremias, Jerusalén…, ob. cit., pp. 209 y ss.



Sobre Gamaliel, véanse W. Bacher, Die Agada…, ob. cit., t. I, pp. 73-95; F. Manns, Pour lire…, ob. cit., pp. 78 y ss.; G. Alon, The Jews…, ob. cit., pp. 188 y ss.; 239 y ss.



Coincidimos plenamente con H. Guevara, Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, Madrid, 1985, pp. 216 y ss., en considerar el episodio de Gamaliel de Hechos 5, 36-37 como plenamente histórico. De no ser así, no sólo no hubiera actuado en favor de la propaganda cristiana sino en su contra. Naturalmente, el Teudas (Teodoro) mencionado por el citado fariseo debe ser entonces identificado con Matías, hijo de Margalo, que, junto con Judas, poco antes de la muerte de Herodes I, se sublevó contra el monarca para derribar un águila de oro colocada en el Templo. Los dos rebeldes fueron quemados vivos (Flavio Josefo, Guerra I, 648-655; Ant. XVII, 149-167).



Sobre la situación del clero inferior debe recordarse que mayoritariamente hizo causa común con los elementos populares en el año 66 d. J.C., en oposición al alto clero; véase Flavio Josefo, Guerra II 17, 2 y ss.



Acerca de Esteban, véase C. K. Bairett, «Stephen and the Son of Man», en BZNW, 30, Berlín, 1964, pp. 32-38; F. Mussner, «Wohnung Gottes und Menschensohn nach der Stephanusperikope», en R. Pesch (ed.), Jesus und der Menschensohn, Friburgo, 1975, pp. 283-299; J. Kilgallen, «The Stephen Speech», en AnBib, 67, 1976; C. Scobie, «The Use of Source Material in the Speeches of Acts III and VII» en NTS, 25, 1978-1979, pp. 399-421.



En favor de identificar a Esteban con un Samaritano, véase W. F. Albright y C. S. Mann, «Stephen’s Samaritan Background», en J. Munck, The Acts…, ob. cit., pp. 285-304.



Estos libertos procedían en su mayor parte de Roma. Capturados en la guerra de Pompeyo y libertados posteriormente, según indica Filón (Leg. ad Caium, 155), parecen haber estado especialmente ligados a la sinagoga a la que se refiere Hechos 6, 1. Con toda seguridad, los judíos de Roma que acudían a Jerusalén para las fiestas religiosas se aposentaban en la hospedería contigua a esta sinagoga.



D. Gooding, An Unshakeable Kingdom, Toronto, 1976, ha señalado que el esquema teológico subyacente en la epístola a los Hebreos —obra también de un judeo-cristiano helenista— viene a ser el mismo, aunque más elaborado, que el del discurso de Esteban.



F. F. Bruce, Paul…, ob. cit., p. 68.



T. B. Sanedrín 97a; Shabbat 151b. Apoyando esta misma conclusión, véase desde una perspectiva judía L. Baeck, «The Faith…», art. cit., pp. 93 y ss. y, desde una cristiana, W. D. Davies, The Setting of the Sermon on the Mount, Cambridge, 1964, pp. 446 y ss.



En el mismo sentido F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 224 y ss. Bruce insiste en el hecho de que el discurso de Esteban es el único lugar aparte de los Evangelios donde aparece el título de «Hijo de hombre» aplicado a Jesús. Esto indicaría un trasfondo arameo, ausente en los escritos neotestamentarios no redactados en Israel, ya que en un ambiente externo al de Israel tal alocución carecería de sentido.



J. Klausner, Jesús…, ob. cit., 1944, p. 292.



En el mismo sentido F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 199 y ss. y J. Jeremias, «Zur Geschichtlichkeit des Verhors Jesu vor dem Hohen Rat», en Zeitschrift für die Neutestamentliche Wissenschaft, 43, 1950- 1951, pp. 145 y ss.



Véase B. Reicke, The New Testament Era, Filadelfia, 1968, pp. 191 y ss.



F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 225 y ss.



Acerca de Pilato, véanse F. Morison, And Pilate Said, Nueva York, 1940; J. Blinzler, The Trial of Jesus, Westminster, 1959, pp. 177-184; A. H. M. Jones, «Procurators and Prefects in the Early Principate», en Studies in Roman Government and Law, Oxford, 1960, pp. 115-125; E. Schürer, The History…, ob. cit., I, pp. 357 y ss.; J. P. Lémonon, Pilate et le gouvernement de la Judée, París, 1981.



No deja de ser interesante la mención del nombre de Jesús en la oración final de Esteban, ya que tal circustancia implica la existencia de una alta cristología en un momento muy temprano de la historia del cristianismo. En este mismo sentido, se ha manifestado M. Hengel, «Christologie und neutestamentliche Chronologie», en H. Baltensweiler y B. Reicke, Nenes Testament…, ob. cit., pp. 43-67, y M. Hengel, Between Jesus and Paul, Londres, 1983, pp. 30-47, quien ha señalado que el desarrollo cristológico había ya llegado a su fase crucial en los cinco primeros años posteriores a la muerte de Jesús. Sobre esta cuestión volveremos al estudiar la cristología del judeo-cristianismo.



Sobre los antecedentes de la visión de no violencia en la enseñanza de Jesús, véanse Mateo 5, 9; 5, 21-26; 5, 43-48; 26, 52; Juan 18, 36. Ha sido precisamente un autor judío, D. Flusser, Jesús en sus palabras y su tiempo, Madrid, 1975, pp. 81 y ss., el que ha apuntado el hecho de que este radicalismo es una aportación original de Jesús sin antecedentes en el judaismo. Sobre el carácter «pacifista» de Jesús, véase M. Wilcox, «Jesus in the Light of His Jewish Environment», en ANRW, II, 25, 1, 1984, pp. 131-195.



Gálatas 1, 13-14 y 1, 22 y ss. dejan de manifiesto que el objetivo de la persecución no sólo fueron los helenistas, sino también los demás judeo-cristianos.



Véanse Hechos 8, 2. Sobre el tema, comentando diversas alternativas, véanse J. Munck, The Acts…, ob. cit., p. 70 ss.; I. H. Marshall, The Acts…, ob. cit., p. 151 y ss., ha sugerido que Esteban fue sepultado en su calidad de criminal ejecutado y que, si la prohibición de luto público por los criminales (Sanh. 6, 6) estaba en vigor en el siglo I d. J.C., aquellos que lo lloraron realizaron con tal acto una acción de protesta contra la ejecución.

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Published on June 07, 2015 01:00

Los Primeros Cristianos (I): La Comunidad de los doce en Jerusalén (30-40 D. J.C.)

​LOS PRIMEROS CRISTIANOS (I): LA COMUNIDAD DE LOS DOCE EN JERUSALÉN (30-40 D. J.C.): DE LA CRUCIFIXIÓN DE JESÚS (30 d. J.C.) A LA CORONACIÓN DE AGRIPA (40 d. J.C.) (I)

La semana pasada concluí la serie que durante varios meses había dedicado a los inicios de la Reforma. No puedo ocultar que me siento más que satisfecho de ella. No se trata únicamente de haber podido poner al alcance de un público al que se le ha hurtado la verdad histórica durante siglos, episodios que han marcado de manera decisiva la Historia universal. A eso se suma – y es lo que más me conmueve – las personas que, a través de esas entregas, han llegado a conocer el mensaje del Evangelio y a abrazarlo de todo corazón. Personalmente, no tengo mayor motivo de alegría en mi vida que el de saber que hay nuevas personas que han decidido abandonar su vida pasada y seguir a Jesús. Es para esas personas, de manera especial, que comienzo esta nueva serie. Pero también tiene otras finalidades no menos relevantes. La primera es que la gente pueda descubrir que, a pesar del antisemitismo católico de siglos, el cristianismo es un mensaje medularmente judío. Sin comprender el judaísmo del Segundo Templo, el cristianismo es absolutamente incomprensible y esa ignorancia trágica explica no pocas malinterpretaciones, dogmas disparatados y conductas alejadas del mensaje de Jesús con que se ha visto plagado desde hace siglos el cristianismo. Decía Erasmo – y lo decía a carcajadas en su Elogio de la locura – que algunos de los dogmas más importantes del catolicismo habrían sido rechazados por los apóstoles por la sencilla razón de que nunca los habrían entendido. Erasmo pecó no pocas veces de cínico, de cobarde y de acomodaticio, pero eso no quita para que diera en la diana más de una vez como en este caso. La segunda razón para esta serie es que permitirá acercarse al cristianismo en su estado más primitivo y puro. Aún vinculado a Israel, no se había contaminado de la filosofía griega ni del derecho romano. Es cierto que poco se parecía a no pocas de las confesiones de hoy, pero eso no es problema del historiador que debe relatar cómo, a partir de las fuentes, se desprende que sucedieron los hechos. En conjunto, esta serie permitirá acercarse, arrancando de las fuentes históricas cristianas y no-cristianas a lo que vivieron y creyeron los cristianos de las primeras décadas. Luego que cada cual saque sus consecuencias.



Las experiencias de la resurrección de Jesús y de Pentecostés



El proceso y posterior ejecución de Jesús, facilitados ambos, según las fuentes, por la acción de uno de sus discípulos, asestaron, sin duda, un enorme golpe emocional y espiritual en sus seguidores. Parece establecido que en el momento de su prendimiento, la práctica totalidad de los mismos optaron por ocultarse y que incluso uno de ellos, Pedro, había renegado de él para ponerse a salvo en una comprometida situación. Algunos días después de la crucifixión, las fuentes hacen referencia a que los discípulos se ocultaban en casas de conocidos por miedo a que la reacción que había causado la muerte de su maestro se extendiera a ellos también (Jn. 20, 19 y ss.).



Lo cierto es, sin embargo, que, en un espacio brevísimo de tiempo, se produjo un cambio radical en sus seguidores y que la comunidad de fieles, con centro en Jerusalén, cobró unos bríos y una capacidad de expansión que, quizá, no llegó a conocer Israel ni siquiera en los días de Judas el Galileo. La clave para entender la transformación total de los discípulos del ejecutado es conectada en las fuentes neotestamentarias de modo unánime con las apariciones del mismo como resucitado de entre los muertos. La fuente, posiblemente, más antigua de que disponemos al respecto (1 Cor. 15, 1 y ss.) hace referencia a apariciones en ocasiones colectivas (los apóstoles, más de quinientos hermanos) y en ocasiones individuales (Santiago, Pedro y, con posterioridad, Pablo).



Los relatos de los Evangelios y de los Hechos recogen igualmente diversos testimonios (Mt. 28; Mc. 16; Lc. 24; Jn. 20-21) de las mencionadas apariciones, que unas veces se localizan en la cercanía de Jerusalén y otras en Galilea, así como, en el caso de Pablo, camino de Damasco. Por otro lado, todas las fuentes coinciden en que semejante hecho fue rechazado inicialmente por los discípulos (Mt. 28, 16-7; Mc. 16, 11; Lc. 24, 13 y ss.; Jn. 20, 24 y ss.), y en que sólo el peso de la realidad repetida los llevó a cambiar de parecer.



El fenómeno descrito no puede atribuirse razonablemente a fingimiento de los discípulos y constituye, prácticamente, lo único que explica su transformación de atemorizados seguidores en denodados predicadores de su doctrina. La fe de los discípulos en la resurrección resulta un hecho indiscutible desde el punto de vista histórico, pero, como ha señalado certeramente F. F. Bruce, no puede ser identificado con el hecho de la resurrección porque equivaldría a confundir la causa con el efecto.



A todo lo anterior se unió la convicción de que con la muerte y resurrección de Jesús había tenido lugar el inicio de la era del Espíritu, un concepto asociado en la fuente lucana con el pasaje de Jl. 2, 28 y ss. Existen paralelos de esta creencia en el caso de los sectarios de Qumrán (1QH VII, 6 y ss.; IX, 32; XII, 11 y ss.; CD V, 11; VII, 3 y ss.; 1QS IV, 20-3), pero en el caso de los judeo-cristianos el origen de la idea puede retrotraerse a supuestas profecías que las fuentes evangélicas atribuyen a Juan el Bautista (Lc. 4, 18 y 7, 22) y que se vieron confirmadas por la experiencia acaecida en el Pentecostés del año 30.



Esta fiesta estaba conectada con el judaismo posterior al exilio con la entrega de la Torah y la confirmación del pacto en el Sinaí. Puede ser incluso que la ceremonia de renovación del pacto que tenía lugar en Qumrán se celebrara en Pentecostés. De hecho, Jub. VI, 17 ya identifica Pentecostés con el aniversario de la entrega de la Torah e incluso con el del pacto con Noé. No podemos adentramos a fondo en el tipo de experiencia espiritual que tuvo lugar en Pentecostés, pero poco puede dudarse de su historicidad sustancial, como ha señalado buen número de autores. Partiendo de los datos suministrados por la fuente lucana, parece que en el curso de una reunión de oración —concebida quizá como renovación del Nuevo pacto establecido por Jesús en su última cena— se produjo un estallido de entusiasmo espiritual que vino acompañado por un fenómeno de glosolalia y seguido de una predicación pública del mensaje de Jesús (Hch. 2, 1-41). Según la misma fuente, parece posible que Pentecostés fuera representado como una renovación del pacto con los seguidores judíos de Jesús y además como una apertura a todas las demás naciones. Sin embargo, aun aceptando los elementos teológicos presentes en el relato, no tiene por qué descartarse la base fáctica del mismo, que cuenta, por otra parte, con paralelos históricos.En todos ellos vuelve a repetirse el trinomio de oración fervorosa, glosolalia y predicación multitudinaria. Lejos de presentársenos como un relato de contenido ficticio, la perspectiva histórica nos obliga a ver la experiencia pentecostal como, quizá, la primera dentro de una serie similar de eventos pneumáticos acontecida desde entonces en diversos contextos históricos y religiosos.



El conocimiento que tenemos del judeo-cristianismo en los primeros años se encuentra circunscrito prácticamente a la comunidad jerosilimitana. Es muy posible que siguieran existiendo grupos de seguidores de Jesús en Galilea, aunque no se puede descartar la emigración de algunos —como los apóstoles— a Jerusalén. Trataremos más adelante el tema de su organización interna y de su composición social, pero resulta obligatorio señalar ya aquí que el colectivo parece haber estado dirigido por los apóstoles designados por Jesús para juzgar a las Doce tribus de Israel (Mt. 19, 28; Lc. 22, 30). El hecho de que el grupo se hubiera visto reducido a once por la traición de Judas obligó a los restantes a cooptar mediante sorteo a otro apóstol, al que se llama Matías en la fuente lucana (Hch. 1, 21 y ss.). Con todo, no parece que existiera la creencia en una sucesión apostólica como encontramos ya en el siglo IV y así, no se nos dice que a la muerte de Santiago, el hijo de Zebedeo, años más tarde se produjera ninguna elección para cubrir su vacante (Hch. 12, 2).



La comunidad judeo-cristiana de Jerusalén practicaba una comunidad de bienes, quizá como continuación de la costumbre desarrollada entre Jesús y los Doce de tener una bolsa común (Jn. 12, 6; 13, 29). El dinero reunido así parece haber servido para mantener a los más pobres (Hch. 2, 44 y ss.; 4, 32 y ss.). En cualquier caso, y a diferencia de Qumrán (1QS VI, 24 y ss.) tal régimen no parece haber estado sometido a ningún reglamento estructurado ni tampoco haber sido general ni obligatorio para pertenecer al colectivo. Con todo, el engaño en esta práctica concreta era contemplado como una falta gravísima susceptible de terribles castigos (Hch. 5, 1 y ss.).



Ceñida inicialmente a una vida centrada en la práctica de sus ritos y en la predicación orientada a los judíos exclusivamente, las fuentes parecen apuntar a un éxito notable derivado en parte del celo de sus predicadores, en parte de su vida de caridad y en parte de sus argumentos teológicos. La idea de un Mesías que hubiera padecido podía no ser agradable para muchos judíos, pero resultaba relativamente fácil de defender a partir de pasajes como el capítulo 53 de Isaías, donde se nos habla de un «siervo» sufriente que entrega su vida de manera expiatoria. Tal enfoque debió de ser necesariamente muy primitivo y datos como los suministrados por los discursos petrinos contenidos en Hch. 2, 14-39 o 3, 12-26 presentan por ello notables visos de verosimilitud.



Jesús era el Mesías sufriente y Dios lo había rehabilitado tras su muerte mediante la resurrección (Hch. 2, 32 y 3, 15). Su ejecución se había producido en virtud de una letal conjunción de las fuerzas paganas hostiles a Israel y de las fuerzas judías infieles a Dios (Hch. 2, 23 y 3, 17 y ss.). Con todo, a través de aquella tragedia Dios había realizado su propósito, encaminado a ofrecer la salvación mediante la fe en el Mesías (Hch. 2, 38; 3, 16 y 19; 4, 11-12). Israel tenía abiertas las puertas para volverse al Mesías que había rechazado poco antes y, finalmente, Jesús regresaría procediendo a una renovación cósmica (Hch. 3, 19 y ss.). Hasta entonces, era posible verificar la realidad de aquella proclamación en la sucesión de hechos taumatúrgicos (Hch. 2, 33; 3, 16), así como en el escrutinio de los pasajes de la Escritura que lo profetizaban detalladamente (Hch. 2, 30; 3, 18), a fin de proceder a la única posibilidad coherente: creer en Jesús y simbolizar esa fe mediante el bautismo en agua (Hch. 2, 38; 3, 19; 4, 11-12).



Semejante predicación, preñada de esperanza, ligada a la realización de curaciones (Hch. 3, 1; 5, 14 y ss.) y a la práctica, no siempre exenta de dificultades, de la beneficencia, parece haber tenido un eco en segmentos relativamente importantes de la población (Hch. 2, 41; 5, 12 y ss., etc.), lo suficiente como para que las autoridades religiosas volvieran sus ojos una vez más hacia el movimiento y terminaran tomando medidas dirigidas contra el mismo (Hch. 4, 1 y ss.).





Enclavada geográficamente en Jerusalén, aunque muchos de sus componentes parecen haber procedido originalmente de otros lugares, la comunidad judeo-cristiana primitiva mantuvo vínculos con el Templo y con todo lo que éste pudiera implicar en la vida de la nación de Israel. A diferencia de la postura sostenida por los sectarios del mar Muerto, la primera comunidad —al menos antes del nombramiento de los diáconos y de la primera persecución, si atendemos al testimonio lucano— no rechazó el culto diario del Templo. Por el contrario, parece haber sido la práctica habitual el participar en el mismo (Hch. 2, 46; 3, 1 y ss.), e incluso utilizar alguna de sus áreas como sitio de reunión (Hch. 5, 12).



A pesar de todo lo anterior, el libro de los Hechos recoge tradiciones relativas a enfrentamientos entre el Sanedrín, y la comunidad de Jerusalén incluso en estos primeros tiempos (Hch. 4, 1-22; 5, 17 y ss.). La noticia tiene considerables visos de verosimilitud si tenemos en cuenta el recuerdo aún fresco de la persona que había dado origen al movimiento y la manera en que sus seguidores culpaban de la ejecución a algunos de los dirigentes de la nación judía (Hch. 2, 23; 4, 27).



La contenida especialmente en el relato de Hechos 4, referente a una comparecencia de dos de los apóstoles ante el Sanedrín, parece estar basada en datos considerablemente fidedignos. El v. 5 nombra tres grupos determinados (sacerdotes jefes, ancianos y escribas) que formaban la generalidad del Sanedrín. Entre los sacerdotes jefes, el grupo más importante, se nombra a Anás (en funciones del 6 al 15 d. J.C.), al que se hace referencia en primer lugar por su edad e influencia; a Caifás, sumo sacerdote en esos momentos; a Jonatán, hijo de Anás, que sucedería a Caifás como sumo sacerdote (37 d. J.C.) y que, quizá, en aquella época era jefe supremo del Templo; a Alejandro, al que señalan otras fuentes y a otros miembros de familias sacerdotales. En su conjunto, esta referencia de Hechos, por lo demás totalmente aséptica, confirma los datos del Talmud relativos al nepotismo de la jerarquía sacerdotal, un sistema de corruptelas encaminado a lograr que sus miembros ocupasen los puestos influyentes de sacerdotes jefes en el Templo. No sólo el yerno de Anás era sumo sacerdote en funciones y uno de sus hijos, como jefe del Templo, ya estaba encaminado en la misma dirección, sino que es más que probable que la familia de Anás ocupara el resto de los puestos de sacerdotes jefes.



Para el año 66 d. J.C., aquella jerarquía, marcada por la corrupción familiar más evidente, tenía en su poder el Templo, el culto, la jurisdicción sobre el clero, buena parte de los escaños del Sanedrín e incluso la dirección política de la asamblea del pueblo. Con todo, y pese a que era más que dudosa su legitimidad espiritual, de acuerdo con los baremos judíos, no nos consta que existiera una agresividad personal del judeo-cristianismo hacia el clero alto, mayor, por ejemplo, al qué nos ha sido recogido en las páginas del Talmud, donde no sólo se les acusa de nepotismo, sino también de recurrir sistemáticamente a una extrema violencia física (b Pes. 57a bar; Tos. Men. XIII, 21 [533, 33]).



Ciertamente los judeo-cristianos atribuían una autoridad mayor a Jesús que a las autoridades religiosas de Israel y al Templo (Hch. 5, 28-9), en armonía con las propias palabras de aquél (Mt. 12, 6; 41-42; Lc. 11, 31-2), pero no tenemos datos que apunten tampoco a un rechazo directo de las mismas, ni siquiera a una negación directa de su autoridad. Tal parece incluso haber sido la postura de Pablo varias décadas después (Hch. 23, 2-5). Muy posiblemente, la comunidad mesiánica las consideraba como parte de un sistema cuya extinción estaba cerca y al que no merecía la pena oponerse de manera frontal. Como tendremos ocasión de ver, la sucesión de acontecimientos históricos se mostraría similar a lo previsto por la intuición cristiana.



Por otro lado, y en lo referente a la responsabilidad en la muerte de Jesús, las fuentes indican que la comunidad judeo-cristiana la hizo bascular también sobre la nación como colectivo y no sólo sobre los saduceos (Hch. 2, 22 y ss.), aunque se acentuara el papel desempeñado por Herodes, el tetrarca de Galilea y por Pilato (Hch. 4, 27 y ss.) como elementos decisivos en la condena y ejecución. La comunidad judeo-cristiana esperaba el final del sistema presente (Hch. 1, 6 y ss; 3, 20 y ss.), pero colocaba dicha responsabilidad sobre las espaldas de la divinidad (Hch. 3, 20 y ss.) y no sobre las suyas, en contraposición, por ejemplo, a como sucedería con posterioridad con los zelotes.



A primera vista, y observado desde un enfoque meramente espiritual, la presencia de los judeo-cristianos era, sin duda, molesta, y muy especialmente para los saduceos. Pero, inicialmente, para algunos, desde un punto de vista político y social, el movimiento debía resultar inocuo y, precisamente por ello, es comprensible la mediación de Gamaliel, el fariseo, en el sentido de evitar un ataque frontal, tal como se nos refiere en la fuente lucana (Hch. 5, 34 y ss.). Los precedentes apuntaban a la escasa vida de ciertos conatos levantiscos que, incluso, parecían más robustos que el judeo-cristianismo inicial. La actitud de Gamaliel no parece, sin embargo, haber sido generalizada. La casta sacerdotal distaba mucho de contemplar de esa manera al grupo inspirado en la enseñanza de Jesús. Desde su punto de vista, tenían buenas razones para ello. En primer lugar, estaba su visión —políticamente muy exacta— que temía cada posibilidad de revuelta en Palestina a causa de los peligros inherentes a una intervención enérgica por parte de Roma para sofocarla. Aquél fue, seguramente, uno de los factores determinantes en la condena de Jesús (Jn. 11, 47-53).



Si aquel grupo —que creía en un Mesías— captaba adeptos sobre todo entre elementos sociales inestables como podrían ser los menos favorecidos o los sacerdotes humildes, lo más lógico era pensar que la amenaza no había quedado conjurada con la muerte de su fundador. Mejor sofocarla cuando sólo se hallaba en ciernes que esperar a que se convirtiera en algo demasiado difícil de controlar.



A lo anterior se unía un factor teológico de cierta trascendencia, factor del que se sabrían aprovechar los primeros cristianos. La comunidad de Jerusalén creía en la resurrección, doctrina rechazada por los saduceos, lo que ahondaba aún más las diferencias entre ambos colectivos. No obstante, a nuestro juicio, la razón para el choque, al menos en lo relativo a la clase sacerdotal y los saduceos, vino más vinculada a razones políticas y sociales que meramente religiosas.



La tolerancia duró poco tiempo. Si inicialmente el movimiento se vio sometido sólo a una reprensión verbal, en parte gracias a la mediación de Gamaliel (Hch. 4, 21-22), pronto resultó obvio que si se deseaba tener unas perspectivas mínimas de frenarlo habría que recurrir a la violencia física. Ésta fue descargada sobre la persona de dos de sus dirigentes, Pedro y Juan, y no parece que nadie mediara en esta ocasión en favor de ellos (Hch. 5, 40 y ss.). El fracaso de esta medida (Hch. 6, 1-7), así como la conversión de algunos sacerdotes a la fe del colectivo, terminó por desencadenar una persecución, cuyas consecuencias no eran entonces previsibles (Hch. 6, 7 y ss.) ni para los judeo-cristianos ni para sus adversarios.





El pretexto para la persecución contra el judeo-cristianismo parece haberlo proporcionado Esteban (Hch. 6, 8-8, 1), un judeo-cristiano , posiblemente helenista, que había sido elegido como diácono por la comunidad cuando se produjo el conflicto entre sus componentes de habla griega y habla aramea. Supuestamente, éste había entrado en una discusión de tipo proselitista con miembros de la sinagoga de los libertos. Es más que posible que esperara hallar un eco favorable a su predicación habida cuenta del origen de aquellos a los que se dirigía. Sin embargo, el resultado fue muy otro. De hecho, el joven judeo-cristiano fue conducido ante el Sanedrín como presunto culpable de blasfemia (Hch. 6, 10-14).



La base de la acusación descansaba no sólo en la interpretación de la Torah que hacía Esteban (al parecer, similar a la del propio Jesús), sino también en el hecho de que Esteban había relativizado el valor del Templo hasta el punto de afirmar que el mismo sería demolido por el Mesías al que confesaba (Hch. 6, 13-4). Aunque resulta difícil no aceptar la idea de que las acusaciones contra él fueran expuestas con un cierto grado de tendenciosidad, no puede desecharse la existencia de una base real para las mismas. Es más, a nuestro juicio, reproducían en buena medida el pensamiento de Esteban, pero presentado con una carga subversiva que, seguramente, no poseía. En multitud de ocasiones, la disidencia religiosa de las minorías ha sido retratada por sus oponentes a lo largo de la historia como un peligro político y resulta muy posible que sucediera lo mismo en el caso de Esteban. Ahora bien, como ha señalado acertadamente F. F. Bruce, por muy maliciosos que pudieran ser sus oponentes, lo cierto es que la muerte de Esteban contaba con una base legal por cuanto había atacado la institución del Templo en su predicación.



Para los creyentes en la Torah oral transmitida por tradición, ésta se había originado en Moisés y una postura relativizadora como la de Jesús era provocadora e inadmisible (Mc. 7, 1-23; Mt. 15, 1-20). Si los fariseos estaban en el mismo terreno que los judeo-cristianos en lo relativo a la resurrección, seguramente no estaban dispuestos a transigir en lo relativo a la Torah oral. En cuanto a las profecías sobre la destrucción del Templo de Jerusalén ciertamente contaban con una larga historia de precedentes que se remontaba al Primer Templo (Jr. 7-11; 26, 1-19; Is. 1, 16-17; Ez. 6, 4-5, etc.), y conocemos ejemplos posteriores (Guerra 300-309), pero la mayor o menor frecuencia con que se produjeron estos incidentes no logró que ese tipo de anuncios resultara tolerable a los oídos de los que, en buena medida, o vivían de la Ciudad Santa como la casta sacerdotal o la tenían en altísima estima, como era también el caso de los fariseos.



La defensa de Esteban, tal como nos ha sido transmitida en los Hechos (Hch. 7, 1-53), no podía contribuir a mejorar la situación. Partiendo de una hábil relación de pasajes del Antiguo Testamento, que encontrará paralelos en el Nuevo Testamento y en otros escritos paleocristianos, el diácono parece haber subrayado la sempiterna dureza de Israel frente a los propósitos de Dios así como los antecedentes de una adoración espiritual separada de la idea del Templo. La era mesiánica se había iniciado con Jesús y con ello la era de la Torah veía su fin próximo.



La idea no era en sí novedosa y, de hecho, encontramos paralelismos también en la literatura rabínica, pero, en el caso judeo- cristiano, implicaba no sólo el tener que aceptar la mesianidad de Jesús sino también el carácter precario de las instituciones religiosas presentes. Ambos extremos de la controversia resultaban excesivos para los oyentes y más si tenemos en cuenta la reciente ejecución de Jesús.



El tono del discurso de Esteban resulta indiscutiblemente judeo-cristiano —desde luego, no hubiera podido ser captado por un gentil— lo que aboga en favor de una tradición auténtica subyacente. De hecho, los datos recogidos por Epifanio en su Panarion 30, 16 relativos a una secta judeo-cristiana que pretendía que Jesús había predicado la desaparición de los sacrificios del Templo presentan un claro paralelismo con la acusación contra Esteban y su discurso. Pronunciada ante un auditorio lógicamente hostil (Hch. 7, 54 y ss.) por las razones ya apuntadas, la defensa pronunciada por Esteban fue interrumpida y terminó en un linchamiento pese a la apariencia previa de diligencias judiciales (Hch. 7, 54-8, 1).



J. Klausner, que consideró indiscutible la veracidad histórica del relato, sugirió que la muerte de Esteban debía atribuirse a un grupo de incontrolados en lugar de a las autoridades judías de la época. Creemos más posible que tal acción hallara su origen en sectores de mayor amplitud. Las autoridades judías carecían de jurisdicción para imponer la pena de muerte según nos informan las fuentes talmúdicas (TJ Sanedrín 1:1; 7:2) y evangélicas (Jn. 18, 31), pero tal hecho no nos permite excluirles de haber contado con un papel relevante en el asesinato de Esteban. De hecho, su intervención hubiera contribuido a que la muerte adquiriera visos de legalidad no sólo en cuanto a la ratio iuris sino también en lo relativo a los ejecutores.



En cuanto al contexto concreto caben dos posibilidades:



— De acuerdo con la primera, la marcha de Pilato hacia Roma a inicios del 37 d. J.C. marcó un vacío suficiente de poder como para permitir que Caifás o su sucesor, aprovechándolo, dieran muerte a Esteban. Tal hecho vendría así a contar con un paralelo histórico posterior en la muerte de Santiago, el hermano de Jesús. Con todo, tal tesis choca con la cronología de las fuentes —piénsese que la muerte de Esteban fue previa a la conversión de Pablo y que ésta tuvo lugar con seguridad antes del 37 d. J.C.— y abusa, a nuestro juicio, del mencionado paralelismo.



— El profesor F. F. Bruce ha señalado otra posibilidad y es la de que el hecho tuviera lugar antes de la marcha de Pilato, pero después de la caída en desgracia de su valedor Sejano en el 31 d. J.C. El carácter, cuando menos incómodo, de sus relaciones con Tiberio le habría convertido en un personaje temeroso de la confrontación con las autoridades judías. Enterado de la muerte de Esteban, habría preferido cerrar los ojos ante el hecho consumado y más teniendo en cuenta el papel desempeñado por las autoridades religiosas judías en el mismo. La tesis de F. F. Bruce es, desde nuestro punto de vista, muy probable ya que permite encajar los datos de las fuentes con la cronología indiscutible de las mismas, da respuesta al hecho de que tal crimen no fuera perseguido y armoniza con lo que sabemos de Pilato a través de diversas fuentes. Finalmente, además el destino de Pilato sería la destitución en virtud precisamente de una confrontación con las autoridades religiosas judías.



La muerte tuvo lugar mediante lapidación, la pena habitual en el caso de blasfemia (Dt. 17, 7; San. 6: 1-4). De acuerdo con la fuente lucana, entre los presentes se hallaba un joven de Tarso, Cilicia, llamado Saulo. Cabe la posibilidad, derivada de su lugar de nacimiento, de que Saulo fuera miembro de la sinagoga donde se había desarrollado la controversia con Esteban, pero, en cualquier caso, lo cierto es que consideraba abominable la visión teológica de éste y consideraba justa su muerte.



A partir de ahí (Hch. 8, lss) se desencadenó una persecución contra los judeo-cristianos de la que no estuvo ausente una violencia a la que no cabe atribuir otra finalidad que la pura y simple erradicación de un movimiento que estaba demostrando una capacidad de resistencia considerablemente mayor de lo esperado.



A través de Clemente (Rec. 53-71) nos ha llegado otra versión que confirma, en líneas generales, lo relatado en los Hechos. La fuente presenta un cierto interés adicional ya que cabe la posibilidad de que recoja una tradición judeo-cristiana. Aunque en ella hay elementos de carácter que sólo podemos calificar de legendario (la convicción del sumo sacerdote tras siete días de debate con Santiago acerca de la veracidad del cristianismo hasta el punto de estar dispuesto a recibir el bautismo, el papel sobresaliente de Santiago, el hermano de Jesús, ya en este período, etc.), lo cierto es que también encontramos datos que arrojan luz sobre la controversia judeo-cristiana confirmando en buena medida la fuente lucana.



En primer lugar, el enfrentamiento se centra fundamentalmente entre los saduceos y los judeo-cristianos. Es lógicamente la secta más ligada al Templo (en todos los sentidos) la que se siente más afectada por el nuevo movimiento, a la ejecución de cuyo fundador contribuyó activamente. Aunque los judeo-cristianos no se oponen al Templo directamente, creen, sin embargo, (y así lo expresan por boca de Pedro) que los días de éste se hallan contados, una actitud que, como veremos, encontramos repetidas veces en otros escritos judeo-cristianos del Nuevo Testamento anteriores a la destrucción del 70 d. J.C. Los fariseos aparecen divididos entre una actitud más de compás de espera que de tolerancia, similar a la mostrada por Gamaliel en los Hechos, y otra, la de Saulo, que ha descubierto ya que el nuevo movimiento implica un ataque frontal contra el judaismo tradicional. Esteban no es mencionado, si bien el peso inicial de la controversia recae en un judeo-cristiano cuyo nombre, Felipe, parece denotar filiación helenista. Finalmente, se nos señala cómo las autoridades judías no tuvieron ningún inconveniente en recurrir a la fuerza en el enfrentamiento con el judeo-cristianismo, mientras éste optaba por una actitud de no violencia.



Los escritos de Pablo son más parcos en cuanto al desencadenamiento de la persecución contra los judeo-cristianos, pero igualmente parecen confirmar los datos que poseemos. La persecución en la que él intervino tenía como finalidad clara la aniquilación del judeo-cristianismo, al que contemplaba como un ataque contra las tradiciones judías, circunstancia ésta más que comprensible si partimos de su militancia farisea (Flp. 3, 5-6).



Frente a aquel movimiento se unían —como, posiblemente, sucedió con la muerte de Jesús— dos grupos, saduceos y fariseos, a los que separaban entre sí multitud de aspectos. Para el primero de ellos, el judeo-cristianismo implicaba, sobre todo, una amenaza a su statu quo; para el segundo, un ataque contra la Torah de Moisés tal como ellos pensaban que debía ser interpretada. Es más que posible que después de la muerte de Esteban, alguien que se había manifestado muy claramente sobre el Templo y la nación de Israel en su conjunto, los mismos fariseos moderados prefirieran mantenerse, en la medida de lo posible, a distancia. Desde luego parece desprenderse de las fuentes que esta vez nadie se atrevió a optar por su defensa.



Desencadenada la persecución con una rapidez inesperada, al estilo de otros progromos religiosos del pasado y del presente, el mismo Esteban no pudo siquiera ser enterrado, a diferencia de otros judíos ejecutados en el pasado como Juan el Bautista (Mt. 14, 12; Mc. 6, 29) o Jesús (Mt. 27, 57-61; Mc. 15, 42-47; Lc. 23, 50-56; Jn. 19, 38-42), por las personas cercanas a él. De su sepelio se ocupó un grupo de hombres «piadosos». Con todo, lo que quizá fue contemplado como una medida eficaz contra la comunidad de Jerusalén por parte de sus perseguidores se iba a revelar, indirectamente, como una circunstancia que propiciaría su expansión ulterior.



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Para una discusión relativa al problema de las apariciones de Jesús, las posibles explicaciones del fenómeno y las fuentes relacionadas con las mismas, véase capítulo XI.



Sobre el tema, remitimos al lector a C. Vidal, Jesús y Judas, Barcelona, 2008, donde se analiza además el denominado Evangelio de Judas.



Para este tema, remitimos a C. Vidal, Jesús el judío.



Una discusión sobre las tradiciones contenidas en esta fuente, véase C. Rowland, Christian Origins, Londres, 1989, pp. 189 y ss.



F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 205 y ss.



A. R. C. Leaney, The Rule of Qumran and its Meaning, Londres, 1966, pp. 95 y ss.



En este sentido, véanse J. Munck, The Acts…, ob. cit., 1967, pp. 14- 15; E. M. Blaiclock, ob. cit., 1979, pp. 49 y ss.; F. F. Bruce, The Acts…, ob. cit., pp. 49 y ss.; I. H. Marshall, The Acts of Apostles, Grand Rapids, 1991, pp. 67 y ss.



En este sentido, véase también: C. S. Mann, «Pentecost in Acts», en Publicación, pp. 271-275.



Hacemos referencia a los mismos en el capítulo IX del presente estudio al analizar la pneumatología. Ejemplos paralelos son, entre muchos otros, y sólo dentro del cristianismo, los casos de John y Charles Wesley, George Whitefield y Charles Finney, George Fox y los cuáqueros, y, por supuesto, los movimientos carismáticos contemporáneos.



E. Lohmeyer, Galilaa und Jerusalem, Gotinga, 1936; R. H. Lightfoot , Locality and Doctrine in the Gospels, Londres, 1938, pp. 78 y ss.; H. Conzelmann, The Theology…, ob. cit., pp. 18 y ss.



Acerca de esta cuestión, véase R. L. Niswonger, New Testament History, Grand Rapids, 1988, pp. 181 y ss.



Se ha discutido, sin mucha base a nuestro juicio, la historicidad de esa designación en vida de Jesús. En favor de aceptar la misma, véanse M. Hengel, The Charismatic Leader and His Followers, Edimburgo, 1981, pp. 68 y ss.; E. R Sanders, Jesus and Judaism, Filadelfia, 1985, pp. 98 y ss.



Sobre este tema, véase capítulo VII de esta misma parte.



Éstos parecen haber sido el bautismo de agua (Hech. 2, 41), el partimiento del pan seguramente en el contexto de una comida comunitaria y las oraciones (Hech. 2, 42). Sobre este tema volveremos más adelante.



Sobre esta cuestión, véanse el capítulo de este estudio dedicado a la cristología judeo-cristiana, así como C. H. Dodd, According to the 25, Londres, 1952, y B. Lindars, New Testament Apologetic, Londres, 1961.



Según las fuentes, generalmente internas como se desprende del caso de Ananías y Safira (Hech. 5, 1 y ss.) y de la disputa entre judeo-cristianos helenistas y hebreos (Hech. 6, 1 y ss.) que desenvocó en el nombramiento de los diáconos. Sobre este último tema, véase la tercera parte de esta obra.



Resulta innegable una preponderancia galilea, si no numérica al menos moral, entre los primeros componentes de la comunidad mesiánica ; véanse Hechos 1, 13 y ss. En efecto, tanto la fuente joánica como la mateana señalan que antes de asentarse de manera específica en Jerusalén, los seguidores de Jesús volvieron a su tierra natal (Jn. 21, Mt. 28, 16 ss.). La mencionada secuencia es omitida por las tradiciones de Lucas y Marcos, pero parece existir un eco de la misma en la narración de las apariciones del resucitado recogida en I Corintios 15, 1 y ss.



Sobre el papel del templo, véanse C. Vidal, Jesús el judío (en prensa); «Templo», en Diccionario de Jesús… ob. cit.; El primer Evangelio…, ob. cit.; A. Edersheim, The Temple, Grand Rapids, 1987; J. Jeremias, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid, 1985, pp. 38 y ss.; E. Schürer, The History… , ob. cit., y, vol. II, pp. 237 y ss.; F. J. Murphy, The Religious World of Jesus, Nashville, 1991, pp. 76 y ss.



El pasaje presenta paralelos en los Evangelios, véanse Mateo 27, 35; Marcos 15, 24; Lucas 23, 33; Juan 19, 18.



J. Yoma III 8, 41.a 5 (III-2, 197) señala que el sumo sacerdote no era nombrado si con anterioridad no había sido jefe supremo del templo.



Véase en este sentido Josefo, Ant. XX 8, 11 y ss., en lo relativo a las embajadas, por regla general, compuestas por sacerdotes dirigentes.



Véase, en este sentido, J. Jeremias, Jerusalén…, ob. cit., pp. 209 y ss.



Sobre Gamaliel, véanse W. Bacher, Die Agada…, ob. cit., t. I, pp. 73-95; F. Manns, Pour lire…, ob. cit., pp. 78 y ss.; G. Alon, The Jews…, ob. cit., pp. 188 y ss.; 239 y ss.



Coincidimos plenamente con H. Guevara, Ambiente político del pueblo judío en tiempos de Jesús, Madrid, 1985, pp. 216 y ss., en considerar el episodio de Gamaliel de Hechos 5, 36-37 como plenamente histórico. De no ser así, no sólo no hubiera actuado en favor de la propaganda cristiana sino en su contra. Naturalmente, el Teudas (Teodoro) mencionado por el citado fariseo debe ser entonces identificado con Matías, hijo de Margalo, que, junto con Judas, poco antes de la muerte de Herodes I, se sublevó contra el monarca para derribar un águila de oro colocada en el Templo. Los dos rebeldes fueron quemados vivos (Flavio Josefo, Guerra I, 648-655; Ant. XVII, 149-167).



Sobre la situación del clero inferior debe recordarse que mayoritariamente hizo causa común con los elementos populares en el año 66 d. J.C., en oposición al alto clero; véase Flavio Josefo, Guerra II 17, 2 y ss.



Acerca de Esteban, véase C. K. Bairett, «Stephen and the Son of Man», en BZNW, 30, Berlín, 1964, pp. 32-38; F. Mussner, «Wohnung Gottes und Menschensohn nach der Stephanusperikope», en R. Pesch (ed.), Jesus und der Menschensohn, Friburgo, 1975, pp. 283-299; J. Kilgallen, «The Stephen Speech», en AnBib, 67, 1976; C. Scobie, «The Use of Source Material in the Speeches of Acts III and VII» en NTS, 25, 1978-1979, pp. 399-421.



En favor de identificar a Esteban con un Samaritano, véase W. F. Albright y C. S. Mann, «Stephen’s Samaritan Background», en J. Munck, The Acts…, ob. cit., pp. 285-304.



Estos libertos procedían en su mayor parte de Roma. Capturados en la guerra de Pompeyo y libertados posteriormente, según indica Filón (Leg. ad Caium, 155), parecen haber estado especialmente ligados a la sinagoga a la que se refiere Hechos 6, 1. Con toda seguridad, los judíos de Roma que acudían a Jerusalén para las fiestas religiosas se aposentaban en la hospedería contigua a esta sinagoga.



D. Gooding, An Unshakeable Kingdom, Toronto, 1976, ha señalado que el esquema teológico subyacente en la epístola a los Hebreos —obra también de un judeo-cristiano helenista— viene a ser el mismo, aunque más elaborado, que el del discurso de Esteban.



F. F. Bruce, Paul…, ob. cit., p. 68.



T. B. Sanedrín 97a; Shabbat 151b. Apoyando esta misma conclusión, véase desde una perspectiva judía L. Baeck, «The Faith…», art. cit., pp. 93 y ss. y, desde una cristiana, W. D. Davies, The Setting of the Sermon on the Mount, Cambridge, 1964, pp. 446 y ss.



En el mismo sentido F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 224 y ss. Bruce insiste en el hecho de que el discurso de Esteban es el único lugar aparte de los Evangelios donde aparece el título de «Hijo de hombre» aplicado a Jesús. Esto indicaría un trasfondo arameo, ausente en los escritos neotestamentarios no redactados en Israel, ya que en un ambiente externo al de Israel tal alocución carecería de sentido.



J. Klausner, Jesús…, ob. cit., 1944, p. 292.



En el mismo sentido F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 199 y ss. y J. Jeremias, «Zur Geschichtlichkeit des Verhors Jesu vor dem Hohen Rat», en Zeitschrift für die Neutestamentliche Wissenschaft, 43, 1950- 1951, pp. 145 y ss.



Véase B. Reicke, The New Testament Era, Filadelfia, 1968, pp. 191 y ss.



F. F. Bruce, New Testament…, ob. cit., pp. 225 y ss.



Acerca de Pilato, véanse F. Morison, And Pilate Said, Nueva York, 1940; J. Blinzler, The Trial of Jesus, Westminster, 1959, pp. 177-184; A. H. M. Jones, «Procurators and Prefects in the Early Principate», en Studies in Roman Government and Law, Oxford, 1960, pp. 115-125; E. Schürer, The History…, ob. cit., I, pp. 357 y ss.; J. P. Lémonon, Pilate et le gouvernement de la Judée, París, 1981.



No deja de ser interesante la mención del nombre de Jesús en la oración final de Esteban, ya que tal circustancia implica la existencia de una alta cristología en un momento muy temprano de la historia del cristianismo. En este mismo sentido, se ha manifestado M. Hengel, «Christologie und neutestamentliche Chronologie», en H. Baltensweiler y B. Reicke, Nenes Testament…, ob. cit., pp. 43-67, y M. Hengel, Between Jesus and Paul, Londres, 1983, pp. 30-47, quien ha señalado que el desarrollo cristológico había ya llegado a su fase crucial en los cinco primeros años posteriores a la muerte de Jesús. Sobre esta cuestión volveremos al estudiar la cristología del judeo-cristianismo.



Sobre los antecedentes de la visión de no violencia en la enseñanza de Jesús, véanse Mateo 5, 9; 5, 21-26; 5, 43-48; 26, 52; Juan 18, 36. Ha sido precisamente un autor judío, D. Flusser, Jesús en sus palabras y su tiempo, Madrid, 1975, pp. 81 y ss., el que ha apuntado el hecho de que este radicalismo es una aportación original de Jesús sin antecedentes en el judaismo. Sobre el carácter «pacifista» de Jesús, véase M. Wilcox, «Jesus in the Light of His Jewish Environment», en ANRW, II, 25, 1, 1984, pp. 131-195.



Gálatas 1, 13-14 y 1, 22 y ss. dejan de manifiesto que el objetivo de la persecución no sólo fueron los helenistas, sino también los demás judeo-cristianos.



Véanse Hechos 8, 2. Sobre el tema, comentando diversas alternativas, véanse J. Munck, The Acts…, ob. cit., p. 70 ss.; I. H. Marshall, The Acts…, ob. cit., p. 151 y ss., ha sugerido que Esteban fue sepultado en su calidad de criminal ejecutado y que, si la prohibición de luto público por los criminales (Sanh. 6, 6) estaba en vigor en el siglo I d. J.C., aquellos que lo lloraron realizaron con tal acto una acción de protesta contra la ejecución.

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Published on June 07, 2015 01:00

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César Vidal
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