Rafael Uzcátegui's Blog
September 11, 2025
Maduro activa la milicia no para desafiar a EEUU sino para recuperar control local

Más que un plan de defensa, es un intento de remapeo del poder chavista a nivel comunitario
El 5 de septiembre de 2025, Nicolás Maduro —vestido de camuflaje— lideró un acto en la Academia Militar de Venezuela.
“Estamos enfrentando corrientes extremistas del norte, nazi-extremista”, dijo, “que pretenden amenazar la paz de Suramérica, del Caribe”.
Maduro, rodeado del alto mando militar, hablaba tres días después de que una embarcación venezolana, con 11 tripulantes a bordo y un cargamento de cocaína con destino a Trinidad y Tobago, fuese destruida por un misil en aguas internacionales por parte de los Estados Unidos.
Dirigiéndose al presidente de ese país, agregó que estaba preparado para pasar a una “etapa armada” y aseguró disponer de una base de 12,7 millones de personas vinculadas a la Milicia Nacional Bolivariana (MNB), cifra que suma los 8,2 millones de alistados recientes y los 4,5 millones que el Ejecutivo ya había anunciado previamente.
Pero esos números están inflados, y la capacidad de fuego de la MNB es desconocida. La activación del quinto componente de la Fuerza Armada tendría más objetivos políticos y de control que militares.
El viejo recurso del antiimperialismo
Maduro intenta aprovechar la situación abierta con el despliegue naval estadounidense para recomponer su lesionada autoridad, en lo interno y frente a sus aliados internacionales, tras el fraude electoral de julio de 2024, liderando la épica que faltaba en la historiografía bolivariana.
A diferencia de otros procesos revolucionarios del continente, el chavismo no cuenta con un mito fundacional heroico al que pueda apelar cada vez que sus magros resultados debilitan la fidelidad de sus bases. Cuando Hugo Chávez ganó las elecciones en diciembre de 1998, recibió el poder sin resistencias significativas por parte del viejo status quo. En 2002 un golpe de Estado lo depuso por 72 horas; recuperó el cargo sin dispararse un solo tiro.
En 2007 su propuesta de reforma constitucional fue derrotada en las urnas, cuestionada precisamente por quien había liderado, años antes, su regreso negociado al poder —Raúl Isaías Baduel—. Y ningún intento posterior por derrocar al chavismo que implicó violencia, como la llamada Operación Gedeón o el atentado con drones a Maduro en 2018, mostró pruebas de involucramiento de otra potencia extranjera, más allá de lo que dice una propaganda oficial que atribuye todo crimen en Venezuela a Colombia y Estados Unidos, durante un cuarto de siglo.
Además, a pesar de la retórica antiestadounidense, la recomposición de los negocios con la petrolera Chevron, que viene de EEUU, ha generado en los últimos años el flujo de caja necesario para mantener a flote la revolución bolivariana. Ahora, con el despliegue de buques y aeronaves en el sur del Caribe, por primera vez parecería materializarse un antagonismo real entre Estados Unidos y el llamado “Socialismo del Siglo XXI”.
Maduro está intentando aprovechar esa oportunidad.
Si la ofensiva antinarcóticos de la segunda administración Trump no logra debilitar la cohesión de la coalición dominante en Miraflores, el chavismo podría tener un segundo aire tras “resistir heroicamente” el asedio de la potencia extranjera. El primer paso, al parecer, es activar la milicia.
Una milicia para un Estado Comunal
El artículo 328 de la Constitución establece cuatro componentes de la Fuerza Armada Nacional: el Ejército, la Armada, la Aviación y la Guardia Nacional. En 2005 se comenzó a hablar de la “reserva nacional” y en 2009 se la denominó “Milicia Nacional Bolivariana”. No fue sino once años después que la vía de los hechos alcanzó un nivel de reconocimiento institucional: la reforma de la Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (LOFANB) la incorporó formalmente como quinto elemento de la FANB.
Su narrativa oficial la presenta como “pueblo en armas”, organizada en milicia territorial y “cuerpos de combatientes” dentro de instituciones y empresas del Estado.
Hasta 2024, la MNB no operaba como una fuerza castrense convencional, sino como una estructura masiva de encuadramiento civil-militar, con funciones mixtas: apoyo militar, control territorial, movilización política y tareas sociales. Era más una herramienta de poder interno y propaganda que un cuerpo realmente eficaz para enfrentar militarmente una amenaza.
Sin embargo, el protagonismo de la MNB se transformó a partir del impulso del llamado “Estado Comunal”, anunciado el 10 de enero de 2025 como el principal eje estratégico del tercer período de gobierno de Nicolás Maduro. Luego del fraude del 28J y la ratificación del carácter de minoría de la propuesta bolivariana, el chavismo necesitó con urgencia construir una arquitectura institucional que, ante la ausencia de representación de las mayorías, le dé viabilidad en el largo plazo. De ahí la prisa por debilitar el voto universal, directo y secreto, implantar mecanismos electorales de segundo grado y borrar de la geografía institucional las gobernaciones y alcaldías del país.
No es casualidad que, a diferencia de los demás componentes de la FANB, que deben reportar al Alto Mando Militar, la MNB esté subordinada directamente al comandante en jefe, es decir, al presidente de la República.
Aunque Miraflores ha congelado su propuesta de reforma constitucional —que le habría dado rango constitucional a las comunas—, el llamado Estado Comunal se impone de facto, por la vía de los hechos. Y el performance antiimperialista le ha dado la oportunidad de apretar el acelerador. Ese 5 de septiembre Maduro anunció la creación de 5.336 Unidades Comunales Miliciales, englobadas en la estructura que el chavismo denominó “Base Popular de Defensa Integral”.
Como reacción a la presencia de los buques en alta mar, el chavismo respondió con la jornada nacional de conscripción “Yo me alisto”, tras la cual Nicolás aseguró que se habían logrado 8,2 millones de nuevos milicianos, que se sumarían a los 4,5 millones que, según la propaganda, ya existían.
Según denuncias recibidas por la ONG Laboratorio de Paz, empleados de instituciones públicas fueron obligados a inscribirse en la MNB e incluso a grabar videos en apoyo a la jornada de alistamiento. Aunque los centros de inscripción lucían solitarios, según la mitomanía bolivariana uno de cada tres venezolanos en el territorio sería miliciano. Aunque los números son delirantes, el fondo sigue siendo el mismo: la emergencia de un mecanismo de control territorial sobre la población.
Utilizar a tu favor la iniciativa del oponente
¿Por qué la reacción oficial se apoya en la MNB y no en el despliegue explícito de los otros componentes militares? Porque la lógica es política. Proyectar “millones” de movilizados aumenta el costo percibido de una intervención externa y transforma la narrativa sobre la responsabilidad en torno al narcotráfico en un discurso de soberanía: de la investigación de complicidades se pasa a la “guerra de todo el pueblo”. Y en el plano interno, la milicia permite remapear lealtades y reconfigurar redes de poder: si el piso social del chavismo se resquebraja en las urnas, las estructuras territoriales armadas y clientelares le ofrecen otra geografía de gobernabilidad.
La pregunta que queda es qué tanto este artilugio de movilización militarizada agravará el conflicto venezolano. Transformar la política en espectáculo de defensa y convertir la vida comunal en un escalón del control armado no responde a los problemas de fondo: legitimidad, representación y bienestar.
Si la MNB se consolida como pilar del Estado Comunal, Venezuela se arriesga a una normalización profunda de la militarización de lo social, con consecuencias duraderas para la democracia y los derechos civiles.
Publicado en Caracas Chronicles
September 9, 2025
El último anarquista histórico solidario con Venezuela

El 23 de julio de 2025 falleció en Francia, a los 97 años, Octavio Alberola. En uno de los obituarios se le llamó “el último anarquista histórico vivo”. Su vida justificaba el apelativo: conspirador contra Franco, exiliado desde la infancia, activista libertario en varios países y crítico feroz de toda forma de autoritarismo, incluido el chavismo.
Un país de memoria frágil
A pesar del daño antropológico promovido por el chavismo realmente existente, Venezuela sigue siendo un país de oportunidades, donde todo está por hacerse. Una de las dimensiones más pendientes es la del relato histórico. En un país de olvidos fáciles y amnesia inducida, nuestro devenir se ha contado poco y mal.
En ese vacío, rescatar figuras como Alberola no solo honra su trayectoria, sino que ilumina la compleja red de solidaridades que unieron, en un tiempo, a Venezuela con la lucha antifranquista.
Acción Democrática y la lucha contra Franco
Acción Democrática no fue siempre el partido que muchos recuerdan bajo la gestión de Jaime Lusinchi o el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez. En sus primeros años, tras fundarse en 1941, consolidó una sólida presencia multiclasista a nivel nacional y desarrolló vínculos internacionales de solidaridad con movimientos que combatían dictaduras en América Latina y Europa.
En su libro Contracorriente, Rodolfo Montes de Oca recuerda que, en 1956, las juventudes de AD formaban parte del Frente Internacional Antidictatorial, junto al APRA (Perú), el M26J (Cuba), el M14J (República Dominicana), la JDN (Nicaragua) y las Juventudes Antifranquistas Españolas, representadas en México por un joven exiliado menorquín: Octavio Alberola.
En 1960, tras la caída de Pérez Jiménez, Alberola regresó a Caracas acompañado por Juan García Oliver, legendario anarcosindicalista y ministro de Justicia durante la Guerra Civil Española. Ese año, el exilio republicano organizó un mitin en la Asociación Venezolana de Periodistas, en la Avenida Andrés Bello, al que asistieron 3 mil personas. La Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV) se comprometió a cooperar con la lucha contra el franquismo. En gesto de solidaridad, los estibadores del puerto de La Guaira se negaban a descargar barcos con bandera española, obligándolos a retornar a la península con su carga intacta.
La trayectoria de un ácrata
Octavio Alberola (1928-2024) se exilió en México tras la Guerra Civil. Ingeniero de formación, se vinculó desde joven al anarquismo y a la lucha antifranquista. Inicialmente apoyó la revolución cubana, pero rompió con el castrismo por su deriva autoritaria y su subordinación a Moscú.
Se convirtió en figura central del exilio libertario español y del Defensa Interior (DI), estructura clandestina del movimiento anarquista que intentó sabotajes y atentados contra Franco, incluyendo planes fallidos de magnicidio. Fue detenido varias veces en Europa y participó en acciones espectaculares, como el secuestro del embajador franquista en el Vaticano en 1966. Posteriormente se integró en los Grupos de Acción Revolucionaria Internacionalistas (GARI).
Ya radicado en Francia, combinó el activismo con labores educativas y solidarias. En 2003 cofundó el Grupo de Apoyo a los Libertarios y al Sindicalismo Independiente en Cuba (GALSIC). Autor de ensayos sobre anarquismo y resistencia, se mantuvo hasta su muerte en Perpiñán como un referente de ética libertaria y memoria antifranquista.
Alberola y Venezuela en tiempos de chavismo
La solidaridad que recibió de Venezuela en los años 60 dejó huella en Alberola. Por eso siguió de cerca la evolución política del país tras la llegada de Hugo Chávez en 1999. Mantuvo correspondencia con referentes locales y publicó, reiteradamente, artículos críticos con el chavismo.
En 2009 escribió uno de sus textos más polémicos, en el que calificó a Noam Chomsky como “bufón de Chávez”. Lo justificaba con estas palabras:
“La capacidad de creer en falacias y aceptar ciegamente una ficción, por ficticia y grotesca que ésta sea, no es atributo de tontos e ignorantes. El famoso ensayista Noam Chomsky nos acaba de mostrar que también intelectuales cultivados, inteligentes y perspicaces pueden volverse crédulos y aceptar conductas y actuaciones políticas a todas luces demagógicas, falaces y autoritarias.”
Cuestionar a un ícono tuvo consecuencias. Alberola se enfrentó a buena parte del mundo anarquista, seducido entonces por el discurso “antiimperialista” del militar Hugo Chávez. El tiempo terminaría dándole la razón.
Pocos meses antes de fallecer, escribió su último texto sobre Venezuela. Allí insistía en que, aunque aspiraba a una sociedad “sin dioses, amos ni patrones”, la prioridad era clara:
“En Venezuela la necesidad de luchar contra la Dictadura, para volver a la Democracia, encalla el proceso histórico emancipador, como ha sucedido en Rusia, China, Cuba… De ahí la urgencia de salir de las dictaduras populistas para que el dilema vuelva a ser capitalismo y barbarie o socialismo auténticamente libertario.”
Un legado de coherencia
La partida de Octavio nos deja un poco más solos. En tiempos en que criticar al chavismo era anatema en los círculos de izquierda, él nos acompañó en la difusión internacional del libro Venezuela: La revolución como espectáculo. Una crítica anarquista al gobierno bolivariano, en sus ediciones en inglés y francés.
Su compromiso con la solidaridad y la libertad no se detiene con su muerte. Alberola encarnó la coherencia de quien nunca aceptó la impostura, viniera del franquismo, del estalinismo o del bolivarianismo. En un país como el nuestro, de memoria frágil y relatos manipulados, su vida es recordatorio y brújula: criticar a los poderosos siempre es un deber, incluso cuando se vistan de rojo.
Que la tierra le sea leve al anarquista inclaudicable.
August 27, 2025
Venezuela: Milenarismo y teoría de los incentivos

A pesar de lo ocurrido con el Acuerdo de Barbados, hay quienes insisten en que el diálogo con las autoridades es la principal variable de una posible transición a la democracia en Venezuela. Este abordaje ignora la naturaleza revolucionaria de la racionalidad en el poder, cuyo uno de sus componentes es el llamado milenarismo.
El milenarismo es la creencia en la instauración de un reino de mil años en la Tierra por parte de Jesucristo antes del Juicio Final. El concepto proviene del cristianismo primitivo, en especial del Apocalipsis de San Juan, donde se anuncia que Cristo reinará en la tierra durante mil años de paz y justicia antes del Juicio Final. Aunque tuvo un origen religioso, esta concepción influyó en movimientos campesinos durante la Edad Media y posteriormente permeó a movimientos seculares como el marxismo, el anarquismo y el propio fascismo.
Hannah Arendt distingue entre revoluciones que buscan la libertad (ejemplo, la independencia de EE. UU.) y las que buscan la “salvación” (por ejemplo, la revolución rusa). Esta autora subraya que la lógica revolucionaria tiende a absolutizar fines, desbordando los límites del poder democrático, porque su horizonte es la regeneración total de la sociedad. En consecuencia, Arendt advirtió que cuando las revoluciones se dejan seducir por la promesa milenarista de redención total, se abren las puertas al terror y al autoritarismo. Esta noción de la “revolución” como un absoluto, y no como un suceso, es la que se encuentra instalada actualmente en Miraflores.
La idea de la “revolución”, como la entiende el chavismo realmente existente, no se limita a cambiar gobiernos; implica también:
1) Una ruptura radical: no hay continuidad, sino un antes y un después absoluto.
2) Un horizonte utópico: promete una sociedad “perfecta” (sin clases, sin explotación, sin desigualdad).
3) Una redención colectiva: no solo mejora condiciones materiales, sino que “purifica” al pueblo, lo convierte en “nuevo”.
4) Supone una identidad de los elegidos: los revolucionarios como portadores de una misión histórica; opositores como “enemigos del género humano”.
5) Define una temporalidad escatológica: la historia tiene un destino final, la revolución como “última estación”.
Lo anterior explica la intransigencia de los proyectos revolucionarios milenaristas: no negocian, porque creen que encarnan un mandato trascendente. Además, justifica la violencia redentora: si el fin es la salvación de la humanidad, todo sacrificio se vuelve legítimo. Finalmente, produce anticuerpos contra el pluralismo democrático: la diversidad se percibe como amenaza al “destino histórico”.
El enfoque de los “incentivos”
Diferentes académicos han desarrollado la llamada “teoría de la elección racional”, así como estudios sobre transiciones pactadas que han tenido mucha influencia en el debate venezolano sobre las potenciales teorías de cambio. Ambas aproximaciones suponen que los actores políticos se comportan como jugadores racionales, que calculan beneficios y pérdidas de cada una de sus opciones. Una de las conclusiones, para resumir, es que las autoridades venezolanas tomarían decisiones de acuerdo con los “incentivos” que se les presenten: si el costo de mantenerse en el poder (sanciones, aislamiento, inestabilidad) supera al costo de salir (garantías, impunidad parcial, amnistías), elegirían retirarse. Este modelo ha funcionado regionalmente más para dictaduras “de derecha” (Argentina y Chile) que para las de “izquierda”. Aunque el triunfo de Violeta Chamorro en 1990 sobre el sandinismo había sido interpretado como un aval a la teoría de los incentivos, el actual gobierno despótico de Daniel Ortega matiza la aseveración.
¿Por qué no aplica la teoría de los incentivos al chavismo?
El actual oficialismo entiende la revolución como absoluto: el poder no es un medio para gestionar intereses, sino el instrumento para “redimir” a la sociedad y alcanzar el paraíso socialista en la tierra. En segundo lugar, no hay equivalencia entre costos materiales y misión histórica. Renunciar sería una “traición cósmica”, no solo un error político. Aquí funciona la lógica del fanatismo religioso: los revolucionarios no negocian salida porque su identidad depende del poder, que ya poseen. Parafraseando a Lenin: “Salvo el poder, todo es ilusión”. Luego está la instrumentalización del sacrificio: el chavismo ha mostrado que está dispuesto a soportar aislamiento, ruina económica e incluso hambre masiva, siempre que eso garantice su permanencia en el poder. Se cohesionan frente a la amenaza externa, que es vivida permanentemente como prueba de fe. Para el chavismo el costo de salida es inconmensurable: el precio que pagarían no es la cárcel o la sanción, sino la muerte de la revolución misma. Y para quienes operan en términos mesiánicos, eso es inaceptable.
La estrategia de los incentivos descansa en un error de diagnóstico: confundir a un régimen revolucionario de naturaleza milenarista con una dictadura pragmática. Mientras estas últimas pueden ser inducidas a negociar su salida mediante cálculos de conveniencia, el chavismo se concibe a sí mismo como depositario de una misión trascendente, donde ceder el poder equivale a sacrificar la “redención” prometida. Por ello, insistir en la lógica de premios y castigos es alimentar un espejismo. La tarea urgente no es seguir buscando la fórmula que convenza al poder de autolimitarse, sino construir, desde la sociedad, las condiciones políticas, éticas y organizativas para enfrentarlo en su propio terreno: el de una lucha prolongada contra una fe que se disfraza de política pero que, en el fondo, actúa como religión.
Sociólogo y Codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (GAPAC) dentro de la línea de investigación “Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos”.
August 7, 2025
Activistas venezolanos: Entre la latencia y la adaptación

Luego del 10 de enero de 2025, cuando se juramentó un gobierno surgido del desconocimiento de la voluntad popular expresada el 28J, todas las organizaciones políticas y sociales del país comenzaron a tomar decisiones sobre cómo mantenerse activas y sobrevivir en un contexto que ha cambiado cualitativamente. Diferentes asociaciones y partidos, debido a la persecución contra sus integrantes, están operando bajo lógicas de semi o total clandestinidad. Otras iniciativas, incluso aquellas que han decidido participar en elecciones o buscar interlocución con las autoridades, también han implementado medidas para evitar represalias.
Los venezolanos no son los primeros —ni serán los últimos— en desarrollar medidas de adaptación tras un evento traumático que acelera la autocratización de una sociedad. Investigaciones en contextos similares permiten identificar el repertorio de estrategias que han adoptado activistas para continuar su labor en entornos hostiles.
Antes de comentar esos hallazgos nos parece útil introducir el concepto de “latencia” que Verta Taylor, en su texto “Social Movement Continuity: The Women’s Movement in Abeyance“, ubicó para el movimiento de mujeres. Para responder a la afirmación que los movimientos sociales desaparecen en períodos de poca actividad pública, la autora describe como un período de latencia aquel en el que se mantienen estructuras organizativas, identidades colectivas y redes que permiten su reactivación cuando las condiciones políticas y sociales sean más favorables.
Taylor identifica cinco características que permitirían la continuidad del esfuerzo activista durante períodos de latencia:
1) Temporalidad: La capacidad de las organizaciones para mantener su existencia a lo largo del tiempo, incluso sin una movilización activa.
2) Compromiso intencional: La dedicación de los miembros a los objetivos del movimiento, lo que garantiza su supervivencia durante tiempos difíciles.
3) Exclusividad: La creación de comunidades cerradas que refuerzan la identidad del grupo y protegen sus valores.
4) Centralización: La existencia de una estructura organizativa que coordina las actividades y mantiene la cohesión del movimiento.
5) Cultura: El desarrollo de símbolos, rituales y narrativas que fortalecen la identidad colectiva y transmiten los valores del movimiento.
Autoridad delegada y activismo blando
Las investigaciones han detectado un amplio abanico de estrategias recientes de adaptación en espacios cívicos cerrados. En su libro “Mobilizing Without the Masses: Control and Contention in China” Diana Fu estudió como los activistas continuaron trabajando en el país asiático. Usó el término “autoridad delegada” para describir como se logró negociar espacios legales de acción con el Estado, asumiendo un rol casi paraestatal. Esto les permitió operar, aunque con limitaciones temáticas y tácticas. De esta manera las autoridades “subcontrataron” acción social, especialmente en temas no considerados políticamente sensibles.
Un segundo concepto utilizado por Fu fue el de “activismo blando”, para explicar cómo las organizaciones optan por una estrategia de colaboración parcial con el Estado para lograr cambios graduales. La retórica del activismo blando evita palabras como “derechos humanos”, “protesta”, “justicia”, y las reemplaza por lenguaje técnico o neutral (“bienestar”, “capacitación”, “acceso”, etc.). Esto genera ambivalencia ética: por un lado logran cambios; por otro, contribuyen a la despolitización del malestar social.
Fu describe en su texto las tensiones entre la adaptación y la resistencia. Muestra cómo, a cambio de legalidad, muchas ONG aceptan líneas rojas del régimen: no criticar al Partido Comunista, no vincularse con el exterior, no organizar protestas. Esto crea una división en el activismo: quienes aceptan las reglas son vistos como “razonables” o “útiles”; quienes no, son tildados de “radicales”, marginados o criminalizados. Por ello algunas ONG delimitaron públicamente su distancia respecto a otros grupos más críticos, para mantener su estatus legal. En algunos casos esta separación, para mantener la confianza en los interlocutores gubernamentales, incluyó suministrar información sobre los “radicales”.
Explorando casos reales
En Turquía, según una investigación de Bilge Yabanci, ocurrió la “cooptación selectiva”, fomentando ONG pro-gubernamentales que apoyan la agenda oficial; la represión legal y administrativa; la estigmatización y criminalización y, finalmente, la fragmentación del sector, dividiendo a las organizaciones entre aquellas alineadas con el gobierno y las marginadas, con lo que debilita la solidaridad y cooperación horizontal entre ellas.
Para Hong Kong una serie de entrevistas realizadas por Francis F. Lee revelaron las estrategias de mitigación de riesgos: Reducción del tamaño de juntas directivas para concentrar responsabilidades legales en menos personas; Disminución del personal fijo; Contrataciones por servicios u honorarios profesionales para desvincular a las personas de la estructura de la organización; Evitar temas o acciones que podrían ser interpretados como confrontacionales o vinculados a «fuerzas extranjeras». Además, hubo reducción y moderación del perfil público de los activistas. Limitaron visibilidad y presencia mediática; En sus web y redes publicaron sólo contenido sobre temas menos sensibles o ya presentes en la agenda oficial; Cuando realizaron campañas monitorearon curiosamente las reacciones de los medios oficialistas para decidir si las continuaban o abandonaban. Ajustaron sus narrativas para no cruzar “líneas rojas” y retiraron vínculos con prensa extranjera o asociaciones internacionales visibles.
También para China Kevin J. O’Brien, en un estudio, introdujo la idea de “tercera vía” entre la resistencia abierta y la retirada completa. Entre las tácticas empleadas el autor identificó: a) Transparencia y comunicación con las autoridades: Mantener una relación abierta y constante con el gobierno para demostrar conformidad y evitar sospechas.; b) Cultivar aliados dentro del gobierno: Establecer relaciones con funcionarios gubernamentales y reconocer públicamente sus logros para ganar su favor; c) Mantener organizaciones de tamaño reducido: Evitar estructuras organizativas grandes que puedan percibirse como amenazas por el Estado; d) Aceptar una mayor presencia de las autoridades (Partido Comunista): Permitir, o incluso dar la bienvenida, a la supervisión del partido dentro de sus actividades; e) Evitar temas controversiales: Centrarse en asuntos menos sensibles y mantenerse alejados de las «líneas rojas» establecidas por el gobierno; f) Fomentar la aceptación de compromisos oficiales entre sus miembros: Alentar a sus comunidades a adaptarse a las prioridades gubernamentales y evitar confrontaciones; g) Distanciarse de activistas más confrontacionales: Separarse de aquellos que adoptan posturas más críticas o desafiantes hacia el régimen; h) Romper vínculos con entidades extranjeras: Reducir o eliminar conexiones con organizaciones internacionales para evitar acusaciones de injerencia extranjera y, finalmente, i) Promover la “lealtad” y la “moderación”: Argumentar que una postura moderada y cooperativa es la mejor manera de lograr avances dentro del sistema existente.
Adaptación positiva y negativa
Podemos categorizar las estrategias de adaptación en contextos autoritarios en dos grandes grupos: positivas y negativas, con base en si preservan o sacrifican los principios y valores éticos del activismo. Esta distinción puede ayudar a analizar los dilemas reales que enfrentan los actores sociales, en un contexto como el venezolano, y también ofrecer herramientas prácticas para la reflexión crítica y la toma de decisiones responsables.
Las estrategias de adaptación positivas serían aquellas que defienden valores éticos y principios fundamentales aun en condiciones adversas. Algunos ejemplos serían:
Reconfiguración silenciosa: Reducir visibilidad para proteger al colectivo sin renunciar a sus causas.Cuidado mutuo radical: Priorizar la salud mental, la seguridad, la escucha y los vínculos afectivos como resistencia.Innovación simbólica: Uso de arte, humor, performance y símbolos para sostener el mensaje sin confrontación directa.Migración estratégica: Exilio o relocalización con la intención de seguir la lucha desde espacios seguros.Descentralización y horizontalidad Estructuras distribuidas para evitar la cooptación o neutralización del liderazgo.Por otro lado tendríamos las estrategias de adaptación negativas: Aquellas que sacrifican valores, debilitan vínculos o refuerzan la dominación bajo el argumento de “sobrevivir”. Algunos ejemplos serían:
Cooptación institucional: Aceptar marcos impuestos por el régimen a cambio de operar legalmente, incluso silenciando temas.Delación o colaboración forzada: Suministrar información sobre compañeros por presión, miedo o beneficios.Distanciamiento de sectores “radicales”: Estigmatizar a compañeros más críticos para conservar imagen o acceso. Líderes “moderados” que desacreditan a manifestantes más frontales.Neutralización simbólica del discurso: Usar eufemismos o narrativas vacías para parecer activos sin confrontar al poder, por ejempo “diálogos” sin agenda real, campañas “ciudadanas” sin denuncia.Normalización del miedo: Justificar la inacción o el silencio prolongado como “realismo político”.Como suele ocurrir en contextos represivos, la peor estrategia es la que no se discute, y termina imponiéndose por omisión. Esta clasificación no pretende establecer condenas morales, sino estimular la reflexión crítica y colectiva dentro de los movimientos sociales. Nos pudiera ayudar a prevenir errores tácticos que comprometen la integridad colectiva, permite documentar buenas prácticas adaptativas e identifica zonas grises donde puede haber necesidad de debate comunitario o procesos de reparación (por ejemplo, cuando alguien colaboró bajo coacción). Las zonas grises existen y son muchas. La clave es poder hablarlas sin miedo, con confianza, y sin dejar que el silencio las vuelva norma.
July 31, 2025
La teoría de cambio dialoguista post 27J

El pasado 18 de julio, Jesús Seguías —presidente de DatinCorp, consultor político y gerente de crisis, según se describe en su perfil en la red social X— hizo público un “microanálisis” sobre lo que considera será el futuro inmediato de Venezuela, basado en tres ejes principales: 1) dejar atrás la confrontación; 2) construir acuerdos; y 3) ejecutar soluciones concretas a crisis urgentes. Sus conclusiones parten de un diagnóstico equivocado, pero cabe agradecer que, en virtud del necesario debate sobre lo que vendrá —a diferencia de muchos otros de su corriente de opinión— haya dejado por escrito sus pensamientos.
Las personas deben respetarse, pero sus ideas deben discutirse, incluso apasionadamente. Jesús Seguías forma parte, en mi opinión, de una corriente que he calificado como “dialoguista”, compuesta por quienes creen que los “diálogos” generan, mágica y voluntariamente, las realidades políticas, y no al revés: que son los hechos políticos los que obligan a los actores a sentarse a conversar. Reconozco en Jesús un ejercicio de honestidad intelectual: plasmar su opinión en blanco y negro, algo poco frecuente entre sus pares dialoguistas. En mi experiencia, muchos de ellos —especialmente desde la sociedad civil— suelen decir lo que creen que uno quiere escuchar, y sólo en espacios privados o de confianza verbalizan ideas que contradicen todo lo que afirmaron públicamente. Por ejemplo: dos horas hablando sobre derechos humanos, todos de acuerdo; pero en la despedida afirman que los muchachos asesinados en 2017 lo fueron porque sus madres los dejaron ir a una manifestación donde eso podía pasar. O que la represión fue provocada por la “radicalidad” de los manifestantes. Por ello, las ideas-fuerza del dialoguismo, al menos hasta ahora, había que extraerlas con pinzas.
Las ideas de Jesús Seguías resumen bastante bien la estrategia de cambio promovida actualmente por el dialoguismo. Esta se basa en generar condiciones favorables para la participación en las elecciones presidenciales de 2030, a partir de lo que califica como un “viraje estratégico”, estructurado en tres grandes ejes:
1) Dejar atrás la confrontación: Según esta visión, habría que reconocer el fracaso de los dos grandes bloques (chavismo y oposición) en su insistencia ideológica y su polarización, así como su pérdida de visión estratégica. Ambos compartirían responsabilidad, errores autocráticos y acusaciones mutuas, en un período que Seguías califica como “25 años de conflictos absurdos”. Su propuesta es clara: bajarse del ring y “entendernos con madurez y responsabilidad”.
2) La construcción de “acuerdos”: Superada la etapa anterior, los actores estarían listos para “trabajar en un nuevo pacto de nación”. Según Seguías, abandonando “el inútil modo denuncia” se generaría un “escenario propicio para los acuerdos”, tras acordarse una “amnistía política total”. Algo así como un comienzo desde cero: levantar las sanciones, liberar a los presos políticos y, a partir de allí, continuar. Y esto, a pesar de la experiencia del Acuerdo de Barbados.
3) Soluciones concretas: Si se deja atrás “la fantasía y la tragedia”, sostiene Seguías, los actores podrían enfocarse en resolver cuatro grandes áreas: economía, infraestructura, servicios y política. Con ello, millones de venezolanos mejorarían su calidad de vida y muchos otros regresarían al país.
¿Por qué es irreal la propuesta dialoguista?
Primero, porque ignora deliberadamente la naturaleza del régimen al que nos enfrentamos, desconectándose de las dinámicas autoritarias realmente existentes. Parte de la premisa de que es posible “acordar” con una élite gobernante que, históricamente, ha demostrado no estar dispuesta a ceder poder ni a cumplir acuerdos si eso pone en peligro su monopolio sobre el control territorial y la población. Supone una simetría entre las partes, cuando lo que realmente existe es un poder hegemónico con dominio casi absoluto sobre instituciones, recursos y armas.
Además -y no es un detalle menor- desestima la represión. No incorpora adecuadamente la dimensión represiva ni el uso sistemático de violaciones a los derechos humanos como herramienta de control. Plantear el diálogo y el pragmatismo como ejes centrales, sin tener en cuenta la persecución, la censura o la criminalización, convierte la propuesta en una ilusión.
En segundo lugar, cae en un reduccionismo tecnocrático del conflicto. Concibe la política exclusivamente desde la gestión, como si el país pudiera reconstruirse mediante “soluciones técnicas” a los problemas de infraestructura, economía y servicios, sin resolver el conflicto político de fondo, sin restituir el estado de derecho ni desmantelar la estructura de corrupción inherente al modelo de gobernabilidad de la coalición bolivariana. Pretende abordar cuestiones urgentes como la salud o la electricidad sin considerar la ideologización de todo lo que promueve el gobierno ni la inexistencia de instituciones confiables, seguridad jurídica, medios libres o controles democráticos reales. La asepsia técnica no reemplaza la complejidad del daño antropológico infligido al país en los últimos años.
En tercer lugar, incurre en la ingenuidad de la “culpa compartida” y de suponer racionalidad instrumental en el chavismo realmente existente. Equivale actores profundamente desiguales: plantea que chavismo y oposición tienen el mismo nivel de responsabilidad, poder y margen de maniobra. Esto diluye las responsabilidades del régimen y genera una falsa equidistancia. Mientras las autoridades anuncian la transformación total de la arquitectura territorial, política y social del país, Seguías cree que esos mismos gobernantes estarían dispuestos a admitir sus errores e iniciar una revisión ética y estratégica profunda. Esto desconoce por completo el modo de pensar y actuar de la lógica revolucionaria.
Cuando “lo técnico” sustituye a la realidad
Al proponer que la solución pasa por “acuerdos” entre élites y un “receso electoral hasta 2029”, Seguías desvaloriza todos los demás componentes del hecho político: la organización, la concientización, la movilización, la propaganda y la denuncia, que son claves para construir representación mayoritaria, es decir, para lograr que una mayoría se identifique con tus ideas y propuestas. Por eso su planteamiento excluye a las víctimas y a la sociedad civil, que quedarían relegadas a esperar pasivamente que los “acuerdos” resuelvan todos los dilemas del país. No incorpora la voz ni las demandas de quienes han sufrido persecución, de sindicatos, gremios, comunidades organizadas o movimientos sociales. Tampoco considera a la diáspora como un actor clave: aunque menciona la emigración, no activa su potencial como fuerza transformadora.
La teoría de cambio de Seguías apuesta por una transición “desideologizada” y tecnocrática, mediante un “gran acuerdo nacional” que no reconoce el carácter autoritario del régimen, no ofrece mecanismos de garantía para una transición real, y corre el riesgo de normalizar tanto el autoritarismo como la impunidad. En lugar de constituir un punto de partida, lo más probable es que refuerce el statu quo, en un contexto donde, tras los acuerdos de Barbados, el régimen no tiene ningún incentivo para entregar el poder a nadie que no forme parte de su propia coalición.
Y sin embargo, el hecho mismo de que teorías de cambio como la de Jesús Seguías circulen y se discutan públicamente -aunque sean erradas o insuficientes- es síntoma de algo saludable: la necesidad de pensar el futuro, de ensayar horizontes, de salir del estancamiento narrativo. Que podamos contrastarlas, debatirlas y desmontarlas sin miedo es ya un acto de resistencia en un país donde la palabra ha sido perseguida.
La reconstrucción de Venezuela no vendrá de acuerdos sin memoria ni de pausas sin justicia. Pero tampoco surgirá del mero señalamiento. El camino sigue siendo complejo, pero no está cerrado: pasa por revitalizar la organización ciudadana, sostener la denuncia —aunque siga incomodando—, recuperar el sentido de lo colectivo y construir fuerza social desde abajo, desde lo comunitario, desde la verdad compartida.
Frente a las propuestas que invitan a olvidar, hay que seguir nombrando; frente al pragmatismo sin ética, hay que insistir en la dignidad. Porque el país que viene —el que soñamos, el que duele, el que aún respira— no será obra de élites reconciliadas, sino de pueblos reconstituidos. Y en esa tarea, todavía hay mucho por hacer.
July 29, 2025
“Creyeron que ganaban”: El error de cálculo que cambió la historia del 28J en Venezuela

Un año después, la mirada retrospectiva es más clara: la realización de las elecciones presidenciales venezolanas del 28 de julio de 2024 fue un garrafal error de cálculo de Nicolás Maduro. Encerrado en la soledad del poder, convencido de que con algunas trampas bastaba, creyó que tendría los votos suficientes para ganar. Pero el voto oculto y la abstención dentro de sus propias filas contaron otra historia.
Cualquier análisis sobre lo ocurrido ese día debe considerar tres dimensiones: la emergencia del liderazgo de María Corina Machado y la unidad opositora; la valentía ciudadana para desafiar el miedo y expresar su deseo de cambio; y, finalmente, las decisiones dentro del oficialismo que permitieron que el proceso electoral ocurriera. Este artículo se enfoca en esta última.
Tras los acuerdos de Qatar y Barbados, la coalición opositora —liderada por el llamado G4— logró comprometer al gobierno a realizar elecciones con ciertas garantías. Paradójicamente, tanto María Corina Machado (MCM) como su partido Vente Venezuela estaban excluidos del pacto. Sin embargo, en las elecciones primarias opositoras, MCM arrasó con un 93% de los votos. Esta legitimación la transformó en un fenómeno político comparable al que alguna vez fue Hugo Chávez: una figura percibida como outsider, aunque presente desde el inicio del bolivarianismo, que logró canalizar el descontento con una dirigencia opositora vista como ineficaz. Su discurso emocional sobre la reunificación de las familias migrantes generó una conexión inédita con amplios sectores de la población.
En lugar de apostar por una maquinaria partidista, MCM impulsó la creación de “comanditos”, una red de organización ciudadana descentralizada, autogestionada y sin recursos. Esta estrategia generó entusiasmo, permitió el acompañamiento al candidato Edmundo González, facilitó el traslado a los centros de votación y documentó los resultados al cierre de la jornada. Antes de la difusión de los resultados oficiales, miles de ciudadanos ya sabían la verdad: el chavismo había perdido. La rebelión del 28 y 29 de julio incluyó la vandalización de al menos nueve estatuas de Hugo Chávez, como expresión simbólica de ruptura con el imaginario bolivariano.
¿Soberbia o error de cálculo?
Del lado oficialista, el artífice de los acuerdos de Qatar y Barbados fue Jorge Rodríguez, quien, a pesar de su inexperiencia en el tema, se convirtió en el jefe de campaña de Nicolás Maduro. Jorge, junto a su hermana Delcy, era considerado uno de los operadores políticos más sagaces del oficialismo. Sin embargo, el ámbito mediático le era ajeno, como lo demostró la notable cantidad de errores comunicacionales durante la campaña: ausencia de consignas unitarias, contenidos en redes sociales sin curaduría —como un selfie en el que, detrás de “Súper Bigotes”, personaje creado por esos días, se veía a la seguridad empujando a los asistentes—, reflejaban una desafección alimentada por un ministro de Comunicación designado por lealtad y no por competencia. El chavismo apostó al desgaste opositor, al control institucional y a las viejas tácticas de manipulación. Pero no previó el rechazo interno.
Nicolás Maduro era el peor candidato posible para la coalición dominante. En enero de 2024, reflexionando sobre las elecciones argentinas, sosteníamos: “A un mal candidato de un gobierno empobrecedor de las mayorías no hay campaña de temor que valga. El discurso progresista, convertido por repetición de Estado en un significante vacío, dejó de conectar con la gente”. El paralelismo entre Sergio Massa y Nicolás Maduro nos parecía evidente. Ambos eran los candidatos del continuismo. La campaña de Súper Bigotes replicó, mal y deslucidamente, lo que había hecho Hugo Chávez en contiendas anteriores. No hubo ninguna idea novedosa en el cuartel.
Hoy sabemos que Maduro fue víctima de la hegemonía comunicacional que él mismo construyó, de la realidad paralela que producen y difunden los medios del sistema público. Encuestadoras oficialistas aseguraban que iba por delante, mientras que analistas que antes fueron independientes hablaban de “empate técnico”. El propio Juan Carlos Monedero, contratado como consultor y analista de big data, entregaba cifras que aseguraban que aquello era “pan comido”.
Una amiga periodista, en su momento, describió como “táctica mortadela” la estrategia del oficialismo para ganar el 28J. La barra de salami representaba el voto opositor, que —según esta metáfora— sería rebanado por diferentes tácticas del gobierno hasta quedar en una porción más pequeña que el voto chavista. Varias de esas maniobras ya eran conocidas: mudanza de electores a última hora, inhabilitación de candidatos y tarjetas opositoras, detención de líderes, censura en medios y compra de políticos que cambiaban de posición a última hora. Las novedades para esta elección fueron la inhabilitación de MCM y de su sustituta Corina Yoris, el intento de imponer una candidatura opositora con alto rechazo —como Manuel Rosales— y la creencia de que una figura desconocida como Edmundo González no lograría transferir el apoyo opositor.
La desafección interna
No obstante, el quid de la derrota madurista fue el comportamiento de lo que alguna vez fue su base electoral cautiva. Luis Vicente León, teórico del “empate técnico”, calculó ese piso entre 25% y 30% del registro electoral, es decir, entre 5 y 6,5 millones de votos. Sin embargo, las actas publicadas por la oposición indican que el candidato del PSUV apenas superó los 3 millones. La abstención y el llamado “voto oculto” —aquellos que dicen apoyar al oficialismo, pero votan distinto— erosionaron lo que alguna vez fue el bastión electoral de Hugo Chávez. El descontento y la voluntad de cambio eran la procesión que iba por dentro del oficialismo.
Maduro estaba tan seguro de ganar que los pocos relatos conocidos desde dentro hablan de un desplome de la influencia de los Rodríguez cuando comenzaron a llegar los exit polls a la sede del PSUV. Finalmente, el sector encabezado por Diosdado Cabello impuso la decisión del fraude, teniendo que improvisar –afortunadamente- los mecanismos y operativos represivos en los días siguientes.
El gobierno permitió las elecciones del 28J porque, víctima de su propia propaganda, pensó que ya las tenía ganadas. Creyó que con medios, miedo y manipulación era suficiente. Pero su error fue triple: subestimó la coherencia del liderazgo opositor, la valentía ciudadana y la magnitud del rechazo acumulado. Su derrota no fue solo táctica, también moral. Y su reacción posterior —el terrorismo de Estado— confirma que no estaban preparados para perder, porque jamás creyeron que eso fuera posible.
Publicado en Hora Cero
July 24, 2025
El 28J: El día que el chavismo se ratificó como minoría

Hasta el 28 de julio de 2024, Nicolás Maduro y la élite oficialista pensaron que, con ventajismo y triquiñuelas, tenían los votos suficientes para ganar las elecciones. La constatación del rechazo, incluso dentro de sus propias filas, transformó en 24 horas a un movimiento político que había nacido, supuestamente, para representar a la mayoría de la población venezolana.
Las señales estaban ahí para quien quisiera verlas. El declive electoral del oficialismo era palpable, incluso en los últimos días de Hugo Chávez. En las últimas elecciones en las que participó, en 2012, aunque logró obtener la mayor cantidad de votos en toda su historia —ocho millones—, el crecimiento de la curva electoral de la oposición era mayor que la del oficialismo. Por tanto, era cuestión de tiempo para que ambas se encontraran.
Cuando se anunció el fallecimiento del caudillo, en marzo de 2013, el oficialismo organizó rápidamente nuevas votaciones, entre otras razones, para aprovechar la conmoción por la desaparición del líder. Nicolás Maduro ganó por un estrecho margen sobre la oposición, perdiendo en seis meses un total de 615.428 sufragios. Este declive del chavismo se aceleró con la aparición de una severa crisis económica. La transformación del “Socialismo del Siglo XXI” en una minoría electoral estaba cantada, lo que se confirmó en las parlamentarias de finales de 2015.
El oficialismo enfiló toda su batería propagandística para convencer a los suyos de que lo ocurrido en diciembre de 2015 era circunstancial, apenas un accidente en su historia. En 2018 aprovecharon el reflujo opositor luego de las protestas del año anterior y, adelantando ocho meses las elecciones, lograron ganarlas frente a un candidato —Henry Falcón— que no contaba con el respaldo del electorado. La repetición de elecciones regionales en Barinas, en enero de 2022, anunciaba que la estrategia clientelar del gobierno se había agotado, cuando la candidatura del “yerno”, importada desde Caracas, fue insuficiente para evitar la victoria opositora en un estado emblemático para la narrativa roja.
Cuando se hace la recapitulación de las razones por las cuales la coalición dominante permitió las elecciones presidenciales en 2024, emerge una como principal: pensaban que, repitiendo las fórmulas del pasado, podían alzarse con la victoria. Aquel error de cálculo fue consecuencia de su propia hegemonía comunicacional y sus cámaras de eco. La campaña del candidato del continuismo de la crisis estuvo en manos de personas sin mayor experiencia comunicacional, asesorada por militantes para quienes la ideología podía imponerse sobre la realidad, y aderezada por encuestadoras que decían justo lo que Maduro quería escuchar.
Días antes de la votación, Luis Vicente León, de la firma Datanálisis, afirmaba que el chavismo representaba entre el 25 % y el 30 % del registro electoral, por lo que existía un “empate técnico” entre Superbigotes y Edmundo González. Estos análisis no tomaban en cuenta la indignación acumulada y generalizada entre quienes alguna vez se identificaron como el “pueblo chavista”.
Por los pocos relatos conocidos desde dentro del oficialismo, cuando llegaron los primeros exit polls al mediodía del 28J, la situación era de infarto. María Corina Machado había logrado la proeza de transferir popularidad —y sufragios— a González Urrutia. Además, dos millones y medio de personas que eran consideradas parte del piso electoral oficialista optaron por un cambio. La abstención dentro de sus propias filas hizo el resto. La tesis del fraude se impuso de manera sobrevenida, debido a que el chavismo, sencillamente, no se había preparado para perder.
Cuando se hace un recuento de las decisiones represivas de las autoridades, se constata que fueron tomadas, improvisadamente, sobre la marcha. Por ejemplo, la aplicación para celulares VenApp fue reconfigurada apresuradamente durante el 29 y 30 de julio para crear un canal de delación de manifestaciones y expresiones de descontento de la ciudadanía. No estamos diciendo que el chavismo realmente existente no hubiera considerado la posibilidad de realizar un fraude, sino que esta posibilidad —debido a la mezcla de delirio ideológico, soberbia y desconexión con la realidad— no tenía, en su análisis interno, la mayor de las probabilidades de ocurrencia.
La pérdida de capacidad de convocatoria del chavismo, como lo demostraron las ausencias en el referendo por el Esequibo y las elecciones regionales del 25 de mayo, es una tendencia irreversible. El chavismo es un movimiento minoritario que necesita encontrar las maneras de mantenerse en el poder de manera indefinida.
Un movimiento político —especialmente como se proyectó el propio bolivarianismo en sus inicios— basa su legitimidad en la cantidad de personas dispuestas a acompañar su propuesta. Por ello, el 28J el chavismo dejó de ser un movimiento político para transformarse en una fuerza de control del territorio mediante la violencia y la coerción.
Este fue el principal cambio ocurrido el 28 de julio. El modelo de gobernabilidad resultante es cualitativamente diferente, aunque simulen desconocerlo quienes piensan que el fraude cometido fue solo contra María Corina Machado y no en perjuicio de todo un país. Todas las maneras de razonar políticamente que existían antes de esa fecha deben reconsiderarse para adaptarse a las nuevas circunstancias.
Y sin embargo, incluso en medio del fraude y la represión, la sociedad venezolana demostró su vocación democrática y su deseo de cambio. El 28 de julio no solo marcó el ocaso de una hegemonía: también iluminó, como nunca antes, el horizonte de un país dispuesto a reconstruirse desde la dignidad, el coraje y la voluntad colectiva. La historia aún no está escrita. Y sigue abierta la posibilidad de que la esperanza se convierta en destino.
July 18, 2025
Ian Buruma: Mantenerse decente en una sociedad indecente
Crecer, como lo hice, en un país que había estado bajo ocupación nazi menos de una década antes de mi nacimiento, significaba tener muy claro quién había sido bueno y quién había sido malo. Donde vivía, en La Haya, nos negábamos a comprar dulces en un estanco local, porque la mujer que trabajaba detrás del mostrador había tenido un novio en el ejército alemán de ocupación. La carnicería de la esquina estaba prohibida, porque se rumoreaba que el dueño había sido colaborador nazi. La mayoría de nuestros maestros de primaria habían estado del lado de los ángeles, por supuesto, o eso decían. Este había sido un valiente resistidor al enviar soldados alemanes, preguntando por direcciones, por el camino equivocado. Ese había pinchado las ruedas de un vehículo del ejército alemán.
Sea cual fuere la verdad de estas afirmaciones y rumores, el criterio moral fundamental con el que crecimos fue la cuestión de si una persona había sido un resistente o un colaborador. Nos llevó un tiempo darnos cuenta de que quienes habían colaborado voluntariamente o se habían resistido activamente eran minoría: menos del diez por ciento en ambos casos, y había muchos más colaboradores que resistentes. La mayoría había mantenido un perfil bajo e intentado sobrevivir como pudo. Si les ocurría algo desagradable a otros, en particular a los judíos, era más cómodo apartar la mirada. Así se podía fingir que no se sabía nada.
Para quienes nacimos después de la guerra, era fácil juzgar con dureza tal comportamiento. Pero habría sido más sensato prestar atención a las palabras de Anthony Eden, ex primer ministro británico, en «El dolor y la compasión» , la gran película de Marcel Ophuls sobre la colaboración francesa. Eden afirmó en un francés perfecto que no se atrevería a emitir un juicio moral sobre el trato francés a los antiguos colaboradores, ya que él mismo no había tenido la desgracia de vivir bajo una ocupación brutal.
Pero incluso si uno aprende a ser menos propenso a juzgar a los demás, las experiencias de la Segunda Guerra Mundial aún proyectan una sombra oscura y las cuestiones morales son inevitables, especialmente ahora que vivimos de nuevo en una época de creciente autocracia, persecución y violencia, permitidas por los líderes más poderosos del mundo. Si las personas pueden ser clasificadas como héroes o villanos me interesa menos que la cuestión de si una persona puede mantener la decencia en una sociedad indecente. ¿Es posible, además de unirse a la resistencia, que pone en riesgo la vida propia y la de los demás, permanecer incorrupto por un régimen criminal?
El filósofo israelí Avishai Margalit definió sucintamente lo que constituye una sociedad indecente en su magnífico libro La sociedad decente . En su opinión, una sociedad indecente es aquella cuyas instituciones oficiales están diseñadas para humillar a las personas, a menudo a una minoría. Una sociedad decente no es exactamente lo mismo que una sociedad civilizada. En palabras de Margalit, «una sociedad civilizada es aquella cuyos miembros no se humillan entre sí, mientras que una sociedad decente es aquella en la que las instituciones no humillan a las personas».
Una sociedad gobernada por nazis, estalinistas, maoístas u otros gobernantes que aspiran al control totalitario es, por supuesto, más que simplemente indecente. Mientras uno pueda expresar libremente sus opiniones críticas sin ser asesinado o encarcelado, es posible mantener la decencia. Los verdaderos dilemas morales surgen cuando el sustento, o incluso la vida, de una persona depende de su disposición a cooperar con un Estado indecente. Donde no hay elección, el dilema es menor.
Una de las decisiones que enfrentan las personas en una dictadura empeñada en la humillación, o algo peor, es quedarse o irse. No todos tienen este lujo, por supuesto. Mudarse a otro país siempre es difícil, y para muchos impensable. La mayoría de los países no te dejarán entrar sin dinero, documentos, perspectivas de trabajo, conocimientos lingüísticos, etc. Quienes intentan irse de todos modos a menudo terminan muertos o en campos de concentración en condiciones atroces. Y todo esto depende de si se les permite salir en primer lugar. Se hizo todo lo posible para dificultar enormemente la salida de los judíos de la Alemania nazi en la década de 1930. Una vez que los alemanes ocuparon la mayor parte de Europa, se volvió completamente imposible. Menos de una década después, el Telón de Acero, que no era solo una metáfora, se diseñó para impedir que la gente abandonara los estados comunistas.
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Estas son cuestiones prácticas. Pero suponiendo que una persona sea famosa, rica o tenga suficientes contactos como para irse, también existe una cuestión moral. En el caso de la Alemania nazi, pero también de la Unión Soviética, China, Rusia o cualquier país bajo un régimen dictatorial, invariablemente se abre una brecha entre quienes se van y quienes, por la razón que sea, deciden quedarse. Thomas Mann, hostil a los nazis y casado con una judía, huyó de Alemania en cuanto Hitler llegó al poder en 1933, primero a Suiza y después a Estados Unidos. Tras conocer la horrorosa magnitud de los crímenes nazis, Mann declaró en la radio de la BBC que «todo lo alemán, todo aquel que habla alemán, escribe alemán, ha vivido en Alemania [la cursiva es mía], se ha visto implicado en este desenmascaramiento deshonroso». Continuó afirmando que todos los libros publicados durante el Tercer Reich apestaban a «sangre y vergüenza» y debían ser desguazados.
Esto no sentó bien a los escritores que se habían quedado en Alemania pero no habían sido nazis, quienes, a su parecer, habían intentado mantener una buena reputación. El novelista Frank Thiess se tomó la crítica de Mann como algo personal. Respondió acuñando el término «emigración interior». Vivir los momentos más oscuros en casa y protegerse del estado criminal refugiándose en la intimidad era sin duda más heroico, argumentaba, que sermonear a sus compatriotas desde la comodidad del exilio californiano.
Un conflicto similar surgió de los horrores de las políticas de Vladimir Putin en Rusia. Cientos de miles de rusos han abandonado su país; algunos, como Thomas Mann en 1933, porque habrían sido arrestados si se hubieran quedado, otros porque consideraban intolerable la vida bajo el régimen autocrático y beligerante de Putin, y otros para evitar verse comprometidos por él. El director de cine Kirill Serebrennikov, por ejemplo, quería quedarse en Rusia a pesar del acoso constante del gobierno. Pero el ataque a Ucrania fue la gota que colmó el vaso. «Esta guerra», declaró, «la libran un presidente y políticos a los que no voté, pero a ojos de muchos, soy su cómplice involuntario».
El campeón de ajedrez y activista político Gary Kasparov, quien abandonó Rusia en 2013, declaró que los rusos que desean estar «en el lado correcto de la historia deberían hacer las maletas y abandonar el país». Quienes no lo hagan, dijo, «forman parte de la maquinaria bélica». Y, sin embargo, algunos de los que han optado por quedarse son, sin duda, personas decentes. El periodista Dmitry Muratov ganó el Premio Nobel de la Paz en 2021 por su esfuerzo por defender la libertad de expresión en Rusia. Ha criticado abiertamente la guerra de Putin. Su periódico, Novaya Gazeta , ahora se publica en línea desde el extranjero. Pero se niega a abandonar Moscú, donde algunos de sus antiguos colegas del periódico siguen viviendo: «Trabajaremos aquí hasta que el cañón frío de una pistola toque nuestras frentes calientes».
Una figura como Muratov probablemente no habría sobrevivido en la Alemania nazi. Como mínimo, se habría visto obligado a permanecer en silencio. Sin embargo, la emigración interna puede adoptar diferentes formas. Algunos escritores y artistas continúan trabajando, aunque logran evitar ser herramientas de propaganda. Muy pocos japoneses abandonaron su país cuando estaba gobernado por autócratas militares que desataban guerras por toda Asia en las décadas de 1930 y 1940. Para la mayoría de los japoneses, el exilio en el extranjero era difícil de imaginar. Algunos escritores, como Nagai Kafū, se negaron a publicar durante la guerra. Otros evitaron ser propagandistas concentrándose en temas históricos u ofreciendo entretenimientos inofensivos. En 1941, el gran director de cine Mizoguchi Kenji realizó The 47 Ronin , un largometraje sobre una famosa leyenda samurái. Podría interpretarse como una obra patriótica, pero sin respaldar el régimen ultranacionalista.
Varios artistas famosos que continuaron trabajando en la Alemania nazi afirmaron que la alta cultura clásica los elevó por encima de la naturaleza criminal del régimen de Hitler. El actor Gustav Gründgens estaba feliz de dirigir el Teatro Estatal Prusiano bajo los auspicios de Hermann Göring. Representaba allí los clásicos alemanes con la creencia —afirmaría más tarde— de que su teatro era una especie de oasis aislado de los terrores del estado nazi. Wilhelm Furtwängler, quizás el mejor director de orquesta de su tiempo, podría haber abandonado Alemania fácilmente después de 1933. Se negó a hacerlo por la misma razón que Thomas Mann eligió el exilio. Mann afirmaba que la alta cultura alemana lo acompañaba a donde él iba. El exilio era la única forma ética de mantenerla viva. Furtwängler también se consideraba el guardián de la alta cultura, pero sentía que su arte se marchitaría fuera de su país natal. En respuesta a las críticas de Arturo Toscanini, quien afirmó que «todo aquel que dirige en el Tercer Reich es un nazi», Furtwängler declaró: «Personalmente, creo que para los músicos no hay países libres y esclavizados. Los seres humanos son libres dondequiera que se interpreten obras de Wagner y Beethoven, y si no lo son al principio, lo son al escuchar estas obras. La música los transporta a regiones donde la Gestapo no puede hacerles daño».
Esto fue asombrosamente ingenuo y bastante egoísta. Pero ¿era indecente? ¿Comprometía a Furtwängler? Dado que la intención de Joseph Goebbels era exhibir la alta cultura alemana, e incluso el entretenimiento popular, para demostrar la naturaleza civilizada del Tercer Reich, se podría decir que cualquiera que lo ayudara en este empeño era cómplice. Furtwängler se negó a afiliarse al partido, a diferencia, por ejemplo, de Herbert von Karayan, quien tenía un rango de las SS, y protegió a algunos músicos judíos. Siguió siendo un hombre decente, pero se vio obligado a actuar para el cumpleaños de Hitler, y su trabajo como director de orquesta ciertamente mantuvo la apariencia de que la cultura bajo el régimen nazi aún prosperaba.
El caso de Erich Kästner fue aún más complicado. No solo era el autor de Emil y sus detectives , un célebre libro infantil que apareció en 1928, sino también de una novela antinazi, Fabián: La historia de un moralista , en 1931. Sus libros fueron arrojados al fuego durante la notoria quema de libros de 1933. A Kästner, que detestaba a los nazis, se le prohibió publicar. Pero estaba decidido a quedarse en Berlín; se negó a dejar que los nazis lo expulsaran de su propio país. Y no quería dejar a su madre, a la que sentía devoción. Un buen hombre, sin duda. Sin embargo, necesitaba trabajar. Cuando le pidieron que escribiera un guion cinematográfico para el estudio UFA bajo seudónimo, aceptó con presteza. Munchausen , estrenada en 1943, no es una película de propaganda, sino una brillante representación de la historia del barón von Münchausen, el escritor de fantasía del siglo XVIII. Goebbels quería que la película fuera más suntuosa, más lograda, más brillante técnicamente que cualquier otra producida en Hollywood. Filmada en glorioso color Agfa, presentó a muchas de las principales estrellas de cine que aún permanecían en Alemania. No solo no había rastro de propaganda nazi; Kästner incluso logró colar algunas líneas que cualquiera que prestara atención podría interpretar como pullas contra los nazis. En una escena, un mago malvado, rebosante de malicia, le sugiere a Munchausen que invadir Polonia les daría un poder incalculable. Cuando Hitler se dio cuenta de quién había escrito el guion, estalló en furia y se aseguró de que Kästner no volviera a trabajar.
Y, sin embargo, Kästner, al igual que Furtwängler, había cooperado con Goebbels en su objetivo de pulir la imagen del Tercer Reich con arte y entretenimiento de alto nivel. Esto no lo convirtió en un colaborador activo del nazismo. Se puede excusar su comportamiento, aunque sea difícil de justificar. Pero aun así, estaba comprometido.
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Si esto era cierto para los artistas alemanes, que eran hombres decentes e incluso hostiles a los nazis, ¿qué pensar de los artistas y artistas franceses que continuaron trabajando bajo la ocupación alemana? Sartre publicó libros y representó obras de teatro. Dior diseñó vestidos, Mistinguett cantó canciones, Henri-Georges Clouzot dirigió películas (algunas muy buenas), etc. Su principal excusa para hacerlo no era muy distinta a la de Furtwängler: querían demostrar que la cultura francesa seguía viva, a pesar de la humillación de la ocupación nazi. Esto era, de hecho, un motivo de orgullo. Algunos incluso lo vieron como una señal tácita de resistencia.
Pero no todos. Jean Guéhenno era profesor y un crítico literario muy estimado. En lugar de someterse a la censura nazi, decidió que el silencio era la única respuesta decente para un escritor francés. Explicó sus razones en el invaluable diario que mantuvo durante los años de ocupación, publicado como Diario de los Años Oscuros . Escribió (según mi traducción): «¿Qué pensar de los escritores franceses que, para no ser injustos con las autoridades de ocupación, deciden escribir sobre cualquier cosa que no sea lo único en lo que piensan todos los franceses; o peor aún, que, por cobardía, respaldan el plan de los ocupantes para que parezca que todo en Francia sigue igual?».
El diario de Guéhenno es sabio, ingenioso y mordaz con respecto a sus colegas escritores, incluyendo algunos muy famosos, como Paul Valéry y Henry de Montherlant. «Incapaz de permanecer oculto por mucho tiempo», escribe, este tipo de figura literaria «vendería su alma solo para mantener su nombre impreso». Valéry no escribió poemas propagandísticos, sin duda, pero se mantuvo a salvo apegándose a temas mitológicos para entretener a sus lectores. Aun así, escribe Guéhenno, «si lo único que puedes hacer es divertirnos, mejor cállate».
Una postura tan firme era más difícil de mantener para quienes dependían de su pluma o su arte para ganarse la vida. Guéhenno aún podía dar clases en un liceo. Pero tenía sentido en un país sometido a una ocupación extranjera decididamente indecente. En un estado totalitario, ni siquiera la opción de guardar silencio suele estar abierta a la gente. Cuando el presidente Mao gobernaba China, se hizo todo lo posible para que todos fueran cómplices de los crímenes de Estado. Se obligó a la gente a emprender campañas asesinas contra «derechistas», «desviacionistas», «revisionistas burgueses» y otros «enemigos de clase». Durante la Revolución Cultural, muchos chinos fueron a la vez perpetradores y víctimas de una violencia terrible, según la situación. Para artistas, intelectuales y escritores, callar no era realmente una opción: se vieron obligados a alabar la infinita sabiduría de Mao y a ensalzar la línea del partido. Los escritores que aún aspiraban a mantener la decencia y se esforzaban por no ceder, a menudo terminaban asesinados. Uno de los grandes escritores chinos del siglo XX, Lao She, quien se negó a escribir propaganda, fue torturado hasta la muerte (lo llamaron suicidio) durante la Revolución Cultural, acusado de ser un supuesto «contrarrevolucionario». Haber sido un Erich Kästner, y mucho menos un Jean Guéhenno, en la China de Mao habría sido imposible.
Stalin, a quien Mao admiraba mucho, podía ser igual de asesino. La humillación deliberada de ciertas categorías de personas, incluyendo en ciertos períodos a los judíos, convirtió a la Unión Soviética bajo Stalin en un estado manifiestamente indecente. Sin embargo, existen ejemplos de figuras públicas que, a pesar de todo, mantuvieron su decencia, aunque casi siempre con ciertas concesiones si deseaban sobrevivir.
Dmitri Shostakovich no habría podido componer su música bajo el gobierno de Mao. (El pianista y compositor chino Liu Shikun fue encarcelado durante ocho años en 1967 por tocar música clásica occidental; los guardias disfrutaban especialmente golpeándole los brazos y las manos). De hecho, Shostakovich fácilmente podría haber desaparecido en el gulag en diferentes momentos de su vida. Fue denunciado en 1936, después de que Stalin abandonara su ópera Lady Macbeth de Mtsensk . Cuando Pravda lo acusó de componer un «desorden en lugar de música» y de traicionar el «arte soviético», sus amigos lo abandonaron y sus antiguos admiradores no tardaron en amontonar acusaciones. Un año después, fue llevado a la sede de la NKVD, la «Gran Casa», donde lo interrogaron y lo presionaron para que denunciara a un amigo cercano. Solo la suerte de que su interrogador fuera arrestado repentinamente salvó al compositor.
En 1948, Shostakovich fue una de las víctimas de un decreto contra la «degeneración burguesa». Su música fue atacada por su «formalismo». Una vez más, muchos antiguos amigos y colegas, aterrorizados por la contaminación, se volvieron contra él. Se vio obligado a arrepentirse de sus pecados estéticos y políticos. Sus puestos de profesor fueron cancelados y consideró el suicidio. Para compensar y alimentar a su familia, prometió componer música exclusivamente para el pueblo y compuso música para películas de propaganda y odas en alabanza a Stalin.
Y, sin embargo, a pesar de las amenazas a su vida y sustento, Shostakovich también continuó componiendo música seria y siguió siendo un hombre decente. Hay muchos ejemplos de valentía y bondad personal, registrados en el libro de Elizabeth Wilson, Shostakovich: A Life Remembered . Un joven compositor llamado Isaac Schwartz, cuyos padres habían sido arrestados como «enemigos del pueblo», fue tomado bajo el ala de Shostakovich. El compositor incluso pagó en secreto su educación. En el apogeo de la campaña antiformalista, Schwartz recibió la orden de su conservatorio de denunciar públicamente a Shostakovich como un mal profesor. Él se negó a hacerlo. Cuando Shostakovich se enteró de esto, se conmovió, pero le dijo a Schwartz que nunca debería haber corrido tal riesgo; tenía una esposa e hijos pequeños en los que pensar. «Si me critican, entonces que me critiquen, ese es mi asunto». Cuando Stalin persiguió a los judíos en la vida pública para purgar a los “sionistas” y a los “cosmopolitas desarraigados” a finales de la década de 1940, Shostakovich defendió a los músicos judíos y compuso un ciclo de canciones judías, titulado De la poesía popular judía , que se interpretó en público sólo después de la muerte de Stalin.
Shostakovich probablemente podría haber abandonado la Unión Soviética en algún momento, pero decidió quedarse. Sabía que para sobrevivir y seguir componiendo, incluso piezas que no podían interpretarse en aquel momento, debía hacer ciertas concesiones. Por eso aceptó realizar trabajos de baja calidad para apaciguar a Stalin. A ojos de artistas rusos que habían podido vivir en el extranjero, como Ígor Stravinski, estas pequeñas concesiones lo mancharon. Esto culminó en uno de los episodios más humillantes de la vida del compositor.
En 1949, apenas un año después de ser denunciado como «formalista», Shostakovich fue enviado por Stalin a representar a la Unión Soviética en el Congreso Mundial de la Paz en Nueva York. Temblando de nervios, encendiendo un cigarrillo tras otro, tuvo que leer una declaración preparada criticando a compositores como Stravinsky y Schoenberg (a quienes, de hecho, admiraba) por su complicidad con la decadente cultura burguesa occidental. También se vio obligado a expresar su gratitud al Partido Comunista por corregir sus propios errores. Esta lamentable actuación fue un castigo diseñado para humillar a Shostakovich en público.
Pero la brecha entre quienes se quedaron en la Unión Soviética y los rusos que vivían en el extranjero se hizo dolorosamente evidente cuando le pidieron a Stravinsky que firmara un telegrama de bienvenida a Shostakovich y otros artistas a Estados Unidos. Respondió que no podía «unirse a quienes daban la bienvenida a los artistas soviéticos», ya que todas sus convicciones éticas y estéticas se oponían a tal gesto. También rechazó una invitación a participar en un debate público con Shostakovich, sin duda para alivio de este último. Stravinsky declaró: «¿Cómo puedes hablar con ellos? No son libres. No se puede discutir en público con personas que no son libres». Decir que Stravinsky tenía razón no significa decir que Shostakovich fuera indecente. Pero sí señaló los compromisos que una persona tenía que aceptar si elegía (siempre que hubiera alguna opción) vivir en una dictadura brutal.
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La Unión Soviética de Stalin y la China de Mao son ejemplos extremos de opresión. Hubo períodos en ambos países, así como en los estados comunistas periféricos, en los que escritores y artistas podían producir arte serio, libre de la propaganda oficial, pero a menudo tenían que hacerlo como Erich Kästner escribió su guion para Munchausen , lleno de insinuaciones subversivas que exigían una lectura entre líneas. Durante la Primavera de Praga de la década de 1960, los escritores y cineastas checoslovacos apenas necesitaron hacerlo. Pero una vez que esa relativa libertad fue aplastada por los tanques soviéticos y de Alemania Oriental, surgió allí también la misma cuestión: quedarse y someterse a las indignidades de la denuncia pública y la censura, o marcharse.
Una vez más, la opción de irse solo estaba al alcance de unos pocos, y cruzar el Telón de Acero era arriesgado. Pero quienes dieron el salto a la mayor libertad de Occidente aún tuvieron que ganarse la vida en países extraños y no siempre hospitalarios. Milan Kundera triunfó en París, pero fue rechazado por muchos que se habían quedado en casa. De los grandes cineastas checos, Jiří Menzel optó por quedarse, pero a costa de que su obra fuera prohibida o de una calidad muy reducida. Nunca volvió a hacer nada tan bueno como sus Trenes rigurosamente vigilados .
Miloš Forman e Ivan Passer llegaron a los Estados Unidos. Forman de alguna manera se las arregló para seguir haciendo películas maravillosas dentro del sistema de Hollywood. La sátira de algunos de sus trabajos estadounidenses ( Taking Off , One Flew Over the Cuckoo’s Nest , The People vs. Larry Flynt ) es tan mordaz como sus películas checas. Fue un sobreviviente en ambos lados de la Cortina de Hierro. Pero operar dentro de la industria del entretenimiento estadounidense exige sus propios compromisos, que tienen menos que ver con la decencia relativa que con las demandas del mercado. A Forman le preguntaron sobre esto a menudo. Su respuesta siempre fue que prefería las restricciones comerciales a la censura política. Había dejado su país porque en su opinión el comunismo «humilla tu orgullo, porque te obliga a torcer voluntariamente la columna vertebral». Si se hubiera quedado en Praga, habría tenido que dejar de hacer películas o conformarse y «cagar directo en mi boca». En Hollywood, dijo, «financiar lo que los ‘hombres de dinero’ consideran no comercial puede ser un problema, no una prohibición». Comparó la vida en una sociedad comunista con estar encerrado en un zoológico. Te alimentan, pero estás encerrado en una jaula. Estados Unidos era más como una jungla: «Eres libre de ir a donde quieras, pero todos ahí fuera intentan matarte». Está claro cuál prefería. Pero, por supuesto, el conformismo comercial también tiene un precio, como expresó Passer, quien tuvo menos éxito en Estados Unidos que Forman. Passer dijo una vez que solo él podría haber hecho sus películas checas de los años sesenta, mientras que sus películas estadounidenses podrían haber sido dirigidas por cualquier director de estudio competente.
Es válido preguntarse si una sociedad autoritaria, comunista o de derechas, es siempre indecente. No todas humillan ni persiguen a las minorías. Forman argumentaría que los gobiernos comunistas humillaban a todos sus ciudadanos al obligarlos a someterse, no solo física sino también mentalmente. Vaclav Havel, en su famoso ensayo sobre «vivir en la verdad», escribió sobre cómo la gente tenía que repetir las mentiras oficiales a sabiendas de que eran mentiras: «Nos enfermamos moralmente porque nos acostumbramos a decir algo distinto de lo que pensábamos». La única ventaja relativa de vivir en una dictadura de derechas o militar es que una persona tiene más posibilidades de permanecer en silencio.
La humillación de tener que repetir falsedades afecta más a las figuras públicas, como escritores y artistas, que al ciudadano medio. Pero la complicidad a la que a menudo se obliga a la gente afecta a todos. Uno de los ejemplos más perversos de la opresión comunista en Europa fue la República Democrática Alemana; perverso porque muchos ex refugiados del Reich de Hitler veían a la RDA como la buena Alemania, la Alemania antifascista. No muchos escritores judíos alemanes regresaron a la mitad occidental democrática de Alemania. Alfred Döblin fue un caso inusual, y nunca se sintió a gusto allí. Bastantes judíos regresaron a la RDA; Stephan Hermlin y Stefan Heym son los ejemplos más famosos.
Pero aunque muchos ex nazis seguían prosperando en Occidente, a veces en altos cargos, el Este replicaba algunos de los métodos opresivos del Tercer Reich. La policía secreta de Alemania Oriental, la Stasi, era más omnipresente en la vida cotidiana que la Gestapo. No había campos de exterminio en la RDA, y la retórica giraba en torno a la igualdad, la fraternidad y la paz mundial. Se evitaba la brutalidad estatal manifiesta, salvo que fuera estrictamente necesario, por ejemplo, en casos de intentos de fuga por encima del muro. Sin embargo, era habitual que la Stasi interrogara a personas. La conversación podía derivar hacia los hijos de alguien que deseaba ir a una escuela decente. Esto se podía arreglar, por supuesto, pero a cambio la persona estaba obligada a asistir a charlas regulares para informar sobre lo que sus amigos decían del Estado. Al cumplir, la persona decente se volvía indecente, denunciando a amigos e incluso a familiares cercanos.
El caso de Heiner Müller, el famoso dramaturgo, demuestra cómo esto podía sucederle incluso a los mejores. Nació en 1929. Su padre era socialdemócrata y estuvo encerrado un tiempo en un campo de concentración por los nazis. Pero Müller se unió a las Juventudes Hitlerianas, como la mayoría de los chicos de su edad. Después de la guerra, la familia vivió en la Alemania ocupada por los soviéticos. Eran socialistas, pero en 1951 los padres y el hermano menor de Müller decidieron mudarse a la mayor libertad de Occidente, cuando aún era fácil hacerlo. Müller permaneció en Berlín Oriental y se convirtió en un escritor de éxito. Pero a menudo se metía en problemas con el partido. Sus obras de teatro a veces eran prohibidas. Protestó contra la opresión y la emigración forzada de los disidentes. Y, sin embargo, permaneció leal a la RDA, como la mejor Alemania, la antifascista.
Müller era, a todas luces, un hombre decente. Tras la caída del Estado comunista en 1989, se encontraron documentos en los archivos de la Stasi que sugerían que Müller había sido informante secreto desde 1979, e incluso posiblemente había participado en la denuncia de un colega escritor. Müller respondió que nunca había firmado ningún documento ni puesto nada por escrito, pero admitió su ingenuidad al no darse cuenta de que las conversaciones con agentes de la Stasi lo clasificarían como «informante informal». Quizás fue ingenuo. Quizás fue coaccionado por motivos personales. En este caso también debe tenerse en cuenta la negativa de Anthony Eden a aceptar una justicia inmerecida. Pero, como mínimo, demuestra lo difícil que es navegar bajo las presiones de un Estado indecente.
05
Todos los ejemplos anteriores se refieren al comportamiento de las personas en sociedades donde la libertad de expresión está gravemente limitada o es inexistente. ¿Qué ocurre con un Estado indecente que aún conserva libertades que las personas en las democracias liberales daban por sentadas, como elecciones libres, libertad de prensa y cierto grado de independencia judicial? Consideremos dos países de nuestra época. Puede que no sean los únicos ejemplos, pero actualmente son los más destacados: Israel y Estados Unidos. Bajo el gobierno de Benjamín Netanyahu, Israel, aunque sigue siendo un Estado democrático, ha adoptado la definición de indecencia de Avishai Margalit, según la cual las instituciones oficiales diseñan políticas para humillar a las personas y a las minorías. Su gabinete incluye hombres cuyas opiniones sobre los palestinos son violentamente hostiles. El ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, ha sido condenado en numerosas ocasiones por incitar al odio racial. Matar a más de cuarenta mil personas en Gaza en represalia por la terrible violencia contra los judíos del 7 de octubre de 2023 fue menos una consecuencia inevitable de la guerra que un acto de brutal venganza. Los palestinos que viven en Cisjordania han sido sometidos a humillación institucional durante décadas. Decir que se cometen atrocidades peores en Sudán o el este del Congo es infundado, precisamente porque Israel sigue siendo una democracia.
Como resultado, muchos israelíes han abandonado su país. Sin embargo, sería un error afirmar, como han hecho algunos comentaristas, que quienes se quedan son cómplices de los crímenes de Estado, pues aún es posible ser un israelí decente. Uno de ellos es el novelista David Grossman. Su ficción y sus escritos políticos son obras de gran humanismo. Ha protestado enérgicamente contra las políticas crueles y degradantes de su propio gobierno contra la población palestina. Denuncia con regularidad los abusos oficiales. Sin embargo, sigue viviendo en casa, donde siente que pertenece. A pesar de todos sus defectos, todavía cree que su país, fundado por sobrevivientes de asesinatos en masa y persecución, tiene derecho a existir y a defenderse. Esta no es una postura indecente. No obstante, ha sido acusado por ciertos «antisionistas» fuera de Israel de ser un apologista del genocidio. Cuando los ciudadanos todavía pueden hablar libremente, incluso si tienen que sufrir la ira de su gobierno y de algunos de sus compatriotas, se los debería honrar por alzar sus voces críticas y no encontrarlos culpables por asociación.
El gobierno estadounidense de Donald Trump está haciendo todo lo posible para construir un estado indecente. Los inmigrantes son insultados por el propio presidente y amenazados con arrestos y deportaciones. Algunos residentes permanentes ya han sido encarcelados por expresar opiniones que el gobierno desaprueba; protestar contra la guerra israelí en Gaza puede ser razón suficiente. Las agencias gubernamentales de las que dependen grandes cantidades de personas para su salud o incluso para sus vidas son tildadas de «criminales» y destruidas. El lema de Havel de «vivir en la verdad» se ve sistemáticamente socavado por las exigencias de que hombres y mujeres en puestos gubernamentales de liderazgo repitan mentiras: las elecciones de 2020 fueron «amañadas», los alborotadores del Capitolio eran «patriotas». La independencia del poder judicial se ve perjudicada al nombrar aduladores que prometen enjuiciar a los opositores políticos del presidente. Los periodistas son denunciados como «enemigos del pueblo».
Pero el estado indecente en Estados Unidos aún no es una dictadura. La prensa aún tiene libertad para informar y publicar opiniones críticas. Aún hay jueces independientes. Habrá elecciones, a menos que Trump esté dispuesto a provocar una crisis constitucional. Y hay un gran partido de oposición. Todo esto podría colapsar con el tiempo, por supuesto. Una forma de hacerlo más probable es comportarse como si Estados Unidos ya fuera una tiranía. Ceder a demandas irracionales y a veces ilegales sin ser obligado a hacerlo solo puede fortalecer los impulsos indecentes de los líderes gubernamentales con intenciones autoritarias. Esto se ha llamado «obediencia anticipada». En lugar de resistir ataques irrazonables a su trabajo periodístico, las empresas de medios pagan grandes cantidades de dinero a un gobierno hostil para evitar ser demandadas. Los bufetes de abogados han hecho lo mismo. Los dueños de periódicos ordenan a los editores que se moderen al atacar al presidente. Los políticos se entregan a lo que en la Alemania nazi se llamaba «trabajar para el Führer»: buscar complacer al líder anticipando sus deseos más descabellados: la cara de Trump en el Monte Rushmore, un tercer mandato presidencial. Corporaciones, universidades e incluso el ejército estadounidense, presas del pánico, revisan a fondo sus registros, comunicaciones y currículos académicos para eliminar cualquier cosa que pueda despertar la ira del presidente y sus secuaces. Si antes la ideología «woke» se utilizaba a menudo en muchas de esas mismas instituciones para reprimir la libertad de expresión, la cruzada anti-woke de la extrema derecha es aún más peligrosa, ya que cuenta con el respaldo del Estado. Las universidades se ven privadas de miles de millones de dólares en fondos federales si se niegan a dejar que el gobierno decida qué se debe enseñar y quién debe impartir la docencia. Que Harvard haya decidido contraatacar y demandar a la administración Trump es una buena señal. Se espera que otros sigan su ejemplo.
Luego está esa otra respuesta psicológica inevitable ante cualquier estado indecente: la emigración interna, la tentación de cuidar solo el jardín privado, de aislarse del ruido de la policía, de negarse a prestar atención a las noticias. Hubo más manifestaciones cuando Trump fue elegido en 2016. Que la naturaleza mucho más radical de la segunda venida de Trump haya encontrado menos resistencia hasta ahora podría deberse a varias razones: una sensación de indiferencia, un Partido Demócrata atontado, la falta de un enfoque que pudiera movilizar a la gente a las calles, o un temor justificado de que las manifestaciones masivas provoquen violencia estatal sin hacer mucho para disuadir el extremismo de Trump.
Pero si la emigración interna es excusable en una dictadura, donde hablar abiertamente conlleva peligros letales, hay pocas excusas cuando la expresión aún es libre. La obediencia anticipada no es la manera de mantenerse decente. Los ciudadanos deben protestar, como puedan, contra los intentos de desmantelar las instituciones que protegen una democracia liberal, especialmente cuando los hombres y mujeres que las dirigen, incluido el propio presidente, las utilizan para humillar a la gente. Si los ciudadanos no lo hacen mientras aún pueden, sin arriesgarse a la cárcel o la deportación, merecerán un juicio mucho más severo de las generaciones futuras que el que Anthony Eden estaba dispuesto a imponer a los franceses.
Publicado originalmente en https://libertiesjournal.com/articles/staying-decent-in-an-indecent-society/
La hora de la prepolítica

Todo movimiento social atraviesa ciclos: momentos de avance, ofensiva y visibilidad; y momentos de repliegue, recogimiento y defensa. Luego de la gesta ciudadana del 28 de julio y la cruenta represión posterior, Venezuela vive hoy una fase de repliegue. Nos encontramos intentando asimilar las consecuencias del fraude electoral, el cierre del espacio cívico y los profundos cambios en el contexto nacional e internacional.
Persistir en las narrativas y formas de acción previas no solo revela una incomprensión del momento actual, sino que también desconecta del sentir mayoritario de la población. Es hora de dar un paso atrás, no para abandonar
¿Qué entendemos por “prepolítica”?
En filosofía política y sociología, el término “prepolítica” designa aquellas actitudes, vínculos o prácticas sociales que, aunque no se expresan aún como acción política organizada, contienen un potencial transformador. Son formas de vida que aún no se articulan como demandas, discursos o movilización, pero que pueden devenir en política consciente.
En algunas lecturas, lo prepolítico puede tener una connotación negativa, como sinónimo de pasividad, resignación o falta de conciencia. Sin embargo, aquí proponemos una interpretación distinta: lo prepolítico como un terreno fértil, donde se siembra el afecto, la confianza, el cuidado mutuo y los vínculos que, en un momento de protagonismo ciudadano posterior, permitirán resistir y reconstruir con eficacia.
Del 28J al cierre total
La organización y movilización ciudadana en torno a las elecciones del 28 de julio —y las protestas que le siguieron— fueron un momento épico, digno de ser reconocido. Fueron también la culminación de años de esfuerzos colectivos: desde las grandes protestas de 2017 hasta la participación electoral como apuesta de cambio pacífico. Pero el poder se sostuvo a la fuerza.
La comunidad internacional y los mecanismos de negociación, como los Acuerdos de Barbados, no lograron contener la deriva autoritaria. Convertido en una minoría social, el régimen optó por desplegar el terrorismo de Estado: cárcel, exilio, censura y nuevas leyes represivas. Lo electoral, lo institucional y lo insurreccional fracasaron. El espacio cívico se estrechó hasta casi desaparecer.
Entre el desconcierto y el dogma
Frente a este escenario, algunos sectores del liderazgo político se comportan como si nada hubiera cambiado. Repiten recetas como mantras: “hay que seguir votando”, “hay que dialogar”, como si el 28J no hubiese sido un quiebre profundo. Su desconexión de las mayorías fue evidente en las elecciones regionales del 25 de mayo.
Con humildad, es necesario reconocer que ninguna de las estrategias conocidas logró fracturar al bloque dominante. Por eso, insistir mecánicamente en ellas no solo es ineficaz, sino que puede agotar lo que queda de capital social. En lugar de avanzar ciegamente, tal vez sea el momento de detenernos y observar: ¿qué realidad enfrentamos? ¿qué horizontes necesitamos recomponer?
Lo que sí podemos hacer
En este nuevo terreno, marcado por el miedo, la represión y el desconcierto, surgen preguntas urgentes: ¿Cómo recomponer el tejido social y nuestras organizaciones? ¿Cómo transformar el miedo —natural— en cuidado y acción discreta? ¿Cómo generamos confianza en medio de la desconfianza inducida? ¿Cómo se articulan quienes están fuera del país con quienes resisten dentro? ¿Cómo adaptarnos sin rendirnos? ¿Cómo cuidarnos sin dejar de denunciar?
Los manuales clásicos de activismo están pensados para democracias funcionales y campañas ofensivas. Pero también existen fases defensivas, momentos de repliegue donde el objetivo no es avanzar, sino preservar capacidades, cuidar a los nuestros y mantener viva la llama.
Pensar en términos de supervivencia puede parecer políticamente incorrecto. Pero no hacerlo es aún más riesgoso. No reconocer el momento que vivimos no lo transformará. Esperar puede ser una opción, siempre que ese tiempo se use para recomponer confianzas, rearmar redes y resistir desde lo cotidiano.
Volver a lo esencial
Lo prepolítico no es resignación. Es volver a las bases: la confianza, el afecto, la restauración del valor de la palabra, el cuidado mutuo. Es reencontrarnos para sostenernos. Es saber que incluso en la oscuridad más profunda, cuidar a otro ya es una forma de resistencia.
El quiebre de un sector del liderazgo, y el previsible agotamiento del otro, pudiera terminar de implosionar lo que queda de nuestras organizaciones de referencia. El repliegue puede ser visto como una oportunidad de recomponer, desde lo básico, nuestras comunidades sociales, política y afectivas. Sin confianza no hay comunidad. Y sin comunidad, no hay resistencia posible en el futuro.
Sociólogo y Codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (GAPAC) dentro de la línea de investigación “Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos”.
June 23, 2025
Cuando callar parece más seguro

Leonardo Montes (nombre ficticio) está preso. Su familia, como muchas otras en Venezuela, ha decidido guardar silencio. No lo hacen por indiferencia, sino por miedo. Tienen razones: temen empeorar su situación si denuncian. Temen represalias. Temen hablar de nuevo con quienes, tantas veces, no han podido hacer nada.
En Venezuela, el gobierno continúa encarcelando personas por razones políticas. Sin embargo, conocer la magnitud de esta represión se ha vuelto cada vez más difícil. ¿Por qué? Porque muchos casos no se denuncian. Porque el miedo paraliza. Porque la fe en los mecanismos de protección se ha ido erosionando. Y en medio de ese silencio forzado, los organismos internacionales -que deberían ser refugio y amplificador de las víctimas- enfrentan también una profunda crisis en sus herramientas para disuadir y contener el abuso de poder en situaciones como la nuestra.
La periodista venezolana en el exilio, Sebastiana Barráez, abordó recientemente esta situación en su programa Sebastiana Sin Secretos. En la edición del 17 de junio, bajo el título “¡Ya basta, Volker Türk!”, cuestionó con fuerza la ineficacia del trabajo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) en el país. Lo hizo desde su experiencia personal al solicitar ayuda para su colega Ramón Centeno, y desde la indignación acumulada frente al deterioro sostenido de los derechos humanos.
Su catalizador fue el discurso de apertura de la 59ª sesión del Consejo de Derechos Humanos, donde el Alto Comisionado Volker Türk expresó su “preocupación” por las detenciones arbitrarias, las violaciones al debido proceso y las denuncias de torturas desde el 28 de julio de 2024. Barráez respondió con claridad: la preocupación no basta. Porque a pesar de la presencia del ACNUDH en el país, la represión no se ha detenido. Se ha sofisticado y se ha agravado.
Sus críticas no son aisladas. Son compartidas —hasta ahora en privado— por diversos defensores de derechos humanos que, durante años, han manifestado su frustración en reuniones privadas con representantes de la ONU. La crítica abierta habia sido contenida por una pregunta que opera como chantaje: “¿Acaso quieres que el ACNUDH se vaya del país?”
La incomodidad, sin embargo, ha desbordado ese dilema. Porque el verdadero debate no es si el Alto Comisionado debe quedarse o retirarse, sino qué sentido tiene su presencia si no logra proteger a las víctimas. La denuncia de Sebastiana ha abierto una caja de Pandora llena de frustraciones, dudas y silencios acumulados.
Max Weber, uno de los padres de la sociología, describió la “acción racional con arreglo a fines”: cuando una persona busca un objetivo, evalúa los medios más eficaces para alcanzarlo. Si una institución no cumple ese propósito, el actor racional cambia de estrategia o se retira. Años después, Peter Berger y Thomas Luckmann añadieron que las instituciones sólo funcionan si la sociedad cree en su eficacia. Cuando fallan repetidamente, pierden legitimidad.
Eso es justamente lo que está ocurriendo. Las instituciones de protección internacional que deberían acompañarnos están dejando de ser vistas como aliadas eficaces. Y eso tiene consecuencias graves. Cuando se pierde la fe en el sistema internacional de derechos humanos, no solo se debilita su capacidad de acción. Se debilita también la capacidad de actuación de los defensores que están en terreno. Nuestro margen de incidencia.
La situación venezolana lo ilustra de forma dolorosa. Durante años, líderes políticos, activistas, organizaciones nacionales e internacionales hemos activado todo el repertorio institucional disponible: informes, audiencias, misiones, pronunciamientos, medidas cautelares, mecanismos especiales. Pero la represión continúa, cada vez peor. La ciudadanía lo percibe. Y responde como puede: a veces con resignación, con silencio. A veces intentando negociar en privado lo que el sistema no logra resolver en público.
La última esperanza parece estar depositada en la Corte Penal Internacional. Que finalmente se anuncie el inicio de un caso, por delitos contra la humanidad, con nombre y apellido. Y que esto sirva como muro de contención para el resto. Pero incluso allí hay quienes temen que la burocracia, los plazos y las presiones terminen ganándole a la justicia.
Como defensor de derechos humanos, con dos décadas de experiencia, siento una profunda frustración. Por nuestras propias limitaciones. Por la impotencia que enfrentamos para proteger a quienes más lo necesitan. Y porque, finalmente, no hablar de esto no lo resuelve. No denunciar las fallas del sistema no lo fortalece. No mirar el problema no hará que desaparezca.
Los nuevos autoritarismos han aprendido a navegar y manipular el sistema internacional. Lo utilizan como escudo simbólico mientras continúan vulnerando derechos fundamentales. Se adaptan. Se camuflan. Y logran que organismos que nacieron para proteger víctimas terminen, sin quererlo, legitimando la violencia que deberían denunciar.
No tengo una respuesta definitiva sobre si el ACNUDH debe continuar operando desde dentro del país o si su labor sería más efectiva desde el exterior. Pero sí tengo claro que su estrategia de actuación debe revisarse con urgencia. Porque la función de resguardo y protección a las víctimas está hoy, evidentemente, lejos de cumplirse.
Lo peor que puede ocurrir es que el desencanto se convierta en costumbre. Que la población no solo calle por miedo, sino porque ya no espera nada. Ni del ACNUDH ni de nadie de derechos humanos. Que las familias de los presos políticos se alejen no solo del Alto Comisionado, sino de todos los que trabajamos en esta causa. Porque en esa desconexión se pierde el sentido mismo de la defensa de los derechos humanos: proteger la dignidad de quienes no tienen voz.
Y quizá allí esté otra de las claves del silencio. No es solo miedo. Es una estrategia frente al vacío. Un intento de sobrevivir cuando la fe en la justicia se ha ido apagando. Sigo creyendo que seguimos estando a tiempo de revertir esta situación.
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