Gustavo Rodríguez's Blog, page 20
June 6, 2014
Chompitas
Cada vez que un niñito desarrapado se acerca a pedirme unas monedas, lucho por no sentirme un desalmado cuando se las niego.
Antes me era aun más difícil. Me tomó tiempo darme cuenta de que los verdaderos desalmados son quienes trafican con la culpa de los demás mientras condenan a un infante a adquirir la forma de un parásito en lugar de inculcarle los valores que construyen a un ser humano pleno.
Pero donde no me acompaña ningún arrepentimiento es cuando paso de largo frente a esos módulos que recolectan chompas y abrigos cuando se va a iniciar la temporada fría en la sierra de nuestro país. Incluso ahora, como ocurre cada año, ya empezaron a emitirse mensajes en nuestras ciudades para que seamos solidarios con nuestros compatriotas de las zonas alto andinas y les donemos ropa gruesa para librarlos de la helada muerte.
Una ingenuidad bien intencionada, la verdad.
El enemigo de los 500 niños y ancianos que morirán este año a causa del invierno andino no es la falta de frazadas o abrigos, sino sus propias casas. La enorme mayoría de viviendas precarias que se alzan a más de 4 mil metros sobre el mar son trampas mortales que, irónicamente, no atrapan el calor de las mañanas. Imagínese dormir sobre un suelo húmedo de tierra y bajo un techo que no está completamente cerrado mientras que afuera soplan vientos de hasta -15 grados y dígame si las chompitas que buenamente se recolectan no son como aspirinas frente a un ataque bacteriológico.
Afortunadamente existen soluciones de fondo, económicas e inteligentes, para este problema serio.
Gracias al grupo impulsor “Inversión en la Infancia” pude conocer hace algunos meses dos proyectos estupendos (uno de la Universidad Católica y otro de la Universidad Nacional de Ingeniería) que con inversiones mínimas pueden transformar las casas de los altos páramos andinos en refugios más seguros. La idea detrás de estos proyectos implica acondicionar una pared especial que absorba el calor del día para almacenarlo al interior de cada casa. La reforma también contempla sellar los techos, además de sembrar en el piso un entramado de madera que aísle la frialdad del suelo. Una mejora adicional en la que inciden ambas iniciativas es la de cambiar las cocinas con leña al piso por fogones con ductos que envíen el humo negro al exterior para prevenir de mejor manera los males respiratorios. Los ingenieros responsables calculan que una casa intervenida de esta forma puede llegar a estar 10 grados más abrigada, lo cual puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Por lo tanto, si es que usted pensaba hacer su buena labor de este invierno donando ropa, le recomiendo que haga algo más efectivo: escríbale al gobierno de su región y exíjale la mejora de sus casas altoandinas con esta tecnología tan simple. Que varias de estas regiones tengan guardado un dineral procedente de la minería y que no usen una mínima fracción en estos proyectos que mejoran y salvan vidas es, por decir lo menos, un crimen de gestión.
Casi un acto desalmado.
May 30, 2014
Vives y el país donde vives
Hace unas noches fui con mi familia a un concierto de Carlos Vives en el Estadio Nacional.
Luego del show me quedó claro que si Vives es un músico tan querido en Colombia es porque su espectáculo es un canto de cariño a su tierra. Durante su participación no faltaron los homenajes a los músicos tradicionales de su país y una multiplicidad de imágenes que mostraban una Colombia amable y múltiple, alegre y hermosa, muy distintas de las noticias que nos suelen llegar desde allá. Tal vez no exagere si digo que, al menos por una hora, los peruanos en el estadio nos enamoramos un poquito de la tierra del café, la cumbia y lo real maravilloso. Y me doy cuenta de que estaría escribiendo esto con envidia –que es como los peruanos solemos ver los aciertos de los vecinos– si no fuera porque hace poco el Perú hizo algo aun más espectacular en la tierra de Carlos Vives.
Sí, lo sé. Mucho se ha escrito sobre la participación de Perú como país invitado en la Feria del Libro de Bogotá 2014.
Y en internet se puede encontrar fotos y hasta despachos de la prensa colombiana que hablan de una participación peruana que ha roto récords de asistencia y ventas. Pero quien estuvo allí sabe que hay cosas que las cifras y las fotos no pueden transmitir, de la misma forma que solo quien asistió al concierto de Carlos Vives puede saber exactamente a qué emociones me referí al inicio.
Se habla de casi medio millón de asistentes colombianos al pabellón peruano en solo dos semanas y de miles de libros peruanos vendidos. Un bombazo en cantidad. ¿Pero cómo poner en la estadística las caras embobadas de quienes vieron a Perú tomar Bogotá y no solo la feria? ¿Con qué ratio se mide el asombro de quienes vieron cómo se abría un libro gigantesco –¿no es esa la forma de un retablo?– en la plaza más importante de Bogotá para mostrar en su interior a decenas de bailarines peruanos haciendo un tour por nuestras regiones? ¿Y las emociones producidas por las obras peruanas en varios teatros de la ciudad? Y si volvemos al recinto ferial: ¿cómo describir cabalmente la imponencia de un pabellón que dejaba admirado al visitante? Quien recorría ese pedazo peruano podía transitar una breve trocha de Qapac Ñam y quedarse con la idea de que los caminos romanos palidecían junto al de los Incas. Quien se detenía en la exposición fotográfica “Lima Mírame” –donde las fotos emergían luminosas desde el suelo– podía sentir que nuestra capital es riquísima porque riquísima es la mezcla que la compone. Quien avistaba la librería peruana, allá en la amazonía del recinto, podía sentir de lejos unas nubes eléctricas que hacían llover audífonos con sonidos reales de nuestro país. Y ya ni hablaré de nuestra comida ni de los piscos en exhibición constante, ni de los escritores y conferencistas peruanos que llenaron auditorios de manera salvaje.
Hace unos años, a mi novia y a su hermana les dijeron en Bogotá –medio en broma, medio en serio– que debían ser las única peruanas con la dentadura completa. Dudo que los colombianos que sintieron esta inyección de Perú vuelvan a rememorar solo a Laura Bozzo cuando piensen en nosotros. Las personas somos antenas de emociones y la cultura cambia percepciones.
Con la experiencia bogotana, el camino está trazado.
May 23, 2014
El closet de Bruce y la repisa de papá
Un día antes de que Carlos Bruce diera su histórica entrevista al diario El Comercio –no encuentro otro adjetivo al hecho de que un político peruano haya asumido su homosexualidad ante su país– estaba con él en un café, intercambiando ideas sobre su revelación inminente. Conozco a Bruce desde hace catorce años y lo asesoré en todos los cargos que ocupó desde entonces.
En todo ese tiempo no tenía idea de que fuera homosexual.
Y cuando en los últimos años los chismes limeños se hicieron insistentes, el que fueran verdaderos me importó un chopino.
Mientras conversaba con Carlos ante las tazas humeantes, pensaba que aquello podía deberse a mi padre. Para ser honesto, mi papá nunca me habló de ciertos temas que sí trato de transmitirle a mis hijas. Era un tipo amable, sociable, muy querido por sus amigos, pero hermético para conversar con nosotros. Sin embargo, sí tuvo la enorme inteligencia y confianza para darme acceso a gente muy valiosa que podía hablarme por él: los autores de su pequeña biblioteca. Y aunque varios de sus libros estuvieran cargados de violencia y erotismo, jamás se opuso a que los leyéramos. El día que conecta mi infancia con mi apoyo a la causa de Bruce está claro en mi memoria. Era de noche y en la repisa habían aparecido ocho tomos bajo el nombre de “El almanaque de lo insólito”, escritos por el novelista Irving Wallace y su hijo, David Wallechinsky. En este compendio los autores se habían tomado el trabajo de recopilar datos, listas y hechos curiosos sobre la condición, logros y tabúes del ser humano. Esa noche, antes de dormir, apareció ante mis ojos una lista que dinamitó mi mente infantil y provinciana: “Homosexuales célebres de nuestra historia”. ¿Era posible que Alejandro el Grande, el genio militar que había dominado al mundo de su época, no hubiera sido un machazo como solían pintar a los soldados? ¿Podía ser gay también aquel hombre grandioso que había pintado un milagro en el techo de la Capilla Sixtina del Vaticano y que había esculpido un Moisés al que solo le faltaba hablar?¿Sería posible que Miguel Ángel y Leonardo estuvieran hermanados no solo por el genio sino también por su condición homosexual? ¿Y qué decir de aquel irlandés que tanto bien me había hecho cuando leí su “Gigante Egoista” y su “Príncipe Feliz”?
Dudo que la lectura sea el único requisito para formar mejores personas desde un punto de vista espiritual. Después de todo, existen despiadados muy cultos. Pero sí es un extensor maravilloso para que nuestras mentes no se queden en la estrechez de dos dimensiones (bueno o malo, blanco o negro) cuando en el mundo hay mucha mayor complejidad. De solo haber tenido acceso a un televisor y no a esa repisa, quizá habría crecido con la imagen caricaturizada que tanto ha repetido nuestra televisión sobre los homosexuales y no con la noción vital de que el roce de una persona con la grandeza no tiene que ver con el roce de sus genitales.
De aquí nace una pregunta que rebota: ¿Ser un país con tan bajos niveles de lectura y ser también uno de los más prejuiciosos no es una relación obvia?
May 16, 2014
Marque con un aspa
La esquela que llegó a mi casa tenía unas instrucciones muy sencillas: debía marcar con un aspa entre la opción azul y la verde.
Para mí fue como enfrentarme a los cables de esas bombas que los guionistas ponen en las películas.
Unos meses atrás había accedido a que una de mis hijas, de dieciséis años, se fuera de viaje al extranjero con un numeroso grupo de amigos de su edad. Usted sabe, conocer el mundo es otra forma de educar y no me importó mucho comprometerme a pagar en cuotas lo que sería un aprendizaje en efectivo. Pero el mundo no solo viene con estudio, también viene con fiesta. Y tratándose de adolescentes, con más razón. Hace poco, la entidad que organiza el viaje me envió un comunicado que señalaba que una de las actividades del periplo implicaba la salida a una discoteca. Por lo tanto, como padre debía marcar:
( ) Brazalete azul: su hija puede ingresar a la discoteca, pero no tiene autorización para que se le expendan bebidas alcohólicas.
( ) Brazalete verde: su hija puede ingresar a la discoteca y tiene autorización para que se le expendan bebidas alcohólicas.
Y así empezó el tic-tac. Durante un par de días mis razonamientos fluían entre escenas de Porkys, American Pie y otras películas cabronas que se mezclaban con mis recuerdos adolescentes en una ciudad de provincia. Hasta que, tras hablarlo con la madre de mis hijas, llegué a una decisión. Una tarde llamé a mi hija a mi estudio y conversamos.
–Me llegó una esquela para marcar lo del brazalete.
–Vas a marcar el verde, ¿verdad? ¡Di que síííí!
–Ya tomé mi decisión y no la voy a cambiar –le respondí¬–. Pero, igual, me gustaría saber qué harías tú en mi lugar.
–Confiaría en tu hija –me respondió, con la cara más fresca y socarrona.
Allí estaba ella, sentada a mi lado, con esos ojos pícaros y esa sonrisa que puede causar cortocircuitos.
–Para tomar mi decisión he tomado en cuenta que estarás lejos, que ni tu papá ni tu mamá estaremos para supervisarte ni para verte llegar, en un entorno extranjero y rodeada de juerga.
–Pero papá…
–También he considerado –la atajé– que cada vez que te he visto llegar de fiestas has estado dentro del rango de la hora y nunca te he visto borracha, a pesar de que sé que te mueves –no soy ningún idiota– en un entorno donde circula el alcohol. Por eso he decidido que… sí tendrás la autorización.
Su sonrisa llenó media habitación. Fue entonces cuando aproveché para comentarle el razonamiento detrás de mi decisión: negarle mi confianza luego de que había demostrado un buen desempeño era un mal mensaje para el futuro. ¿De qué le había servido hacer las cosas bien si igual no era digna de confianza? Mejor era abrirle las puertas al refuerzo positivo que al miedo represivo.
–Eso sí –le dije finalmente–. Cuando te pongas ese brazalete, no quiero que leas ahí la frase “tengo permiso para chupar”. Quiero que leas: “Mi papá confía en mí”.
–Lo pondré con lapicero, si quieres– me dijo, contenta.
Nos dimos un beso y cada uno continuó con sus cosas.
Llega un momento en que uno tiene que confiar en la forma en que crió a sus bebés.
May 9, 2014
Bolichera a remos
Entre el momento que salí temprano de casa y me puse a escribir de tarde estas líneas me topé con una renovadora de calzado, tres ferreterías, cuatro panaderías, tres gimnasios, un consultorio de amarres para el ser amado, diez farmacias, ocho chifas, seis hostales al paso (dos eran hostal-chifa), trece restaurantes de menú, quince puestos de comida al paso, cinco servicios técnicos para computadoras, doce tiendas de venta de celular. De esta observación –que reconozco muy sesgada– podría sacar en claro que somos una sociedad que come muchísimo, que se comunica bastante, que se da sus escapadas amatorias (a veces mientras come), que a veces se ejercita y que consume medicinas de manera escandalosa.
Al no haberme topado con una sola librería, también parecería que no somos una sociedad que compra libros.
Basta con hacer cuentas para que la estadística resuene como la María Angola: en este Perú que solemos celebrar como milagro económico existe solo una librería por cada 700 mil personas. Si a esta cifra exigua le añadimos que el Estado jamás ha implementado una red de bibliotecas modernas en nuestros distritos y en los colegios a su cargo, se entenderá por qué somos un país tan a la zaga en comprensión lectora.
Sé lo que puede estar pensando un grupo de lectores en este momento: que el germen de la lectura no se encuentra en la calle o en la escuela, sino en el propio hogar. Así como los buenos hábitos –lavarse los dientes, comer verduras, saber agradecer– nacen en casa, la lectura también. Un padre o un tío que le lee a los pequeños y que a la vez enseña con el ejemplo, puede ser la mayor bendición para un ser humano. ¿Pero qué ocurrirá con todos esos pequeños que no tienen la suerte de rodearse de este hábito en casa y que, encima, salen a una calle y a un colegio donde el libro es invisible?
Sé también lo que puede opinar otra legión de lectores: que quizá nunca como hoy tengamos a tantos jóvenes leyendo en sus computadoras y celulares. Estoy de acuerdo en la observación superficial.
Pero leer no es lo mismo que decodificar caracteres.
Hoy en día, casi ocho de cada diez peruanos no entiende bien lo que lee. Somos una sociedad que puede entender un chiste de Jaimito publicado en Facebook o el chisme político en alguna versión digital. Pero, ¿de verdad pueden nuestros chicos procesar mensajes abstractos con un sentido crítico? Según las cifras que mencioné, no. La razón es simple: ser un lector competente requiere un ejercicio constante de íntima relación con los libros, sean impresos o en pantalla, y un país donde es más probable encontrar un consultorio de chamanes que una librería o una biblioteca no es el mejor lugar para que esto ocurra. Por eso –y aquí va un cherry descarado–, me emociona ver que LibroMóvil, un proyecto de librerías ambulantes que vi gestar, empezó esta semana a vender libros en Lima a precios asequibles. No sé si prenderá. Pero si alguna vez se topa con un módulo y compra cualquier ejemplar, habrá ayudado un poquito a remar esta bolichera contra la corriente.
May 8, 2014
A propósito de Libromóvil: “Somos un país donde el libro es invisible”.
Entrevista del diario El Comercio, de Lima. El enlace a la entrevista:
http://elcomercio.pe/lima/sucesos/somos-pais-donde-libro-invisible-socialmente-noticia-1727696
May 2, 2014
Una de piratas
Hace un par de días publiqué esto en mi muro de Facebook:
“Vengo de hablar en un colegio de Chorrillos donde al final se formó una cola de firma de libros. Se me acercó un chico con un ejemplar pirata y me debatía entre dejarlo en roche o que pasara piola. Encontré la fórmula. Se lo firmé como Rodrigo Gustiérrez. A libro pirata, autor pirata”.
Recibí un aluvión de comentarios. La mayoría eran solidarios conmigo, pero hubo muchos que sugerían una simpatía con el chico y hasta con la piratería. Hoy decidí aprovechar estas líneas para responder a las tres ideas repetidas por esos mensajes.
1. Pobrecito el chico, qué patán el escritor. Nunca es demasiado temprano para hacerle ver a una persona lo que está mal. Y ser cómplice de un robo está mal. Los chicos que se me acercaron con ediciones piratas conviven con un entorno tan informal –todos nosotros, en verdad– que tal vez olvidan o no se imaginan las implicancias de este tipo de actos. Y si no son sus padres, la escuela o el estado quienes se lo expliquen, lo mínimo es que lo haga el agraviado. Además, en mi resumen de los hechos no describí la complicidad que hubo entre el chico y yo. Es claro que para educar a una persona tiene que haber firmeza y no humillación. De lo contrario, lo que queda es el rencor y no la enseñanza.
2. Cuando los libros son caros, es lógico que haya piratería. El barrio que visité era de clase media y el colegio era privado. Además, la edición formal de mi libro es muy asequible. El argumento del precio no es en este caso una justificación, ni debería serlo nunca. ¿Sabe usted qué sistema infame que ahora aborrecemos nació con una justificación parecida? El de las combis en nuestras calles. Fueron una solución rápida y barata en un momento en que nuestra sociedad empobrecida necesitaba transportarse. Y fíjese como su sistema es hoy el principal cáncer de nuestro espacio público. Entiendo que a muchos les dé rabia pagar mucho por un libro, pero el robo al autor no es la salida a la frustración. La justicia fuera del marco legal no es justicia; muchas veces es bellaquería con una justificación subjetiva. En todo caso, es el autor quien debe decidir si cede o no su obra, no el resto.
3. Los piratas te están haciendo un favor. Una vez, un vendedor pirata que me reconoció me dijo “aquí estamos, promocionándolo pe…” Proclamar que la piratería es una forma de hálago es como decir que el chancro es una condecoración a tu hombría. Es enfocarse en la célula y perder de vista al organismo. Lo que desarrolla a las naciones es su capacidad de defender a los ciudadanos que viven de sus ideas: los países que más se desarrollaron en los últimos 200 años son los que más patentes registraron. La tentación de justificar la piratería puede ser entendible si se piensa en corto plazo, pero a largo plazo es el mal que mata a las sociedades creadoras.
Pero quizá sea bueno terminar esta reflexión sin tanta teoría: si no está de acuerdo con lo expuesto, quizá sea bueno que durante años se queme las pestañas ideando algo, y que al poco tiempo un desconocido cobre el dinero que a usted le corresponde.
Allí hablaremos de igual a igual.
April 25, 2014
Historia de un sacrilegio
La novedad que encontré este verano al volver a mi condominio de playa fue una decena de bancas clavadas en el pasto frente a una mesa larga. Están cerca de una piscina grande, bajo unos árboles que les otorgan sombra.
Cuando las vi me quedó claro que se les daría uso de capilla los domingos.
Imaginé que se había decidido colocarlas luego de una votación a la que no llegué a asistir, pero que igual habría apoyado. Si la mayoría de mis vecinos son católicos que quieren practicar su fe, ¿quién soy yo para oponerme? Lo bueno de la tolerancia es que si un día se me antojara ser parte de una minoría que rinde culto a su dios con una fogata en la orilla al atardecer, tendría el mismo derecho a exigir respeto. No porque una Constitución me respalde, sino porque la ley de reciprocidad cotidiana es más poderosa que cualquier párrafo escrito en un parlamento.
Esta Semana Santa volví al condominio con mi familia para despedir la temporada.
Para el Sábado de Gloria se había organizado un programa festivo cerca del área verde que mencioné al inicio. Habría comida, juegos y música, y hacia allá caminamos a media mañana bien embadurnados de bloqueador, dispuestos a pasarla bien sobre el césped.
Pero llegó un momento en que debimos sustraernos a la algarabía comunal por órdenes de arriba: era el sol, que ya nos quemaba. La familia de mi novia tiene antecedentes de cáncer a la piel, así que buscamos sombra y la encontramos bajo los árboles que protegen el mobiliario que ya he descrito. La conversación cogió nuevos bríos bajo la sombra, pero tuve que dejarla por un instante.
Esta vez eran órdenes de abajo: tenía que ir al baño.
Cuando volví mi familia seguía conversando entre sonrisas, pero esta vez comentaban una novedad: durante mi ausencia, el administrador de la playa se había acercado al padre de mi novia a pedirle que dejara de usar como asiento la mesa que preside las bancas.
El papá de mi novia es un señor educado que siempre lleva la fiesta en paz. Él lo tomó como una anécdota y yo como tema para un artículo. ¿No es curioso lo literales que solemos ser las personas? El vecino que sugirió al administrador que invitara a mi suegro a bajarse de esa mesa no se daba cuenta de que, en ese instante, ese tablón no cumplía la función de un altar religioso. Era un refugio contra el sol. Si ese conjunto de bancas se convierte en una capilla una vez a la semana es, ni más ni menos, por obra de una convención temporal. De la misma forma y bajo esa convención, si al caminar hacia esos árboles hubiéramos visto a un vecino rezando en alguna de esas bancas, habríamos entendido que lo mejor era no irrumpir en su espacio. ¡Ah! Si en vez de ser tan pegados a la letra en nuestras creencias religiosas lo fuéramos en esa otra convención llamada espacio público, tendríamos más orden en nuestras calles y menos conflictos al defender nuestros derechos.
April 18, 2014
Tú también eres combi
La sala en San Isidro estaba a reventar.
Se notaba que el autor del libro, Pedro Morillas, ha sabido cultivar el cariño de sus amigos y también el aprecio de sus colaboradores. Forjado desde abajo en Trujillo, Morillas supo crear dos empresas (una turística y la otra de carrocerías) que lograron ser líderes en el Perú y referentes en el extranjero. Ahora que se encuentra en sus años de jubilación escribió “País Combi”, un compendio de señalamientos sobre lo mal que nos va a los peruanos en cosas puntuales y que sufrimos en la cotidianidad: en el tránsito, en la administración de justicia, en el sistema de salud, en la educación de nuestros hijos y hasta en el servicio que nos dan ciertas empresas.
Cuando Pedro me invitó a presentarlo, no lo dude: como peruano que vivió tal vez la peor crisis de nuestra historia, me siento muy orgulloso del clima que disfruta hoy una gran porción de mi país. Pero no puedo dejar de señalar esos síntomas que nos advierten de la necesidad de un cable a tierra porque, mientras sigamos confundiendo modernización con modernidad y crecimiento con desarrollo, seguiremos siendo un país de media tabla en el mundo y habremos perdido la oportunidad dorada de dejarle una nación modelo a nuestros nietos, sobre todo ahora, que la falta de recursos no es la excusa.
Curiosamente, fue en la misma presentación del libro donde encontré un síntoma sutil de lo que nos falta avanzar como sociedad. Se trataba de un video grabado en la calle que fue muy útil para ilustrar por qué somos un país combi. Uno veía unidades de transporte saltándose las reglas, pasajeros de combi que no le ceden el asiento a una anciana, tipos orinando en la calle.
Sin embargo, pronto empecé a percibir algo curioso.
En la pantalla, los infractores eran representantes de las clases populares que pueblan las ciudades peruanas. Pero en el auditorio, la mayoría de los asistentes eran parte de su sector más acomodado. Sé que estadísticamente es más probable encontrar gente mejor educada en la presentación de un libro que en una combi peruana. Pero, aun así, algo me dio mala espina. Creo que fue la estampa que me llevé como testigo de esa proyección: que un grupo de peruanos acomodados percibiera, casi desde afuera, que ese país combi que tanto criticamos es culpa casi exclusiva de los “cholos ignorantes” del Perú.
Porque en el video no aparecía lo siguiente:
-Esas camionetas lujosas que son estacionadas en espacios reservados para personas con discapacidad.
-Los dueños de casa que tienen a sus empleadas domésticas trabajando más de las ocho horas diarias reglamentarias.
-Los dueños de casa que no les pagan a esas mismas empleadas su CTS y el seguro social.
-Los funcionarios que piensan que uno es un huevón al no aceptar coimas cuando “todo el mundo lo hace”.
-Los privilegiados que en su fuero interno piensan que es preferible una autoridad que roba pero que hace obras. O que roba, pero brinda facilidades al sector empresarial.
-Aquellos veraneantes que en sus playas chic le compran al vendedor de libros piratas.
-Los que piden una factura para su empresa mientras comen un domingo con su familia.
Todos estamos en este país combi, y lo bueno es que el libro lo dice. Todos, lamentablemente.
Incluso los que viajan en primera clase.
April 11, 2014
Cuando fui suicida
Recién había anochecido y conducía despacio.
Hasta había disminuido la velocidad al mínimo porque pretendía doblar en la esquina.
Cuando vi que un par de chicas estaba por cruzar la pista, terminé de frenar.
Pero ninguna se quiso arriesgar: ambas me miraron como venados sorprendidos por un reflector y echaron a correr por su vida. Por sus fachas y color de pelo parecían turistas del hemisferio norte. Hubiera querido decirles que no corran, que suelo ser un conductor civilizado, pero era inútil: no solo ya estaban lejos y probablemente no hablaban mi idioma, sino que pasear por Lima seguramente les había bastado para que le agarraran pánico a sus conductores.
El tráfico de las ciudades peruanas es la gran metáfora de nuestra sociedad. En él se entremezclan nuestros desencuentros y desórdenes. En nuestro mundo al revés, el peatón –ese paseante que en países civilizados tiene la mayor preferencia– no solo no está empoderado, sino que se siente agradecido por la misericordia de quien le cede el paso. ¿No es verdad, acaso, que los peatones peruanos apuran el paso, contritos y hasta avergonzados, porque se les deja cruzar la calzada primero? Es humillante.
Hace unos años vivía junto a un cruce peatonal terrible, cerca del óvalo Gutiérrez. En esa esquina encontré mi forma de rebelarme: cada vez que atravesaba la cebra de la avenida Espinar lo hacía campante, como si se tratara de la sala de mi casa. Sabía que arriesgaba mi vida. Muchos carros que venían del óvalo tuvieron que dar frenazos y me gané muchos insultos, pero no me amilané. La verdad es que fui un demente en mi propia –literalmente– cruzada. Me decía que solo así podría transmitir con intensidad lo mucho que estaba en mi derecho.
En el alarde residía la reafirmación.
Pero fue al comprometerme con la crianza de mis hijas cuando me di cuenta de que tal vez existía otro camino. Nuestra sociedad es como un niño que no ha tenido la oportunidad de educarse en las conductas correctas y, como ocurre con todo ser humano, aprecia más la gratificación que el castigo. Refuerzo positivo, le dicen los psicólogos: si alguien hace algo bueno aliéntalo, felicítalo, hazlo sentir bien. Lo más probable es que sienta mejor consigo mismo y asimile la experiencia desde esa perspectiva.
Un día dejé mis tentativas indignadas de suicidio. Ahora, cada vez que camino y alguien me cede el paso, me inclino y se lo agradezco. Imagino que el conductor se siente bien y yo, definitivamente, también.
Como postdata alusiva, les dejo este tip con el que me fue bien ayer.
Había llamado por segunda vez a Movistar para que me auxiliaran con un problema de Internet. Me contestó un joven que usaba un protocolo corporativo de esos que pretenden ser cordiales y lo aproveché. Le dije: “Buenos días, señor: ayer me atendió un joven tan amable como usted y me dijo…” Me tuvo mucha paciencia, en verdad.
No sé si el chico ya era servicial por naturaleza, pero mi lado vanidoso quiere hacerme creer que mi refuerzo positivo tuvo que ver.
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