Gustavo Rodríguez's Blog, page 16
January 29, 2015
Mi hermano detenido
–¡Llámalo a su celular, dice que es urgente! –clamó nuestra madre.
Mi hermano es una de las personas más bondadosas y honradas que conozco, aunque su pinta levante las cejas de los observadores superficiales. Su brazo tatuado del hombro a la muñeca es solo el apéndice de una armadura que incluye perforaciones varias, polos de grupos subte y una melena explosiva que hace cambiar de vereda a las beatas de su barrio. Cuando lo pude ubicar me dijo que estaba detenido en una dependencia de la Divincri. Eran casi las diez de la noche y partí en un taxi.
Antes de cortar me había susurrado: “Trae mil soles”.
Al llegar me encontré con un amplio cuadrilátero limitado por escritorios.
Mi hermano estaba en una silla, en medio de los policías.
–A su hermano le hemos encontrado marihuana y ketes para la venta –me dijo el detective de mayor rango en la sala.
–¿Es verdad? –volteé hacia mi hermano. Él me hizo un gesto que no supe descifrar.
–¿Sabe? –le dije al detective–. Hace tiempo tomé la decisión de asumir mis culpas ante la policía. Si cometo una falta, pago mi multa. Lo mismo esperaría de mi familia. Si la embarró, que asuma.
–Usted debería ayudar a su hermano…
–¿Y cómo me aconseja ayudarlo? Usted parece tener más experiencia que yo en estos temas.
–No sé… hay instituciones para jóvenes como él… no vale la pena que se malogre la vida…
Lo observé un rato antes de jugarme la carta final.
–Usted no sabe a qué me dedico, ¿verdad?
–No.
–Le voy a confesar algo –le dije, mientras señalaba mi teléfono–. Yo venía dispuesto a hacer un escándalo mediático si es que veía que se estaba cometiendo una injusticia pero, ahora que he conversado con usted, me doy cuenta de que quiere lo mejor para mi hermano. Y por eso mismo le voy a pedir que lo deje ir conmigo.
El policía me miró pensativo. Sus compañeros nos observaban en silencio.
–Tengo que hablarlo con mi superior…
A los diez minutos entró el superior, un tipo envalentonado que se puso a sermonear a mi hermano mientras me miraba de reojo. Yo decidí no caer en su juego y giré la vista hacia el televisor. Al final de su pantomima, el superior ordenó que le devolvieran sus cosas.
En el taxi, mi hermano ya me pudo contar su versión. Había salido con su amigo Walter a comprar chifles antes del último Perú-Ecuador cuando dos patrullas que pasaban vomitaron a los mismos policías que yo iría a ver en la dependencia. Ambos fueron estampados, entre insultos y golpes, contra una pared y se vieron esposados. “Por fin tenemos pesca”, se mofaron los tombos. “A luca el tramboyo”.
–¿Y Walter?–le pregunté.
–Vino su hermana y creo que pagó. Pucha –bromeó tristemente–, creo que voy a cortarme el pelo para evitarme problemas…
No es raro que solo el 13% de peruanos denuncie los robos que les hacen y que el resto desconfíe de las dependencias policiales. No, hermano. A quien debemos cortarle, pero los huevos, es a esos tipos con placa que hicieron polvo nuestra tranquilidad. Y, de paso, las alas de gallito a ese ministro que busca pleito en los medios en vez de trabajar calladito para hacer una revolución de verdad en nuestra policía.
January 28, 2015
Rodríguez en Biblioteca “Peruanos Contemporáneos” de El Comercio
El diario El Comercio lanza desde el 29 de enero de 2015 su colección “Biblioteca Literatura Peruana” con diez autores contemporáneos: Ribeyro, Vargas Llosa, Bryce Echenique, Ampuero, Cueto, Bayly, Ortiz, Rodríguez, Roncagliolo y Alarcón.
Aquí el enlace a la noticia emitida por el mismo diario:
http://elcomercio.pe/paginas/colecciones-el-comercio/biblioteca-literatura-peruana-noticia-1787481
January 23, 2015
Wasapitos a mí
Hace veinte o treinta años, cuando la revolución digital era una ola formándose en el horizonte, conversar a la distancia con alguien que te gustaba requería ciertas particularidades que los chiquillos de hoy no comprenderían.
Si me gustaba Olivia, primero debía jugar a la ruleta de calcular en qué momento podía estar ella en casa.
¿Una hora luego de sus clases sería suficiente? A lo mejor no: quizá debía añadirle más tiempo porque su micro hacía una ruta larga. Además, ¿quién me aseguraba que no tuviera que hacer algún encargo entre su instituto y su casa? Diez de la noche estaría bien.
Pero, ¿no sería muy tarde? Hay familias donde no se considera apropiado recibir llamadas a partir de cierta hora.
Nueve y cincuenta, entonces.
Cuando se aproximaba la hora, reloj en mano y tamborileo en el pecho, también llegaban otras decisiones que tomar: el único teléfono de la casa descansaba junto a mi madre, que a esa hora veía su novela brasileña. ¿Hablar con Olivia con mi progenitora al lado? Antes la muerte por desangramiento. A calcular, entonces. ¿Cuánto mediría el cordón espiralado del teléfono si era totalmente estirado? ¿Dos metros? ¿Tres? Mala suerte. Dos metros diez: el aparato no llegaba hasta el pasillo. En momentos así, la pregunta en nanosegundos era: ¿valía la pena Olivia como para buscar un teléfono público? Para que este artículo no quede muy corto imaginemos que sí, que Olivia estaba hecha de la pasta requerida para ser la madre de mis hijos y la compañera de mi navío. Había que abrigarse, entonces. Enfrentar la calle con pasos decididos, la mirada adelante y –lo más importante– las manos en los bolsillos, asegurándose que se llevaban las benditas fichas RIN. ¿Con dos serían suficientes? ¿Y si la máquina se tragaba la primera? No, mejor tres. ¿Y si la conversación se ponía bonita y justo tenía que cortar la llamada? No, mejor cuatro. A enrumbar mejor, entonces, al teléfono cerca de la bodega, para comprar más fichas primero. Una vez hecha la transacción con el bodeguero y con los bolsillos premunidos de municiones para la rendija, era usual que el teléfono al final de tu camino hubiera sido víctima del vandalismo. Manco de auricular. Con chicle en la ranura. O lo más común: fuera de funcionamiento. ¿Qué hora era ya? ¿Las jodidas nueve y cincuenta y cinco? ¡A correr entonces, a correr como si te estuvieran persiguiendo los perros de La Profecía! Digamos que con suerte hubiera encontrado otro teléfono funcionando algunos minutos después. Las diez ya eran un pasado reciente, pero al menos todo estaba listo: Había línea, la ficha RIN entraba sin obstáculos y el timbre de llamada anunciaba la contestación inminente.
¿Cuál era, entonces, el obstáculo final? ¿Qué pensamiento nos martillaba la cabeza en esas postrimerías de la antesala?
–Que no conteste su viejo, por favor…
Todo cambio social trae ciertas pérdidas junto a sus mejoras. Cuando hoy veo a mis hijas comunicándose tan fácilmente desde sus dispositivos, me pregunto si su generación no habrá perdido el valor de la previsión como requisito de una visión estratégica en la vida. Planificarte, adelantarte tres pasos a todo, disfrutar la recompensa de aquello que te costó un poco más.
En suma, todo eso que no se requiere para que un boludillo escriba de la nada por WhatsApp:
–Ola, ke ases…
January 16, 2015
Tu niño y la gallina
–¡Mata a su gallina! ¡Mátala, mátala! –gritaban los niños.
Mientras el auto nos llevaba a Moyobamba, Erika Stockholm me contaba, perpleja, que no esperaba aquella euforia violenta en los pequeños de la platea. El griterío ocurrió en una función de “María Julia y el árbol gallinero”, un relato infantil escrito por Erika adaptado para las tablas. En la obra, María Julia es una niña que tiene una gallina que sueña con tener pollitos. Cuando se estaba buscando a la actriz para que hiciera el papel de la gallina, la directora le propuso el rol a Erika, y fue así como ella aceptó volver a actuar.
–En una parte –me contaba ella– se le pide al público que dé ideas para escarmentar a María Julia de una travesura que hizo… ¡y los niños pidieron mi cabeza!
Imaginarme a Erika en el trance de gallina que pide ser sacrificada por los asistentes me recordó a las películas de Semana Santa donde el público pide la cabeza del Cordero. Aunque a favor de los niños deba decir que en su pedido parece existir cierta sabiduría inconsciente.
Mucho se discute entre padres sobre la pertinencia de exponer a los hijos a ficciones que contienen violencia. Cuando ya no era tan niño, se discutía sobre los golpes de El Chavo del Ocho. En estos tiempos, mi novia se enfrenta a un dilema cuando su hijo de nueve años le pide videojuegos como Grand Theft Auto, donde quien juega ocupa el rol de un antisocial urbano que tiene ante sí la posibilidad de hacer una carrera delictiva hasta ser un pez gordo. Hace un tiempo escribí para este medio un artículo en el que exponía la teoría de Bruno Bettelheim sobre los cuentos de hadas y la maduración infantil. Según él, los cuentos clásicos aportan a los niños poderosos mensajes a nivel consciente e inconsciente y cumplen, además de entretener, con la función de ayudarles a procesar los monstruos instintivos con que nacemos todos. Es normal que un niño desee eliminar al hermanito recién llegado, y también es natural que se sienta terriblemente culpable por desearle la muerte. Son estas historias crueles las que lo ayudan a exteriorizar esos miedos e instintos y, también, a que en ese proceso sepa distinguir lo que es lícito de lo execrable en su relación con los demás. Hoy ha llegado a mis ojos un aporte de León Trahtemberg, quien ha compartido una investigación de Jamie Ostrov y Douglas Gentile donde se concluye que los programas considerados como “educativos” generarían más agresión en los niños en el entorno del aula que aquellos programas que solemos calificar como violentos o sin moraleja oficial. Una de las razones planteadas es que en su metodología los libretos “educativos” le dan mucha exposición al conflicto y que la resolución del mismo se da recién al final, pero para entonces los niños ya han registrado las conductas agresivas a lo largo del programa y no conectan las consecuencias.
Los debates pueden ir y venir, pero cada vez me convenzo más de que la ficción es un medio maravilloso para que, salvo psicopatías, niños y grandes procesemos nuestras zonas oscuras en un terreno claramente delimitado. Esos niños que querían ver muerta a la gallina en la ficción hicieron uso de ese derecho y, creo yo, salieron del teatro más lejos de los cuchillos que pueblan el mundo real.
Tu niño y la gallina
–¡Mata a su gallina! ¡Mátala, mátala! –gritaban los niños.
Mientras el auto nos llevaba a Moyobamba, Erika Stockholm me contaba, perpleja, que no esperaba aquella euforia violenta en los pequeños de la platea. El griterío ocurrió en una función de “María Julia y el árbol gallinero”, un relato infantil escrito por Erika adaptado para las tablas. En la obra, María Julia es una niña que tiene una gallina que sueña con tener pollitos. Cuando se estaba buscando a la actriz para que hiciera el papel de la gallina, la directora le propuso el rol a Erika, y fue así como ella aceptó volver a actuar.
–En una parte –me contaba ella– se le pide al público que dé ideas para escarmentar a María Julia de una travesura que hizo… ¡y los niños pidieron mi cabeza!
Imaginarme a Erika en el trance de gallina que pide ser sacrificada por los asistentes me recordó a las películas de Semana Santa donde el público pide la cabeza del Cordero. Aunque a favor de los niños deba decir que en su pedido parece existir cierta sabiduría inconsciente.
Mucho se discute entre padres sobre la pertinencia de exponer a los hijos a ficciones que contienen violencia. Cuando ya no era tan niño, se discutía sobre los golpes de El Chavo del Ocho. En estos tiempos, mi novia se enfrenta a un dilema cuando su hijo de nueve años le pide videojuegos como Grand Theft Auto, donde quien juega ocupa el rol de un antisocial urbano que tiene ante sí la posibilidad de hacer una carrera delictiva hasta ser un pez gordo. Hace un tiempo escribí para este medio un artículo en el que exponía la teoría de Bruno Bettelheim sobre los cuentos de hadas y la maduración infantil. Según él, los cuentos clásicos aportan a los niños poderosos mensajes a nivel consciente e inconsciente y cumplen, además de entretener, con la función de ayudarles a procesar los monstruos instintivos con que nacemos todos. Es normal que un niño desee eliminar al hermanito recién llegado, y también es natural que se sienta terriblemente culpable por desearle la muerte. Son estas historias crueles las que lo ayudan a exteriorizar esos miedos e instintos y, también, a que en ese proceso sepa distinguir lo que es lícito de lo execrable en su relación con los demás. Hoy ha llegado a mis ojos un aporte de León Trahtemberg, quien ha compartido una investigación de Jamie Ostrov y Douglas Gentile donde se concluye que los programas considerados como “educativos” generarían más agresión en los niños en el entorno del aula que aquellos programas que solemos calificar como violentos o sin moraleja oficial. Una de las razones planteadas es que en su metodología los libretos “educativos” le dan mucha exposición al conflicto y que la resolución del mismo se da recién al final, pero para entonces los niños ya han registrado las conductas agresivas a lo largo del programa y no conectan las consecuencias.
Los debates pueden ir y venir, pero cada vez me convenzo más de que la ficción es un medio maravilloso para que, salvo psicopatías, niños y grandes procesemos nuestras zonas oscuras en un terreno claramente delimitado. Esos niños que querían ver muerta a la gallina en la ficción hicieron uso de ese derecho y, creo yo, salieron del teatro más lejos de los cuchillos que pueblan el mundo real.
January 9, 2015
Recepcionista jamás
La recepcionista tenía que almorzar, pero nadie podía reemplazarla durante esa hora.
Alguien mencionó en un correo que de aquello podía encargarse la señora de la limpieza, pero la responsable de Recursos Humanos le recordó que su régimen de contratación lo impedía y que, además, el puesto requería el dominio del inglés, algo que la señora no parecía garantizar.
Entonces, la responsable de Recursos Humanos tuvo una idea. Calculó el número de practicantes que tenía la empresa y preguntó en un mail:
–¿Qué tal si una vez cada dos semanas un practicante ocupa la recepción durante esa hora?
Cuando esta sugerencia empezó a tomar cuerpo, su filtración a los pasillos tomó el curso de un amotinamiento. Los jóvenes practicantes que todos los días asistían orgullosos a esa torre tan pulida tomaron la disposición como una ofensa. ¿Cómo era posible que los estudiantes de las más prestigiosas universidades del país tuvieran que pasar una hora encadenados a una actividad menor? ¿A quién se le podía ocurrir que los futuros príncipes del empresariado peruano, apellidos todos que recordaban a avenidas y plazas, tuvieran que andar coordinando actividades de la puerta de ingreso? Además, sentarlos en ese puesto ¿no desnaturalizaba el contrato de prácticas?
La encargada de Recursos Humanos no solo era creativa, sino también obstinada. Revisó concienzudamente las leyes laborales y envió un correo de vuelta subrayando que una de las razones para que existan practicantes en las empresas es que, a través de su estadía en esa condición, los novatos tienen la oportunidad de familiarizarse con todos los aspectos que rigen el funcionamiento de una organización.
Y fue con el peso de esta evidencia que el motín de chicos pulpín se aplacó entre pucheros.
Lo que enseña esta anécdota es que entre muchos de nuestros actuales jóvenes, hijos de la bonanza, podría haberse inoculado un síndrome caracterizado por la falta de inteligencia, el exceso de pudor y una falta de humildad. ¿Hacerse cargo de la recepción de una empresa durante una hora no sería la mejor manera de conocer los flujos oficiales y no oficiales de la organización? ¿No es la forma más directa de conocer el organigrama completo, a los clientes y a los proveedores? Quien controla la entrada y salida de personas y llamadas ¿no sabe más de la empresa que aquel que vive en su módulo apartado?
Desechar una oportunidad así es, pues, una clara muestra de estupidez.
Aunque la estupidez, en este caso, sea consecuencia del pudor social.
–Qué roche… –piensa en estos días el practicante del área legal, mientras ve llegar a un visitante que estudió en su misma universidad– ¿dónde carajos me escondo?
A mi padre podría reprocharle varias cosas, pero debo agradecerle muchísimas más que son valiosas. Él puso una escoba en mis manos a los seis años para barrer su establecimiento y hubo un verano en que me puso a servir mesas en un comedor público. Si todos nuestros niños crecieran con la noción incontaminada de que el trabajo es digno en sí mismo, ¿no tendríamos líderes más preparados, capaces de manejar tanto una central telefónica como una reunión de alto vuelo? ¿No seríamos acaso una sociedad más perspicaz y menos discriminadora?
Recepcionista jamás
La recepcionista tenía que almorzar, pero nadie podía reemplazarla durante esa hora.
Alguien mencionó en un correo que de aquello podía encargarse la señora de la limpieza, pero la responsable de Recursos Humanos le recordó que su régimen de contratación lo impedía y que, además, el puesto requería el dominio del inglés, algo que la señora no parecía garantizar.
Entonces, la responsable de Recursos Humanos tuvo una idea. Calculó el número de practicantes que tenía la empresa y preguntó en un mail:
–¿Qué tal si una vez cada dos semanas un practicante ocupa la recepción durante esa hora?
Cuando esta sugerencia empezó a tomar cuerpo, su filtración a los pasillos tomó el curso de un amotinamiento. Los jóvenes practicantes que todos los días asistían orgullosos a esa torre tan pulida tomaron la disposición como una ofensa. ¿Cómo era posible que los estudiantes de las más prestigiosas universidades del país tuvieran que pasar una hora encadenados a una actividad menor? ¿A quién se le podía ocurrir que los futuros príncipes del empresariado peruano, apellidos todos que recordaban a avenidas y plazas, tuvieran que andar coordinando actividades de la puerta de ingreso? Además, sentarlos en ese puesto ¿no desnaturalizaba el contrato de prácticas?
La encargada de Recursos Humanos no solo era creativa, sino también obstinada. Revisó concienzudamente las leyes laborales y envió un correo de vuelta subrayando que una de las razones para que existan practicantes en las empresas es que, a través de su estadía en esa condición, los novatos tienen la oportunidad de familiarizarse con todos los aspectos que rigen el funcionamiento de una organización.
Y fue con el peso de esta evidencia que el motín de chicos pulpín se aplacó entre pucheros.
Lo que enseña esta anécdota es que entre muchos de nuestros actuales jóvenes, hijos de la bonanza, podría haberse inoculado un síndrome caracterizado por la falta de inteligencia, el exceso de pudor y una falta de humildad. ¿Hacerse cargo de la recepción de una empresa durante una hora no sería la mejor manera de conocer los flujos oficiales y no oficiales de la organización? ¿No es la forma más directa de conocer el organigrama completo, a los clientes y a los proveedores? Quien controla la entrada y salida de personas y llamadas ¿no sabe más de la empresa que aquel que vive en su módulo apartado?
Desechar una oportunidad así es, pues, una clara muestra de estupidez.
Aunque la estupidez, en este caso, sea consecuencia del pudor social.
–Qué roche… –piensa en estos días el practicante del área legal, mientras ve llegar a un visitante que estudió en su misma universidad– ¿dónde carajos me escondo?
A mi padre podría reprocharle varias cosas, pero debo agradecerle muchísimas más que son valiosas. Él puso una escoba en mis manos a los seis años para barrer su establecimiento y hubo un verano en que me puso a servir mesas en un comedor público. Si todos nuestros niños crecieran con la noción incontaminada de que el trabajo es digno en sí mismo, ¿no tendríamos líderes más preparados, capaces de manejar tanto una central telefónica como una reunión de alto vuelo? ¿No seríamos acaso una sociedad más perspicaz y menos discriminadora?
January 2, 2015
El país literal
Ocurrió mientras esperaba la aparición del A22.
Luego de sonreír con un par de segmentos de cámara escondida que aparecieron en la pantalla del banco, vi que empezaba un video musical. Al ritmo de un cajón y de una quijada aparecieron varios cantantes peruanos calentando ante el micrófono. Algunos, como Anna Carina, le sonreían a la cámara; otros, como Raúl Romero, hacían muecas. De pronto empezó la melodía. No estaba mal, en verdad. El Chino Figueroa nunca decepciona en esas lides.
Lo malo vino con el nombre de la canción y con la letra.
En las letras pequeñas, abajo, apareció: “Cuida al Perú- Varios artistas”.
¿En serio? –pensé–. ¿”Cuida al Perú”?
Eva Ayllón cantaba que aquí siempre sale el sol, Dina Paúcar entonaba que es un país “con Costa, Sierra y Selva / donde todo es mejor” y yo me decía que si entre las imágenes aparecía ondeando una bandera blanquirroja lo mejor sería que entraran Los injertos a liberarme de esa metralla de lugares comunes.
El Perú es un país donde no se cultiva el misterio ni la lectura entre líneas. Al menos, no cuando se trata de conmover o persuadir. Casi todo es literal en la mayor parte de nuestra publicidad, de nuestra teleseries, de nuestras películas y hasta de nuestras canciones. Cuando un actor hace un gesto de miedo en la pantalla, ¿qué es lo siguiente que dice? Pues que tiene miedo. Cuando un grupo de artistas quiere crear conciencia sobre nuestro país como reserva de la biodiversidad, ¿qué frase interesante pone en juego esta idea? “Cuida al Perú”. Cuando los jerarcas de las organizaciones públicas se imaginan un símbolo gráfico que acompañe el nombre de su institución, ¿qué logotipos son los que aparecen en los membretes? Los que tienen el mapa del Perú.
–Somos la Agencia Peruana de Promoción de la Innovación, ¿alguna propuesta para nuestro logo?
–Pongamos un mapa del Perú y una “I” adentro, a la altura de Huánuco.
–Aprobado.
Dime qué adultos tiene tu sociedad ahora para decirte cómo fue la educación de tu país hace veinte años. Es claro que el Perú de fines del siglo XX fue el país de la precariedad rampante, y aunque esa condición subsista hoy en nuestras prácticas institucionales, por lo menos deberíamos estar atentos a que en nuestras escuelas y en nuestras casas los niños sean cuestionados ante lo básico que puedan ser sus estímulos. Usted mismo, en su casa, puede hacer el ejercicio. Preséntele a su hijo, nieto o sobrino la foto de un personaje que sonríe y pregúntele qué siente ese señor. Si el niño le dice lo obvio, cuestiónelo. ¿Y si el señor está mintiendo? ¿Y si esconde un secreto? ¿Y si solo le pagaron para sonreír? Este es el mismo ejercicio que hace la buena literatura cuando presenta personajes entrañables que pueden ser tan heroicos como mezquinos, o lo que hace el arte cuando se aleja de las imágenes altamente comestibles y nos coloca ante marejadas contradictorias o incómodas. Una sociedad que crece rodeado de cosas obvias siempre producirá cosas obvias. Y los artistas, los científicos, los fabricantes y los intelectuales que le ofrecen al mundo transcripciones literales de lo acumulado hasta hoy quedan relegados al fondo de lo deseable.
O al aburrimiento de una sucursal bancaria, por lo menos.
El país literal
Ocurrió mientras esperaba la aparición del A22.
Luego de sonreír con un par de segmentos de cámara escondida que aparecieron en la pantalla del banco, vi que empezaba un video musical. Al ritmo de un cajón y de una quijada aparecieron varios cantantes peruanos calentando ante el micrófono. Algunos, como Anna Carina, le sonreían a la cámara; otros, como Raúl Romero, hacían muecas. De pronto empezó la melodía. No estaba mal, en verdad. El Chino Figueroa nunca decepciona en esas lides.
Lo malo vino con el nombre de la canción y con la letra.
En las letras pequeñas, abajo, apareció: “Cuida al Perú- Varios artistas”.
¿En serio? –pensé–. ¿”Cuida al Perú”?
Eva Ayllón cantaba que aquí siempre sale el sol, Dina Paúcar entonaba que es un país “con Costa, Sierra y Selva / donde todo es mejor” y yo me decía que si entre las imágenes aparecía ondeando una bandera blanquirroja lo mejor sería que entraran Los injertos a liberarme de esa metralla de lugares comunes.
El Perú es un país donde no se cultiva el misterio ni la lectura entre líneas. Al menos, no cuando se trata de conmover o persuadir. Casi todo es literal en la mayor parte de nuestra publicidad, de nuestra teleseries, de nuestras películas y hasta de nuestras canciones. Cuando un actor hace un gesto de miedo en la pantalla, ¿qué es lo siguiente que dice? Pues que tiene miedo. Cuando un grupo de artistas quiere crear conciencia sobre nuestro país como reserva de la biodiversidad, ¿qué frase interesante pone en juego esta idea? “Cuida al Perú”. Cuando los jerarcas de las organizaciones públicas se imaginan un símbolo gráfico que acompañe el nombre de su institución, ¿qué logotipos son los que aparecen en los membretes? Los que tienen el mapa del Perú.
–Somos la Agencia Peruana de Promoción de la Innovación, ¿alguna propuesta para nuestro logo?
–Pongamos un mapa del Perú y una “I” adentro, a la altura de Huánuco.
–Aprobado.
Dime qué adultos tiene tu sociedad ahora para decirte cómo fue la educación de tu país hace veinte años. Es claro que el Perú de fines del siglo XX fue el país de la precariedad rampante, y aunque esa condición subsista hoy en nuestras prácticas institucionales, por lo menos deberíamos estar atentos a que en nuestras escuelas y en nuestras casas los niños sean cuestionados ante lo básico que puedan ser sus estímulos. Usted mismo, en su casa, puede hacer el ejercicio. Preséntele a su hijo, nieto o sobrino la foto de un personaje que sonríe y pregúntele qué siente ese señor. Si el niño le dice lo obvio, cuestiónelo. ¿Y si el señor está mintiendo? ¿Y si esconde un secreto? ¿Y si solo le pagaron para sonreír? Este es el mismo ejercicio que hace la buena literatura cuando presenta personajes entrañables que pueden ser tan heroicos como mezquinos, o lo que hace el arte cuando se aleja de las imágenes altamente comestibles y nos coloca ante marejadas contradictorias o incómodas. Una sociedad que crece rodeado de cosas obvias siempre producirá cosas obvias. Y los artistas, los científicos, los fabricantes y los intelectuales que le ofrecen al mundo transcripciones literales de lo acumulado hasta hoy quedan relegados al fondo de lo deseable.
O al aburrimiento de una sucursal bancaria, por lo menos.
December 26, 2014
Mi deseo es bien sencillo
Desearle un buen año a quienes se cruzan con nosotros es una mezcla de buena voluntad, superstición y sumisión al cliché. Es caer en una frase que, bien analizada, es vacía y nunca cambia destinos mientras la Tierra pasa por un punto aleatorio de su órbita.
Por eso, esta vez quiero pagar por todas las veces en que la pronuncié por adornar una despedida o por caer simpático. Quiero decir que esta vez le haré a usted un deseo concreto.
Pero para que se cumpla, usted tendrá que poner de su parte.
La idea se me ocurrió hace un momento, cuando salía de una reunión de trabajo. En ella pasé dos horas escuchando intervenciones tan repetitivas, que si los asistentes hubiéramos visto después una grabación de aquel cónclave nos habríamos dado cuenta de que lo más rescatable de lo expresado habría sumado sólo 10 minutos.
¿Y si en nuestros entornos de trabajo o de estudio designáramos un árbitro de reuniones?, me pregunté al salir. Una persona con reloj en la mano y con el criterio requerido para notar cuando las opiniones se están empezando a parecer entre sí.
–Yo creo que… bueno… como lo dije la otra vez, el próximo año deberíamos contratar a un auditor que…
–Eso ya está anotado, gracias. ¿Siguiente intervención?
Sé que las reuniones así parecerían muy maquinales y perderían distensión, pero cada vez me doy cuenta de que lo que se pierde en ellas es aún más valioso: tiempo. Tiempo para volver temprano con los hijos. Tiempo para sentarse en un parque. Tiempo que podríamos pasar con un amigo. Tiempo para tener un pasatiempo. Incluso: tiempo para relajarse con los asistentes a la reunión una vez que se haya hablado exclusivamente de trabajo.
Hace unos días, Alana, la ejecutiva de una corporación, me contó que en algunas empresas los asistentes a las reuniones ya empezaron a ponerse límites con billeteras en la mesa: por cada minuto que la reunión se pasa de la hora estimada, los asistentes tienen que poner un billete al centro. Es también una buena salida. Cuando aquel banco peruano sacó esa frase de que “el tiempo vale más que el dinero” estaba diciendo una gran verdad, aunque con ella se estaba echando a cuestas un reto gigantesco para estar a la altura. Ahora que observo a amigos más jóvenes que yo volviéndose locos por cimentar una carrera a veces les digo, mirando en mi propio retrovisor, que el dinero puede ir y volver durante la vida, pero que los años de infancia de los hijos, esos con seguridad no regresan.
Y ese es mi deseo de fin de año para usted: que en su entorno laboral o de estudios, pueda encontrar –o erigirse usted mismo– en un árbitro de esas reuniones o que encuentre con sus compañeros un método disuasivo como el que ya fue comentado. Estamos en un tobogán inexorable. Para algunos se acabará antes, para otros después, pero para todos el viaje se terminará sin discusiones.
A disfrutar, entonces, de lo que vale la pena en lugar de escuchar cojudeces que se repiten.
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