Gustavo Rodríguez's Blog, page 15

March 6, 2015

Para esto es la estúpida cultura

El último domingo a las 12 y 43 de la tarde ocurrió en Cusco un hecho que debería de avergonzarnos como nación, desde Aguas Verdes a la Línea de la Concordia.

Cuando faltaban diecisiete minutos para que finalizara el partido entre Cienciano y Juan Aurich el delantero panameño de este último club, Luis Tejada, fue sorprendido en posición adelantada.

Parte de la tribuna cusqueña encontró en el silbatazo el pretexto para descargar su complejo racista contra el jugador. Ya que no era la primera vez que Tejada era insultado por ser negro en nuestro país puedo imaginarme su orgullo herido, la sangre hirviéndole en la cara y el vapor de la rabia activándole los pies para patear la pelota contra la tribuna. El árbitro le sacó tarjeta amarilla por este gesto y Tejada, viendo que tras cuernos le caían palos, se fue de la cancha furioso, dejando a su equipo con diez hombres.

Para efectos de la estadística, Aurich perdió el partido.

Pero para efectos de la Historia, queda claro que seguimos siendo un redil sin futuro.

¿Cómo puede ser que un país que se precia de ser culturalmente diverso fustigue a alguien por ser negro, indio, o blanco? ¿Cómo explicar que el país que admira a Teófilo Cubillas como el exponente histórico del fútbol peruano en el mundo insulte a un futbolista por tener el mismo color? ¿Cómo podemos hablarle a los turistas con orgullo de nuestros anticuchos y faltarle el respeto a la etnia que tanto contribuyó al milagro de nuestra cocina? La respuesta es compleja y no se refugia en un solo factor. Pero como este espacio me pertenece voy a tomarme el privilegio de dirigir las flechas hacia quienes hace poco se burlaban de una reciente marcha a favor de mayores actividades culturales en nuestra capital.

La brecha de nuestra infraestructura puede acortarse con dinero y gestión, pero nuestra desigualdad es un vacío que necesita puentes anclados en la sensibilidad. Usar un bus moderno o cruzar un puente nuevo es una decisión personal, funcional y hasta egoísta: se los utiliza porque es conveniente. Pero usar esos mismos espacios públicos buscando armonía y respetando al desconocido, eso solo es producto de una buena formación en nuestros hogares y de un Estado que pone el marco para que nuestros corazones se sensibilicen. Acabo de enterarme de que Suiza ha incorporado la formación musical como un derecho dentro de su Constitución. Hay sociedades que saben dar en la nota. Un chico que crece en contacto con los dramas y las risas del teatro, que es guiado por las emociones que quiso transmitir un pintor o un fotógrafo, que danza con otros jóvenes siguiendo la historia ancestral de un pueblo o que intuye las infinitas contradicciones del ser humano a través de la literatura y se emociona con las expresiones culturales de sus compatriotas, ¿cómo se va a comportar en un estadio, en un bus o en una negociación? Con las fibras más abiertas a lo que sienta el otro, y eso es lo que hace grande a las naciones. Comemos rico, tenemos ruinas y nos damos palmaditas por haber salido del hoyo oscuro de fines del siglo veinte, pero, ¿sabemos respetar al otro y ponernos de acuerdo, requisitos clave para concertar el desarrollo?

Que nos lo responda Luis Tejada desde su camerino.

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Published on March 06, 2015 04:25

February 27, 2015

Escritor Gustavo Rodríguez se vuelve viral con video de sus hijas

Desde 1996 Gustavo Rodríguez se toma una foto con sus hijas en el cumpleaños de cada una. Hace unos días compartió en YouTube un video que compila la transformación y se volvió noticia.


http://peru21.pe/redes-sociales/youtube-le-tomo-fotos-sus-hijas-cada-cumpleanos-y-este-resultado-noticia-2212849

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Published on February 27, 2015 04:32

Ay sí, los químicos

Mi tía Amalia solía tener un truquito para todo y no me extrañaría que ahora ande enseñándole a esos ángeles en los que creía cómo peinar sus alas. Por ejemplo, cuando veía a alguien hacer frejoles siempre le recomendaba echarles un poco de bicarbonato de sodio para evitar los gases.

No dudo que le funcionara.

Al menos, yo no me recuerdo como un dirigible tamaño infantil luego de probar los suyos.

Lo curioso es que la tía Amalia podía ser una fundamentalista tratándose de los compuestos químicos. Leía más etiquetas de alimentos que libros. Soltaba una mueca de desacuerdo cada vez que alguna amiga describía la receta prescrita por su médico. Y, por supuesto, trataba de consumir vegetales que habían sido fertilizados solo con bosta. Algo tiene mi alma que busca ser fastidiosa con los creyentes absolutos y si algo pudiera decirle hoy a ella, aparte de que la adoro y la extraño, es: ¿qué te parece, querida tía, haberle echado a tus frejoles durante toda tu vida el componente principal que tienen los extintores de fuego dentro de sus tanques rojos?

Es claro que la familiaridad aleja los temores.

Si mi tía hubiera leído de golpe en la etiqueta de su bicarbonato la expresión NaHCO3 de seguro habría sentido un ligero escalofrío. De la misma forma, los agricultores que lanzan úrea a sus cultivos sabiéndola perfectamente “natural” –de hecho es el residuo del metabolismo de las proteínas en los mamíferos–, sentirían dudas si un agrónomo se las prescribiera como CO(NH2)2.

Incluso yo mismo me pondría en guardia si el empaque de los huevos de granja que compro dijera “contienen ácido octadecadienoico” –todo huevo los tiene– o si los plátanos que compro para mi familia tuvieran un sticker anunciando el tocoferol que traen de manera absolutamente natural.

Todo lo que nos rodea es producto de procesos químicos. Las plantas y organismos que nos llevamos a la boca son laboratorios de alcances sorprendentes y lo mismo sucede con nuestro cuerpo. Puedo entender que la falta de profundidad en el conocimiento –algo tan afín a todo ser humano– pueda generar recelos en el campo químico, pero una cosa es la ignorancia por defecto y otra es la ignorancia por militancia. En las últimas semanas han llegado noticias de un brote de sarampión en Estados Unidos debido a que existe un movimiento de padres que se niegan a vacunar a sus hijos arguyendo miedos específicos que, evidentemente, no han sido contrastados con las estadísticas del impresionante impacto de las vacunas en la erradicación de las enfermedades que fueron flagelos del siglo 20. Esos padres, es obvio, aman a sus hijos pero también se aferran a una noción simplista y sin contraste objetivo que, paradójicamente, los pone en peligro. En un universo moldeado por procesos químicos ¿dónde empieza lo natural y dónde lo artificial? Y además: ¿cuándo lo artificial se convierte en artificio? Cada quien debe responderse estas preguntas investigando, contrastando fuentes serias y llegando a conclusiones alejadas de los extremos cegadores, espero. Yo, por mi lado, termino de escribir este artículo en la habitación de una clínica. Mi hija descansa con una vía intravenosa conectada a su brazo y pronto le darán de alta. Por el pasillo veo pasar a un señor de ochenta o tal vez más años. Camina gracias a una prótesis de Kevlar –poliparafenileno tereftalamida– mientras mis dedos húmedos dejan en el teclado minúsculos rastros de cloro, sodio y ácido urocánico.

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Published on February 27, 2015 04:24

February 26, 2015

Ay sí, los químicos

Mi tía Amalia solía tener un truquito para todo y no me extrañaría que ahora ande enseñándole a esos ángeles en los que creía cómo peinar sus alas. Por ejemplo, cuando veía a alguien hacer frejoles siempre le recomendaba echarles un poco de bicarbonato de sodio para evitar los gases.

No dudo que le funcionara.

Al menos, yo no me recuerdo como un dirigible tamaño infantil luego de probar los suyos.

Lo curioso es que la tía Amalia podía ser una fundamentalista tratándose de los compuestos químicos. Leía más etiquetas de alimentos que libros. Soltaba una mueca de desacuerdo cada vez que alguna amiga describía la receta prescrita por su médico. Y, por supuesto, trataba de consumir vegetales que habían sido fertilizados solo con bosta.

Algo tiene mi alma que busca ser fastidiosa con los creyentes absolutos y si algo pudiera decirle hoy a ella, aparte de que la adoro y la extraño, es: ¿qué te parece, querida tía, haberle echado a tus frejoles durante toda tu vida el componente principal que tienen los extintores de fuego dentro de sus tanques rojos?

Es claro que la familiaridad aleja los temores.

Si mi tía hubiera leído de golpe en la etiqueta de su bicarbonato la expresión NaHCO3 de seguro habría sentido un ligero escalofrío. De la misma forma, los agricultores que lanzan úrea a sus cultivos sabiéndola perfectamente “natural” –de hecho es el residuo del metabolismo de las proteínas en los mamíferos–, sentirían dudas si un agrónomo se las prescribiera como CO(NH2)2. Incluso yo mismo me pondría en guardia si el empaque de los huevos de granja que compro dijera “contienen ácido octadecadienoico” –todo huevo los tiene– o si los plátanos que compro para mi familia tuvieran un sticker anunciando el tocoferol que traen de manera absolutamente natural.

Todo lo que nos rodea es producto de procesos químicos. Las plantas y organismos que nos llevamos a la boca son laboratorios de alcances sorprendentes y lo mismo sucede con nuestro cuerpo. Puedo entender que la falta de profundidad en el conocimiento –algo tan afín a todo ser humano– pueda generar recelos en el campo químico, pero una cosa es la ignorancia por defecto y otra es la ignorancia por militancia. En las últimas semanas han llegado noticias de un brote de sarampión en Estados Unidos debido a que existe un movimiento de padres que se niegan a vacunar a sus hijos arguyendo miedos específicos que, evidentemente, no han sido contrastados con las estadísticas del impresionante impacto de las vacunas en la erradicación de las enfermedades que fueron flagelos del siglo 20. Esos padres, es obvio, aman a sus hijos pero también se aferran a una noción simplista y sin contraste objetivo que, paradójicamente, los pone en peligro.

En un universo moldeado por procesos químicos ¿dónde empieza lo natural y dónde lo artificial?

Y además: ¿cuándo lo artificial se convierte en artificio? Cada quien debe responderse estas preguntas investigando, contrastando fuentes serias y llegando a conclusiones alejadas de los extremos cegadores, espero.

Yo, por mi lado, termino de escribir este artículo en la habitación de una clínica. Mi hija descansa con una vía intravenosa conectada a su brazo y pronto le darán de alta. Por el pasillo veo pasar a un señor de ochenta o tal vez más años. Camina gracias a una prótesis de Kevlar –poliparafenileno tereftalamida– mientras mis dedos húmedos dejan en el teclado minúsculos rastros de cloro, sodio y ácido urocánico.

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Published on February 26, 2015 21:20

February 24, 2015

Una foto en cada cumpleaños (1996-2015)

Desde hace 20 años me tomo una foto con mis hijas en su cumpleaños, en el mismo lugar.

Este es el resultado hasta el año 2015.

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Published on February 24, 2015 09:06

February 19, 2015

Un puntito

Apenas nos enteramos salimos hacia la playa con unas toallas en la mano.

Mi novia recibía instrucciones del biólogo por el celular mientras nos acercábamos al tumulto. Lo rodeaban unos niños excitados, algunos adultos que opinaban y unas cuatrimotos ronroneantes. No era de extrañar que el pequeño bebé sintiera pánico. Daba rugiditos, mostraba los dientes y, de tanto en tanto, trataba de huir hacia el agua, pero esa mañana las olas eran tan grandes que su cuerpecito era revolcado una y otra vez.

El biólogo de ORCA: Deben sacarlo de allí y llevarlo a una casa de confianza para que pase el día aislado. Tenemos que salvarlo del estrés.

Una señora: ¡¿A dónde se lo llevan?!

El salvavidas: Antes unos chiquíos le estaban dando palazos…

Una chica: ¡Si lo tocan su mamá no va a querer recibirlo de vuelta!

Mi novia y yo tratamos de atraparlo, pero era escurridizo. Felizmente, un adolescente decidido vino en nuestro auxilio y alcanzó a agarrarlo no sin antes recibir una dentellada. En el camino a casa, el pequeño lobito era como un flautista de Hamelín envuelto en toallas: una legión de niños lo seguía tratando de tocarle las aletas. Cuando llegamos a nuestra casa, el silencio fue un bálsamo.

Mis hijas: ¡Awww, qué cosita! ¡No lo puedo creer!

Una amiguita invitada: ¿No hay que darle leche?

Otra amiga invitada: ¿No necesita estar en agua?

Tendimos una toalla en el piso y no pasó ni un minuto para que el bebé, exhausto, se quedara dormido. Lo contemplamos a través de la mampara asistiendo a un milagro: no todos los días se tiene a un lactante así en casa. Un par de fotos suyas fueron subidas a Facebook y el lobito empezó a ser una celebridad entre nuestros conocidos de la red.

Mariana: ¡Devuélvanlo al mar!

Katia: No debieron tocarlo…

Santiago: ¡Hay que darle agua!

Mi novia: Tranquilos, solo hay que dejarlo allí.

Ese domingo pasamos las horas en casa, atentos a los eventuales aullidos de Marco –¿gritaría “mamá”?– las pocas veces que despertaba. Cuando el sol se ponía, decidimos que era el momento: la mayoría de veraneantes ya debía estar en camino a la ciudad. O eso rogábamos.

Mi novia:¿Y si su mamá no aparece?

Yo: Tú misma me has dicho que puede esperar hasta por cuatro días.

Mi novia: Me refiero a que si es huérfano…

Pero todavía había gente en la playa, aunque poca.

El adolescente: ¡Si lo dejamos entrar al agua se va ahogar!

Una señora: ¡No hombre, si nadar está en sus genes!

Marco: ¡Déjenme en paz, carajo!

En ese instante preciso, el mar se aquietó un poco. El lobito atravesó la espuma y se enfrentó a las olas. Una tras otra. Todos lo mirábamos, alentándolo en silencio.

El biólogo de ORCA: Los lobitos no pueden nadar solos y tampoco saben orientarse. Su mamá debió estar llamándolo en una frecuencia que no escuchamos y por eso se lanzó decidido.

Mi novia: Pero a ella no la vimos…

El biólogo de ORCA: Debió estar debajo de él, ayudándolo a flotar.

Nunca olvidaré su cabecita, un puntito negro rumbo a los islotes de Puerto Viejo.

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Published on February 19, 2015 21:40

February 13, 2015

Yo confieso

Escribo esto aún con droga en la sangre mientras una vocecita me susurra que me arrepentiré de oprimir la tecla “Enviar”.

Así que si usted está leyendo esto es porque a las finales el mundo me importó un joraca al menos por una vez en la vida.

Hace mucho que no aspiraba cocaína en una borrachera y la razón por la que anoche volví a los infiernos es porque mi novia me mandó hasta allá con todas sus letras.

Le fui infiel. Ya está, lo dije.

Pero mi infidelidad no ha sido una del montón, de esas que María Conchita Alonso buscaba disculpar con una noche de copas; la mía ha sido alevosa, felona, pérfida, con el total dominio de mis sentidos justo antes de perderlo entre sábanas y otros detalles que es mejor no mencionar, porque aparentemente aun me funciona la autocensura.

Me metí con su prima hermana, que en este caso es casi meterse con la hermana, porque se quieren –o se querían– como tales. Mi amante es una chica de veintipocos años, de esas que inspiraron a José José a cantar esa canción sobre la diferencia de edad (creo que esta noche soy un embajador de Radio Felicidad, qué le voy a hacer).

Hace seis meses que la engaño. A mi novia, claro. Y también a su prima, qué diablos, porque mientras mi novia me esperaba en su casa enviándome mensajitos cariñosos (qué quieres que te prepare) yo estaba en un hostal de la avenida Aramburú (¿amor, ya vienes?) jurándole a su deliciosa prima por enésima vez (amor, la comida se enfría) que pronto volvería a estar soltero, (no contestas, espero que no tengas mucho trabajo) que lo mejor para estar juntos de verdad era una estrategia de largo aliento, separarme de mi novia, dejar de vernos por un tiempo, simular después de varias semanas un encuentro casual, fingir luego que nos habíamos vuelto confidentes, después amigos, y luego… bueno. En suma, le decía a la prima riquísima que mi novia aceptaría con mejor cara un romance nacido de la amistad estando ambos solteros, que uno germinado en la deslealtad. Casos conozco de mujeres que dejaron a un hombre para casarse con su hermano: el problema no es el cambio, sino cómo encaras la transición. Todo esto le decía. ¿Por qué fui tan caradura y autodestructivo? ¿Qué me llevó a poner en peligro una relación tan pacífica, tan querida por mis hijas, tan aprobada por mis amigos? ¿Qué me hizo romper una relación fraterna entre dos chicas buenas? Alguna vez mi psicoanalista me dio una pista: el conflicto es el motor de lo que emprendo. De otra forma es imposible explicar este deseo mío de romper con la armonía. ¿Por qué, sino, he hecho abortar a cuatro mujeres en mi vida, le robé a mi último socio y me he sentado borracho y coqueado para escribir esto? De la misma forma tampoco puedo dejar de preguntarme qué lo llevó a usted a leerse de cabo a rabo este testimonio de ruindades que me acabo de inventar y, también, si está a favor de la próxima marcha contra la “televisión basura”. Porque si es así, reconsidérelo: tratándose del morbo, quizá debamos marchar contra nosotros mismos.

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Published on February 13, 2015 05:19

February 12, 2015

Yo confieso

Escribo esto aún con droga en la sangre mientras una vocecita me susurra que me arrepentiré de oprimir la tecla “Enviar”.

Así que si usted está leyendo esto es porque a las finales el mundo me importó un joraca al menos por una vez en la vida.

Hace mucho que no aspiraba cocaína en una borrachera y la razón por la que anoche volví a los infiernos es porque mi novia me mandó hasta allá con todas sus letras.

Le fui infiel. Ya está, lo dije.

Pero mi infidelidad no ha sido una del montón, de esas que María Conchita Alonso buscaba disculpar con una noche de copas; la mía ha sido alevosa, felona, pérfida, con el total dominio de mis sentidos justo antes de perderlo entre sábanas y otros detalles que es mejor no mencionar, porque aparentemente aun me funciona la autocensura.

Me metí con su prima hermana, que en este caso es casi meterse con la hermana, porque se quieren –o se querían– como

tales. Mi amante es una chica de veintipocos años, de esas que inspiraron a José José a cantar esa canción sobre la diferencia de edad (creo que esta noche soy un embajador de Radio Felicidad, qué le voy a hacer).

Hace seis meses que la engaño. A mi novia, claro. Y también a su prima, qué diablos, porque mientras mi novia me esperaba en su casa enviándome mensajitos cariñosos (qué quieres que te prepare) yo estaba en un hostal de la avenida Aramburú (¿amor, ya vienes?) jurándole a su deliciosa prima por enésima vez (amor, la comida se enfría) que pronto volvería a estar soltero, (no contestas, espero que no tengas mucho trabajo) que lo mejor para estar juntos de verdad era una estrategia de largo aliento, separarme de mi novia, dejar de vernos por un tiempo, simular después de varias semanas un encuentro casual, fingir luego que nos habíamos vuelto confidentes, después amigos, y luego… bueno. En suma, le decía a la prima riquísima que mi novia aceptaría con mejor cara un romance nacido de la amistad estando ambos solteros, que uno germinado en la deslealtad. Casos conozco de mujeres que dejaron a un hombre para casarse con su hermano: el problema no es el cambio, sino cómo encaras la transición. Todo esto le decía. ¿Por qué fui tan caradura y autodestructivo? ¿Qué me llevó a poner en peligro una relación tan pacífica, tan querida por mis hijas, tan aprobada por mis amigos? ¿Qué me hizo romper una relación fraterna entre dos chicas buenas? Alguna vez mi psicoanalista me dio una pista: el conflicto es el motor de lo que emprendo. De otra forma es imposible explicar este deseo mío de romper con la armonía. ¿Por qué, sino, he hecho abortar a cuatro mujeres en mi vida, le robé a mi último socio y me he sentado borracho y coqueado para escribir esto? De la misma forma tampoco puedo dejar de preguntarme qué lo llevó a usted a leerse de cabo a rabo este testimonio de ruindades que me acabo de inventar y, también, si está a favor de la próxima marcha contra la “televisión basura”. Porque si es así, reconsidérelo: tratándose del morbo, quizá debamos marchar contra nosotros mismos.

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Published on February 12, 2015 21:00

February 5, 2015

Así que quieres trascender

Ayer me topé con unos cuentos que escribí a los dieciséis.

Debido a las “e” rellenas de tinta, las hojas mecanografiadas parecen estar repletas de espinillas, tal como debo haberlo estado yo. Parece la metáfora adecuada, un adolescente típico representado por unas historias del montón.

Y sin embargo, esas páginas tal vez sean las más puras y felices que he plasmado.

Cuando las escribí sabía que su destino sería un cajón. En mi mente no aparecían, ni de lejos, las imágenes de algún lector posible, de un editor que seducir, de ese académico que no hay que defraudar, toda la fauna esperable de aquello que acertadamente se llama “circuito”, porque todo circuito se muerde la cola.

Algo similar me ocurrió cuando empecé a escribir anuncios en una agencia de publicidad.

El Perú era un territorio enclaustrado. El impuesto para salir del país era de 100 dólares y un chico como yo ganaba 20. No había artículos importados que comprar y hasta la publicidad que se emitía tenía que haber sido grabada aquí. Los concursos de reconocimiento eran un territorio mítico que le abría sus puertas a otros y, sin embargo, recuerdo que mis compañeros y yo trabajábamos contentos: la gran premiación de cada día consistía en haber logrado una buena idea. Todo eso empezó a cambiar cuando asomaron los festivales publicitarios: la generación de redactores y directores de arte de aquellos años se hizo adicta al podio y, lamentablemente, eso ha continuado hasta hoy. La realización personal ya no descansaba en lo que uno podía lograr, sino en lo que los demás pensaban que uno había logrado.

Obviamente, hay que ser un idiota en un gremio autorreferencial para buscar trascender a través de la publicidad y yo, en una época, llegué a ser ese idiota.

Sin embargo, con el tiempo, me di cuenta de que pretender hacerlo a partir de la literatura o de cualquier otra disciplina es también ingenuo.

Hace tres o cuatro décadas Luis Felipe Angell era uno de los peruanos más leídos y celebrados por sus compatriotas, pero hoy sería más fácil encontrar un chino pecoso que a un veinteañero que sepa de él. Cuando Manuel Scorza falleció en un accidente aéreo, su nombre pareció remontarse a la altura de las leyendas. Pero, ¿se le recuerda acaso en las escuelas? Nos ha tocado una sociedad que produce tanto contenido todos los días, que es inevitable que la nueva marea desplace a la anterior. Hace tres semanas es probable que el perfil de Facebook de muchos lectores de este espacio proclamara “Je suis Charlie”. Yo les preguntaría: ¿han hablado de esa matanza hoy con sus amigos? Lo mismo se aplica a Urresti, a Nadine Heredia, a todos aquellos que hoy pueblan las portadas y que en secreto piden no ser desterrados de ellas. No hay mejor manera de sorber el tuétano de cada día que recordando que en cualquier momento podemos morir. No hay mejor manera de quitarse la angustia de ser reconocido que dar por hecho que serás olvidado.

A mí solo me van a recordar mis hijas y, quién sabe, tal vez sus hijos.

Esta es una de las certezas más liberadoras que he tenido en mi vida.

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Published on February 05, 2015 21:00

January 30, 2015

Mi hermano detenido

–¡Llámalo a su celular, dice que es urgente! –clamó nuestra madre.

Mi hermano es una de las personas más bondadosas y honradas que conozco, aunque su pinta levante las cejas de los observadores superficiales. Su brazo tatuado del hombro a la muñeca es solo el apéndice de una armadura que incluye perforaciones varias, polos de grupos subte y una melena explosiva que hace cambiar de vereda a las beatas de su barrio. Cuando lo pude ubicar me dijo que estaba detenido en una dependencia de la Divincri. Eran casi las diez de la noche y partí en un taxi. Antes de cortar me había susurrado: “Trae mil soles”.

Al llegar me encontré con un amplio cuadrilátero limitado por escritorios. Mi hermano estaba en una silla, en medio de los policías.

–A su hermano le hemos encontrado marihuana y ketes para la venta –me dijo el detective de mayor rango en la sala.

–¿Es verdad? –volteé hacia mi hermano. Él me hizo un gesto que no supe descifrar.

–¿Sabe? –le dije al detective–. Hace tiempo tomé la decisión de asumir mis culpas ante la policía. Si cometo una falta, pago mi multa. Lo mismo esperaría de mi familia. Si la embarró, que asuma.

–Usted debería ayudar a su hermano…

–¿Y cómo me aconseja ayudarlo? Usted parece tener más experiencia que yo en estos temas.

–No sé… hay instituciones para jóvenes como él… no vale la pena que se malogre la vida…

Lo observé un rato antes de jugarme la carta final.

–Usted no sabe a qué me dedico, ¿verdad?

–No.

–Le voy a confesar algo –le dije, mientras señalaba mi teléfono–. Yo venía dispuesto a hacer un escándalo mediático si es que veía que se estaba cometiendo una injusticia pero, ahora que he conversado con usted, me doy cuenta de que quiere lo mejor para mi hermano. Y por eso mismo le voy a pedir que lo deje ir conmigo.

El policía me miró pensativo. Sus compañeros nos observaban en silencio.

–Tengo que hablarlo con mi superior…

A los diez minutos entró el superior, un tipo envalentonado que se puso a sermonear a mi hermano mientras me miraba de reojo. Yo decidí no caer en su juego y giré la vista hacia el televisor. Al final de su pantomima, el superior ordenó que le devolvieran sus cosas.

En el taxi, mi hermano ya me pudo contar su versión. Había salido con su amigo Walter a comprar chifles antes del último Perú-Ecuador cuando dos patrullas que pasaban vomitaron a los mismos policías que yo iría a ver en la dependencia. Ambos fueron estampados, entre insultos y golpes, contra una pared y se vieron esposados. “Por fin tenemos pesca”, se mofaron los tombos. “A luca el tramboyo”.

–¿Y Walter?–le pregunté.

–Vino su hermana y creo que pagó. Pucha –bromeó tristemente–, creo que voy a cortarme el pelo para evitarme problemas…

No es raro que solo el 13% de peruanos denuncie los robos que les hacen y que el resto desconfíe de las dependencias policiales. No, hermano. A quien debemos cortarle, pero los huevos, es a esos tipos con placa que hicieron polvo nuestra tranquilidad. Y, de paso, las alas de gallito a ese ministro que busca pleito en los medios en vez de trabajar calladito para hacer una revolución de verdad en nuestra policía.

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Published on January 30, 2015 08:14

Gustavo Rodríguez's Blog

Gustavo Rodríguez
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