Gustavo Rodríguez's Blog, page 11
November 6, 2015
Una bestia llamada Perú
Hace algunos años una amiga española me contó sobre su primer viaje a Cusco.
Volvió encantada, pero no me ocultó su incomodidad cuando el guía explicaba los tesoros del imperio de los Incas y aprovechaba para recalcar de qué manera se habían enriquecido los conquistadores españoles. En uno de esos altos en el camino, durante el enésimo comentario acerca de la rapiña ibérica, mi amiga fue consultada por una turista peruana:
–Oiga, y en las escuelas de España, cuando enseñan lo que hicieron aquí sus antepasados…
Mi amiga la atajó de inmediato.
–Señora, serán sus antepasados, porque los míos no han salido de mi pueblo hasta hace poco.
Fue una respuesta que siempre me ha parecido magistral para desnudar la complejidad de un país emergido de choques, migraciones y mezclas. La mayoría de los peruanos, cuando nos ponemos en un plan anti colonialista, olvidamos que por nuestras arterias también corren los glóbulos de quienes nos conquistaron. Sin embargo, una ignorancia aún mayor vive entre nosotros cuando se trata de los peruanos que depredaron una civilización en el Pacífico en el siglo 19, más exactamente entre 1862 y 1863.
Las haciendas peruanas y los yacimientos guaneros que debían sostener el crecimiento económico de nuestra bisoña república necesitaban de mano de obra barata, más aún cuando la esclavitud había sido abolida años atrás, cuando Castilla necesitaba engrosar sus tropas para luchar contra Echenique. Cierto sector de la burguesía peruana creyó encontrar, entonces, una posible solución. Apuntaron el catalejo a cuatro mil kilómetros al sudoeste del Callao y, a lo largo de dos años, enviaron una veintena de naves hacia un pequeño triángulo emergido del mar.
La isla se llama Rapa Nui, pero los folletos turísticos de hoy la publicitan como Isla de Pascua.
Sus gigantescos Moai que dan la espalda al mar fueron testigos de cómo esta expedición se dedicó a secuestrar a la mayor cantidad posible de habitantes nativos para traerlos a estas costas desérticas. Para la pequeña sociedad polinésica el impacto fue cataclísmico. De los cuatro o cinco mil habitantes que tenía la isla, se calcula que mil quinientos fueron cazados y llevados a los barcos esclavistas.
A escala, es como si en estas épocas diez millones de peruanos hubieran sido secuestrados y llevados a otro continente.
Rapa Nui perdió gente, cultura –se afirma que su escritura en tablillas desapareció junto con los sabios fallecidos– y hasta perdió a la dinastía que gobernaba la isla. La dimensión operativa de este genocidio terminó cuando el gobierno francés elevó su voz de protesta, pero los sobrevivientes poco pudieron alegrarse: tras las crueles condiciones laborales y los males contraídos, solamente pudieron regresar repatriados 15 rapa nui, quienes terminaron contagiando de sus enfermedades a sus coterráneos. De acuerdo al sacerdote y estudioso Sebastián Englert, para 1877 en Rapa Nui solo quedaban 111 habitantes.
De ser cierta esta versión, es como si el Perú de hoy se viese reducido a 720,000 habitantes, algo menos que la población del departamento de Ica.
Luego de conocer estos hechos escalofriantes, uno se queda pensando en lo poco que sabemos de nuestra propia historia, en lo salvajemente inescrupulosa que ha llegado a ser nuestra dirigencia privilegiada, en los ecos de una superioridad racial que aun resuena en estas épocas, en lo bonito que me recibieron en Rapa Nui a pesar de haberles mostrado mi pasaporte peruano.
October 30, 2015
Lava tu plato, hijito
Si pudiera enviarme una carta al pasado, a la época en que mis amigos y yo empezábamos a criar descendencia, me escribiría una que diría: tu generación la ha seguido jodiendo. No tanto como las anteriores, pero igual la ha seguido jodiendo.
Si en el año que escribo esta carta, el 2015, diez mujeres peruanas se pusieran en una fila, las probabilidades dirían que siete de ellas están sufriendo algún tipo de violencia por parte de los hombres peruanos. En este caso no me refiero solo a los puñetazos, sino también a otras prácticas de control masculino: tratar de que la novia se quite esa falda corta, celarla y decirle que esos celos son demostración de amor y, por supuesto, esos comentarios babeantes que las chicas reciben cuando transitan por la calle.
De esas diez mujeres peruanas en la fila, entre tres y cuatro sí estarían sufriendo maltrato físico de parte de sus parejas. La cifra, pues, es una bofetada: cerca del 40% de las mujeres que nos rodean está sometida en sus casas a empujones, jalones, cachetadas, sexo sin consentimiento y otras vejaciones que trasladan a casa el mismo sentimiento de esos supuestamente inofensivos piropos en las calles: que las mujeres les pertenecen a los hombres y qué importa que invadamos su espacio: a cambio de eso les damos la recompensa de anunciarles que nos parecen cuerpos fornicables.
Pero por hablar de los piropos en la calle me he apartado del hogar.
Que cuatro mujeres de cada diez tengan que volver a casa a encerrarse con una fiera que da zarpazos tiene que estar minando nuestra sociedad. Los insomnios sufridos por millones de mujeres, sus cuadros depresivos, sus abortos espontáneos, todo esto nos tiene que estar pasando factura al resto. Según un estudio reciente de la universidad San Martín de Porres, tan solo el emporio textil de Gamarra pierde 10 millones de dólares cada año debido a la violencia doméstica. ¿Cuánto pierde el resto de empresas al tener mujeres en sus puestos que sufren en silencio y no hablan del tema? Pero como estas líneas están contaminadas por el vil indicador metálico, lo mejor sería preguntarse: ¿cuánto perdemos todos al criar generaciones envueltas en esos climas de violencia? ¿Será que el claxon que nos ensordece en la calle es el eco de la violencia que ese chofer vivió en su crianza? ¿Ese niño que le hace bullying a nuestro hijo, no estará gritando sin querer que eso no es nada comparado con lo que su padre le hace a su madre?
Todos pagamos por lo que le hacemos a nuestras mujeres. Por eso, ahora que puedo escribirte cuando aún no has contaminado a tus pequeños con la violencia que heredamos en el inconsciente, te recuerdo que los niños absorben la inequidad desde sus aspectos más triviales y que cuando crecen la trasladan a sus familias y trabajos. Para ilustrar esta idea, terminaré con otra estadística: a las niñas peruanas de hoy se les asigna en sus casas un 30% más de tareas domésticas que a los hombrecitos. Por eso, corta esa cadena desde temprano: si llegas a tener un varoncito, promueve que barra, que planche, que cocine, que también se moje las manos.
Será mejor que lave sus platos a que en el futuro su novia tenga que lavarse las heridas.
October 23, 2015
Malditos fachos y caviares
Hace dos semanas ingresé por primera vez en mi vida al espacio aéreo chino y, a los pocos minutos, el avión hizo una maniobra que no estaba prevista en mis planes. Mi itinerario decía que debía aterrizar en Xianyang, pero el avión descendió en un aeropuerto cuyo letrero decía Qingdao.
Diablos, ¿acaso nos habíamos equivocado de vuelo?
Mi novia y yo éramos los únicos occidentales en la nave y nadie nos entendía del todo. Lo único que hacía la tripulación era hacernos señas para bajar. Una vez en tierra nos hicieron pasar a todos por detectores de metal y nos pidieron nuestros documentos. Luego de cruzar esa barrera, mi novia y yo no sabíamos qué esperar. Después de unos minutos tortuosos, un policía gritó algo que nos sonó a “Xianyang” y, cuando vimos que un grupo de chinos se acercaba donde él, nosotros corrimos a mostrar los ideogramas de nuestra tarjeta de embarque. Cuando el policía asintió, nos volvió el alma. Recuerdo que una vez que caminamos con aquel grupo por los intestinos del aeropuerto, rumbo de nuevo al avión, mi novia comentó:
–Siguiéndolos ya me siento más tranquila.
Cuando volvimos a Lima nos enteramos de las noticias que no pudimos conocer por haber estado en un país que controla el acceso a la información. Muchas se referían a los mecanismos que se están activando con miras a nuestra próximas elecciones: que Keiko Fujimori estuvo en un conversatorio en Harvard, que ahora parece una caviar, que la izquierda no levanta en las encuestas, que gran parte de la prensa es una servidora de la maldita derecha.
Y recordé la frase de mi novia en aquel aeropuerto imprevisto.
Nosotros, dos peruanos desconcertados, no teníamos nada en común con los viajeros chinos que nos rodeaban, salvo los mismos ideogramas como destino. Y, sin embargo, estar con ellos nos tranquilizaba. Es en estas circunstancias cuando de lo más recóndito de nuestros genes algo nos dice que la supervivencia de nuestra especie dependió siempre de pertenecer a un grupo. Hoy ya no vivimos en cavernas, pero pareciera que dicho instinto sigue apareciendo de maneras más sofisticadas. Lo noto en esas discusiones entre los seguidores de Fujimori, Kuzcynski, García y el largo etcétera que suele poblar nuestras elecciones. Es como si la supervivencia biológica hubiera mutado en sobrevivencia social: ahora buscamos grupos de los que no depende nuestra alimentación, pero sí la gratificación de sabernos aceptados por nuestros pares. Esta aceptación nos hace sentir más seguros y, por eso mismo, seguimos con más facilidad las ideas de quienes piensan como nosotros, de la misma manera en que mi novia y yo hubiéramos seguido a ciegas a aquellos pasajeros chinos, incluso si nos estuvieran llevando a un precipicio.
Cierta vez leí que las posturas ideológicas de izquierda y de derecha obedecerían a que los seres humanos se han dividido desde tiempos remotos entre aquellos que tienden a privilegiar la justicia y quienes se inclinan a privilegiar la eficiencia. Esta clasificación, como toda polarización, siempre será exagerada porque eliminará los matices. Pero podría apostar que si a nuestra población se le preguntara de manera objetiva y sin apasionamientos qué preferiría –si justicia o eficiencia–, la gran mayoría respondería que ambas.
Por eso, quienes llevan siempre las palabras “facho” o “caviar” listas para ser escupidas como insulto me parecen superficiales simplistas o, sencillamente, ganado que le teme al despeñadero.
October 2, 2015
Esto lo bailaba a tu edad
Cuando era niño solía ayudar a mi padre en una farmacia que manejó durante años en el norte del país. En la pequeña ciudad que me recibió no existían emisoras con la frecuencia FM, así que aquellas cobranzas en la caja registradora, los afiches de Glostora y la envoltura de las medicinas en papel de despacho suelen estar asociados, en mi cabeza, a las baladas que emitía un radio con poca nitidez.
Hace poco, mientras hacía unos trámites en Lima, a mis oídos se colaron unos acordes que me retrocedieron a esos años de pantalón corto. Las trompetas arreciaron, rumberas, pero esa melodía salsera a mí me gritaba otra cosa. De pronto, cuando emergió la voz de Marc Anthony cantando “Hoy al verte con otro amor, así, sonriendo tanto…” , ya no me quedaron dudas.
Esa canción era “Hipocresía”, el tema lastimero que Los Pasteles Verdes habían lanzado a mediados de la década de 1970 y que por entonces se escuchaba hasta en la misa. No pude menos que sonreír. ¿Cómo podrían imaginar esos chicos, crecidos entre el arenal y el olor de la harina de pescado de Chimbote, que cuarenta años después una súper estrella de la salsa –no ahondaré en Jennifer López por pudor– iría a cantar su tema cumbre para las nuevas generaciones? Sería injusto decir que la canción carece de méritos para ser tomada en cuenta, pero también es probable que estos tiempos de ritmo desenfrenado hayan aportado su cuota para este tipo de resurrecciones.
No es casualidad que hoy, en esos momentos en que conduzco mientras mis hijas cantan al lado una canción de la radio, aproveche una pausa para decirles:
–Yo bailaba esto en los quinceañeros de 1983.
O también:
–Deborah Harry sí que era achorada cantando esta canción. ¿One Direction? Las hueveras.
Tampoco es coincidencia que en otras disciplinas artísticas de consumo masivo, como el cine, cada vez se produzcan más películas que traducen al presente ideas del pasado. Misión Imposible, Los Magníficos, Alfie, Annie, Los infiltrados, Footloose, The Karate Kid, Ocean´s Eleven, El planeta de los simios, Poltergeist, Poseidón, Robocop y El vengador del futuro son solo algunos estrenos relativamente recientes que se basan en guiones producidos hace décadas.
Contrariamente a lo que podría pensarse a priori, no estoy de acuerdo en que vivamos en una época de sequía creativa. Los medios informativos nos muestran cada día sorpresivos ejemplos de ingenio e inventiva de artistas en muchas disciplinas y estas ideas, a su vez, inspiran a otras mentes a aportar nuevas vueltas de tuerca. Dejando en claro esto –y que siempre será tentador para un productor musical, teatral o cinematográfico apostar su dinero a ideas que ya dieron resultado en el pasado– me atrevo a reflexionar que quizá los mayores responsables de tanto cover y remake seamos nosotros mismos. Consumimos información con tanta velocidad, que el ciclo de una idea que se estrena es mucho más corto que décadas atrás.
Buscamos estrenos, lanzamientos y novedades en nuestros dispositivos electrónicos con la vehemencia de un sabueso, y es prácticamente imposible llenar escaparates, teatros, radios y cines con ideas totalmente frescas a ese ritmo.
De hecho, quién sabe si en unos meses no termine yo mismo reciclando este artículo.
Para evitarlo en lo posible, salgo de vacaciones con mi Jennifer López.
Nos volvemos a encontrar en dos semanas.
September 25, 2015
Niños con agenda
Hace quince años, tal vez menos, conocí a un joven artista lleno de ideas frescas.
Una vez, en una reunión, notó de qué manera yo revisaba mi agenda, le tachaba algunas citas ya cumplidas y contaba los días para programar futuros compromisos.
–¿Te funciona eso? –me preguntó.
Yo lo debo haber mirado con la cara de a quien le han preguntado si puede vivir sin riñones. Mis amigos más cercanos saben que es más probable verme salir a la calle sin zapatos que sin mi agenda roja.
–¿Tú no usas? –le respondí.
–No. ¿Cómo es?
–Anotas para qué día debes entregar un documento, o un trabajo –le respondí, poniéndole un andador a mis palabras–. Luego calculas los días que imaginas que te tomará y te pones un recordatorio.
–Manya.
Esa mañana entendí en parte porqué mi joven amigo se quejaba de tener que cumplir con sus encargos artísticos casi siempre durante amanecidas y con el estrés de la última hora.
Y me pregunté, además, por qué una herramienta tan elemental de planificación no le fue inculcada, sino en su casa, en su colegio.
Fue por esa época, también, cuando participé en una interesante cena promovida por Felipe Ortiz de Zevallos y en la que recuerdo que también estaba Valentín Paniagua. El objetivo de ambos, fanáticos del ajedrez, era encontrar de qué manera se podía promover este juego entre nuestros niños. En aquella reunión me quedaron claros algunos beneficios de aprender a jugarlo de manera temprana: el valor de concentrarse, de responsabilizarse por los propios actos, de respetar las reglas, ejercitar la memoria visual, desarrollar el pensamiento lógico y, todo ello, como alguna vez me lo hizo notar Marco Martos –no solo un gran poeta, sino también maestro ajedrecista– a un costo tan barato como jugar a la pelota.
Quizá porque la planificación ha sido parte de mis obsesiones, se me ocurrió que el ajedrez también puede ser una herramienta que enseñe la virtud de la anticipación. Quien lo juega no apuesta al momento presente, sino que trata de intuir las futuras combinaciones del oponente y contrastarlas con la situación de los recursos que se tendrá en cada instante.
¿Y no es, precisamente, articular las contingencias del futuro lo que más necesita nuestro país?
Nos llenamos de opiniones sobre los últimos acontecimientos ocurridos a personalidades puntuales, el último asalto en determinado grifo, la diatriba de fulano contra zutano, es decir, la anécdota caliente tapando el horizonte, y aquello equivale a jugar ajedrez con los ojos fijos en el peón y no en el tablero. De una formación colectiva que nos limita a ver solamente la loseta en la que se está parado sale, pues, un país que construye caminos mientras desaparecen playas –Oh, Herradura–, trenes eléctricos que tardan treinta años en hacerse realidad, congresistas que difícilmente votarán por una genuina reforma electoral y, por supuesto, friajes y fenómenos de El Niño a los que nos gusta esperar con los pantalones abajo.
Es tragicómico hasta en lo literal: si somos un país que parece no tener agenda, quizá sea porque nuestros niños ni siquiera saben lo que es una.
September 18, 2015
Chancho Disney al palo
Cada vez que he pasado por la vía rápida que limita con Mistura al borde del mar me he sorprendido de lo enorme que es nuestra feria gastronómica. A veces creo que se podría escuchar una canción completa de Ramones mientras se la recorre en auto de punta a punta.
Este año enfrenté a mi fobia a las colas y entré por fin a esta maqueta del país de las mil cocinas, porque siempre he pensado que visitarla es algo que todo peruano curioso debería hacer una vez en la vida.
Lo primero que debo decir es que Mistura es una rareza a nivel internacional. No hay otro país en Sudamérica donde podría articularse una feria así, porque no existe en este subcontinente una población como la peruana, que lleva consumiendo tanta diversidad cultural desde la cuna, aun sin sospecharlo. Además –esto lo corrobora Mariano Valderrama, uno de sus artífices–, Mistura es única en el mundo porque en ella intervienen todos los actores de nuestra cadena gastronómica: productores agrarios, panaderos, carretillas callejeras, huariques y hasta comedores populares.
Así como el pez no sabe que está rodeado de agua, temo que los peruanos no nos demos cuenta de la cantidad de ingenios, esfuerzos y mecanismos que se han tenido que dar para que esta feria funcione. Cuando un limeño promedio escucha la palabra “Mistura”, en su mente se forma lo que también se formaba en la mía hasta hace poco: legiones que hacen colas para comer todo aquello que en nuestras ciudades se encuentra de forma separada. Esta percepción se limita a describir la gratificación de papilas y sistemas gástricos y, si se es generoso, los momentos que se pueden disfrutar en familia en una ciudad que no se caracteriza por tener muchos espacios públicos.
Sin embargo, sospecho que el orgullo por nuestra cultura no se encuentra tan presente.
Puedo imaginar a un limeño diciendo que salió satisfecho de Mistura porque encontró el chancho al palo más rico, pero no porque ha sentido orgullo del país tan variado que lo vio nacer.
Probablemente, la proyección futura de esta feria dependa de explotar esta relación incipiente.
¿Y si Mistura no solo fuera el espacio enorme donde compartimos nuestros platos sino también donde aprendemos el largo camino que tomó el milagro de sus recetas? ¿Y si las rutas de degustación se nos mostraran con una museografía lúdica? ¿Y si este gigante se convirtiera en una Disneylandia del orgullo cultural? ¿Que mientras se hace la cola para ese chancho al palo uno aprendiera que sin el aporte de España no existiría dicho plato –ni el cebiche, dicho sea de paso– o que sin la llegada de nuestros antepasados chinos tampoco podrías servirte ese lomo saltado?
Una cosa es salir bien comido, y otra mucho mejor es sentirte enriquecido.
Con lo primero todo queda en conversación trivial, con lo segundo te haces más dueño de tu cultura.
Finalizaré estas líneas comentando otro asunto que me dejó admirado: el esfuerzo, salvaje y carísimo, de levantar una ciudad artificial para tener que desmontarla diez días después.
Luego de constatar que nuestras ferias del libro pasan por lo mismo, es claro que la falta de un recinto ferial estable en nuestras ciudades atenta contra los gremios culturales tanto como las plagas amenazan a cualquier cosecha.
September 11, 2015
¿Mudo a mi madre, o qué?
La unidad vecinal de mi madre se está convirtiendo en un manicomio y ella parece no darse cuenta. Aquel territorio de grandes bloques polvorientos siempre ha tenido problemas entre sus vecinos, pero la semana pasada me quedé seriamente preocupado.
En la última asamblea de vecinos, que fue multitudinaria, el principal caso que se discutió fue el de una señora que perdió un ojo y a uno de sus cuatro hijos a las puertas de uno de los pocos privilegiados “chalets” –oh, la pretención– que existen entre bloque y bloque. El padre de esos niños es un borracho infeliz con costumbres de tirano y, según mi madre, había instalado el terror en esa casa.
–Si al menos fuera productivo –se lamenta ella.
Porque al miedo en esa casa hay que sumarle la carestía (les cortaron la luz y el agua hace meses) y ningún vecino se preocupó de acudir a las autoridades hasta que ya fue demasiado tarde. Hace pocos días la señora decidió huir con sus hijos, el marido descubrió las maletas listas y la aterrada mujer tuvo que escapar con ellos en la madrugada mientras el salvaje los perseguía alcoholizado. La señora, acorralada, se puso a tocar la puerta de ese chalet, pero no quisieron abrirle. El marido los agarró a patadas contra la puerta y el caso incluso ha salido en las noticias.
Me cuenta mi madre que la más furiosa durante la asamblea fue la representante del bloque 8.
“¡Los del chalet son tan asesinos como esa bestia!”, disparó la señora, mientras la apoyaban los aplausos.
–¿Ese bloque 8, no es el de Ticlio? –le pregunté a mi madre.
Me dijo que sí, que efectivamente. El bloque de la furiosa representante es el más hacinado de todos porque sus sesenta departamentos originales se han dividido para albergar hoy a cientos de familias. El caso extremo es el de una señora mayor que vive con sus tres nietos al borde de la neumonía en el techo de ese edificio infernal, en un cuartucho de cartones que poco pueden contra la humedad del invierno. Debido a la altura y al frío, a esa azotea la llaman “Ticlio misio”. Pero la incongruencia de indignarse por los niños atacados ante el “chalet” y de hacerse de la vista gorda con esos niños en la propia azotea palidece si se compara con otro caso que narró mi madre: en otro departamento sospecharon que un muchacho que limpia vidrios había agarrado un dinero de la cocina y le dieron una paliza que lo ha dejado, según ellos, escarmentado. “Si él no es el culpable, al menos hemos dado un mensaje”, se defienden ellos. Lo impactante es que esa familia que tan ardorosamente escarmienta a sospechosos es la que más apoya a la corrupta gestión de la unidad vecinal.
–¿Estás segura de que no te quieres mudar, mamá?
–¿Y a dónde me voy a ir? –me dice.
Sí pues, le digo, nos tocó el país que llora por Siria mientras lincha choros.
Lo de la unidad vecinal, ya lo adivinaba usted, es solo una metáfora.
September 4, 2015
Celulares en la mesa
Hace un tiempo me llegó la noticia de un restaurante en Argentina que había colocado en sus mesas un área azul que imita una parcela de estacionamiento para autos. Los lugares delimitados tienen el tamaño adecuado para que descansen los celulares de los comensales, como Chevrolets o Toyotas en miniatura a la espera de que sus dueños terminen sus alimentos.
En mi familia yo también impuse un artilugio para que al sentarnos en un restaurante nadie toque su celular. No fue una idea mía, pero la bauticé con un nombre adaptado a nuestras costumbres: la “Jenga de celulares”, como ese juego de paralelepípedos de madera que forman una torre hasta que alguien la derrumba cuando le toca quitar la pieza que sostiene a la estructura. En nuestro caso, nuestros celulares se ponen uno encima de otro y el primer que toca el suyo paga la cuenta.
Es difícil para muchos luchar contra la tentación del celular en una mesa y he encontrado dos tendencias generales que tratan de explicar esta adicción. La primera tiene que ver con esa condición tan arcaica como humana de que sentirnos parte de una comunidad nos otorga una idea de protección. Es claro que si nuestros lejanos antepasados no hubieran sido seres gregarios amparados en la comunicación, no habríamos llegado demasiado lejos. Que alguien nos diga a la distancia “me gusta lo que has publicado” podría equivaler a sentir la protección de la manada, aunque esto diste de la verdad: que un sector de tu cerebro se sienta gratificado no significa que esos amigos virtuales vayan a salvarte de los megaterios simbólicos de hoy.
La otra tendencia que he encontrado es que el ser humano tiene una gran debilidad por el descubrimiento. Si nos convertimos en la especie dominante del planeta no fue solo porque aprendimos a comunicarnos, sino también porque fuimos flexibles ante las circunstancias y no dudamos en adoptar masivamente los descubrimientos de otros sin mayores cuestionamientos (recomiendo leer a Yuval Noah Harari sobre este punto). Qué comodo resulta, por lo tanto, tener un aparatito al lado que te conecte con las últimas novedades y que recompense tu curiosidad activando tu dopamina.
Sin embargo, esta costumbre de llevar el celular a comer está afectando la rentabilidad de los restaurantes y quién sabe si no esté ocasionando un alza de precios para los comensales. Hace diez años, un grupo de amigos se sentaba a comer y el dueño del restaurante podía ver con satisfacción que el tiempo fluía entre conversaciones y degustación de los platillos. Hoy la comida transcurre también entre las divagaciones de los comensales con sus teléfonos, las fotos que el mesero debe hacerle al grupo, las fotos que cada comensal le hace a sus propios platos y, por supuesto, el tiempo que toma colgar y etiquetar esas fotos en las redes sociales. Una vez leí que un restaurante neoyorquino había recibido quejas sobre sus tiempos de espera y, claro, la primera sospecha recayó en el personal del local. No fue hasta estudiar las cámara de seguridad cuando cayeron los verdaderos responsables: quienes ocupaban las mesas.
Quién sabe si pronto no solo tengamos que decirles a nuestros hijos “ten más respeto y apaga tu aparato”, sino también: “apágalo, que así nos harán un descuento”.
August 28, 2015
A los timberos de mi país
Mientras más débiles son las instituciones de un país, más se parecen sus elecciones a las apuestas.
Hace meses unos amigos míos empezaron a mostrar entusiasmo por la aparición de un corredor desconocido. “Él puede ser…” comentaban en los cafés. “Es un técnico honesto…”, escribían en Facebook. Se referían a Julio Guzmán, un candidato probable que, en estos momentos, quizá esté estudiando la manera de hacer una aparición rutilante cuando la carrera esté avanzada. Todo candidato sueña, ya se sabe, con ser Santorín.
La semana que pasó, otro barullo recorrió las tribunas del electorado. La congresista Verónika Mendoza anunció su precandidatura en el Frente Amplio de Izquerda y varios de mis amigos empezaron también a apoyarla. “Es joven y honesta, alguien así es lo que necesitamos y no los corruptos de siempre”, escriben hoy en las redes.
Estos súbitos palpitares hablan más del estado ruinoso de nuestro sistema político y ciudadano que de las motivaciones de estos nóveles candidatos. Porque hay que ser bien ingenuo, o nublado por el optimismo, para creer en cualquier tipo de mesianismo.
No le tengo antipatía ni al señor Guzmán ni a la señora Mendoza. Me gustaría, incluso, que cualquiera de ellos le arruinara la fiesta a esas organizaciones políticas que en el pasado usaron sus posiciones de privilegio para cometer latrocinios y salvajadas. Pero una cosa es buscar un desquite legítimo y otra pensar que un candidato súbito sin bases arraigadas podrá torcer la terca historia de nuestro país. Escojamos solamente el tema de la corrupción. A veces parecemos desconocer que el robo desde el gobierno está configurado desde que los primeros virreyes llegaron a Lima. La mayoría de esos funcionarios con pantorrilla de seda articulaban camarillas de colaboradores que, al aliarse con las familias principales de aquí, le quitaban una buena tajada a los tributos del Rey. Hasta casos hubo de virreyes que tenían tarifa para indultar. ¿Y qué fue la Independencia, sino un cambio de régimen pero no de modus operandi? Las historias de varios presidentes y de familias cuyos apellidos aparecen hoy en las páginas sociales están manchadas con enriquecimientos que hoy también hubieran sido escandalosas primeras planas. Movidos por la adrenalina de la apuesta, cometemos una injusticia al pretender que un ganador sorpresivo se convierta en el semidiós que pueda subvertir una tradición de siglos. Nuestro enorme barco está infestado de piratas que se guardan de mostrar la bandera negra en sus mástiles. ¿Podría un ganador honesto y su pequeño grupo de confianza detener las tropelías institucionalizadas? ¿Podrá dejar de honrar el dinero negro que, de todas maneras y por algún lado, habrá sido aportado a su campaña? ¿Tendrá la muñeca política para alinear a bandos contrarios buscando semejanzas en vez de herir a través de las diferencias? ¿Podrá anteponerse a las miserias del corto plazo para enrumbarnos hacia la bahía de los países que lideran el mundo con ciencia y tecnología?
Si usted apuesta por un candidato desconocido con buenas intenciones, sepa que desilusionarse de él a la primera habla mal de usted y no de él. La democracia no es solo elecciones: es trabajo ciudadano. Luche por él –o ella– y ayúdelo a llenar sus cuadros políticos con gente de talento y convicciones.
De llegar al poder, será imposible que cambie nuestros males en un solo período.
Pero si él y su entorno terminan su mandato sin ser investigados, habremos avanzado bastante.
August 21, 2015
Un chifa con Reynoso
La primera vez que leí a Oswaldo Reynoso tenía quizá trece años y, tal como me había ocurrido con Bryce cuando leí “Con Jimmy en Paracas”, toparme con “Los inocentes” fue la grata confirmación de que no andaba solo en mi huerto cerrado de adolescente incomprendido.
Uno de los hechos que confirma lo afortunado que he sido en mi vida es que, por cosas del azar, fue justamente Reynoso el escritor que me alentó a publicar mi primer libro luego de leer su manuscrito y, aunque nos vemos poco y no compartimos las mismas ideas políticas, no hay nada que un par de cervezas y el amor por las historias no pueda subsanar.
Hace unos días nos juntamos en el chifa donde Javier Arévalo obtuvo el récord de ser el escritor peruano que más veces se ha servido de un buffet y fue allí donde Oswaldo nos relató una anécdota que señala lo difícil que es separar fábula de realidad o hasta qué punto todos –algunos más, otros menos– buscamos creer en credos, religiones e historias a pesar de la advertencia de que son ficciones.
–¿Les he contado lo que me pasó con el protagonista de “Historia de Mayta”? –nos dijo, sirviéndose un poco de cerveza.
Quizá sea preciso recordarle a los lectores jóvenes que dicha novela, escrita por Vargas Llosa, muestra los entresijos de una insurrección en la comisaría de Jauja en 1958. En la vida real sí existió un levantamiento parecido, pero fue en 1963 y estuvo encabezado por un oficial de la Guardia Republicana que contó entre sus lugartenientes con el dirigente campesino Humberto Mayta. El Mayta que da nombre a la novela, en cambio, se llama Alejandro.
–Un día me visita este señor, que entonces ya era panadero. Estaba desesperado. Su mujer lo había abandonado después de leer el libro porque la historia lo describía como un homosexual clandestino.
–¿En qué año fue eso? –inquirió Arévalo.
–Fines de los ochenta… inicios de los noventa… un amigo le había aconsejado que un escritor hiciera un libro con su versión de los hechos. “¿Y quién puede ser?”, preguntó él. “Reynoso”, le respondió el amigo.
–Pero tú ya vivías en China –intervine.
–Yo estaba aquí por unos días y le dije que no iba a ser posible. Lo que hizo Vargas Llosa, me explicó, fue mezclar en su Mayta a dos personas. Una de ellas era homosexual…
–…y el verdadero Mayta salió perdiendo con la combinación – comentó Arévalo, o quizá no lo dijo, pero viene al caso.
–El hombre me dijo que igual me iba a dejar un material por si cambiaba de opinión. Un poco antes de regresar a Pekín, vi que en mi casa habían dejado cuatro cajas de leche Gloria repletas de casetes grabados con su voz.
–¿En serio?
–Imposible llevármelas. Tiempo después me dijeron que el hombre había vuelto para llevarse sus cajas. Estaba triste, como un despojo.
Oswaldo se sirvió más cerveza mientras Javier sonreía impresionado.
–Más fácil hubiera sido que Vargas Llosa le escribiera a la esposa, ¿no? –comenté.
Mis amigos prefirieron no responderme y, mientras nos levantábamos para los postres, mi parte egoísta me susurró la razón: esa solución habría sido beneficiosa para aquel hombre, pero nos habría privado de una historia fascinante.

Créditos de la fotografía: Restaurante Fu Jou
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