Gustavo Rodríguez's Blog, page 13
June 19, 2015
Mamita, te voy a…
Hace veinte años, cuando mi hija mayor era un pedacito que gateaba, se me ocurrió tomarme una foto con ella en cada cumpleaños suyo y siempre en el mismo lugar de la casa. Cuando nacieron sus dos hermanas fui asaltado por esa búsqueda de equidad que los padres rara vez conseguimos y las sesiones anuales se elevaron a tres.
Al inicio las niñitas no estaban especialmente entusiasmadas con la idea.
Podían no estar de humor o no comprender mi capricho adicional de que usáramos los mismos tonos de ropa, pero entre mis ruegos y los de su madre –es de justicia destacar su apoyo- llegamos a acumular el registro cada año. Contra todo pronóstico, la pubertad las hizo más colaboradoras. Tal vez ya entendían que ese ritual era importante para nuestra identidad familiar o quizá, simplemente, se divertían al ver nuestros cambios físicos cuando ordenábamos las fotos sobre la mesa.
Cierta vez se me ocurrió juntar esas imágenes en un video con una canción de fondo: el efecto fue encantador y perturbador a la vez. Si a uno le avisaran que una estrella fugaz va a cruzar el cielo, nuestros ojos se quedarían atentos, ansiosos de no perderse el espectáculo. Con nuestros hijos ocurre todo lo contrario: el fenómeno es tan lento que, por lo mismo, nos pasa desapercibido. Para mí el video fue un milagro que, al menos, hizo posible revivir la cáscara del espectáculo. Cuando la costumbre alcanzó los veinte años, cierto orgullo paterno –seguramente mezclado con ansias de gratificación- me hizo colgarlo en YouTube. Para mi sorpresa, nuestro ejercicio familiar se tornó viral y hasta tuvo rebotes periodísticos. Pero la vanidad tiene un precio: quien expone al mundo lo que ocurre entre sus paredes debe tener claro que bajo el cielo no todo es bondad. Junto a los cientos de comentarios conmovedores y reflexivos que agradecí en silencio también llegaron unos siniestros, aquellos que compendiaban la transformación de mis hijas con frases donde la más amable fue “mientras más crecen menos ropa tienen” y donde las peores rondaban el título de este artículo.
Criar es un proceso complejo y lleno de dudas, pero con mis hijas al menos tuve una certeza: que no hay mejor legado que un ser humano autónomo. Por ello me guardé de ser confrontacional con sus elecciones y la vestimenta no fue la excepción. Ningún hombre, empezando por su padre, debía dictarles cómo les convenía mostrarse al mundo. Y cuando alguien me sugirió que lo mejor era no provocar a los hombres en la calle, mi respuesta fue que si una persona caminara con un polo que dice PÉGAME, solo un idiota digno de hospital psiquiátrico le haría caso a dicho mensaje y que quien usa tal excusa es solo un eslabón en la larga cadena que busca someter a las mujeres a la voluntad masculina. Es la tradición del “tú eres mía” que encontró su cauce temprano en milenarias religiones y que hoy se repite renovada en esos comentarios de YouTube o en el político que busca impedir que una chiquilla decida sobre su cuerpo si un violador la embaraza.
A ustedes, cabrones misóginos, les digo: en toda época encontraron siempre una excusa, pero cada vez encontrarán más pelea.
June 12, 2015
Nadine Toledo
A quienes se hayan interesado en el título de este texto les pido que cojan amorosamente sus sentimientos políticos y que los guarden en una cajita reforzada durante tres minutos. Estas líneas no son una justificación de los personajes que esta vez me ocupan, sino el producto de una reflexión tras recordar aquella cita de Cornelius Castoriadis que dice:
“El odio al otro es el reflejo del odio a uno mismo”.
La primera vez que leí la frase del psicoanalista turco la asocié con Alejandro Toledo, quien entonces iba camino de terminar su mandato. Años atrás, Toledo había encarnado la esperanza de un país que quería dejar atrás las convulsiones de una década atroz de corrupción y que soñaba con tentar el desarrollo, pero no tomó mucho tiempo para que las invectivas, chistes y apodos se multiplicaran de forma colosal cuando era mencionado. Un 8.4 % de aprobación a su gestión fue el principal termómetro en esta atmósfera y quedaba claro que sus defectos personales irían a empañar cualquier legado suyo de política pública. ¿Qué lugar ocupó Toledo en nuestro imaginario? El de un hombrecillo que se tomaba sus tragos de manera irresponsable, que mentía para tapar sus pecados y que, incluso, desconoció a una hija que tuvo fuera del matrimonio. Para colmo, se le achacó la fama de impuntual. Para su peor pesadilla, Toledo empezó a encarnar lo que más odiamos los peruanos de nosotros mismos. Sí. Lo que más odiamos, mientras cometemos esos actos con flagrancia.
En estas semanas gran parte del país parece haberse ensañado con Nadine Heredia, la esposa de nuestro actual presidente, y tales reacciones me provocan volver a preguntar: ¿qué odiamos en Nadine Heredia que odiamos de nosotros como sociedad?
Su caso es más complejo porque la decepción que produce puede ser analizada desde miradas muy distintas, como la que se espera de una mujer, de una esposa y hasta de una simpatizante de la izquierda. Así, por ejemplo, a un sector tradicional siempre le va a incomodar que una mujer le robe el protagonismo al trabajo de su esposo. Un sector progresista va a aplaudir que una mujer pueda decidir hacerse cargo de un hogar como de una labor ejecutiva, pero va a fruncir el ceño si ella no se pronuncia a favor de un estado laico o de una Unión Civil. Y a todos, en una sociedad tan clasista, nos generará por lo menos una pequeña fricción comparar a la jovencita en jeans que acompañaba a su marido en marchas antimineras con la dama que hoy se compra accesorios costosos. Siendo tan heterogénea la masa que la condena, voy a ser un suicida al tratar de simplificar lo que más nos jode de ella.
Pero aquí voy: Quizá sea su falta de coherencia, aquella que tanto nos falta también en nuestros juicios.
Toda sociedad busca en su próximo líder a un héroe creíble del cambio. Para muchos, tanto Toledo como la dupla Humala-Heredia encarnaron esta ilusión. Pero en el país del casi, donde quien falla un gol decisivo se convierte en muñeco de año nuevo, aquel que desaprovecha la monstruosa oportunidad de redimirnos de nuestras propias carencias no demora en ser tratado como villano.
June 5, 2015
Vasectomía en el tráfico
Todos hemos hecho alguna apuesta caprichosa con nosotros mismos, como llegar caminando a tal poste antes de contar hasta diez o bajar un par de kilos en siete días. De las mías, la que más me enorgullece es llevar tres años sin tocar el claxon de mi carro y espero mantenerla hasta el día que lo venda y vuelva a reafirmar ese compromiso con el siguiente.
La principal fuente de mi orgullo descansa en que vivo en una ciudad donde usarlo parece tan vital como parpadear.
Un mediodía, hace un par de años, hice un experimento informal en la cuadra 9 de la avenida Aramburú mientras me surtían de gasolina: cerré los ojos y empecé a contar la frecuencia de los bocinazos que me llegaban, desde los más cercanos hasta los más lejanos. El espacio más largo de tranquilidad fue de veinticinco segundos. Hubo momentos en que aquellos infames estruendos casi se superponían y asumo que la mayoría venía de esa odiosa costumbre, hija de nuestro transporte informal, por la cual los taxistas a la caza de pasajeros le envían pequeños bocinazos a cualquier persona que no camine por la calle de manera resuelta, y que otra gran parte debía provenir de los idiotas que han trasladado las consolas de sus videojuegos a sus volantes, pues parecerían estar compitiendo a quién toca la bocina más rápido una vez que el semáforo cambió a verde. Mención especial merecen quienes usan la bocina como extensiones de sus gargantas en lugar de encontrar otros medios de desfogue.
Reconozco que parte del silencio de mi claxon se debe a que nunca he tenido una emergencia explícita para usarlo. Porque, vamos: que en Lima te cierre un vehículo califica más como ocurrencia turística que como excusa para lanzar bocinazos.
Todos estos datos y vivencias acumuladas en mis tímpanos me han susurrado una idea descabellada. ¿Y si en la ciudad de los bocinazos se extirparan las cornetas? ¿O al menos las del transporte público?¿Si hubiera campañas con incentivos para que los conductores acudan contentos a cortar el cable de sus cláxones? ¿Y si nuestra policía colgara alicates en sus correas además de sus pistolas?
Siempre he creído en las soluciones integrales –gestión, educación, incentivos y disuasivos– como manera de lidiar con los problemas sociales. No por instituir la pena de muerte va a aminorar la delincuencia. Y no por castrar químicamente a un violador se evitará que aparezcan otros, aunque sí se pueda evitar que el compulsivo sin remedio lo vuelva a hacer. Pero cuando pienso no solamente en la salud mental de nuestros transeúntes, sino también en los ancianos que tratan de dormitar en sus habitaciones, en los bebés y madres que han pasado una mala noche, en los enfermos que ocupan casas y no solo hospitales, y en tantos otros casos que se deben esconder tras las ventanas que dan a nuestras calles se me ocurre que tal vez, a lo mejor, cortar esos sistemas reproductores de ruido sea una medida que a la larga valga la pena.
Al menos, hasta que la siguiente generación haya crecido sabiendo que un claxon es como un vidrio en caso de emergencia: yo, por lo menos, no he conocido a nadie que haya roto alguno.
Vasectomía en el tráfico
Todos hemos hecho alguna apuesta caprichosa con nosotros mismos, como llegar caminando a tal poste antes de contar hasta diez o bajar un par de kilos en siete días. De las mías, la que más me enorgullece es llevar tres años sin tocar el claxon de mi carro y espero mantenerla hasta el día que lo venda y vuelva a reafirmar ese compromiso con el siguiente.
La principal fuente de mi orgullo descansa en que vivo en una ciudad donde usarlo parece tan vital como parpadear.
Un mediodía, hace un par de años, hice un experimento informal en la cuadra 9 de la avenida Aramburú mientras me surtían de gasolina: cerré los ojos y empecé a contar la frecuencia de los bocinazos que me llegaban, desde los más cercanos hasta los más lejanos. El espacio más largo de tranquilidad fue de veinticinco segundos. Hubo momentos en que aquellos infames estruendos casi se superponían y asumo que la mayoría venía de esa odiosa costumbre, hija de nuestro transporte informal, por la cual los taxistas a la caza de pasajeros le envían pequeños bocinazos a cualquier persona que no camine por la calle de manera resuelta, y que otra gran parte debía provenir de los idiotas que han trasladado las consolas de sus videojuegos a sus volantes, pues parecerían estar compitiendo a quién toca la bocina más rápido una vez que el semáforo cambió a verde. Mención especial merecen quienes usan la bocina como extensiones de sus gargantas en lugar de encontrar otros medios de desfogue.
Reconozco que parte del silencio de mi claxon se debe a que nunca he tenido una emergencia explícita para usarlo. Porque, vamos: que en Lima te cierre un vehículo califica más como ocurrencia turística que como excusa para lanzar bocinazos.
Todos estos datos y vivencias acumuladas en mis tímpanos me han susurrado una idea descabellada. ¿Y si en la ciudad de los bocinazos se extirparan las cornetas? ¿O al menos las del transporte público?¿Si hubiera campañas con incentivos para que los conductores acudan contentos a cortar el cable de sus cláxones? ¿Y si nuestra policía colgara alicates en sus correas además de sus pistolas?
Siempre he creído en las soluciones integrales –gestión, educación, incentivos y disuasivos– como manera de lidiar con los problemas sociales. No por instituir la pena de muerte va a aminorar la delincuencia. Y no por castrar químicamente a un violador se evitará que aparezcan otros, aunque sí se pueda evitar que el compulsivo sin remedio lo vuelva a hacer. Pero cuando pienso no solamente en la salud mental de nuestros transeúntes, sino también en los ancianos que tratan de dormitar en sus habitaciones, en los bebés y madres que han pasado una mala noche, en los enfermos que ocupan casas y no solo hospitales, y en tantos otros casos que se deben esconder tras las ventanas que dan a nuestras calles se me ocurre que tal vez, a lo mejor, cortar esos sistemas reproductores de ruido sea una medida que a la larga valga la pena.
Al menos, hasta que la siguiente generación haya crecido sabiendo que un claxon es como un vidrio en caso de emergencia: yo, por lo menos, no he conocido a nadie que haya roto alguno.
May 29, 2015
Usted es un Mad Men
Ayer fui entrevistado por un periodista que está escribiendo un reportaje sobre la relación entre la narrativa y la persuasión. De pronto, a mitad de la llamada, cuando ya había tocado el lugar común de Cristo y sus parábolas, me sorprendí hablando con entusiasmo de Bill Bernbach. Ahora que ha finalizado la aclamada serie Mad Men y que los medios todavía la analizan como un fenómeno cultural, me ha provocado escribir sobre esta especie de profeta mayor en el oficio al que me dediqué en exclusividad hasta hace unos años.
Bernbach nació en 1911 –quince años antes que Don Draper, el protagonista de la serie– y cuando murió en 1982, Michael E. Kinsley, el editor de la revista Harper´s, escribió que el fallecido puiblicista “probablemente había provocado en la cultura estadounidense un impacto mayor que el producido por cualquiera de los distinguidos escritores y artistas que han aparecido en las páginas de Harper´s durante los últimos 133 años”.
Es difícil pensar que Bernbach haya impactado en Estados Unidos más que gigantes como Fitzgerald o Georgia O´Keefe, pero también es fácil darse cuenta de que la publicidad nos martillea con mucha más frecuencia de la que abrimos un libro o admiramos arte. Fue por esos días que Advertising Age –una publicación ciertamente parcializada– sostuvo que Bernbach fue para Norteamérica el escritor más influyente de todos los tiempos y lo ejemplificó con este diálogo hiperbólico:
–Cuando Shakespeare escribió “vete a un convento”, ¿fuiste?
–Claro que no.
–Pero sí te compraste un Volkswagen, ¿no?
En 1959, Estados Unidos vivía la fiebre de los autos enormes y galácticos y el mundo lo podía comprobar a través de la moda y sus películas. Era la filosofía del “Think big”. Ese año Volkswagen desembarcó en Norteamérica con su escarabajo. ¿Cómo ofrecerle a los compradores gringos este autito feo y apadrinado por Hitler, a solo catorce años de aquella cruenta guerra contra los alemanes? Bernbach lo solucionó con una campaña en diarios que, por un lado, apelaba a la simpatía por el pequeño y, por otro, al germen de un movimiento contracultural que tardaría años en manifestarse con los babyboomers hecho hippies: colocó al bicho de cuatro ruedas, pequeñito, arrinconado en una página en blanco, y al pie puso como título la frase “Think small”. En la primera temporada de Mad Men, Don Draper se topa con aquel aviso en su oficina y en su mirada resplandece la envidia y la admiración: Bernbach ha pulverizado a la publicidad como herramienta que martilla información y ha abierto el camino a aquella que busca esa emoción escondida en las personas. Líneas atrás describí a Bernbach como un profeta, y noto que tal descripción me obliga a preguntar quién sería el dios. ¿El capitalismo? ¿La persuasión? ¿Ambos? Me gusta pensar que personas como Bernbach puedan trascender los parámetros de la ideología y las profesiones y que sean los ejemplos de cómo una narrativa que provoca emociones es el mejor camino para transmitir ideas.
A quien discrepe, sea ya por filiación ideológica o profesional, conviene recordarle que eso es justamente lo que hace cuando quiere vender su carro y le pone encima un letrero que dice “Me venden”: se convierte en un publicista que narra una historia.
May 22, 2015
La minería toca el timbre
–¿Quién es?
–Soy de la minera. Ya debe haber sabido de nosotros…
El dueño de casa asiente, claro que lo sabe. Apaga el televisor y abre la puerta.
–Asiento. ¿Quiere algo? ¿Un vaso de agua?
–No, gracias. Muy amable. Bueno… usted sabe por qué estoy aquí.
–Lo sé.
–Igual se lo tengo que informar por protocolo. No es ningún secreto que hemos encontrado mucho cobre en esta zona. Y buena parte de ese mineral está bajo su jardín.
El dueño de casa mira, por acto reflejo, hacia su ventana.
–Bonito sube y baja.
–Allí juegan mis nietos.
–¿Lo puso usted?
–Lo puso mi padre. Yo también jugaba allí.
El hombre de la minera carraspea incómodo. El dueño de casa toma el toro por las astas.
–Entonces, necesitan que me mude.
–No… no completamente. El cobre está en su jardín. Pero lo más probable es que también necesitemos parte de su cocina como zona de desmonte.
–O sea que igual podría vivir aquí.
–Sí.
–¿Y cómo sé que no van a destrozar lo que me queda? ¿Cómo me garantizan que no me llenarán de polvo o que mi agua no se va a contaminar?
–Bueno, toda actividad humana genera impactos. Hasta la más pequeña. Pero tenemos un estudio de impacto ambiental que debería minimizar sus preocupaciones. Somos representantes de una nueva minería y tenemos tecnología que hace treinta años era impensable. Aquí tiene el informe, aprobado por el Estado.
–¿Y este informe fue pagado por…?
–Por nosotros.
Se hace un silencio.
–Le vamos a reconocer un buen precio, ¿sabe?
El dueño de casa sigue mirando al vacío.
–¿Sabía que por cada punto de PBI que crecemos, 72 mil jóvenes que salen al mercado pueden tener trabajo? Con este proyecto aseguraremos eso cada año.
El dueño de casa se rasca un codo.
–Antes de que viniera estaba viendo una película.
–¿Ah, sí?
–“Gigante”, con James Dean y Elizabeth Taylor. ¿La vio usted?
–No, la verdad que no.
–James Dean trabaja en el rancho de la Taylor y se enamora de ella. Pero sabe que es un amor imposible y se larga. Luego compra un terreno y a que no sabe… ¡encuentra petróleo en su tierra! El tipo se hace millonario.
El hombre de la minera asiente, lo mira con pena.
–Usted sabe que aquí es distinto.¿Qué más quisiera yo que cambiaran las leyes? A ambos nos conviene ser socios en lugar de adversarios. Pero el cobre bajo su jardín no es suyo, le pertenece a 30 millones de compatriotas. No podemos hacer nada.
El dueño de casa se vuelve a rascar el codo.
–Pues mis 30 millones de compatriotas se pueden ir a la mierda. Yo soy el que vive aquí.
May 15, 2015
El alcalde y sus triglicéridos
Hace poco asistí a una obra de teatro en donde la protagonista se quejaba de su labor como reportera del tráfico en una radio. Ella decía que en Nueva York, la ciudad que sobrevolaba en helicóptero, la gente que conduce es muy poca comparada con la que se moviliza en transporte público y por ello sentía que su trabajo no marcaba una diferencia.
Tal monólogo me ha visitado con la insistencia de un claxon limeño y me llevó a hacer ciertas indagaciones que trajeron sorpresas. La primera, según la ONG Luz Ámbar, es que Nueva York y Lima tienen proporciones similares, pero la metrópoli norteamericana tiene 30 mil taxis y nuestra capital 230 mil. Aun si nos deshiciéramos de los informales, Lima tendría 90 mil taxis formales: el triple que Nueva York. Esta gran diferencia deja algunas conclusiones parciales: la importancia de un transporte masivo integrado que en Nueva York funciona mucho mejor que aquí, lo surreal de que la actual administración de Lima no haya radicalizado la reforma del transporte en lugar de aminorarla y, ya en plan de anécdota, que en estos días no haya habido primeras planas celebrando que la línea 2 del metro de Lima ya inició su construcción subterránea.
Pero volvamos a los taxis. Con tantos circulando por Lima podríamos pensar que somos uno de los países más motorizados del mundo. Al indagar sobre ello el resultado fue mucho más inquietante. Según un estudio del Banco Mundial del año 2010, San Marino ocupa la cima de la lista. Este pequeño estado europeo tenía ese año 1,263 vehículos por cada 1,000 pobladores. Es decir, más motores que ciudadanos. Australia también aparece dentro de los diez primeros, con 723 vehículos por cada mil habitantes. Holanda, aquel país del que nunca hemos escuchado problemas de circulación vial, tiene 528 vehículos por cada mil pobladores.
¿Con cuántos vehículos aparece Perú?
Con 73.
Namibia, Turkmenistán y Suazilandia tienen más vehículos por habitantes que nosotros y no parecen sufrir ese tráfico caótico que Discovery Channel mostró en Lima en su documental “Don´t drive here”.
La conclusión a la que puede llegarse con estos datos es que nuestro país ha logrado hacer, con esfuerzo titánico, la gestión de tránsito menos estratégica del mundo. Es como si una triste mañana los políticos, los importadores de vehículos chatarra, los empresarios de transporte y las autoridades municipales de nuestro país se hubieran reunido en una habitación para leer estas cifras y luego hubieran exclamado: ¡Al carajo lo que ha hecho Holanda para tener una buena circulación a pesar de tener ocho veces más vehículos! ¡Hagamos plata incentivando la congestión de autos y, además, desalentemos a esa inmensa mayoría que quiere caminar, bicicletear y subirse a un bus y a un metro como transporte estandarizado!
La construcción de by passes y nuevos carriles para autos en nuestras ciudades versus la planificación integral urbana es la prueba más reciente de este razonamiento. Por eso voy a apropiarme de un símil que encontré hace meses expresado por un tuitero –@RocaVisited– y lo voy a transformar en un mensaje a Luis Castañeda y a quienes luego se sienten en su silla: Si a usted le encontraran grasa en las arterias, señor alcalde, no iría directo al quirófano para que se las hagan más anchas.
Probaría un cambio en su forma de vida.
Pues eso es lo que necesitan nuestras ciudades.
May 8, 2015
La vida porno
Una noche, hace unos meses, metí un pie para probar el agua y terminé por sumergirme totalmente en Downton Abbey. Esta serie británica, galardonada en varias oportunidades, relata la vida alrededor de un palacio campestre del mismo nombre durante la segunda década del siglo 20 y cruza las acciones y sentimientos de sus nobles y criados en una época de cambios profundos en la sociedad occidental. La mayoría de actores son impecables –Maggie Smith como la vieja condesa es un polo magnético en cada aparición–, el vestuario y decorado están cuidados hasta el último pespunte y la interrelación entre historias domésticas y hechos históricos –el hundimiento del Titanic, la primera guerra mundial, los adelantos tecnológicos– la convirtieron pronto en cocaína para mis retinas. Sin embargo, cierta noche mi novia lanzó un comentario que me dio una mejor pista sobre esta preferencia.
–¡Este sí es un telenovelón!
Como casi siempre, tenía toda la razón.
Si bien Downton Abbey nació como una miniserie, su éxito en el Reino Unido hizo que sumara temporada tras temporada. La serie tiene, pues, aquello que pocas veces se da en una obra de ficción: una buena calidad literaria en un folletín por entregas. Podría decirse que comparte el formato de “María la del Barrio”, pero cuando me pregunto acerca de su principal diferencia no puedo dejar de pensar en aquella que separa a la pornografía del arte: el exceso de luz.
La pornografía es el lienzo de lo evidente y en ella es nulo el ejercicio de la imaginación. La mala literatura (en libros, series y telenovelas) se le asemeja en que lo explica todo y nunca reta al espectador a asumir su responsabilidad de co-creador junto al escritor. Eso la hace muy fácil de consumir, por supuesto, pero también la hace más fácil de olvidar, pues nuestras mentes se quedan sin las cicatrices de un esfuerzo mínimo por tratar de entender nuestras complejidades. Conocidos son los casos de escritores como Hemingway, que al escribir más era lo que escondían que lo que mostraban.
Pero, ¿y si con esta premisa diéramos un salto a la no ficción? Porque el misterio no es un requisito privativo de las historias inventadas. El claroscuro se hace también fundamental en nuestras vidas si buscamos tomar la decisión de cómo ser rememorados.
Es curioso que casi todos los medios de la actualidad hagan una presión formidable para que en nuestra existencia elijamos la opción de la telenovela simplona. Es decir, una vida en donde la luz inunda todos nuestros actos. Los programas concurso obligan a los jóvenes a hablar de su intimidad, las nuevas aplicaciones logran que los usuarios se muestren sin pudor en escenas que antes se escribían en diarios con candado y en Facebook cada vez hay más personas que no tienen empacho en decir que se sienten tristes por culpa de tal desgraciado, en camino a tal lugar, mientras colocan la foto del helado que acaban de comprarse para encajarse las endorfinas que necesitan.
Estamos rodeados, pues, de la vida porno.
Con lo hermoso que es echarse encima un poco de elegante tiniebla.
May 1, 2015
En busca de Onur
Ayer estuve ante una agente de viajes consultándole sobre un viaje que pienso realizar. Una vez que creí haber dejado claros mis puntos de interés y mis limitaciones financieras se me ocurrió preguntarle cómo le estaba yendo a su negocio en lo que va del año.
–Tuvimos un inicio algo complicado, pero ya se está normalizando.
–Qué bien.
–Lo que sí nos han salido por montones son los viajes a Turquía. No sabes cuánto.
Bastaron un par de preguntas adicionales para tener un panorama de esta racha súbita.
Desde febrero de 2015 se transmite en nuestro país la telenovela turca “Las mil y una noches”, en donde la arquitecta Sherezade se ve obligada a pedirle a Onur, su jefe, un préstamo para pagar un trasplante de médula para su niño. Onur, que no es consciente de la triste causa, accede, siempre y cuando Sherezade pase una noche con él. A partir de aquí la trama parece enrumbarse hacia una historia de amor tapizada de culpas, celos y la condición actual de la mujer en un entorno machista.
–¿Y quiénes te piden esos viajes?
–Mayormente mujeres, entre los 25 y 35. Aprovechan algún viaje a España o Francia y se dan una escapada a Estambul.
Me suena razonable. Una historia de amor que nace de una transacción controvertida, perfumada de exotismo oriental y con un título tan –pero tan– conocido tiene todas las condiciones para ser un éxito comercial y, curiosamente, también una promotora de turismo.
Cuando era niño, recuerdo haber visto a mi padre leer cada noche su tomazo de Los Miserables.
Su rostro mostraba a menudo las emociones que aquella obra monumental le iban suscitando. Una noche, contento y con el libro sobre la barriga, me dijo que no conocía París (nunca la llegaría a conocer, lamentablemente), pero que gracias a Víctor Hugo sentía que podía reconocer sus calles. Las historias de ficción o, más específicamente, las imágenes que nos forjamos a medida que disfrutamos esas historias, son los mayores contribuyentes en la creación de los imaginarios geográficos. ¿Sería Nueva York tan reconocible y deseada sin las proyecciones suyas que hace Hollywood? ¿Habría habido aquí una pequeña fiebre por Estambul de no haberse difundido esta telenovela? Esta es, pues, la prueba que necesitan nuestras autoridades para darse cuenta de que el trabajo de escritores, cineastas, diseñadores y actores no es una actividad menor, y que un buen dramaturgo puede generar tanta riqueza como un ingeniero de minas. De allí la importancia del apoyo estatal a todo aquello que ayude a retratarnos como sociedad teniendo a nuestro país como telón de fondo.
Lo anoto como trabajo pendiente dentro de nuestras fronteras. ¿Y fuera de ellas?
¿Es muy caro identificar buenos relacionistas públicos en las mecas de la producción mundial? ¿Sería acaso difícil promocionar a nuestro país como un lugar privilegiado para filmar lo que se quiera? Porque, honestamente, darle facilidades a Hollywood puede ser mucho más rentable que dárselas al rally Dakar. ¿Y traer a guionistas encumbrados para que se enamoren de nuestro país? ¿Que se escriba una historia de amor entre Johnny Depp y Jennifer Lawrence nacida en un parapente sobre Lima?
Bueno. Con esta última idea es posible que ya haya volado muy alto.
O quizás no.
April 24, 2015
Muchachos impacientes
Hace poco conocí a una persona que trabaja en esa área llamada recursos humanos cuya tarea principal es entrevistar a los candidatos que buscan trabajar en su empresa.
“Cada vez llegan con más aires”, me relató.
–La línea de carrera está clara, ¿verdad?
–Hmmm, sí. Entiendo que empezaría a trabajar en uno de esos cubículos…
–Así es.
–¿Las sillas son ergonómicas?
–Las sillas son como esta que estoy usando.
–¿Esa es especial para la espalda?
–Es cómoda.
–Es que… en otro lado he visto mejores sillas.
Hay una clara diferencia de actitud ante el empleo entre las generaciones peruanas que crecieron con las crisis de finales del siglo veinte y los muchachos que hoy alcanzan la edad de trabajar. Si mis amigos o yo hubiéramos estado en una entrevista parecida en los ochenta, lo más probable que hubiéramos dicho acerca del asiento es “¿cuándo traigo mi ladrillo?”. Y aunque aspirar a tener una silla cómoda sea un pedido muy razonable, el problema en este caso, según me fue dicho, no está en lo que se reclama sino en la forma de hacerlo: si no me das lo que pido, me largo.
No es un secreto que los nuevos trabajadores rotan mucho más que los de antes. Antes, ver en una hoja de vida que alguien hizo carrera por años en una misma empresa era lo usual. Ahora, pareciera que uno tendría que cambiar de empleador cada dos años para ser visto como alguien despabilado y requerido. Pero más que un síntoma del dinamismo social, ¿no será la señal de una generación más difícil de contentar? Las causas son fáciles de apreciar. Dale a un chico muchas cosas de manera rápida, y lo que obtendrás es un satrapilla.
Tal vez se deba mucho a la revolución digital que los chicos hayan perdido gran parte de la noción de proceso. Para tomar una foto, antes un adolescente tenía que estudiar mejor su encuadre, calcular las fotos que le quedaban y esperar por días a que un lugar especializado le entregara reveladas las imágenes. Hoy no debemos esperar nada y hasta podemos hacer mejoras visuales con los pulgares. Y con las comunicaciones, ya se sabe. Pero si en el mundo virtual reina la inmediatez, en el mundo real gobierna la incertidumbre y es iluso e inmaduro esperar que en él las cosas ocurran en el momento que uno quiere. De los padres y educadores depende que el puente entre un mundo y otro esté claramente establecido en la convivencia diaria.
Sobre la abundancia, espero se me perdone la subjetividad de una experiencia personal. Cuando era niño, yo sabía con mucha anticipación que en Navidad iba a recibir un solo regalo: el de mi padre. Su generosidad se medía con un indicador que no comparto, pero que para él era suficiente: la libreta de notas. En 1980 fue una bicicleta. En 1981 fue un trencito. En 1982 fue un skateboard. Obviamente, aquellos fueron los artículos que más he atesorado en mi vida. Hoy veo a mis sobrinitos convertidos en veloces máquinas de rasgar papel de regalo, cada vez menos capaces de asombrarse ante un presente y mucho menos de cuidarlo. Sin los límites y la contención debida me los puedo imaginar clarito, años después, en una entrevista de trabajo.
Gustavo Rodríguez's Blog
- Gustavo Rodríguez's profile
- 90 followers
