Gustavo Rodríguez's Blog, page 2

February 18, 2021

Mi prima, la antivacunas

Me acabo de enterar, desconcertado, de que una prima muy querida no se piensa vacunar contra el Covid-19.
Pero el verdadero combazo llega cuando su hijo mayor me cuenta lo siguiente que le dijo:

–De hecho, si pudiera retroceder en el tiempo, no te habría vacunado de niño.

¿En qué momento mi prima querida se volvió una antivacunas?
¿Hace cuánto no hablo con ella de verdad? ¿Cuándo dejamos de compartir nuestros miedos y esperanzas?
Recuerdo que cuando se divorció, hace varios años, un grupo de mujeres que atravesaban distintos tipos de pérdida le sirvió de apoyo. Meses después la vi contenta, etiquetada en la foto de un taller de arte. Por Facebook también me enteré de que empezaba a interesarse por el alineamiento de chakras y la vi abrazar árboles. Yo, que oscilo entre el ateísmo y el panteísmo, miraba todo esto con simpatía, hasta que hace poco leí que tomaba dióxido de cloro para prevenir el Covid-19. Me contacté entonces con ella y le compartí con delicadeza algunos artículos científicos, y luego se instaló entre nosotros un cordial silencio.
Pero con esta postura suya hacia las vacunas siento que debo volver a contactarla.
¿Cómo empezar?¿Cómo llevarla a atisbar un ratito el mundo de la ciencia sin caer petulante, sin hacerle sentir que le hablo desde ese pedestal en el que a veces colocamos a los científicos?
Quizá la mejor estrategia sea tratar de entender qué la ha llevado a este extremo.
Creo saber las razones y ahora debo tratar de sentirlas.
Mi prima ha encontrado refugio en los últimos años en una espiritualidad mal entendida, una espiritualidad que segrega al extremo, que desconfía totalmente de aquello que tenga cierta porción de materialidad. A su favor, debo decir que no le falta razón: en su esquema del mundo, el Covid-19 fue creado a propósito por intereses privados con la intención de luego vendernos la vacuna. No ha sido así, –el mundo no es una película de James Bond con una liga de villanos–, pero sí es verdad que la zoonosis, madre de esta pandemia, nace del desenfreno humano por invadir hábitats naturales. El mundo no es ni blanco ni es negro, pero en ambos extremos caen los hipernaturistas como mi prima, y los hipermaterialistas que desprecian las energías que no pueden aprehender.
Tal vez deba asentirle: sí, el ser humano es un producto de la naturaleza, pero como tal, ¿lo que produce no se enmarca también dentro de ella? ¿Tanto lo más sublime como lo más destructor? Una vacuna podría verse como un atajo creado por la humanidad para parecerse a la naturaleza: ¿no se inspiran en los insectos muchos creadores de vacunas?
Pero no, demasiada filosofía.
Quizá deba recordarle que cuando ambos nacimos, el mundo esperaba que un par de peruanos como nosotros viviéramos 52 años. De tener las mismas condiciones de entonces, y si fuera un peruano promedio, hoy yo estaría muerto.
Pero la expectativa de vida hoy en el Perú es de 77 años: veinticinco años más.
La expectativa de vida de los europeos hace cien años era de 47 años, y hoy alcanza los 85.
A inicios del 1800, la mitad de la población mundial moría al entrar en la veintena: por lo menos uno de los tres hijos veinteañeros de mi prima estaría enterrado y era lo esperable.
¿Cuál ha sido la diferencia? ¿Por qué los niños han multiplicado sus opciones de llegar a adultos en este siglo? Entre otras cosas, por la higiene –qué importante es el acceso al agua–, por los antibióticos y por las vacunas: soluciones nacidas del método científico.
Puedo entender que mi prima sospeche de la rapidez con que los laboratorios han desarrollado vacunas contra el Covid-19. “¿Ves que lo tenían todo preparado?” O: “Y si son fallidas con tanto apuro?”. Al margen de que estas nuevas vacunas no nacen de cero, sino que aprovechan avances en otros tipos de coronavirus –además de que un grupo de científicos chinos dio un enorme paso inicial al desvelar su puerta de entrada a las células humanas– mi prima debería entender que ciertos milagros ocurren cuando las mentes brillantes de la humanidad trabajan en red y con un gran aliciente. A Estados Unidos le tomo una década llegar a la Luna, pero estoy seguro de que si tal reto hubiera sido un objetivo mundial de sobrevivencia –y sin celos ideológicos–, la humanidad habría llegado antes.
Pero no debería hacer falta tanto rodeo para que mi prima entienda la importancia de las vacunas: le bastaría ver su álbum familiar. Allí están las fotos en silla de ruedas de su abuelo materno, un señor gringo que contrajo polio cuando era niño, y que toda su vida adulta se lamentó de haber nacido antes de que Jonas Salk desarrollara la vacuna. Algún día le prestaré Némesis, la novela de Philip Roth donde se relata el pavor que vivió Estados Unidos durante décadas a que sus niños contrajeran la enfermedad, un pavor del que ya no se recuerda nada. Y, ahora que lo pienso, quizá ahí esté la clave. En nuestra presente comodidad damos por sentado el bienestar que a nuestros antecesores tanto les costó alcanzar: nadie se preocupa por la suciedad cuando entra a una habitación limpia. No es extraño que, por ejemplo, tras analizar el brote de sarampión de Estados Unidos en 2014, los hogares más ricos hayan sido los más escépticos con la vacuna.
Quizá tengo suerte de que mis padres hayan pasado penurias y hayan apreciado el valor de la salud. Mi madre, por ejemplo, casi murió de niña por la reacción brutal ante una vacuna: en su brazo lleva una cicatriz enorme, como una rodaja de piña. Solo con ese recuerdo habría evitado que vacunen a sus hijos. Pero también vio morir a su lado a su hermanito de meningitis: el “por si acaso” le ganó al “yo sufrí”. Y aquí estoy, vivo y sano gracias a haber recibido mis vacunas completas: ¿no es extraordinario no haber sufrido ninguna de las dolencias que hace 200 años mataban a la mitad de tu familia?
Todos tenemos nuestros propios círculos de información. Todos terminamos atrapados en burbujas que conversan de manera paralela y dándose la espalda.
A pesar de ello, sé que mi prima leerá esto y luego la llamaré para conversar.
Le propondré un intercambio: le enviaré informes de científicos empáticos que saben divulgar –nada de esas cadenas anónimas que recibe por Whatsapp– y, cuando esta pesadilla termine, nos iremos juntos a sentir la energía de los árboles.
A ambos nos caerá bien.

(Publicado en Jugo de Caigua el 30/1/2021)

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Published on February 18, 2021 14:14

A propósito de unos porros

Un congresista peruano fue noticia hace un par de días porque confesó en una entrevista que fuma marihuana desde hace veinte años y que ocasionalmente también ha compartido algún porrito con sus papás.
En Perú, un país que debate sobre libertades con treinta años de retraso, tal naturalidad causó, obviamente, profundas reacciones.
Que un ciudadano fume marihuana en su ámbito privado no tendría que llevarme a escribir una sola línea, pero las voces alzadas han sido tantas –y muchas tan feroces–que aquí me tienen: no estoy seguro si el clamor se deba al consumo en sí o a la confesión pública con desparpajo, pero lo que sí me queda claro es que cuando la hipocrecía y la ignorancia se trenzan, forman un látigo perverso que debe ser señalado.
Hipocrecía es que una entidad como la Comisión de Ética del Congrego vaya a investigar a Olivares por decir que fuma porros, pero que haya blindado históricamente a congresistas con indicios de ser financiados por el narcotráfico, entre otros casos flagrantes de corrupción.
Ignorancia, por otro lado, es que afloren voces señalando que el mal ejemplo de Olivares le hace daño a un país “donde la gran mayoría no ha probado drogas en su vida”.
Una sociedad hipócrita e ignorante es, pues, aquella en la que dejamos que nuestros adolescentes se embriaguen, que una cervecera auspicie a la selección peruana y que ha hecho del pisco un símbolo nacional, pero que se escandaliza cuando alguien dice que se fuma sus cañones.
Sin embargo, aunque fumar marihuana no es ilegal en Perú –sí lo es comercializarla– y su consumo es menos adictivo que el del tabaco o el alcohol, este artículo no busca defenderla, sino que me acompañen a un paseo por el bosque que circunda a esta planta.
La verdad es que todos nos drogamos.
Según la Organización Mundial de la Salud, droga es toda sustancia que, introducida en un organismo vivo, puede modificar una o varias de sus funciones.
Nos drogamos cuando bebemos café y sentimos que nos despertamos, nos drogamos cuando fumamos tabaco y sentimos que nos tranquilizamos, nos drogamos cuando tomamos un analgésico en la resaca, los niños se drogan cuando comen azúcar de más y cuesta hacerlos dormir: nos drogamos desde cuando éramos unos pequeños primates que descubrimos que una fruta fermentada podía alterar nuestra percepción del mundo.
Si estiro el término –y reemplazamos a la sustancia por una actividad–, podría decirse que también nos drogamos cuando nos enganchamos a una teleserie y la consumimos sin parar, cuando salimos a comprar ropa con desenfreno, cuando el día se nos pasa jugando un videojuego o buscando ganarle a un tragamonedas y, también, cuando nos hacemos adictos a los besos de un nuevo amor: la dopamina y la oxitocina se secreta en nuestros cerebros como cuando una droga las induce.
Desde que nos pusimos a caminar en dos patas, la realidad nos es insuficiente. Necesitamos modificarla, vivirla desde otros ángulos y, sobre todo, evadirla, porque su carga puede ser insoportable.
Mi padre murió alcohólico. El otro abuelo de mis hijas también. Mi hermano lucha diariamente contra una adicción, y lo admiro –y amo– más por eso. Yo mismo me he preguntado varias veces si no soy un adicto: cuando en las reuniones mi boca y el vaso se hacen siameses y, en los días que siguen, me obligo pertinazmente a ser abstemio; cuando he tenido rachas adúlteras que no me han llevado a buen puerto, cuando me levanto en la madrugada como un maniático a hacer una rutina de ejercicios. En realidad, tengo suerte de que escribir, una de mis adicciones, sea una actividad bien considerada.
No es la marihuana el problema. No es el café. Tampoco lo es el destilado de caña.
Ya está visto que el prestigio y desprestigio de cada droga obedece a intereses comerciales, religiosos e incluso políticos.
El problema es nuestra incapacidad enraizada para sentir como nuestro prójimo y descubrir en él a una persona ovillada y arrinconada por sus temores, pues nadie me disuadirá de que toda evasión autodestructiva pudo haberse amenguado si se abrazaba y contenía más al niño que la antecedió.
El enemigo contra el que hay que protestar no es la droga.
El enemigo es la indiferencia. El insulto. La violencia.
Todo eso que le cayó al congresista Olivares y que también me caerá a mí por escribir este artículo.

(Publicado en Jugo de Caigua el 16/1/2021)

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Published on February 18, 2021 14:10

El injusto prestigio de los dramas

Hace poco mi hija Malú me comentó en el almuerzo:

–Hoy trajeron de la tienda un papayón.
–No sabía que también repartían pizzas– respondí, aprovechando la similitud fonética con Papa John´s.
Ella lanzó una franca risotada, no sin sentenciar al final:
–Qué tonto eres, papá.

Creo que fue en ese momento cuando decidí escribir una reflexión sobre este fenómeno, por el cual, brindar un espacio de alegría no se aquilata de la misma forma que ofrecer un espacio de drama.
¿Cuál fue la última vez que una verdadera comedia ganó un Óscar a Mejor Película? Annie Hall, de Woody Allen, hace casi 44 años. ¿Cuándo fue la última vez que usted vio el retrato de un escritor riendo desde la solapa de un libro? Yo no lo recuerdo.
Si el humor es un pegamento social que nos ha ayudado a generar vínculos de primera magnitud –imprescindibles para nuestra evolución–, ¿por qué crear un drama o aparentar seriedad brinda más prestigio que crear una sonrisa o sonreír?
A pesar de que la risa nos acompaña desde hace millones de años, los científicos no se han puesto de acuerdo hasta hoy sobre cuál es la razón de su existencia, ni por qué reímos. Todos sabemos, sin embargo, qué tipo de situaciones nos hacen reír: una desgracia –no muy trágica– de nuestros prójimos, la ventilación de un tema tabú que nos saca lo reprimido a carcajadas, o descubrir la conexión entre dos conceptos incompatibles, como le ocurrió a Malú con mi broma.
Gracias a Alejandra Ruiz León, integrante también de Jugo de Caigua, encontré un artículo en el que me enteré que dos científicos de la Universidad de Boulder, Peter McGraw y Caleb Warren, han propuesto una teoría que llamaron «violación benigna» para unificar teorías anteriores: el humor aflora cuando reconocemos que se ha violado una norma ética, social o física y que esta violación no es muy ofensiva, reprobable o molesta.
En esto parece haber consenso: nos puede dar risa el tropezón de un transeúnte, a menos que se intuya la sangre.
En lo otro que hay consenso es que la risa parece haber evolucionado como una manera de enlazarnos socialmente.
Le debemos al erudito Guillermo Duchenne el nombre de “risa de Duchenne” para identificar a las risotadas que nos acompañan desde que nacemos. Por ejemplo, aquellas que soltamos de bebés cuando nos esconden un muñeco y lo hacen aparecer. Pero existe otro tipo de risa, que aparece conforme vamos adquiriendo conocimientos y significados, que nace en un área distinta del cerebro.
A mi entender, esta es la risa que va confirmando qué tan inteligentes nos vamos poniendo. Si el cerebro es un órgano que entrenamos para reconocer discrepancias –de ello depende nuestra supervivencia, de captar la anormalidad–, identificar estas discordancias en un chiste y reírnos de ellas es señal de que nuestro pensamiento está bien ejercitado. Quien entiende todos los chistes y es capaz de fabricar algunos, siempre será bienvenido en todo grupo social.
Pero, volviendo a mi preocupación: si el que no entiende un chiste es visto como bruto, ¿por qué es menos laureado artísticamente quien sí los produce?
Se me ocurre que la risa es más bienvenida en un espectro doméstico, mientras la solemnidad va ganando la partida conforme nos adentramos entre desconocidos: un fruto que nació con las jerarquías sociales. Fantaseo con un tiempo arcaico, donde el mundo de un humano promedio era el de su propio clan, un tiempo en el que lo salvaje, lo tierno y lo risible convivían democráticamente entre todos mientras cazábamos y recolectábamos. Pero algo ocurrió cuando adoptamos la agricultura y dejamos de ser nómades. Los asentamientos crecieron y, eventualmente, aparecieron territorios más grandes que gestionar, bienes que intercambiar, propiedades que defender. Con el concepto de propiedad no tardaron en aparecer las clases sociales y, con ellas, el deseo de las élites de separarse del resto. ¿No son los modales, acaso, una convención social más que una solución funcional? Abolir la risa en público fue, probablemente, una manera de distinguirse de la plebe: ¿existen retratos de reyes carcajeándose en el Louvre o en el Prado?
Esta es una sinopsis simplista e incompleta, por supuesto, pero algo de ella late en el hecho de que los géneros literarios que más acogió la legendaria biblioteca de Alejandría fueran la épica, la tragedia, la historia, la oratoria y la filosofía. De la comedia, solo se salvó Aristófanes. En su hermoso libro El infinito en un junco, Irene Vallejo nos recuerda cómo, en El nombre de la rosa, el arma asesina es un libro de páginas envenenadas escrito por Aristóteles: un ensayo prohibido sobre la comedia que, en la vida real, la humanidad se perdió de conocer.
El canon, pues, ha ido expulsando a la comedia siglo tras siglo. Vallejo también relata que en la antigua Grecia, a los niños y jóvenes se les enseñaba en las escuelas con textos de Homero y, en un lejano segundo lugar, con obras de Eurípides. Educar a una clase privilegiada implicaba excluir la risa y, justamente, los libros que han sobrevivido a las catátrofes y guerras en Occidente fueron los que se utilizaban para educar. Así, la concatenación tiene sentido: si un clásico literario es aquel que subsiste al tiempo, y si de Alejandría solo han sobrevivido los escritos solemnes, es esperable, pues, que un dramón como Forrest Gump termine ganándole a Pulp Fiction el premio de la –nunca mejor nombrada– Academia.
Hacer reír es desarmar. Hacer reír es tirarse abajo, al menos por un segundo, siglos de convenciones que en apariencia nos enaltecen.
Hacer reír, por lo tanto, conlleva un castigo.
Que mi hijita me haya dicho tonto, aunque sea con dulzura, es uno de ellos.

(Publicado en Jugo de Caigua el 23/1/2021)

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Published on February 18, 2021 14:06

February 1, 2020

Quico y los clubes

Hace poco se le ocurrió al alcalde de San Isidro plantar una reja que impide la fluidez del flamante puente que une a su distrito con Miraflores y mi frustración salió con ganas de provocar: escribí en redes que, por cosas así, da ganas de que en su distrito se expropie el Golf, ese enorme rectángulo verde en mitad de la ciudad. Los comentarios furibundos a favor de la propiedad privada no se hicieron esperar –la palabra “expropiación” en el pudiente San Isidro es explosiva, Velasco y Chávez le hicieron mala fama– y prometí aclarar por qué mezclé papas con camotes: el desvarío de una autoridad pública con los derechos de un club privado.

A todos nos es familiar la caricatura del niño afortunado que evita compartir sus juguetes con otros niños: mientras más egoísta es con sus privilegios, más ganas dan de que reciba una lección. Es la mecánica de las fábulas moralistas: si al Quico de Chespirito un malandrín le robara su pelota después de que se la negó al Chavo, la audiencia asentiría complacida. En el Perú, San Isidro se ha ganado la reputación de ese niño por culpa de ciertos vecinos con mentalidad excluyente y de algunas autoridades que decidieron representar esa actitud virreinal: “Este parque es solo para residentes”, “estos juegos infantiles son para nuestros niños”, “yo estaciono mi carro aquí desde hace décadas y de aquí no lo muevo”, “por este malecón no pasan bicicletas”. Cuando las autoridades ponen en práctica la mentalidad de sus vecinos elitistas es casi imposible no mezclar tubérculos porque, en el terreno de lo simbólico, las emociones no discriminan lo que es legal de lo que es justo.

Soy un creyente de la propiedad privada. Soy un ridículo burguesito con vista al mar. Lo que he ganado con cierto esfuerzo está registrado a mi nombre y creo que nuestro país le debe su crecimiento al capitalismo popular que lo habita. Pero también creo en un Estado flexible que pueda regular los excesos a favor del desarrollo, incluso si ello me perjudicara. Sé que la mayoría de personas que leyeron mi comentario sobre la expropiación del Golf lo tomaron de manera risueña y no de forma literal. Nadie que sea realista vería hoy como factible la expropiación de ese pacífico pasto rodeado de rascacielos, pero quién sabe si esto no se revierta en unas décadas: con el cambio climático, la sobrepoblación, la escasez de agua y la necesidad de árboles para regular la atmósfera, no es improbable que céntricos espacios verdes peruanos –hoy privados–, se conviertan en bosques públicos. Si en nombre del bien común se ha exigido que comunidades dejen sus moradas para que se explote un yacimiento minero, en un futuro debería entenderse mejor que ahora la necesidad de que una minoría ceda su césped a favor de una mejor calidad de vida para millones. Las influencias, está demostrado, tienen un límite en la historia.

Una cosa sí es clara: mientras más segregador se muestre un representante de San Isidro en el día a día, como acaba de ocurrir con esa dichosa reja, más pronto que tarde esta corriente tomará impulso en ese distrito.

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Published on February 01, 2020 02:50

January 25, 2020

Así que mañana vas a votar

Pues te diré que cada año me convenzo más de que elegir racionalmente es una quimera.

Pongamos como ejemplo a la que debería ser la elección más razonada de todas: el compañero o compañera que, en teoría, nos acompañará de por vida. ¿Existirá persona que haya hecho un análisis FODA antes de pedir matrimonio? Pasemos a hablar de compras caras, como un auto: ¿no es verdad que –salvo la compra de un vehículo para lucrar con él– uno siempre antepone la belleza, la comodidad y la proyección de nuestro prestigio por encima del consumo de combustible? ¿No son las especificaciones técnicas las excusas con las que al final justificamos lo que ya era un amor a primera vista? Por lo tanto: si para casarte no haces una elección racional, ¿por qué te la exigiría para elegir mañana a un congresista?

La principal razón que nos motiva a relacionarnos con una persona es la simpatía que nos genera.

No hay más misterio. Al menos no en la superficie: es en el subsuelo de esa simpatía instantánea donde subyace lo incomprensible: esa concatenación de recuerdos, sentimientos y experiencias que lleva a nuestros cerebros a decidir en menos de un segundo que una persona es más digna de ser escuchada que otra. No obstante, si bien la simpatía inicial es una buena consejera para iniciar una relación, no garantiza la ausencia de decepciones. Así como no existe estafador exitoso que no sea simpático, no existe persona que al momento de otorgar su confianza no esté proyectando su propia ilusión. ¿Cuántos divorciados no han pensado “cómo no la vi antes”?

¿Yo mismo no he me dicho alguna vez “cómo pude votar por ese infeliz”?

Te recomiendo, entonces, que para mañana corras la milla extra.

No voy a decirte lo que ya sabes racionalmente: esa baba moralista de que el país necesita tu voto bien pensado. En verdad, sí lo necesita, pero el hecho de que yo lo escriba no va a cambiar lo que sientes. A lo más que puedo apelar es a tu egoísmo: ¿te gusta toparte en las noticias con gente indeseable a la que tu inacción le otorgó poder? ¿Te gusta que unos retorcidos mientan a sabiendas en el parlamento y en contra de tu forma de pensar? ¿Te deja tranquilo/a la idea de que su sueldo salga de tu bolsillo? Si no a tu sentido cívico, al menos apelo a que te ahorres colerones en el futuro. Por eso, a la simpatía o antipatía que puedas sentir por determinados candidatos, súmale dos preguntas que equilibren tu preferencia emocional:

1. ¿Cuál es el principal problema del país?

2. ¿Este candidato ayudaría a solucionarlo un poco?

Corrupción, desigualdad, machismo, cambio climático, son solo algunas de las amenazas que ponen en peligro nuestra armonía social. A ti se te ocurrirán otras. Quizá pienses en un probable resurgimiento del “comunismo”, por ejemplo, que no comparto, pero que no me toca aquí criticar.

En mi caso, puesto que soy sensible a las inequidades del machismo y al apetito lobuno de los negociantes inescrupulosos, votaré por dos retenes en las figuras de una feminista y un antiguo sindicalista. De más está decir que ambos candidatos me caen simpáticos.

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Published on January 25, 2020 02:45

January 18, 2020

El elefante de Elena

Desde que la conozco, mi asistente se empeña en parecer que va un casting para Tim Burton: hermética, de sonrisa nula y siempre de negro. De hecho, la única vez que la vi con un color que no fuera el negro fue el día de su boda. Y sin embargo, tal como ocurre con los personajes de Burton, uno puede intuir en Elena una ternura insondable.

Hace años descubrí, fascinado, que Elena visitaba pabellones infantiles vestida de clown: súbitamente colorida y musical, confortaba a niñitos en su peor trance y facilitaba la labor de los médicos. Pero un día visitó un pabellón de adultos y su vida dio un giro: una señora, amarilla en extremo y en espera de entrar a cirugía, llamó su atención. Elena se acercó a aquella mirada aterrada con cautela: quizá ya intuía que la gente va a los hospitales a curarse el cuerpo, pero no el dolor que excede a lo físico. Sorteadas las primeras barreras, la paciente terminó por soltarle una dolorosa confesión: veinte años atrás se le había muerto su único hijo y entró en un torbellino autodestructivo. Con fervor le pidió a Dios morir y después abandonó toda espiritualidad. No obstante, cinco años después tuvo una hija y su vida pareció volver a su cauce. Pero ahora que su hija era una adolescente tenía el pánico de que Dios le estuviera concediendo a destiempo aquel viejo deseo como castigo. Elena le apretó la mano con sus ojos compasivos y la señora le agradeció que la hubiera escuchado sin juzgarla: “Yo solo quería una señal de que todo va a salir bien, y llegaste tú”.

Desde entonces, a la par que me asistía, Elena estudió tanatología –el estudio de la relación entre la muerte y los seres humanos– y después abrió en Facebook una página en la que comparte lo que aprende en sus consultas: “El elefante en la habitación”, aludiendo a esa omnipresencia de la cual casi nadie habla. Recuerdo que en otra ocasión, Elena me relató cómo un joven sacerdote le confesó su terror a los difuntos en los responsos. Después de varias sesiones, llegaron a la génesis en su niñez: el suicidio de su hermano, el cuerpo por él descubierto, el hermetismo de sus padres y la prohibición a que asistiera a los ritos fúnebres: un trauma anidado y exacerbado por la falta de explicación y de claridad.

Con el tiempo, en mis charlas con Elena, he comprendido que no es casual que también la contacten personas que no tienen una muerte que lamentar. Se trata de corazones rotos, personas divorciadas, migrantes o gente próxima a jubilarse. Es natural. La raíz de muchos de nuestros dolores está en que no sabemos lidiar con los cambios: la pérdida de un amor, de un trabajo, de una ciudadanía o de la manera con que nos ganábamos la vida son remezones con los que debemos aprender a vivir.

¿Y qué es la muerte, sino el cambio más profundo de todos los que nos esperan?

¿Cuánto dolor y neurosis se ahorraría nuestra sociedad si buscáramos conversar sobre nuestras congojas con una persona receptiva y preparada? ¿No debería ser esto parte de nuestras políticas de salud?

Tim Burton, aquí tienes una historia. Y te ahorrarás el casting.

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Published on January 18, 2020 02:50

January 11, 2020

Últimas maravillas

He visto tortugas gigantes aparearse con majestad en Galápagos, he contemplado la explosión de atardeceres violetas en Lima, vi a mi hija menor abrir la boca la primera vez que vio ballet; he visto a un géiser apuñalar al cielo en una isla austral, he visto a danzantes de tijeras retar a la física, he visto al despecho convertirse en belleza en un poema de Blanca Varela; vi en directo el mágico tiro libre de Cubillas que hasta hoy los escoceses recuerdan abrumados, he visto al Urubamba correr plateado bajo la luna antes de ver amanecer en Machu Picchu, he presenciado en Iquitos la locura de mi abuelo convertida en un palacio junto al Amazonas; he visto a un niñito humilde al que le corté el pelo convertido en un ejecutivo treinta años después, he recibido la mirada emocionada de un amigo perdonándome, he visto a mis hijas marchar en contra del machismo; he visto cómo el mar de Tasmania se inserta como una aguja entre fiordos nevados en Nueva Zelanda, he visto dos arcoíris gemelos desde la ventanilla de un avión y de niño vi a Velasco junto a Allende pasar frente a mi casa en un auto descapotable; he visto resplandecer el rostro de mi madre al enterarse de que el hijo que daba por muerto estaba vivo, fui testigo de cómo Maradona eludió a seis ingleses para anotar el gol más épico de la historia, he visto delfines rosados mientras el sol se oculta sobre el río más grande del mundo; he visto el milagro de mi primogénita aferrándose a mi pulgar por primera vez y asistí al de mi segunda hija emergiendo de su placenta; he sentido cómo unos ojos enamorados me desarmaban sin remedio y también me ha deslumbrado la mirada de la mujer con quien quiero pasar mi vejez; he visto al monte Fuji elevarse sobre un lago azul y también he caminado sobre la Muralla China; he visto a un taxista en un Tico amarillo hacerle el nudo de la corbata a un joven pasajero, fui testigo de la noche más feliz cuando Perú clasificó a un mundial luego de 36 años y fui parte también de la marea que cantó llorando en un estadio de Ekaterimburgo; he visto a mi hija enmudecer a un auditorio con su canto de niña, he tocado los moáis gigantes de la Isla de Pascua y he cabalgado sobre un camello frente a las pirámides de Egipto; he visto el iluminado perfil de Manhattan mientras me olvidaba de un amor, he visto a un canguro esquivar mi auto en una carretera y de niño vi a Haya de la Torre encandilar a una plaza en Trujillo; he visto a hienas acercarse curiosas a mi vehículo en África, me he sentido insignificante al caminar en un bosque de secuoyas, he nadado con peces incandescentes en la barrera australiana de coral y, ahora que vi a Rosa Bartra afirmar que el Estado le enseña a nuestras niñas a masturbarse con tornillos y navajas, y a su compañero de partido, Mario Bryce, entregarle un jabón a su contendor para humillarlo en un debate, he visto la bajeza de nuestra política en toda su magnificencia.

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Published on January 11, 2020 02:50

January 4, 2020

We didn’t start the fire

En 1989 Billy Joel resumió en una canción cuatro décadas de historia mundial desde una óptica estadounidense:


Harry Truman, Doris Day, China comunista, Johnny Ray, “South Pacific”, Walter Winchell, Joe DiMaggio; Joe McCarthy, Richard Nixon, Studebaker, la televisión, Corea del Norte, Corea del Sur, Marilyn Monroe; los Rosenberg, la bomba H, Sugar Ray, Panmunjom, Brando, “El Rey y yo”, “El guardián en el centeno”; Eisenhower, las vacunas, Inglaterra estrena reina, Marciano, Liberace, adiós a Santayana; Joseph Stalin, Malenkov, Nasser y Prokofiev, Rockefeller, Campanella, bloque comunista; Roy Cohn, Juan Perón, Toscanini, Dancron, la caída de Dien Bien Phu, “Rock Around the Clock”; Einstein, James Dean, Brooklyn y su equipo ganador, Davy Crockett, Peter Pan, Elvis Presley, Disneyland; Bardot, Budapest, Alabama, Kruschev, la princesa Grace, “Peyton Place”, problemas en Suez; Little Rock, Pasternak, Mickey Mantle, Kerouac, Sputnik, Chou En-Lai, «El puente sobre el río Kwai»; Líbano, Charles de Gaulle, béisbol de California, Starkwether, homicidio, niños de la talidomina; Buddy Holly, “Ben Hur”, monos del espacio, mafia, hula hoops, Castro, Edsel no va más; U2, Syngman Rhee, la “payola”, Kennedy, Chubby Checker, “Psicosis”, belgas en el Congo; Hemingway, Eichman, “Stranger in strange land”, Dylan, Berlín, Bahía de Cochinos; Lawrence de Arabia, la Beatlemanía, los Ole Miss, John Glenn, Liston vence a Patterson; Paulo VI, Malcolm X, los políticos británicos y el sexo, el disparo a J.F.K., ¡ya no hay nada que decir! Control natal, Ho Chi Minh, Richard Nixon vuelve, llegada a la Luna, Woodstock, Watergate, punk rock; Reagan, Palestina, terror en la aerolínea, ayatolas en Irán, rusos en Afganistán; “La rueda de la fortuna”, Sally Ride, heavy metal y el suicidio, deuda externa, veteranos sin hogar, SIDA, crack, Bernie Goetz, hipodérmicas en la orilla, ley marcial de China, guerra de las colas, ¡no lo puedo soportar!


Ahora que se cumplieron tres decenios de su lanzamiento –y cambiamos dos dígitos este año–, me pregunto si no le provoca añadirle un segundo acto:


Rushdie, Gorbachov, perestroika, cae el muro, terrorismo en Perú; Mc Donald’s en Rusia, adiós Yugoslavia, guerra en el Golfo, el grunge nace en Seattle; Tarantino asoma, Rey León, Forrest Gump, Toy Story y lo demás; Ayrton Senna y Lady Diana, Clinton y Lewinsky, Pathfinder en Marte, nace Harry Potter; Titanic, Napster, Mariah, Whitney, Britney, genoma, Los Soprano; ¡Pum, pum, Columbine!, Chávez, Putin, vacas locas, ¡sucede el 9/11!; Hussein, Bin Laden, Argentina en caos; Euros, Enron, el Columbia estalla; Bush invade Irak, se inicia Facebook, el ataque en Madrid, tsunami en el Sudeste; terrorismo en Londres, el poder de China, Katrina en New Orleans, adiós a Juan Pablo; Líbano otra vez, smartphones, Twitter, «¿Por qué no te callas?»; Obama, Lehman Brothers, Guardiola en Barcelona, renuncia Fidel Castro, muere Michael Jackson; partículas en Suiza, terremoto en Haití, wikileaks, mineros en Chile; Whatsapp, Instagram, primavera árabe, memes, Fukushima, reggaetón; rayan los Youtubers, calendario Maya, Siria, Boko Haram; Mad Men, Game of Trones, Breaking Bad, Netflix, Amazon, el bosón de Higgs, ¡Gangnam Style! Sale Benedicto, entra Francisco, las pantallas reinan; batalla de Alepo, Kim Jong-un, Maduro, crisis en la FIFA, el avión malayo; ISIS, ébola, Ayotzinapa, Al Qaeda y Charlie Hebdo; refugiados en balsas, el terremoto Odebrecht, Panamá en papeles, Donald Trump; Reino Unido dice Brexit, Cataluña quiere irse, Venezuela migra, Glovo y Rappi, las actrices y el MeToo; Khashoggi, Bolsonaro, Notre Dame ardiendo; Chile se levanta, Greta contra el clima, fuiste Fukuyama, ¡y esto es el comienzo!

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Published on January 04, 2020 02:30

December 28, 2019

Historia de dos parejas

Hace menos de dos meses el británico Steve Easterbrook fue despedido de la empresa que jefaturaba mundialmente desde Estados Unidos. Tenía 52 años, muchos de los cuales los dedicó a la corporación donde encontró su ascenso al Olimpo de los negocios.

La razón por la cual el directorio ante el cual rendía cuentas decidió dar por terminados sus servicios fue haber ido en contra de una regla de la compañía: mantenía una relación sentimental con una compañera de trabajo. No es que se tratara de un romance que implicara adulterio o algún escándalo que minara la moral de los empleados: Easterbrook era divorciado y la dama en cuestión tampoco tenía ataduras afectivas o legales.

Pero la norma era la norma.

Seis semanas después de que Steve Easterbrook fuera despedido en Chicago, Estados Unidos, una horrible tragedia tuvo lugar en Lima, Perú: una pareja de jóvenes enamorados falleció en la madrugada mientras realizaban labores de aseo en un restaurante franquiciado a la compañía que Easterbrook había liderado. La causa fue una descarga eléctrica originada en el dispensador de bebidas gaseosas.

Estas últimas semanas fueron, pues, tristemente memorables para Mc Donald’s, el gigante de la comida rápida: mientras una pareja en la cúspide de sus oficinas veía zarandear su vida personal, otra muchísima menos afortunada, al otro extremo del escalafón, lo perdió absolutamente todo.

Cuando ocurre una tragedia es porque antes se han ido desatando sigilosos tentáculos que pasaban inadvertidos para las víctimas. En el caso de los muy jóvenes Alexandra Porras y Gabriel Campos, ellos tal vez jamás fueron conscientes de estar ocupando el orificio de un embudo en el cual se arremolinaron decisiones alentadas por la informalidad, el quechuchismo y el afán por obtener mayores márgenes de ganancia. Trabajando en un turno de 12 horas. Sin indumentaria aislante. Sabiéndose que los dispensadores de gaseosa son pequeñas plantas embotelladoras que consumen muchísima electricidad. En una de las sucursales de Mc Donald’s con mayor flujo de público en el Perú y, por lo tanto, con mayor riesgo de eventualidades. Con un estándar menos riguroso que en otros países (en Chile, por ejemplo, es poco probable que los dispensadores tengan contacto con el suelo). ¿No es esta una combinación de elementos que se repite de forma análoga en otros ámbitos cada cierto tiempo y que nos hace multiplicar ataúdes y llantos? ¿No ha ocurrido acaso en carreteras como la Panamericana y decenas de otras, en discotecas como Utopía y en campos feriales como Mesa Redonda?

¿No es la mezcla de «déjalo así nomás», «tenemos que hacer caja», «pásale un billete al inspector» y «hazte el huevón nomás» lo que ha hecho que estas noticias sean repetitivas en países como el nuestro y rarísimas en sociedades que no transan con la informalidad?

La norma técnica: esa ‘huevada’ inventada por gringos o japoneses que existe para no ser cumplida en América Latina.

¿No es esclarecedor que mientras en Estados Unidos el máximo funcionario de Mc Donald’s fue destituido por laborar junto a su pareja, aquí una pareja haya sido autorizada para trabajar y ser encarrilada hacia su muerte?

¿No es otro ejemplo de la norma incumplida aquí desde el primer segundo?

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Published on December 28, 2019 02:30

December 21, 2019

Test de privilegios

Hace poco conocí en Sudáfrica a un guía peruano que llegó a vivir la transición del apartheid a una sociedad más inclusiva. El hombre era simpático, servicial y no tendría nada grave que criticarle, salvo sus reiteradas menciones de lo difícil que le era convivir con la mayoría negra del país: el alcoholismo de ciertas etnias, sus costumbres atrasadas, lo aprovechados que podían ser. El guía, por cierto, era blanco y descendía de europeos: un ejemplo de peruano que, incluso en el extranjero, criticaba a una demografía postergada sin ser consciente de sus ventajas de nacimiento.

En sociedades desiguales y racistas como la peruana –o la sudafricana–, existen escalones de privilegio según la piel y el hogar que nos hayan tocado. En la escalera social peruana, el sótano estaría habitado por una mujer altoandina analfabeta y en la cúspide dominaría un hombre blanco con estudios superiores. Sospecho que si cada peruano fuera consciente de qué peldaño ocupa y en cuáles estuvieron sus antecesores, nuestra sociedad sería más solidaria y se derrumbarían creencias desubicadas de, por ejemplo, ciertos profesionales que juran que se han hecho solos y miran con desdén a quienes no alcanzaron lo que ellos.

Yo, por ejemplo, cada cierto tiempo evalúo mis circunstancias. Una especie de test.

Me digo que pasé mi infancia en un horrendo barrio de provincia, pero que al menos no crecí alejado de hospitales o colegios como la gente del campo. Si bien viví en un mercado mayorista y asistí a una escuelita fiscal, había niños que trabajaban a diario en ese vecindario recio mientras yo lo hacía en la farmacia familiar. Además, mi padre era un profesional que llevaba libros a casa, ¿no era yo más privilegiado que esos niños? Tiempo después estudié en un colegio deficiente, pero privado. Además, si bien me intuía mestizo, nunca me enfrenté a una unanimidad que me llamara ‘cholo’. Al terminar el colegio volví a la ciudad capital y, aunque viví entre desalojos, con la ayuda de mi familia pude pagarme una carrera técnica en un distrito acomodado. De hecho, unas compañeras pudientes me avisaron que una empresa necesitaba practicantes y hacia allá corrí a ganarme mi primer trabajo. Además, soy hombre: ¿no es ese un bono que me llegó sin méritos? En las primeras empresas en que laboré las mujeres no aspiraban a liderar equipos creativos y si lo hacían, se les respetaba solo las dotes administrativas. Cuando me casé nunca tuve que posponer mi carrera por salir embarazado, en tanto mi esposa sí lo hizo. En el ámbito literario, esos privilegios también me han debido favorecer: ¿no era un escritor varón, bien relacionado, que publicaba en la capital? ¿No merecía el desdén de quienes escribían tan bien o mejor que yo, pero que ocupaban otros peldaños simbólicos? Encima soy heterosexual: nunca tuve que gastar energía valiosa para esconderme o defenderme de los ataques conservadores.

Nací, pues, privilegiado. Más de lo que fueron mis padres, pero menos de lo que le tocó ser a mis hijas. Quizá la mayor enseñanza que le dejaré a ellas sea haberles señalado cuánta trocha les abrimos sus antecesores: me decepcionaría mucho si las escuchara quejarse, como aquel guía, de quienes no tuvieron sus posibilidades.

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Published on December 21, 2019 02:30

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Gustavo Rodríguez
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