Gustavo Rodríguez's Blog, page 4
October 12, 2019
Caviarcito
Conozco a Santiago la mitad de sus trece años y lo he visto interesarse en todo: cocina, videojuegos, fútbol, física cuántica, literatura y, a estas alturas, la política. Cuando la última batalla entre el Ejecutivo y el Parlamento parecía inclinarse por la disolución del Congreso, su madre y yo estábamos del otro lado del mundo, con los ojos soñolientos imantados a las redes. Los memes suelen ser un termómetro político y uno que Santiago compartió nos ayudó a tomar la temperatura desde allá: un retrato seriote del presidente Vizcarra junto al lema de Nike, “Just do it”.
No deseo discutir aquí si lo de Vizcarra fue constitucional, o si estuvo al filo, sino explorar la respuesta que un chiquillo de su entorno le respondió ahí mismo a Santiago: “Jódete caviar”. O algo así. Las historias de Instagram son efímeras como la credibilidad de un político.
¿Qué puede llevar a un chico de tan corta edad a expresarse así de un compañero a causa de la política? Obviamente, la respuesta está en lo que escucha en casa. Replanteo, entonces: ¿Qué puede llevar a unos adultos de situación acomodada a exclamar macarthistamente que la disolución temporal de nuestro Congreso es parte de un oscuro plan comunista?
Se me ocurren varias razones.
Quizá se trate de una familia que perdió su hacienda con la reforma agraria durante la dictadura socialista de Velasco. Un impacto así tendría ecos traumáticos por generaciones y no soportaría matiz alguno: ¡ay! de quien les dijera que una reforma en el campo sí era necesaria y que hubo varias oportunidades de realizarla durante el siglo veinte, hasta que Velasco la impuso, lamentablemente, de la peor manera. O tal vez dicha familia perdió vidas a manos del sangriento radicalismo de Sendero Luminoso o del MRTA en los ochentas y noventas. De ser así, ¿cómo podría criticarles ese miedo a lo que no sea derecha-derecha? De poco serviría, además, recordarles que quienes más vidas perdieron con el terrorismo fueron los peruanos más alejados de su entorno socioeconómico. También se me ha ocurrido que quizá la familia del compañerito de Santiago tenga fuertes lazos con Venezuela: no hay que ser muy listo para darse cuenta de la hecatombe social que ha significado el chavismo para este país hermano. O quizá, quién sabe, sean descendientes de Franco o Pinochet, con lo cual no queda nada que discutir. Pero tal vez me haya pasado tres pueblos, como dicen los españoles: a lo mejor, el entorno del niño tan solo es parte de esa enorme porción de la humanidad que tiene una conexión neuronal que tiende a privilegiar la “eficiencia” antes que la “equidad”, los resultados económicos sobre los avances sociales. Sin embargo, respirando ya varias décadas en este país que amo a pesar de sus desigualdades, me atrevo a lanzar una última razón: tal vez se trate, simplemente, de peruanos que temen perder sus privilegios. Cuando recuerdo la histeria de quienes decían que el expresidente Humala iba a secuestrar a sus hijos para adoctrinarlos en el comunismo, queda claro que el miedo transtorna, que aterra perder el lugar conseguido con el auspicio de un sistema injusto.
Qué más puedo decirte, Santiaguito, si este es uno de nuestros grandes lastres: en el Perú hay gente con plata, pero sin mundo.
October 5, 2019
Maniqueos
Ayer una amiga me decía que le preocupaba en qué sociedad iban a vivir sus hijos.
Cuando le pregunté por qué pensaba eso, me mencionó a Twitter como una de las razones. Ah, bueno, le dije. Sí. A veces una inmersión en Twitter puede hacerte perder la fe en la humanidad. Sin embargo busqué tranquilizarla mientras, de paso, me tranquilizaba yo mismo.
Twitter es un coliseo cerrado al que ingresa una pequeña porción del mundo con ánimo de seguir puntos de vista sobre los ene temas que surgen a diario. Como ocurre en todo recinto que implique demostraciones públicas y cierto nivel de competición, hay quienes acuden con ánimo de observar, pero también ingresan los polemistas de toda índole y, con ellos, muchos asistentes con vocación de barristas y hasta de barras bravas.
Visto así, Twitter es más un laboratorio condicionado de la humanidad, que un muestrario justo de la misma. Y si su importancia ha sido tan inflada, se debe al insólito apoyo de los medios que antes se denominaban “tradicionales”: es la prensa televisiva, escrita y radial la que ha terminado convirtiendo en noticia las breves frases que los usuarios más o menos célebres han digitado en mitad de sus andanzas. Si los medios noticiosos ignoraran las publicaciones de Twitter, esta red social no sería más que un recipiente tapado en el cual cierto tipo de personas siguen una gran conversación con visos entre borgianos, kafkianos y cantinflescos.
Como ocurre en todo coliseo desde los tiempos romanos, la atmósfera de Twitter está impregnada de aires de competición: los usuarios proclaman sus puntos de vista y, en verdad, a la mayoría no los moviliza las ganas de aprender en el intercambio, sino la posibilidad de ganar. No necesariamente se busca expandir el propio punto de vista: se quiere confirmar que se tiene la razón. Solo así se explica el nivel de insultos que se puede observar en esta gran olla, pues la violencia es el recurso que le queda a quien no tiene ideas: ocurre en el fútbol con los adversarios macheteros y pasa en las redes con quienes no tienen maneras inteligentes de exponer sus puntos de vista. Sin embargo, para los polemistas virtuales que quieren pasar por inteligentes existe un recurso que no es violento, pero que sí hiere a la mesura: el maniqueísmo. Es decir, esa interpretación de los hechos que tiende a valorar las cosas en sus extremos, sin detenerse en los términos medios. O, si estiramos algo más la definición, esas ansias de antagonizar o polarizar llegando a conceptos que nadie nombró en primer lugar. Hace poco, por ejemplo, escribí que el Estado debería encontrar formas menos ortodoxas de medir el retorno para que podamos invertir más en cultura y alguien me respondió que un niño con anemia también merecía inversión, como si mi pedido implicara alentar la anemia o como si el desarrollo de una persona no debiera ser integral.
Defienda los derechos de un desvalido y alguien fantaseará con que usted es comunista.
Póngale paños fríos a las críticas a una empresa e insinuarán que es un explotador capitalista.
Una conversación que tira de los extremos de la soga jamás llega a un acuerdo.
Y eso es Twitter.
September 28, 2019
Palmas en el malecón
Salgo a caminar, con carbón encendido en la caldera y con la mirada atenta.
Hoy es un día excepcional: me cruzo con más conocidos que de costumbre y, debido a cierto optimismo atribuible al café, se me ocurre cambiar el usual trueque sonrisas por un deportivo toque de palmas. Acá me tienen, marchando a 6 kilómetros por hora mientras quienes saludo trotan a 8 o 9, por lo que hacer coincidir nuestras palmas requiere precisión. El primero contacto lo tengo con R, un publicista tímido que en sus tiempos libres sobrevuela este mismo malecón en parapente: un toque de dedos que se esfuma en el frío. Unos pasos más y asoma C, un politólogo al que critican varios. Siempre ha sido cordial conmigo, así que palmas con él. Mis pasos prosiguen y también los contactos: P, el cocinero que una vez me asesoró cuando escribía una novela; G, el director de una consultora de prestigio.
Pero no con todos me atrevo: ahí viene C, el caricaturista que más celebra nuestra izquierda, ensimismado como siempre, quizá rumiando sátiras, y me rindo antes de buscarle la mirada. Quien sí se aproxima amigable es S, que por curiosos avatares es hoy nuestro primer ministro y nuestras palmas chocan mientras me pregunto qué soluciones andará oxigenando. La isla San Lorenzo observa desde lejos mi saludo con I, un abogado honorable, gran lector, presidente de una reguladora del Estado, y esta palmada es la más cariñosa; detrás de él viene X, a quien un día vi orinar en un bar sin después lavarse las manos, así que para qué arriesgarme. En tanto doy la media vuelta, noto algo que usted ya debe haber percibido: no me cruzo con ninguna mujer. No es que no haya corredoras: abundan y pasan raudas, pero no conozco a ninguna. ¿Es mi vida un club de Toby? Debe tratarse de una mala muestra estadística y, como si los dioses me pusieran a prueba, aparece una silueta en la bruma: hace mucho trabajé con ella y le puse un infeliz apodo que un día solté delante de mis compañeros –quizá si tenga un club de Toby– y ella se enteró: trágame tierra y escúpeme en Siberia. No me dirigió más la palabra, pero con los años volvimos a cruzar miradas, luego algún like en Facebook y esta es la primera vez que nos cruzaremos sin opción de escape. Faltan tres metros, ahora faltan dos, ensayo una sonrisa, pienso si debo arriesgarme, si lo que alguna vez fue amistad puede volver a airearse; mi palma se alza ambigua, pero ella es más grande: levanta la suya y la choca canchera con la mía. Un bálsamo me acompaña hasta mi casa: es la energía que me ha transmitido una decena de conocidos que aprecio y una mujer cuya generosidad me conmueve.
Ya duchado, leo que al exalcalde de Lima se le vienen más problemas asociados a la corrupción y recuerdo que él le quitó a mi ciudad la posibilidad de un malecón junto al río a cambio de un bypass polémico, que le negó a millones la posibilidad de sus palmas chocando y la cancelación de reencuentros festivos que tanta falta le hacen a esta ciudad presurizada.
Y, más que una palmada, se me antoja una cachetada.
September 21, 2019
Que no te atrasen, causa
Siempre tuve la idea de que subirse a un auto en la gigantesca Ciudad de México era resignarse a avanzar por un puré denso. Que los caracoles cruzaban la pista trepando sobre tu capota mientras los bocinazos no dejaban de asediar. Pues otro mito se me ha derrumbado: tras mi primera incursión allá debo decir que mi querida Lima la supera en esa horrible competencia.
No es que los viajes en Ciudad de México sean cortos; es que, a pesar de las distancias, son más fluidos. Una primera y obvia explicación está en que la capital mexicana ha desarrollado mucho antes que la peruana un sistema que privilegia el transporte público: más líneas interconectadas de metro, más rutas de buses con carrilles segregados y taxis con taxímetro que no hacen perder tiempo con el regateo. Esto, además de un uso más extendido de la bicicleta como transporte particular.
Sin embargo, allá encontré una razón que es tan gravitante como toda esa infraestructura.
En los días que me movilicé por Ciudad de México utilicé exclusivamente autos particulares. A mi alrededor transitaba un parque automotor mucho mayor que el de Lima: casi 4 veces más grande y casi el doble que el de todo el Perú. Una relación aritmética entre ambas poblaciones y sus vehículos da como resultado que en Lima hay muchos menos vehículos per cápita. ¿Cómo así, entonces, un conductor limeño pasa más horas estresándose que un conductor mexicano? ¿Cómo es posible que Lima esté en el tercer lugar de las ciudades que más tiempo hacen perder a sus pasajeros mientras que México, siendo el doble de habitada, esté más abajo en el ranking?
La clave está en la noción del otro.
Las estadísticas indican que la sociedad mexicana puede ser más violenta que la peruana pero, cuando se trata del tráfico, la noción que vence es la de ceder el paso: una cortesía individual que, a la larga, termina ahorrándole tiempo a todos. Cuando prima la idea del “primero usted y después yo” el tráfico se convierte en una trenza de dos hebras que fluye lenta, pero sin nudos. De hecho, no recuerdo haber sido testigo en CDMX de esos coágulos que se forman en Lima cuando algún conductor apuradito termina obstruyendo una intersección.
Mi novia, que viajaba conmigo, soltó de pronto la palabra clave: la desconfianza.
El Perú ha crecido como economía, pero aún no se ha desarrollado como sociedad solidaria. Nuestro país tiene un núcleo pundonoroso de millones de luchadores que han sobrevivido a las peores crisis, pero con el sordo murmullo en los oídos de que solo deben confiar en su esfuerzo y, a lo sumo, en sus familias. Del Estado no esperes nada. De otro peruano, tampoco. Tú mismo eres. Que no te atrasen, causa. Y tanto tenemos ese “que no te atrasen” metido en nuestros sesos, que ahí vemos los resultados: en el conductor que le mete el carro a los peatones, en ese otro que te cierra el paso de carril en carril, en aquel que por avanzar dos metros en la intersección termina haciéndole perder tiempo a los cientos que le rodean.
Mejor ceder el paso, causa.
September 14, 2019
Denunciar a un amigo
Hace unos meses publiqué un artículo sobre la relatividad de nuestra moral cotidiana y ayer me señalaron un tuit que respondía a esa publicación. Quien lo escribió me cuestiona que, ya que toqué ese tema, no me haya pronunciado sobre mi amigo J, quien por esa época fue acusado en una página feminista de haber querido aprovecharse hace años de una colegial que hoy ya sería una mujer adulta.
Aquellas vez, mientras leía dicha denuncia en Facebook, mis palpitaciones crecían junto con la intriga. La denuncia contra J estaba bien redactada, pero abundaba en curiosos recovecos. “¿De verdad ha ocurrido esto?”, era lo único que me permitía pensar. Cuando al final busqué el nombre de la denunciante, encontré un espacio vacío. Ni una inicial. Ni una pista. Confieso que suspiré con algo de alivio, pero todavía preocupado: nadie, y menos un hombre, debería juzgar a una denunciante anónima, ya se sabe cómo pueden reaccionar las hordas machistas. Lo que hice es esperar. En los minutos que se acumularon, la denuncia se pobló de comentarios sarcásticos, de insinuaciones, de chacota de egresados del colegio aludido, de alusiones a unos profesores, de respuestas combativas de algunas activistas. En ese mar picado encontré flotando un alegato indignado de mi amigo exigiendo pruebas, pero no apareció ninguna adhesión a la denuncia. Ningún testigo. Nadie a quien le constara el episodio narrado, a pesar de que la denuncia mencionaba situaciones escandalosas en lugares públicos delante de supuestos espectadores. Las horas pasaron y luego los días. La ofuscación inicial de J fue cediendo. Y en tanto él buscaba asesoría legal para defenderse, las pruebas siguieron sin aparecer.
Y esa fue la razón lógica para no pronunciarme.
Pero ahora confesaré la más importante: J es mi amigo.
Es una razón que suena estúpida, egoísta e interesada cuando uno la lee aislada, pero tiene un significado inconmensurable cuando uno analiza su vida. A lo largo de la mía –y a usted le debe ocurrir lo mismo– debo haberme cruzado con cientos de miles de personas. Quizá millones. De ellas, habré conocido de manera tangencial a unas miles. De esas miles, conoceré los nombres completos de unos cientos. De esos cientos, le daría un abrazo amistoso a varias decenas. De esas decenas, llamaría a la intimidad de mi casa a solo un puñado. Y de ese puñado, buscaría personalmente a pocos, muy pocos, para que me acompañen a llorar una pena.
Pues ahí está J, cernido en esa criba: una de las personas que, en un momento privilegiado de mi vida, hizo una conexión superlativa con alguna de mis facetas de una manera que no espero que alguien más entienda. No existe crimen que J y mis amigos del alma puedan cometer para que yo salga a apedrearlos públicamente. No lo existe, y eso que me considero bueno fantaseando aberraciones. Si alguno de ellos cometiera el acto más excecrable, lloraría en silencio y me tasajería en privado. Y así como no saldría a defenderlos públicamente, menos lo haría para señalarlos. En esta época donde representar altos intereses morales y ser políticamente correcto es cada vez más mandatorio, parecemos olvidar el derecho a respetar el bien más hermoso que uno puede atesorar: la verdadera amistad.
Colectivos y celadores de la justicia, los apoyo. Pero no me pidan imposibles.
September 7, 2019
Selfie con un árbol
Los satélites nos impactaron hace poco con el rostro de Sudamérica atacado por un sarampión nefasto: la Amazonía ardiendo en más de 70 mil puntos dispersos en Brasil y países aledaños –incluido el Perú– en lo que va del año. Las voces clamaron, las redes tensaron sus hilos virtuales, los hashtags se multiplicaron. Pasadas un par de semanas, los activistas ambientales pegaron otro grito: el fuego en la catedral de Notre Dame había logrado unos meses atrás que los filántropos y donantes del mundo recaudaran en menos de una quincena cifras cercanas a los mil millones de dólares, mientras que las contribuciones a la selva amazónica no le llegaban a los talones a uno de los símbolos de Europa.
¿Por qué?
Una de las respuestas se me alumbra luego de haber leído un reciente artículo de mi amiga María Luisa del Río, donde relata un viaje que hizo con su hija, entonces de siete años, a la reserva del Manu. Después de narrarnos una hermosa aventura en selva virgen, María Luisa nos comenta que tuvieron la fortuna de encontrarse con una ceiba de más de 400 años y diez metros de diámetro. Puedo imaginarme a ambas hablándole a aquel árbol majestuoso y agradeciéndole su contribución a que la humanidad respire, y también puedo imaginar el retrato de ambas en el dormitorio de la niña: madre e hija abrazadas a uno de los árboles más nobles y antiguos del planeta.
Para que algo nos conmueva, el principal requisito es haberlo conocido. Si se trata de una canción: haberla escuchado antes. Si se trama de un aroma: haberlo percibido en algún momento. Si se trata de un lugar: haber estado allí. Por supuesto que nos podemos emocionar ante la perspectiva de lo que aún no conocemos, pero se tratará de la anticipación o la esperanza de una idea preconcebida.
Así como los habitantes privilegiados de Lima recién sentimos algo de lo que nuestros compatriotas andinos ya sufrían una vez que las bombas terroristas empezaron a estallar en nuestras narices, imagino que los urbanitas de Sao Paulo empezaron a preocuparse de verdad por la selva que los circunda lejana una vez que vieron sus tardes oscurecer a causa de los incendios.
Es que es mucha más la gente del mundo que ha viajado a París que la que ha conocido la Amazonía…. o que la quiere conocer. Y por aquí va la segunda respuesta: muchas de nuestras acciones como seres humanos están motivadas por el prestigio y, en una sociedad global donde Occidente, su arte y su pirámide de creencias ocupan un lugar privilegiado sobre lo que significa ser civilizado, no es raro que se multipliquen con más rapidez los “pray for Paris” que los “pray for Amazonia”, los selfies de cuando se estuvo ante Notre Dame y no delante de un árbol mítico, las referencias a un verso maldito de Baudelaire y no a la sabiduría dulce de un viejo awajún.
Quizá sea buena idea empezar a criar a nuestros hijos como lo hace María Luisa.
No es necesario viajar. Tan solo apagar el celular y observar el milagro que obra cada árbol mientras lo ignoramos. Las raíces invisibles bajo nuestros pies, el generoso laboratorio inadvertido. La sombra gratuita.
Arde una catedral y perdemos arte, conocimiento, símbolos, memoria colectiva.
Arde la Amazonía y perdemos la vida.
August 31, 2019
Cómo se mide
Me reúno con un funcionario del Estado cuya misión es promover la cultura peruana en otros países y, luego de escuchar sus retos, se me graba tal vez el mayor de todos: cómo justificar ante el Ministerio de Economía y Finanzas las inversiones de promoción para nuestras artes. Cómo medir un posible retorno. Qué indicadores usar. Cómo convencer al cajero de que suelte dinero para algo tan gaseoso como el procesamiento de las emociones.
Cómo me gustaría ser poeta y saltador de garrocha para irrumpir estruendoso por las ventanas del MEF y recitarles algo que afloje sus engranajes, que los devuelva a la niñez incontaminada, que los conmueva para permitirse cierta heterodoxia. Preguntarles cómo mides la sonrisa embobada de un niño extranjero que ve a un danzante de tijeras irrumpir en su centro comercial; cómo calculas ese germen inyectado, la inquietud por conocer esta tierra mágica con un espinazo andino, los viajes que algún día hará con sus amigos.
Cómo mides la fantasía de una adolescente lejana que se topa con bellísimos telares tejidos por manos que existieron dos mil años antes de su presencia en ese museo; cómo conviertes en un dígito sus ganas de cubrir su inseguridad con ese hermoso traje que un artista peruano ha diseñado inspirado en sus ancestros.
Cómo mides la reacción de una pareja canadiense que de puro aburrida sintoniza la inauguración de unos juegos Panamericanos y se enfrenta de golpe a una riqueza como la nuestra; cómo dimensionas su asombro al ver unos caballos bailar marinera, cómo calculas la extensión de sus bocas abiertas cuando Juan Diego Florez canta con todo el aire que cabe en su pecho, cómo le sigues el ritmo a sus pies una vez que se contagian de la cumbia peruana.
Cómo mides el orgullo de un niño que ha crecido en nuestro valle del Mantaro al ver en cadena nacional, mientras las tribunas rugen, ese huaylarsh bien zapateado que se contrasta con las tristes historias de su abuelo al que ninguneaban en Lima por ser serrano; con qué vara se mide una autoestima que crece, qué medidor existe para calibrar las consecuencias de que ahora ese niño salga a pasear con sus padres vistiendo la blanquirroja.
Cómo mides los litros de lágrimas de esos peruanos que vieron los Panamericanos desde el extranjero, cómo dimensionas la nostalgia convertida en orgullo, cómo aquilatas esas ganas de salir a las calles nevadas y decir soy peruano, carajo, y no soy menos que nadie, porque vengo de un país que mueve montañas.
Cómo se mide la envidia que nos tienen nuestros vecinos, cómo calculas sus extraordinarios esfuerzos por imitar lo mejor que tenemos para que, con el tiempo, terminen añadiéndole más fama a lo que hacemos.
Cómo se mide la imaginación que se incuba en cabezas lejanas cuando se lee un cuento, un poema o una novela peruana; el giro que da una mente cuando cambia su noción primariosa de llamas pastando frente a la catedral de Lima por la de un país complejísimo; cómo se mide el hueco que dejaría en el mundo la no existencia de Vallejo, Ribeyro, Varela, Arguedas o Vargas Llosa; el vacío de los escritores que vendrán, el de esos cronistas contemporáneos que son nuestros cineastas, el de esos agentes de viaje que son nuestros cocineros.
Cómo se mide, díganme, cómo se mide.
August 24, 2019
El poeta impostor
–Sabrás que es el único poema que he escrito a pedido.
Quien me responde, risueño como siempre, es Marco Martos.
Nos vemos, a lo sumo, dos veces al año, cuando nos invitan a un mismo festival literario o al mismo cóctel, y por eso siempre trato de aprovechar nuestros encuentros. Entre abrazos, lo acabo de felicitar porque su poema “El Perú” se ha vuelto a hacer viral luego de haber sido leído y proyectado en la inauguración de los recientes Panamericanos de Lima.
Es ese que dice:
No es este tu país
porque conozcas sus linderos,
ni por el idioma común,
ni por los nombres de los muertos.
Es este tu país,
porque si tuvieras que hacerlo,
lo elegirías de nuevo
para construir aquí
todos tus sueños.
–Me lo pidieron unas maestras a fines de los ochentas.
–¿En serio?
–Dizque para que los niños amen al Perú a través de la poesía.
A punto estoy de decirle que aquel extraño pedido fue visionario, cuando Marco se acomoda los anteojos y me comparte otro recuerdo.
–¿Sabes que una vez me suplantaron como poeta?
En 1970 Marco ya había publicado los poemarios “Casa nuestra” y “Cuaderno de quejas y contentamientos” y había ganado el Premio Nacional de Poesía José Santos Chocano. Ese mismo año había sido parte del jurado que premió a Antonio Cillóniz y a José Watanabe como Poetas Jóvenes del Perú. Ese año también llegó a sus oídos una extraña novedad.
–Me lo contó mi amigo Lorenzo Osores. Sí… creo que fue él.
Por esos tiempos, en los colegios de Trujillo se presentaba un hombre que decía llamarse Marco Martos para recitar su poesía laureada en las aulas. Aparentemente no le pedían ninguna identificación, por lo que pudo declamar los poemas del verdadero Marco Martos en varias oportunidades.
–¿Y cobraba por eso?
–No, no cobraba nada.
–Qué loco.
–Pero un día llegué a verlo.
Una tarde de 1973, Marco caminaba con su amigo por el parque Kennedy de Miraflores, en Lima. Era un día festivo: la gente se aglomeraba en los senderos.
–“¡Mira, mira…!, me dijo mi amigo: “¡Ese es el que te ha suplantado!” Yo volteé y lo vi salir corriendo.
–¿Y se parecía a ti?
–Era más mestizo. Lo que sí, era flaco, como yo lo era entonces.
–Quería tu corona de laureles. Solo eso.
Marco sonríe, cohibido. Un mesero nos extiende pisco sours.
August 17, 2019
Así que nos hundimos
Recuerdo a mi madre, yo muy pequeño, decir que mañana empieza la veda y a mi abuela comentar con amargura que solo los militares comerán carne; recuerdo a mi padre venir de su farmacia con la noticia en la boca, “a que no saben lo que está pasando en Lima: arrancó la huelga policial y están saqueando la ciudad, hay muchos muertos”; recuerdo la noticia en blanco y negro en el televisor a tubos y mis pasos rumbo al dormitorio principal: “¿papá, qué es derrocar?”, “¿por qué dices eso?”, “porque dicen que han derrocado al presidente”; recuerdo la Asamblea Constituyente y la elección de Belaúnde, un paréntesis de esperanza antes de volver al desánimo, las fotos de perros colgando de postes y las primeras pintas senderistas; recuerdo los apagones antes de que el terrorismo dinamitara torres eléctricas y recuerdo más las tinieblas que llegaron después, estudiar con velas y salir de noche con un trapo blanco para que no te abaleen; recuerdo el espanto cuando ocho periodistas, un guía y un comunero fueron asesinados en Uchuraccay al ser confundidos con terroristas; cuando Lucanamarca fue arrasado por Sendero Luminoso y cómo Lima retiró la vista de nuestros compatriotas entre dos fuegos; recuerdo las 15 horas que vimos horrorizados en nuestros televisores cómo unos presos acuchillaban, disparaban y quemaban vivos a sus rehenes en El Sexto; recuerdo un segundo e ingenuo paréntesis de esperanza cuando un joven candidato del Apra subyugaba con sus discursos gallardos, mi adolescencia a la expectativa y el desmoronamiento que siguió; recuerdo a mi padre rematar su farmacia para vender dólares, a mi madre sufrir la vergüenza de verse desalojada, a mis amigos irse para vivir como ilegales; recuerdo El Frontón bombardeado sin piedad, el martes negro en que volaron diez torres eléctricas, colapsó La Atarjea y el ministro Salinas dio por televisión “el paquetazo” que nos estrujó más; recuerdo el agua con mierda en las cañerías y a mi empleador pagándome parte del sueldo con botellas de aceite; recuerdo cuando escribía los anuncios de un banco con sus tasas de interés y cómo aumentábamos la cifra cada par de horas; recuerdo al presidente pretendiendo nacionalizar los ahorros y la revuelta que siguió; recuerdo los secuestros y asesinatos del MRTA a plena luz del día y también el obsceno túnel por el que escapó su cabecilla en contubernio con el poder; recuerdo el desamparo que llevó a una mayoría a votar por un japonesito que se promocionaba en tractor; recuerdo las explosiones ya en la Lima blanca, a un amigo encontrando una oreja camino de su colegio y, tras la bomba de Tarata, a mi hermano yendo a reconocer un pedazo de su mejor amigo; recuerdo las masacres de Barrios Altos y La Cantuta, a otro ministro diciendo en la tele que Dios nos ampare y nuestro posterior ascenso económico, a la embajada de Japón siendo secuestrada, la vergüenza nauseabunda de los vladivideos, la renuncia por fax del presidente del tractor, y ahora que en este país exagerado, donde los moderados son tratados de comunistas, un chico me dice que está pensando irse por lo feas que están las noticias me aguanto la cachetada, respiro hondo, y le señalo la perspectiva que le falta, la tendencia a largo plazo, los estancamientos temporales que vienen con toda transformación.
August 10, 2019
Yolanda, tanto tiempo
Te vuelvo a escribir, Yolanda, después de 38 años.
Esa mañana salí con mi primo hacia la plaza de armas de una ciudad que entonces era tranquila en el norte del Perú, y le pedí a un fotógrafo con cámara de madera que me retratara. Mírame: soy un púber peinado con copete que intenta sonreír a pesar de su timidez. Mis brazos están cruzados sobre un polo amarillo que me regalaron en mi cumpleaños. Una vez que el fotógrafo me la entregó, envolví la foto con la carta que llevaba preparada en un bolsillo. Mi caligrafía resalta azul sobre el papel y teje descripciones acentuadas con candor: ya que me he anticipado al lugar donde iba a ser retratado, te explico cómo se llama el monumento detrás de mí, te describo el clima y, claro, te hablo de mí. Luego voy al correo y envío el sobre a una dirección que ayer, después de tantos años, ha estallado en mi cabeza al verla en mi televisor: Gomis 1, Barcelona (23).
Mi primo hizo lo mismo con Gemma. Yo lo había convencido de que era la más guapa, de que su mirada tierna se iría a posar en sus sentimientos y así mis ojos se reservaron exclusivamente para ti: la coqueta de amarillo, la de la mirada pícara que anticipó, sin yo saberlo, el tipo de chica que me iría a traer problemas en el futuro. Si yo te adoraba, ya te imaginarás cómo detestaba a Tino. En realidad, lo envidiaba, pues la envidia –lo aprendí después– no es más que una forma corrosiva de admiración. No es solo que estuvieras a su lado todo el tiempo: también era desenvuelto, era un líder y, encima, era blanco. Todo lo que yo estaba un poco lejos de ser.
Volverlos a ver a todos reunidos en ese documental de Netflix no solo implica hacer un balance de lo que fue sus vidas: es hacer el ejercicio de lo que nosotros, sus fans, hicimos con las nuestras. Ustedes terminaron haciendo de mayores lo que quizá no imaginaban mientras cantaban en los escenarios y yo terminé dedicándome a algo que por entonces no tenía presente, aunque lo tuviera ante mis narices: la anticipación de tu lectura. Mi corazón se contraía con solo imaginar que tu mirada se iría a posar en mis frases y, aunque me ilusionara la idea de tu respuesta, haber lanzado al mar esa botella me descargó de lo que me correspondía. Lo demás ya no era tanto mi responsabilidad y fue el anticipo de lo que algunos colegas míos se niegan a ver: que lo importante es entregar todo de ti en el papel, sangrar en tinta, precipitar en esas palabras tus obsesiones y, después, boquear exhausto en los márgenes. Que después te lean importa menos: entregarse es en sí la recompensa.
Por supuesto, tú no leíste mi carta.
Una tarde, el cartero dejó bajo mi puerta un sobre blanco que llegaba desde Barcelona.
Cómo temblaron mis dedos al abrirlo. Adentro había una postal con la foto oficial de Parchis, sin otra seña de humanidad. Hasta ahora la conservo. Al descubrirla algún día, mis hijas se reirán. Pero yo les dejaré al lado una nota, recordándoles que jamás me burlé de ellas el día que enloquecieron cuando Justin Bieber les dio like en Instagram.
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