Gustavo Rodríguez's Blog, page 3
December 14, 2019
¡Shhhhhhh!
Un contacto de Whatsapp se despidió ayer de mí diciendo que me enviaba «un silencio».
Si bien lo atribuí a un error de su teclado —seguramente quiso enviarme «un saludo»— decidí quedarme con el significado enorme de la frase porque, haya sido o no a propósito, enviar silencio en estos días es desear un bálsamo.
La epifanía que precede a esta conclusión me ocurrió cuando tomé un tren en Londres hace unos años. Aprovechaba el Wi-Fi del vagón para revisar mis mensajes cuando decidí abrir un video sin ponerme audífonos. Lo que ocurrió después aún me sonroja: del otro lado del pasillo, un señor algo mayor me lanzó un ¡Shhhhhh! enérgico con la mirada de una fiera.
Cerré el video con torpeza, imagino que con la expresión de un perro apaleado. La vergüenza me acompañó durante mucho kilómetros y aquello me llevó a recordar una ocasión lejana en que tuve una entrevista con el gerente general de una corporación financiera en Lima. La cita había sido pactada en la sede central. La enorme torre, diseñada por un arquitecto de fama mundial, bullía vigorosa en su primer piso y, entre la música de la agencia bancaria de la entrada, las conversaciones de los oficinistas, los pasos de los visitantes y el rumor de los autos de la calle, atravecé una atmósfera ruidosa que en ese instante me pasó inadvertida. El ascensor fue un limbo silencioso al que tampoco presté atención: uno da por hecho la ausencia de ruido en toda caja cerrada. Lo impresionante ocurrió cuando el ascensor me depositó en el último piso. No me impactó ni el techo altísimo que se elevaba sobre la silueta de Lima, ni el mobiliario minimalista en toda aquella magnitud: lo hizo el silencio que allí reinaba, propinándome una bofetada de tranquilidad.
¡Qué diferencia de decibeles con la planta baja!
Entendí, entonces, que el silencio es uno de los lujos que el dinero compra. Cuando un millonario adquiere un avión privado, compra el silencio que viene con la privacidad. Y cuando ese mismo millonario se hace construir una oficina como la que visité, lo que se fabrica es un santuario que lo aleje del rugido de la muchedumbre. Debemos admitirlo: en toda ciudad de gente apiñada, el metro cuadrado más caro es el que está destinado al vacío.
Desconozco si el decibelímetro es un instrumento que se usa para constatar la calidad de vida de las ciudades, pero debiera: dime qué tan ruidosa es tu ciudad y te diré qué nivel de desarrollo ha alcanzado. El señor que me hizo callar en esa estación de Londres no era ningún millonario, pero protegía su derecho a vivir en una ciudad que democratiza el acceso al bienestar. En ciudades como Lima nos vale un pito imponerle nuestra ruido al resto: nos falta entender que la suma de un claxon al vuelo, más un taladro en una hora inadecuada, más un grito de una ventana a otra, más el escape descompuesto de un auto, más nuestros teléfonos timbrando, más todos los etcétera, son teclas incordiosas que tocamos, tejiendo una atmósfera que nos eriza sin darnos cuenta: una sinfonía monstruosa de la que descansaríamos si todos nos calláramos a la vez, como en aquel vagón donde me regañaron.
December 7, 2019
Somos la cadena
Mi plan es echarme una siesta antes de salir a un par de reuniones.
Luego de calcular lo que me tomaría llegar a mi primera cita, le añado por precaución veinte minutos a mi alarma. Duermo, despierto fresco y salgo contento por haber visitado a mi madre. Pero me cambia la cara: una camioneta blanca obstruye mi carro. “¿No lo vio irse?”, le pregunto al señor que lava los autos. “Lo vi chequeando su celular… después seguí lavando”. Don José se aleja para indagar y yo trato de tranquilizarme, ya aparecerá: quien haya sido, sabe bien que ha estacionado mal.
Aprovecho de responder algunos correos mientras me tienta usar mi aplicación para indagar el tráfico que me espera. Ahí vuelve don José: su rostro me adelanta que no lo ha encontrado. “Si le pide a este que se mueva, de repente sale”, me dice, señalando un carro estacionado delante del infractor. “Es de allí”, me muestra arriba, y justo por la ventana aparece un señor hablando por celular. Le hago señas y al rato baja compungido: “Amigo, movería encantado mi carro, pero se me ha plantado”.
A estas alturas me planteo posponer mis citas o, quizá, cancelar la primera. Me doy tres minutos más. Después de transcurridos mis veinte minutos de escudo, tomo una resolución: dejaré mi carro y tomaré un taxi.
Pero antes, le bajaré las cuatro llantas al hijueputa.
Escojo una llave de mi llavero y me pongo en cuclillas. Desenrosco la tapita y presiono la válvula. El aire escapa y el ¡psssssss! me descomprime a mí también. De pronto escucho a mis espaldas: “señor, ¿qué hace?”. Levanto la mirada: un tipo en sus cuarentas me mira asombrado. “Solo fui a dejar unos papeles”, balbucea. Yo sigo presionando la válvula, fingiendo calma. “Ya estoy aquí, ya me voy”, implora. Me pongo de pie. Es algo más bajo que yo. Podría madrugarlo. “Mil disculpas por la molestia”, y me extiende la mano. Lo miro feo. Suelto la tapita de su válvula en su palma y subo a mi carro. Una vez en mi trayecto, noto que mi cuello se ha endurecido. Mi parte sana me pide relajarme, pero la otra me vuelve temerario: maldigo contra las luces rojas y en algunos tramos considero acelerar más de la cuenta. Para colmo, me topo con un desvío. En un cruce atiborrado, ya cerca de mi destino, me paso una luz en ámbar, ¿y qué es lo que consigo? Que la mitad de mi auto obstruya parte de la intersección. Un conductor al que he obstaculizado me mira impaciente y yo me digo que si pudiera contarle, tal vez me entendería.
¿Pero entender qué, exactamente?
¿Que lo estoy obstruyendo porque alguien me obstruyó a mí?
El caos ciudadano empieza en el momento en que alguien deja de pensar en el otro: quien solo atiende a su conveniencia ocasiona una perversa cadena. Quién sabe si a ese tipo que me obstruyó alguien no le hizo perder tiempo y, en su desesperación, me trasladó a mí su apuro egoísta. Quién sabe si después yo no incidí en el conductor que obstaculicé. Quién sabe si después él no lo hizo con alguien.
Quién sabe si hoy no debí sacar mi bicicleta.
November 30, 2019
Nuestro escritor blanqueado
Machado de Assis es el escritor que todo brasileño ha leído una vez en el colegio, y si no sus libros, al menos su nombre: decenas de calles llevan su apellido en las urbes del país vecino. Nacido en 1839 y fallecido en 1908, Machado de Assis ha sido comparado con Flaubert y Kafka, y una rápida inmersión en internet me hace topar con una mención que de él hizo Susan Sontag: “el más grande escritor jamás nacido en Latinoamérica”. Su “Don Casmurro” es una novela deliciosa que pisa los terrenos de la comedia: las memorias de un marido celoso, tal vez prisionero de la paranoia.
Sin embargo, es la imagen de Machado de Assis la que ha tenido una trama novelesca, y cuando hablo de su imagen es de manera literal. Hace poco, de visita en Lima, mi amigo Humberto Polar compartió algunos trabajos realizados por la red de agencias publicitarias a la que pertenece y me enteré de que Machado protagonizó una campaña de su filial brasileña que ha tenido una enorme repercusión periodística y cultural. La campaña se llama “Machado de Assis Real” y ha buscado erradicar del imaginario brasileño la imagen de escritor blanco que se tiene del aludido. Porque Machado de Assis era negro. O, por lo menos, descendiente de esclavos liberados: un fenotipo que está muy lejos del europeo que su retrato tradicional le ha mostrado a generaciones de lectores. La campaña ha viralizado el retrato de Machado sin haber pasado por ese blanqueamiento y, hasta donde sé, causó tumultuosas reacciones y logró descolgar la fotografía oficial de Machado en la Academia Brasileña de Letras para colocar una más acorde con la verdad biológica. No es de extrañar que una sociedad impregnada por el predominio blanco busque minimizar los logros de etnias subvaloradas por el racismo y que, incluso, se apropie de ellos. Si la imagen de un mesías treintañero nacido en Judea nos ha llegado con ojos azules, ¿cómo no iba a ocurrir con la de un escritor afrobrasileño?
Y, sin embargo, en Perú ocurre algo similar con otro escritor totémico.
Este 2019 se cumplieron cien años del fallecimiento de Ricardo Palma. Se le han organizado homenajes, se ha hecho lecturas de sus “Tradiciones Peruanas”, la feria del libro que lleva su nombre está abierta en estos momentos al público y, al menos hasta mí, no ha llegado ni una sola palabra que lo describa como descendiente de africanos. Hijo de mestizo y de “cuarterona” –vaya palabrita–, es probable que el mismo Palma, nacido en un Perú mucho más cercano del virreinato que el que hoy habitamos, haya tenido que soslayar su origen, aunque de poco le haya valido a la hora de la mezquindad de sus colegas: Juan de Arona le dedicó unos versos titulados “El tamalero” y González Prada, su público adversario, le escribió otros infames que vilipendiaban su ascendencia africana, aunque se guardó de publicarlos.
Conocer esta reivindicación de la herencia africana de Machado me hizo recordar a ese Palma que en mi infancia imaginé blanco y papanoeleado; un retrato con ponzoña que insiste en decirle a nuestra sociedad que los genes negros zapatean, cantan, corren, saltan, golpean, cocinan, siembran y cosechan, pero que no deben escribir hermosas páginas ni pretender grandezas intelectuales.
November 23, 2019
Muera el silencio
Últimamente me visita mucho la idea de que todos estamos muriendo.
Lo veo en mí, lo noto en mi madre, en mis hermanos, en mis hijas, en mi novia, en mis amigos. No es un ejercicio macabro, sino una constatación. Decir que el nacimiento activa la cuenta regresiva para morir es insuficiente, porque la muerte es más inexorable que la vida. Dos células que se unen en un útero pueden no llegar a convertirse en un bebé que saldrá a gritarle al mundo: la muerte puede interponerse aún antes del nacimiento.
Y sin embargo, vivimos negando que la Parca nos espera.
Tocamos madera cuando la nombran, inventamos supersticiones para alejarla, jamás hablamos de ella con nuestros niños y, en ese interminable ritual de negación, hasta nos lamentamos sorprendidos cuando un célebre octogenario fallece.
Cuánta familiaridad nos falta con ella y cuánto me gustaría a veces ser budista.
Quizá la consecuencia más funesta de este velo mental no sea el abrupto zamaqueo cuando alguien cercano muere, sino la constatación de que nunca podremos decirle lo que guardábamos.
Así es: si de algo me ha servido últimamente imaginarme a mis familiares y amigos con la muerte encima, es para hacerles saber lo mucho que los quiero.
Quién diría que la muerte puede ayudar a tener una mejor vida.
Fue por pensar estas cosas que hace unas semanas, en Arequipa, asistí a la charla de Kathryn Mannix, una especialista británica en cuidados paliativos que ayuda a tener una muerte digna. Una constante en los casos que la doctora Mannix comparte es cómo los pacientes disminuyen su ansiedad cuando ella les va relatando el proceso fisiológico de la muerte. “¿Me dolerá mucho morir, doctora?”, le suelen preguntar. Y ella les narra cómo el tiempo de estar despiertos se les va a ir acortando, prologándose cada vez más sus lapsos de estar dormidos, y que hacia el final tendrán una respiración en estado inconsciente, a veces apacible, a veces gutural, hasta que se apague el último interruptor ubicado en la parte posterior del cerebro. Mi transcripción es un resumen burdo y no le hace justicia: ella lo relata con minuciosidad profesional y una tranquilidad pasmosa, diríase que con una dulce resolución, y no es de extrañar, por lo tanto, que los rostros preocupados de sus pacientes acaben relajados y agradecidos una vez que ella les ha dicho las cosas claras. Un atributo que la doctora Mannix comparte acerca de sus pacientes, es su generosidad hacia los seres que aman: más que preocuparse por su propia suerte, les preocupa el estado en que quedarán los vivos. “Conversen con transparencia de estos temas”, nos aconseja, y a mí se me hace un nudo en la garganta.
Al abandonar el recinto de la conferencia queda flotando entre los asistentes una noción más clara de cómo debe ser una muerte digna: en un entorno familiar, preferentemente en casa, aligerados de las cosas que no nos permitíamos decirle a los demás por pudor y rodeados del amor que supimos cosechar con nuestras acciones.
Unas horas después, apenas se dio la oportunidad, le conté a mi hija menor cómo me gustaría que fuera mi velatorio. Ella anotó mentalmente, asintiendo y sonriendo.
Juro que pocas veces la he querido más.
November 16, 2019
La firma más difícil
Firmo y sonrío conforme la fila avanza, hasta que llega este niño a entregarme su ejemplar pirata.
Abro con lentitud la tapa mientras procuro ordenar mis ideas. De reojo, noto que la promotora de mis libros infantiles conversa con la maestra y yo mismo me regaño: este trance lo tienes que solucionar tú mismo. Con la sorpresa aparece la indignación de sentirme robado por algún canalla, pero allí mismo se le antepone la gratificación de saberme pirateado: el tira y jala de un país como el nuestro, en el que la contradicción es otro gas en la atmósfera. Casi en paralelo, trato de imaginarme a los padres de este petiso. ¿Serán pobres o, simplemente, son descuidados? Demasiado pobres no deben ser: estamos en un colegio privado dentro de un brioso distrito emergente. Me pregunto, ¿es la pobreza una condición que justifica el latrocinio institucionalizado? ¿No he conocido, acaso, a padres obreros que se quejan de los costos de los libros pero gastan más en cerveza? Me alejo de la familia de este niño y salto a un entorno más grande: ¿qué sociedad es esta que, con la excusa de ser desigual, se las arregla para atentar contra quienes crean cultura y tecnología? Los países que más se han desarrollado en los últimos cien años son los que tienen más patentes que protegen a sus inventores: ¿no es parte de nuestro atraso ser complacientes con los que roban y no comprometernos más con los que crean? Antes de que mis pensamientos vayan aún más lejos, soy honesto conmigo mismo y me digo: aceptar este libro no te va a hacer ni un rasguño financiero. La verdad es que mis regalías no son la cabeza de mis ingresos. ¡Pero tampoco lo son para la enorme mayoría de mis colegas! ¿Qué oficio es este que te obliga a estar alerta cada minuto hurgando en los resquicios de toda vida, que te obliga a encerrarte con tus temores, que te hace corregir, tachar y reempezar como un poseído y que, al final, te expone a rechazos y burlas por unos pocos billetes? ¿A cambio, además, de tener que tener otros oficios para sobrevivir? El petiso del libro me debe estar observando mientras que en mi interior asoman las muertes en la miseria de Vallejo, de Poe, de Emily Dickinson. Sí, soy dramático, pero sigo: más estatuas hay del Quijote que de su autor y muy pocos recuerdan que Cervantes escribió la novela más novela en la penuria económica y menos se habla de que estuvo en prisión a causa de las deudas. Patricio Pron lo complementa en un reciente artículo: solo el 5% de los escritores británicos obtiene por su trabajo el monto actualizado que, según Virginia Woolf, un escritor precisa para vivir.
¿Qué hacer, entonces, como escritores? ¿Escribir artículos como este? ¿Pedirle a las editoriales que editen menos para que cada libro “valga” más? ¿Organizar una intervención en Amazon y en Internet? ¿Seguir resistiendo con dos o más empleos? ¿Rechazar la firma de este libro pirata, así se trate de un niño?
Finalmente, le pregunto su nombre y le estampo una dedicatoria muy sentida:
“A Luisito, con cariño, a pesar de la piratería”.
El cariño es para él. Lo demás es para sus padres y esta sociedad patas arriba.
November 9, 2019
El cholo y el gringo
El gringo B. había llegado desterrado de segundo grado a nuestro salón de primero: decían que no había conseguido aprender a leer. Era mucho más alto que el resto y su mirada tenía la suficiencia de quienes han sido engreídos en demasía, tanto así que, cuando leímos “Paco Yunque”, mi niño Grieve adoptó su cara. El gringo B. no contaba encontrarse entre esos párvulos con el cholo M, que vivía en un barrio mucho menos apacible que el suyo. El cholo M. no era alto como el gringo B., pero lo compensaba con el atarantamiento que otorgan las calles populosas. Cuando once años después terminamos el colegio, ambos ya eran personajes símbolo de mi clase y en los reencuentros no faltaba el recuerdo de sus anécdotas. Las del gringo B. pertenecían a los bacanes afortunados que conseguían sexo en las situaciones más insólitas –se hablaba incluso de una maestra muy guapa– y las del cholo M. narraban las jocosas peripecias de su vida de barrio y de su trabajo como concesionario de la única cafetería del aeropuerto. Sus mundos distantes se reflejaban en el lenguaje diferenciado, pleno y exagerado que cada uno gestionaba: mientras el gringo B. alardeaba de los piques en su carro desde los doce años y nos hacía reír con unas proezas amatorias dignas de Casanova, el cholo M. nos deleitaba con apodos jocundos para los más lornas y con la ensalada de lapos que nos iría a dar si nos seguíamos burlando de él.
De esos reencuentros me alejé durante mucho tiempo. Creo que una parte mía se sentía estafada por los métodos que se sufrían en aquel entorno: los reglazos, los vejámenes y el memorismo se me antojaron cada vez más salvajes en la medida que fui conociendo otros espacios y la pedagogía fue evolucionando.
Hace una semana, sin embargo, viajé a reencontrarme con mis compañeros: después de todo, no fuimos más que una cosecha de niños que el azar metió en la misma jaula. Los abrazos, sin esa testosterona adolescente, me parecieron más dulces y sabios, y el salón que alguna vez ocupamos se me antojó como un pequeño templo a la ingenuidad. Con esa alegre nostalgia enrumbamos luego a un restaurante campestre, donde la presencia de nuestras parejas le añadió amabilidad a las viejas atmósferas juergueras. Cuando la noche dominaba –y los whiskies nos dominaban a nosotros–, me las arreglé para jalar a mi grupo al gringo B. y al cholo M.
–¿Se acuerdan cuando ustedes se jodían cantando?
Los dos asintieron y los presentes carcajearon cuando canturreé unas salsas que ambos habían adulterado para insultarse con gracia.
De pronto, el gringo B. mencionó cómo, cuando niños, el cholo M. había llegado a ser cruel con él.
–¿En serio, gringo?– se asombró el cholo M.
–Huevón, si de la nada me sacabas la mierda.
El gringo B. le recordó un par de situaciones: lo hizo sin rencor, pero con la mirada airada.
El cholo M., usualmente chispeante, empezó a tartamudear.
–Perdóname gringo… no me acuerdo… ¡por favor, perdóname…!
Nadie jamás había visto llorar al cholo M. y sus lágrimas nos contagiaron a todos.
Al gringo B. también se le aguaron los ojos y, sin perder esa altivez que morirá con él, aceptó el abrazo. Dos cabezas ralas, tan distintas, tocándose como nunca antes.
Reclamo y perdón, pensé: cuánto sanaría nuestra sociedad si nuestras heridas recibieran estas dos medicinas.
November 2, 2019
Tres en un bar
Un chileno y un peruano se encuentran en el bar de un boliviano.
BOLIVIANO: Moviditos nuestros países, ¿no?
PERUANO: Movido está Chile… ¡qué tales manifestaciones, compare!
CHILENO: La gente ya está cansada, po. Mucha cagá, ya.
BOLIVIANO: Ustedes eran como esos matrimonios donde todo parecía bien.
PERUANO: Ya estaban casi en el primer mundo, “los tigres de Sudamérica”… Lo mismo nos quisieron hacer creer a nosotros un tiempo, cuando los minerales estaban a buen precio.
CHILENO: Yo no niego que la política económica de Pinochet bajó la pobreza, lo que pasa es que mantenerse como clase media ¡cuesta mucho lucho! Todos endeudaos y estresaos, mientras los ricos viven cada vez más relajaos… ¡eso tenía que explotar, po!
PERUANO: En el Perú la gente no ha salido a las plazas por eso, sino por la corrupción.
BOLIVIANO: Igual eso está bueno.
PERUANO: Allá admiramos la formalidad de Chile y de repente por esa formalidad es que han protestado así.
CHILENO: No entiendo.
PERUANO: Ustedes tienen…¿cuánto?… ¿un 75% de formalidad?
CHILENO: Maso.
PERUANO: Ya pues, en el Perú es al revés. Allá casi todos le sacamos la vuelta al sistema, ¿con qué concha vamos a protestar por lo mismo? En cambio ustedes ponen su parte y se sienten estafados.
BOLIVIANO: Pagan como alemanes, pero los maman como sudacas.
PERUANO: Ja, qué buena.
CHILENO: Aparte de que se siente ¡la raja! salir a protestar frente a los milicos, eso era imposible pa los viejos.
BOLIVIANO: A mí me emocionó escuchar a la gente cantando Los Prisioneros en las calles… yo bailaba esa canción de changuito.
PERUANO: ¡Yo también! En el Perú no se protesta con rock… el rock de protesta nunca llegó a las radios… Será que somos más cumbieros. Oye, ¿y qué me dices de Evo?
BOLIVIANO: Un zorro. ¿Pero saben? Una cosa que jamás le van a perdonar los jailones es que hizo crecer la economía sin la receta que nos dictan los gringos.
CHILENO: Ese es el julepe que a nosotros nos metían los Chicago boys: “¿quieren volver al atraso del comunismo?” Así nos asustaban, ¿cachai?
PERUANO: Tal cual es en Perú. Como si Evo no fuera capitalista, carajo. Si está claro que el capitalismo ha hecho crecer a nuestros países…
CHILENO: La hueá es cuando el capitalismo se dispara a mercantilismo.
BOLIVIANO: Puede ser.
CHILENO: Oye, está bonito tu bar, le has metido “capital”, jaja… ¿Hace cuánto lo tenís?
BOLIVIANO: Mmmm… trece años ya.
CHILENO: Chuta… cuando Evo entró de presidente. Este Chivas es más joven.
PERUANO: La vaina es que los gobiernos no mejoran como el trago. Si me dirán a mí.
October 26, 2019
Hubo un país
Hubo un país donde unas pocas familias eran dueñas de la tierra cultivable y en el que sus posesiones llegaron a ser grandes como países: una hacienda, llamada Casa Grande, llegó a tener diez veces el tamaño de Liechtenstein. Ya era curioso que pocos tuvieron tanto, pero lo más inquietante estaba en lo que ocurría dentro de esas comarcas. En esos países dentro de ese país, los campesinos trabajaban gratis para los dueños: recibían una parcela en préstamo para cultivar sus propios alimentos y podían trabajarla algunos días al mes, los días restantes tenían que trabajar las tierras del patrón. En adición a la parcelita, el propietario les otorgaba una ilusión de protección y el acceso a algunos servicios básicos, cual pequeño Luis XIV personificando al Estado. Muchísimos casos hubo donde el hacendado tenía su propia moneda y su tienda para venderle artículos a sus siervos, quitándole toda escapatoria a sus recursos. A quien crea que exagero, solo le diré que el padre de mi madre –niña fuera del matrimonio, pero ese es otro cuento– practicaba este método en sus haciendas selváticas a principios del siglo 20.
En ese mismo país, por supuesto, la gente del campo no podía ejercer su derecho al voto: la ciudadanía era cosa de varones con dinero. Ya que ser campesino era lo mismo que ser iletrado, la solución estaba en prohibir el voto de los analfabetos.
En dicho país tampoco podían votar las mujeres y si un día tardío llegaron a hacerlo, fue por el cálculo de un dictador que veía en la popularidad de su esposa un imán para el voto de las señoras. En ese país, como es previsible, no se veía necesario que las mujeres cursaran estudios superiores porque para eso estaban los hombres: a la mayoría de ellas se les enseñaba que el matrimonio era el pináculo de sus vidas. Tan ligado estaba el matrimonio a las esperanzas femeninas que en ese país, hasta hace solo veinte años, una ley decía que un violador podía evadir la cárcel si se casaba con su víctima: un “sí acepto” que borraba los horrores del “no sigas”. En ese país, obviamente, la calle era el reflejo de la casa. Pensar que una mujer entrara a un restaurante con un varón y que ella fuera a pagar la cuenta era ridículo, impensable, y que el Estado multara al establecimiento por entregarle a las mujeres una carta sin precios habría sido considerado una broma de otra galaxia.
Es de anotar que en ese país los políticos hacían sus componendas en restaurantes finos. Eso no es tan extraño, porque en todo país se montan acuerdos desvergonzados. Lo chocante de ese país era que allí lo hacían sabiéndose especialmente impunes y protegidos, alentados por el hecho de que ninguna autoridad, gobernante o candidato a serlo había pisado cárcel por causa de la corrupción: se reían cruelmente de sus votantes, hasta que un año milagroso los principales cabecillas fueron cayendo ante el estupor en las calles.
Ese país brutal existió plenamente, pero se resiste a morir en muchos corazones del Perú.
Lo añoran, y pelearán por él hasta el fin de sus días, los que tenían la sartén por el mango y la pluma de la historia en la mano.
October 22, 2019
A Mariano Valderrama, in memóriam
(Carta que le leí un año antes de su muerte)
Querido Mariano,
Te conozco desde hace diez años, cuando un día me acerqué a ti, artera e interesadamente.
En aquellos días quería escribir una novela sobre un cocinero atormentado y fuiste lo suficientemente generoso como para darme ideas y compartir algunas historias benévolas sobre los cocineros peruanos en esa época en que se presentía la inminencia de nuestro boom gastronómico.
No nos vimos mucho más, hasta que la fortuna quiso que tú, yo y dieciséis locos –y locas– nos viéramos encerrados durante un fin de semana en un hotel al sur de Chile, al pie de un volcán, enterrados por la nieve y sin internet para escapar.
Es allí donde empezó nuestra amistad y también el tono de esta carta.
Ahora te cobras la revancha de aquel lejano pedido mío, y me pides presentar tu más reciente publicación: Recutecu.
El título ya invita a salivar y me hace recordar la mitad de anécdotas que tus amigos te hemos escuchado en los últimos tiempos, asociadas todas a los secretos del buen comer.
Más que una carta, es una ficción lo que pasa en estos momentos por mi cabeza.
Una ficción estimulada por tu libro.
Te imagino caminando hacia un convento de monjas para recoger esos voladores riquísimos que sueles llevar a nuestros almuerzos cuando, de pronto, tus zapatazos se topan con una lámpara maravillosa. La frotas –porque de frotes claro que sabes–, y se te aparece una hermosa deidad zamba para hacerte cumplir un deseo.
El tuyo, es volver en el tiempo.
Pero no en cualquier espacio: es volver en el tiempo en esta ciudad que tanto has recorrido.
Te imagino en la Lima precolombina, en ese valle arrancado al arenal, observando de cara a la brisa los cultivos de zapallo, calabaza, maíz, papa, camote, pallares y ají de estas comarcas. Te espío espiando a los recolectores de camarones en el Rímac y el Chillón. Tomándote un chupe de pescado o echándole diente a una huatia.
Te veo, también, antojándote de ir a los primeros restaurantes del siglo 20. Das un salto de garrocha sobre la colonia y el virreinato y te veo entrar, elegantísimo, al Jardín Estrasburgo de la Plaza de Armas, donde décadas después se levantará el Club de la Unión. Tomas asiento en una de esas sillas torneadas de madera oscura, ante una mesa de mármol, y le pides al mesero experto en piruetas que te traiga una corvina perfumada a la francesa. Luego vas al lujoso restaurante del zoológico, bajo una urna de cristal en lo que hoy es el Parque de la Exposición, y las elegantes señoras que toman el té te miran con curiosidad y coquetería. Pero ten cuidado, Mariano, que una de ellas es tu propia abuela.
Sin embargo, a tu alma aventurera le queda chica el salón. No puedes con tu genio y te vas a visitar esos primeros chifas que abrieron en Capón, mucho antes de que su forma de cocina se desperdigara por toda la ciudad y luego el país. Conoces el primer San Joy Lay, el Kuong Tong y el Kam Lem. Muy lejos estás de conocer el Vo Mi Tao. Adviertes el nacimiento del chaufa peruano y también presientes lo que en unos años se verá convertido en nuestro lomo saltado.
Otro día se te antoja pasar un fin de semana en la Lima virreinal y vuelves a frotar la lámpara. Eres testigo de ese cruce inicial de las etnias y los ingredientes que son el cimiento de nuestra cocina. Los andinos. Los negros. Los españoles y los árabes que se esconden en ellos. Algo después, conoces de primera mano el descomunal entramado de ambulantes de comida que desde siempre ha tenido Lima: los bizcocheros, los heladeros, la tamalera, la almuercera, la vendedora de manjar blanco, la buñuelera, la anticuchera… Te parece extraño que la gente no desayune, sino que almuerce a las nueve de la mañana. Pero celebras que a mediodía la gente tome las once para echarse un pisquito. Son épocas de sopa teóloga, de carapulcra de conejo, de cerdo almendrado, de puchero, lahua, pepián y cuyes.
Pero la nostalgia te llama y decides viajar más cerca de nuestra época.
Acudes a tu niñez, querido Mariano.
Esa época en que los tapers no existían, las licuadoras eran rareza y los microondas eran ciencia ficción. Vuelves a esos olores de ajíes y hierbas machacadas en batanes, a esa agua filtrada en piedras porosas. Conoces los huariques del siglo 20 cuando todavía son jóvenes. Sato es un adolescente, los Otani son unos chiquillos, Pedro Solari ya es un joven cevichero, Teresa Izquierdo es una jovencita grácil que ya explora su recutecu y Toshiro Konishi está muy lejos, repartido entre un óvulo de su madre y los testículos de su padre.
Qué banquetes te das, Mariano.
Eres testigo de la primera Inca Kola que los Lindley dejan en un chifa. Ves cómo algunos nikkeis osan remojar el pescado en limón solo unos cuantos minutos. Te das una vuelta por las panaderías italianas que ya nos deleitan con el pastel de acelga. Y, al final, te das el gusto de ir a curiosear al hotel Bolívar para dedicarle una mirada a Ava Gardner, junto a muchos limeños que le dedicarán unos sueños húmedos.
Esto es lo que me llevo de tu libro, Mariano.
Un hermoso viaje por esta Lima que amas, pero desde el oficio que más adoras.
El de divulgador de la cosa más hermosa que puede tener una nación: el asomo de una identidad.
Tu amigo,
Gustavo
Lima, 4 de octubre de 2018
October 19, 2019
Brócoli
“Agarren una pelota”, nos dice la instructora.
Noto que hay dos a mi derecha, una rosada y una celeste: la rosada es la más cercana.
Entonces, como quien se enfrenta a la decisión entre los dos cables de un explosivo, en mi mente se abre un paréntesis descomunal alimentado por una vida de condicionamientos. La primera vez que vine a este gimnasio fue hace varios años y perseguía el torso que Stallone y Van Damme le habían mostrado a mi generación. Series y repeticiones, máquinas y mancuernas, bíceps y tríceps, deltoides y pectorales, adrenalina y proteínas: todo lo hice con rigor mecánico. Por entonces hasta llegué a escribir en la célebre Etiqueta Negra un elogio de los gimnasios. Con el tiempo el rigor se redujo, pero la rutina se mantuvo: tal vez los músculos de Van Damme fuera pedir demasiado, quizá fuera más alcanzable la tonicidad de Bruce Lee. Hace un tiempo, la espalda me cobró con saña el peaje acumulado de los trechos mal trajinados. “¿Haces estiramientos?”, me preguntó la especialista en la primera consulta. No. “¿Ejercitas glúteos y piernas?”. No mucho, confesé, en tanto caía en cuenta de que los varones solemos soñar con la silueta de un triángulo invertido. “Haz yoga o pilates”, fue su recomendación a lo largo de un prolongado tratamiento que implicó masajes, electricidad, magnetismo y volver a aprender a sentarme. Y aquí me tienen, bien temprano en mi clase de pilates, junto a mi tapete y frente a este par de pelotas plásticas. Salvo poquísimas excepciones, en todas las clases he sido el único hombre, tal como hoy. “Buenos días, chicas”, nos dijo la instructora hace un rato y yo me siento más cómodo al ver que ya lo dice sin importarle mi reacción. La pelota rosada refleja los fluorescentes del techo, pero la celeste también emite destellos. Mis compañeras se aprestan a recoger las suyas, en tanto mi paréntesis sigue abierto. En él subyacen mil visiones, empezando por las más recientes en este mismo lugar: los varones que se asoman al vidrio de la puerta, que aguaitan nuestros movimientos pero no se deciden a entrar; el reflejo de mis compañeras en el enorme espejo, tratando de emular la elegancia con que la instructora estira las piernas; mi propio reflejo hace un instante, con una mano en la cintura y la otra formando un arco, recordándome postales de bailarinas en suelos de madera; las indicaciones de cerrar abdomen y trabajar los glúteos, cuando la mayor parte de mi vida me la pasé pensando que el culo solo lo ejercitan las mujeres; las manos que le metían en mi colegio de varones a un compañero que destacaba en gimnasia; esa chompa amarillo patito que me costaba ponerme en ese contexto de machos; una risa aguda que un día se me escapó cuando estudiaba en un instituto y que algunos tomaron como un indicio de que era homosexual.
Ahora que veo pasar al muchacho que limpia el gimnasio y que nos mira de reojo, mi decisión ha sido tomada: será la pelota rosada. “Súbanla sobre sus cabezas” indica la instructora, “ahora pónganse en puntitas”. El espejo devuelve mi figura estirada, forrada en licra, y sonrío por dentro.
Ser macho es como ser elegante: si tienes que esforzarte por demostrarlo, es que no lo eres.
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