Álvaro Bisama's Blog, page 167
May 27, 2017
Aló, ¿Houston?
“¿HOUSTON? Buenos días. Mire, yo llamo desde Chile, no sé si se ubica, un poco más arriba de la Antártica. Llamo porque tenemos un problema. Resulta que en noviembre hay elecciones presidenciales y desde fines del año pasado empezó a aparecer en las encuestas un nombre que más o menos sonaba. La cosa es que nos entusiasmamos con la idea y lo elegimos como nuestro representante. Acá nos llamamos la Nueva Mayoría, porque tenemos un montón de diputados y senadores, aunque nos cuesta un mundo ponernos de acuerdo y terminamos votando todos distinto. Incluso organizamos varios “cónclaves” -sí, ese fue el nombre que les pusimos a estas reuniones- pero igual no sirvieron para mucho. Bueno, disculpe míster, no me quiero distraer. Como le decía, nos entusiasmamos con este señor porque, además, había sido rostro de la tele y usted sabe que eso siempre sirve para captar a algún votante desprevenido. Cierto que sus años de rating habían pasado, pero hemos probado con figuras harto menos conocidas y siempre nos había resultado. El asunto es que en el verano nuestro candidato se las dio de ganador y partió de vacaciones mientras la mitad de Chile se quemaba. Volvió y se puso a hablar puras leseras: que era el candidato ciudadano, que los ciudadanos decidirían su programa, que los ciudadanos para allá y que los ciudadanos para acá. Armó un equipo de campaña que parece sacado de un hogar de ancianos y, para colmo, esta semana mandó a la Goic para su casa, le advirtió a la Bea que su opción puede terminar en un desastre y hasta impartió lecciones de ética periodística a una excolega suya. ¡Como si no los necesitáramos para gobernar! Además, se declaró “no político” y, como ya tampoco es periodista, no sabemos lo que es ni lo que no es. Si no es por la presidenta del Colegio de Periodistas, no se saca fotos con nadie. Esta difícil la cosa, míster. Usted comprenderá que, bajo estas circunstancias, no hay encuesta que resista y no faltan los que andan diciendo que el hombre quiere bajarse, pero no encuentra cómo. Usted me va a decir que nos entusiasmamos muy luego y que deberíamos haber atinado con las primarias, pero tenga en cuenta que al otro lado el candidato más o menos les funciona y que varios de nosotros ya vivimos el drama de estar cuatro años sin mamar del Estado. ¿Sabe lo más cómico de todo esto? Resulta que los socialistas, comunistas, radicales (sí señor, todavía existen) y PPD lo nombraron su candidato, pero el rostro se define como independiente, así que más encima tenemos que mover la maquinaria para conseguir firmas. Houston, ¿nos podrán ayudar?”.
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La izquierda leve
AUNQUE ESTA semana Alejandro Guillier intentó ponerle algo de ritmo a su campaña, es difícil negar que ésta enfrenta dificultades que guardan relación tanto con su persona como con la coalición que lo respalda. Si cada día surgen nuevas versiones sobre un supuesto plan B, es porque se ve un candidato frágil y desorientado, sin las condiciones mínimas para salir indemne de este trance.
En lo personal, la primera dificultad de Guillier es su incapacidad para transmitir nada sustantivo del proyecto que busca encarnar. Si uno pregunta para qué quiere ser presidente, la verdad es que no encuentra mucha respuesta. La construcción de su personaje ha sido cuando menos difusa, y su carisma personal no alcanza a llenar tantos vacíos. Hasta ahora, el gran eje de su discurso ha sido su carácter ciudadano (sic): él sería puro y diáfano, al lado de políticos viejos y contaminados. La chicha no tiene nada de novedosa y, después de todo, Michelle Bachelet nos ha contado esta historia no una, sino dos veces. A estas alturas, el recurso resulta exasperante por la liviandad intelectual involucrada. En efecto, ¿qué gobernabilidad real puede ofrecer un candidato que se jacta de despreciar la política? Es imposible liderar un país como el nuestro sin mediación política, y quien sugiera lo contrario es o bien incompetente o bien deshonesto. En rigor, cada vez que Guillier marca distancia con los partidos, nos recuerda cuánta falta le hacen a Chile políticos sin complejo de serlo.
En cualquier caso, esto conecta con los problemas estructurales de su coalición. Resulta sorprendente recordar que la última vez que la izquierda levantó un candidato de sus filas capaz de asumir su vocación política fue en 1999, con Ricardo Lagos. Después de eso, el sector ha buscado infructuosamente un talismán que lo conecte con la ciudadanía, socavando hasta el último atisbo de su propia legitimidad. Esto explica, al menos en parte, que la coalición oficialista salga tan fracturada del gobierno. Con todo, la carencia de análisis crítico al respecto no deja de llamar la atención. La izquierda quiere continuar gobernando como si nada, sin haber intentado una mínima reflexión para explicar lo que pasó, ni sobre el legado de Michelle Bachelet. Para peor, eligió precisamente al candidato que garantiza que ese trabajo no se realizará, por tratarse de una tarea eminentemente política. La izquierda oficialista también se quedó sin ideas.
Jorge Navarrete solía decir, por allá por el 2009, que en las derrotas el cómo es tanto o más importante que el resultado mismo. En esa época, la Concertación no lo escuchó y prefirió realizar una campaña memorable por sus chambonadas. Hoy por hoy, el desafío de la izquierda no es muy distinto. ¿Una derrota de Guillier la dejará en algún sentido fortalecida, o al menos preparada, para lo que viene? ¿Quedará algún liderazgo consolidado, algún eje programático instalado? ¿Sentará esta campaña las bases para poder reconstruir al sector y proyectarlo hacia el futuro? Si persiste la miopía política de negarse a formular siquiera estas preguntas, puede pensarse que la derecha tendrá (de nuevo) una oportunidad histórica en los próximos años. La pregunta es, desde luego, si esta vez hará algo más que desperdiciarla.
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En otra galaxia
LA VEZ anterior, el gobierno de Michelle Bachelet convenció al país de la necesidad de abrirse finalmente a votar por la centroderecha, poniendo término a 20 años de la Concertación en el poder. Ahora, una nueva administración de Bachelet no solo corre el riesgo de hacer ganar a dicho sector por segunda vez en menos de una década -un milagro histórico-, sino de terminar también con su coalición destruida, socavada por la inédita competencia entre dos candidaturas presidenciales.
Pero a La Moneda todo esto pareciera tenerla sin cuidado: siguió adelante con un programa de reformas impopulares, no intentó nada relevante para sacar a la inversión y al crecimiento de su actual estado de ‘coma’ y no hizo esfuerzo alguno por rectificar el rumbo. El año pasado, cuando los dirigentes oficialistas le pedían a coro un cambio en la conducción política, la Mandataria optó por dejar las cosas tal cual, como si el destino de su coalición no le importara, o de verdad creyera que dicho destino no estaba ligado a los efectos de sus acciones.
Ahora las consecuencias están a la vista: un gobierno que al final no logró dejar atrás enormes niveles de desaprobación, con una economía que jamás vio llegar los tan anunciados ‘brotes verdes’ y una Nueva Mayoría que, para sus propios integrantes, simplemente dejó de existir. En síntesis, un fracaso político absoluto, del que increíblemente Michelle Bachelet y su administración no asumen la más mínima responsabilidad. Al contrario, siguen hasta hoy viviendo en una especie de realidad paralela, intentando convencer al país de supuestos ‘éxitos’ de gestión que no resisten ninguna evidencia.
El descarnado enfrentamiento de esta semana entre Carolina Goic y Alejandro Guillier fue de antología. En rigor, un nivel de descalificación no visto para dos candidatos supuestamente oficialistas, que se olvidaron por completo que su real adversario es el representante opositor que encabeza todas las encuestas. Una pérdida de brújula que solo vino a confirmar el grado de descontrol y nerviosismo de todos aquellos que, en las actuales circunstancias, se sienten al borde del abismo. Pero el gobierno está en otra: paralizado por el derrotismo, tratando de sacar con fórceps proyectos de ley clave como el de educación superior y la elección de intendentes, para los que no tiene acuerdos mínimos, mientras cuenta resignado los días y las horas para llegar a la orilla.
En definitiva, un gobierno que se siente ‘espectador’ frente a la crisis de su coalición; una crisis como no ha tenido otra desde el retorno a la democracia, y entre cuyas principales causas se encuentra un entorno presidencial con un diagnóstico completamente equivocado de la sociedad chilena, que a problemas reales propuso soluciones llenas de ideología, carentes de rigor técnico y, sobre todo, de una buena gestión política. Un gobierno que llegó con la pretensión de hacer cambios refundacionales, y que terminó socavando las bases del desarrollo que el país había logrado en las últimas décadas; una coalición que tuvo la ingenua ilusión de encarnar a una ‘nueva mayoría’, y que hoy concluye teniendo que administrar el ocaso de la histórica convergencia entre la DC y la izquierda.
En este cuadro, no es difícil entender que Michelle Bachelet y su equipo de gobierno hayan optado por irse hace tiempo a una galaxia muy, muy lejana…
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Intendentes sin regiones
La discusión sobre la elección de gobernadores regionales ha salido a la palestra a propósito de las diferencias en la Nueva Mayoría. El debate interno no se entiende mucho y, especialmente, no se deja interpretar como una discusión política con alcance nacional e independencia respecto de los intereses de las partes en conflicto. Ahora, esas partes no son sólo los eventuales interesados en ejercer los cargos o quienes se ven amenazados por ellos (los parlamentarios de provincia), sino, y por las circunstancias de su peculiar alianza, Guillier y Goic.
Entonces, la Nueva Mayoría le viene a poner no una segunda ni una tercera, sino una cuarta dificultad severa a la cuestión de fondo: la regionalización.
A la disputa interna entre los dos candidatos de la alianza gobernante se suma el que el proyecto de reforma que permite la elección de gobernadores no esté acompañado de una definición clara de sus atribuciones; que se diluyan sus -virtuales- atribuciones haciéndoseles concurrir con un delegado presidencial. Entonces, suena a que la reforma, como viene siendo usual en las iniciativas de Bachelet, terminará volviéndose un engendro extraño e ineficaz.
Pero, sobre todos estos baches -cada uno de los cuales puede acabar sepultando la legítima pretensión de las regiones de contar con autoridades dotadas de poder y representatividad reales-, un obstáculo mayor asoma en el horizonte. Ocurre que nuestras regiones, al modo en el que existen hoy, son inviables económica, culturalmente y como entidades políticamente significativas, capaces de operar como contrapoder al centralismo santiaguino. En un proceso persistente de división, las regiones acabaron siendo 15. Su realidad y peso han ido deviniendo nominal. Vale decir, aun cuando se lograsen sortear las trabas impuestas por los intereses político-partidistas, se mejorase el proyecto y se perfilaran adecuadamente las facultades de los nuevos gobernadores, aun cuando, además, consiguiera eliminarse esa odiosa e improcedente figura del delegado presidencial, aun así, la reforma sería un fracaso rotundo, pues en la práctica tendríamos gobernadores sin regiones, sólo administradores de unidades territoriales impotentes.
Una regionalización en serio exige volver a mirar el mapa. La concurrencia no solamente de políticos y juristas, sino también de geógrafos e ingenieros, sociólogos y antropólogos, economistas y politólogos, escritores y militares, es decir, de quienes pueden llegar a saber de las peculiaridades y capacidades del pueblo y el territorio. A partir de un trabajo conjunto de todos ellos quedaríamos recién en condiciones de volver a lo que ha sido fruto de decisiones estratégicas de contextos pasados (la regionalización de Pinochet) y de disputas menores entre capitales de provincia, en una propuesta de trazados de líneas en el mapa, que permitiese dibujar pocas regiones grandes, viables, con capacidad de hacerle un peso significativo a la hacinada capital nacional.
Lo que está en juego es grave, de la primera importancia. Una regionalización real, con regiones grandes y capaces de articular una vida económica, cultural y social vigorosa, con gobernadores dotados de competencias administrativas, pero también políticas, no sólo permitiría que los conflictos zonales hallaran soluciones pertinentes y dejasen de sufrir el abandono inveterado en el que se encuentran. Además, las regiones aumentarían su capacidad de atraer cuadros humanos calificados, de distribuir eficazmente el poder político, lo mismo que de esparcir, con mayor eficacia, al pueblo por su tierra, atenuando la segregación, la polución y la prisa según las cuales se vive en Santiago. Del tipo de emplazamiento territorial en el que se habite, si cercano a la naturaleza y espaciado o preponderantemente artificial y hacinado, si considerado con la estética del entorno o construido según los constreñimientos de la gran urbe, depende, en parte significativa, la felicidad de las gentes.
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¿Caerá Michel Temer?
¿Está el Presidente del Brasil, Michel Temer, a punto de caer? No exactamente, pero esa pregunta, que está en boca de su pueblo y de medio mundo, define todo lo que sucede y sucederá en el futuro inmediato. Pésima noticia para un país en el que por fin, aunque tímidamente, se están haciendo las reformas indispensables para modificar un sistema que no da más de sí y que es, vaya cruel ironía, gran responsable de la podredumbre moral que ha llevado a tantos empresarios y políticos a la cárcel, y podría llevar allí a muchos de quienes hoy pretenden cambiarlo.
Hasta ahora, como parte del proceso relacionado con Odebrecht y Petrobras, no había una prueba del delito contra Temer. Se sabía que su partido era parte, en grado inferior al del Partido de los Trabajadores pero no pequeño, del mercantilismo brasileño mediante el cual política y negocios se han solapado como esferas concéntricas. Pero desde hace pocos días existen acusaciones, en base a grabaciones editadas y todavía bajo investigación, más serias. Según ellas, Temer habría estado al tanto y avalado los sobornos de la gran empresa de procesamiento de carne, JBS, a políticos, jueces y fiscales. También, según estos materiales subrepticiamente obtenidos, habría sugerido que el presidente de JBS, Joesley Batista, contacte a un político de confianza para resolver, con pagos de por medio, un asunto pendiente en una compañía eléctrica controlada por JBS.
Es pronto para saber si estos indicios acabarán conduciendo a las pruebas que permitan uno de los cuatro escenarios en los que la caída de Temer es posible: 1) Su procesamiento por el Tribunal Supremo Federal por obstrucción a la justicia y otros delitos; 2) La anulación de las elecciones de 2014 en las que Temer fue electo Vicepresidente en el “ticket” de Dilma Rousseff; 3) La destitución por vía política o “impeachment”; 4) La renuncia presidencial. Pero lo que sí está claro es que instancias creíbles del país, como el propio TSF y la Orden de Abogados de Brasil, la primera judicial y la segunda profesional, han visto razones para actuar. En el primer caso, el TSF va a seguir investigando a Temer a pesar de su pedido de anulación de un caso que nace, según él, de grabaciones tramposas; en el segundo caso, la organización en cuestión (equivalente al Colegio de Abogados de otros países) ha pedido al Congreso destituir a Temer, lo mismo que hizo en su día con Rousseff y que había hecho, años antes, con Collor de Mello.
Por tanto, las consecuencias no se han hecho esperar. La más importante es política: los aliados de Temer, es decir los muchos grupos que sostienen su gobierno en un Congreso altamente fragmentado, dudan entre darle la espalda y seguir jugándose por él. Ya tres partidos menores se han apartado (uno de ellos, el Partido Socialista Brasileño, maneja 35 diputados y siete senadores, de manera que tiene cierto peso parlamentario). Los más importantes, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (del propio presidente) y el Partido de la Social Democracia Brasileña, el de centroderecha del que el ex mandatario Fernando Henrique Cardoso es figura patriarcal, se mantienen junto a Temer. Pero este último lo hace cada vez con menos convicción y más hesitación pública.
Lo que antes no estaba en peligro, ahora lo está: la coalición que hizo posible tanto la caída de Rousseff como el ascenso del entonces vicepresidente al poder.
La segunda gran consecuencia de lo sucedido tiene que ver con las reformas. Temer hizo dos cosas significativas al asumir el mando. Anunció que en ningún caso se presentaría a las elecciones de 2018, pues se limitaría a terminar el mandato truncado de Rousseff, evitando la sospecha de que sus actos estaban encaminados a hacerse elegir estando en la Presidencia. Además, fue explícito en cuanto a la necesidad de reformar un sistema populista quebrado que tenía al país en recesión desde 2014 y prácticamente sin crecer desde finales de 2010, soportando niveles de endeudamiento, déficit y desempleo abrumadores.
Gracias a ello, y a que fue un gestor competente, pudo iniciar las reformas y sobrevivir a una impopularidad enorme, producto tanto del despecho de los grupos y movimientos afines a Lula y Rousseff, como del hartazgo de la sociedad con toda su clase política. La telaraña del caso Lava Jato había enredado a su partido y a grupos afines (seis ministros tuvieron que renunciar en su primer medio año de gobierno), y de tanto en tanto su nombre aparecía en los escándalos mediáticos, pero nada tenía suficiente sustancia como para poner en riesgo su coalición política y por tanto sus reformas.
Esas reformas eran tan necesarias, que cualquiera que hubiera ocupado su lugar habría tenido que llevarlas a cabo. Más fácil era que lo hiciese un presidente interino, de por sí impopular y ya mayor, que un nuevo mandatario preocupado de proteger su aprobación popular y con mucho destino por delante. Gracias a eso, Temer logró que el Congreso aprobara un techo fiscal para impedir el aumento del gasto público en el futuro; el Banco Central, por su parte, muy sintonizado con Henrique Mireilles, el ministro de Hacienda, controló la inflación, que se redujo a menos de 4,5%. Temer logró, asimismo, que la Cámara de Diputados aprobara la legislación laboral para reducir el poder de unos sindicatos que tienen el monopolio de la negociación colectiva gracias a una ley corporativista de 1943 y bajar el costo del empleo. Además, una comisión clave aprobó la reforma de las pensiones para bajar el descomunal costo que tiene el sistema provisional estatal (equivalente a 10% del PIB) en aquel país.
Todo esto, ahora, corre peligro. La reforma de las pensiones no ha llegado aún al plenario en diputados y por tanto ni siquiera está en el Senado. La legislación laboral, por su parte, sólo ha sido aprobada en una de los dos Cámaras, por tanto está a la espera de que los senadores la refrenden. Para no hablar de la reforma educativa, que está sólo en proyecto.
¿Qué sucederá? Si Temer sobrevive en la Presidencia, no está claro que tenga la fuerza para hacer aprobar lo mucho que queda de su plan de reformas. Si cae y, de acuerdo con la Constitución, el Congreso elige a su sucesor, no hay garantía alguna de que la persona escogida quiera seguir adelante con estos cambios impopularísimos y menos de que, si decidiera suicidarse políticamente dándoles continuidad, los grupos políticos de la actual coalición del gobierno lo respalden.
Hay que entender que el contexto actual es el de una agitación social masiva y violenta, en la que grupos de izquierda radicales y bien organizados han confundido, en el memorial de agravios, la corrupción de los políticos con la legitimidad de las reformas, de manera que todo ha pasado a ser parte de un mismo paquete socialmente repudiado. Hay en esto, claro está, mucho de interesado, pues los grupos afines a Lula y Rousseff están abocados a la caída de Temer (y lo estarán de su sucesor). Para ello resulta importante que las reformas no procedan. Protestar contra estas medidas es fácil siempre, pues ningún cambio costoso para desmontar el populismo es indoloro, pero hacerlo en un clima de odio contra los políticos y de impopularidad presidencial masiva lo es todavía más.
Lo que vive Brasil desde 2013 es una película de terror. Recordemos, para dar algo de orden a este magma, la secuencia. Aquel año estallan las protestas por el dinero que el gobierno está gastando en los estadios del Mundial de Fútbol del año siguiente. Rousseff, sin sospechar la caja de Pandora que está abriendo, introduce medidas a fin de reforzar el poder de los fiscales brasileños para negociar “delaciones premiadas”, acuerdos mediante los cuales se reduzca la condena o exima de juicio a quienes colaboren con la judicatura. Es entonces, ya entrado 2014, cuando la policía y los fiscales arrancan las investigaciones que llevarán, a veces por vías fortuitas, a Petrobras y las constructoras que pagaban sobornos a esa empresa y a muchos políticos a cambio de contratos de obras.
Odebrecht fue la más importante, pero no la única. Su caso ganó dimensiones abultadas cuando negoció con tres países -Brasil, Estados Unidos, Suiza- un acuerdo para pagar una multa de 3.500 millones de dólares y revelar la verdad. Se supo así que Odebrecht había pagado sobornos en 12 países por un total de 786 millones de dólares (por cierto, no todas las revelaciones han sido todavía ciento por ciento corroboradas).
Luego el caso “madre” desovó otros casos, entre ellos uno que involucra, precisamente, a JBS: la Operación Greenfield, relacionada con varios fraudes en el sistema estatal de pensiones. JBS ha negociado con los fiscales acuerdos de delación premiada (gracias a lo cual, por ejemplo, los acusadores de Temer viajaron a Estados Unidos en libertad poco después de revelar las grabaciones que le hicieron al presidente sin su conocimiento).
Es importante entender, para saber lo que está en juego, que en Brasil han campeado durante años el populismo y el mercantilismo (entendiendo por mercantilismo la colusión entre política y negocios). No se trata sólo de personajes o partidos (hay 35 inscritos) corruptos. Se trata de todo un sistema que el “lulapetismo” llevó a dimensiones impresionantes. Un instrumento fundamental de este sistema fue BNDES, el banco estatal de desarrollo, que los gobiernos anteriores (a los que Temer y su partido apoyaban, claro) convirtieron en punta de lanza de su estrategia económica.
BNDES pasó de prestar 100 mil millones de reales en 2000 a prestar 700 mil millones en 2015. Este banco compraba participación en grandes empresas brasileñas, les daba préstamos subvencionados a mansalva y las ayudaba a adquirir otros negocios, no siempre en la misma industria de sus actividades principales. Entre las empresas que recibieron estos favores del gobierno -un gobierno interesado en crear grandes campeones nacionales”, a la usanza de los “chaebols” coreanos o los “champions” franceses- estaban Odebrecht, JBS, Embraer, la propia Petrobras y muchas más. Este contubernio de política y negocios, y un vasto sistema de subvenciones sociales, permitió a los gobiernos mantener apoyo tanto en la cúspide como en la base de la sociedad durante mucho tiempo. Hasta que se derrumbó la economía, a partir de finales de 2010… y empezó el desencanto con un sistema del que distintas capas sociales eran culpables y beneficiarias, y que se había revelado como un espejismo. A ello contribuyó mucho un sistema de partidos anticuado y tendiente a la proporcionalidad que hacía de cada Congreso un bazar.
De cuántos brasileños entiendan que esta es la raíz del drama que viven dependerá también que las reformas en marcha tengan continuidad sea quien sea el presidente.
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La majestad y la estela
Dice Shakespeare en el final de Enrique V que el heredero de la corona, que había sido un príncipe desordenado, frecuentador de tabernas y bajos fondos, campeón de la jarana y de la alegre Doll Tearsheet, fue finalmente un rey justo y noble, que en un breve tiempo dio gloria a Gran Bretaña y que legó “una estela de majestad”.
Los gobernantes, o los líderes en general, son valorizados finalmente por esa estela. La estela no los precede; como el príncipe, pueden tener una mala carrera, un pasado laxo, una biografía un tanto crápula. La estela es lo que dejan después que ese pasado se ha convertido en olvido e irrelevancia.
A los aspirantes a líderes democráticos, sin embargo, se les pide cuando menos un anticipo. Dado que no son príncipes, se les solicita que ofrezcan señales, indicios, alguna capacidad de inspirar, alguna pista sobre las grandezas que avizoran para los tiempos que vienen. Importa un poco menos que su pasado no sea perfectamente angélico si por el otro lado, por el futuro, pueden ofrecer una sinopsis de la estela.
No se trata del programa, una fantasía que los candidatos rara vez tienen estructurada. Michelle Bachelet, en sus dos postulaciones, proyectaba la idea de un país más equilibrado, solidario, participativo. No habría necesitado un discurso para expresarlo, y es muy temprano para saber si lo logró. Pero ese era el anticipo de su estela, inequívoca, translúcida. Mientras más se hunde uno en el historial de la transición, más nítida se ve la estela de cada presidente. Hasta el golpe de Estado tuvo la suya.
En las elecciones de este año, parece, predominarán los debutantes. De los cuatro candidatos principales a la primera vuelta, a lo menos tres serán novedosos (el cuarto está por verse entre Kast, Ossandón y Piñera, pero de momento es más probable que no lo sea). La primera prueba que han enfrentado son las encuestas, que hasta ahora han estado registrando muy poco más que su grado de conocimiento público. No hay en eso valoraciones muy distinguidas.
La segunda prueba se está presentando en estos días, con la creciente necesidad de tomar posiciones, opinar y responder a otras opiniones. El riesgo aquí es enorme, pero -nuevamente- no tiene nada que ver con los programas, sino con esas imágenes leves, representaciones fantasmales del futuro, las trazas del Chile del 2022, una noción de la estela. Hay quienes creen que esto se consigue con golpes de audacia, frases fuertes e ideas violentas, sin reparar que por esa misma ruta pasa también la delgada línea entre la originalidad y el cretinismo.
El riesgo, en realidad, es decepcionar, y no es claro que los candidatos novedosos lo estén percibiendo con el dramatismo que tiene. Hay en el ambiente algo frívolo, amistosillo, naturalista (¿cuándo ha sido el naturalismo un valor?), una pizca de complicidad callejera, otra de excitación nerviosa (“uy, mira dónde estamos, a dónde hemos llegado”) y unas ganas narcisistas de subir las apuestas. El psicoanálisis podría hacer un festín del estado actual de estas candidaturas. Por suerte para ellas, los psicoanalistas están ocupados en cosas más serias.
Pero se trata de la Presidencia de Chile.
Y este es el lado serio de la cosa: la depreciación del rango y el cargo, su reducción a un concurso de aficionados, su degradación a las sencillas ganas de revolver el gallinero (de los candidatos o de sus votantes). ¿O es, al revés, que esto refleja un entusiasmo por la política, un incremento de la vocación pública asociado con una ampliación de la democracia que pone a la más alta institución de la República al alcance de cualquiera? ¿No traduce un estado de anomia política, de pereza social e intelectual por la cual esa institución ya ha dejado de importar y da lo mismo quién la gane?
Desde la restauración democrática, en seis elecciones se han presentado 32 candidatos presidenciales, un promedio de 5,3 por elección. El año récord fue el 2013, cuando postularon nueve. En todo ese período estuvo siempre claro que la fuerza electoral se repartía entre dos coaliciones, reforzadas por el sistema binominal, lo que quiere decir que, del promedio, 3,3 candidatos estuvieron siempre de sobra. Eran testimoniales o tenían fines publicitarios.
Desde el 2003 el Servicio Electoral devuelve unos 887 pesos (valor de hoy) por cada voto obtenido, pero no se produce devolución si el gasto declarado es inferior al total que representan los votos. Además, el volumen de votos se ha contraído en lugar de seguir el crecimiento de la población. Por increíble que parezca, en las elecciones de 2013 votó medio millón menos de electores que en 1989, y para este año parece lógico estimar que serán aún menos. Por tanto, la única manera de ganar dinero con una candidatura sería falsificar los gastos de campaña. La ley del 2003 permite no perder todo el dinero, lo que puede ser un buen incentivo si el objetivo es sacar partido de las externalidades que provoca una alta exposición pública: en este caso habría más negocio que testimonio.
Hoy no sólo está en duda la existencia de dos coaliciones hegemónicas, sino que una ya se ha fracturado, de modo que en su esfera (desde el centro hacia la izquierda) habrá tres candidatos. De este modo, para noviembre son seguros un candidato de Chile Vamos, uno del Frente Amplio, Alejandro Guillier, Carolina Goic, José Antonio Kast y Marco Enríquez-Ominami. Si además se cumple sólo la mitad de los anuncios que han hecho diversas personas en los últimos meses, las candidaturas finales podrían llegar a 10 o 12, con perfecta conciencia de que a) casi todas perderán dinero; b) la mayoría llegará sólo hasta noviembre, aunque la carrera larga es hasta diciembre, y c) varias serán olvidadas en cosa de semanas.
Y además, de todas estas, ¿en cuántas se podrá divisar alguna estela?
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Literatura para valientes
Los personajes de Denis Johnson son seres caídos, marginales, a veces totalmente apartados del mundo, seres que de un momento a otro se convierten en individuos increíblemente cercanos al lector. El misterio de esta transformación se hace aún más insondable si consideramos que Johnson, que murió el miércoles a los 67 años de edad, se valió del laconismo para articular una de las voces literarias más potentes de nuestros tiempos.
Johnson fue de esos escritores elegantes, seguros de sí mismos, que creen que la única forma de promover su obra es la obra misma. Renuente a dar entrevistas o a participar en algún modo del circuito de la autopromoción, escribió poemas, cuentos y novelas. En todos los géneros su voz sobresalió, y a mí me cuesta pensar en algún escritor estadounidense vivo que lograse conmover, tal como él lo hizo, con aquella aparente simpleza y, sobre todo, con su brutal transparencia. Tal vez Cormac McCarthy, igualmente alejado de los medios, sea el único autor contemporáneo que supo expresar con similar ferocidad las complejidades y honduras de la condición humana.
La mejor puerta de entrada al universo rudo de Denis Johnson es Sueños de trenes, una novelita corta, inolvidable y conmovedora. Insoslayables también son los relatos de Hijo de Jesús y la novela Árbol de humo. Sus poemas, poco traducidos al castellano, dejan ver esa condición desesperante y de violencia soterrada que hoy en día, a la luz de la situación extrema por la que pasa Estados Unidos, retumban con inquietante sonoridad.
Es más: entre las decenas de teorías que explican el ascenso al poder del bestial Donald Trump, pienso ahora, habría que abrirle una brecha a la poesía de Denis Johnson: allí, en sus versos, campea cierto arrebatamiento, cierta miseria e infamia que pueden dilucidar mejor que cualquier tratado sociológico el devenir de la contingencia estadounidense. En este sentido, Johnson merece ser considerado un profeta, un calibrador de su época que percibió con más lucidez que el resto lo que de verdad ocurría en los estratos poco visibles de la sociedad.
En una de las raras entrevistas que concedió, Denis Johnson sostuvo, parafraseando a Joseph Conrad, que su arte consistía en que el lector oyera, sintiera, viera –así, con énfasis– lo que él intentaba transmitir con el poder de la palabra escrita. Pero, claro, él no se refería al lector en general o a cualquier tipo de lector, lo que me lleva a terminar con una advertencia: su obra no es para el pusilánime o el simplón. O dicho de otro modo: la literatura de Denis Johnson es sólo para valientes.
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Incidentes estudiantiles
EL MUNDILLO universitario es incomprensible para quienes desconocen sus códigos. Como en todo círculo hermético, hay que participar de la gazmoñería, convivir con ella y descodificarla si se quiere saber la firme.
En la Escuela de Derecho de la UCh en estos días se expone una serie de fotos que muestran una cadena de protestas cuyo telón de fondo es el frontis de Pío Nono. Con la particularidad curiosa que en la secuencia correspondiente a la toma de 1971-72, donde estudiantes aparecen con cascos y linchacos, el creativo a cargo decidió titularla “incidentes estudiantiles”. En fotos similares de los años 83 y 87 (contra Federici ese último año), en cambio, se las llama protestas.
Presumo que el trasfondo aquí es que la toma del 71-72, organizada por la derecha y la DC en contra de la UP no califica de épica u heroica, mientras que en dictadura éstas involucrarían algo más que “incidentes”. Pudiendo tratarse de lo mismo no están por conmemorar cualquier historia, aun cuando hasta incluso quien ignore la historia como fue, no dejará de reconocer que esa es la Escuela, no otra; no hay fotos de alumnos estudiando o en clases, aunque sí de profesores votando. El mensaje es más claro que el agua, en puros juegos de poder (votaciones y protestas, a veces denominadas meros incidentes) nos llevamos. Es decir, la muestra sería un fiel retrato de lo que siempre hemos sido, si bien contado mañosa e interesadamente.
Atendido este sesgo obvio, me pregunto cómo van a calificar en el futuro la queja del personal de aseo del campus Gómez Millas. Funcionarios indignados alegaban por carta pública la semana pasada que estudiantes hacían una cantidad de asquerosidades en baños y pasillos cuyos restos hay que recoger al día siguiente. ¿Se les tratará de “incidentes” o se tomará en serio y sintomático el reclamo? Excesos políticos y académicos no han sido asumidos anteriormente por la comunidad, por tanto, estas cochinadas y bacanales no tendrían por qué quitarle el sueño a nadie.
Nuestras universidades (tipo UCh) están definitivamente en otra: masificándose, dejando entrar a cualquiera, volviéndose gratis, todo inclusivas, participativas, lugares donde se pretende revisar el pacto social para que sus egresados luego proyecten sus conquistas a la sociedad entera (publiqué un artículo reciente en revista Anales de la UCh sobre el populismo universitario). Por eso, por ejemplo, la demanda por querer hacer en la U. Católica una feria de la diversidad sexual para promover el pluralismo, un eufemismo que no engaña a nadie, obvio que militantes, para nada intelectuales sus intenciones. A lo cual se les contestó que no, y chillaron sectarismo, que los hay en la PUC (de vetos académicos en Historia y Sociología se sabe, pero eso nunca ha preocupado a instancia estudiantil alguna, tampoco a autoridades). En fin, es aconsejable fijarse en lo que apenas se vislumbra de estas instituciones en sus fotos y noticias; quizá no mienten, si bien hay que andarse con cuidado y leer entrelíneas.
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May 26, 2017
Cita a ciegas
LO DE Guillier me recuerda esas citas a ciegas que resultan mal. Aquellas en las que uno o ambos, al poco rato, lo único que espera es que termine pronto. Que ojalá nadie quiera postre, para pedir la cuenta rápido. En fin, donde perdida la ilusión, uno sueña con haberse quedado en la casa, un panorama que sonaba aburrido, pero que ahora se ve como la salvación.
Para la Nueva Mayoría, Guillier fue eso. Como no tenían con quien salir, lo compraron por popular, carismático y simpático. A lo mejor repetimos lo de Bachelet, pensaron. Claro, en su primer gobierno, a ella tampoco la conocían, pero resultó siendo la mejor cita a ciegas de la historia política. Entonces, ¿por qué no apostar otra vez? Y se equivocaron. Hoy nadie parece contento y lo mejor que puede pasar es que esto se acabe rápido.
¿Quién decepcionó a quién en este cuento? Da la impresión de que el sentimiento es mutuo. Por el lado de los partidos, es claro que compraron algo que no existe. Bastó que lo fueran a buscar para que dejara de ser popular. En las encuestas de enero estaba a un punto de Piñera, hoy está a diez. Se desinfló. Pero eso no es todo. El candidato ha sido errático, no ha podido armar equipos y muestra cero interés y liderazgo sobre los problemas del sector.
Pero Guillier tampoco parece contento. Estamos en el aperitivo de la cita y aparece como lo contrario a un candidato ganador. Se ve incómodo, cansado, ojeroso, sin chispa. Casi aburrido y arrepentido.
De ahí que su ánimo no sea el mejor. Se enoja en las entrevistas y no duda en pelearse con sus contrincantes más cercanos: Goic y Sánchez. Aquellos que se supone tienen los votos que necesita, si es que consigue pasar a la segunda vuelta. Si es que lo consigue, porque el fantasma de que no lo logre ya está instalado. Pero también otro peor: que el candidato tire la toalla antes de agosto y no llegue hasta el final. Como sea, lo cierto es que, hasta ahora, la cita está resultado un desastre. Ambas partes se muestran cada día más decepcionadas, casi acachadas.
Este ambiente de decepción mutua se palpa por todos lados. El coqueteo terminó hace rato. Luego vino la indiferencia y hoy estamos en plena etapa del ninguneo. Primero en privado, pero ahora es público. No hay día donde alguno de sus socios no le refriega su falta de liderazgo y convicción. Y el hombre no se achica y contesta con dureza, como cuando dijo que su pega no es estar alineando a los partidos. En fin, se nota que es una pareja mal avenida.
Y entonces, comienza la cacería de brujas. Hay que buscar al culpable. En defensa del candidato, hay que decir que no es fácil representar un proyecto fracasado y dividido. Pero, aparte de eso, no cabe duda que Guillier es el responsable principal de todo esto. Aceptó un desafío que sabía le quedaba grande. Eso queda claro cada día que pasa. Y todos saben que van a perder. Ahora la pregunta es si es primera o segunda vuelta. O si esto se acaba sin postre; es decir antes de que termine la carrera presidencial. Esto último sería catastrófico para el sector, pero, como van las cosas, tampoco suena tan raro. El desastre ya está instalado.
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Hacia un cambio de régimen político
CINCO SENADORES- Allamand, Harboe, Larraín, Montes y Zaldívar- han propuesto una reforma constitucional para transitar hacia un régimen semipresidencial. Es una iniciativa que puede permitir una discusión en serio sobre la organización de nuestro sistema político, tan necesitado de una profunda renovación.
La moción tiene varios méritos. Por de pronto la amplitud de los firmantes. En tiempos de debate polarizado en donde abundan las descalificaciones se valora una propuesta dotada de amplio respaldo. Por otra parte, acertadamente, pone el acento en la madre de todos los problemas: la dimensión político institucional. El presidencialismo limita el ejercicio de la democracia. El presidencialismo exacerbado que predomina en Chile produce efectos especialmente graves debilitando a un punto extremo al Parlamento, la institución por excelencia de la democracia.
El problema principal que enfrenta Chile se sitúa justamente en este plano. El desprestigio de la política no es por cierto el único pero, su resolución, es clave para pensar en abordar todos los otros. Es evidente, por ejemplo, que tenemos un problema grave de pérdida de dinamismo económico. Tasas de crecimiento sostenidamente por debajo del 2 % hacen imposible la resolución de los grandes problemas sociales planteados. La recuperación del crecimiento pasa por reformas profundas en materia de incentivos a la inversión, legislación laboral, política de innovación. Ninguna de ellas será posible en un Parlamento sumido en el desprestigio.
La recuperación del prestigio del Parlamento es una tarea de largo aliento que debe cumplir con múltiples condiciones comenzando por probidad, idoneidad y transparencia. La calidad de los elencos parlamentarios es clave. Para atraer a los mejores el Parlamento no puede seguir siendo una institución arrinconada y subalterna.
Hay que romper el círculo vicioso. El Parlamento tiene muy pocas facultades frente al Ejecutivo. Su capacidad de iniciativa es limitada y por la vía del manejo de las urgencias es también este último el que fija la orden del día, resolviendo sobre lo que se puede o no se puede debatir. El Parlamento actúa como si fuera muy importante pero en realidad no lo es. Simula disponer de un poder que no radica en él.
Un régimen semipresidencial resuelve positivamente este problema. No se trata simplemente de darle más poder al Congreso sino que de hacerlo también más responsable. Es obligación del gobierno organizar una mayoría parlamentaria que lo sustente. El Primer Ministro es por definición el jefe de esa mayoría. Y es responsabilidad del Congreso apoyarlo. El sistema gana así en eficiencia, las leyes se aprueban con mucha mayor rapidez y el Congreso aparece más estrechamente asociado al quehacer gubernamental.
La propuesta de los cinco senadores apunta en la dirección correcta pero se queda corta. Y tiene un riesgo: ser usada para limitar el debate, para hacer como que todo cambia para que finalmente todo quede igual. El clásico gatopardismo.
Chile necesita un cambio de régimen político, pero necesita también descentralizarse y regionalizarse, afirmar y equilibrar derechos, un Estado ágil y robusto. A lo largo de la transición se han hecho muchas reformas constitucionales. No necesitamos una más. De una vez por todas, tenemos que acordar un sistema de reglas que nos represente. De lejos el mejor método para lograrlo es un proceso constituyente que tenga como objetivo dotarnos de una nueva Constitución.
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