Álvaro Bisama's Blog, page 129
July 17, 2017
Punta Peuco y el Derecho Internacional
EL PROBLEMA con el recinto penal de Punta Peuco no es que las condiciones carcelarias excedan los estándares internacionales, como era el caso del Penal Cordillera, que más parecía una colonia de vacaciones, sino que más del 99% de la población penal está en condiciones infrahumanas.
En este sentido, discrimina en favor de los ahí recluidos. Su cierre, por tanto, estaría justificado, aunque Chile debe avanzar decididamente en mejorar las condiciones carcelarias para todos; una tarea pendiente.
Un paso importante sería facilitar el ejercicio del derecho a voto de quienes no estén condenados a una pena aflictiva.
Las normas internacionales aplicables son las reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos de las Naciones Unidas de 1957, complementadas por las llamadas reglas Nelson Mandela de 2015 de las mismas Naciones Unidas.
En lo que toca a Chile, un documento del Instituto Nacional de Derechos Humanos dice: “La posibilidad de que personas que purgan condenas por esta clase de delitos puedan acceder a beneficios en la etapa de ejecución de la pena, no contraviene la obligación a cargo del Estado, consistente en investigar y a garantizar en todo tiempo y lugar el acceso a la justicia, incluida la determinación de responsabilidades penales y la consecuente aplicación de sanciones efectivas y proporcionales a la gravedad de los ilícitos perpetrados, que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos y el Derecho Humanitario reclaman respecto de estos crímenes”.
Por lo tanto, la situación es la siguiente:
a) La justicia no excluye medidas de humanidad. Por ejemplo, las autoridades de la Alemania unificada liberaron a Honecker, en lugar de procesarlo por haber ordenado disparar a matar a quienes intentaran cruzar el muro de Berlín, pues la opinión médica era que moriría debido a un cáncer al hígado antes de terminarse el proceso.
b) Respecto de personas recluidas que se encuentran privadas de razón, debieran cumplir el resto de su condena en sus domicilios. Por ejemplo, una persona afectada de Alzheimer puede no saber quién es ni dónde está. Esta regla favorece más a los familiares que a los reclusos, pues tienen la posibilidad de tener al recluso enfermo con ellos.
c) Los reclusos con enfermedades terminales no pierden por ello su capacidad de arrepentirse y de revelar la verdad de lo ocurrido. Plantear esta exigencia no es contraria a derecho, sino que cumple con los requisitos de la llamada justicia transicional.
d) Sobre los reclusos de edad avanzada, distintos países han adoptado diferentes soluciones, incluyendo el cumplimiento total de su condena en prisión. Soy de opinión de fijar, deliberativamente, una edad límite.
e) En nuestro país, la facultad de indultar es privativa del Presidente de la República.
En suma, no se trata de venganza ni de rebajarse al nivel de los autores de crímenes contra la humanidad, sino de, precisamente, actuar con humanidad.
Por tanto, las declaraciones de la Presidenta Bachelet en el sentido de cerrar Punta Peuco y no descartar indultos, son ajustadas a derecho.
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July 16, 2017
12 años para la centroderecha
No es insensato pensar en un período largo, de tres gobiernos, para la centroderecha. No se trata de una extensión descomunal: coincide, por ejemplo, con la suma de los períodos de Frei y Lagos; no hay que olvidar que la Concertación tuvo cuatro gobiernos continuos, que duraron, en su conjunto, dos décadas.
En la centroderecha hay quienes están pensando en ocho años, dos gobiernos. Es un avance respecto de la falta de visión que se tuvo en el pasado sobre la importancia de darle continuidad a la tarea. Pero aún puede ser poco. Los años pasan rápido y el primer período, si ha de ser exitoso, será necesariamente de transición: desde el estancamiento económico a un crecimiento razonable; desde la corrección de reformas mal formuladas y ejecutadas a su normalización; desde una centroderecha donde aún hay resabios de autoritarismo, economicismo y a veces falta de conciencia política a un sector renovado en la ideología y las prácticas (solo esta falta de renovación puede explicar aún la separación de la DC y grupos liberales relevantes, como el de Velasco, y la centroderecha); desde liderazgos consolidados a la consolidación de los incipientes conductores del futuro. Pensar a más de una década permite atar a la política de manera más perenne a los peregrinos del servicio público, a los que dan un breve paso por el gobierno, obligándoles a pensar y actuar como si sus destinos estuvieran vinculados al derrotero de su polis.
Doce años, ni cuatro ni ocho, son los que se necesitan para que el eventual triunfo de noviembre o diciembre tenga un talante significativo, deje huella, marque el rumbo. Ocurre que se necesitan grandes reformas, alteraciones estructurales para graves problemas pendientes. Ellas requieren de preparación, maduración, justificación ideológica, capacidad persuasiva, producción de consensos. El éxito de esas tareas de mediano y largo plazo depende de que las coaliciones que las conciban y pongan en obra queden en situación de ver sus frutos y asumir la responsabilidad por ellos.
Piénsese, por ejemplo, en el asunto del abandono inveterado de las provincias, que coincide con el hacinamiento de gran parte de la población en la capital nacional, facilitador de la segregación, la polución, la delincuencia, problemas de transporte, la pérdida de naturalidad de la existencia. Darle una solución a esta cuestión exige de un trabajo intenso y dificultoso, que ha de involucrar a ingenieros, historiadores, militares, geógrafos. Se requiere volver a dibujar el mapa del país, agrupar las provincias en unidades regionales grandes y viables (¿cuatro, cinco?); transferir paulatinamente competencias políticas a esas nuevas unidades; proveerlas de institucionalidades adecuadas. Solo el gobierno de una coalición que se proyecte varios períodos podrá estar en condiciones de efectuar una tarea de tantos alcances y complejidad, y tener el interés puesto en ella. Algo similar cabe decir respecto del problema de la pérdida de productividad de nuestra economía, de la politización y anquilosamiento del aparato estatal, de la educación en todos sus niveles, de la cuestión de la integración de los inmigrantes, del asunto mapuche.
Solo una centroderecha que asuma esos desafíos de mediano y largo plazo y se prepare para ellos, con trabajo político y de reflexión ideológica suficientes, llegará a estar a la altura de su tarea y evitará volver a ser un interludio en un largo ciclo que remata en una Nueva Mayoría en franco deterioro.
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Sensación de derrota
LAS CANDIDATURAS presidenciales del oficialismo han derivado en un cuadro totalmente incomprensible. Eso cuando las recientes primarias mostraron que el Frente Amplio es una fuerza política de alcance limitado y que su espíritu reformista radical no moviliza al grueso de los votantes.
Por lo mismo, no tiene sentido que la Nueva Mayoría se izquierdice y que proclame la continuidad de las reformas del actual gobierno, que no gozan del favor ciudadano. La lógica aconseja buscar el centro y mostrar mesura, que no es lo que ha declarado Alejandro Guillier y no se le divisa un ánimo de cambiar su postura.
Por otra parte, dos encuestas recientes indican que Beatriz Sánchez dio alcance al candidato de la Nueva Mayoría (en una hay un empate técnico y en otra lo supera). Si bien estos sondeos son cuestionables por contrariar la evidencia que fluye de las primarias, se pueden ver como el reflejo de que algo está sucediendo, que no sería tanto el crecimiento de Sánchez como el deterioro de Guillier. Esto, por lo demás, ya lo habían indicado anteriores sondeos. Entonces, es imperativo rectificar. Y sin duda hay una falla en el desorden interno en la campaña y en la ausencia de claridad en las ideas. Es decir, que la teoría de la candidatura ciudadana y horizontal que se arma sola no está sirviendo. La mejor prueba de ello fue creer que la gente iría sola a las notarías a patrocinar al candidato. No es así, el “diálogo con la gente” no basta, hay que llevarlos a firmar. Y para esto es útil una máquina aceitada, sobre todo cuando el tiempo escasea, que la tienen los partidos.
Personalidades de la Nueva Mayoría le han pedido al candidato que nombre un “generalísimo”, que en buen chileno significa que se ordene y que haya una estructura, liderada por alguien con experiencia, que haga funcionar las cosas. Pero lejos de rectificar, Guillier insiste en la independencia y rechaza hacer un nombramiento así. Dice que si no les gusta, que se busquen a otro. Y no es primera vez que plantea que se puede retirar y que no sería tan dramático para él que suceda. Todo esto ha ido provocando una desafección, tanto que el senador Girardi se permitió calificarlo como un “castigo” para el sector.
A su turno, la DC tampoco hace las cosas bien. Porque la posibilidad de que en la NM le hagan caso a Guillier y busquen a otro, no se puede descartar. Sería la gran oportunidad de su candidata, a pesar de que le ha costado despegar, ya que no se ve que alguno nuevo esté disponible. Sin embargo, se dice que internamente en el partido hay quienes le “están aserruchando el piso”, fundamentalmente entre candidatos parlamentarios que temen por su propia elección. Incomprensible, porque ¿acaso alguno piensa a esta altura que sacarse la foto con Guillier le asegura algo? Para mayor confusión, se está evaluando hacer lista parlamentaria común con los radicales, lo que significa que algunos en ella pondrán la foto de Goic y otros de Guillier, lo que los terminaría enfrentando y difícilmente sumaría, que es lo propio de una lista. O quizás, sería la antesala del abandono de hecho de las candidaturas de ambos.
Es que la sensación de derrota parece estarse instalando y contra eso no hay mucho qué hacer.
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¿Valió la pena?
ES UN lugar común utilizar la expresión “pato cojo” para referirse a la pérdida de relevancia que experimentan las administraciones el último año de su mandato. Y este gobierno no ha sido la excepción. Más todavía, después de un largo y sostenido período de baja adhesión ciudadana en las encuestas, sumado al evidente deterioro y descomposición que también experimentan los partidos oficialistas.
“No será fácil”, decía Michelle Bachelet en su primer discurso como candidata electa. Y vaya que no lo fue. A la previsible resistencia que generarían un conjunto de reformas que cuestionaban poderosos intereses, largamente arraigados por cierto, se sumó un equivocado diseño político, cuya tardanza en reemplazar a sus principales protagonistas quizás contribuyó a que el daño fuera irreparable. Más todavía, fuimos testigos de demasiadas y cruentas tragedias naturales, a las que debimos sumar los terremotos políticos, siendo el caso Caval una daga que dejó una profunda herida en este gobierno, pero muy especialmente en la primera Presidenta mujer de nuestra historia.
Y justamente comparando el primer y segundo período de Bachelet, es que siempre me he preguntado cómo contestaría ella a la pregunta de si valió la pena. En el relato oficial, sus colaboradores han insistido en la idea de que se corrió el cerco, iniciando un proceso que cuestionó y modificó supuestos que antes parecían verdades irrefutables, para transitar ahora y de manera irreversible hacia una sociedad más justa y solidaria. E incluso haciendo mía esa afirmación, pese a que muchas veces he sido un duro crítico de este gobierno, me parece que la respuesta a dicha pregunta sigue siendo “depende”.
En efecto, depende de si este gobierno logra aprobar tres leyes que están en el corazón de lo que Bachelet intentó representar. Primero, el proyecto donde se consagra la gratuidad en la educación superior, pues simboliza la esencia de la igualdad de oportunidades; y la promesa de que el mérito, el esfuerzo y el talento -y no la cuna- serán lo relevante para un futuro de progreso individual y colectivo. Segundo, el proyecto de educación pública, quizás la iniciativa con la que tuvo que haber debutado este gobierno, haciendo carne el compromiso de un país y sus instituciones por una real alternativa para todos esos jóvenes y familias que no han podido pagar el alto precio para acceder a la calidad. Por último, el proyecto de aborto en tres causales, pues no solo es un reflejo de los profundos cambios que ha experimentado nuestra sociedad; sino que, tal como está descrito y acotado, refleja la comprensión y compasión que una comunidad debe tener frente a la dramática realidad que muchas mujeres enfrentan.
No sé si este gobierno y su coalición todavía tienen la fuerza y una mayoría para aprobar estas iniciativas. Pero sí sé que es el momento de tomar una decisión, ahora y no después de las elecciones, dando la cara y fijando una pública posición. Ahí sabremos si realmente valió la pena.
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A propósito del Sename
LA CHAMBONADA de la Cámara de Diputados por virtud de la increíble presión del gobierno, ha dejado atónita y con mucha rabia a gran parte de la población. Los argumentos van y vienen pero es evidente que los niños realmente vulnerables han sido de hecho vulnerados. El gobierno y la Cámara se lavaron las manos. Las comisiones para investigar son irrelevantes.
El tema de los niños no es nuevo, ya se sabía con detalles escabrosos desde la comisión 1 del Sename, cuyo informe es de febrero del 2014, días antes de asumir Bachelet. La pregunta es qué ha hecho el gobierno desde entonces. La respuesta es básicamente nada, en proporción a la magnitud del problema entonces denunciado. Esa era exactamente la cruda conclusión de la comisión 2. Por eso, claramente había una dolorosa negligencia del gobierno. Esa es la enorme irresponsabilidad del gobierno que no quiere asumir. A meses de terminar su período, ya no fue capaz de hacer las leyes y reestructuraciones, que estaban presentadas al Congreso en la administración anterior, pero que fueron literalmente eliminadas por la retroexcavadora.
Al final, en la política el gran tema es acerca de las prioridades, y para los gobiernos es también la calidad de gestión de los recursos que por definición son menores al ideal. Hoy, en relación al tema, todos le echan la culpa a todos. Nadie asume absolutamente ningún tipo de responsabilidad. Al final, el chivo expiatorio es casi siempre el ministro de Hacienda. Pero la verdad no es así. Las prioridades las define la política. Los niños no fueron apoyados porque así lo definió el gobierno, no el ministro. La única pregunta del ministro cuando le exigen más gasto en algún tema es simple: ¿a quién le reduzco?
Las prioridades de Bachelet no son las mejores. El bono vitalicio marzo/invierno cuesta unos US$ 500 millones cada año, o sea, unos $ 325.000.000.000. Claro, dan votos y los niños vulnerables no. Los 50 nuevos parlamentarios cuestan varias decenas de millones de dólares al año y simplemente no se necesitan. El Sename sí los necesita. La Presidencia tiene tres aviones muy caros; quizás uno es suficiente, porque el Sename necesita mejor atención. El Estado paga recursos en educación que los padres están dispuestos a aportar y que podrían ir a esos niños. Los casi 100.000 nuevos funcionarios públicos que no se necesitan, sino al revés, son más de US$ 1.000 millones al año, pero claro, una gran parte de esos empleos son para partidarios que votan. TVN pide $ 65.000.000.000 y parte de su trabajo es hacer telenovelas y programas de farándula.
La construcción de los hospitales se deben hacer en base a concesiones, de modo de tener recursos para temas como el Sename, pero la ideología los supera. El Censo era absolutamente innecesario e ideologizado; ahí se nos fueron unos $ 35.000.000.000 que los niños necesitaban. Bachelet gasta cuatro veces lo que produce y se endeuda para pagar gastos corrientes hipotecando así el futuro de esos niños. El Estado financia ahora generosamente a la política, y ésta abandona a los niños, una paradoja.
No solo los ejemplos del derroche de recursos por parte del Estado es algo feroz, sino que también hay otras prioridades abandonadas por la política. Por ejemplo, los viejos, los enfermos terminales, las enfermedades costosas, la situación de las cárceles, la ciencia y tecnología, el deporte masivo, la educación rural, la infraestructura, etc. El Transantiago cuesta unos US$ 1.000 millones solo por la inexcusable deficiencia técnica del gobierno, y nunca hubo responsables. Los niños quedaron atrás. Las indemnizaciones de empresas estatales, los bonos tipo BancoEstado, los cuoteos políticos, las denuncias de irregularidades del aparato estatal, en fin, todo redunda en las prioridades. Los niños siempre quedan atrás.
Uno de cuatro pesos del producto chileno es gastado por el fisco, lo que junto con las reformas estructurales improvisadas y mal diseñadas, es algo que ha deteriorado severamente a la economía. El no crecer económicamente como podríamos, significa menos recursos para las políticas sociales. La respuesta de la ideología de izquierda tiene siempre una sola solución: subir los impuestos, pero jamás racionalizar los recursos que ya se tienen. Muchas de las instituciones públicas están anquilosadas, no se necesitan más universidades estatales sino mejorar las que ya hay, no se necesitan más ministerios sino menos, en fin. Felipe Kast fue elocuente en sus prioridades: los niños por delante. La negligencia ha sido brutal.
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El karma de Guillier
A VECES pareciera que el senador independiente está desplegando su candidatura solo acompañado de su sombra, como un náufrago en una isla lejana, buscando desesperadamente la forma de arrancar de ahí y retornar al mundo. Pero no hay salida; por más que se instalen rumores sobre una improbable bajada o desistimiento, soñando con encontrar a última hora una alternativa de remplazo, para la Nueva Mayoría las cartas están echadas: simplemente no existe posibilidad de renunciar a Guillier porque, entre otras cosas, es hasta ahora la única, ¡la única! candidatura que según las encuestas tiene alguna opción de no perder con Sebastián Piñera en segunda vuelta.
Pero el ánimo suicida del oficialismo es inobjetable: Guido Girardi intentó convencer a los chilenos que votar por su candidato era en realidad un ‘castigo’; la senadora Adriana Muñoz tuvo que dejar su idea del generalísimo en un cajón después que la llamaron al orden por el diario; a Juan Pablo Letelier, el parlamentario encargado de juntar las firmas, lo conminaron también en público a terminar la pelea con los notarios; Osvaldo Andrade pidió derechamente terminar con las ‘pendejerías’ y a Guillier, transformarse de una vez en candidato; y por último, los partidos fueron notificados que si querían un ‘militante’ dispuesto a seguir instrucciones, mejor se buscaran a otro.
Parece un guión de los locos Adams, pero no lo es. En rigor, el desequilibrio que rodea la candidatura de Guillier no difiere mucho del que afecta a la Nueva Mayoría y al propio gobierno; uno cuyos rasgos develan un proyecto político en fase terminal, secuela entre otras cosas de niveles de rechazo y desaprobación inéditos, que se han mantenido estables por casi tres años. Así, el efecto de la alta dosis de desafección y desencanto que hoy embargan a la centroizquierda, no podía ser otro que volver cada día más difícil coordinar, organizar y desplegar el trabajo propio de una campaña presidencial.
Con todo, la falla geológica que desde el inicio viene agrietando los cimientos de la Nueva Mayoría es todavía más profunda; una fractura asociada a su inconsistencia estratégica, al descomunal error de diagnóstico que la explicó en su origen, a las desacertadas políticas públicas que marcaron y definieron su gestión, y a la enorme desconfianza e incertidumbre que terminó extendiendo en la población. Su actual divorcio en dos candidaturas presidenciales fue, al final, el destino inevitable de todo este entuerto, consecuencia lógica del oportunismo que la llevó a ordenarse tras la popularidad de Bachelet, y del delirio adolescente de una generación que, en su hora nona, realmente pensó que podía cambiar el mundo.
En resumen, Alejandro Guillier no es ni el culpable ni el castigo de esta larga travesía de errores consumados. El karma de su candidatura fue más bien terminar transformándose en un verdadero símbolo, en la encarnación casi perfecta del castigo y la culpa de todos los demás; los mismos que lo metieron en esto solo en función de las encuestas que ahora cuestionan y que, en noviembre próximo, deberán concurrir resignados a votar por él.
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Matar a los pobres
“MATAR A LOS pobres” es una canción del grupo Dead Kennedys en la que, encarnando irónicamente a las elites de izquierda y derecha, fantasean con borrar a los pobres mediante bombas de neutrones. Y mientras los barrios marginales “desaparecen bajo una luz brillante”, los acomodados de todos los bandos hacen una fiesta, bailan y brindan con champaña.
En Chile hemos elegido métodos menos elegantes. A la mayoría de los pobres no los matamos: los silenciamos, los apartamos y los despreciamos. No les quitamos el voto (solo a los presos), pero ponemos todos los incentivos para que no voten. A veces aparecen en la televisión, y nos reímos de ellos. De “esos locos pobres”.
A los más débiles entre los pobres, eso sí, los matamos. O los dejamos morir, que es a veces más fácil. Una buena helada en invierno. Una que otra pasada de mano en el Sename. O no meternos cuando se matan entre ellos. Como se van yendo por goteo, pasa piola. Además, es “culpa de todos”. Sus muertes no importan más que a la crónica roja, como la de Sergio Landskron, a menos que se vinculen a alguna agenda de elite. Tienen que tener algún cuento extra, como Daniel Zamudio, para generar empatía.
Como los pobres reales son demasiado pobres y, en todo caso, necesitamos algo de cultura popular para entretenernos, la inventamos. O “rescatamos”. Su cueca brava, su cañita de vino a precio de botella. “Firme junto al pueblo”. Algo guachaca. Quizás unos blogs moralizantes que idealicen a Fruna o que supongan que todos los pobres son de izquierda (o deberían serlo). Ah, y los blocks de Villa San Luis. Porque es más fácil hacer un museo de la integración social donde no hay pobres a 20 kilómetros a la redonda, que tratar de pensar políticas públicas que la posibiliten hoy en día.
También es importante, al parecer, que los pobres reales a los que les perdonamos la vida no se suban por el chorro. No deberían creer que tienen derecho a opinar sobre lo que no entienden. O a cuestionar lo que le enseñan a sus hijos. O a vender cosas en la calle. O al debido proceso si carterean. Y menos a ventilar por las calles tanta xenofobia, transfobia, homofobia, machismo y evangelismo. Si el debido proceso no fue inventado para los pobres, mucho menos la libertad de expresión. O la educacional, la de culto y la de comercio. El Nico Eyzaguirre dijo la pura verdad: los patines para los que saben patinar.
Tanto desprecio, claro, quizás tenga una reacción. Puede que toda la incorrección política popular reprimida en pro de consensos culturales cosmopolitas, vaya acumulándose en algún lado. Puede que los muertos quizás tengan seres queridos que no perdonen tan fácil. Puede que un día los humillados se levanten a votar y terminemos con las fronteras cerradas a la migración, con un populista de presidente y con algún líder religioso de ministro de Educación. Quizás ahí nos arrepintamos de no haberlos tomado en serio y de creer que podíamos llegar e imponerles lo que nos diera la gana, sin explicaciones ni mediaciones políticas. De haber preferido reírnos de ellos en vez de tratar de entender lo que querían decir. O de haberlos dejado morir entre informe e informe que explicaba que se estaban muriendo, pero que nadie tenía la culpa.
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Floja por un año
DESDE EL principal semillero de candidatos a la Presidencia de nuestro país, como son los noticieros de TV y sus fulgurantes rostros, irrumpe una de las noticias que agitó la semana. Trata sobre una periodista que anuncia “año sabático” en Londres, exprimiendo los ahorros de toda una vida para darse el merecido placer de “ser floja un año”.
Tan esforzado proyecto adquiere otro tono ante sus pares cuando se enteran que, en realidad, negoció unas luquitas por fuera con su empleador y no lo pasará ni tan mal ni con una billetera tan ajustada. El hecho concluye con la renuncia del rostro.
Sobra advertir que se trata de un suceso de suyo intrascendente, tal como suele ocurrir con nuestra pueblerina pauta informativa, pero que ha conseguido despertar en este humilde observador un par de reflexiones.
En lo inmediato, comprobar una vez más este apetito voraz de las figuras televisivas por hacernos partícipes de sus proyectos personales, como si fuesen efectivamente relevantes. Gustan de alcanzar notoriedad pública, ventilando sus cuitas y alegrías personales, para luego sollozar y reclamar ante las cámaras por el asedio o la impertinencia de algún colega suyo convertido a eso que osan calificar de “periodismo de farándula”.
En este caso en particular, la protagonista nos hace también saber que su vida ha estado sometida al qué dirán, un yugo del cual ella era absolutamente ignorante pues vivió muchos años en tierras lejanas y, por lo visto, mucho más cultas. Informada de esta calamidad nacional por su padre, se ve presionada a comprarse un Audi.
Pero el trauma no concluyó con la marca de los cuatro anillos, porque luego su vida se vio arrastrada por un apetito consumista que la llevó a acumular una casa, después otra, una más en la playa, un departamento. Y luego, nos informa, cambió el Audi por un Volvo y así, consumir y consumir.
Terrible, acomplejada y arbitraria lectura de la realidad para una profesional a quien la sociedad concede, precisamente, la labor de conocer y transmitir los hechos más relevantes que conforman nuestra agenda informativa.
Me permito, finalmente, añadir una acidez más: ¡de esta cantera estamos sacando los candidatos a la Presidencia de la República! Y no me digan que los rostros de TV no comparten características como el afán de protagonismo y cierta tendencia a la infalibilidad. Si no me cree, pregunte a quienes se enfrentan con el propio candidato en su intento por rescatar la alicaída campaña de Guillier.
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La fe de los mentirosos
Marcela Aranda no es como nosotros. Ella entró al Parlamento por la puerta ancha, asesoró a diputados, asistió a reuniones que a otros -especialistas, asociaciones profesionales- les estuvo vedada, influyó en leyes, recibió sueldo de un gobierno y se paseó por seminarios y congresos hablando de confabulaciones internacionales, de proyectos legales que no existían, de normas descabelladas que sólo estaban en su imaginación; hizo todo eso como quien arroja trozos de carne a una manada de perros hambrientos ansiosos por lanzarse a cazar una presa.
El salvoconducto que exhibe la señora Aranda para circular por salones legislativos consiste en una intensa fe, la misma que usa para acarrear a un puñado de seguidores envalentonados por una causa celestial. “Vamos al Congreso, trabajamos con diputados y senadores en leyes que tienen algún carácter relevante para Dios”, dijo en una entrevista, detallando su lugar en nuestro orden político. Ella es, por lo tanto, la vocera de Dios, o al menos, de sus prioridades legislativas, que a juzgar por el discurso de la señora Aranda se concentran en un solo objetivo: sembrar la alarma en torno a los genitales de los niños. Eso no significa que su empeño se concentre en denunciar los abusos sexuales que ocurren, por ejemplo, en los hogares dependientes del Sename -en su inmensa mayoría relacionados con organizaciones religiosas-; mucho menos se preocupa de indagar en quiénes son los agresores de los abusados. Aranda tampoco habla de las altas tasas de hacinamiento en que malvive el 23% de niños, niñas y adolescentes de nuestro país. A la señora Aranda no le interesa discutir sobre las causas de los suicidios adolescentes ni sobre el acoso escolar, menos aún la forma en que los padres de los niños transgénero -personas heterosexuales, la gran mayoría creyentes, cuya única intención es cuidar que sus hijos sean felices- pueden evitar que sus niños sean violentados. Ella jamás parece pensar en el sufrimiento ajeno, lo único que la guía, según sus propias palabras, es encontrar la presencia del diablo. Y la encuentra en algo que ella llama “ideología de género”, el eje de todos esos males que ella difunde en sus cuentas de redes sociales que no son más que un vertedero de noticias falsas. La señora Aranda publica allí notas sobre países en donde supuestamente se legaliza el sexo con animales o programas sanitarios del primer mundo en donde se tortura a los recién nacidos. Un resumidero de fantasías abyectas que aseguran que el infierno está en las sociedades desarrolladas y no en los estados gobernados por fanáticos religiosos integristas.
Esta semana, Marcela Aranda consagró su carrera -¿de predicadora?, ¿de líder política?- paseando un bus naranja seguido por un puñado de personas que repetía injurias voz en cuello y acusaba de crímenes abominables a un grupo de activistas LGBTI. Los activistas debían soportar los insultos. “¿No pedían tolerancia? ¿No les gusta que los aguanten a ellos?”, se burlaban los tripulantes del bus.
La señora Aranda se refugia en la libertad de expresión para difundir falsedades sin que nadie le exija pruebas sobre el origen de la basura que reparte. Ella tiene la certeza de que hay un plan para arrebatar niños y maltratarlos, un apocalipsis del que, según ella, es responsable una minoría inspirada en satanás. Aranda utiliza la misma estrategia que los ansiosos de poder utilizaban durante la Edad Media para capturar la atención de la muchedumbre prejuiciosa: la culpa de los males siempre recaía sobre las minorías -judíos, musulmanes, herejes o gitanos-, quienes solían ser acusados de pervertir o asesinar niños. Una argucia de manual que acababa impulsando la violencia desatada en contra de los diferentes.
Esta semana, la señora Aranda consiguió que los medios de comunicación le dieran tribuna para esparcir su mugre como si se tratara de ideas o puntos de vista. Recorrió la ciudad predicando la fe de los mentirosos, la moral de los despiadados y la libertad de los matones. Esta semana, gracias a ella, los abusadores y los ignorantes sintieron que no estaban solos, que podían sacar la voz y exigir que respetáramos su sagrado derecho a cultivar el odio contra los más débiles, con la impunidad garantizada que brinda la tradición.
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¿Cuál es el paréntesis?
Parece que no era acertada la idea de que el gobierno de Sebastián Piñera entre el 2010 y el 2014 constituía un paréntesis histórico. Esta idea nacía, desde luego, de la dificultad de la derecha para ganar las elecciones en todo el siglo XX y de su falta de mayorías (incluso relativas) desde 1958.
Además, era una idea basada en el supuesto de que la historia llevaba la dirección de la centroizquierda; aún no está demostrado que esta última idea fuese completamente errónea. Pero en algún punto, por alguna razón que la historia todavía se reserva para sí, alguien, algunos, entendieron que la dirección correcta estaba más a la izquierda que la demasiado modesta centroizquierda. A partir de cierto momento -otro instante elusivo, misterioso-, alguien, algunos, pensaron que estaban creadas las “condiciones objetivas” para cambiar de velocidad. Y de alcance, ¿por qué no?
Pero ahora, a poco más de cuatro meses de las elecciones presidenciales, empieza a parecer que el paréntesis era éste, el segundo gobierno de Michelle Bachelet, que nació con un aire de reivindicación respecto del anterior, como si en efecto aquel primer gobierno de la misma Presidenta hubiera sido de una centroizquierda demasiado modesta. Este segundo mandato, en reparación de aquella modestia debía mover la aguja (“correr el cerco”, prefieren algunos), ya sin los contrapesos tradicionales, que solían ser el centrismo, la DC, el PR, alguna de las facciones socialistas, porque en esta ocasión esos contrapesos se habían rendido sin condiciones ante la sola idea de regresar al gobierno. La mejor prueba era que hasta habían cedido a la creación de la Nueva Mayoría. Será difícil recordar qué hizo el centrismo en este cuatrienio, aparte de tener altos funcionarios.
La cara de paréntesis la tiene más marcada, porque otra vez, como la anterior, parece posible que la Presidenta vuelva a entregar la piocha de O’Higgins al líder de la oposición. Si esto ocurre, la única diferencia será que las perspectivas de que (lo que quede de) la Nueva Mayoría vuelva a recuperar el gobierno serán mínimas por un tiempo largo, mientras que la actual oposición podrá desplegar esa legión de nuevas cabezas que ha estado amamantando en centros de estudio, think tanks y fundaciones.
En ese caso se habrá configurado la condición de paréntesis del actual gobierno -no del anterior-, cosa que lo resignifica completamente: quiere decir que no era un gobierno inevitable, que la historia no seguía la dirección que pensaban sus promotores, incluso que pudo haber una equivocación o un embrujo entre los electores. ¿Y cómo quedan en ese caso las “reformas estructurales”?
Bueno, quedan, en primer lugar, como están: inconclusas, pendientes, a medio camino. Es difícil que sean desmontadas o revertidas. Más probablemente sean ajustadas o corregidas. Pero ¿se recordará al gobierno por esas reformas, por haber iniciado un cambio social de grandes magnitudes? ¿O se dirá más bien que fueron parte de los esfuerzos valientes y mal ejecutados de aquel paréntesis, aquella rareza que ocurrió en la primera mitad del siglo XXI?
Se dispone hoy de cierta evidencia de que el diagnóstico inicial -un Chile sentado sobre un volcán a punto de estallar- era exagerado, unilateral y erróneo. Pero sólo en muchos años más vamos a saber si como consecuencia de ese diagnóstico se inició la solución de problemas de fondo o si, por el contrario, se erró el rumbo y se perdieron años de oportunidades. Para entonces es probable que ya no esté presente ninguno de sus protagonistas. Porque este es uno de los problemas de las “reformas estructurales”: son impunes.
Irónicamente, es posible que el resultado más estructural del cuatrienio no sea una reforma, sino un deterioro: el crecimiento. Hace ya tiempo (porque no siempre fue así) parece haberse instalado una cierta repulsa entre esta palabra y la idea de izquierda que prevalece en Chile. La noción de crecimiento, que es tan cercana al sentido común, se presenta en este ambiente como una especie de abstracción capitalista de la que hay que alejarse: no hay que mencionarla y, sobre todo, no hay que darle prioridad alguna. Los dos gobiernos de Bachelet marcan los récords del bajo crecimiento promedio desde 1990 en adelante. El actual será el más bajo de todos -un pobrísimo 1,85% en el cuatrienio-, lo que podría explicarse por el fin del “superciclo” de las materias primas, pero esa explicación no tendría valor para el anterior, donde no se aprovechó la vigencia de los altos precios externos.
Los ministros de Hacienda -Andrés Velasco en el primer cuatrienio y Rodrigo Valdés en el actual- han tenido una importancia indiscutible en los dos períodos de Bachelet, pero su función principal parece haber sido la de contener la voracidad con que el aparato fiscal se gasta el dinero de todos. Las peleas de Velasco contra las peticiones de otros ministros son legendarias, y la imagen del ministro Valdés quedará marcada por los insultos proferidos a gritos por la presidenta a la CUT -miembro de un partido de gobierno, nada menos.
Aun así, el déficit fiscal está en un rango récord, la deuda del país se acerca a un cuarto del Producto y la inversión ha bajado a un quinto. El resultado de eso es que la agencia Standard & Poor’s bajó por primera vez la clasificación de riesgo del país. En pocas palabras, esto significa que desde esta semana a Chile le costará más caro el dinero que pida prestado.
Ni siquiera el ministro de Hacienda podría sostener, manteniendo el rostro, que este es un resultado de la situación externa. En su explicación pública mencionó, como uno de los factores causales, algo que llamó “el efecto de las demandas de gasto que hemos tenido”. Nótese el “hemos tenido”: demandas caídas del cielo. Debió decir “hemos creado”, pero a continuación tendría que haber agregado “sin crear crecimiento”. El Estado de la Nueva Mayoría ha gastado y gasta como no lo haría ningún tahúr; y suma y agrega personal -por lo general, con contrataciones irregulares- como no lo haría ni el más atrevido corsario, y pide más y más recursos como no lo haría un lobo hambriento. De ese comportamiento no se puede esperar resultados distintos de los conocidos.
Por lo tanto, tampoco podría esperar que sus “reformas estructurales” pudiesen completarse a tiempo, ni siquiera a un mismo ritmo, como para que se pudieran convertir en los monumentos por los cuales sería recordada. Está, estuvo siempre condenada, acaso sin darse cuenta, a un medio hacer, y sin tiempo para preocuparse de la sucesión, también a un medio hacer con un final abierto.
La entrada ¿Cuál es el paréntesis? aparece primero en La Tercera.
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