Álvaro Bisama's Blog, page 108
August 13, 2017
Como el escorpión
Sería difícil encontrar mejores semanas para la candidatura de la oposición. Un fiscal anuncia que no perseverará en la investigación judicial contra Piñera por el caso Exalmar; el empresario ha disciplinado a sus huestes, incorporando a Evópoli de lleno en su candidatura y observando el reingreso de Manuel José Ossandón a Renovación Nacional. Además, y como si fuera poco, sus contrincantes viven momentos complejos, protagonizando un espectáculo que solo contribuye a la candidatura de la derecha. Por todo lo anterior, es bien sorprendente que Piñera siga cometiendo algunos errores básicos en sus últimas actuaciones y declaraciones.
El primero, hace un par de semanas, fue sugerir que era posible que no existiera una segunda vuelta electoral. Se trata de una afirmación torpe, en la medida que no habla muy bien de sus dotes como analista de escenarios; pero, más grave todavía, sube innecesariamente las expectativas sobre su desempeño electoral. Sus palabras, especialmente en el caso de insistir en ellas, contribuyen a incluso presentar como una derrota lo que en los hechos sería un gran resultado electoral; por ejemplo, obtener una 45% de las preferencias en la primera vuelta de la elección presidencial.
A continuación, y en la misma semana, califica como “patética” la situación por la cual atraviesa la DC. Aunque uno podría estar de acuerdo con tal afirmación -de hecho lo estoy- sus palabras alejan e irritan a un electorado que él debe contener y no espantar. Dada su propia historia política y familiar, y a la necesidad de sumar adherentes para el balotaje, sus expresiones son táctica y políticamente equívocas, ya que incluso pensando en su próximo mandato, probablemente recurrirá a la DC -o a una parte de ella- para poder viabilizar un conjunto de decisiones que ya ha adelantado.
Por último, y después de que el candidato había dicho que zanjaría las disputas por los cupos parlamentarios que se están dando al interior de su coalición, esta semana pareció retroceder en dicha decisión, temeroso por los costos que esto le podría significar con la UDI. Dicho de otro modo, en la primera prueba real del liderazgo de Piñera y su ascendiente sobre sus partidarios y colaboradores, vacila y prefiere dar un paso atrás, con todas las consecuencias que internamente eso podría traer en el futuro.
En el entorno de Piñera se repite con majadería que el candidato ha cambiado. Su último chiste sobre los desayunos del Sename es un ejemplo más que echa por tierra tal afirmación. No solo se confirma la falta de sensibilidad, tino y gracia del empresario; sino, todavía peor, reitera un rasgo de su personalidad que puede no ser un gran problema para ganar una elección, pero sí para gobernar después: confundir empatía con simpatía, espontaneidad con irreflexión, y popularidad con populismo.
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Entreguismo político
El alcalde Lavín quiere terminar con la práctica del rodeo para Fiestas Patrias, porque no obstante ser un deporte tradicional con muchos seguidores y un emblema de la chilenidad, no todos están de acuerdo, en particular las generaciones jóvenes, que nos enseñan que las cosas que se hacían de una cierta manera, ahora ya no se pueden hacer así. Además, está el maltrato animal. Entonces, el rodeo ya no nos une.
Un argumento “bacheletista aliancista” de entreguismo político, porque bastaría que una minoría se oponga a algo para que no se pueda hacer, pues ya no sería factor de unión. Lo del maltrato animal es un pretexto, cuando el rodeo no hace más que imitar la actividad de reunir el ganado en los campos. Se podrá prohibir el rodeo, pero nunca el arreo de las vacas y atajar a las que tratan de escapar.
Aunque el interés por ese deporte no sea mayoritario, sería discutible que se excluyere de las celebraciones de Fiestas Patrias y adoptare otro más popular, como el fútbol, que copa el resto del año, por la tradición que evoca. Las variadas críticas -algunas bastante inesperadas- que provocó el designio edilicio, muestran que la exclusión no la pidió la comunidad, sino que fue el alcalde quien decidió excluirlo y obligar a la gente a que no celebre así, porque según él a los “jóvenes” no les gusta. Pues los únicos que se lo pidieron fueron los animalistas. ¿Y por qué hizo eso? Para agradar a las izquierdas de todo tipo y ampliar su base electoral, pensando -por qué no- en la presidencial de 2021. Total, el voto de la centroderecha no importa, es cuestión de maniobrar bien para que no tengan otra alternativa que votar por él, como hizo en la reciente elección municipal en Las Condes, a la que llegó por la ventana y sin competir con nadie.
Y al contrario de lo que dijo, el caso del rodeo sí se trata de una cuestión ideológica, de izquierda y derecha. No es que los cultores del rodeo sean más bien de derecha, que podrán serlo, sino de la lógica con que se enfoca el problema: a la gente de la derecha le importa que las prohibiciones sean las mínimas indispensables, como por ejemplo no tocar la vida del niño que está por nacer, y que en el resto haya libertad. Dado que el rodeo no es ilegítimo, no se puede prohibir: que aquel que quiera vaya a verlo y al que no le gusta, que no vaya. Es la izquierda la que siempre busca imponer su visión a los demás: son los campeones de las prohibiciones. Si a ellos no les parece algo, simplemente no se puede hacer, para lo cual son hábiles en las consignas y máximas que niegan la libertad de hacer.
04 Para la próxima, preocúpese que los candidatos se elijan mediante competencia efectiva y que su voto cuente.
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El “test” de Piñera
A pesar de los avances de los últimos días, el acuerdo parlamentario de Chile Vamos parece haber llegado a un punto muerto, situación en que las aristas pendientes deberán ser resueltas con la relativamente consensuada intervención del expresidente Piñera. Un riesgo innegable que es al mismo tiempo una oportunidad, en la medida que dicho escenario puede empezar a definir la forma en que los partidos y su candidato se relacionarán en la eventualidad de volver al gobierno.
Hasta aquí, los demás bloques políticos solo han ilustrado las debilidades y la casi nula influencia de sus liderazgos presidenciales, a la hora de incidir en la negociación de los pactos parlamentarios. Así, la permanente solicitud de Alejandro Guillier para que los partidos que lo apoyan hicieran un espacio a la DC terminó siendo desestimada; a su vez, el descuerdo público de Carolina Goic con la fórmula suscrita por su colectividad, el MAS y la IC, fue pasado por alto en las instancias resolutivas de la Falange, y Beatriz Sánchez simplemente ha optado por marginarse de la disputa que la candidatura a diputado de Alberto Mayol instaló en el seno del Frente Amplio.
Ahora Sebastián Piñera recibe en sus manos el primer desafío propiamente político de su campaña, el imperativo de mediar entre los intereses electorales de sus partidarios, con las colectividades grandes (UDI y RN) buscando no sacrificar posiciones, y fuerzas emergentes como Evopoli exigiendo condiciones de relativa igualdad. El exmandatario deberá sopesar ganancias y pérdidas inevitables, tratando de cuadrar un círculo que no solo importará desde la perspectiva de la estricta elegibilidad de las opciones parlamentarias, sino también de ese complejo equilibrio de fuerzas destinado a ser una de las claves de su éxito o fracaso, de llegar otra vez a La Moneda.
No existen voces disidentes respecto de las serias debilidades de gestión política que tuvo el primer gobierno de Sebastián Piñera. Un estilo excesivamente ‘gerencial’ y tecnocrático; carencia de sensibilidad para entender la profundidad de su desafío histórico y lo traumático que sería para un sector del país ver llegar a la derecha al poder, convergieron luego con otras circunstancias, para terminar produciendo en 2013 el peor resultado electoral del sector desde el retorno a la democracia. Desde esa perspectiva, el tipo de relación que en esta etapa Piñera logre consolidar con los partidos, será un precedente decisivo para el sistema de funcionamiento político que el día de mañana debiera ayudarlo a no cometer los mismos errores.
En paralelo, su mediación en el diseño de la plantilla será relevante en función de las cartas que decida privilegiar; señal de continuidad o renovación de rostros, con énfasis más conservadores o liberales, mayores o menores grados de apertura a ese “centro” que hoy aparece políticamente huérfano, serán algunos criterios que se pondrán en juego y serán visibles en el resultado de sus decisiones. Por último, lo más importante: el peso y la interlocución de Sebastián Piñera en los partidos y bloques parlamentarios, aspectos que permitirán saber cuánto ha madurado su impronta, desde la vez en que las circunstancias políticas lo obligaron a entregar de vuelta la banda presidencial a Michelle Bachelet.
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¿Está bien el país?
El ser humano es imperfecto. No hay entonces países ni estados perfectos. Las utopías pertenecen solo a la mente e imaginación humana, lo que no deja de ser interesante si quisiéramos entender mejor la extraña condición de ser humanos. Si entonces comparamos realidades con utopías, siempre perderán las realidades. Ese es el engaño del populismo y las malas ideologías transformadas en religiones. Por cierto, lo anterior no significa renunciar a tratar de ser mejores, pero debe ser con los pies parados en la tierra, a partir del ser humano como es y no como nos gustaría que fuese. Lo que debemos comparar son realidades versus realidades alternativas. Todas imperfectas y con problemas. Las religiones ofrecen la perfección en la otra vida, no en la presente.
Sin embargo, hay países claramente mejor administrados que otros dentro de su imperfección y restricción de recursos. Hay clases políticas (las que dan la gobernabilidad) que son mejores que otras, es decir, genuinamente más generosas y honestas. Lo más difícil en la sociedad moderna es conciliar lo personal y lo colectivo. Es un equilibrio que debe responder a la sabiduría, que es quizás el gran ausente al menos en nuestro país. La sabiduría es enemiga del fundamentalismo, del extremo racionalismo, y de la trivialidad de los slogans populistas. La mayoría de quienes se autodefinen como “servidores públicos” en realidad tienen el ego muy grande y no solo buscan el reconocimiento público, sino que muchas veces la riqueza, por más que lo quieran negar. Es cosa de ver cómo viven muchos de ellos, lo que poco se parece al altruismo del servicio a los demás.
Los empleados “públicos” hoy ganan más que los privados y trabajan menos. De que los hay genuinos, los hay, pero ya no son la mayoría. La afiliación a los partidos políticos opera como una agencia de empleo, al menos en la así llamada centro izquierda chilena. Son literalmente cientos de miles de empleos en juego. Las empresas públicas son frecuentemente botines de la política, sobrepasando a sus genuinos administradores. Los cupos parlamentarios se pelean casi a cuchillo.
Gobiernos que ofrecen maravillas instantáneas para los más desposeídos terminan aumentando la pobreza. Igual que la Inquisición que literalmente mataba seres humanos en nombre de su fe.
En tiempos de elecciones se exacerba todo lo anterior. Lo peor del ser humano sale a flote. La izquierda parece tener como único norte que no sea elegida la derecha, alegando una superioridad moral que jamás ha tenido, sino justo al contrario. Divide al mundo en buenos y malos.
Hoy no manda la inteligencia y el conocimiento, sino el que grita más en las calles, lo que induce a muy malas políticas públicas. El tema de niños del Sename y de los viejos indigentes está totalmente abandonado. La CUT tiene ideas del siglo pasado. La corrupción aparece por todos lados, tanto en lo público como en lo privado, con empresas que se coluden. La centralización sigue pese a los discursos. Las ciudades cada vez más contaminadas y atascadas. Ni hablar del transporte público. Ahora se nos escapó el Sida, se encontró corrupción en Carabineros, nadie entiende lo de Tiltil, se investiga un posible cartel del fútbol; en fin, la lista es interminable. Todo ello va generando más y más polarización.
Lo que interesa de un gobierno son sus resultados, no sus promesas. Espero que el país elija con sabiduría, no a flautistas de Hamelín.
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Imbunchismo político
Una de las principales características culturales de Chile es el “imbunchismo”. El imbunche es un ser mitológico deforme y contrahecho que roba niños para taparles los orificios del cuerpo y deformarlos. Julio Vicuña decía que nuestro imbunchismo se manifiesta en la fascinación por arrasar “con lo que venga”. Carlos Franz habla de una “inclinación a cortar las alas de lo que se eleva, derribar la grandeza, mutilar lo que sobresale, y enterrar lo que se asoma”. Por miedo a nuestra incapacidad para construir, terminamos odiando y amputando todo lo que insinúe esa posibilidad. Es lo que denuncia Vicente Huidobro en “Balance patriótico”. Es lo que empapa la obra de José Donoso.
Nuestro imbunchismo político, de hecho, es tremendo. El poder opera en nuestro espacio público como una máquina de imbunchar. ¿Qué otra cosa podría explicar el rechazo furibundo de la gente de la UDI a la voluntad medio heroica de Jaime Bellolio de cargar con la conducción y renovación de semejante aquelarre? ¿Y la entrega de esa conducción a una persona cuya reputación política no podría estar más mermada, y cuyo liderazgo se funda en atizar las brasas del pinochetismo y alimentar una retorcida red de poder, que ha revuelto la guata hasta a políticos de trayectoria, como Darío Paya? ¿Qué otra clave permite comprender los problemas de la derecha para armar una lista parlamentaria? ¿O a musgos políticos como el PRI?
¿Cómo podría explicarse la ordalía esterilizante a la que se entregó la Democracia Cristiana, que termina con vestiduras rasgadas, sacrificios rituales y un pacto con chavistas delirantes? ¿O el asesinato de Lagos por sus imbunches, esa generación que creció deformada e impotente bajo la sombra de los hombres fuertes de la transición, que son sus padres, y a quienes odian? ¿Qué más imbunche que la candidatura de Guillier? ¿O el mal gusto de Piñera? ¿Cómo entender el suicidio de la Concertación y el paso a la Nueva Mayoría sin ese odio imbunche, y sin las ganas de los deformados por la Concertación de hacer lo mismo con el estudiantado? ¿Qué es el comunismo chileno sino un verdadero culto religioso a la deformidad y la castración? ¿Y la reverencia cobarde del Frente Amplio a la vulgaridad asesina de Maduro?
Nuestra política está atrapada por las fuerzas ciegas de lo grotesco. Y es nuestra porque lo grotesco habita en nosotros. Es lo horroroso del “horroso Chile” de Lihn. Es la fuente de nuestro placer morboso, del que soñamos secretamente con escapar. Y para hacerlo, primero debemos aceptarlo, conocerlo. Si preferimos, en vez, correr un tupido velo sobre él, seguiremos descartando gobiernos y proyectos políticos cada cuatro años, extasiándonos al ver encumbrarse y caer deformidades políticas. Si, en cambio, nos observamos como somos, si nos perdemos el miedo (aunque seamos horrendos), quizás algún día podamos confiar en que la cultura, el buen gusto, las ideas, la belleza y la tolerancia entre lo diferente merecen una oportunidad en “el eriazo remoto y presuntuoso”.
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Paga Moya
Hola. Soy el puente Cau Cau. Así es, hablo y tengo vida propia. No me mire a huevo. Fui concebido en la mente de algún iluminado a comienzos de los 90. Me licitaron, sin éxito, a fines de 2005. Lo volvieron a hacer en 2011 y en diciembre de ese año el entonces presidente Piñera me puso la primera piedra. Así que como usted habrá comprobado estoy más allá de los gobiernos de turno. He superado las mezquindades de la política y me he convertido en un ser autónomo, en una obra colosal que ya le ha costado a usted, mi querido contribuyente, más de 25 mil millones de pesos y sumando.
Tengo vida propia porque pese al sinfín de errores que han caracterizado mi construcción aquí estoy, inútil como usted me ve, pero sin vuelta atrás. Incluso me convertí en un atractivo turístico: en el verano la gente hace fila para sacarse la foto conmigo, el condoro en su máxima expresión.
Por la prensa (como se entera todo el mundo de las cosas, usted sabe), he sabido que en la capital tengo un pariente. Se llama Transantiago. Tenemos casi las mismas características: somos inútiles, fuimos mal diseñados, mal administrados, hemos costado una millonada, pero nadie se atreve ni sabe cómo echar marcha atrás y replantearnos.
No somos guachos, si me perdona la expresión. Ambos somos hijos del papá Estado, otro ser autónomo que vive, crece y se desarrolla gracias al insaciable apetito de políticos que estrujan los dineros de los contribuyentes (los grandes, anónimos e incautos financistas de toda esta fiesta) para contar con una peguita y, para eso, atraen electores mediante una carnada fácil: obras populares, pero inútiles como nosotros.
Juntos (Estado, políticos y obras inútiles) somos dinamita. Y de la súper explosiva, si me permite añadir. En mi caso, no se burle, soy la combinación perfecta: me proyectó un falso topógrafo, me pusieron los tableros basculares al revés, me falló el sistema para subir mis brazos y, tal como dijo Contraloría, me construyeron “personas sin experiencia”. Todo esto bajo la estricta supervisión de un intrincado y numeroso sistema de fiscalización que tiene montado papá Estado a través del Ministerio de Obras Públicas, superintendencias, contralorías y todo lo demás.
Pero ya ve usted, nada de eso evitó o modificó mi actual condición. Lo más notable es que, al igual que en el caso de mi pariente el Transantiago, nadie ha debido responder por estos errores. Y por eso concluí que tengo vida propia. Me he convertido en una matrix que ordena mis constantes pruebas y reparaciones sin que nadie pueda evitarlo.
Cualquiera pensaría que con desastres como nosotros, la gente lo pensaría dos veces antes de confiar a papá Estado otra obra de envergadura. Pero, curiosamente, pasa todo lo contrario. Desconfían de los privados y proponen nuevas iniciativas públicas. Mire el caso de este invento que pretenden construir para mejorar las pensiones: un organismo fiscal para administrar sus ahorros. ¡Vaya botín! Tendré que mudarme a Santiago para estar más cerca de esas luquitas. ¿Qué tal un puente basculante sobre el Mapocho navegable?
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¿Mala fe de Bachelet?
La conducción de los asuntos de todos, el ejercicio del poder político, requieren de una cierta actitud. No basta la astucia o la sagacidad, la capacidad de situarse en las circunstancias y saber actuar de manera tal que le resulte a uno salir bien parado. Se necesita, además, una combinación de aplomo personal, algo así como grandeza de alma, y la capacidad de tomar distancia y mirar allende el día a día, hacia la historia, especialmente la historia larga del país. Esas aptitudes unidas son las que permitirían distinguir al estadista de un político superficial.
Es difícil saber qué político es un estadista. Suena pretenciosa, incluso, la idea de atribuirle tal calificativo a alguien. Pero el criterio no llega a ser una mera palabra sin sentido. La historia logra, cada cierto tiempo, decantar y mostrarnos, independientemente de las posiciones que hayan asumido, a los capaces de honduras, distancias y grandezas. Lo prueba, además, especialmente, el hecho manifiesto de que sí es posible, con alguna facilidad -incluso sin tener que esperar el transcurso de los años-, discernir al político que, dicho en términos negativos, no es o no llegó a ser hombre o mujer de Estado.
Las naciones viven usualmente largos períodos en los que funcionan por la capacidad de sus instituciones y la inclinación gregaria de los súbditos. Pero hay veces, también, en las que ellas levantan cabeza. Son los momentos de cambios, en los cuales se necesita de personas y grupos capaces de desplegar una actitud de Estado.
Muchas señas parecen indicar que Chile se halla ante uno de esos momentos de cambio. Hay, flotando en el aire, un malestar difuso. El aire en sí mismo se halla enrarecido, y no sólo el aire físico. Estamos en un ambiente en el que a lo natural se une, perturbadoramente, lo virtual. A demandas auténticas y voces lúcidas se agrega la irritación de lo que Rafael Gumucio ha llamado esa “serie infinita de hombres y mujeres solos, perfectamente convencidos de la originalidad absoluta de sus ideas”, precisamente gracias a su soledad. El hecho es que, producto del enriquecimiento y los desarrollos y alienaciones del capitalismo, el pueblo se halla en unas condiciones que conducen a su intranquilidad. Al mayor bienestar económico se unen angustias postmodernas, incertidumbres de clases medias emergentes, anhelos de reconocimiento, ansias de redención.
Placas tectónicas se han movido. Y no es, entonces, con las maniobras usuales, con la operación en el campo superficial de las medidas, que la política saldrá airosa de la prueba. Lo supo la derecha de la transición y lo ha llegado a saber la Concertación.
Bachelet se percató del asunto. Como por instinto, logró saber que algo se modificaba. Pareció mostrar genio, ponerse a la vista problemas grandes y reales. Asumió, con premura, un discurso en consecuencia. Lamentablemente, sus capacidades prospectivas y de comprensión política no fueron suficientes. Terminó presentando unas reformas mal paridas a tal punto, que concitaron el rechazo de lado y lado.
Ahora a eso, se agrega algo peor: la improvisación, el saludo a la bandera, la pirotecnia, eventualmente, la mala fe. ¿O podrá creerse que, pendiente aún la reforma a la educación superior, la cuestión constitucional y una serie de otros asuntos comparativamente menores, los proyectos sobre pensiones -más allá de sus eventuales méritos- tienen algún destino durante su gobierno? ¿No se está mostrando aquí la distancia entre el improbable estadista y la operación política de baja estofa, comprometiéndose, de paso, el tipo de acción gubernativa que el país necesita?
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Las ilusiones perdidas
No había leído la autobiografía de Sergio Ramírez, Adiós muchachos, y acabo de hacerlo, conmovido. Es un libro sereno, muy bien escrito, exaltante en su primera mitad y bastante triste en la segunda. Cuenta la historia de la revolución sandinista que puso fin en 1979 a la horrible dinastía de los Somoza en Nicaragua, una de las dictaduras más corruptas y crueles de la historia de América Latina, y en la que él tuvo un papel importante como conspirador y resistente primero, y, luego, en el gobierno que presidió el comandante Daniel Ortega, en el que fue Vicepresidente.
Fueron muchos años de lucha, muy difíciles, de sacrificio y heroísmo, en el que miles de nicaragüenses perdieron la vida y la libertad, padecieron torturas, exilio, largos años de cárcel, enfrentándose a una Guardia Nacional cuyo salvajismo no tenía límites. Los rebeldes eran, sobre todo al principio, personas humildes, los pobres entre los más pobres, pero luego fueron sumándose gente de la clase media y, al final, profesionales, empresarios y agricultores, y principalmente sus hijos, movidos por un idealismo generoso, la idea de que, con la caída de la dictadura, comenzaría un período de justicia, libertad y progreso para el pueblo de Rubén Darío y de Augusto César Sandino. Muchas mujeres combatieron en la vanguardia de esta revolución, así como los católicos -Nicaragua es tal vez el país donde el catolicismo está más vivo en América Latina- y Ramírez describe con mucha pertinencia las distintas corrientes que conformaban esa disímil alianza de comunistas, socialistas, demócratas, liberales, castristas que respaldaron la revolución en un principio, antes de que comenzaran las inevitables divisiones.
Las páginas de Adiós muchachos que evocan el entusiasmo y la alegría con que vivieron la inmensa mayoría de los nicaragüenses los primeros tiempos de la revolución -las campañas de alfabetización, la conversión de cuarteles en escuelas, la distribución de las tierras y fábricas expropiadas a los Somoza y sus cómplices a los sectores de menores ingresos- son emocionantes, el inicio de lo que parecía ser la gran transformación de Nicaragua en un país de veras libre, democrático y moderno.
No ocurrió así y Sergio Ramírez responsabiliza del fracaso de la revolución sandinista a “la contra”, armada y financiada por la CIA. Yo tengo la impresión de que la contrarrevolución fue más bien un efecto que una causa, por el descontento que cundió en un sector amplio de la sociedad nicaragüense con la política equivocada del régimen destinada a convertir al país en una sociedad estatizada y colectivista, con las nacionalizaciones masivas y la creación de granjas campesinas al estilo soviético, y las emisiones inorgánicas que en vez de impulsar arruinaron la economía nacional y desataron una inflación galopante, que, como siempre, golpeó sobre todo a los más pobres. El desbarajuste y el caos, y, por supuesto, la corrupción que todo ello originó, la llamada piñata -el reparto entre la gente del poder de los bienes y dineros supuestamente públicos-, que Sergio Ramírez describe magistralmente en el capítulo de su libro titulado con agrio humor “Los ríos de leche y miel”, tenían que desencantar y empujar a la oposición a muchos nicaragüenses que odiaban a la dictadura de Somoza pero no querían que la reemplazara una segunda Cuba. (Dicho sea de paso, es fascinante descubrir en Adiós muchachos que una de las personas que más trataba de moderar a los dirigentes sandinistas en sus reformas revolucionarias ¡era Fidel Castro!)
La segunda parte del libro es de una creciente tristeza, pues en ella se describe el progresivo descalabro de la revolución, las divisiones entre los sandinistas, y la lenta pero segura ascensión del comandante Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo al vértice de un poder del que sólo han gozado un puñadito de sátrapas en la historia latinoamericana. Tierra de grandes poetas y excelentes escritores, como el propio Sergio Ramírez, Nicaragua tendrá que producir algún día la novela que eternice la historia de Daniel Ortega, este alucinante personaje que, luego de dirigir la revolución sandinista contra los Somoza, se fue convirtiendo él mismo en un Somoza moderno, es decir, en un dictadorzuelo corrompido y manipulador que, traicionando todos los principios y aliándose con todos sus enemigos de ayer y tras antes de ayer, ha conseguido gozar de un poder absoluto a lo largo de veinte años, haciéndose reelegir en unas elecciones de circo, y, a pesar de todo ello, gozando todavía -por extraordinario que parezca- de cierta popularidad.
Para conocer algo de su historia hay que cerrar Adiós muchachos y leer el espléndido ensayo del mismo Ramírez en El estallido del populismo (2017), “Una fábrica de espejismos”, donde está sintetizada, con trazos maestros de realismo mágico, la trayectoria hasta nuestros días de este inverosímil personaje. Por lo pronto, experimentó una oportuna conversión al catolicismo y ahora comulga devotamente de la mano del cardenal Miguel Obando y Bravo, su antiguo enemigo mortal y ahora aliado acérrimo que ha dado su bendición al gobierno “cristiano, socialista y solidario” de los Ortega/Murillo. También ha hecho pacto con empresarios mercantilistas que, a condición de no hablar nunca de política, hacen muy buenos negocios con el régimen. Pero, quizás, lo más sorprendente sea que, en la variopinta alianza que han conseguido armar para mantenerse en el poder Daniel Ortega y Rosario Murillo -ésta es su Vicepresidenta y podría ser la próxima Presidenta de Nicaragua si su esposo decide tomarse algunas vacaciones- también figuran los brujos, santeros, curanderos, hechiceros y taumaturgos del país. Cito a Ramírez: “La mano abierta de Fátima, hija de Mahoma, con un ojo al centro, que representa bendiciones, poder y fuerza, y también protección contra el mal de ojo, estuvo desde 2006 detrás de la pareja presidencial en el salón de sus comparecencias, en un inmenso mural”.
El ensayo también refiere los fantásticos proyectos con que el gobierno de la ya celebérrima dupla, émula de la de House of Cards, alimenta las ilusiones de sus electores, como el famoso Gran Canal de Nicaragua, que iba a competir con el de Panamá y que sería financiado por el multimillonario chino Wang Ying (ya quebrado y olvidado) y una planta de productos farmacéuticos en Managua llamada a producir nada menos que ¡una vacuna contra el cáncer! La lista de ficciones así es larga y parece salida de Macondo.
Todas estas cosas las cuenta Ramírez sin alterarse, con objetividad, aunque detrás de la moderación y elegancia con que escribe, se adivina un hondo desgarramiento. El suyo debe ser el de muchos nicaragüenses que, como él, dedicaron los mejores años de su vida, su tiempo y sus sueños, a luchar por una ilusión histórica que vivió una efímera realidad y se fue luego deshaciendo y transformando en grotesca caricatura.
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August 12, 2017
El momento de la verdad: el costo
Las preguntas sobre los límites de la intimidad en la tele chilena hace tiempo que dejaron de servir para algo. Esto no solo tiene que ver con cómo la farándula se transformó en la nueva crónica en los últimos 15 años; o con cómo los reality shows reemplazaron por un rato a los culebrones, haciendo un arte de exhibir las vísceras vacías de, a estas alturas, varios centenares de personajes con ansia de celebridad. Tampoco con el hecho de que diese lo mismo que en los noticiarios y matinales utilizaran los detalles privados (y tristes y terribles) de diversos casos policiales sin más interés que explotar el rating, tal y como lo hizo Bienvenidos con Nabila Rifo. A nadie eso parece importarle, el respeto a la intimidad (y el resguardo de la dignidad personal que eso implica) es un concepto vacío para la televisión, algo que puede ser vendido y manoseado al antojo sin que se asuman responsabilidades, se deslinden culpas o simplemente alguien salga de escena: que Pablo Manríquez (director de Bienvenidos) haya pasado automáticamente a dirigir Muy buenos días de TVN, lo ejemplifica a cabalidad, de una manera tan impúdica como dolorosa.
El momento de la verdad de Canal 13 (jueves, 22.30 horas) lleva aquello hasta las últimas consecuencias: los participantes se someten voluntariamente a un polígrafo y luego, en el set, responden preguntas complejas sobre sus vidas, cada una más terrible que lo anterior. Sergio Lagos anima y lo que el espectador puede ver es una colección de momentos donde quien está en el sillón va relatando cosas inconfesables sobre sí mismo, aumentando con eso el pozo de dinero que puede llevarse a casa. En el set lo acompañan parejas, novios o familiares. Parte del sentido del show es ver cómo ellos se decepcionan, se enteran de verdades ocultas y descubren que la persona que tenían al frente no era a quien creían conocer. Aquello funciona con los famosos que han ido (Raquel Argandoña, Juan Falcón, Sebastián Jiménez) pero sobre todo con los desconocidos. Hace dos semanas una mujer dijo estar a punto de terminar con su pareja, a la que soportaba apenas por conveniencia; y el jueves pasado un señor se definió como racista, además de declarar que estaba contra la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo. Que el concursante fuese homosexual y estuviese su novio en el set solo aumentó el morbo. Lagos, por supuesto, calzaba perfecto para los requerimientos del formato: podía ser tan ligero como letal, distraía la atención, era capaz de formular las preguntas más atroces sin inmutarse.
El problema es que El momento de la verdad no es un show divertido ni ligero por más que Lagos trate de imprimirle aquel tono. Por el contrario; su sentido descansa explícitamente en la demolición total de la vida privada de quien se entrega al juego. Por supuesto, se trata de adultos que dan su consentimiento; nada más alejado de concebir a los participantes como víctimas. Lo perturbador es en realidad otra cosa y sucede desde el lado del espectador, en el juego de poder contemplar (y a veces anhelar) que por la pantalla veamos confesiones sin un retorno posible; o con entender la intimidad y la vida de los otros como una especie de abismo sin fondo, fabricado de las contradicciones que todos los seres humanos son capaces guardarse para sí mismos.
Así, el show de C13 explica mejor el sentido que tiene la televisión abierta ahora mismo, en el que la Pontificia Universidad Católica quiere desligarse de su parte en la propiedad del canal y en el que en TVN empiezan a sonar las alarmas políticas sobre un posible quiebre de la estación el 2018. Eso porque El momento de la verdad representa todo lo que es y desea ser la industria estos días: una producción impecable, un formato probado, un animador eficaz y unos invitados que asisten al set dispuestos a romperse ellos mismos (y a quienes quieren) gracias a una promesa hecha de dinero, de fama o simplemente de la ilusión de estar en la tele por unos cuantos minutos, sin importar el costo.
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Los costos del bienestar
Aunque la cátedra recomienda no debatir en períodos electorales temas de largo plazo y gran complejidad técnica, está claro que la reforma al sistema de pensiones será parte de la actual campaña electoral. El gobierno anunció su proyecto esta semana, Sebastián Piñera ya había anticipado las orientaciones del suyo y es probable que otros candidatos también quieran clavar sus propias banderas en el tema.
Básicamente, la propuesta gubernativa considera, una vez en régimen, un incremento de 5% de la cotización de los trabajadores con cargo a las empresas. De ese porcentaje, que sería administrado por una nueva entidad estatal, un 3% iría a cuentas individuales para mejorar la pensión futura de cada trabajador, y el 2% restante, a un fondo solidario, para mejorar desde ya las pensiones más bajas.
El planteamiento de Sebastián Piñera es distinto. Contempla una cotización adicional, también de cargo de los empleadores, pero solo de entre el 3% y el 4%, que iría directamente a las cuentas individuales administradas por las AFP. Su propuesta para elevar de inmediato las pensiones más bajas va asociada, en lo fundamental, a un fuerte incremento del aporte estatal al sistema solidario de pensiones, desde el actual 0,7% del PIB a una cifra que supere el 1%, en un plazo gradual, de forma de aumentar en un 30%-40% la pensión básica solidaria, que es la que reciben quienes nunca cotizaron, y el aporte previsional solidario, que complementa las pensiones bajas de quienes algún ahorro acumularon.
Obviamente, son muchas las implicaciones envueltas en estas iniciativas. Están en juego, entre otros factores, consideraciones de equidad, de legitimidad del sistema, de urgencia social y de viabilidad política. El proyecto del gobierno, si bien les perdona la vida a las AFP, las deja al margen de la reforma, porque estas instituciones cargarían con el peso de una mala evaluación por parte de la ciudadanía, por mucho que -como reconoció el ministro de Hacienda- hayan hecho bien su trabajo. La propuesta de Piñera, en cambio, se vale de las AFP, aunque consulta ajustes para facilitar los traspasos, estimular la participación de los trabajadores, compartir los riesgos y pérdidas del manejo de los fondos entre afiliados y administradoras y permitir inversiones en activos de mayor rentabilidad, como obras de infraestructura.
Va a ser interesante la manera en que la campaña entre a estos temas. Porque de lo que se estará discutiendo es cuánta seguridad social efectiva, cuánto Estado de bienestar puro y duro quiere el país. Ya se sabe que los estados de bienestar no son gratis. Hay que financiarlos, y es un simplismo creer que los impuestos a las empresas o a los más ricos se pueden subir indefinidamente. Entre otros factores, ese error fue el que terminó pulverizando en los últimos tres años el dinamismo que tenía la economía chilena y está claro que no hay espacio para seguir en esa dirección.
En ese sentido, la propuesta gubernativa no deja de ser interesante viniendo de un gobierno de izquierda. Al concebir sobre la base del 2% de cotización adicional un fondo solidario para elevar las actuales pensiones, el proyecto compromete a todos los trabajadores con el bienestar de los pensionados que están peor. Se trata en realidad de un impuesto a la solidaridad. El problema es que la fórmula no es muy justa, porque hace recaer el costo sobre los trabajadores dependientes, eximiendo del esfuerzo a los sectores rentistas o gente de ingresos altos que tal vez nunca entró al sistema de pensiones. Ahí hay una distorsión que posiblemente dividirá las aguas en la discusión parlamentaria.
Pero el principio que inspira la fórmula gubernativa podría ser sano. Si queremos un país más solidario, sería lógico que todos nos metiéramos la mano al bolsillo. Nunca tendremos una red muy robusta de protección si no se proveen nuevos recursos y si ese esfuerzo, dado que no hay mucho margen para otra cosa, no proviene de las personas. Es lo que, bien o mal, hace este proyecto, indirectamente quizás, de manera segregada y un tanto oblicua, porque lo que les quita a los cotizantes proviene, en principio al menos, del aporte del empleador. Pero en esa dirección progresa. El director del CEP, Harald Beyer, desde hace tiempo que viene recordando que la recaudación del impuesto a las personas en Chile llega apenas al 1,4% del PIB. El promedio en los países de la Ocde -ha dicho- es un 8% y la distancia tiene una explicación muy simple: en Chile, el impuesto a la renta grava sólo a las personas que están en la parte más alta de la pirámide de ingresos y exime a todas las demás. Por supuesto que alterar esta correlación implicaría impopularidad para cualquier gobierno que la propusiera. Pero es con este tipo de dilemas -no con discursos mesiánicos ni con palabrería igualitarista- que se debe hacer la política.
La entrada Los costos del bienestar aparece primero en La Tercera.
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