Óscar Contardo's Blog, page 59
October 21, 2017
Protagonismo judicial
El fallo de la Corte Suprema que liberó a los comuneros mapuches sorprende y preocupa, porque existía la sensación que esta vez la investigación se había hecho a conciencia, y que existían sólidos fundamentos para realizar una imputación. En efecto, se hizo una labor de inteligencia que logró interceptar mensajes indicativos de la participación de los imputados en diversos atentados. La comprobación de ataques incendiarios efectuados en la noche y en despoblado, con atacantes embozados y con planificación, difícilmente se puede lograr de otra manera y es lo que hacen los aparatos de investigación penal en todas partes. Y tratándose de una reiteración de delitos graves, la posibilidad de fuga y continuación de la actividad delictiva es alta, lo que justificaba la prisión preventiva.
Pero lo que más llama la atención es que la decisión la haya tomado la Corte Suprema. En Chile la gente cree que ésta -por ser el “tribunal supremo”- puede pronunciarse sobre todo, pero no es así. La ley dispone que decretar la prisión preventiva compete al juez de garantía y revisar lo resuelto a las cortes de apelaciones. La ley no concede en esto un recurso ante la Corte Suprema. Para llegar a ella, se utilizó el recurso de amparo, de carácter extraordinario, que busca poner fin a una privación ilegal de libertad y que no procedía acoger en este caso por estar su conocimiento bajo la decisión del juez competente y bajo el control de una corte superior, esto es, por definición bajo el imperio de la ley.
Lo que preocupa es que el máximo tribunal esté cediendo a la tentación de resolver los casos comunicacionalmente llamativos, más que de fijar el sentido último del derecho, desconociendo la competencia de los tribunales inferiores y las etapas de todo proceso judicial. Un afán de protagonismo que es peligroso para la justicia misma. Lo comprueba la entrevista que dio el presidente de la Corte a este diario a raíz de este caso. No solo no corresponde que opine sobre los fallos del tribunal, sino que además cualquiera que lea con un mínimo de detención lo que dijo, advertirá que hace aseveraciones sobre el contenido de la resolución que no se ajustan a la realidad, pues ésta no se basó -como dice- en que los “whatsapp” presentados por el Ministerio Público son una prueba insuficiente (lo que constituiría una anticipación de juicio), sino que solamente que no se fundamentó la resolución que decretó la prisión. Opinión que confunde y se presta para variadas especulaciones, como por ejemplo, de filtraciones indebidas de borradores y acuerdos, de lo que él mismo se quejó en la entrevista.
Los actores políticos debieran oponerse a ese protagonismo. Pero hacen lo contrario cuando los candidatos presidenciales aceptan una invitación del tribunal a exponer su programa. No son las instituciones las que votan, sino que los ciudadanos y a ellos se debe dirigir el mensaje. De contrario, habría que exponer también ante el TC, el Ministerio Público y la Contraloría.
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Game Over
La noche del 19 de noviembre marcará la fractura definitiva de un proyecto político cuyo rol fue fundamental para el desarrollo del país estas últimas tres décadas. Tal como ocurrió en otros lugares del mundo, las ideas del progresismo liberal se sumergieron en un profundo deterioro, a resultas no solo de la desidia y comodidad que trasuntó estar muchos años en el poder, sino muy especialmente por su incapacidad de dar una adecuada respuestas a nuevas y emergentes demandas ciudadanas; las que acompañadas de un profundo proceso de desafección hacia las bondades de la política y la democracia, dieron paso al protagonismo de posiciones más radicales, cuando no populistas, tanto de derecha como de izquierda.
En el proceso, la confusión y la perplejidad muchas veces nos llevaron por caminos que poco y nada tenían que ver con nuestras más básicas convicciones, donde la ansiedad por reconquistar la confianza ciudadana también nos impulsó a secundar variadas causas y consignas, sin necesariamente interrogarnos por su legitimidad, propósito o justicia. En los hechos, vaciamos de contenido nuestras palabras y acciones en el ámbito público, despojándolas de su profundo sentido político, al punto que tuvimos la temeraria pretensión de querer reinterpretar la historia, nuestra propia historia.
Y habiendo renegado de nuestras ideas del pasado, y ahora dilapidado las del presente, la pregunta es si también hipotecaremos las del futuro.
Para muchos, la pérdida del poder formal y el agravante de quizás no recuperarlo en el corto plazo, constituye una gran tragedia. Y sin duda lo es desde muchas dimensiones, aunque también se convierte en una invaluable oportunidad para volver a pensar en esas ideas, y en nosotros mismos, conectando con lo que resulta más esencial a la vocación pública: a saber, la capacidad para aglutinar voluntades en torno a políticos que contribuyan a que nos sintamos más orgullosos de nuestro país; y, quizás más importante aún, que el país vuelva a sentirse orgulloso de sus políticos.
Entonces, lo que debe venir ahora es el sinceramiento radical en el debate de la centro izquierda. Se acabó el espacio para los eufemismos, los cálculos pequeños o la inamovilidad que deriva de las inercias. Ser respetuoso con las ideas del otro, reconocer su legitimidad, valorar la diversidad, estar atentos a escuchar y ser generosos en la posibilidad de dejarse convencer o seducir, no es lo mismo a que estemos de acuerdo, tampoco nos hace parte de una comunidad política, y menos justifica convivir al interior de un proyecto en el cual se han diluido hasta los más básicos sentidos y convicciones colectivas; tanto en lo que atañe al fondo, como también a las formas.
Llegó el momento de discutir, quizás despedirnos de muchos, para luego intentar reconstruir.
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Política y polaridad
La vida humana es una experiencia consciente de la imperfección, y que está dotada de creatividad, de cambio, y por ende de posibilidad de evolución. Somos conscientes de ser conscientes, que es una capacidad humana esencial. Los animales también tienen consciencia, pero no lo “saben”, y por ende sus dualidades no tienen juicios de valor, entonces finalmente sus decisiones responden al instinto o a la emoción. Por cierto hay muchos seres humanos que operan de esa manera ya que tienen bajo niveles de consciencia.
La consciencia es la base de nuestra mirada dual o polar de la realidad. En nuestra forma de existencia, no podemos ver el bien sin el mal, o la luz sin la oscuridad, ya que se definen en términos relativos, no existen en sí mismos en forma aislada. El budismo sabiamente dice que toda vara tiene dos puntas pero es solo una vara. El secreto más profundo es aprender a ver la vara y no las puntas. En la psicología Junguiana es el trabajo humano esencial de vencer la tensión de los opuestos, partiendo por reconocer la existencia de ambos.
En el occidente monoteísta lo hemos visto siempre como una pelea terminal entre el bien y el mal, como si fuesen categorías independientes. Quienes definen el bien de una cierta manera (religiosa o ideológica) literalmente luchan contra aquello que consideran el mal con el objetivo final de eliminarlo, de llegar a la perfección, en una realidad imperfecta. La cuadratura del círculo es imposible porque entre medio hay un misterio, en este caso Pi.
Llevado a la política, izquierda y derecha son solo polos simbólicos que se definen uno en relación al otro, pero son polos de una misma vara que es el ser humano en sociedad. La derecha simbólica en algún tiempo reclamó la propiedad de una conexión directa a la divinidad, y por ende al poder absoluto. El poder necesariamente corrompe. La izquierda simbólica, fue en contra de ese poder que se tornó abusivo y terminaron las monarquías reales. Posteriormente se separaron las iglesias del Estado. Pero apareció una izquierda marxista (hay otras) que se transformó en religión, y empezó una lucha “santa” contra lo que consideró el mal, cuya esencia era la propiedad privada.
Izquierda y derecha deben ser entendidas simbólicamente, como por ejemplo en la polaridad creativa del Yin y el Yang, no como puntos absolutos que contienen verdades finales. La derecha cree en cada individuo como un ser único y aspira a la libertad de ese desarrollo de individuación. La izquierda esencialmente cree en la total igualdad, y por ende en el colectivo. Lo cierto es que ambos son necesarios y no excluyentes. Es el camino intermedio (no del medio) que armoniza dicha tensión. El drama es cuando aparecen los fundamentalistas que creen ser dueños de la verdad final y la quieren imponer al resto. En eso se ha equivocado una parte de la derecha que aún cree tener una conexión privilegiada con la divinidad y especialmente la izquierda marxista que finalmente es solo otra religión, donde el nuevo dios es un Estado benevolente, ecuánime, y prodigioso, administrado por un “hombre nuevo” nacido de su ideología-fe y que genera el bienestar. El problema de los primeros es que la conexión con la divinidad no es propiedad de nadie, y el de los segundos es que el ser humano es por esencia imperfecto y siempre será corrompido por el poder, más si es absoluto como es entendido el Estado en el marxismo.
¿Qué es entonces lo que necesitamos para progresar? Necesitamos una derecha liberal fuerte, y una izquierda liberal fuerte, aliadas en base a la tolerancia y el respeto para escucharse entre sí aportando, a la libertad que ambos predican, la visión individual y la colectiva pero desde la imperfección esencial, del mundo con error, sin utopías sino con resultados concretos y medibles. La humildad de reconocer la existencia de la otra punta de la vara es esencial. La arrogancia de desconocer la vara que las une es el verdadero mal.
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El todo y las partes
La Presidenta busca poner su legado en el centro de la contienda electoral, pero los candidatos de centroizquierda tienen claro que ese legado es más un factor de división que de unidad, que impedirá los esfuerzos de convergencia de cara a la segunda vuelta. Así, lo que en estos días ha terminado por instalarse como el último recurso para aunar voluntades en el balotaje es el más simple y obvio de todos: el imperativo de evitar como sea el triunfo de Sebastián Piñera.
A estas alturas, el temor, el rechazo y en algunos casos el odio hacia la derecha es lo único que queda en pie como elemento aglutinante, sin descontar también a ese nada despreciable contingente de personas que en la elección se juega su destino laboral. Para todo ese espectro disímil que hoy abarca desde Carolina Goic hasta Eduardo Artés, no hay mínimo común salvo este desprecio visceral, mezclado con instinto de sobrevivencia; en rigor, una negatividad químicamente pura, pero no por ello fácil o dócilmente disponible para confluir en el respaldo electoral a quien termine instalado en el escenario de la segunda vuelta.
Lo observado en las últimas semanas es, en este sentido, sintomático: rencillas y descalificaciones de grueso calibre entre los candidatos, un tono que no será simple dejar atrás a la hora de agrupar voluntades y fuerza política en torno a un objetivo supuestamente compartido. En efecto, ¿cómo intentarán convencer a sus electores de que es imprescindible votar por Alejandro Guillier en segunda vuelta, aquellos que han insinuado una connivencia con el narcotráfico en la obtención de sus firmas? Sin ir más lejos, Alberto Mayol ha sido explícito en que para el Frente Amplio no hay nada que conversar mientras el candidato oficialista ‘no aclare la cuestión narco’.
Por su parte, la izquierda que se ubica más allá de la Nueva Mayoría, ¿podrá llamar al final a sus simpatizantes a respaldar al candidato de una coalición que, según sus convicciones, ha sido en estas décadas parte de los administradores del ‘modelo de la dictadura’. El presidente del PC, Guillermo Tellier, ha dicho a su vez que tendría que pensarlo dos veces antes de apoyar a Carolina Goic; y la propia DC, ¿podrá respaldar sin más a Guillier luego de haber sido excluida de la lista parlamentaria y de pagar los costos electorales que ello implicará?
En fin, no se ve cómo después del deterioro vivido por la Nueva Mayoría en estos años y de los disparos que han corrido a mansalva durante esta campaña entre los candidatos, se puedan limar asperezas y sumar voluntades en las cuatro semanas que transcurren entre primera y segunda vuelta. Además, aunque los gestos formales se hicieran posibles ello simplemente no sería creíble. Y el problema político sustantivo no es siquiera obtener esos gestos formales, sino generar las condiciones objetivas y subjetivas para que los votantes de todos los candidatos de la centroizquierda que no pasen al balotaje puedan traspasarse al sobreviviente sin pérdidas relevantes en el camino.
Un desafío que se ve titánico, por no decir completamente inviable. Al final del día, el escenario que enfrentará la centroizquierda en estas elecciones es uno donde, inevitablemente, el todo será mucho menos que la suma de las partes.
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Doble o nada
La candidatura de Guillier se ha vuelto sutil, ingrávida y gentil (como pompa de jabón). La levedad de su existencia y la negativa de Piñera a participar de los “debates” de nivel subescolar junto al resto de los candidatos, ha llevado al gobierno a optar por una nueva estrategia. Bachelet sale ahora al ruedo reconociendo que esto es entre ella y Piñera, y tratando de convertir la elección presidencial en un plebiscito sobre sus reformas y su dirección política.
¿Debe la derecha aceptar esta alza en la apuesta y entrar al juego? Algunos asesores podrían dudarlo. Después de todo, el ritmo zombi de la elección debería traducirse en una mayor abstención electoral y ésta, en teoría, le facilitaría el triunfo a Piñera. Luego, hacer lo mismo que Bachelet hizo la elección pasada -nada- podría ser lo más aconsejable. Sin embargo, esa mirada de corto plazo podría convertir un eventual triunfo electoral en una derrota política, porque después de ganar hay que gobernar. Y es muy distinto entrar con impulso y por la puerta principal a La Moneda, que entrar en silencio y por la puerta de atrás.
Con miras a gobernar luego de la elección, entonces, Piñera debería aceptar el nuevo juego de Bachelet, y doblar la apuesta. Él ya ha dicho, y lo repitió en la última Enade, que esta es una elección histórica, que afectará sustantivamente el futuro del país. Ahora debe decir por qué y cuáles son exactamente las alternativas sobre la mesa. Debe describir políticamente a su adversario, señalar los puntos de conflicto con él, y las alternativas que su coalición y gobierno ofrecerán. El problema es que nadie tiene todavía muy claro el contenido de la propuesta política del candidato de Chile Vamos.
Lo primero que Piñera debería hacer es aclarar cuáles son los puntos de conflicto principales con respecto a la visión socialista impulsada por Bachelet. En mi opinión, ellos se concentran en la idea de lo público, el rol y funcionamiento del Estado, el papel de la sociedad civil y el orden de las prioridades sociales y políticas. La visión de Bachelet confunde lo público con lo estatal. También pretende expandir lo más posible el Estado, sin reformarlo. Ha buscado reducir al mínimo y desplazar a la sociedad civil. Y le ha dado absoluta prioridad a las demandas del movimiento estudiantil, por sobre muchas otras necesidades.
Piñera debe plantear una divergencia fuerte en todos estos aspectos: defender una visión pluralista de lo público; un Estado fuerte, profesional y (realmente) subsidiario; una sociedad civil potente; y una opción preferencial por los más débiles, incluyendo a las familias de clase media en una situación vulnerable, y no una preferencia por los que gritan más fuerte. Luego, a partir de esas orientaciones, deben fluir las prioridades programáticas.
No es necesario, por otro lado, que Piñera diga que administrará mejor las cosas y reactivará la economía. Ese es su “desde”. Todos lo sabemos. La pregunta es si administrará mejor en la dirección trazada por Bachelet, o si tendrá la definición y la fuerza para plantear otro camino. Y el tiempo para responder esa pregunta se acaba.
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Exención papal
Leo al periodista Matamala muy molesto en Twitter porque, según él, todos los chilenos estamos financiando la visita del Papa. Adjunta una reducida nota de CNN, medio donde labora el aludido, la cual destaca que la comisión de Hacienda del Senado “aprobó una exención tributaria para que las empresas financien la visita del Papa”.
Por supuesto, la mentada nota no explica en qué consiste la exención ni qué argumentos tuvieron en consideración los senadores. Como siempre, para qué entrar en detalles que puedan aguar el sentido final de la noticia: en este caso, reclamar y hacerle ver al mundo que se trata de un medio laico y todo eso.
Como contribuyente, reconozco que me encanta esta repentina preocupación por el destino de nuestros impuestos, pero me temo que equivocaron el foco. Por lo pronto, sería bueno que los lectores sepan que el proyecto fue enviado por la Presidenta bajo el título de “Ley que incorpora diversas medidas de índole tributaria”, lo que nos permite rápidamente deducir que el capítulo denominado “Reconocimiento tributario a las donaciones efectuadas en razón de la visita papal”, representa apenas uno de los cinco objetivos que persigue la iniciativa. También incluye, por ejemplo, una modificación que “busca aclarar el tratamiento tributario respecto de la disminución patrimonial que sufre un contribuyente que realiza donaciones al fisco”.
Respecto al ítem que perturba el sueño de Matamala, de aprobarse el proyecto, los contribuyentes que efectúen donaciones con motivo de la visita del Papa, “podrán rebajar como gasto las sumas de dinero donadas”. No hay beneficios tributarios como ocurre, por ejemplo, con las donaciones culturales y, evidentemente, esto no significa que nuestros impuestos terminarán en las arcas vaticanas.
Al revés, de no mediar esta reforma (que, por lo demás, fija un límite total de donaciones de 6 millones de dólares), el Estado “ganaría” un 35% adicional por cada peso donado por alguna sociedad. Usted comprenderá que una cosa es que el fisco no destine un peso a la visita (más allá de los gastos obvios asociados a seguridad y todo eso, tal como ocurre con otros eventos como partidos de fútbol e, incluso, con las manifestaciones callejeras de Giorgio y sus chicos), pero otra muy distinta es que más encima el Estado termine “lucrando” con el evento.
Por lo demás, todo insumo que se adquiera o arriende para la visita (botellas de agua, equipos de sonido, gastos eléctricos, etc.) sí habrá pagado sus respectivos impuestos, por lo que -nuevamente, de no mediar esta breve reforma- se terminaría pagando dos veces por lo mismo. Así que gracias por la alharaca laicista, pero en este caso no aplica. Punto.
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Una elección para clarificar y decidir
En vísperas de una elección como la que viene, es sano decir las cosas como son: en Chile hace rato que no existe una sola derecha, sino varias; hace rato también que no tenemos una sola izquierda, sino al menos dos. Y en el centro político, particularmente en la DC, el panorama no es muy distinto y eso explica la mayor parte de las tensiones que ha estado viviendo la candidatura de Carolina Goic en las últimas semanas.
Desde esta perspectiva, vaya que serán clarificadoras las elecciones. El próximo 19 de noviembre, aparte de elegir a los nuevos parlamentarios y a los candidatos presidenciales que pasarán a la segunda vuelta, puesto que un triunfo por mayoría absoluta en primera es muy improbable, debiera ser una jornada clarificadora. Servirá para investir con la debida legitimidad ciudadana a cada uno de los interlocutores en su respectivo sector y ayudará también a definir el perfil, el piso y los rumbos de cada coalición. Llegó la hora de poner un poco de orden en la política chilena y de conocer con alguna exactitud cuánto pesa cada sector y cada facción al interior de los mismos.
Ese dato es fundamental, porque parece ser un hecho de la causa que nadie -ningún grupo por sí solo, ni siquiera en el caso de los partidos grandes- será capaz de garantizar por sí y ante sí la gobernabilidad que el país requiere para los próximos años. Cualquiera sea el gobierno que venga necesitará rebasar su base de apoyo electoral y buscar acuerdos -acuerdos amplios o acuerdos en temas específicos, da igual- para tener algún margen de acción. Está al margen de dudas que ningún candidato en caso de ser elegido podrá llegar a cabo su programa de gobierno tal cual lo ha concebido en su campaña. Ninguna coalición tendrá el control del Parlamento. Y este dato, que en principio es un poco matapasiones para el maximalismo político, puede ser una gran oportunidad para relegitimar la función parlamentaria y forjar los acuerdos que la sociedad chilena está pidiendo a gritos en materias en las cuales seguimos al debe: crecimiento, seguridad pública, empleo, seguridad social, recuperación de la política, productividad, orgánica estatal, una educación, en fin, a la altura de la sociedad del conocimiento. Las tareas que para Alejandro Foxley configuran la agenda de lo que ha llamado “la segunda transición”.
Un escéptico diría que no hay que ponerle tanto, que la gente cuando vota apenas lo hace en función de la última cuña que escuchó de su candidato, de la mayor o menor cercanía que siente con él o de la sonrisa beatífica suya que le quedó en la memoria emotiva y fue suficiente para llevarlo a votar. Sí, puede ser. La gente a veces vota por razones muy singulares. Hay un estudio, por ejemplo, que señala que gran parte del voto adverso a Piñera se sustenta, primero que nada, en el deseo de que él no vuelva a La Moneda. Por ningún motivo.
Pero dicho eso, y aceptado que esa es una realidad que describe el comportamiento de una parte del electorado, también hay que reconocer que por primera vez en mucho tiempo el país está convocado a una jornada electoral bastante más limpia, bastante menos turbia o equívoca que las anteriores. ¿Por qué? Entre otras cosas, porque esta vez las campañas son mucho menos asimétricas en recursos y también porque ahora las ofertas electorales son mucho más frontales y nadie -o pocos- anda diciendo una cosa por otra. Ya es bastante que ninguno de los liderazgos en la actual competencia responda a una matriz mesiánica. Ya es bastante también que ninguno de los presidenciables tenga un liderazgo carismático. Y, asimismo, es higiénico que ninguno tenga -como lo tuvo la Presidenta Bachelet- una convocatoria fundada en emociones de proximidad, de cercanía, de animismo incluso, que a corto andar no fueron capaces de soportar el test del sentido común y de la racionalidad, al que ningún liderazgo ni política pública debiera sustraerse.
Una escena política donde todo vale y donde cualquiera puede decir -de buena fe a lo mejor, aunque con absoluta impunidad- que interpreta a la mayoría del país es ciertamente un incordio. Pero mucho peor que eso es cuando una ciudadanía entrega mandatos que son equívocos, cuando vota por opciones que no la interpretan y cuando a los seis meses de iniciado un gobierno elegido con una mayoría robusta -fue el caso de la Presidenta Bachelet- comienza a quitarle el respaldo porque esa administración hace lo que dijo que iba a hacer, nada muy distinto de lo prometido, por lo demás, pero no lo que la gente “creía” que iba a hacer.
Buena parte de los problemas que el país ha estado viviendo en los últimos tres años parten de ese desencuentro. No hay duda que para los efectos de sortear esta catástrofe la clase política ayudó poco. Pero la distorsión, antes que de los políticos, vino de la propia ciudadanía. Fue mucha la gente que votó por las razones equivocadas y que vino a darse cuenta un poco tarde de su error. Algo, no lo suficiente, se ha escrito de la falta de densidad política de nuestro electorado. Por un asunto de decepciones sucesivas hace medio siglo los chilenos elegimos primero a un gobierno de derecha, después a uno DC y finalmente terminamos en uno de izquierda marxista. Está bien: en política también operan las lógicas del ensayo y el error. Pero quizás no habla muy bien de su templanza ciudadana un país que elige a Bachelet el 2006, la despide con la popularidad por las nubes y elige para sucederla a Piñera, para enseguida, terminado su mandato, reinstalarla de nuevo a ella en La Moneda, aunque dejándola -otra vez- expuesta a devolverle la banda presidencial a Piñera. Hay algo raro en esa secuencialidad. Sí, Bachelet I no fue igual a Bachelet II. Y lo que antes el país pareció no apreciar en Piñera, ahora al parecer sí lo valora. Ok. Pero, más allá de estas inestabilidades, por supuesto que sería sano que el electorado se ponga de acuerdo.
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Metapolítica
Isabel Coixet, 57 años, cineasta, catalana, barcelonesa, premiada, archipremiada, condecorada por la Generalitat con la Creu de San Jordi, opositora a la independencia, ha contado que hace unos días un grupo de secesionistas la insultó en la puerta de su casa gritándole “¡Fascista!”. Indignada, furiosa y con un desgarro sin fondo, Coixet sintió lo siguiente: “No hay sitio para mí”. La tierra donde nació le ha sido expropiada por un puñado de nacionalistas que del fascismo sólo saben que es una ofensa. Ni siquiera saben que es el nacionalismo lo que está más cerca del fascismo.
En Cataluña se ha perdido el lenguaje. Y como siempre que cae el lenguaje, han florecido la intolerancia, el insulto, desde luego el odio. No es un problema de académicos, ni de literatos, ni de filólogos. El lenguaje funda toda la política; no existe política al margen del lenguaje, lo cual quiere decir también que no existe en las emociones ni en ningún confín del limbo sensorial. No hay guata, ni corazón, ni intestinos, excepto en la mala política. La de buena calidad, la que importa, es razón y lenguaje. Y bien: un día un querubín le grita fascista a una cineasta. Después se le suman varios. Luego hacen de su casa un centro de ofensas (los españoles lo llaman escrache, una palabra casi tan fea como funa). Más tarde, quizás, también se acercan a su familia. Un día alguien dispara. Así es la espiral, así ha sido siempre.
La situación de Cataluña muestra que no es imposible, ni siquiera difícil, convertir a un territorio pacífico en un lugar inhabitable y hacer de una sociedad -incluso una culta, sofisticada- exactamente lo contrario de una vida en comunidad. El totalitarismo del insulto se impone con rapidez en un ambiente de facilismo político, pereza intelectual e ignorancia histórica.
Rasgos similares han venido caracterizando también el debate electoral chileno, que cada vez parece más descolgado de las preocupaciones y las necesidades de los ciudadanos, como si alguien lo hubiese arrinconado para responder sólo a los grupos de presión. Quizás el torneo presidencial de este 2017 sea recordado como el peor de esta fase histórica justamente porque tanta desconexión hace pensar que algunas candidaturas están construidas para resolver conflictos personales, no para proponer un horizonte al país.
Los candidatos polemizan sobre los créditos bancarios para sus propias campañas, mientras sus comandos debaten sobre lo que harán en la segunda vuelta. Se ha creado un ambiente de metapolítica, donde el principio de realidad parece suspendido. A sólo días de las elecciones, ni un solo candidato parece interesado en que la abstención se pueda elevar por sobre el 60%. En lugar de instar a votar, libran un combate destinado a quitarle las ganas hasta al más entusiasta. Hay un sector que parece prepararse para invocar ese argumento con el fin de impugnar la legitimidad de un futuro gobierno. Especialmente si, como sus propios actos nerviosos lo dejan sentir, creen que ese gobierno será de Sebastián Piñera.
Campea en ese ambiente una libérrima lenidad en las afirmaciones. Por ejemplo, con los muy solicitados acuerdos de apoyo recíproco para la segunda vuelta, que cuanto más se invocan, más inviables se vuelven. Marco Enríquez-Ominami, que ha requerido apasionadamente la unidad de la izquierda para frenar a Piñera, afirma que el jefe de campaña de Alejandro Guillier le pidió que lo recibiera; Guillier y el jefe de campaña lo niegan, con lo que el interlocutor dice que “faltan a la verdad”. ¿Puede ser ese el germen de un acuerdo?
Otro: especulando sobre la posibilidad de entregar sus votos a Carolina Goic, el presidente del Partido Comunista, Guillermo Teillier, declara que “lo pensaría dos veces”. Aquí ya no es inviable únicamente un acuerdo electoral, sino probablemente la recomposición de la Nueva Mayoría, que, sin la DC, sólo reproduce la Unidad Popular, el Sísifo de la izquierda tradicional. ¿Lo pensó así Teillier o fue sólo el calor de uno de los tantos momentos de gente acalorada que nos ofrece la temporada?
Y aun otro: planteando la posibilidad de dar su respaldo a Guillier, un joven dirigente de la constelación del Frente Amplio dictamina que es preciso no negociar, sino poner condiciones a la Nueva Mayoría, una de las cuales es la exclusión de personas como Pilar Armanet, Mariana Aylwin y “otras”. La extensión de las “otras” es desconocida, pero ¿quién dice que al final de la lista no aparecerá el propio Guillier? Este dirigente le exige a la Nueva Mayoría o a la ex Concertación que sean lo que el Frente Amplio crea que deban ser. ¿Alguien puede imaginar que sea viable un acuerdo de este tipo?
En este caso hay algo más profundo. La exclusión de personas con nombre y apellido no sólo es una pulsión intolerante y antidemocrática, sino que plantea un cuadro muy parecido al que vive Isabel Coixet en Cataluña. El querubín anda cerca, ¿se prepara para darle ese zarpazo al lenguaje por el cual una contradictora deviene “fascista”?
Pero bueno, supongamos que las cosas no son tan graves, que se trata sólo de imprudencias, de dichos irreflexivos en un ambiente en que el nivel de reflexión ha descendido a cero. Lo que se desprende de los ejemplos anteriores es que, a menos que se alteren los términos del intercambio, no existe ninguna posibilidad de acuerdo para la segunda vuelta. Ya se pueden revolcar de ansiedad los candidatos a senadores, diputados y cores que los han promovido -ninguno de ellos dispone de segunda vuelta para conocer su suerte-: las palabras de sus líderes conducen directamente a la atomización de los votos.
Pero lo más importante es que la discusión sobre tal acuerdo no le puede interesar a nadie que no esté sumergido en los vapores de la metapolítica.
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“Libertad de acción”
Continúa discutiéndose en el seno del Partido Demócrata Cristiano el tema de la “libertad de acción”, señal clara de que no se han librado de él. Mientras algunos dirigentes la han pedido o insinuado, otros y otras la niegan con el mayor énfasis que puedan manifestar o simular. Parte del énfasis consiste en asegurar taxativamente que “jamás votarán por Piñera”, opción que por default o confesión asocian a dicha libertad. Es una proclamación negativa hecha ya tantas veces que más asemeja un conjuro que una orden o siquiera una predicción. Su eficacia es discutible; sin duda puede tenerla a título personal de quien la profiere, pero otra cosa es si esa negativa envuelta en tan imperiosos tonos institucionales tiene también efecto para el resto de la militancia; en especial cabe preguntarse si despierta eco en los meros simpatizantes o votantes sin registro ni compromisos y que hasta ahora han hecho canoísmo casi en seco en las decrecientes aguas espirituales de la falange. Hoy en día y más que nunca una cosa es lo que digan y hagan los dirigentes y otra lo que hagan y digan los simples partidarios. Los primeros tienen intereses vitales para sustentar su fiera decisión de aferrarse a la no-libertad, como lo son la viabilidad política de su partido y con ello la de sus posiciones como dirigentes, para no mencionar, porque quizás sería algo rudo decirlo, los cargos en el gobierno, el Congreso, en las reparticiones públicas y otros beneficios asociados al duro sacrificio por la Patria Resiliente. Los segundos no llevan sobre sus hombros esa pesada carga.
El “debate” acerca de la libertad de acción se ha centrado en ese partido y no en otros de la coalición -y mucho menos en el Frente Amplio- por una razón muy sencilla: es la Democracia Cristiana la colectividad que dentro de la NM ha estado más incómoda, puesto más reparos y expresado más reproches a la labor del gobierno, incluyendo amenazas veladas o abiertas de seguir su propio camino, lo que hasta cierto punto materializó con la candidatura de la señora Goic. Inimaginable dicho predicamento y agitación de banderas independentistas en el seno del PS, del PC y hasta del renacido PR, el Lázaro de la actual política chilena, cuerpo yerto levantado de su tumba y puesto a caminar por un milagro del nuevo Mesías, Alejandro Guillier. Todos están por igual orgánica, visceral, existencial y oportunísticamente vinculados a la NM. Sobre todo es así con el PC. Ese partido, de no ser miembro de la coalición y de los pactos que entraña, pasaría desde la condición de iniciador, ejecutor y controlador de parte importante de la institucionalidad del Estado y de la oreja presidencial de turno a la de partido del 5% del electorado.
Buenas razones
Considerando todos esos factores, la razón de la candidatura Goic o más bien de su “saludo a la bandera” ha sido siempre plausible y razonable; su partido no es de izquierda como los otros, sino tiene su habitación, nos comunican los agrimensores de la flecha roja, en el territorio de la “centroizquierda”. Que dicha expresión en sí misma no signifique nada precisamente por pretender significar demasiado y no definir ninguna cosa, importa bien poco; al menos con ese membrete se le comunica a la nación que NO es un partido con siquiera un leve tufo de marxismo, colectivismo, estatismo y todos los demás ismos de la constelación ideológica, emocional, palabrera y laboral de la izquierda. A esa razón se agrega su auténtico disgusto por mucho de lo hecho por el gobierno con el apoyo del resto de la coalición y a lo que la decé ha opuesto reparos en varias ocasiones. La NM ha sido una entidad donde el PS y el PC encontraron con un nuevo nombre su tradicional área común de entendimiento y valores sostenidos desde tiempos inmemoriales, alianza natural en todo el sentido de la palabra, pero para la decé no ha sido nunca ni puede ser jamás sino instrumental, un pacto electoral y de gobierno celebrado con fuerzas en todo distintas, salvo en el interés común por gobernar y el uso común y vacío del término “centroizquierda” o el aun más vacío y manoseado de “progresismo”. Un instrumento se toma o se deja según su utilidad, en este caso el estar en el gobierno con algún peso y gravitación o siquiera real influencia; si esos elementos faltan, la utilidad disminuye o hasta desaparece y llega el momento de repactar las condiciones con los difíciles socios. Ese momento es hoy y es otra razón para la candidatura Goic.
¿Y malas razones…?
Lo que podría parecer no razonable, incluso anacrónico, es el debate sobre la libertad de acción. Siendo políticos profesionales con el índice puesto sobre el pulso de la nación, la del año 2017, sin embargo se comportan como senadores de la Roma clásica decidiendo si van o no a convertir a sus esclavos en “libertos”. Dicho debate a primera vista o audición se ve y suena ridículo porque hoy en día ninguna doña Juanita y su cónyuge e hijos están esperando el permiso de nadie para votar por quien se les frunza, pero por supuesto la señora Goic y los demás dirigentes saben perfectamente todo eso. Lo saben mejor que nosotros porque si acaso tienen el índice puesto en algún pulso, es en el pulso de su partido y hace rato ya que captaron los latidos del creciente flujo de votantes, otrora suyos, que están pensando en votar o ya decidieron hacerlo por la derecha, fenómeno que ocurre aun en altas esferas de la colectividad. Hasta el más despistado sabe que de los ex altos dirigentes que forman parte del movimiento “Progreso sin Progresismo” difícilmente habrá muchos que vayan a votar por Goic y sin duda ninguno lo hará por Guillier, a quien consideran, como el propio Guillier lo ha dicho, continuador de la señora Bachelet, lo que equivale a decir continuador de la desmedida influencia del PC y de su programa y sus hordas enquistadas en el Estado. Los dirigentes decé saben de la existencia de ese flujo o más bien hemorragia y saben también que no controlan ni siquiera el voto del tipo que les sirve el café en la sede del partido, pero es precisamente por eso que deben disimular fingiendo que aún manejan la espita que deja o no deja salir a borbotones el voto; sin dicha creencia habría que ser más o ser menos que humano para seguir dirigiendo la colectividad o, en subsidio, reemplazar la vocación política por la taxidermia. En breve, sin esa ilusión dichos personeros se quedarían sin mercancía virtual para negociar en segunda vuelta. La “libertad de acción”, entonces, no es un debate sino una mascarada. No puede darse o quitarse porque hace rato que los seguidores de la decé ya la tomaron en sus manos. Discutir acerca de eso sólo es un acto de malabarismo sin cuerda, sin red y quizás sin espectadores y que se ofrece al público tal como los viejos vendedores callejeros anunciaban la pronta aparición de la invisible culebra dentro de la maleta.
Baile de máscaras
Pero si lo de la “libertad de acción” es un “stunt” de marketing, una ilusión, también es algo real, a saber, otra rica faceta y avatar del cúmulo de contradicciones en que se mueve el progresismo y en especial su partido más ambiguo, vacilante, inquieto e incómodo. Sin domicilio conocido dentro de las fronteras de la cacareada “centroizquierda” y divididos internamente en facciones, más deteriorados aun están en su base, donde desde hace tiempo se ha ido produciendo un éxodo al revés, no hacia sino desde la Tierra Prometida o al menos la que les prometieron sus socios de coalición. Es fenómeno que no puede aceptarse públicamente o sería equivalente a apersonarse en el síndico de quiebras. Tampoco los demás miembros de la NM, pese al desdén con que miran a sus compañeros de ruta, están disponibles para algo más que reproches al borde de la rabia abierta y el desprecio, manifestado a veces casi desnudamente por un personaje locuaz como Andrade. Una coalición de izquierda siempre necesita maquillarse, en democracia, con un partido de “centro” o ahora, dicho con más audacia, de “centroizquierda”.
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Harvey el sucio y el silencio de una tribu
Hace falta un pueblo para criar a un niño, dice el proverbio que cada tanto se cita para aludir aquello que de tan evidente en ocasiones se pierde de vista. La educación es algo que no sólo ocurre en las escuelas, es algo que sucede también fuera de las universidades, en la mesa del comedor, en la calle. Es el todo y las partes, de ida y de vuelta. También hace falta un pueblo para guardar un secreto o varios, conservar esos secretos, procurar que se mantengan sellados al vacío o al menos restringidos a la calidad bastarda de los rumores. Nadie querría decir en voz alta lo que nadie querría escuchar. Ronan Farrow, el autor de la investigación que denunció los abusos de Harvey Weinstein -el productor de cine que durante años acosó, maltrató y violó actrices- explicó tras la publicación de su reportaje que él solo se dedicó a indagar en una situación de la que desde hacía mucho tiempo se hablaba bajo cuerdas en Hollywood.
Había cosas que se comentaban. Se rumoreaban. Se advertían.
Incluso las formas verbales acaban subyugadas a un indefinido y ambiguo “se sabía”, cuando el poder entra en escena acompañado del miedo. Una combinación venenosa que se esparce como los malos olores y provoca la misma reacción: huir de la pestilencia, tratar de mantenerse a salvo de ella o ignorarla. Difícilmente el primer intento será buscar la fuente de la podredumbre. Sobre todo si de ella depende el bienestar de muchos y el futuro propio. La coacción es perfecta, porque es invisible y funciona internamente a contracorriente de los valores públicamente ventilados. ¿Cuántas de las celebridades que enarbolan todo tipo de causas ajenas prefirieron hacer la vista gorda frente al daño infligido a sus compañeras de oficio? Los monstruos ajenos son más fáciles de distinguir que los cercanos. Sobre todo si esos monstruos han ocupado su talento para mantener a la tribu de su lado, empujando carreras, exhibiendo trofeos, acudiendo a las marchas de protesta adecuadas y tejiendo con dedicación una red de lugartenientes y embajadores que les asegure la impunidad. Pelearse con ellos sería pelearse con muchos. Una mecánica con muchos ejemplos en la política, el deporte y la religión, pero que esta vez quedó al descubierto en el cine.
Luego del reportaje de Farrow, decenas de actrices han expuesto públicamente el acoso al que las sometían Weinstein y otros directores. Molly Ringwald -protagonista de Pretty in pink y una de mis heroínas de adolescencia- publicó su testimonio en el New Yorker en una nota titulada “Todos los otros Harvey Weinstein”. En aquel texto contó que cuando tenía 14 años tuvo que soportar que un director de cine, un hombre maduro y casado, le metiera su lengua en la boca. Otro miembro del equipo la acorraló y abrazó hasta hacerla sentir su erección. Cuando tenía 20 -recordó la actriz-, un director la sometió a un ensayo humillante, obligando a su compañero de escena a ponerle en el cuello un collar de perros, algo que no estaba ni remotamente considerado en el guión, pero que satisfacía algún tipo de fantasía del realizador. “Lo siento”, le susurró el actor a Ringwald mientras obedecía las órdenes. Todo eso ocurrió en frente de equipos de trabajo -hombres y mujeres- que prefirieron no intervenir. Molly Ringwald contó que después del ensayo en donde actuó una escena romántica con un collar de perro, lloró sola en un estacionamiento. Enseguida llamó a su agente describiéndole lo sucedido. El agente se rió y le dijo que ahora tendría algo que contar para cuando escribiera sus memorias. Tiempo más tarde, Ringwald abandonó el cine y se mudó a París.
La historia de Harvey Weinstein no es sólo la de un hombre que acumuló triunfos, dinero y poder que le dieron inmunidad para actuar como un depredador sexual. Su prontuario es también el relato de la forma en que una tribu, que cada tanto hace alarde de cultivar una conciencia delicada y sensible por los problemas de los más débiles, guardó silencio durante décadas sobre los abusos que se cometían bajo sus narices. Un relato sobre la impunidad, sobre el temor que crece en la desventaja de un género sometido a criterios absurdos y también un cuento sobre la manera en que una tribu decide dejar a las víctimas al desamparo, con tal de que el monstruo les siga sonriendo, contagiándolos con su éxito, acurrucándolos bajo su manto de poder.
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