Óscar Contardo's Blog, page 33
November 25, 2017
¿Qué (nos) pasó?
Lo primero que corresponde es admitir que estuvimos profundamente equivocados. Tal como ya han reconocido algunos -pero no todos lo suficiente- los medios de comunicación, incluidos los periodistas, sus columnistas y otros comentaristas de la plaza, leímos mal e interpretamos peor los signos y síntomas de la realidad social; corroborando una vez más la diferencia que existe entre la opinión pública y la opinión publicada. Lo más fácil sería responsabilizar a las encuestas. El fallo generalizado de casi todos los sondeos de opinión pudo haber contribuido a generar un diagnóstico equivocado, al que nos plegamos sin mucho sentido crítico, dejándonos llevar por una corriente que nos hizo naufragar de manera vergonzosa, cuando no humillante. Pero ya que no soy muy amigo de las teorías de conspiración y considerando que el error de las encuestas fue políticamente transversal, afectando no solo a las financiadas por importantes grupos económicos, me interesa explorar la razón por la cual en casi todos los resultados se subestimó la votación de Beatriz Sánchez y se exageró el potencial electoral de Sebastián Piñera.
Con la cautela propia de quienes no estamos para grandes sentencias o veredictos, tengo la intuición de que lo ocurrido con la mala interpretación del “voto probable” se emparenta a otro convencimiento que también deberíamos poner en cuestión: la supuesta mayoritaria adhesión ciudadana, especialmente de la clase media, hacia las bondades de un modelo de desarrollo o -como lo llama un viejo y admirado profesor- al proceso de modernización capitalista.
Fue ese convencimiento, el que alimentado por muchas encuestas y otros estudios, sumado al significativo rechazo registrado por este gobierno en la aplicación de sus principales reformas, apresuradamente nos llevó a subestimar el malestar ciudadano que tendimos a minimizar, cuando no ningunear. Por el contrario, y quizás amparados en los evidentes progresos de la sociedad chilena, confundimos la activa participación y los correspondientes logros de las personas y familias bajo un esquema de movilidad y consumo, con una suerte de conformidad; palabra que a ratos está más cerca de la resignación que de la felicidad.
Y así como se acusó en su momento a la izquierda de haber exagerado el malestar e indignación ciudadanas, distorsionando un diagnóstico sobre nuestra sociedad, los resultados electorales del domingo también podrían desnudar a una derecha que subestima las fragilidades y angustias que padecen las personas, lo que sumado a su eterna incapacidad para leer el sentido subjetivo de la política la llevó a creer que para hacerse del triunfo le bastaba con proclamar nuestra criolla y provinciana versión de El fin de la Historia.
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Los que deciden
Los que han visto la película La caída del Halcón Negro, recordarán las escenas en que los soldados norteamericanos iban anotándose una victoria hasta que los somalíes les derribaron el primer helicóptero, momento en que el general a cargo de la operación solo atinó a musitar “perdimos la iniciativa”. Un diagnóstico similar debe haberse impuesto en el comando de Sebastián Piñera la tarde del domingo pasado, porque si bien logró la primera mayoría con cierto margen, no es lo que esperaban ni se condijo con las expectativas que habían creado. Acaso por errores propios.
En efecto, la suma de los votos de Piñera y de José Antonio Kast (44,6%), que en teoría son prometedores para la segunda vuelta -de hecho no difieren tanto de los que mostraban las encuestas-, no son tanto en su composición: apenas un 36,6% para el expresidente. Es posible que un hecho basado en la obsesión de ganar en primera vuelta haya alterado esa composición hacia el final: la campaña del “voto útil”, que era una forma de desprecio al legítimo derecho de las personas de derecha a tener una opción y que puede haber precipitado un movimiento hacia Kast de aquellos que estaban en la duda. La generosa reacción de éste apoyando de inmediato y sin condiciones no evitó la sensación de “pérdida de la iniciativa” y las complejidades que supone, que en su momento con razón preocupó al general Garrison. Ahora Piñera ya no “la lleva” y tiene que pelear por cada voto.
¿Significa que el triunfo es de Alejandro Guillier? Por cierto que no, ya que enfrenta su propio problema: su base de izquierda, que suma 55%, está enfrentada por la hegemonía del sector. Ambas campañas tratan de retomar la iniciativa incorporando nuevos rostros a los comandos, todos los cuales estarán en “primera línea” y tendrán vocerías, y doblando la apuesta con promesas. Asimismo, avezados políticos toman control férreo de las campañas territoriales. Puras imágenes, pues los 21 días útiles que quedan para la segunda vuelta son muy pocos para hacer algo concreto que mueva la aguja electoral. Lo que decidirá la justa será si los votantes del Frente Amplio irán o no a votar por Guillier. Lo demás es música.
Los dirigentes del Frente en su fuero interno probablemente preferirían no votar por Guillier y que la Nueva Mayoría fracase para lograr la hegemonía en la izquierda. Pero es difícil que llamen a abstenerse, que es votar por Piñera, pues no tendría presentación. Más bien, es posible que no pongan entusiasmo en lo contrario. Por consiguiente, aquí decide el votante de a pie del Frente Amplio. Particularmente, cuando la gente hoy toma sus propias decisiones. No hay duda de que muchos irán a votar por Guillier, pero, ¿habrá un porcentaje suficiente, tan ideologizado en su bronca contra la Nueva Mayoría que decida no ir a votar y cederle el paso a Piñera?
Imposible anticiparlo. Eso lo que vamos a averiguar el 17 de diciembre y que marcará el futuro del país por mucho tiempo.
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Una nueva etapa
En el balotaje que viene con muy alta probabilidad ganará Piñera por un confortable margen; en mi opinión, 53% a 54%. Las explicaciones de esta cifra son latas para una columna. Esencialmente, el error de la izquierda es seguir con la lógica del Sí y el No, pensando que puede sumar lo insumable. Como ellos dicen, Chile cambió, pero lo dicen como simple retórica porque actúan de otra manera. El error de Bachelet es creer que el 23% que sacó su seguidor, así recibido en La Moneda, es un triunfo para ella. Al contrario, es un enorme fracaso de su gobierno y las reformas mal hechas; la polarización, la caída económica, etc.
Chile Vamos logró un importante triunfo parlamentario, que aunque no es mayoría permitirá razonablemente hacer las leyes, pero con una salvedad: habrá una manipulación extrema de las minorías, que es el peor de todos los escenarios ya que distorsionan severamente la calidad de las políticas públicas. El nuevo sistema electoral es aún peor que el binominal y tenemos demasiados parlamentarios con votaciones mucho menores que otros no elegidos. Nuevamente una promesa demagógica que termina peor que donde se parte. Transantiago síndrome. Aquí no caben los independientes ni los partidos chicos en forma independiente.
Los muchachos del Frente Amplio se ponen rápidamente de acuerdo para ir contra cosas, con eslóganes como bandera, pero les será muy difícil ponerse de acuerdo en cosas concretas, en el hacer y construir. Le pasó a la Nueva Mayoría con siete partidos, que finalmente se destruyó, y además ejerciendo el poder. Solo imagínense 13 micro movimientos y partidos esencialmente caudillistas, sin experiencia, con poco conocimiento y sueños grandilocuentes. Sea como sea, son los grandes ganadores de esta elección y es parte de la realidad nacional. Ojalá sean capaces de hacer política con un dejo de sabiduría, con respeto y tolerancia.
Esa nueva realidad señala que ese 20% que alguna vez votó por ME-O, que después se dividió entre éste y Parisi, hoy ha logrado una significativa representación en el Congreso y eso significa que llegaron para quedarse. Este nuevo poder legislativo y estudiantil cree en la magia de los deseos y, por cierto, en un nuevo tipo de ser humano (como se creen ellos mismos), no en el ser humano como es. Las religiones, con el apoyo de sus dioses, vienen intentando hacer ese cambio del ser humano pecador a uno mejor por milenios y los resultados son muy limitados.
Como los muchachos no tiene experiencia, sus líderes acaban de salir de la universidad y jamás han ejercido en la vida real, creen que es cosa de querer para poder en la escala nacional: educación gratuita y de calidad ya, salud gratuita y de calidad ya, pensiones mayores sin más ahorro, crecimiento económico fácil basado en el Estado, etc. Bachelet prometió lo mismo y no fue capaz.
El ideal es la combinación del empuje con nuevas ideas del futuro, con la sabiduría y la experiencia de los viejos. Pero esta parte de la juventud generalmente desprecia a los viejos y la experiencia, y con las gotas de conocimiento que tienen dictan cátedra sobre la realidad, que ni entienden ni conocen. Por eso cuando llegan a gobernar los costos sociales son enormes y se queda peor que cuando se parte.
Lo que el país requiere, en mi opinión, es respeto y tolerancia republicana. Se requiere discutir ideas en profundidad y no seguir a punta de eslóganes. En ese contexto, basta ya de la lógica del Sí y el No; es tiempo de mirar al futuro en unidad. En esta etapa, claramente Piñera es el mejor capitán, con su propia sombra como la de todos nosotros, pero con grandes luces.
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Crisis de identidad
El hecho no tiene precedentes: un gobierno y una presidenta de la República que no logran ocultar su alegría ante la debacle electoral de su coalición y el enorme avance de un bloque opositor. En rigor, ese ha sido el estado de ánimo que desde hace una semana irradia La Moneda: una visible satisfacción por el resultado obtenido por el Frente Amplio y su candidatura presidencial, presentándolos incluso como un “triunfo” de Michelle Bachelet.
La Nueva Mayoría sufrió una derrota histórica, consecuencia inevitable de una gestión de gobierno que ha exhibido los niveles más altos de desaprobación desde el retorno a la democracia. Sin ir más lejos, en la contienda presidencial Alejandro Guillier y Carolina Goic -los candidatos que encarnaron la continuidad- no sumaron siquiera el 29% obtenido por Eduardo Frei en la elección de 2009. En el ámbito parlamentario el fracaso no fue menor: en la elección de diputados la Nueva Mayoría había obtenido en 2013 un 47,7%. Hace una semana, en cambio, la coalición de centroizquierda (incluido el pacto DC) alcanzó apenas el 34,7%, transformándose en la mayor destrucción de poder electoral del sector desde 1990. ¿Qué lógica pudo llevar entonces al gobierno y a Michelle Bachelet a congratularse de este “triunfo”? Muy simple: considerar que la votación del Frente Amplio, en la medida en que representa a un sector con vocación transformadora, puede ser considerada mecánicamente como un implícito respaldo a la actual agenda de reformas. La suma de las fuerzas “progresistas” sería en definitiva lo que alegra a La Moneda, una lectura no solo burda y oportunista de los resultados, sino que también desconoce la naturaleza del fenómeno político que encarna el bloque emergente.
Lo que el gobierno celebra como triunfo propio, es la consolidación de una fuerza que busca ocupar el espacio histórico de la centroizquierda, es decir, del bloque con el que Bachelet ha gobernado. Desde su primer respiro, los partidos y movimientos que constituyen el FA no han mostrado ninguna ambigüedad: jamás han visto a la NM como potencial aliado estratégico, sino como un adversario político al que se debe reemplazar. La fuerza emergente ha sido siempre consistente en su crítica a la agenda reformadora de Bachelet y, sobre todo, en su convicción de que el bloque gobernante junto a la centroderecha son parte del mismo “duopolio” que lleva 30 años administrando el modelo impuesto por la dictadura.
Con el resultado electoral del domingo pasado, Alejandro Guillier y la Nueva Mayoría quedaron en el peor de los mundos: forzados a seducir a un conjunto de actores que los desprecia, y que no tiene necesidad de hacer concesiones, ya que gane quien gane en diciembre serán opositores al nuevo gobierno. En caso de triunfar Guillier, la única agenda legislativamente viable será la del FA, cuyos 20 diputados se convertirán en la llave para viabilizar o hacer caer cualquier iniciativa de gobierno. Así, puede afirmarse que el proceso de “reemplazo” de la actual alianza de centroizquierda dio el domingo pasado un paso decisivo, un giro clave hacia este nuevo ciclo que, entre otras cosas, tiene como contrapartida la muerte lenta de la DC.
La confirmación de que este cambio de escenario ya se ha puesto en marcha es lo que tiene a La Moneda verdaderamente dichosa.
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La debacle
“Yo no firmé ni suscribí ningún programa”. “Tuvimos, en lo que fue la elaboración del programa, poca participación, no se discutió el programa de gobierno, nunca firmamos el programa”. La primera frase pertenece a Ignacio Walker y la segunda a Gutenberg Martínez; y ambas fueron pronunciadas en agosto de 2016 -tres años después de la campaña presidencial-, cuando el gobierno de Michelle Bachelet hacía agua por todos lados. En ellas se condensan de modo extraordinariamente nítido las causas del momento político que vive la Falange.
Si la Democracia Cristiana ha perdido todo espacio político, es precisamente porque se ha convertido en un partido sin mensaje, cuyos interminables vaivenes son imposibles de leer por la ciudadanía. Hace cuatro años la DC decidió, con plena libertad, recibir todos los beneficios de la popularidad de Michelle Bachelet, pero sin querer hacerse cargo de ninguno de los costos asociados. Por eso, apenas pudieron, negaron haberse subido al barco. ¿El programa? ¿Qué programa? Nunca lo leímos, nunca lo trabajamos ni lo firmamos. Se trata de un hecho político de la mayor gravedad, pues impide el ejercicio de la mínima responsabilidad política. A fin de cuentas, la democracia exige de sus dirigentes la capacidad de dar cuenta de sus actos, y ajustar los discursos con la acción. En este caso, la dirigencia falangista simplemente ignoró la existencia del problema, inundando el aparato público con ministros y funcionarios, sin asumir las consecuencias del ejercicio del poder. Por eso, no es raro que muchos de sus dirigentes emblemáticos hayan terminado derrotados en las elecciones del domingo, y que su representación parlamentaria se haya reducido al mínimo: ¿a quién puede convocar un partido que carece de definiciones políticas dignas de ese nombre? Así, su base electoral no deja de estrecharse, y el partido se va convirtiendo en un actor cada vez más irrelevante. Es difícil pensar, por ejemplo, que la DC puede tener en un eventual gobierno de Guillier más espacio del que ha tenido con Bachelet.
En su imprescindible libro El quiebre de la democracia en Chile, Arturo Valenzuela explica que una de las causas políticas de la ruptura de 1973 guarda relación con la excesiva ideologización del centro político, cuya función primordial es actuar de bisagra. Dicho de otro modo, al encerrarse en sí misma, la DC dificultó la interlocución política y el país entró en el callejón de los tres tercios. Puede decirse que la situación actual es exactamente inversa: al acentuar al extremo su ambigüedad política, la DC también dejó de cumplir la función de equilibrio que le corresponde a todo centro político, pues es imposible influir si se carece de identidad.
No es raro entonces que el escenario se polarice, pues el mensaje de la Falange (que tanto podría habernos dicho de los problemas actuales) se vuelve invisible. Así, parece cerrarse un ciclo: si hace más de 50 años Frei Montalva podía decir que no cambiaría una coma de su programa ni por un millón de votos, hoy sabemos que ya ni siquiera necesitan leerlo. Parafraseando al mismo Frei Montalva, han terminado en el peor de los mundos: partido chico con ideas chicas. Y nadie podrá salvarlos.
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Qué onda
¿Quién tiene la posibilidad de negociar sus condiciones laborales directamente con el ministro de Hacienda? ¿Quién aspiraría siquiera a soñar con un aumento de sueldo cada año? ¿Quién podría declararse en huelga, sin mediar ninguna negociación colectiva ni recibir sanciones por ello, pese a estar violando expresamente la ley?
Nadie, ¿no le parece? Salvo los empleados públicos, los mismos que acuden en masa a votar porque, ante la posibilidad de un cambio de gobierno, son también los únicos que, antes que las necesidades del país, se juegan su puesto laboral.
Esta semana han efectuado una nueva demostración de su evidente poder monopólico, mediante un paro “de advertencia” por tres días. Saben que representan un voto duro y que, de una u otra forma, el gobierno tendrá que ceder si los quiere movilizándose por Guillier.
Su peso electoral es tan evidente que hasta el mismo Piñera tuvo que desdecirse y dar explicaciones cuando amenazó con racionalizar el sector público, dejando en evidencia una de las contradicciones que seguramente le jugó en contra el pasado domingo.
¿Qué importan las miles de personas esperando por un trámite? “Pero si hacemos turnos éticos”, dirán en su defensa.
¿Me pueden explicar de dónde sacaron eso? Los comportamientos éticos tienen el cumplimiento de la ley como punto de partida. No hay ética posible cuando ni siquiera se respeta el estándar legal.
Venimos saliendo de una controvertida movilización de los trabajadores portuarios. Sume a eso que Aduanas ya estuvo varias semanas en huelga este año y que ahora también se plegó al paro. ¿Acaso nadie toma en cuenta que vivimos en un país, básicamente, exportador?
Más encima ocupan cargos prácticamente inamovibles, se resisten a cualquier idea de modernización y diseñan sistemas de evaluación a su pinta, por lo que no es extraño que terminen todos calificados con brillante desempeño.
Como los fiscales del Ministerio Público, dispuestos a acelerar los cierres de expedientes con tal de aparecer eficientes. Pero ello es motivo suficiente para dedicarles una próxima columna.
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La realidad escondida detrás de las arengas
Hay palabras y lugares comunes que en política se repiten una y otra vez con solemnidad. Son fórmulas que se pronuncian con aplomo para amarrar una idea, por lo general débil, y darle la consistencia de una descripción de los hechos. Por ejemplo, hablar de “lo que quiere la clase media chilena” como quien da un golpe sobre la mesa para poner las cosas en su lugar.
Para un político decir “clase media” es invocar un espíritu protector que se puede mencionar sin la incomodidad que provoca escuchar la fórmula “clase alta”, que suele esquivarse y ser reemplazada por la contraseña “ABC1” o la imprecisión de “los más privilegiados”. Asimismo, hablar de “clase media” tampoco despierta la culpa que se enciende cada vez que se escucha mencionar la existencia de una “clase baja”. Para esa idea -atemorizante para muchos- existen nociones construidas bajo el recato de la beneficencia y el asistencialismo: se habla de los humildes, los más modestos, la gente de esfuerzo y, en el más técnico de los lenguajes, de los sectores de menores ingresos. La clase media, en cambio, se nombra sin precaución alguna, como quien menciona el gentilicio de una gran mayoría de personas que comparten una misma conciencia, casi institucional, sobre la manera en que deben conducirse los asuntos públicos. Es el bastón favorito de todo dirigente democratacristiano que se tome en serio y el refugio argumentativo de muchas de las propuestas de Sebastián Piñera. Nada se hace por una ideología determinada, sino para cumplir los anhelos de la clase media chilena. Pero ¿quiénes conforman ese grupo? ¿Cuántos son? ¿Cómo se define esa pertenencia social? ¿Cuáles son sus límites de ingreso? ¿Qué rasgo cultural comparten? ¿Son todos los que toman once en lugar de tomar el té? ¿Son sólo los que usan transporte público? ¿Los distinguen por el mall donde compran, por el apellido, por el colegio al que asisten sus hijos o por la forma de la cara?
La llamada clase media chilena acabó siendo una entidad fantasmagórica que arroja una sombra de bordes imprecisos llamada “el centro político”, un amplio grupo de ciudadanos al que hay que hablarle a través de sus miedos, agitando un cascabeleo hipnótico de temores que anuncian el apocalipsis inminente; un sector de la población que no espera más propuestas que la promesa de crecimiento. Aparentemente, para ellos todo cambio es un peligro que hay que evitar. Por eso es necesario acusar a quienes impulsan las transformaciones -que siempre son algo irracional y perverso- de tener un plan para acabar con todo -los valores, la familia, la economía, la propiedad-, un freno, una marcha atrás que nos llevará al pasado, ese sitio en donde impera un infierno hecho de racionamiento, colas y chancho chino. Un universo comunista que ahora no es cubano ni soviético -como lo había sido durante toda la transición-, sino venezolano, con bigote, autoritario y ridículo.
En ese culto al temor hay un eco religioso que demoniza lo diferente o lo acorrala a un espacio mínimo para que no estorbe la vista, un territorio similar al de la censura. Cuando se menciona la palabra “libertad” sólo se la usa para acompañar los verbos “comprar” o “pagar”. En todo el resto del amplio espectro de la vida humana, se condiciona la libertad a unas tradiciones duras y despiadadas que no pueden ser alteradas, porque hay disposiciones supremas que no se tocan. Entonces, no hay propuestas para responder a las demandas, ni más ideas que prometer una cifra de crecimiento que haga a Chile liderar en un ranking.
26El resultado fue que la Democracia Cristiana se encogió hasta rozar la irrelevancia y Sebastián Piñera triunfó entre los convencidos, una porción menor del ya mezquino número de ciudadanos habilitados para votar que acudió a las urnas. La respuesta frente a los hechos ha sido la perplejidad de quien repentinamente despierta en una habitación ajena y piensa que algo o alguien cambió las cosas de lugar.
Las condiciones exteriores a la burbuja de los políticos que tanto hablaban del “centro político” no han cambiado por arte de magia; ha sido un largo proceso que ellos no supieron auscultar. Fallaron en los datos elegidos para interpretar esas condiciones -lo ocurrido con las encuestas el domingo pasado fue vergonzoso- y en la capacidad para adaptarse a los cambios que vivió ese ancho mundo que muchos decían conocer al dedillo, cuando lo que realmente hacían era repetir palabras vacías de sentido y de realidad.
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Las falencias de la derecha
Parte de la derecha chilena es “autista” y ensimismada, incapaz de salir de su entorno inmediato, de entender a otros, de tener verdadera empatía, atributo esencial, en el decir de Adam Smith. Además de autista, esta derecha es triunfalista, esencialmente conservadora, inamovible en sus posiciones. Fue esta derecha la que dominó la campaña de Sebastián Piñera, y es ella la responsable de los decepcionantes resultados en la primera vuelta.
Si Sebastián Piñera se sacude de ese círculo autorreferente, si cambia a tanto asesor educado en el Verbo Divino o el Villa María por personas que reflejen a la ciudadanía, si muda la sede central de su comando de Las Condes a Recoleta, podrá ganar las elecciones.
Sigo creyendo que Sebastián Piñera es la mejor opción presidencial para los próximos años. Creo que con Piñera habrá menos desempleo y los salarios crecerán más rápido. Creo que el ex presidente está mejor preparado para enfrentar la destrucción de fuentes de trabajo que ineludiblemente traerá la cuarta revolución tecnológica. Con Piñera hay una mayor probabilidad de que nuestra educación mejore en calidad y avancemos hacia una prosperidad equitativa. Creo que si Piñera se desmarca de la derecha conservadora tendremos un país más tolerante, moderno e inclusivo.
La diferencia entre “necesario” y “suficiente”
Muchos dicen que Piñera debe abrirse al centro y captar a los simpatizantes de la DC.
Eso es necesario, pero no suficiente.
Si Piñera quiere ganar debe hacer mucho más: tiene que enfatizar proyectos con un espíritu “liberal progresista”, proyectos con los que comulguen la gente joven, los emprendedores, las mujeres y todos aquellos que quieren un país más amable. Un país con menos bullying y mejores derechos sociales.
Esto no significa que reniegue de su programa. No. Se trata de una cuestión de prioridades. En ese programa -y siguiendo la filosofía que lo inspira- caben distintos énfasis. Los resultados del domingo requieren subrayar aquellos aspectos que tienen un mayor componente liberal-progresista.
Piñera tiene que usar el lenguaje con mayor claridad, reconocer errores en forma directa y hacer suyas las buenas ideas de otros, sin complejos. Es verdad que hasta ahora ha hecho algunas de estas cosas, pero las ha hecho a medias, un poco a regañadientes. Habla de leyes “perfectibles”, en vez de reconocer que algunas son malas y deben cambiarse; usa el concepto de “segunda transición” sin atribuirle autoría a Alejandro Foxley; evoca a Patricio Aylwin sin aceptar que el ex presidente hubiera votado por Goic.
En la noche del 19-N Piñera debió haber dado un discurso corto. Debió haber empezado con un “he escuchado a la calle”. Claro, me dirán que eso ya lo dijo Lagos. Pero ese es, precisamente, el punto. Piñera debió haber dicho: “Quiero hacer mías las palabras de ese gran patriota, de ese presidente insigne que fue Ricardo Lagos: he escuchado a la calle”.
Pero no lo hizo, y se lanzó en una filípica interminable, donde repitió las frases de la campaña como si hubieran sido piezas de oratoria que lo llevaron al éxito. Los televidentes estaban atónitos, y muchos compararon los 20 minutos de Piñera con los 143 segundos de Guillier. Ninguno de los dos dijo nada, pero uno lo hizo en corto.
Nuevos énfasis
Si bien es muy tarde para empezar de nuevo, hay mucho que Piñera puede hacer.
Una prioridad esencial es cambiar a los portavoces y voceros. Más diversidad, menos arrogancia; más horizontalidad y sentido del humor. Esto no sólo se refiere a los funcionarios de la campaña, sino que también a los representantes de la derecha en los programas de TV. Porque convengamos que en los foros y debates los representantes de la izquierda ganaron casi siempre por paliza. No fue “por puntos”; con frecuencia fue por knock out.
Al hablar de su programa, Piñera debiera enfatizar temas que recojan el sentir y las aspiraciones de la gente, especialmente de los jóvenes. Todo esto sin desatender los objetivos de la modernidad y el crecimiento.
He aquí algunas ideas simples, ejemplos sobre lo que se puede hacer:
Gratuidad acelerada y total para los institutos profesionales de educación superior. Es aquí donde estudian los jóvenes de familias más pobres y vulnerables, y es aquí donde se debiera formar a los futuros técnicos que nos ayudarán a enfrentar el tsunami de robots y máquinas inteligentes que nos invadirán en los próximos años. En Chile se gradúan miles de abogados y periodistas cada año -la mayoría de los cuales no encuentran trabajo-, pero no hay técnicos que puedan instalar los paneles de energía solar en el Desierto de Atacama. En los últimos años hubo que importarlos de Europa -Portugal y Rumania-, entre otros. Tenemos el país con mayores ventajas para la energía solar en el mundo entero, pero somos incapaces de instalar los paneles. Insólito.
Una ley migratoria moderna, que junto con ser humanitaria celebre la diversidad. Lo primero es regularizar la situación de quienes ya están en el país, tratándolos con dignidad y respeto. Pero eso no es suficiente. La ley debiera establecer un proceso claro y transparente para que en los próximos años aumentemos en forma significativa el número de migrantes legales. Hay numerosos ejemplos que se pueden seguir, como el de Australia, que atrae a miles de personas con habilidades que escasean en ese país. Además, debiéramos dar visas de inmigrantes a todos los graduados extranjeros de instituciones de educación superior que quieran quedarse en Chile. Esta medida -que está vigente en Oceanía- transformaría a nuestras universidades e institutos técnicos en una nueva fuente de exportaciones. Esta iniciativa cubre varios objetivos: es humanitaria, inclusiva, fomenta la diversidad, ayuda al crecimiento y genera nuevas fuentes de divisas.
Reforzar las leyes de protección al consumidor. Esto no les gusta a muchos representantes de la industria nacional, pero es un componente esencial de las legislaciones en países capitalistas modernos, como Canadá, Australia, Noruega y Nueva Zelandia. Piñera debe ser particularmente severo respecto del tema de los abusos, la discriminación y las colusiones.
Otras ideas: abrir el ahorro pensional a instituciones que no sean AFP; fomentar la competencia de ese modo, permitiéndoles a las mutuales, organizaciones sin fines de lucro, compañías de seguros y otras administrar los fondos para la jubilación. Hacer una nueva ley de pesca, que mantenga lo positivo de la actual y cambié sus problemas, recogiendo las críticas de gente como el senador Ossandón. Crear un canal cultural de TV que vaya mucho más allá de lo recientemente aprobado, fomentando la cultura en modalidades del siglo XXI.
Autismo de alto orden
El domingo, cuando volvía de votar en Recoleta, me encontré en la Estación de Metro El Golf con uno de los periodistas de centroderecha más influyentes de la plaza. Le dije que había una probabilidad de que, aun siendo primero, Piñera sacara un porcentaje relativamente bajo de votos, un porcentaje que podía ser visto como una “derrota moral”. Agregué que era importante que alguien preparara un discurso adecuado bajo ese escenario. Mi amigo se rió: “No es necesario”, dijo, mientras me daba unos golpecitos paternalista en la espalda. “No es necesario”, repitió, “vamos a sacar el 47%”.
Al despedirnos noté que llevaba en sus manos un ejemplar del nuevo libro de Carlos Peña, Lo que el mercado sí puede comprar. Empecé a subir las escaleras de la estación y pensé: “Después de tantos años y tantas vicisitudes, el autismo sigue dominando a un sector importante de la derecha chilena”.
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Hartos de duda
1. Quien diga que tiene una lectura perfectamente clara y coherente de lo que quiere la sociedad chilena en función de las elecciones del domingo pasado o se está engañando o se está mintiendo. Porque, de momento, lo único claro es que nada está claro.
2. Sí, es cierto. Las encuestas se equivocaron, y mucho. A lo mejor no todas, pero sí las más acreditadas. Siete, ocho puntos de diferencia es demasiado. Les creemos a las encuestas no por anticipar el orden de llegada de los candidatos -eso lo pudo hacer cualquiera-, sino porque siempre fueron un medio idóneo para entrar en la sintonía más fina de las tendencias y recomposiciones. Y para eso esta vez no sirvieron. El país es más complejo y cambiante y las métricas utilizadas no pudieron medir bien las preferencias de los votantes.
3. Hay que ser bien paranoico para sospechar que detrás del papelón de las encuestas hubo una conspiración. La hipótesis de que las encuestas construyen realidad es atractiva, porque efectivamente sus mediciones se instalan en la agenda pública, pero eso no significa que esta instalación condicione la conducta del electorado. Si tanta realidad construyeran las encuestas, entonces Piñera debió haber sobrepasado el 40% de los votos y Beatriz Sánchez nunca debió haber superado el 12 o 14%. No obstante la reiterada evidencia en sentido contrario, que arranca nada menos que desde el plebiscito del 88, a los chilenos nada nos seduce más que pensar que las encuestas y el cacareo mediático son determinantes. Yo lo dudo.
4. El costo del error de las encuestas ha sido enorme, pero aquí los primeros damnificados no son las candidaturas subestimadas o sobreestimadas, sino las empresas e instituciones que las elaboraron. Recuperar la credibilidad dañada será un proceso trabajoso y lento.
5. Es curioso para el neófito que las encuestas fallen no obstante que en sus orientaciones, en sus corrientes más profundas, el país sigue siendo extremadamente estable. Como lo han dicho muchos observadores, la última elección prácticamente repitió los números del 2009. Los votos de Guillier y Goic suman casi igual que los de Frei, y los de Piñera y José Antonio Kast repiten los que tuvo entonces la Coalición por el Cambio. Y, con todas las diferencias que se puedan establecer entre una candidatura y otra, el 20% de Beatriz Sánchez no es demasiado distinto a lo que cosechó ME-O en esa elección. La correlación de fuerzas anterior al 2010 sigue entonces más o menos igual. Hay, además, otro detalle que llama la atención a los legos. En la elección del domingo pasado parecieran haberse acabado las sorpresas en el transcurso de los cómputos. En Chile siguen existiendo enormes diferencias importantes entre el norte, el centro y el sur, entre zonas rurales y urbanas, entre barrios populares y acomodados, pero escrutado el resultado del 1% de las mesas, del 5%, del 10% o el 80%, los porcentajes no variaron. ¿Qué? ¿El país se homogeneizó? En absoluto. Pero, por lo visto, una cantidad variada y reducida de mesas pueden anticipar bastante bien el resultado final.
6. El gobierno ha visto en los resultados un apoyo rotundo, del orden del 55%, a su programa de reformas. Es una estimación gratificante que apuesta a la suma de los votos de seis de los ocho candidatos presidenciales que compitieron. Lo que no es ninguna apuesta, sino un hecho cierto, es que a los partidos oficialistas les fue muy mal en la elección. La representación que tenían en la Cámara de Diputados cae del 55% en el actual mandato al 36% en el próximo. Es un desastre, incluso en el contexto del redistritaje que dibujó a lápiz el ministro Peñailillo para subsidiar a su coalición. Si este resultado para la Presidenta es un éxito político, bueno, significa, en el mejor de los casos, que está teniendo problemas de vista.
7. Lo que reflejan las cifras del domingo es básicamente una recomposición de la izquierda. El Frente Amplio, efectivamente, capturó buena parte de la votación de la izquierda tradicional. Pero en la nueva Cámara de Diputados el peso relativo de estos dos sectores juntos, incluyendo los 20 diputados del Frente Amplio, seguirá siendo muy parecido al de la izquierda más dura en el mandato actual, del orden del 40%. La representación de la centroderecha en la Cámara, a todo esto, subirá del 40% al 47%.
8. Por lejos, el partido más dañado en esta elección fue la DC. Hay militantes de la colectividad que creen que su candidata lo hizo bien y otros que lo hizo mal. Más allá de estos desencuentros domésticos, lo más probable es que el problema no esté ahí ni tampoco en ella, que es la irrelevancia misma, sino en que la colectividad se quedó sin líderes, sin espacio y sin un proyecto diferenciado que ofrecerle al país. Este proceso de desgaste se venía arrastrando desde hace años y lo único dramático fue que los cómputos del domingo lo hayan cuantificado con matemática rudeza.
9. No sabemos si votaron más jóvenes que en la elección anterior. Si así fuera, quiere decir que muchos mayores dejaron de ir a votar porque el cuerpo electoral fue incluso un poco menor. Tampoco sabemos de dónde Piñera o Guillier podrían sacar los votos que les faltan para llegar a la Presidencia. Y probablemente haya que revisar las tesis que se instalaron sobre el fracaso del actual gobierno, sobre el descontento del Chile de hoy y sobre lo que en verdad quiere la ciudadanía. Preferible no hacerlo por ahora. No cabe duda que hay visiones y proyectos muy contrapuestos en juego. Y que el próximo 17 de diciembre el país deberá optar por uno. Por fortuna, porque ya estamos hartos de tanta duda.R
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Idiotes en la izquierda
Idiotez es noción de origen griego. Idiotes era quien vivía ocupado de sus asuntos y dejaba de lado la polis. Hay una idiotez privada, del egoísta codicioso o el indiferente, expresada, incluso, en un discurso economicista. Pero también hay una idiotez de lo público, manifestada en cierto discurso de izquierda. La nueva izquierda recoge acertadamente un motivo aristotélico y rehabilita el significado de la deliberación pública. Al deliberar reconocemos al otro como par, acogemos la posible validez de sus argumentos, admitimos la comunidad en la que nos hallamos con él. Si la deliberación persiste, nos vamos educando recíprocamente y el reconocimiento se intensifica. Nos dice Atria que en la deliberación dejamos la lógica del “mundo de Caín”, donde el otro no importa, y no puedo ya decir: “¿Soy acaso yo el guardián de mi hermano?”
El problema está en que la nueva izquierda le otorga a la interacción deliberativa alcances absolutos. En la deliberación se encarnaría la idea de humanidad. Ella es la forma de la plenitud.
Puesta la vista en el mercado como institución que resguarda el interés individual, la izquierda lo considera como dañino. Él es inmoral, toda vez que allí sí estamos en el mundo de Caín, donde el otro no importa. Además, corrompe la deliberación pública, pues introduce en ella el egoísmo.
Entonces, se propone la solución simple de desplazar al mercado de áreas enteras de la vida social, eventualmente de todas. El mecanismo para hacerlo es prohibir el mercado mediante la acción coactiva del Estado, que instaura derechos sociales universales. Sólo así se alcanzaría la plenitud de la deliberación pública.
El asunto, sin embargo, no es tan simple. La nueva izquierda no repara con rigor en los límites de la deliberación, ni ve la importancia y las condiciones de una esfera privada fuerte.
La deliberación pública no coincide con la plenitud. William Blake advertía: “Generalizar es ser un idiota; particularizar es la distinción propia del mérito”. La deliberación pública es generalizadora: considera sólo las creencias admisibles para todos o la mayoría. Tiende, por tanto, a excluir lo particular, lo nuevo, la singularidad, la profundidad abismal de cada individuo. Elevarla a la forma de la plenitud significa pretender abolir esa singularidad y terminar reduciendo al ser humano a sus aspectos genéricos.
Se vuelve exigible, en consecuencia, la presencia de una dimensión privada fuerte, como condición de la diversidad y libertad de la vida individual.
Ella es también condición de una existencia no banal. La dimensión privada permite abrigar una vida interior compleja y honda; recién cuando se la alcanza, se puede contribuir en la esfera pública con más que la reiteración de “lo que se dice”.
Aquí adquiere relevancia el mercado. Es cierto que, sin límites, él es también dispositivo generalizador que impone formas de trabajo y consumo embrutecedoras. Por eso debe existir una esfera pública y estatal fuerte, que suspenda esas dinámicas destructivas.
Pero el mercado, en tanto que limitación del aparato deliberativo y del poder del Estado, es condición de una existencia privada dotada de recursos independientes del favor estatal. El mercado permite dividir el poder social. Hace posible que los individuos se aparten de la deliberación política y los límites generalizadores que impone. Bien organizado, él da sustento material a lo privado, a la espontaneidad individual, a vivencias afectivas, estéticas e intelectuales de las más intensas que podamos experimentar, más allá de las fronteras de lo “políticamente correcto”. Permite así escapar a la idiotez de lo público.
La nueva izquierda acierta al denunciar que el exceso de mercado produce daños. Sin embargo, también el exceso de Estado y política son un exceso de generalidad y pueden causar daño; un estado que concentre la política y la economía en sus manos es una amenaza para la libertad.
Sólo un equilibrio entre ambos -mercado y Estado- logra neutralizar los efectos más perniciosos del uno y el otro. Hace posible escabullirse, a la vez, de la idiotez de lo privado y lo público. La nueva izquierda no parece advertirlo.
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