Óscar Contardo's Blog, page 192
April 24, 2017
Un espejo sucio
Hay historias con las que cargaremos hasta el fin de nuestras vidas. Se metieron debajo de nuestra piel sin que advirtiéramos del todo la fuerza que anidaba en ellas. Para los que nos apasionamos con el fútbol, muchas de esas historias tienen su origen en una cancha y giran alrededor de la pelota. Hay historias lindas, emotivas, que incluso recordándolas vuelven a estremecernos. Por ejemplo, el gol de cabeza de Marcelo Salas a los italianos en la Copa del Mundo de Francia 98. Otras nos siguen doliendo, por lo que en su momento significaron. ¿Se acuerdan de la selección que fue al Mundial de España? Creíamos en Luis Santibáñez y en sus jugadores como los católicos pudieron creer en Jesús y los doce apóstoles. Pensamos que la derrota ante Austria en el debut había sido un paso en falso, pero cuando al Gato Osbén -el súper arquero chileno- los alemanes le hicieron cuatro supimos que habíamos vivido engañados. Otro momento futbolero que no tengo dudas seguiremos recordando por mucho que el tiempo pase es el palo de Pinilla; ese remate que pudo cambiar la suerte de Chile en la última copa del mundo. Probablemente, con los años, la frustración habrá de atenuarse, pero seguirá latiendo, ahí, agazapada.
Con todo, hay una historia a la que difícilmente podríamos adosar algún adjetivo, porque hasta ahora no la entendemos del todo. Ocurrió el 3 de septiembre de 1989, en el estadio Maracaná, y significó no sólo la sanción a perpetuidad de Roberto Rojas, el arquero de esa selección, sino también la suspensión de Chile para participar en las eliminatorias de la Copa del Mundo de 1994. Sobra decirlo, quizá, pero también ha sido uno de los hechos más vergonzosos de los que se tenga memoria en la historia del fútbol profesional.
Escribo esto porque el jueves pasado fui a ver una obra de teatro que vuelve sobre el tema -El último vuelo del cóndor, dirigida por Andrés Céspedes, en Matucana 100-. En escena, los personajes de Roberto Rojas y del utilero Nelson Maldonado dialogan en uno de los camarines del Maracaná poco antes de que se inicie el encuentro que debía definir la clasificación de uno de los dos equipos a la Copa del Mundo de Italia 1990. En la obra, ese momento permite reflexionar sobre la memoria, sobre quiénes somos y sobre cómo nos comportamos ante situaciones adversas como la que vivió todo ese grupo humano en esa particular coyuntura de la eliminatoria mundialista.
Sigo sin entender demasiado bien qué fue exactamente lo que ocurrió. La confesión de Rojas echó luz sobre una parte de la historia, pero sin duda hubo otros elementos que gatillaron el hecho y que quizá ni el propio Rojas alcanza a dimensionar en su explicación. Yo me pregunto, ¿por qué Rojas y todos los otros que participaron del engaño tenían la convicción de que había que ganar al costo que fuera esa llave eliminatoria?, ¿por qué los hinchas y buena parte de la prensa no dieron crédito a la versión de los otros, los que postularon desde el inicio que aquello había sido una farsa?, ¿más allá de la confesión de Rojas, existe todavía un pacto de silencio para no transparentar toda la verdad?
En la obra dirigida por Céspedes, hay cruces entre lo que ese episodio significó y los estertores de la dictadura. No es, en absoluto, una lectura antojadiza. Hay momentos en los que me parece irrefutable el hecho de que ese episodio, del que hoy todos renegamos, obre como espejo de la sociedad que en su momento fuimos. Y si me apuran un poco, podría decir como espejo de la sociedad que todavía somos, por mucho que nos pese.
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El drama del chivo
Paulo Garcés lleva las últimas semanas en el ojo de la tormenta. La lesión de Justo Villar le dio una nueva oportunidad de adueñarse del arco de Colo Colo, una posición soñada que nunca ha podido hacer suya, ya sea por defectos propios, virtudes ajenas o lesiones inoportunas.
El error en el Superclásico lo colocó nuevamente en entredicho, justo en los días en que comenzaba a cerrarse su extensión de contrato. En el plantel cerraron filas con él e, incluso, un grupo de barristas lo respaldó.
Las cifras y el timing de ese acuerdo que estaba a punto de firmar han sido utilizados como chivo expiatorio en la lucha de poder que estalló entre los grupos controladores de Blanco y Negro, entre Aníbal Mosa y Leonidas Vial, que tienen en entredicho el futuro institucional del club.
En esas circunstancias, con esa mochila a cuestas, obviamente que no es fácil colocarse los guantes de Garcés en estos días.
Y el portero hace su aporte, también.
El gol de San Luis nace de una nueva falla suya, una equivocación que golpeó a sus compañeros, que sobre el pasto sintético de Quillota se mostraron incapaces de sacar una idea para evitar una derrota que vuelve a dejar al portero a merced de sus críticos y que, esta vez, tiene una consecuencia caliente: Universidad de Chile, el archirrival, alcanzó al Cacique en el liderato, a cuatro fechas del final del torneo.
No son muchas las veces en la historia que los dos equipos más populares y exitosos del país disputan la corona nacional mano a mano. Pasó en 1959, 1963, 1998, 2006 y 2014, con tres títulos para los albos y dos para los azules.
El componente anímico le da cierta ventaja a la U en esta lucha, que después de años malos y un inicio plagado de dudas vino desde atrás para disminuir una diferencia que llegó a ser de 6 puntos, con un derrotero que incluye un invicto de ocho partidos, el arco menos batido del certamen junto al de Everton y al dulce goleador del certamen, Felipe Mora.
Colo Colo, en cambio, viene de recibir un duro golpe. Pestañeó y perdió la ventaja que levantó con la complicidad de Iquique y Everton.
Pero no está noqueado. Su calendario, al igual que el de los universitarios, es variopinto. Además, ni el equipo ni Garcés tienen tiempo de quedarse a lamentar en el suelo. En juego hasta el orgullo y la misión de impedir que lo supere el archirrival.
Ha comenzado un torneo aparte.
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April 23, 2017
Carolina Goic
MUCHOS parecen tener miedo de que la historia se repita. Sea en una primaria o en la primera vuelta electoral, comienza a rondar el fantasma de otra derrota por parte de la Falange. Pero cómo entender que varios de los mismos que hace semanas aplaudían efusivamente a la candidata después de su discurso en la última Junta Nacional, duden ahora de lo que con entusiasmo promovieron y alentaron, e incluso tomen distancia, como intentando desentenderse de las consecuencias por las decisiones comunitariamente adoptadas.
Es cierto que la política no es una actividad donde florezcan las virtudes, aunque su hipocresía a ratos espanta hasta al más curtido en sus veleidades. Todo andaba bien hasta que el escenario puso en riesgo el pacto parlamentario con la DC, dejándose ver lo único que realmente les importa a la mayoría de los representantes de la Falange en el Congreso. No es para espantarse, mal que mal, la política consiste en las estrategias y métodos para alcanzar el poder. Sin embargo, y he aquí la diferencia, no es lo mismo perseguirlo como un fin en sí mismo, que como un instrumento para alcanzar fines más nobles, que de paso puedan también disculpar las miserias cotidianas de la actividad política.
De hecho, el enfrentamiento que parece hoy tener Carolina Goic con varios de sus colegas en el Congreso, quizás tiene su raíz justamente en esta distinción. Esta asistente social, hija de inmigrantes y con una vocación pública cuyos orígenes están fuertemente arraigados en sus convicciones religiosas, pareciera creer que todavía es importante darle un contenido a la acción política, dotarla de sentido, y expresarlo en un ideario por el que valga la pena correr riesgos y así defenderlo con coraje, incluso al punto de arriesgar las actuales posiciones de poder.
No se trata, como algunos han querido motejar, de un afán testimonial que desconoce la importancia de ganar las elecciones en política, sino más bien de incluir la respuesta a la pregunta del para qué. Por lo demás, si por desempeño electoral se trata, creo que hay pocos que podrían igualar sus resultados. Fue elegida diputada con la primera mayoría, lugar que repitió para su reelección, y que mantuvo para su salto al Senado; todo sin mencionar que ganó con mucha holgura su puesto como presidenta de la DC.
De esa forma, supongo que ella mejor que nadie entiende la importancia de viabilizar una fórmula que permita la mejor representación de su partido en las próximas elecciones. Pero también pareciera creer que sin un explícito y renovado proyecto político, que dé cuenta de otro estándar ético y público, el simplemente triunfar para mantener o cuidar, es un inevitable camino a la derrota.
No estoy seguro de si este era su momento y tampoco de si será mi candidata, pero reconozco que admiro el coraje: ese con que arriesga su capital político por una convicción; ese con el que habla fuerte y claro sobre su camarada Rincón y ese con el que enfrenta hoy a muchos quienes olvidaron las razones para ganar.
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Indecisión costosa
EL DILEMA de la Democracia Cristiana de si ir primera vuelta o a primarias será resuelto por la fuerza de los hechos, más que por una determinación fundada en los argumentos que esgrimen los partidarios de una u otra opción: es que el tiempo apremia. En efecto, en menos de una semana se tendrá que pronunciar su Junta Nacional y tras cartón inscribir los candidatos a primera vuelta, cuando ya las cosas no tengan vuelta atrás. Y nada se ha resuelto, y las dudas y debates internos lo corroen todo.
Hace no tantos meses la DC no tenía otra alternativa que ir a primarias, porque carecía de candidato presidencial. Pero desde que pronunciara un sentido discurso en el funeral del expresidente Patricio Aylwin y, más tarde, obtuviere una sólida victoria en las elecciones a la presidencia del partido, se perfiló la opción de Carolina Goic. Muchos vieron en su candidatura un gesto sin otro destino que negociar cuotas de poder. Discutible, porque Alejandro Guillier no era tan firme como parecía, ya que tiene mucho de “flor de un día” germinada en las encuestas, en las que incluso aparece ahora algo marchito.
Pero las oportunidades hay que aprovecharlas y cuando son cuesta arriba, hay que tener arrojo para capitalizarlas, que es lo que le ha faltado a la candidata DC. Era menester decidirse ir a primera vuelta y, a más tardar, el 1° de marzo lanzarse con todo. Porque se trataba de una ventana estrecha, cuando el tiempo apremiaba. No obstante, en un karma que persigue a la DC desde siempre, las aguas fueron tibias y se dejó a la próxima Junta Nacional la determinación de lo que se haría. Dos meses de cavilaciones, debate interno y declaraciones contradictorias. Tiempo precioso perdido, que ha desdibujado la oportunidad. Las encuestas lo evidencian: Goic no logra despegar en las preferencias.
Las fuerzas en pugna en la DC están claras: unos, más preocupados de sí mismos, piensan en los cupos y pegas, y en lo que pasaría si se va a primera vuelta y hay dos listas parlamentarias, ya que ciertamente sería un escenario de confrontación con el resto de la Nueva Mayoría; los otros, más de principios -pero, digámoslo también, que tienen otras actividades y no dependen tanto de las pegas públicas y cupos parlamentarios-, ven que la DC puede terminar totalmente desperfilada y relegada al baúl político del olvido, si no comienza a defender ideas y valores propios, aún si con ello pierde algunos parlamentarios. Y Goic no dirime, aunque diga que está más bien por la primera vuelta, porque también ha dicho que iría a primarias si hay una discusión programática y se logran ciertas definiciones en la Nueva Mayoría sobre el camino a seguir, como también en los cupos y listas parlamentarias. Pero, ¿a qué se refiere?: si no queda tiempo ni espacio para ese debate, ni para aunar criterios o negociar con los restantes partidos del conglomerado.
De hecho, lo que obviamente deben hacer los demás partidos es continuar tramitando la causa, para que el sábado la DC tenga que pronunciarse presionada por el reloj. Y las decisiones que son resultado de la indecisión, son costosas: hagan lo que hagan, no habrán asegurado ni la candidatura presidencial ni los cupos parlamentarios.
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Ciudad desechable
LOS BLOQUES de Estación Central serán un buen negocio por un tiempo. Ya lo fueron para los inversionistas “en blanco” o “en verde”. Y lo serán para los dueños que hoy reclaman porque la autoridad critique la estructura, al ver peligrar su inversión. Pero no por respeto al inversionista podemos dejar pasar algunos hechos evidentes. Lo primero es que los abigarrados departamentos que contienen estos bloques están pensados como lugar de paso. Nadie parece considerarlos definitivos. Son un lugar transicional, por mientras se encuentra algo mejor. Y esto es obvio, porque nadie aguanta mucho tiempo viviendo en espacios enanos, haciendo filas para subir por ascensor, viviendo casi sin privacidad, silencio, luz, ni visión del cielo. No son condiciones soportables por largo tiempo sin desmoralizar y degradar a cualquiera. Nadie vive ahí sin el sueño de salir de ahí.
El punto es que la ya insuficiente infraestructura -que no es de gran calidad, pero recibe y recibirá un uso intensivo- se degradará con el tiempo. Y no todos lograrán salir de ahí. Por los avatares de la vida, los más débiles y los con peor suerte terminarán viviendo definitivamente en esos bloques monstruosos. Y como el país habrá probablemente crecido y avanzado, los inquilinos nuevos serán personas cada vez más desesperadas y pobres, pues nadie querrá ya vivir en esas condiciones, ni siquiera temporalmente. El resultado será un famoso “guetto vertical”. Una colmena de marginalidad, abandono y violencia de la que ninguno de los inversionistas originales ni de los que harán buen dinero arrendando mientras el negocio aguante se hará cargo.
Luego de un tiempo, tendrán que ser, muy probablemente, demolidos por el Estado (y ya que son vivienda privada, esto probablemente supondrá un enredo jurídico y económico infernal, que hará eterno el proceso). Así ha pasado en todos los países desarrollados que construyeron este tipo de monstruos urbanos en las décadas pasadas.
En otras palabras, estamos frente a una edificación desechable cuyas ganancias serán privadas, pero cuyas externalidades negativas futuras las tendremos que asumir todos. ¿Quién puede llamar jipismo o exceso de afectación estética el levantar la voz frente a semejante abuso? La industria inmobiliaria y los gremios vinculados a ella deberían, si quieren tener alguna credibilidad futura, tomarse muy en serio esta situación.
Tal como nos transmitió durante su visita el antropólogo y filósofo Marcel Hénaff, la ciudad nos hace a nosotros tanto como nosotros la hacemos a ella. Y es imposible que vivir en estructuras desechables no nos haga sentir, también, desechables. La ciudad debe densificarse y crecer hacia arriba, no hay duda. Es injusto e ineficiente que el acceso a los oasis de bienes y servicios públicos y privados siga siendo tan excluyente como lo es hoy. Pero esa densificación, justamente por lo delicada que es para la convivencia humana, debe hacerse poniendo por delante la dignidad y la libertad de los ciudadanos. La edificación inmobiliaria en una sociedad libre debe estar al servicio de la libertad humana, y no al revés.
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Funeral anticipado
Esta semana Mariana Aylwin afirmó que un sector del electorado DC simplemente no está dispuesto a votar por Alejandro Guiller, y que de no tener otra alternativa optará por el candidato de la oposición. Un pronóstico demoledor, que ilustra el grado de desafección que hoy recorre a un segmento del partido. También, una señal contundente de los costos internos que está pagando la Falange, luego de una experiencia de gobierno donde su irrelevancia política no ha dejado de aumentar.
La reciente votación sobre el proyecto de educación superior fue, nuevamente, una confirmación dolorosa. La negativa del PC a aprobarlo en primera instancia lo dejó al borde del fracaso y el gobierno tuvo que ceder sin siquiera atreverse a cuestionar el chantaje. Al final, los comunistas se llevaron el botín para la casa, confirmando una vez más la enorme asimetría de fuerzas que el Ejecutivo acepta y también promueve, ya que la presión del PC se ha convertido en la mejor garantía para que la agenda presidencial pueda imponerse.
La DC tuvo que resignarse al pie forzado sin derecho a queja. Una situación que se ha vuelto rutina y que en buena medida explica por qué dicho partido está hoy tensionado al máximo a raíz de su decisión presidencial. Forzado por sus socios a someterse a una primaria en la que está derrotado de antemano, ahora un sector de la propia DC también dejó en claro que no está dispuesto a correr riesgos, dando inicio al sacrificio público de Carolina Goic. Así, sin eufemismos ni sutilezas, la declararon en ‘interdicción’ para participar en las tratativas presidencial y parlamentaria del oficialismo, una degradación sin precedentes que operó como un crudo anticipo de lo que ese sector del partido considera ya la única opción: el apoyo a la candidatura de Alejandro Guillier.
Pero no fue todo: en paralelo, un masivo coro de parlamentarios salió al ruedo para cuestionar la decisión de su candidata de llegar hasta la primera vuelta, acusándola de buscar anteponerse a las resoluciones que debe tomar la próxima Junta Nacional y de arriesgar la continuidad de la Nueva Mayoría. Una crítica insólita que, en caso de aprobarse finalmente el escenario de las primarias, dejaría a la candidata y presidenta DC como ya derrotada por su propia colectividad.
En rigor, después de lo observado en los últimos días, cabe preguntarse cómo Carolina Goic podría remontar en las encuestas si está siendo sometida a este nivel de trato público por sus propios camaradas. Es simplemente imposible. Más bien, lo único que queda es asumir que hay un segmento no menor de la dirigencia partidaria que ha preferido resolver esta disputa con un grado de descalificación inédito, que empieza a parecerse al abandono sufrido por Claudio Orrego en la elección pasada.
En definitiva, la DC ha ilustrado esta semana hasta dónde puede llegar la necesidad y la obsesión por mantener los espacios de poder. A estas alturas, la discusión sobre si se va a primarias o a primera vuelta está dejando de ser relevante. Más bien, pareciera que la Falange simplemente decidió realizar un funeral anticipado de su opción presidencial, en una puesta en escena descarnada que Carolina Goic no se merecía.
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Yo levanto la mano
“QUE LEVANTE la mano quién no dio una boleta a un familiar o amigo”, fue el desafío que nos planteó ni más ni menos que la exresponsable de un organismo estatal de fiscalización. Pero qué descaro. Yo la levanto, señora. Y estoy seguro que somos millones los chilenos que podemos hacerlo, porque no lo hacemos ni tampoco vemos esto como algo normal ni tenemos la más mínima intención de engañar al sistema. Simplemente, porque comprendemos que ello constituye una forma muy indecorosa de beneficiarse a costa del resto de los contribuyentes.
Por eso, aunque comprendo que Impuestos Internos califique el actuar de un montón de políticos como meras faltas tributarias, confieso que me cuesta digerir su falta de consideración hacia lo que muchos percibimos como un sistema reiterado y planificado para defraudar al Estado (o sea, a todos nosotros), vulnerando las leyes de financiamiento de la política (que ellos mismos redactaron) y que permitió a algunos empresarios convertirse en los principales mecenas de diputados, senadores y partidos completos y, obviamente, no a cambio de nada.
Al amparo de este sistema los señores de Penta tomaron el control de la UDI, como bien lo reflejó la serie de correos electrónicos donde los candidatos no escatimaban en adulaciones con tal de conseguir un par de luquitas. El mecanismo incluía a secretarias y asistentes de prensa que debían contribuir con sus boletas personales a cambio del margen de devolución de impuestos que, oh sorpresa, aparecía en sus respectivas cuentas corrientes sin que ellas conocieran ni sospecharan de su origen indebido.
Por favor. La excusa de la ignorancia adquirió ribetes de comicidad cuando el ex director de un canal de TV confesó que le daba “un poquito de vergüenza” el haber emitido boletas para SQM a cambio de un bono negociado con su verdadero empleador. Pero tranquilos ciudadanos, el sistema lo castigó… aunque por un ratito. Solo lo suficiente para que a la opinión pública se le olvidara este bochornoso incidente.
Así, mientras a Velasco lo allanaron en su casa, con plena cobertura televisiva en directo, el exministro Peñailillo declaró entre gallos y medianoche y el señor De Aguirre terminó de director ejecutivo del canal estatal. Sorprendente.
Y eso es lo que me cuesta digerir de la decisión del SII de no querellarse en varios de estos casos, porque nos deja una percepción de inequidad que no hace nada bien a esa promesa de igualdad ante la Justicia a la que todos aspiramos.
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Los festines de la prens
Hace dos semanas, en el Palacio de Gobierno, Bruno Villalobos, el general director de Carabineros, interrumpió al ministro del Interior durante una conferencia con los periodistas y se dirigió a ellos con el rostro encendido. Estaba ofuscado, tanto, que hablaba de él mismo en tercera persona. El general Villalobos levantó el dedo índice -como lo podría haber hecho un inspector de colegio cabreado por el mal comportamiento de los alumnos- y advirtió: no hagan un festín de la situación que estamos viviendo. Se quejó de los medios de comunicación y dijo algo sobre la mala costumbre de lanzar barro sobre la institución que él dirigía.
A lo que el general director de Carabineros se refería era a un fraude anunciado por él mismo a principios de marzo, en una causa iniciada en Punta Arenas. En esa fecha, el propio Villalobos citó a una conferencia de prensa para informar de un desfalco en Magallanes que involucraba a Carabineros. Como consecuencia del hallazgo del fraude les pidió el retiro a nueve oficiales. En ese momento, Villalobos no anunció el monto del robo, pero la cifra deslizada a los periodistas fue inicialmente de 600 millones de pesos.
Lo que en un principio se juzgó como un gesto de transparencia de parte del alto mando de la institución, con los días fue matizado por los antecedentes que surgían. Ciper informó que durante siete años, de distintas maneras, se dieron a conocer indicios de fraudes en Carabineros. El sitio de investigación periodística aseguraba que hubo más de 40 alertas “que nadie quiso escuchar”.
La prensa había encontrado contratos y licitaciones que no cuadraban, muchas grietas por la que los fondos se perdían en compras y licitaciones de todo tipo a lo largo del país. Dinero público que iba a parar por las razones más insólitas -como contratación de televisión por cable premium- a cuentas corrientes de privados.
En cosa de días el monto estimado del fraude difundido a principios de marzo por el general director de Carabineros trepó de los 600 millones de pesos que originalmente se había informado extraoficialmente, a más de mil millones. A la vuelta de la semana ya eran 10 mil millones y a principios de abril se acercaba a los 20 mil millones de pesos. Los nueve oficiales inicialmente destituidos sumaron compañía: van más de 40 expulsados de la policía uniformada. Por último, el desfalco tampoco era un asunto radicado en la lejana Región de Magallanes como inicialmente se sugirió, sino una trama nacional que comenzaba en Santiago.
Un par de días después de que el general director de Carabineros reprendiera a los medios desde La Moneda, el programa Informe Especial, de TVN, transmitió una entrevista a Patricio Morales, teniente coronel en retiro imputado por el caso. Morales aseguró que el desfalco era parte de la cultura de ciertas áreas de la institución, un asunto conocido por muchos desde hacía años, que el dinero incluso se sacaba en maletines, que era una red tupida de personas la que lo sostenía y que las hebras alcanzaban a funcionarios de la Contraloría General de la República.
Según Morales, durante su trabajo en Carabineros pudo observar que “había toda una estructura para cometer ilícitos y para proteger al alto mando”. Frente a esta información, Jorge Bermúdez, contralor general de la República, contestó expulsando a los funcionarios de la Contraloría involucrados según los antecedentes internos y de prensa: “Si la Contraloría fue 39 veces a auditar a Carabineros y no encontró lo que pasaba, yo exijo una explicación”, dijo Bermúdez, quien está desde el año 2015 en el cargo.
A diferencia del contralor Bermúdez, el general Villalobos no ha aceptado entrevistas. Sólo ha declarado que cuando él era jefe de inteligencia -durante el tiempo en el que ocurrieron los desfalcos encontrados hasta ahora- nunca supo nada de los fraudes que se extendían como manchas de aceite. Una explicación que si bien lo puede exculpar de responsabilidades, habla muy mal de la calidad del trabajo de una unidad que justamente debiera prevenir que estas cosas sucedan. Lo único que podría concluirse de la respuesta del señor Villalobos es que, además de los robos, deberíamos lamentar la ineficiencia de los encargados de contrainteligencia que estaban bajo sus órdenes y que nunca supieron que bajo sus narices estaban robando a manos llenas; organizando una celebración privada con dinero público, una orgía de millones que no fue ideada por la prensa, sino planificada por obra y gracia de una banda conformada por maleantes con rango y uniforme.
Hasta ahora, los medios no han hecho ningún festín, sólo han hurgado en los rastros de la resaca, buscando la verdad de los hechos, la misma que muchos querrían dar por sepultada.
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La conexión externa
No es muy aventurado decirlo así: la política chilena está enferma. Enferma de cortoplacismo, de provincianismo (fue cosa de verlo en las patéticas imágenes del censo) y enferma también de paranoia: no hay hecho político tras el cual no se advierta una amenaza o un complot.
No es raro, siendo así, que leamos la contingencia noticiosa desde el prejuicio y el sesgo. Lo más fácil es culpar a algo o a alguien de aquello que no aprobamos. Fueron los socialistas los que traicionaron a Lagos. Es el PC el que está estirando la cuerda al conversar con partidos ajenos al oficialismo. Es la bancada estudiantil la que está chantajeando al gobierno. Son los guatones de la DC los que están forzando al partido a ir a primera vuelta. Es el triunfalismo de Piñera el que quiere impedir la discusión de las ideas en la centroderecha. Son los parlamentarios apitutados los que quieren impedir que la DC recupere su identidad.
¿Será? ¿Habrá alguien que se quede tranquilo con estas explicaciones? ¿No serán los temas algo más complejos? ¿No habrá un problema más general que tiene que ver con la desconfianza, con la confusión, con la polarización, con la crispación e incluso con rechazo a los mecanismos propios de la democracia representativa?
La buena noticia, para consuelo de los que somos más tontos, es que esto que está ocurriendo aquí está ocurriendo también en otros lados. La mala es que eso no nos libra de tener que discurrir algún plan de salida a la crisis, un plan que intente depurar el lenguaje político, que vuelva a reacreditar las instituciones y permita llegar a nuevos equilibrios entre la realidad y las aspiraciones ciudadanas.
Decirlo así es fácil. Lo complicado es hacerlo. Sobre todo ahora, cuando a los problemas políticos se suman los institucionales. Los analistas dicen que desde los años 30 del siglo pasado nunca la democracia había estado tan presionada como ahora. Es cosa de verlo en lo que ocurrió en Estados Unidos, en lo que pasó en Gran Bretaña con el Brexit, lo que podría pasar hoy en Francia. En Chile, las cosas no son muy distintas y nos recuerdan que la política chilena está más conectada al mundo de lo que una mirada pueblerina nos haría creer. No somos ínsula. Somos parte de un todo mayor.
Siempre ha sido así, por lo demás. La crisis de los 30 golpeó nuestro escenario político con tanta fuerza como en Europa. La desconfianza en la democracia se tradujo en fragmentación de los partidos tradicionales, en movimientos pronazis, en una acelerada expansión de la izquierda marxista y, para contener las decepciones del capitalismo, en una creciente intervención del Estado en la economía. A pesar de no haber emergido de modo tan súbito, de la noche a la mañana los temas de la cuestión social, de la irrupción del proletariado y de la pobreza cambiaron los temas de la agenda pública y lo cambiarían por décadas hasta llevar al país al derrumbe del sistema político del 73.
Ahora no es el proletariado ni son los pobres los que están haciendo crujir el sistema. Los más descontentos son los sectores medios. No porque sientan, como sienten en Estados Unidos o en Europa, que están marcando el paso o se estén empobreciendo, porque la verdad es que aquí no han hecho otra cosa que progresar, sino porque se forjaron expectativas, infladas por los propios partidos, que ni el Estado ni el mercado han estado en condiciones de cumplir. El Estado, dicen, porque fue capturado por los poderosos y los desconocidos de siempre. La economía, porque no avanza todo lo rápido que debiera para cubrir con tranquilidad las cuentas de fin de mes y porque, además, hay muchos abusos.
Las fuentes de la desafección son básicamente esas dos y es sobre este tablero de hechos, de sentimientos y percepciones que la modernidad avanza a trompicones y dando palos de ciego. Desde que el descontento se convirtió en un insumo decisivo, todo se licuó y las agujas electorales se han vuelto muy volátiles en medio mundo. Guardando las distancias, con la misma lógica que Bachelet volvió a La Moneda para desmontar la maquinaria productora de la desigualdad (respuesta de izquierda), el sistema político estadounidense instaló a Trump en la Casa Blanca (solución de derecha), para reparar el orgullo nacional y rescatar a los que se quedaron rezagados.
Desde luego, el asunto no termina ahí. A Bachelet no le fue bien: aumentó la desconfianza y no redujo el malestar. Las posibilidades de que pueda hacerlo el próximo gobierno no parecen muy auspiciosas, entre otras cosas porque es difícil que consiga un mandato robusto y porque, además, la polarización persistirá. El problema en que está Chile es parecido al de varias otras democracias en el mundo. Afuera todavía no le han encontrado solución. Adentro, menos, pero habrá que ver. Si el próximo gobierno consigue al menos volver a poner la economía en movimiento, a lo menos habrá quitado una de las tantas cuñas que tiene el actual descontento.
Por algún lado hay que empezar.
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¿Se viene la Tercera Guerra Mundial?
Se ha puesto de moda hablar de una Tercera Guerra Mundial. La búsqueda de “World War 3” (sic), según informó esta semana la prensa estadounidense, se ha disparado en Google.
¿Estamos ante semejante riesgo?
Distintos analistas de política exterior han explorado esta cuestión en semanas recientes.
Nigel Ferguson, por ejemplo, propuso en “The American Interest” que Trump hiciera una alianza (“condominio”) con Rusia y China para mantener la paz mundial, repartiéndose áreas de influencia y compartiendo soluciones puntuales (por ejemplo, en Siria, donde su idea es que Estados Unidos y Rusia opten por una balcanización del país, como se hizo con Bosnia). Se trataría de un arreglo nostálgico del “equilibrio de poderes” del siglo XIX y que permitió muchas décadas de paz (aunque estalló en mil pedazos con la Primera Guerra Mundial). En el actual contexto, piensa él, puede estallar un conflicto mundial sin un esquema de esta naturaleza.
Kissinger, en su libro Orden Mundial, ya había esbozado una tesis más o menos parecida que no sorprende demasiado en él. El ex secretario de Estado cree que el mundo de hoy se parece a la Europa del final de la Guerra de Treinta Años, que desembocó en la paz de Westfalia (1648). Había una multiplicidad de unidades políticas caóticas, ideologías incompatibles, culturas disímiles: nadie tenía poder suficiente para imponer su orden a los demás. Así, optaron por el sistema del Estado-nación, reemplazando el mundo de los imperios por otro más modesto, en el que cada Estado decidía sus asuntos y formas de gobierno, respetando la soberanía del otro. Un equilibrio hacía que nadie pretendiera obtener una hegemonía sobre los demás.
Desde un punto de vista muy distinto, Robert Kagan ha escrito en Foreign Policy que esa visión es ingenua y que acabaremos envueltos en conflictos mundiales graves si no entendemos la necesidad de que Estados Unidos afiance su poder a través del sistema que nació tras la Segunda Guerra Mundial y que sobrevive hasta hoy.
El constata que Rusia y China tienen pretensiones hegemónicas. Moscú quiere llevar su área de influencia mucho más allá de Georgia y Ucrania (que invadió en 2008 y 2014), hasta abarcar Europa oriental y central, así como Asia central (donde ya pesa). Pekín pretende mucho más que hacerse fuerte en el Mar del Sur de China; su verdadera ambición es extender un área de influencia a toda el Asia oriental, donde Estados Unidos ha mantenido alianzas con países como Japón y Corea del Sur.
Según Kagan, el nuevo nacionalismo aislacionista surgido en Estados Unidos y Europa atenta gravemente contra el orden mundial que ha predominado desde la Segunda Guerra Mundial: al minar el prestigio y la solidez de la democracia liberal, debilita el orden mundial basado en ese ideal del que Washington y la OTAN han sido pilares. Mientras mayor sea la percepción en Rusia y China, pero también en países menores bajo sistemas autoritarios con ambiciones propias, de que Estados Unidos y Europa se repliegan en lugar de asumir sus responsabilidades, mayor será el aventurerismo de los gobiernos que buscan aumentar sus áreas de influencia.
En ese contexto, cualquier incidente grave puede llevar a una conflagración o simplemente a que la democracia liberal vaya encogiéndose en el mundo aceleradamente, lo que provocará que los países autoritarios que se sientan fuertes se engullirán a los que perciban como presas fáciles.
Como la historia no es previsible en lo fundamental, ninguna teoría o análisis, por autorizada que sea su autoría, es infalible. Un aspecto que vuelve aun más difícil hacer pronósticos es que Estados Unidos no tiene una doctrina de política exterior. No la tuvo Obama y no la tiene Trump. Obama llegó al poder ofreciendo la visión de un Estados Unidos interesado en abandonar el unilateralismo y apostar por el multilateralismo. Pero en momentos importantes no pudo ser fiel a esta visión; los acontecimientos lo obligaron a adoptar políticas contradictorias. Trump ofreció un eslogan: “America First”, que tomó prestado de un movimiento aislacionista opuesto al ingreso de su país en la Segunda Guerra Mundial, pero ya vemos que a él también los acontecimientos lo han llevado a hacer cosas imprevistas, como bombardear la base aérea de al-Sharyat, en Siria y, ahora, enviar una “armada” a la península coreana, incluido un portaaviones con reactores nucleares, el USS Carl Vinson, que transporta casi un centenar de aeronaves.
La ventaja de Estados Unidos y Rusia en el número de ojivas nucleares sigue siendo impresionante. Según la Asociación para el Control de Armas, Estados Unidos tiene desplegadas, en sus misiles y bombarderos, unas 1.411 y almacenadas otras 2.800, mientras que Rusia tiene desplegadas 1.765 y almacenadas 4.500. China posee unas 260 ojivas en total y se sitúa incluso por debajo de Francia, con 300.
Pero si nos fijamos en el poderío militar en general, la ventaja de Estados Unidos, cuyo presupuesto militar es 10 veces superior al de Moscú, es enorme incluso en relación con Rusia. Hay unas 800 bases militares norteamericanas alrededor del mundo contra no más de 12 de los rusos. Estados Unidos tiene casi un millón y medio de uniformados contra unos 800 mil rusos y su superioridad tecnológica es evidente, por ejemplo, en los bombarderos furtivos de quinta generación (que ningún otro país tiene).
Esta ventaja, sin embargo, es académica si tenemos en cuenta la capacidad de destrucción que tiene el arsenal nuclear ruso, cuyos misiles balísticos, por lo demás, pueden llegar a cualquier ciudad estadounidense. Por tanto, la realidad es que todavía sigue vigente la famosa doctrina MAD (Mutually Assured Destruction) de los tiempos de la Guerra Fría que se basaba en la disuasión: ningún país con armas nucleares tiene un incentivo para atacar a otro país con armas nucleares porque una guerra con el uso de dicho arsenal arrasaría a ambos.
Por eso, las guerras entre las potencias ocurridas durante la segunda mitad del siglo XX eran vicarias: se libraban a través de terceros. La irracionalidad del Kremlin tenía limitaciones racionales: los líderes comunistas, a pesar de su fanatismo ideológico, siempre se frenaron cuando se estuvo al borde de un conflicto nuclear. La crisis de los misiles de los años 60 se resolvió porque Rusia percibió que llevar la provocación a Kennedy hasta límites excesivos podía poner en riesgo a la propia URSS. Negoció con Washington un acuerdo para retirar sus misiles a cambio de que la OTAN hiciera lo propio con los que tenía en Turquía.
Aquí, creo, reside la razón por la cual, a pesar de las teorías inteligentes de muchos pensadores, es muy improbable una Tercera Guerra Mundial. La dinastía de los Kim lleva un cuarto de siglo tratando de desarrollar un programa nuclear. En el caso de Irán, el programa de energía nuclear fue introducido por Estados Unidos en los tiempos del sha y después de la Revolución de Khomeini los mullahs empezaron a diseñar una estrategia para desarrollar su dimensión militar.
¿Puede confiarse en el instinto de autopreservación de estos dos regímenes como para suponer que, si logran desarrollar plenamente sus programas nucleares, se frenarán a la hora de provocar un ataque estadounidense? No se puede confiar nunca en un fanático, pero el propósito de estas dictaduras tiene más que ver con el hegemonismo y las áreas de influencia de ciertas zonas que con la guerra con Estados Unidos.
Corea del Norte quisiera conquistar Corea del Sur y Teherán pretende volver a ser el poder dominante del mundo musulmán. Para ellos, la democracia liberal es un enemigo y Estados Unidos, su portaestandarte mundial, una amenaza. Pero ninguno de estos dos regímenes ignora que si pretendieran emplear un arma nuclear en zonas cercanas, serían inmediatamente objeto de un ataque devastador por parte de Washington.
Sólo en la eventualidad de que Corea del Norte e Irán pudieran contar con respaldo de China y Rusia, respectivamente, en un conflicto, podrían competir con Estados Unidos en condiciones verdaderamente amenazantes. Pero ni Rusia ni China tienen interés en desafiar la doctrina MAD porque la disuasión, que fue efectiva durante la Guerra Fría, lo sigue siendo hoy. El fanatismo de los Estados no es autodestructor desde el punto de vista de la política exterior: busca más bien la perpetuidad del poder establecido. A veces calcula mal, pero su pretensión no es la destrucción mutual en una guerra.
Rusia ha criticado severamente el bombardeo de Estados Unidos a Siria. Pero, en la práctica, ¿ha tomado represalias militares? No. En el caso de Corea del Norte, lo que se ha visto es que China ha perdido la paciencia con Pyongyang en lugar de una disposición de Pekín a ir a la confrontación con Trump para proteger a Kim Yong-un. Si algo han revelado los últimos días es una tensión creciente entre China y Corea del Norte. Los chinos perciben el germen de su propia inestabilidad en cualquier conflicto que pudiera desatar Kim Yong-un.
Este dictador, como su padre y su abuelo, utiliza de tanto en tanto la bravata exterior como herramienta política interna. Pero ¿está seriamente dispuesto a exponerse en una guerra contra potencias muy superiores? Nada de lo que sabemos de los regímenes comunistas apunta en esa dirección. Lo que sabemos es, más bien, que, aunque algunos Estados comunistas están dispuestos a llevar el “bluff” hasta la zona de peligro real, su instinto es la autopreservación.
¿Significa esto que no hay peligro de Tercera Guerra Mundial? No, significa que ese peligro no viene, a mi modo de ver, en lo inmediato, de los lugares donde está fijada al atención en estos días. Viene, más bien, de esas organizaciones terroristas no estatales en las que el suicidio sí es un arma de lucha para alcanzar la gloria. Pero ¿cuáles son las posibilidades de que los terroristas no estatales se hagan con un arsenal nuclear importante?
Evitar que ello ocurra es una necesidad imperiosa, un objetivo compartido por las grandes potencias nucleares enemistadas entre sí. Estados Unidos, Rusia y China tienen exactamente el mismo interés en evitar que el terrorismo suicida se apodere de armas nucleares. Esto no garantiza que una organización terrorista no pueda obtener un arma nuclear, pero sí implica que los países que tendrían que enfrentarse entre sí para que se diera una Tercera Guerra Mundial actuarían para atajar el riesgo conjuntamente.
El mayor peligro en el corto o mediano plazo no es la guerra mundial. Es más bien la erosión de la democracia liberal, el auge de los autoritarismos bajo la cobertura del nacionalismo y el populismo. Y en un mundo, todavía lejano, en que la democracia liberal dejara de ser el paradigma líder, el peligro de una conflagración planetaria crecería.
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