Óscar Contardo's Blog, page 162
June 4, 2017
El futuro es de los creyentes
Creer a pie juntillas, creer con una fe dura como una piedra que se lleva a todos lados bien sostenida bajo el puño, porque se la necesita cerca para seguir creyendo y, de vez en cuando, para arrojársela a quienes dudan. Creer como los padres de Francesco, un chico italiano de siete años que un día tuvo molestias en un oído y tanta fiebre que sus padres -un matrimonio italiano de la ciudad de Ancona- lo llevó hasta donde su médico, no uno cualquiera, sino el médico homeópata que les decía en qué tenían que creer. El chico no necesitaba antibióticos, ni tratamiento convencional, porque esas cosas hacen daño, les dijo. Los padres creyeron; hicieron exactamente lo que su doctor les recomendó: un poco más que nada. La fiebre continuaba, el dolor no desaparecía.
En el plazo de dos semanas, Francesco se agravó tanto, que los padres debieron desafiar su propia fe y llevarlo a un hospital, donde descubrieron que el chico tenía un daño tan severo, que debían operarlo. Eso hicieron, pero el daño era irreversible. Francesco murió, sus padres se ocultaron. El abuelo habló con la prensa y dijo que todo era culpa del médico, que él -antiguo miembro de una secta religiosa- les infundía miedo. ¿Temor a qué? ¿A los antibióticos? ¿A la ciencia? ¿A que sus creencias fueran contrastadas con la realidad?
Para creer no hace falta más que la voluntad de entregarse y dejarse llevar. La misma voluntad que han tenido los padres de los niños muertos de enfermedades que parecían erradicadas hasta que alguien les dijo que todo eso -las vacunas, los antibióticos- eran patrañas peligrosas de las que debían mantenerse a salvo. Hombres y mujeres que nunca vieron a nadie sufrir por difteria o agonizar por los efectos del sarampión, decidieron que todo eso era un cuento de las farmacéuticas que compraban a los políticos. En esto no había matices. Aunque la historia les gritara que hasta hace 100 años la infancia era un campo minado para la gran mayoría de la población del planeta y que los obstáculos para llegar a la adolescencia vivo se despejaron gracias a todo eso que ellos rechazaban. Pero no. Ni vacunas ni antibióticos ni tratamientos que desafiaran su idea de lo considerado “natural” y, por lo tanto, bueno, adecuado y armónico.
Para el matrimonio canadiense que forman David y Collet Stephan la meningitis de su hijo debía tratarse con un remedio casero. Nada de especialistas ni hospitales. Así lo hicieron. El niño de poco más de un año murió. Sus padres acabaron declarando en tribunales acusados de matar a su propio hijo. Tal vez esa sea una prueba de fe: poner en riesgo a quienes deben cuidar y proteger es una manera de templar sus creencias. Si son capaces de hacerlo con ellos, ¿por qué no con el resto? ¿Qué les importarán entonces los niños ajenos que exponen rompiendo la inmunidad grupal de la vacunación masiva? Las creencias, a diferencia de la ciencia, sólo aceptan los hechos que las refuerzan. La evidencia que las contradice es una herejía que debe ser ignorada o sofocada.
Esta semana, Donald Trump anunció que Estados Unidos se retiraba del Acuerdo de París sobre el cambio climático. La razón que el Presidente Trump dio fue la misma que dan los activistas antivacunas: él no creía que tal cosa existiera. Todos los estudios, todas las publicaciones científicas eran borradas de un plumazo con una frase dicha ante un pequeño auditorio de personas -educadas y poderosas- que adherían a la misma fe. De una manera brutal, el presidente de Estados Unidos, que ha hecho de la expresión fake news una especie de mantra internacional, nos estaba avisando que la antigua idea de futuro que alguna vez tuvimos -la de la globalización, la cooperación y el progreso sustentado en la protección del medioambiente- estaba en retirada. El horizonte en adelante lo dibujarían aquellos que lo votaron a él: los creacionistas, los que desconfiaban del conocimiento, los que repudiaban a quienes les parecían extraños, los que añoraban un pasado ideal que nunca existió y los que preferían refugiarse en una mentira cómoda que alimentara sus creencias, antes que enfrentarse a una verdad desagradable que los perturbara.
Esta semana, Donald Trump apeló a sus propias convicciones como argumento y con ello logró que el futuro se transformara en una cuenta regresiva.
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CEP: escenario presidencial
De diciembre a la fecha ha ocurrido casi de todo en materia presidencial: Sebastián Piñera vio acrecentarse la ofensiva respecto a las presuntas opacidades en la administración de su patrimonio; Alejandro Guillier perdió el sorprendente impulso que había mostrado durante el verano, ayudando a la DC en la decisión de correr con Carolina Goic en solitario hasta la primera vuelta; Beatriz Sánchez irrumpió con fuerza y sorpresa como candidata del Frente Amplio.
Con todo, la encuesta CEP conocida el viernes vino de algún modo a ratificar el mismo escenario presidencial configurado en los últimos seis meses; es decir, si las elecciones fueran el próximo domingo, Sebastián Piñera y Alejandro Guillier serían los candidatos que pasan a segunda vuelta, un balotaje que tendrá un resultado estrecho, aunque el representante de Chile Vamos mantiene una leve pero clara ventaja. En síntesis, todavía ninguno de los movimientos recientes de las otras piezas en el tablero logra alterar este escenario fundamental.
Así, a pesar de todos los esfuerzos por debilitar a Piñera, la carta opositora sigue ascendiendo en dicha encuesta, pasando del 20,1% al 23,7% en intención de voto y aumentando además de manera importante la percepción de triunfo, donde los que creen que será el próximo presidente suben de 27,4% al 44,7%. Por su parte, y más allá de todas las críticas que han asomado en las últimas semanas respecto a su desempeño, Guillier es todavía el único que tiene una opción de impedir la victoria de la centroderecha en segunda vuelta, al existir una brecha de apenas cuatro puntos en esa eventual definición.
Sin duda, la gran derrotada en este estudio es la DC, que se enfrenta a la compleja ratificación de una Carolina Goic que aún no logra superar el umbral del 3%, quedando también muy lejos de Piñera en una improbable segunda vuelta entre ambos candidatos. En los hechos, lo que se abre a partir de ahora para la abanderada DC es un escenario cada vez más cuesta arriba, en el que tendrá que enfrentar y resistir presiones crecientes de sus aliados y de su propio partido para deponer su opción presidencial.
En lo que respecta a Beatriz Sánchez, la encuesta del CEP confirma un posicionamiento interesante (4,8%), pero todavía lejos de la posibilidad de impedir que Guillier sea quien finalmente enfrente a Piñera en el balotaje. No obstante, su aparición en escena y su potencial crecimiento podrían terminar siendo un factor decisivo para que el candidato del oficialismo tenga opciones competitivas en segunda vuelta, aspecto que mantendrá la atención en la posibilidad de que exista al final un espacio de acercamiento entre la Nueva Mayoría y el Frente Amplio, con el objetivo de impedir el triunfo de Piñera.
En definitiva, lo que vino a reafirmarse en este estudio de opinión es lo que ya la opinión pública tenía de algún modo internalizado desde hace tiempo: Sebastián Piñera posee la primera opción de ser el próximo presidente de Chile, y el único que hoy está en condiciones de impedirlo en segunda vuelta es Alejandro Guillier. Lo demás, por ahora, es simplemente parte del decorado.
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La Presidenta y su devoción
Quizás estaba escrito, entre otras cosas porque al final es muy difícil que la gente o los gobiernos cambien. La Presidenta Bachelet se irá el próximo año de La Moneda tal como llegó: equivocada. La experiencia de estos tres últimos años no removió ni una sola de sus convicciones. Llegó al poder en esta segunda administración creyendo que las presiones del descontento social eran de tal magnitud que el país estaba al borde de un estallido generalizado y se irá pensando que su gobierno, no obstante haber enfrentado algunos nudos ciego de desigualdad, alcanzó a dar solo algunos pasos en dirección a una sociedad más equilibrada, pacífica e igualitaria. Su convencimiento es que entregará un mejor país que el que recibió y, aunque en esa percepción la ciudadanía definitivamente no la está acompañando, puesto que dos tercios de la población consideran que el país extravió el rumbo, ella confía en el juicio de la Historia, porque está segura de que los logros de su gobierno tardarán todavía algunos años en madurar o ser reconocidos.
Es complicado cuando los presidentes quieren medirse de tú a tú con la Historia. A menudo esa intención no es otra cosa que un refugio psicológico, una manera de ningunear la desaprobación de los contemporáneos y de elegir para su gestión una métrica que, buena o mala, tiene una ventaja insuperable: el juicio se suspende per secula, sea hasta el día del níspero o hasta que el tiempo, que todo lo cura, y la memoria pública, que no es tan larga, disuelvan los errores, los conflictos y los fracasos en los benévolos caldos de la mistificación o el olvido.
Lo concreto, sin embargo, al menos hasta que los historiadores entren a evaluar o a picar, es que el segundo gobierno de Michelle Bachelet ha sido una decepción. Llegó al poder en medio de enormes expectativas y, tres años después, incluso buena parte de la gente que votó por ella se siente defraudada. Aunque la Mandataria crea lo contrario, el país no está mejor que hace tres años y eso explica el 66% de la desaprobación presidencial. La economía se frenó, el empleo se precarizó, los niveles de confianza no se recuperaron, la convivencia se deterioró y no hubo día en que el pesimismo no fuera ganando posiciones. Lo curioso -curiosidad que es entre tóxica y admirable- es que ella persista en su línea y no abrigue una sola duda. Una posibilidad es que quizás ya sea demasiado tarde para cambiar. La otra es que sus sesgos intelectuales y de carácter sean tan profundos y arraigados que la tengan viviendo en una realidad paralela, donde apenas la alcanzan, si es que la alcanzan, los datos de la realidad.
Como quiera que sea, si hay un rasgo en la última cuenta pública presidencial que sobresale muy por encima de los demás es la incondicionalidad de su fe en la acción del Estado. Como si todo comenzara y terminara en sus orgánicas y programas de acción. Después del retorno de la democracia, no hay mandatario que haya tenido una devoción en la acción estatal tan fuerte como la suya y quizás esto explica su disgusto, su desencuentro, su aversión visceral, incluso, a eso que se llama “el nuevo Chile”, y que a sus ojos es producto de todo cuanto rechaza: el mercado, el consumo, la competencia, el individualismo, la modernización súbita o mal digerida, la falta de épicas colectivas.
Si el cuadro del país que pintó la Presidenta parece irreal no es porque sea falso. Es porque es unilateral y reduccionista hasta lo tendencioso. El gran problema para Bachelet es que el Chile de hoy no se explica solo por lo que haga o deje de hacer el Estado. De hecho, en los últimos 40 años la sociedad civil pasó a ser mucho más potente que el aparato público y es allí -no en las reparticiones estatales- donde se gestan o se malogran las oportunidades, las confianzas, los empleos, las miradas de futuro y los estados anímicos de la sociedad. No hay duda que la acción de los gobiernos es importante, desde luego porque el Estado es insustituible en una serie de funciones irrenunciables, pero la generación de trabajos y riquezas, la innovación y el motor de la superación, el movimiento y la actividad, provienen de la iniciativa de individuos y los grupos en su respectiva esfera de actividad. Ante ese flujo, a los gobiernos les caben dos extremos: o la estimulan o la reprimen. Y la verdad es que nunca estuvo entre los propósitos de la actual administración facilitar las cosas.
Por eso es que resulta cuando menos incompleto exaltar la acción estatal en unos cuantos programas sueltos que se presentan como exitosos -vaya uno a saber a qué costo lo son- y no haya habido una sola palabra para explicar el fracaso del Estado en ámbitos muy sensibles y que le son privativos e indelegables, como justicia, seguridad pública, pensiones o salud, donde cada vez se está tornando más oscura la relación entre el mayor esfuerzo que el país está haciendo y la calidad de los servicios que recibe la población. Incluso en educación, que iba a ser el área prioritaria del actual gobierno, el balance es decepcionante, porque ni la gratuidad ni las otras reformas han logrado detener el naufragio de la educación pública.
Al cabo de tres años, por mucho que Chile tenga un aparato estatal más grande y también más caro, la confianza de la población -y en especial de la clase media- en que el Estado le pueda ayudar a resolver sus necesidades cotidianas está lejos de haber aumentado. Al revés: la gente hoy siente al Estado más como parte del problema que de la solución.
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De 87% a 36%
En la lista de las tonterías producidas en forma colectiva por la clase política chilena resplandece la del voto voluntario con inscripción automática. Gracias a ese golpe de ingenio, Chile dejó de ser uno de los países con más alta participación electoral para entrar en el club de los que tienen las más altas abstenciones… ¡del mundo! Los deportistas de las comparaciones con la Ocde pueden solazarse con un nuevo récord: desde las elecciones municipales de 2016, Chile es el miembro con menos votación democrática. Ah, y también de América Latina.
Bingo, lo consiguieron: los alcaldes y concejales de Chile fueron elegidos con un magro 36% de los electores potenciales. Para ponerlo en números: los votaron algo menos de cinco millones de personas, mientras otros nueve millones decidieron hacer cualquier otra cosa antes que sufragar. Un análisis del PNUD de noviembre muestra que en esas municipales la abstención chilena superó a las de Eslovenia y la República Checa, dos países donde se han entronizado el nacionalismo, la xenofobia y el iliberalismo.
Este estado de cosas introduce alguna incertidumbre en las encuestas. Aunque todas ellas están coincidiendo en resultados parecidos (la novedad del CEP es el tercer lugar para Manuel José Ossandón), también coinciden en cerca de un 30% de gente que no responde y otro tanto de gente que dice abiertamente que no va a votar. Estas personas engrosarán una abstención que, si se siguen los patrones del 2013 y el 2016, oscilará entre 49% y 64%.
Los campeones del voto voluntario suelen ser también los sacerdotes de esa nueva religión a la que llaman transparencia. Su lógica se construye más o menos así: bajo el régimen de inscripción voluntaria y voto obligatorio, los jóvenes no se estaban inscribiendo, con lo cual se producía una “abstención encubierta”, puesto que votaba una mayoría de los inscritos, pero los que se inscribían eran sólo unos pocos. Ahora, en cambio, los mismos jóvenes no votan, y además no votan tampoco algunos de los antiguos inscritos. El día que no vote nadie se cumplirá, quizás, el sueño de la transparencia perfecta.
Es verdad que después de la elección de Ricardo Lagos en 2000, las nuevas inscripciones empezaron a caer por debajo del 10% entre los que cumplían 18 años. En el pasado, las inscripciones, siendo voluntarias, tenían ciertos vínculos compulsivos: se requería estar inscrito para obtener empleo, para conseguir documentos oficiales, incluso para viajar. Todo eso desapareció con la restauración democrática. Hacia el 2008, el porcentaje de jóvenes que se inscribía se situaba por debajo del 8%. Pero, bajo y todo, era un 8% que se agregaba al conjunto del padrón electoral. En la genialidad de la inscripción automática, los votantes no han hecho más que desagregarse.
Tómese este dato escalofriante: para su segunda presidencia, con su bullicioso programa de reformas “estructurales”, Michelle Bachelet fue elegida con casi 400 mil votos menos que el ultraprudente Patricio Aylwin. Y fue elegida en una segunda vuelta que tuvo un millón y medio de votantes menos que en las elecciones con que se restauró la democracia, 23 años antes.
La Presidenta nunca se mostró consciente de este débil nivel de representación introducido por el voto voluntario; pero no tenía por qué hacerlo, porque en sus equipos estaban algunos de los profetas de este sistema. De hecho, en su último mensaje, la Presidenta se felicitó de que “hemos renovado la política, haciéndola más representativa y más transparente”. ¿A qué diablos se referiría? ¿Pensará que es más representativo un 36% que el 87% que votó en 1989? Y la renovación de la política, ¿es lo que vemos en estos días, con este masivo rechazo a los dirigentes y al voto?
Así que los jóvenes no se inscriben en el régimen de voto obligatorio ni sufragan en el de voto voluntario. Por lo tanto, la no participación nada tiene que ver con el régimen del voto. Para encontrar sus raíces hay que ir al lugar donde se hallan casi todos los problemas intelectuales del país: a la educación básica y media, donde no sólo se ha esfumado la educación cívica, sino que campean los profesores antisistémicos y la ancha escuela del resentimiento. La explicación de la desidia juvenil la deben dar los profesores, no los políticos.
Está ampliamente demostrado que el voto voluntario introduce, además, un sesgo de clase que en ciertas ocasiones excepcionales puede ser mitigado, pero nunca desaparece del todo: votan menos los jóvenes, los pobres y los tontos. ¡Háblennos de desigualdad!
Los portaestandartes del voto voluntario están ahora un poco escondidos -desde Cristián Larroulet a Alejandro Navarro, de Giorgio Jackson a Lily Pérez, desde Fulvio Rossi a Cristóbal Bellolio- y no van a responder por el daño que infligieron a la democracia chilena, a sus apariencias o a su fondo. Nadie responde por nada en la política chilena.
Desde el plebiscito de 1988 en adelante existió un repertorio más o menos estable de siete millones de votantes. En la primera elección posterior a la implantación del voto voluntario -municipales del 2012- la cifra cayó a algo menos de seis millones, y en las municipales recientes se desplomó a menos de cinco millones. Esto, en contraste con los cerca de 13 millones que están en condiciones de votar. (Y a algún candidato se le ha ocurrido otra idea para el concurso de la tontería: ¡Rebajar la edad para votar!).
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Todo sobre las encuestas presidenciales
Algo no calza al comparar las encuestas de Adimark y el CEP que conocimos esta semana. La primera da un 21% de las preferencias para Guillier; la segunda, solo un 13%. La primera indica una aprobación del gobierno de un 31%; la segunda, de solo un 18%. Las diferencias anteriores son demasiado grandes si se considera que las dos encuestas reportan un margen de error de un 3%.
La fórmula que se utiliza para calcular el margen de error de una encuesta supone que todos responden cuando son contactados, es decir, y en jerga de encuestólogo, que la tasa de respuesta es del 100%. Pero tal como lo ilustra el diálogo que sigue entre Jon Stewart y el decano de los encuestadores de los Estados Unidos, John Zogby, poco antes de la elección presidencial de 2004, donde Bush venció a Kerry, la tasa de respuesta, al menos para las encuestas telefónicas, no llega siquiera al 50%:
Stewart: “¿Supongo que están encuestando mientras hablamos, dada la cercanía de la elección?”.
Zogby: “Cierto. ¿Por qué no estás en tu casa, donde mi gente está tratando de llamarte en este momento?”.
Stewart: (Sonríe, se queda pensando, continúa) “Cuando dicen que el número de entrevistados fue de, digamos, 1.300, ¿a cuántas personas tuvieron que llamar?”.
Zogby: “Ufff, me imagino que necesitamos alrededor de 10 mil números telefónicos”.
Stewart: “¿En serio?”.
Zogby: “Sí, de veras. Mucha gente no está en su casa y alrededor de dos de cada tres se niega a responder hoy en día”.
Stewart: “Entonces, ¿por qué el margen de error no es del 70%?”.
Zogby: “¿Por qué me preguntas esto?” (Lo que sigue en voz baja, pero claramente audible) “Dijiste que no me ibas a preguntar esto”.
Stewart: “Tienes razón, no te lo voy a preguntar. Dime entonces quién crees que va a ganar (la elección presidencial de la próxima semana)”.
Zogby: “Kerry”.
En general, la tasa de respuesta en las encuestas telefónicas es muy baja, típicamente no llega al 30% y a veces ni siquiera al 10%. Si la mayoría de los encuestados optó por no responder cuando fueron contactados, ¿qué valor tiene la respuesta de quienes sí respondieron? O dicho de otra forma, ¿qué asegura que los que respondieron piensan igual a quienes guardaron silencio? La verdad es que requiere de un optimismo casi irresponsable suponer que quienes responden representan preferencias similares a aquellos de quienes no lo hicieron. Y sin ese supuesto, el margen de error probablemente crece tanto que la mayoría de las encuestas sirve de poco.
La tasa de respuesta en la encuesta CEP publicada el viernes de esta semana fue de un 79%, una tasa mucho más alta que las mencionadas anteriormente, porque no se trata de una encuesta telefónica, sino presencial, y porque no se reemplaza a quienes no se puede contactar, sino que se regresa varias veces a los hogares respectivos. A diferencia de la CEP, la encuesta Adimark no publica la tasa de respuesta, la cual, al tratarse de una encuesta telefónica, presumiblemente sea muy inferior a aquella del CEP.
Tasas de respuesta muy por debajo del 100% son un motivo para no creerles a los márgenes de error que reportan las encuestas. Un segundo motivo para tener un sano escepticismo es que es bien difícil saber quiénes de los encuestados irán a votar y quiénes no. Y como las preferencias de quienes votan y quienes no votan pueden ser bien distintas, si se calculara el margen de error correctamente -tarea nada de fácil-es probable que este sería varias veces el 3% reportado.
Un estudio hecho hace casi dos décadas encontró algún tipo de regulación para encuestas electorales en 30 de los 78 países considerados. Es probable que los países con regulaciones hayan aumentado desde entonces. Una exigencia mínima sería reportar la tasa de respuesta y señalar que los supuestos bajo los cuales se calculan los márgenes de error no se cumplen ni remotamente. Podrían considerarse exigencias adicionales, como auditorías externas que detecten errores en el manejo de la información y requerimientos de transparencia respecto de clientes de las empresas encuestadoras que podrían significar conflictos de intereses.
Mientras tanto, seguiremos atentos cada domingo a lo que diga una tercera encuesta política, la Cadem, a pesar de que esta tampoco publica la tasa de respuesta y también es mayoritariamente telefónica. Escucharemos a sesudos analistas explicando fluctuaciones semanales que probablemente no son más que ruido mientras no tenemos cómo detectar posibles errores que subestiman o sobreestiman sistemáticamente las intenciones de votos por candidatos específicos.
Mark Twain atribuyó al primer ministro británico Benjamín Disraeli la frase según la cual hay tres tipos de mentiras: la mentira, la gran mentira y las estadísticas. Luego de lo sucedido con las proyecciones de las elecciones del Brexit, Trump y el plebiscito reciente en Colombia, tal vez se podría incluir una cuarta categoría, aquella de las encuestas electorales.
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Mapuches millonarios
El bufón de la corte siempre podía decir la verdad, porque no se le tomaba en serio. Esto lo salvaba del destino de muchos filósofos, que por decir la verdad en serio terminaban muertos. En este sentido, los bufones de nuestra transición democrática fueron los creadores del programa “Plan Z”, que en los 90 se atrevió a mostrar con genial humor negro las manchas del “jaguar”. Al lado de ellos, Yerko Puchento, nuestro bufón actual, palidece, pues su crítica es mucho menos elaborada y llena de lugares comunes e insultos. Comparándolos, y sabiendo que cada sociedad tiene el humor que merece, da la impresión de que viviéramos en una época más tonta y más grave.
De entre todas las genialidades del programa, se podrían escribir muchas columnas sobre “Esos locos pobres”, “Instituto Aplaplac” o “Mapuches millonarios”. Pero quisiera concentrarme, por esta vez, en estos últimos. ¿Por qué resultaba divertido imaginarse una sociedad donde lo mapuche constituía la alta cultura, y lo “criollo” aparecía como algo bajo y de mal gusto? Porque las cosas operaban justamente al revés. Era divertido imaginar mapuches millonarios, además, porque no existían. Porque todos sabíamos que ser mapuche era ser pobre y subalterno.
Pero, ¿por qué no existían mapuches millonarios? Todas las sociedades humanas han sido desiguales, y si uno revisaba la historia, los mapuche no fueron la excepción. Hubo, hasta fines del siglo XIX, mapuches millonarios. Grandes señores que dominaron económicamente a los dos lados de la cordillera. Pascual Coña, en sus memorias, nos da una idea de ellos ¿Por qué 100 años después hablar de “mapuches millonarios” era un chiste?
La respuesta se encuentra en el largo y racista proceso de invasión y ocupación de La Araucanía por el Estado de Chile, que se inicia con la intervención militar inmediatamente posterior a la Guerra del Pacífico llamada “pacificación” y culmina con el proceso de “reducciones” (amontonamiento de las familias mapuche en las peores tierras de la zona, mientras el Estado le entregaba las mejores a colonos europeos) de los años 20 del siglo XX. Toda una sociedad fue arrojada a lo más bajo de la estructura social. Desde entonces que no hay “mapuches millonarios” (los señores del trigo y los de las forestales no son, sabemos, de allá). Y en ese brutal acto, que afectó a los abuelos y bisabuelos de los mapuche de hoy, se encuentra el origen de la actual pobreza de la zona, que es, en combinación con la memoria herida que explica esa pobreza, caldo de cultivo para el etnonacionalismo, la insurgencia y el violentismo.
¿Se sigue de esto que hay que apoyar todas las reivindicaciones o justificar todos los actos que se hagan en nombre de los mapuche? ¿Que hay que idealizarlos como víctimas sagradas? No, por cierto. Esa es solo otra forma de no hacerse cargo del problema. Pero conocer y reconocer el origen de la situación vivida es la base para cualquier búsqueda de soluciones. Negar o minimizar esa historia, en cambio, es comenzar el diálogo sin entender de lo que se habla y escupiendo, por enésima vez, sobre un interlocutor ya humillado.
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June 3, 2017
Alguien te escucha
TE SIGUE, acecha y tiene en la mira. Le pasa a uno algo así, y en Chile parece dar lo mismo, se piensa que es algo exótico, de no creer, poco menos que de película. Si incluso cuando ocurren atentados a la intimidad ni siquiera nuestros expertos logran ponerse de acuerdo al respecto. Consultado Jorge Burgos por lo del micrófono en la Sofofa, se limita a mirar para atrás y, pues nada, afirma: “Tengo poca memoria que espionajes de este tipo sea de común ocurrencia en Chile”. Felipe Harboe al menos concede que “puede ser más común de lo que parece”. Es decir, se topa uno con comentarios como los anteriores y probablemente termina dudando que se llegue a saber la firme alguna vez, y eso que, en esta ocasión, habría afectado a gente poderosa.
El asunto, digan lo que digan, no es como para que lo tomemos livianamente. Tuvimos una muy larga dictadura; hubo “sapos” y soplonaje que aconsejaba cuidarse con lo que se decía. Tanto entonces como después figuras políticas han sido captadas más de alguna vez en situaciones comprometedoras. Y, es muy dudoso que a alguien se le ocurra comunicarse, hoy en día, con igual soltura por teléfono o Internet que en privado. No en un país en que no es inusual poseer más de un celular (algunos parlamentarios disponen hasta más de 14), y en que los niveles de confianza son bajísimos.
No seamos ingenuos. Si de lo poco que ha trascendido y entiende del caso en comento, hay un par de cosas que saltan a la vista: que la Sofofa se tomó varios días en avisar a la autoridad pública (por motivos que tendrían que especificarse); que se prefirió recurrir a investigadores privados (i.e. servicios de este tipo existen); que estamos en un año electoral (siendo la elección en serio no la gremial); y que se ha producido un hecho noticioso aunque algunos lo presenten como freak o baladí.
Vivimos, además, en un mundo en que las filtraciones están al orden del día, algunas masivas y muy delicadas. Se hacen públicas bases de datos de toda índole, en algunos casos divulgándose informaciones que afectan relaciones entre gobiernos (WikiLeaks, los rusos y la campaña de Clinton, transcripciones de conversaciones entre Trump y su par filipino, datos que ponen en jaque investigaciones terroristas en curso como lo de Manchester); se recurre cada vez más a material almacenado para proceder a indagatorias judiciales; y nuestra tecnología de punta permite un seguimiento de cualquiera en pantalla como nunca antes.
El efecto “panóptico” que Foucault detectara a partir del siglo XVIII se ha perfeccionado. Somos cada vez más visibles, objeto de observación, a la par que nos percatamos menos de cuándo se nos vigila y cuándo no, permitiendo un mayor disciplinamiento social. Obviamente, plantar un micrófono solitario es anacrónico hoy día habiendo medios más eficaces, lo que no resta que pueda servir de amedrentamiento. Cualquiera su intención específica, este dispositivo estaba destinado probablemente a ser descubierto; alguien se propuso recordarnos que se espía en Chile.
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June 2, 2017
Reina por un día
LA PRESIDENTA aprovechó su última cuenta anual para intentar salir por la puerta ancha. En síntesis, dijo que cuando llegó, encontró un Chile con malestar profundo, que hoy el país es mejor que ayer, y que los que sueñan con volver atrás se encontrarán con la fuerza de un país entero que apoya sus cambios.
Bueno, al día siguiente, la realidad pulverizó todos sus pensamientos, mostrando un diagnóstico totalmente distinto. De acuerdo a la encuesta CEP, la gente está mucho más molesta que antes, piensa que el país está peor y que la mayoría quiere volver atrás. Prueba de ello es que casi nadie está contento con su gestión y la mayoría cree o quiere que Piñera sea el próximo presidente. El candidato deja muy atrás a los que quieren continuar la obra de este gobierno (Guillier y Goic) y casi no considera a los que pretenden ir aún más a la izquierda, como Beatriz Sánchez.
Bachelet sabía que la encuesta CEP saldría al día siguiente de su discurso. Y no había que ser un genio para saber que saldría mal evaluada. Ella, sin embargo, en vez de protegerse, optó por ser reina por un día. Que su último discurso fuera épico, aunque la realidad le dijera otra cosa. En suma, morir con las botas puestas.
¿Se derechizó Chile? Nada indica que ello sea así. El problema es que la coalición gobernante se fue a la izquierda, pensando que ello era lo que quería la gente, y nadie compró aquello. Por eso, el castigo a este gobierno no es solo porque hace mal las cosas, a estas alturas un dato de la causa. El verdadero problema es su mal diagnóstico. Nadie quería virar a la izquierda. La mejor prueba de ello es la misma Bachelet. En su primer gobierno, con ideas menos radicales, terminó con un 78% de aprobación. Hoy, solo tiene un 18%. La gente no cambió; cambió ella.
Esa es la verdadera fuerza que tiene a Piñera ad portas de ser presidente. No es solo porque esperan una mejor gestión -otro dato cierto-, sino también porque esperan que haya un cambio profundo en la ideología que representó Bachelet en estos años.
Por eso, la CEP no solo está proyectando una derrota de los candidatos de izquierda, sobre todo los más radicales del Frente Amplio; hay algo más profundo: la casi nula sintonía que tiene la gente con el discurso del descontento que se quiso imponer. Y menos que sea el Estado el que dicte las reglas de todo, dejando relegada la libertad individual a segundo plano.
En su primer gobierno, Piñera ganó por el desgaste de la Concertación. Esta vez, ganará porque la Nueva Mayoría abandonó las ideas que con éxito guiaron al país desde que regresó a la democracia, al punto que llegaron a despreciar ese legado, incluyendo el primer mandato de Bachelet.
Bueno, la historia les pasó la cuenta más temprano que tarde. Porque los gobiernos duran cuatro años, pero el actual, si fuera por popularidad, debió haber terminado hace rato. Como sea, cuando ya quedan pocos meses, la cosa parece estar más clara que nunca. La gente quiere cambios, pero no los que prometió Bachelet. Quiere lo que hoy promete Piñera, que es justo lo contrario.
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El orden público económico
CONSTITUIRÍA UNA hipocresía ignorar que existen inquietudes y aprehensiones respecto del tema del orden público económico y los contenidos que sobre él posea una nueva Constitución.
Hay quienes ven en el proceso constituyente y su desenlace una amenaza al tipo de economía que ha caracterizado al país durante algo más de un cuarto de siglo, amenazas cuya concreción en el extremo implicarían una regresión hacia modelos de economía hoy simplemente anacrónicos.
Obviamente, carece de sentido predecir los contenidos específicos respecto del orden económico que asumirá una nueva Constitución. Todo proceso de deliberación democrática supone un grado de indeterminación, cuya ausencia implicaría la negación de ese carácter democrático del proceso. No obstante, hay antecedentes suficientes que permiten desechar la existencia de esas amenazas.
La economía chilena contemporánea se organiza en términos de dos pilares institucionales fundamentales: el mercado y el Estado.
Si se estudian las diversas visiones que sobre el orden económico existen hoy en Chile, los estudios se toparán solo en casos muy excepcionales con visiones que contradigan ese tipo de economía que articula mercado y Estado.
Puesto de otra manera, visiones o concepciones que postulan sea una economía de comando central donde solo hay Estado, o una economía libertaría donde solo existe mercado, son concepciones que en el mejor de los casos habitan en los márgenes ideológicos de la sociedad.
El desafío en realidad no es debilitar uno en favor del otro, sino, si se me permite plagiar una formulación que creo que expresa mejor que ninguna lo que es deseable, aspirar y trabajar por más y mejor mercado, y por más y mejor Estado.
Contrariamente, creo que esta deliberación democrática sobre las bases del orden público económico, vaya a descarriarse y se traduzca en la aniquilación de una combinación virtuosa de mercado y Estado.
Contrariamente, creo que esa deliberación democrática puede abrir importantes oportunidades para explorar e identificar fórmulas institucionales que posibiliten respuestas eficaces a diversos problemas que hoy nos plantea la operación de nuestra economía.
Pienso en temas y los consiguientes desafíos que plantean;
1.La protección y estimulación de la libre competencia, y las bases institucionales requeridas para su regulación.
2.La protección de los derechos de las personas en cuanto consumidores, usuarios de servicios financieros, de prestaciones de salud, de servicios educacionales, y en general en cuanto a la regulación de las relaciones entre personas y empresas.
3.La identificación de bases institucionales claras y eficientes que sustenten la regulación de procesos productivos y sostenibilidad medo ambiental.
4.Una definición moderna del principio de subsidiariedad que permita una acción estatal en áreas como políticas industriales, investigación y desarrollo, incentivo del emprendimiento.
La lista puede constituir una buena expresión sobre cómo superar la idea de un debate que básicamente es un riesgo para la economía por una visión que busca definirlo como uno que abre oportunidades para arribar a una arquitectura cuyos pilares son el mercado y el Estado.
Ya existe hoy un orden público económico, y ciertas instituciones básicas de origen constitucional, como la existencia de un Banco Central autónomo, constituyen piezas claves de ese orden y su operación.
El desafío reside entonces en identificar principios y normas de rango constitucional que posibiliten una mucho mejor articulación de mercado y Estado. Ahora ese debate debe ser sobre la base de propuestas en que prime la sensatez, la coherencia y por el contrario evitar prometer cosas que no cuadran presupuestariamente.
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Violencia política mapuche
¿ES TERRORISMO la quema de un camión en la carretera? Convencido estoy de que no. Es básicamente un ataque contra propiedad privada, con móviles que van desde el vandalismo a la protesta política, sin olvidar por supuesto el “cobro de seguros” como se ha demostrado judicialmente en al menos media docena de casos.
Lo acontecido desde hace años en la Ruta 5 Sur creo trata básicamente de protesta política mapuche. Violenta, por cierto; condenable, también, pero en ningún caso terrorismo. Como tampoco lo fue en junio de 2007 la quema de once buses en el acceso a la mina El Teniente de Codelco por parte de trabajadores subcontratistas en huelga.
Nadie en el gobierno o los gremios habló entonces de terrorismo. Pese a la magnitud del atentado, tampoco se aplicó la Ley de Seguridad Interior del Estado, que sanciona duramente a quien atente contra medios de transporte. Bastó con la ley general.
Tras la investigación penal, solo un trabajador resultó condenado por los sabotajes; cinco años y un día por el delito de “incendio simple”. Jamás puso un pie en la cárcel. Alcanzada a través de un procedimiento abreviado, cumplió su condena firmando.
¿Por qué se habla entonces con tanta facilidad de terrorismo al sur del río Biobío? Alguien podrá argumentar que en Codelco no se queman buses todas las semanas. Y que en La Araucanía los camiones siniestrados superan los doscientos en la última década.
Es verdad. Pero Codelco no está todas las semanas en huelga. Ni los subcontratistas enfrentados a diario con Carabineros. Ello sí acontece en algunas zonas de La Araucanía y Biobío. El conflicto allí es permanente. Y en zonas militarizadas como Ercilla hasta cotidiano. Por algo los medios la bautizaron como “Zona Roja”.
Hay quienes argumentan, por otro lado, que basta “producir en la población o en una parte de ella el temor justificado de ser víctima de delitos de la misma especie” para que sea terrorismo. Es lo que dice textual la subjetiva Ley Antiterrorista.
Pero el temor es inherente a cualquier delito. Es lo que siente cualquier santiaguino respecto de los portonazos. O un sureño que transita por el Paseo Ahumada respecto de timadores y carteristas de diversa calaña. Tal vez por ello la propia ley establece, a continuación, que no se trata de cualquier temor. Y tampoco de cualquier delito.
Para el caso de los camiones, debe tratarse de alguno de los delitos que enumera el artículo 2 inciso 4: “Colocar, enviar, activar, arrojar, detonar o disparar bombas o artefactos explosivos o incendiarios de cualquier tipo, armas o artificios de gran poder destructivo”.
¿Se usaron en Pidima complejas bombas o artefactos de “gran poder destructivo”? No que sepamos. Es quizás la misma duda razonable que han tenido los jueces que, en abrumadora mayoría de casos, han absuelto desde 2001 a los mapuche acusados mañosamente por dicha ley.
No, en el caso de los camiones no podemos hablar de terrorismo. Hacerlo es irresponsable. Y un acto de discriminación y racismo, como estableció la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su fallo condenatorio contra Chile de 2014 tras analizar las únicas ocho condenas por dicha ley contra dirigentes mapuche.
En la sentencia, la Corte concluyó que Chile violó el principio de legalidad y el derecho a la presunción de inocencia. También el principio de igualdad y no discriminación al utilizar los jueces en sus sentencias “razonamientos que denotaban estereotipos y prejuicios”.
Insisto, estamos ante casos de violencia política mapuche, no de terrorismo. Al menos no todavía. Y es que político es el conflicto en el sur. Y político debe ser también su abordaje. Es hora de que en La Moneda y el Congreso lo vayan de una buena vez entendiendo.
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