Jorge Zepeda Patterson's Blog, page 21

November 12, 2014

El cuarenta y cuatro

Con todo respeto, a los otros 43, donde se encuentren


Morirse no es como lo pintan. Me gustaría decirles que vi un rayo de luz o que escuché la música de los arcángeles, pero la negrura sólo dejaba ver reflejos de luna sobre las pistolas de los pinches matones y los fogonazos intermitentes cuando apretaban los gatillos. Y de oír, nada. El corazón me tronaba más fuerte que los gritos de mis compas o quizá sería el balazo que me rompió el oído un rato antes cuando tumbaron a José porque no quiso bajarse del camión. El caso es que yo ya nomás oía para adentro. Aunque adentro tampoco había mucha música: traía ya las tripas revueltas y me sacudían arcadas como las que le dan al perro del conserje de la escuela.


Pensé que andaba con suerte. Esa misma mañana Matilde me había mandado a decir que sí. O casi; es hija de los riquillos del pueblo, los Fonseca de la ferretería, y para su papá soy punto menos que el diablo. Ni siquiera me conoce, pero prefiere como yerno a cualquier pelagatos que a un normalista que nunca saldrá de pobre como yo, trabajando de maestro de escuela pública. Pero la Matilde es de buena ley, quedamos de vernos el sábado atrás del camposanto para platicarnos. Si agarro el camión de las siete, para el mediodía estoy llegando a Tarinco. Llevaré el anillo que le compré en Taxco y una cobija. Con suerte dice que sí a todo.


Así que cuando me fueron dejando de lado mientras bajaban a los otros pensé que era mi día de suerte. Tenía meses sobando las palabras que le iba a decir y estaba seguro que la vida no me iba a dejar en la puritita orilla. Seguro que el destino me estaba dejando al último porque algo iba a pasar: igual me puedo morir la semana siguiente, pero no antes de besar a Matilde, tocar sus piernas, bajarle el sol y las estrellas. Algo tendrá que impedir lo que está pasando. Llegarán los soldados y se armará la balacera o un capo de los narcos aparecerá para gritar a todo pulmón, “qué pendejada están haciendo, cabrones”. Yo mismo escuché la frase dos veces en la cabeza y la musité en voz baja.


Pero los cabrones nunca la oyeron. Uno de ellos, el que parecía el jefe me vio y me dijo “No te hagas güey, güerito” y movió la cabeza para que bajara. Soy más prieto que el zapote pero desde niño me dicen el Gringo por el ojo verde. Cómo será de fuerte mi querencia por Matilde que todavía en ese momento estaba convencido de que yo andaba con suerte. El tono con el que me cuchilió para que saliera del camión era cariñoso; un hombre alto con chamarra de borrego. A otros los habían movido a punta de insultos y tubazos. “Este no me va a matar”, pensé. Y no me equivoqué, pero fue lo único a lo que le atiné esa noche.


Detrás del enchamarrado apareció un tipo con las mangas arremangadas y la cara pringada de gotas rojas como si hubiera estado comiendo sandías. En cuanto apoyé el pie en la tierra el culero me dio un golpe en la pierna con una barra de metal. Escuché el crujido de la rodilla y a pesar del aullido de dolor me consolé pensando que había sido la izquierda y no la derecha; es temida por todos los porteros en el torneo de fut de la escuela.


Quedé tirado y encogido metido en la burbuja de un dolor animal; era de color amarillo. Luego volví a escuchar la voz del hombre alto: “ya, dale de una vez”. Y de nuevo pensé que sonaba cariñoso. Luego oí un plomazo y el amarillo se hizo negro. No, la muerte no es como la pintan.



Publicado en El País



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Published on November 12, 2014 10:13

November 2, 2014

Días de muertos

Nunca un día de muertos padeció la necrológica escenografía que hoy “arropa” el 2 de noviembre. Los titulares de periódicos y noticieros exudan sangre. Hallazgos cotidianos de fosas comunes, ejecuciones de funcionarios y empresarios en Coyoacán o Monterrey, atletas desaparecidos y milagrosamente reencontrados en el Ajusco, descripción del enfrentamiento de la jornada entre el ejército y el crimen organizado. Y todo ello mientras la opinión pública espera con temor el anuncio de la aparición de los 43 cuerpos de los muchachos de Ayotzinapan.


La vida pública mexicana de estos días me hacen pensar en Comala, el pueblo habitado por muertos del Pedro Páramo de Juan Rulfo. Los vivos hacemos las cosas que hacemos todos los días, pero la agenda pública está tomada por trajines que tienen que ver con asesinatos y desaparecidos; por todos esos que ya no están con nosotros pero cuyos asuntos pendientes modifican la atmósfera hasta hacerla irrespirable. “Cada que como me imagino qué es lo que está comiendo mi hijo”, dijo el padre de uno de los normalistas desparecidos; cada que bebo me pregunto qué estará bebiendo.


La agenda del gobierno de Peña Nieto se ha hecho trizas; da la sensación de que buena parte de sus cacareadas reformas pertenecen a un pasado distante. O en todo caso más lejano que los apenas tres meses transcurridos desde su aprobación en las Cámaras. Eso, que iba a ser la bandera del sexenio, puede convertirse rápidamente en algo tan anacrónico como la bandera trigarante, a menos que su gobierno pueda hacer algo sustantivo para erradicar la inseguridad pública.


El presidente mismo y sus principales ministros van de un lado a otro intentando apagar un fuego tras otro. Incluso Luis Videgaray, secretario de Hacienda, se ha visto obligado a hablar de inseguridad cada vez que la palabra inversión pasa por su boca. Y no es de extrañar: todos los días llegan señales de la conmoción internacional que ha provocado la violencia en México; 39 mil millones de pesos han salido del país en los últimos meses y los inversionistas extranjeros expresan cada vez mayor preocupación por la presencia imparable del crimen organizado a lo largo de la geografía nacional.


A las preocupaciones sobre inseguridad comienza a colarse en la atmósfera la explosiva idea de que la vida nacional podría estar en proceso de experimentar un golpe de inestabilidad. Las protestas por la desaparición de los normalistas han tomado por sorpresa a la autoridad. No sólo porque se han extendido a varias ciudades, incluso en el extranjero, sino porque han constituido una especie de “hasta aquí” para muchos otros sectores sociales. Algunos de ellos, incluso, bastante lejanos al segmento al que pertenecen las Normales de Guerrero, caracterizadas por su militancia radical.


En otras palabras, todo indica que Ayotzinapan será para este sexenio mucho más de lo que fue el incendio de la guardería de Hermosillo para el gobierno de Calderón. La opinión pública nunca escamoteó la solidaridad con los padres de los bebés fallecidos, pero se trataba más bien de un caso de negligencia y corrupción, por más doloroso e indignante que resultara. Lo de Guerrero es más complicado porque ahonda en heridas adicionales. Todo indica que se trató de una ejecución sumaria y multitudinaria en contra de un sector social que ha sido víctima de una infamia tras otra. Hay un efecto acumulado que termina por hacerse intolerable.


En la tragedia de Iguala convergen dos profundas heridas. Una, la desigualdad social, vieja e implacable, que provoca una desesperanza crónica y una desconfianza absoluta en la autoridad; y dos, la inseguridad pública que se ha cebado en particular en contra de los sectores más desprotegidos.


Me parece que eso es lo que hay detrás de la solidaridad de tantos mexicanos con los padres de los normalistas. La sensación de que se han alcanzado niveles de inseguridad que resultan inadmisibles.


En qué medida eso pueda convertirse en un factor de inestabilidad en el de por sí frágil andamiaje institucional, está por verse. Dependerá de las respuestas del aparato político a la coyuntura, pero también a la dimensión impredecible y azarosa que parece regir la emergencia de nuevos exabruptos violentos. Los Tlatlayas y Azotzinapan surgen sin aviso ni fecha en el calendario. Comenzamos a preguntarnos si estamos alcanzando ya los límites del sistema para procesarlos. ¿Usted qué piensa?


Publicado en Sinembargo.mx y otros quince diarios

@jorgezepedap

www.jorgezepeda.net



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Published on November 02, 2014 06:00

Días de muertos

Nunca un día de muertos padeció la necrológica escenografía que hoy “arropa” el 2 de noviembre. Los titulares de periódicos y noticieros exudan sangre. Hallazgos cotidianos de fosas comunes, ejecuciones de funcionarios y empresarios en Coyoacán o Monterrey, atletas desaparecidos y milagrosamente reencontrados en el Ajusco, descripción del enfrentamiento de la jornada entre el ejército y el crimen organizado. Y todo ello mientras la opinión pública espera con temor el anuncio de la aparición de los 43 cuerpos de los muchachos de Ayotzinapan.


La vida pública mexicana de estos días me hacen pensar en Comala, el pueblo habitado por muertos del Pedro Páramo de Juan Rulfo. Los vivos hacemos las cosas que hacemos todos los días, pero la agenda pública está tomada por trajines que tienen que ver con asesinatos y desaparecidos; por todos esos que ya no están con nosotros pero cuyos asuntos pendientes modifican la atmósfera hasta hacerla irrespirable. “Cada que como me imagino qué es lo que está comiendo mi hijo”, dijo el padre de uno de los normalistas desparecidos; cada que bebo me pregunto qué estará bebiendo.


La agenda del gobierno de Peña Nieto se ha hecho trizas; da la sensación de que buena parte de sus cacareadas reformas pertenecen a un pasado distante. O en todo caso más lejano que los apenas tres meses transcurridos desde su aprobación en las Cámaras. Eso, que iba a ser la bandera del sexenio, puede convertirse rápidamente en algo tan anacrónico como la bandera trigarante, a menos que su gobierno pueda hacer algo sustantivo para erradicar la inseguridad pública.


El presidente mismo y sus principales ministros van de un lado a otro intentando apagar un fuego tras otro. Incluso Luis Videgaray, secretario de Hacienda, se ha visto obligado a hablar de inseguridad cada vez que la palabra inversión pasa por su boca. Y no es de extrañar: todos los días llegan señales de la conmoción internacional que ha provocado la violencia en México; 39 mil millones de pesos han salido del país en los últimos meses y los inversionistas extranjeros expresan cada vez mayor preocupación por la presencia imparable del crimen organizado a lo largo de la geografía nacional.


A las preocupaciones sobre inseguridad comienza a colarse en la atmósfera la explosiva idea de que la vida nacional podría estar en proceso de experimentar un golpe de inestabilidad. Las protestas por la desaparición de los normalistas han tomado por sorpresa a la autoridad. No sólo porque se han extendido a varias ciudades, incluso en el extranjero, sino porque han constituido una especie de “hasta aquí” para muchos otros sectores sociales. Algunos de ellos, incluso, bastante lejanos al segmento al que pertenecen las Normales de Guerrero, caracterizadas por su militancia radical.


En otras palabras, todo indica que Ayotzinapan será para este sexenio mucho más de lo que fue el incendio de la guardería de Hermosillo para el gobierno de Calderón. La opinión pública nunca escamoteó la solidaridad con los padres de los bebés fallecidos, pero se trataba más bien de un caso de negligencia y corrupción, por más doloroso e indignante que resultara. Lo de Guerrero es más complicado porque ahonda en heridas adicionales. Todo indica que se trató de una ejecución sumaria y multitudinaria en contra de un sector social que ha sido víctima de una infamia tras otra. Hay un efecto acumulado que termina por hacerse intolerable.


En la tragedia de Iguala convergen dos profundas heridas. Una, la desigualdad social, vieja e implacable, que provoca una desesperanza crónica y una desconfianza absoluta en la autoridad; y dos, la inseguridad pública que se ha cebado en particular en contra de los sectores más desprotegidos.


Me parece que eso es lo que hay detrás de la solidaridad de tantos mexicanos con los padres de los normalistas. La sensación de que se han alcanzado niveles de inseguridad que resultan inadmisibles.


En qué medida eso pueda convertirse en un factor de inestabilidad en el de por sí frágil andamiaje institucional, está por verse. Dependerá de las respuestas del aparato político a la coyuntura, pero también a la dimensión impredecible y azarosa que parece regir la emergencia de nuevos exabruptos violentos. Los Tlatlayas y Azotzinapan surgen sin aviso ni fecha en el calendario. Comenzamos a preguntarnos si estamos alcanzando ya los límites del sistema para procesarlos. ¿Usted qué piensa?


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Published on November 02, 2014 06:00

October 30, 2014

Asesinato digital

Lo que sigue podría ser una novela por entregas. Por desgracia no lo es; constituye una preocupante lección de las nuevas formas que habrá de asumir el ataque político-cibernético al periodismo digital y a las luchas entre fracciones políticas.


En México los agresiones de gobernadores a tuiteros y a portales digitales incómodos ha sido implacable en algunos casos. En Quintana Roo y en Veracruz se ha intentado aprobar leyes para reprimir todo cuestionamiento a la autoridad, con el pretexto de impedir la difamación o la calumnia. En todos lados la presión sobre los medios digitales independientes ha ido en aumento.


Pero la agresión a estos portales de información por parte de autoridades irritadas alcanzó una nueva cota de sofisticación con los recientes ataques al sitio www.sinembargo.mx. Citado por el New Yorker como el portal de periodismo digital de más influencia en México, con 250 mil usuarios únicos por día, SinEmbargo se ha convertido en un espacio de crítica y denuncia al que muchos ciudadanos se han dirigido en busca de información que muchas veces no aparece en medios tradicionales. Cuarenta periodista trabajan en este sitio, yo entre ellos, en calidad de director general. Es un portal incómodo para autoridades federales y regionales.


A partir del 8 de octubre pasado arrancó una campaña de desprestigio ampliamente orquestada a través de una veintena de supuestos usuarios de Twitter, en el que acusaban a periodistas de este sitio de toda suerte de vicios, malas prácticas y pecados varios. No era una campaña preocupante, porque tenía todos los visos de proceder de un motor de bots: mensajes repetitivos, usuarios claramente inventados, citas a ligas inexistentes. Algo a lo que los periodistas que operamos en estas lides ya nos hemos acostumbrado. Rápidamente detectamos que los avatares o usuarios falsos también habían sido utilizados para cantar loas a Adrián Rubalcava, jefe de la delegación Cuajimalpa, uno de los 16 distritos en los que se divide la ciudad de México. Supusimos que los ataques procedían de la oficina de este funcionario.


La procedencia del ataque pareció confirmado cuando el jueves 23 apareció en las oficinas del sitio un abogado para exigir que se retirase de los archivos digitales de una foto meses antes publicada del delegado Rubalcava en el que aparecía vestido de militar y con fusil en las manos; una imagen que él mismo había posteado en Facebook años antes y que varios medios de comunicación publicamos en su momento. La foto fue retirada, aunque horas después se nos envió un correo electrónico muy agresivo. El viernes un sujeto se presentó en las oficinas para amenazar y amedrentar en nombre del funcionario. En la madruga la página de Facebook de la cantante Belinda, con 7.5 millones de seguidores, fue hackeada y desde ella se publicaron notas en que se acusaba de violador y pederasta a Alejandro Páez Varela, director de contenidos del portal. Un tuit de la periodista Sanjuana Martínez en apoyo de SinEmbargo fue respondido con una imagen del cadáver al que se le había colocado su cabeza. Otra reportera recibió amenazas de muerte en su domicilio.


SinEmbargo hizo público la naturaleza de los ataque y las redes sociales se inundaron de intercambio de mensajes para denostar al funcionario por sus represivas actitudes. El único problema es que el funcionario en cuestión estaba al margen de todo el suceso. Ni los fans que los habían elogiado desde meses antes y que fueron utilizados para atacar a SinEmbargo ni el presunto abogado seguía instrucciones suyas.


Todo apunta a que la confrontación entre el sitio de noticias y el delegado Rubalcava fue orquestado por un tercero interesado en matar dos pájaros de un tiro: denostar al sitio de noticias y destruir la carrera del político. Se trata del único delegado que tiene el PRI en el Distrito Federal, y algunos lo ven como un riesgo para el PRD, partido que controla la capital en la elección de alcalde en el 2018. En su propio partido es visto con desconfianza por las fracciones más tradicionales. El origen de esta cuidadosa estrategia podría tener más de una procedencia.


Lo que sorprende es el grado de sofisticación del ataque. Durante meses se utilizaron avatares dedicados a elogiar al delegado con el propósito de atacar a de manera verosímil a un medio de información. El hackeo de la cuenta de Belinda fue utilizada con el mismo propósito: agredir al portal de noticias y “promover” al funcionario. Lo que seguía probablemente era escalar la agresión a algún acto físico más intimidatorio: durante días las oficinas habían sido vigiladas por sujetos mal encarados que no hacían ningún esfuerzo por ocultarse.


Más allá de los pasos legales que el funcionario y el propio sitio de noticias habrán de seguir para exigir de las autoridades una investigación en línea, el suceso deja preocupaciones de fondo. La paciencia, recursos y habilidades tecnológicas empleadas revelan que la lucha política y las agresiones a los medios de información han entrado en una nueva dimensión. Más allá de los 70 periodistas asesinados en México, hoy advertimos que los atentados también serán digitales. Ya comenzaron.


Publicado en El País

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Published on October 30, 2014 12:52

October 26, 2014

Narcos 2, Los Pinos 0

La salida de Ángel Aguirre como gobernador de Guerrero, se suma a la de Fausto Vallejo en Michoacán para llegar a dos mandatarios defenestrados en lo que va del sexenio. En ambos casos se trata prácticamente de un manotazo de la federación en detrimento de las autoridades estatales.


En primera instancia uno pensaría que lo anterior es resulado del regreso de un presidencialismo de nuevo cuño y el principio del fin de los virreinatos absolutos en los que se convirtieron las gubernaturas en los dos últimos sexenios. Después de todo, uno de los rasgos del centralismo del pasado era la capacidad de los presidentes para deponer gobernadores a su antojo. Carlos Salinas lo hizo 14 veces durante su administración; Zedillo intentó hacerlo, sin éxito, con Roberto Madrazo en Tabasco y su fracaso fue el primer indicador de que los ocupantes de Los Pinos habían perdido su jerarquía como árbitros absolutos del resto de los poderes de la escena pública.


Una lectura superficial podría hacer pensar que Peña Nieto ha logrado imponerse al resto de los poderes fácticos como en el pasado lo hicieron los presidentes priistas. Pero una mirada más detallada nos mostraría que esto no es lo que parece. En realidad ambos gobernadores fueron convertidos en cadáveres políticos por la intervención del crimen organizado. Fueron los Narcos quienes les quitaron el poder mucho tiempo antes de que la Federación los hiciera a un lado.


Peor aún, habría que preguntarnos cuántos gobernadores se encuentran también en dicho caso. Si lo de Michoacán y Guerrero finalmente explotó fue debido a coyunturas que hicieron las veces de un detonante: las guardias de autodefensa en un caso, la desaparición de los 43 estudiantes en el otro. Pero habría que preguntarnos si Oaxaca, Morelos, Sinaloa o Tamaulipas (por mencionar algunas entidades) no se encuentran en la misma situación: territorios que ya no dependen de la capital de su estado sino de los caprichos de los narcos locales. Entidades en espera de su propio detonante para convertirse, también ellas, en incendios imparables que ameriten la desaparición formal de poderes que, en la práctica, se esfumaron hace tiempo.


Se suponía que el regreso del PRI restablecería la noción de un centro de gravedad capaz de poner un principio de orden entre los poderes fácticos que se habían salido de curso con la alternancia política. Sindicatos sin control, gobernadores convertidos en señores feudales, multimillonarios operando como amos del universo en absoluta impunidad, cárteles de la droga dueños del territorio. La aprehensión de la maestra Elba Esther Gordillo, del sindicato de maestros, y las supuestas leyes antimonopólicas en contra del imperio de Slim y Televisa, hicieron suponer que había regresado ese árbitro. Quizá no para reducir a los otros poderes, pero al menos para instalar una lógica de prioridades, una agenda mínima para impedir la arrebatinga salvaje.


Pero lo de Elba Esther muy pronto se reveló como una simple vendetta al interior de las fracciones priistas; las cúpulas sindicales han mantenido su poder incólume y las últimas negociaciones contractuales lo confirman. Por su parte, Slim y Azcárraga lograron muy pronto maniatar las aristas incómodas de las reformas para minimizar su alcance.


Y por lo que respecta a los cárteles de la droga, lejos de menguar su poder se ha extendido. Quizá ya no tengan en su cúspide a los grandes capos del pasado ahora que el Chapo está detenido y los Beltrán Leyva desmantelados, pero lo que ha surgido es aún más desesperanzador: multitud de organizaciones locales de ferocidad inusitada, sujetas a mafias arbitrarias incapaces de sostener una estrategia funcional de largo plazo. Justamente, la desaparición de los normalistas en Iguala habría sido el resultado de una decisión absurda de la esposa del presidente municipal, al parecer cabeza local de la organización Guerreros Unidos. Membretes efímeros que brotan a todo lo largo de las sierras y lomeríos del país y aterrorizan a las comunidades en respuesta a las rivalidades fratricidas que ni ellos mismos entienden.


Frente a estos poderes fácticos, salvajes e ilegales, la presidencia ha perdido terreno. Y no porque Calderón o Fox hayan tenido más fuerza, sino porque la decapitación de los capos de los cárteles ha provocado su fragmentación infinita e incesante y ha hecho del monstruo uno de mil cabezas. El verdadero drama es que el crimen organizado ha dejado de serlo para convertirse en el imperio del crimen desorganizado. Y ese es el que está ganando la batalla.


Por lo pronto, los Narcos tienen en su haber dos gobernadores depuestos, Peña Nieto cero.


Publicado en Sinembargo y una quincena de diarios

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Published on October 26, 2014 12:54

October 22, 2014

México: octubre rojo

Marx se equivocó, Peña Nieto también. Se supone que los cambios económicos serían la plataforma para transformar la realidad. Y quizá eso podría ser cierto en un país menos surreal; uno en el que, por ejemplo, el partido en el poder no lleve el absurdo nombre de “revolucionario institucional”. El presidente Peña Nieto creyó que bastarían las reformas económicas para dejar atrás al México bárbaro. Obviamente no ha sido así, entre otras cosas porque el México bárbaro es el que trajo de regreso al PRI a Los Pinos y, para su desgracia, también el que podría sacarlo.


En su último número la revista The Economist lo dice en tono mucho más flemático desde sus británicas oficinas. “Las atrocidades registradas en Iguala muestran cuán lejos está México de ser un país de leyes y cómo el combate a la impunidad es tan necesario como las reformas económicas para la modernización del país.


“Los dos brutalidades [los escándalos sangrientos de las últimas semanas] parecen suficientemente serias como para cambiar el curso de estos dos años de gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto. Peña ha dado prioridad a la reforma económica y le ha restado importancia a la ley y al orden como forma de modernizar México, sin admitir que ambas son igualmente importantes”.


Y en efecto, el destino parece habernos alcanzado. Tras el sexenio anterior, en el que gobierno de Felipe Calderón se lanzó a una especie de “guerra santa” salvaje y despiadada en contra del crimen organizado, pero sin inteligencia militar y sin haber saneado a los cuerpos policiacos, el de Peña Nieto decidió cambiar la estrategia… y luego no hizo nada. Trajo asesores colombianos, se habló de un cuerpo nacional de carabineros para sustituir a las frágiles policías regionales y locales, se dijeron muchas cosas y en la práctica se terminó haciendo algo muy similar a lo del sexenio anterior: correr de un lado a otro para apagar el fuego más urgente en la pradera encendida a lo largo de los bolsones del territorio nacional en los que el Estado ha perdido el control.


En su primer año de gobierno fue Michoacán, estado en el que las guardias de autodefensa atrajeron la atención internacional cuando, convertidas en milicias paramilitares, comenzaron a confrontar a balazos a las mafias locales. Tras el envío de varios miles de soldados, la desaparición de poderes locales de facto y la designación de un Comisionado especial, las mafias siguen operando como antes, las guardias de autodefensa han sido sofocadas y algunos de sus líderes están en prisión. Las cosas siguen igual que antes en Michoacán, aunque la prensa internacional ha abandonado la zona y esta ya no es motivo de escándalo, por el momento. Para desgracia de Peña Nieto el aparente desinterés obedece a las peores razones: exabruptos más brutales procedentes de México han ocupado los titulares de los diarios en las capitales del mundo; los románticos Robin Hood de autodefensa han sido sustituidos por las salvajes matanzas perpetradas por autoridades. Como todos sabemos, el nuevo incendio es la desaparición de estudiantes en Iguala, Guerrero y hace unas semanas la ejecución sumaria por parte del ejército de 23 personas en Tlatlaya, estado de México, a penas a 180 kilómetros de distancia.


La estrategia del gobierno en contra del crimen organizado fracasó por partida doble. Primero, porque en realidad no se emprendió estrategia alguna más allá de una tibia reforma judicial y algunas fanfarrias. Terminaron imponiéndose las inercias anteriores consistentes en buscar y atrapar a cabecillas del Narco para lograr golpes mediáticos no obstante saber que eso no modifica la estructura del crimen organizado. En realidad el descabezamiento lo hace más sangriento por las disputas fratricidas entre los nuevos liderazgos. La única diferencia sustancial con respecto a la administración de Calderón fue el intento de hacer desaparecer de la narrativa todo el tema de la inseguridad. La negación como un recurso para eliminar una realidad imbatible y desesperanzadora.


La táctica no habría sido mala si las reformas económicas del gobierno fueron más radicales o si Marx hubiera tenido razón y fueran las estructuras económicas las que definen el edificio social. Pero no es así. Las reformas de Peña Nieto son demasiado tibias incluso para modificar sustancialmente a la economía, y esta ya ha dejado de ser una solución estructural frente a los muchos fuegos provocado por la descomposición de la justicia y la inseguridad pública.


Ha llegado el momento en que el gobierno priista debe jugarse el todo por el todo en una apuesta radical y definitiva en contra de la corrupción, la impunidad y la ausencia del Estado de derecho. Eso implica transformar a México y transformarse a sí mismo. El problema es saber si Peña Nieto tiene la sustancia que la tarea exige.


Publicado en El País

@jorgezepedap



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Published on October 22, 2014 12:56

México: octubre rojo

Marx se equivocó, Peña Nieto también. Se supone que los cambios económicos serían la plataforma para transformar la realidad. Y quizá eso podría ser cierto en un país menos surreal; uno en el que, por ejemplo, el partido en el poder no lleve el absurdo nombre de “revolucionario institucional”. El presidente Peña Nieto creyó que bastarían las reformas económicas para dejar atrás al México bárbaro. Obviamente no ha sido así, entre otras cosas porque el México bárbaro es el que trajo de regreso al PRI a Los Pinos y, para su desgracia, también el que podría sacarlo.


En su último número la revista The Economist lo dice en tono mucho más flemático desde sus británicas oficinas. “Las atrocidades registradas en Iguala muestran cuán lejos está México de ser un país de leyes y cómo el combate a la impunidad es tan necesario como las reformas económicas para la modernización del país.


“Los dos brutalidades [los escándalos sangrientos de las últimas semanas] parecen suficientemente serias como para cambiar el curso de estos dos años de gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto. Peña ha dado prioridad a la reforma económica y le ha restado importancia a la ley y al orden como forma de modernizar México, sin admitir que ambas son igualmente importantes”.


Y en efecto, el destino parece habernos alcanzado. Tras el sexenio anterior, en el que gobierno de Felipe Calderón se lanzó a una especie de “guerra santa” salvaje y despiadada en contra del crimen organizado, pero sin inteligencia militar y sin haber saneado a los cuerpos policiacos, el de Peña Nieto decidió cambiar la estrategia… y luego no hizo nada. Trajo asesores colombianos, se habló de un cuerpo nacional de carabineros para sustituir a las frágiles policías regionales y locales, se dijeron muchas cosas y en la práctica se terminó haciendo algo muy similar a lo del sexenio anterior: correr de un lado a otro para apagar el fuego más urgente en la pradera encendida a lo largo de los bolsones del territorio nacional en los que el Estado ha perdido el control.


En su primer año de gobierno fue Michoacán, estado en el que las guardias de autodefensa atrajeron la atención internacional cuando, convertidas en milicias paramilitares, comenzaron a confrontar a balazos a las mafias locales. Tras el envío de varios miles de soldados, la desaparición de poderes locales de facto y la designación de un Comisionado especial, las mafias siguen operando como antes, las guardias de autodefensa han sido sofocadas y algunos de sus líderes están en prisión. Las cosas siguen igual que antes en Michoacán, aunque la prensa internacional ha abandonado la zona y esta ya no es motivo de escándalo, por el momento. Para desgracia de Peña Nieto el aparente desinterés obedece a las peores razones: exabruptos más brutales procedentes de México han ocupado los titulares de los diarios en las capitales del mundo; los románticos Robin Hood de autodefensa han sido sustituidos por las salvajes matanzas perpetradas por autoridades. Como todos sabemos, el nuevo incendio es la desaparición de estudiantes en Iguala, Guerrero y hace unas semanas la ejecución sumaria por parte del ejército de 23 personas en Tlatlaya, estado de México, a penas a 180 kilómetros de distancia.


La estrategia del gobierno en contra del crimen organizado fracasó por partida doble. Primero, porque en realidad no se emprendió estrategia alguna más allá de una tibia reforma judicial y algunas fanfarrias. Terminaron imponiéndose las inercias anteriores consistentes en buscar y atrapar a cabecillas del Narco para lograr golpes mediáticos no obstante saber que eso no modifica la estructura del crimen organizado. En realidad el descabezamiento lo hace más sangriento por las disputas fratricidas entre los nuevos liderazgos. La única diferencia sustancial con respecto a la administración de Calderón fue el intento de hacer desaparecer de la narrativa todo el tema de la inseguridad. La negación como un recurso para eliminar una realidad imbatible y desesperanzadora.


La táctica no habría sido mala si las reformas económicas del gobierno fueron más radicales o si Marx hubiera tenido razón y fueran las estructuras económicas las que definen el edificio social. Pero no es así. Las reformas de Peña Nieto son demasiado tibias incluso para modificar sustancialmente a la economía, y esta ya ha dejado de ser una solución estructural frente a los muchos fuegos provocado por la descomposición de la justicia y la inseguridad pública.


Ha llegado el momento en que el gobierno priista debe jugarse el todo por el todo en una apuesta radical y definitiva en contra de la corrupción, la impunidad y la ausencia del Estado de derecho. Eso implica transformar a México y transformarse a sí mismo. El problema es saber si Peña Nieto tiene la sustancia que la tarea exige.


Publicado en El País

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Published on October 22, 2014 12:56

October 19, 2014

Salinas y Peña Nieto, el déjà vu

En los últimos días he pensado mucho en Carlos Salinas de Gortari. Y como podrán imaginarse no ha sido una experiencia agradable. Pero es que me resulta imposible no evocar una sensación de déjà vu con el gobierno de Peña Nieto. Igual que durante el sexenio salinista los mexicanos hemos sido bombardeados por una narrativa triunfalista que promete prosperidad y riqueza y vende la reiterada promesa de encontrarnos en el umbral mismo de la modernidad. Con Salinas la justificación era el TLC, con Peña Nieto las cacareadas reformas. Y en ambos casos la ilusión se ha disipado con la rapidez que han tomado los súbitos zarpazos procedentes del México profundo. En 1994, con la aparición del movimiento zapatista que nos recordó la pobreza ancestral nunca resuelta y siempre ignorada o con el asesinato de Colosio, expresión de las fuerzas políticas más primitivas. Ahora, justo veinte años después, el espejismo del México que sólo cohabita en Polanco y las Lomas es de nuevo destrozado por la ferocidad de una realidad que se resiste a desaparecer pese a los esfuerzos de las élites para pretender que no existe.


Tlatlaya y Ayotzinapa podrían convertirse en el Ocosingo de Peña Nieto. De paso por España los últimos días pude observar en la televisión europea que las imágenes de la tragedia de Iguala recorrían, sin faltar uno, los noticieros en francés, español, inglés o alemán. La revelación casi diaria de nuevas fosas comunes era relatada con los gestos horrorizados que sólo podría inspirar la exhibición de los crímenes de Pol Pot en Camboya. Sólo puedo imaginar los comentarios que arrancará, si se confirma, la información dada a conocer por el sacerdote y defensor de los derechos humanos, Alejandro Solalinde, en el sentido de que algunos de los jóvenes normalistas desaparecidos habrían sido quemados aun estando vivos.


El viernes pasado la revista The Economist dijo que las atrocidades registradas en Iguala muestran cuán lejos está México de ser un país de leyes y cómo el combate a la impunidad es tan necesario como las reformas económicas para la modernización del país.


“Las dos atrocidades [los seis homicidios y la desaparición de 43 personas] parecen suficientemente serias como para cambiar el curso de estos dos años de gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto. Peña ha dado prioridad a la reforma económica y le ha restado importancia a la ley y al orden como forma de modernizar México, sin admitir que ambas son igualmente importantes”, dijo la influyente revista británica.


Por desgracia no parece que eso vaya a cambiar. Las autoridades atacan el problema con la urgencia del que quiere hacer control de daños y sin ningún interés de atacar las causas que provocan el fenómeno. Basta ver la actitud que muestran frente al descubrimiento de nuevas fosas comunes: una y otra vez han desestimado su importancia porque ninguno de los restos humanos pertenecían a los jóvenes normalistas. En estos días escuché a un funcionario afirmar ufano y contento que no se trataba de los 47 porque entre los cadáveres encontrados había varias mujeres. Sólo falta que le digan a Solalinde que se esté tranquilo, que los cuerpos quemados no eran de los muchachos de Ayotzinapa. O sea, el gobierno no ha entendido nada.


Este fin de semana se informó de la detención del líder del Cártel Guerreros Unidos, la banda presuntamente responsable de la tragedia en Iguala. Se afirma que el gobierno ha desplazado a la zona a 900 policías federales, 300 elementos de la Secretaría de Marina, y 3 mil 500 elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional. La consigna es apagar el fuego a cualquier costo.


Sin embargo, queda la sensación de que mientras no abordemos las causas que provocan la descomposición del aparato de justicia, la impunidad y la ausencia del estado de derecho no resolveremos absolutamente nada. Podrán desconocer a los corruptos poderes estatales de Guerrero y encontrar culpables reales o inventados. Pero la podredumbre de los cuerpos de seguridad a todos los niveles y la corrupción imperante nos dejan expuestos y vulnerables frente al siguiente estallido de ese salvajismo brutal e inexplicable que una y otra vez asoma su implacable rostro. La modernidad que intenta instalar el PRI sobre el terreno minado que ha dejado una guerra con cerca 100 mil muertos parece condenada al fracaso mientras no emprenda un saneamiento de fondo. Nos tomó cinco años del sexenio de Salinas darnos cuenta de que ningún progreso es posible si no incluye al otro México, con Peña Nieto apenas nos ha tomado 23 meses. Me temo que las tragedias de Tlatlaya e Iguala no serán las últimas. Y por desgracia no sabemos cuando ni dónde surgirá la siguiente.


Publicado en Sinembargo.mx y una quincena de diarios


@jorgezepedap



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Published on October 19, 2014 12:59

Salinas y Peña Nieto, el déjà vu

En los últimos días he pensado mucho en Carlos Salinas de Gortari. Y como podrán imaginarse no ha sido una experiencia agradable. Pero es que me resulta imposible no evocar una sensación de déjà vu con el gobierno de Peña Nieto. Igual que durante el sexenio salinista los mexicanos hemos sido bombardeados por una narrativa triunfalista que promete prosperidad y riqueza y vende la reiterada promesa de encontrarnos en el umbral mismo de la modernidad. Con Salinas la justificación era el TLC, con Peña Nieto las cacareadas reformas. Y en ambos casos la ilusión se ha disipado con la rapidez que han tomado los súbitos zarpazos procedentes del México profundo. En 1994, con la aparición del movimiento zapatista que nos recordó la pobreza ancestral nunca resuelta y siempre ignorada o con el asesinato de Colosio, expresión de las fuerzas políticas más primitivas. Ahora, justo veinte años después, el espejismo del México que sólo cohabita en Polanco y las Lomas es de nuevo destrozado por la ferocidad de una realidad que se resiste a desaparecer pese a los esfuerzos de las élites para pretender que no existe.


Tlatlaya y Ayotzinapa podrían convertirse en el Ocosingo de Peña Nieto. De paso por España los últimos días pude observar en la televisión europea que las imágenes de la tragedia de Iguala recorrían, sin faltar uno, los noticieros en francés, español, inglés o alemán. La revelación casi diaria de nuevas fosas comunes era relatada con los gestos horrorizados que sólo podría inspirar la exhibición de los crímenes de Pol Pot en Camboya. Sólo puedo imaginar los comentarios que arrancará, si se confirma, la información dada a conocer por el sacerdote y defensor de los derechos humanos, Alejandro Solalinde, en el sentido de que algunos de los jóvenes normalistas desaparecidos habrían sido quemados aun estando vivos.


El viernes pasado la revista The Economist dijo que las atrocidades registradas en Iguala muestran cuán lejos está México de ser un país de leyes y cómo el combate a la impunidad es tan necesario como las reformas económicas para la modernización del país.


“Las dos atrocidades [los seis homicidios y la desaparición de 43 personas] parecen suficientemente serias como para cambiar el curso de estos dos años de gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto. Peña ha dado prioridad a la reforma económica y le ha restado importancia a la ley y al orden como forma de modernizar México, sin admitir que ambas son igualmente importantes”, dijo la influyente revista británica.


Por desgracia no parece que eso vaya a cambiar. Las autoridades atacan el problema con la urgencia del que quiere hacer control de daños y sin ningún interés de atacar las causas que provocan el fenómeno. Basta ver la actitud que muestran frente al descubrimiento de nuevas fosas comunes: una y otra vez han desestimado su importancia porque ninguno de los restos humanos pertenecían a los jóvenes normalistas. En estos días escuché a un funcionario afirmar ufano y contento que no se trataba de los 47 porque entre los cadáveres encontrados había varias mujeres. Sólo falta que le digan a Solalinde que se esté tranquilo, que los cuerpos quemados no eran de los muchachos de Ayotzinapa. O sea, el gobierno no ha entendido nada.


Este fin de semana se informó de la detención del líder del Cártel Guerreros Unidos, la banda presuntamente responsable de la tragedia en Iguala. Se afirma que el gobierno ha desplazado a la zona a 900 policías federales, 300 elementos de la Secretaría de Marina, y 3 mil 500 elementos de la Secretaría de la Defensa Nacional. La consigna es apagar el fuego a cualquier costo.


Sin embargo, queda la sensación de que mientras no abordemos las causas que provocan la descomposición del aparato de justicia, la impunidad y la ausencia del estado de derecho no resolveremos absolutamente nada. Podrán desconocer a los corruptos poderes estatales de Guerrero y encontrar culpables reales o inventados. Pero la podredumbre de los cuerpos de seguridad a todos los niveles y la corrupción imperante nos dejan expuestos y vulnerables frente al siguiente estallido de ese salvajismo brutal e inexplicable que una y otra vez asoma su implacable rostro. La modernidad que intenta instalar el PRI sobre el terreno minado que ha dejado una guerra con cerca 100 mil muertos parece condenada al fracaso mientras no emprenda un saneamiento de fondo. Nos tomó cinco años del sexenio de Salinas darnos cuenta de que ningún progreso es posible si no incluye al otro México, con Peña Nieto apenas nos ha tomado 23 meses. Me temo que las tragedias de Tlatlaya e Iguala no serán las últimas. Y por desgracia no sabemos cuando ni dónde surgirá la siguiente.


Publicado en Sinembargo.mx y una quincena de diarios


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Published on October 19, 2014 12:59

October 15, 2014

El Guantánamo del PRI

A punto de salir a España hace tres días, una pariente insiste en convencerme de modificar mi destino alarmada por el primer brote de ébola en la península Ibérica; me quito de encima su preocupación asegurándole que utilizaré tapabocas con la constancia de un japonés y sostendré la respiración indefinidamente cuando escuché cualquier cosa que asemeje a un estornudo. Pero cuando llego a Barcelona nadie me habla del ébola ni percibo a los desaprensivos transeúntes acechando con pavor las mucosidades del vecino. Lo que sí sucede es que tan pronto advierten mi acento todos me preguntan por las matanzas “generalizadas” de indígenas y maestros que padece el pueblo mexicano, como sí yo mismo hubiese escapado por las justas a alguna de ellas. Son incapaces de pronunciar Tlatlaya y casi ninguno recuerda el nombre de Iguala, pero todos saben que soldados y policías ejecutaron a sangre fría a indígenas y estudiantes del magisterio inermes y sometidos.


Un mes antes durante otro viaje, el tema de sobremesa con el turista mexicano de paso por Madrid habían sido las reformas que intentaba el gobierno de Peña Nieto y la supuesta prosperidad que eso acarrearía. Yo sentí que a ojos de los europeos pasé del país de pujanza modernizadora e imparable de praderas de miel y bienaventuranza a la tierra de las matanzas oscuras y malignas se seres y entidades dignos del Apocalipsis Now del Marlon Brandon más oscuro. De ese tamaño, me parece, ha sido el descalabro que los recientes escándalos han provocado en la imagen internacional en la gestión de Peña Nieto.


El gobierno mismo no fue capaz de darse cuenta de la repercusión que el hecho tendría en la opinión pública mundial. La primera reacción de la autoridad federal se caracterizó por el desdén seguido de la negación. El presidente del país atribuyó la desaparición de estudiantes normalistas a la negligencia del gobernador de Guerrero, perteneciente a otro partido político, como si la simple acusación no sólo eliminara de toda responsabilidad al gobierno federal sino además le generara dividendos políticos al afectar a sus rivales. Hoy se ha dado cuenta de que el escándalo internacional puede llevarse entre las patas toda la imagen de mandatario modernizador que su gobierno había logrado instalar en los centros de poder de las metrópolis. Hace unos días el propio ministro de Hacienda, Luis Videgaray, debió aceptar que las tragedias podrían afectar la confianza del inversionista extranjero y, por ende, la recuperación económica.


Ha llegado el momento de entender que hay límites a la esquizofrenia con la que un país puede operar. El México de los pobres, el 50% sumergido en la economía informal y que opera con otras leyes que no son las de los tribunales, ese que subyace bajo el enorme océano oculto de aguas turbulentas y salvajes, no puede coexistir indefinidamente con la tersa calma del paisaje paradisiaco que el Paseo de la Reforma se empeña en mostrarnos.


El gobierno ordenará investigaciones sobre los sucedido y con toda probabilidad ofrecerá a la opinión pública responsables reales o presuntos de las matanzas perpetradas. Tras de ello reanudará el intenso lobby en las metrópolis para convencer al mundo de las maravillas que nos esperan.


El problema es que al mundo cada vez le resulta más difícil olvidar la última de las ignominia y pretender, como lo hacen nuestras autoridades, que aquí no ha pasado nada. Ya era difícil de tragar que cien mil muertos hubieran desaparecido en la guerra en contra del narco sin juicios ni tribunales de por medio. Sin embargo, las ejecuciones sumarias de ciudadanos a manos de autoridades en Tlatlaya y en Iguala constituyen abominaciones de otra magnitud: crímenes de lesa humanidad. De esas que no se borran en la dimensión ética inasible pero inexorable de la conciencia internacional.


Un llamada de atención para México, para los mexicanos, para su gobierno de que las transformaciones necesarias no pasan por un mero “lifting” de rostro. La podredumbre de los cimientos es de tal magnitud que no hay remodelación de fachadas que valga.


La obra reformadora del gobierno actual seguramente tendrá efectos longevos en la economía y la política mexicanas, pero el gobierno priista corre el riesgo de que para la comunidad internacional las ominosas matanzas se conviertan en el Guantánamo del regreso priísta. Peor aún, corremos el riesgo de que el contraste ominoso y vergonzante entre las paredes recién pintadas y la estructura podrida termine por generar no uno sino varios guantánamos en los que reta del sexenio. Iguala y Tlatlaya espantan por lo que revelan, pero también por lo que anuncian.


Publicada en El País


@jorgezepedap



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Published on October 15, 2014 13:00

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Jorge Zepeda Patterson
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