María López Villarquide's Blog, page 15
July 25, 2022
Dulces
¿El post que todos estaban esperando? Bueno, ya sé que aquí nadie espera nada pero me gusta la idea de creer que hay alguien por ahí pensando «¿De qué escribirá María hoy?», como quien arranca la hoja de su almanaque y descubre un nuevo aforismo, un proverbio o la frase que, supuestamente, ha dicho en alguna ocasión cierto personaje famoso.
Pues hoy tocan los postres parisinos, mon Dieu!
Opino, sinceramente, que los dulces en París son, sin lugar a dudas, los reyes de la fiesta, que la charanga de la ciudad no está completa si no se vive la hora del postre en todo su esplendor, con surtido, con pequeños bocados que salten del plato de un comensal a otro, con curiosidad y con capricho.
Mejor sin hambre, eso también lo advierto o la indigestión puede ser asesina.
En primer lugar, hay que probar el auténtico maccaron, que nada tiene que ver con cualquier sucedáneo del mismo que hayamos podido comer en España. Para los que dicen que ese postre «no les hace mucha gracia» que por favor prueben lo que se hace allí, que es de otra categoría. La confitería más rancia y cutre de la ciudad ofrece, sin lugar a dudas, una buena muestra del producto, así al menos me sucedió a mí, que me pedí uno relleno de frambuesas y crema en un local cochambroso atendido por dos mozas muy antipáticas y me supo a néctar de dioses.
Luego está la tarta de manzana que se hornea del revés, la famosa tatin. Esa es más fácil encontrarla de buen calibre en nuestra patria pero ojo, con esa nata que la acompañe y ese toque inexplicable como de manzanas tostadas ya digo que no, que eso hay que vivirlo allí.
Partiendo de estos dos ejemplos, básicos y sencillos, todo lo demás es cuestión de dejarse llevar y deslizarse por los mostradores frigoríficos de las pastelerías, los escaparates y los menús de los restaurantes: El éclair de café o el gâteau Royal los hay en cualquier sitio pero, como sucede con las palmeras de chocolate españolas, todas son diferentes.
La tiparraca borde de la confitería me sirvió un maccaron espachurrado y le dije que me lo cambiara, que estaba reponiendo las bandejas y que yo no era imbécil, que me había querido colar el más feo para darle salida. No me lo coló. Me dio otro más bonito (los postres tienen que ser bonitos porque si no, no saben igual) le di un bocado esperando lo peor y de pronto se hizo la magia, aquel pedazo de almendra molida con azúcar y frutos rojos me dilató las pupilas de emoción.
Así que nunca se sabe.
Con los dulces se ha de tener paciencia. Con algunas dependientas también, aunque creo que esto ya lo he dicho antes.
July 24, 2022
Dependientas
Llevo trabajando como dependienta, con alguna temporada esporádica y circunstancial en otro tipo de empleos desde 2005. Es un tiempo. Puedo decir con la autoridad que la experiencia me confiere que conozco el oficio bastante y que empatizo (a veces demasiado) con los diferentes tipos de «mala atención» al cliente que, en la mayoría de las ocasiones, se debe a unas malas condiciones contractuales o abusivas por parte de la empresa y no al mal talante del empleado. Es así.
Ese día caminaba por la Rue de Charonne en busca de un artículo concreto que necesitaba adquirir antes de la hora de comer y, con tal fin, me dispuse a entrar en varios establecimientos. Ninguno abría sus puertas antes de las diez y media u once de la mañana. Caminé un poco más, hasta que llegó la hora. Tal vez fueron cinco, quizás diez tiendas y en todas ellas atractivos jóvenes me saludaban al entrar y se despedían de mí al salir, sonreían, olían bien, sus locales estaban perfectamente iluminados, con ese tipo de luz indirecta que abraza al cliente nada más llegar y que da al producto una pátina especial, como de prenda que podrías usar en ese mismo momento, que no ha salido de una caja precintada sino que lleva colgando de un armario de madera de cedro toda la vida, a la espera de que tú te la pongas.
El confort.
Por fin di con lo que buscaba y me alegré, no era una misión sencilla pero cumplí con ella a la perfección aprovechándome, además, de un buen descuento por las rebajas de final de temporada. La vendedora, sin dejar de sonreír, me preguntó que dónde era yo y que me llevaba una prenda muy pero que muy típicamente francesa.
─Es un regalo, espero que le guste… Es para alguien que admira mucho a Serge Gainsbourg.
Me mira con una sonrisa que le llena el rostro.
─Entonces le va a encantar, seguro que sí.
Esa misma tarde, después de entregar el regalo, triunfante y exitosa porque, efectivamente, gustó mucho, regresé por casualidad al barrio de la tienda; no eran ni las ocho y los establecimientos ya estaban cerrados: Aquí no se trabaja hasta las nueve o las diez de la noche como en España, aquí se cuenta la caja a las siete y a y media ya están todos fuera. Los cartones estaban bien plegados y dispuestos en la puerta a la espera del camión que los iba a recoger y los escaparates «dormían» hasta el día siguiente porque, al igual que las calles, quedaban prácticamente a oscuras durante la noche: la «ciudad de la luz no gasta mucho en iluminación urbana y los dependientes pueden hacer planes para ir a cenar, por ejemplo.
July 23, 2022
Plásticos
Si no es por mi amiga Alba, que ejemplar y acertadamente vive inmersa en la concienciación de sus allegados acerca de los beneficios de su actitud «zero waste» ante la vida, no me entero de que existe una ley, en vigor en toda Europa desde el pasado 1 de julio de 2021 pero que en España no se aplica hasta enero del año que viene, que prohíbe la venta de plásticos deshechables (platos, cubiertos, bastoncillos, pajitas…). La semana pasada estábamos las dos trabajado en un café, cada una escribiendo sus cosillas y la camarera le sirvió un refresco acompañado de una pajita. Así fue como me enteré: porque era de plástico y porque ella, que acaba de visitar París hace unas semanas, comprobó satisfecha que allí la ley se cumple a rajatabla y sólo se sirven cañas de cartón.
Sí, bueno, pero me temo que la concienciación respecto al reciclaje casero no lleva los mismos derroteros en la ciudad.
La vivienda tenía un cubo de basura con dos departamentos bien diferenciados, cada uno con su bolsa de plástico colocada en el enganche correspondiente. «Orgánico» y «envases», pensamos. El cartón y el vidrio los separaremos por nuestra cuenta.
Pero bajamos la basura la primera noche y ¿qué sucede? Al abrirse la portezuela del patio que comunicaba con la entrada del portal del edificio, una puerta que nunca se cerraba bien, que había que volver a empujar siempre para evitar corrientes incómodas y la entrada de roedores y demás bichejos indeseables, allí donde los cubos de basura esperaban a los vecinos con sus tapas abiertas como bocas infernales, allí el caos estaba servido.
Un cubo para los resíduos orgánicos, que más o menos se sabe lo que son.
Otro cubo para vidrio, que también tenemos claro en qué consiste el concepto.
Pero un tercero extraño, desconocido, incomprensible: un tercero para «cartón y envases», todo a la vez y sin bolsas, es decir: se volcaba el contenido del cubo de cada vecino allí y se mezclaban los botes de champú con las cajas de los huevos pero los plásticos no podían ir en bolsas, las bolsas no estaban permitidas salvo si eran de papel…
Las bolsas no se reciclan. Los envases sí.
Bajar la basura era una lección que se aprendía día a día, cada nueva ocasión aportaba un conocimiento distinto y todo llevaba una buena intención pero otra historia era comprobar si los vecinos se aplicaban el cuento y, más allá de asegurarse que la puerta quedase o no bien cerrada, lo que depositaban en cada uno de los cubos al otro lado era cuestión más bien ociosa y sujeta a cambios y modificaciones improvisadas.
Eso sí, en los bares, acompañando a las misteriosas cucharillas, las bebidas iban siempre con sus pajitas de cartón que se deshacían a los 10 minutos, como debe ser.
July 21, 2022
Hamburguesas
Con una de las ofertas gastronómicas más clásicas e interesantes de la ciudad (que no lo digo yo, sino las guías) Chez Paul se ofrece a sus visitantes desde la esquina que forman la rue de Charonne y la rue de Lappe del XI arrondissement parisino. El local, apostado con descaro en un barrio de orígenes turbios, asoma provocador con cortinajes de terciopelo rojo en sus ventanas y unas tres o cuatro mesas en la terraza de la entrada.
Por allí se circula mucho, todos los días y a todas horas pero, especialmente, durante los fines de semana. Bastille y su periferia se llenan de turistas y locales con espíritu festivo, peatones sedientos y hambrientos que se dejan tentar por los carteles de pizarra que prometen satisfacción.
La formula midi del mediodía.
La happy hour de la tarde.
La oferta de chupitos, música en directo, cócteles y cervezas de la noche.
Chez Paul se sostiene con dignidad rodeado de bares y pizzerías de medio pelo. Es de otra pasta. Categoría superior.
Yo he estado allí tres veces: una en la primera ocasión que visité París, cuando Fran me llevó a tiro hecho, nada más soltar la maleta en nuestro apartamento y movidos por un hambre atroz y, las otras dos, durante esta otra estancia de dos meses.
Tal vez antes de visitar la ciudad al viajero le aconsejen no perderse los famosos bouillons, casas de comida tradicional, con mesas compartidas y un ritmo fluido en el servicio que, pese a las colas que se forman siempre para acceder, aseguran una atención eficaz y, sobre todo, asequible económicamente.
Pues bien, yo les aconsejo el Chez Paul.
Y no lo digo por el sobrado encanto del espacio en sí, un local de dos plantas con mesas diminutas aprovechando cada rincón y sin distancia de seguridad que valga, precedido de una barra auténtica, con unos camareros más auténticos todavía; no, lo digo por ella: la maître, diva protagónica del negocio ante quien es imposible resistirse (quien lo haga no tiene más que fijarse, de camino a los servicios de la primera planta, en el cuadro que domina la sala, un retrato suyo reclinada en un sofá, con toda su belleza y corpulencia regalada a ojos de un cliente que pasará a convertirse en espectador en ese mismo momento).
La mujer, rubia y perfectamente maquillada, siempre peinada con un moño alto y tocada con un sutil eyeliner en el párpado superior os recibirá con una sonrisa escéptica y escogerá una mesa para vosotros. Luego regresará y os preguntará qué habéis decidido (el canard, el steak tartare, la tabla de quesos, cualquier modalidad de vísceras…) y cuando le digáis lo que queréis y alguien del grupo se decante por la hamburguesa de la casa, cuando burlona os pregunte que «cómo» queréis la carne y vosotros, incautos, respondáis que «muy hecha» o «poco hecha», ella responderá rotunda que no, que «al punto» y punto.
Por eso debéis ir. Porque ese punto no os decepcionará.
Cumpleaños
“For half your life, you’re fifteen. Then one day your twenties begin, and they’re over the next day. And your thirties blow by you like a weekend spent with pleasant company. And before you know it, you’re thinking about being fifteen again.”
― John Irving, The Hotel New Hampshire
Y al tercer día cumplí cuarenta años. Puesto que mi vida no es un episodio del Antiguo Testamento, la cosa quedó así: llegamos a París, pasaron tres días, no creé nada y al tercer día ¡paf! Cuarenta años se colaron por la ventana del apartamento para posarse directamente en mi dolor de espalda, mi cansancio para subir escaleras, mis canas y mis bostezos a partir de las once de la noche. Sí, la «fiesta» no había hecho más que comenzar.
Pero ¿qué mejor contexto para celebrarlo que en París? No había queja, ninguna queja.
Cumplir años, en realidad, es lo mejor que puede pasar y las cifras están rodeadas de leyenda. Caminar por París es darse cuenta de que los años pueden acumularse con elegancia y formar belleza, que es lo que le sucede a sus edificios, sus rincones secretos y populares, sus cafés y sus parques. París cumple años con dignidad, pensé, así que yo también.
En realidad se trató de un día exactamente igual que los anteriores y los que vinieron a continuación, como sucede siempre con los cumpleaños, eso sí, con mucho chocolate: pastel «Royale» para desayunar y postre en la cena, llamadas de teléfono y un abrigo nuevo, precioso, con el cual posar en una foto en plena noche, antes de que las luces verdes de la rue de la Roquette se extinguieran.
El dolor de espalda, el cansancio para subir escaleras, las canas y los bostezos a partir de las once de la noche creo que bien merecen la pena: a sumar y a seguir.
July 20, 2022
Snacks
─¿De qué las llevo?
Espero la respuesta al otro lado de la conexión inalámbrica, via satélite y digital del teléfono. Estoy en un pasillo del supermercado E. Leclerc, al norte de la ciudad, en el barrio de Pantin, el más cercano al CND que es donde paso las mañanas y parte de las tardes de cada uno de mis días en París. Hablo con Fran.
─Pues no sé ¿Cómo que «de qué» las traes? De patata… ¿A qué te refieres? ¿Sabor jamón o algo así?
Mi novio todavía no sabe que el mundo patatil francés es otra historia, que el sabor de un snack como la patata frita envasada advierte mil y una posibilidades de satisfacción al cliente y que, para comprobarlo, no hay más que plantarse delante del expositor en el pasillo correspondiente del super marché y esperar a recibir una señal divina, un mensaje que indique cuál es la decisión correcta, qué hacer, cómo comportarse.
─Es que hay muchas… es que no sé.
No tengo idea. Me cuesta escoger entre la gama de naranjas («barbacoa», «hamburguesa con queso», «queso cheddar») y su deriva en tonos rojos («chili picante», «jamón y queso», «jamón serrano») porque los asocio con la dieta mediterránea y el confort de lo conocido pero, ojo: la tonalidad verdosa se adelanta con una oferta tentadora («receta campesina», crème frêche, «cebolla», «wasabi»…).
─Estoy viendo «sabor wasabi» ¿le damos?
Imagino el fuego del rábano picante acompañado de un trago de cerveza fresquita. Sí, me convence, agarro una de las bolsas verdes.
Entonces descubro las variaciones indefinidas, el sabor «pollo asado», el tostado del «queso con cebollino» o la «mostaza antigua» y entre toda la escala cromática identifico una «anomalía» o, más bien, una alteridad en la asignación de colores en comparación con la misma marca en España. Se trata del azul, que aquí corresponde al sabor «clásico» pero en España al «sal y vinagre» prestado de los ingleses.
─Uhmm, está bien ─No parece muy convenciodo, noto que duda. Entonces me pregunta─ ¡Espera! ¿no tienen «sal y vinagre»?
Una de nuestras opciones preferidas hace que la nostalgia del mes y medio lejos de casa nos secuestra el entendimiento por unos instantes. La busco en los azules pero no está, ha desaparecido; a punto estoy de rendirme y caminar hacia la caja de autocobro con los chips sabor wasabi cuando me doy cuenta; ya sé lo que sucede: no es que aquí no lo trabajen, es que ese sabor va en paquetes de color granate.
Me hago con uno y lo echo a la cesta. Ya lo tengo todo, la señal, finalmente, parece que ha llegado y me puedo marchar.
─Las tengo. Ahora nos vemos.
Tuve que hacer la foto porque me recordaba a esa gente que ordena sus estanterías por los colores de los lomos de los libros. Sólo por eso.
July 19, 2022
Juglaresas
No voy a mentir, ni siquiera disimularé o fingiré indiferencia ante la situación, como sí que podría hacer una autora curtida por el tiempo, el reconocimiento o la experiencia de su profesión. No lo haré porque no es mi caso y porque yo no soy esa autora, soy María, quien escribe este blog y el pasado mes de marzo descubrió en una librería de París que su segunda novela La juglaresa se encontraba allí a la venta.
Fue un momento divertido y lo celebré. Pondré en contexto:
Llevábamos un buen par de horas recorriendo librerías en la zona cercana a los jardines de Luxemburgo; Fran, hecho a las tardes y a algunas mañanas ociosas en las cuales se entregaba a la búsqueda de librerías en lengua inglesa o española, había dado con una de varias plantas que, aunque un tanto masificada, decía, era útil para encontrar ofertas en esas dos secciones extranjeras.
La librería Gilbert Joseph es fácil de identificar: letreros amarillos y azules, estantes y cubos con libros expuestos en el exterior y un generoso horario de apertura facilitan la cuestión. Easy to spot. Tiene además una sede dedicada sólo a papelería de la cual es casi imposible marcharse sin comprar un cuaderno, un boli… cualquier artículo-promesa de disciplina y motivación e ilusionante comienzo de un nuevo proyecto creativo, el que sea.
Pero yo no buscaba esa librería sino otra, la llamada Gilbert Jeune, que se encuentra en el 27 Quai Saint-Michel y que durante los años 70 me constaba que había vivido una época de esplendor entre los estudiantes, escritores e intelectuales, que la escogían para abastecer sus escritorios y estanterías.
Allí fue donde me topé con un ejemplar de mi libro, colocado en la «L» de López, después de Ray Loriga y justo antes de Cristina López Barrio. Allí estaba mi querida Balteira, surcando fronteras en su incansable camino a Tierra Santa.
Me alegré mucho por ella, la pobre ha sufrido tanto que se merecía una etapa parisina: tanta cruzada y tanta explotación por el bien del reino sin duda la habían dejado agotada.
Me entero hoy de que en unos días sale a la venta un nuevo libro que no he escrito yo en donde se la menciona y la animo a descansar todo lo que pueda hasta que llegue el momento: joie de vivre!, querida.
July 18, 2022
Unicornios
Existe una suerte de maldición, que sufro desde que tengo autonomía para emprender mis propios viajes por el mundo adelante, consistente en toparme cerrados ciertos espacios turísticos o lugares icónicos en mi destino de viajera; edificios en obras, en reparación o, directamente, destruidos por un incendio unas semanas antes de mi llegada allí.
A mi amiga Bea le sucede lo mismo y lo hemos hablado recientemente: ya lo siento, querida. Tanto sufrimiento será recompensado en algún momento, verás.
A mi llegada a París en esta ocasión he tenido la suerte de sortear la maldición casi por completo, que ya iba siendo hora porque la vez anterior fue en 2019 y ya se sabe: Notre Dame acababa de sufrir unos cuantos «daños irreparables».
Esta vez me quedé sin ver el obélisque de Louxor de la Place de la Concorde, que lucía cubierto por un andamio al cumplirse doscientos años del desciframiento de sus jeroglificos; tampoco pude pasearme por las habitaciones del Hôtel Lauzun y no contemplé los seis tapices de la dama y el unicornio en el Musée de Cluny. Aunque no estuvo mal la experiencia, esto último me hacía especial ilusión.
En la foto estoy feliz y contenta, recién llegada a la ciudad y sosteniéndome en precario equilibrio por una pasarela ajardinada como si tal cosa. Algo perfectamente normal. Todavía no sabía que el museo iba a verlo sólo desde sus muros exteriores, que entraría y saldría varias veces de la librería que hay en la placita adyacente y que me sorprendería al descubrir tantísimas tiendas de artículos de acampada y senderismo en la Rue des Écoles, allí al lado; pasado el tiempo, lo de las librerías tiene sentido porque es el barrio universitario de la Sorbonne, pero lo de los piolets y cantimploras sigo sin entenderlo.
En cualquier caso: me perdí los tapices. Mi amiga Alba, que acaba de visitar la ciudad, me ha dicho que son maravillosos y no me cabe duda, por el misterio que suscitan, por el mensaje velado a través de sus imágenes y símbolos, por ese sexto tapiz que no se corresponde con ninguno de los sentidos (los otros cinco se dedican a la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto) o que los contiene a todos, quién sabe.
Tendré que regresar a París, me temo.
July 16, 2022
Chacareras
Me fui a París a escribir una novela en la cual se baila bastante; vuelvo a la carga con personajes que se entregan al ritmo y el frenesí de la danza como vehículo de salvación de sus males y pesares, sí, porque es un tema que me interesa, porque soy muy bailonga yo y también porque me gusta mucho ver a la gente bailar.
Tal vez haya dos momentos especialmente felices sobre esta cuestión, de entre todos los que he sido capaz de guardar en la memoria de señora de cuarenta años que soy: Aquel en el que vi a Marianela Núñez en la Royal Opera House de Londres en 2021 y otro, cuando vi a cientos de personas sacudiéndose al ritmo de una chacarera en una placita del barrio de San Telmo, en Buenos Aires, en 2017.
La alegría de ver a un grupo tan grande bailando a la vez con aquella música, con aquellos colores, con aquella actitud segura y embustera en sus movimientos me dio la vida entonces y me la sigue dando cada vez que me acuerdo.
Por eso en París, a veces, independientemente de esa grisalla melancólica de su clima, de los tejados de pizarra y de su tristeza callejera, había algo que echaba de menos y era eso: añoraba unos buenos bailes en plena calle.
Pero todo cambió un domingo, el día en que descubrí que en París también se baila. Y es que el Quai Saint-Bernanrd acoge ese día de la semana a varios grupos de aficionados y profesionales que danzan por parejas o solos, perfectamente coordinados y con una música diferente en cada muelle del paseo. Así pasan el domingo.
Mi amiga Laura, con quien fui a clases de claqué hace unos años recibió un mensaje de WhatsApp esa tarde: era un video que yo le había grabado con los señores y señoras bailarines de Saint-Bernard; se acompañaba de una frase:
«Amiga: nuestro futuro está aquí».
Y no sé si lo estará pero creo que le hizo bastante gracia.
Trípticos
En la librería en donde trabajo hay un longboard que cuelga de la pared, a mi espalda cuando estoy cobrando libros, o buscando libros en el ordenador, o metiendo libros en cajas o sacándolos de ellas. Muchos clientes me han preguntado por él a lo largo del año y pico que llevo en ese puesto.
─¿Cuánto cuesta?
─Lo siento pero no está a la venta.
El primer día, cuando llegué allí y me explicaron la distribución y dinámicas de trabajo, una de las primeras cosas que me dejaron claras mis compañeros fue que había objetos que no se vendían, aunque estuvieran allí, que su función era la de adornar el espacio, permanecer expuestos y radiantes.
El longboard con print de Keth Haring es uno de ellos.
Por eso cuando entramos en la iglesia de Saint-Eustache aquel sábado de Semana Santa me acordé de ellos y de la pared con el preciado objeto de coleccionista: como es costumbre en esas fechas, las imágenes de santos y representaciones de objetos sagrados se cubren para que el visitante se contagie del ambiente de penitencia que toca reproducir, sin embargo, en una de las capillas, un tríptico se había quedado expuesto a la vista de todo el que entrase a curiosear.
El famoso tríptico bañado en oro blanco que el artista dedicó a las víctimas de SIDA, enfermedad por la cual también él falleció semanas después de terminarlo estaba allí, al descubierto, brillante y resplandeciente.
«Life of Christ», que al parecer se esculpió en arcilla sin correciones o arreglos previos, espontáneo y a la primera, reproduce el amor, el dolor y la redención del Niño Jesús, figura ubicada en el centro de la pieza y bajo la cual se apretujan las masas de fieles con la intención de recibir las gotitas de sangre de su sacrificio. Tremendo.


