Ascanio Cavallo's Blog, page 2
August 9, 2015
El cónclave Edith Piaf
¿Tuvo algún resultado preciso el cónclave del gobierno y la Nueva Mayoría? No; preciso, no. ¿Quién ganó la disputa interna? Nadie. ¿Se impuso el gradualismo o el reformismo maximalista? No, ninguno. ¿Habrá prioridades o se tratará de cumplir todo el programa? Ni una ni otra cosa. Pero ¿mejoró la unidad en la coalición? Nada. ¿La lealtad? Menos. ¿Y el ánimo? Tampoco.
Y entonces, ¿de qué diablos sirvió el cónclave?
Sirvió, al final, como una ayudamemoria sobre lo básico: que el que se mueve no sale en la foto. Es todo lo que puede decir una coalición que perdió la mayoría, y que sólo retiene de ella los rastrojos que dejó un momento electoral de fines del 2013, un instante epifánico que no sería el mismo si se intentase repetir hoy. El emblema de esta mayoría desvestida es una Presidenta que se mueve en torno al 25% de popularidad, pero su carne es una coalición que va peor, por el 20%. La diferencia entre un cuarto y un quinto sigue teniendo su importancia.
¿Qué significa esto? Un jefe de Estado con un 25% no está en posición de dar muchas órdenes ni de imponer una línea muy tajante; pero sobre todo, no está en situación de arriesgarse a perder ni un solo trozo del temblequeante conglomerado que la apoya, ni siquiera el 5% o menos que tienen los grupos más chicos. En contrapartida, un grupo político que participe hoy en el gobierno no tomará la chance de irse cuando éste parece estar en su piso (aunque siempre hay un piso más abajo) y cuando no existe una oposición vertebrada en la cual cobijarse, ni por la alicaída derecha ni por la inoperante ultraizquierda.
Más allá de su estilo y de sus competencias, esta vez para la Presidenta era indispensable la ambigüedad, dejar a unos y otros con un leve gusto a dulce y otro leve toque de amargor, sin que nadie esté muy seguro de cuál era el sabor buscado. Ambigua fue su disposición a corregir la reforma tributaria, atenuar la reforma laboral y estirar el plazo de la reforma constitucional. Pero parece probable que haga algo de todo eso, no porque lo desee, sino porque la realidad es rabiosamente porfiada.
Unicamente trató de no ser ambigua con la gratuidad universitaria. Y esa fue la parte desastrosa de su discurso; por ejemplo, parece que en sus equipos no hubo nadie dispuesto a explicarle cuál es la diferencia entre una acreditación de cuatro años y una de cinco; ni esa ni muchas otras implicancias del cambio de criterios desde la gratuidad para el 60% de los estudiantes más vulnerables hasta el 50%, pero con más instituciones que las del Consejo de Rectores.
La otra cosa nítida es que el gabinete anterior está sepultado y hasta ya parece que nunca hubiese existido. En este limitado sentido, la gestión de Jorge Burgos en Interior y Rodrigo Valdés en Hacienda parece más un borrón con cuenta nueva que el inicio de un segundo tiempo.
A pesar de esto, no hubo en el cónclave ni mucha autocrítica ni menos arrepentimiento ante nada. Fue el cónclave Edith Piaf*.
Nadie se hace responsable de los casi 30 puntos de aprobación que ha perdido el gobierno en 17 meses, un tercio del cuatrienio. Los partidarios del gradualismo dicen que esto se debe a la prisa y la desprolijidad con que se emprendieron las reformas; los partidarios del maximalismo sostienen que la caída debe atribuirse a la lentitud y la poca profundidad de las mismas reformas.
El caso es que a la Presidenta se le prometió que la popularidad del gobierno comenzaría a subir a partir del 2016, cuando empiecen a recogerse los primeros frutos de las reformas, en especial la de educación. Ella ha confiado en esa idea, tal como lo ha hecho con otra versión tranquilizadora, según la cual los presidentes en general (de América, del mundo) sufren hoy problemas de popularidad.
Si la primera de estas cosas es verdad, entonces la Presidenta debe resistir unos cuantos meses más y centrar todos sus esfuerzos en evitar que la Nueva Mayoría se disperse, porque si esto ocurre en una forma muy resonante, las municipales del próximo año podrían ser una catástrofe y ya se sabe lo que eso implica para las elecciones de 2017. Y si es cierta la segunda, entonces la actual gestión de gobierno habrá conducido a Chile a perder la excepcionalidad que tuvo en América Latina durante el último cuarto de siglo.
El cónclave no ha resuelto nada de lo que se esperaba. Ni ordenamiento político ni terapia de grupo. Pero ha sido una forma de recordarles a los partidos y a sus dirigentes que participan en un gobierno, que son corresponsables de él y que se deben tanto a su voluntad como a su limitación.
* La figura fue creada, a propósito de una cumbre de la Unión Europea, por el periodista inglés Peter Stothard.
August 2, 2015
Un ruido de cristales rotos
Al cónclave de mañana lunes llega una coalición política quebrantada. Sus protagonistas son dirigentes políticos que desconfían unos de otros. Tienen que revisar un programa que a algunos no les gusta junto a otros a los que no les gusta la revisión. Y los convoca un gobierno astillado, cuya Presidenta ha desplazado la discusión política -que tanto le disgusta- por el activismo de la protección social, donde se siente tan a piacere.
Este es el principal problema del cónclave: que nadie cree mucho en él.
La tarea de acarrear a los escépticos ha sido lenta y trabajosa, pero nadie podría acusar al equipo político de no haberlo intentado. El entusiasmo es otra cosa; nadie está obligado a lo imposible.
La Presidenta Bachelet ha sido la única, desde la restauración de la democracia, que ha utilizado este formato con insistencia. A los cuatro meses de inaugurar su primer gobierno, en junio del 2006, convocó a una reunión similar que terminó siendo un llamado para ordenar el estilo del oficialismo y que fue bautizado como “cartillazo”, porque lo acompañó un decálogo sobre el cual nada había que discutir. No era un encuentro con las ambiciones de esta vez, sino más bien un “consejo de gabinete ampliado”, pero, sin importar qué demonios fuese esto, también se lo conoció como cónclave. En aquellos días ya había estallado el “pingüinazo” de los estudiantes secundarios, la aprobación presidencial se movía en un 46% y aún no se comprendía enteramente la sentencia de Murphy, porque al año siguiente todo lo que podía empeorar empeoró con el Transantiago. El cónclave y el cartillazo pasaron al olvido.
El año pasado, a los cinco meses de inaugurado el segundo mandato, en agosto del 2014, hubo otro cónclave, esta vez para “priorizar las reformas” -estaban en plena cabalgata, por varios carriles- y, por si no bastara, cuatro meses más tarde vino una nueva advertencia para combatir la “campaña del terror” que asediaba a la reforma educacional. La aprobación presidencial estaba en 45% y al año siguiente Murphy ya no vendría de la mano del Transantiago, sino de la empresa Caval. La idea de ordenar prioridades y la campaña del terror también yacen en el olvido.
Hay varios curiosos patrones que se repiten entre los dos gobiernos de Bachelet, pero esa es otra historia. Lo que importa ahora es el cónclave de mañana, en el que nadie cree. No se sabe por qué. Quizás precisamente porque es un recurso repetido. O porque la evidencia acerca de la aversión de la Presidenta al debate es tan abrumadora, que nadie espera que cambie en una noche. O porque no es lo mismo dar un cartillazo con 45 puntos que con 25, ni es igual la disposición de la audiencia a bajar la testa. O porque la gente está un poco cansada.
El gobierno sufre una crisis de hastío. No es desesperación ni angustia, sino fastidio. Tanto rasguño, tanta contrariedad…
La sorna sustituye a la convicción. Ya no hay quien se entusiasme con la idea de ordenar al gobierno, ni los que quieren hacerlo ni los creen que esa idea es en sí misma una traición. La frase “realismo sin renuncia” se pronuncia con desgano, como el conjunto vacío que amenazaba ser desde el momento mismo en que se formuló, a menos que alguien quisiera darle contenido. No había ese alguien y ahora la frase tiene un sonido hueco.
¿Qué falta en el gobierno, autoridad o liderazgo? La discusión es un poco inútil: después de ser parida por las encuestas, con un diagnóstico tortuoso y un programa elefantiásico, la Nueva Mayoría ha crecido liberada de esas categorías; deambula en un espacio donde basta con atesorar unos jirones del poder, como esos ujieres que se ponían uniformes dorados para sentirse almirantes. Hacia fines de mayo, la noticia de que el panorama económico no permitirá al Estado gastar más de lo que tiene fue recibida con pesadumbre. Ahora se pone en duda que ese panorama exista: algunos oficialistas sospechan que sea sólo un pretexto para frenar las reformas; hasta un “chantaje”, según la variante comunista de los escalafones calizos. En el momento menos pensado la Cepal se ve metida en el complot por recalcular el crecimiento del 2015 desde 3% hasta sólo 2,5%.
Para qué decir de los ministros Jorge Burgos y Rodrigo Valdés, embajadores de las malas noticias, acusados en voz baja de venir a desbaratar el programa, aunque el respaldo de la Presidenta todavía inhibe esas ideas negras. En el esfuerzo de contención, Burgos y Valdés reciben ayuda del ministro Nicolás Eyzaguirre, pero esto es algo más desconcertante. ¿No es el mismo Eyzaguirre que antes contribuyó a movilizar la avalancha de las reformas estructurales? Sí, es el mismo, pero en otra función, en otro cargo, en otra época… en fin.
En el cónclave habrán de estar todos, los que confían y los que desconfían, los que tienen unas razones y los que llevan las contrarias.
Aunque ninguno crea mucho en él, el cónclave sólo puede tener dos resultados: que triunfe la desconfianza recíproca y las cosas sigan tal como están, cargadas al pelambre y la traición, sin acuerdo ni sobre la necesidad de las reformas ni sobre la necesidad de contención, con desgano, con cansancio, con sorna. Si este es el caso, el gobierno puede comenzar a preparar desde ya lo que sería una larga despedida entre un ruido de cristales rotos.
La otra alternativa es que el cónclave sirva para cambiar algo de ese clima. Sólo un poco ya sería suficiente.
July 26, 2015
Los tres subtercios
El bloque de centroizquierda que gobernó al país por dos décadas se ha quebrantado de una manera que, si no resulta irreversible, parece estar cerca de eso. Ese bloque estaba constituido por los partidos que formaron la Concertación, pero también por un círculo más amplio que dio sustentación a sus proyectos: la suma entre el viejo centro y la vieja izquierda, que en el modelo histórico chileno equivalía a sumar dos tercios. Es lo que se llamó la “mayoría sociológica”.
La primera vez que esa mayoría entró en discusión fue en 1999, cuando la elección presidencial debió resolverse en segunda vuelta y Ricardo Lagos apenas pudo sobreponerse a Joaquín Lavín. Desde entonces, la “mayoría sociológica” nunca más volvió a imponerse en primera vuelta -nunca más fue la mayoría natural, gratuita, derivada de la estructura socioeconómica del país- y en el 2010 se licuó para dejar paso al triunfo de Sebastián Piñera. El esfuerzo por recomponerla fue la Nueva Mayoría, que tampoco fue capaz de triunfar en primera vuelta, señal elocuente -aunque encubierta por la victoria en el Congreso- de que en esa restauración había algo artificial, o cuando menos incompleto.
La Nueva Mayoría nació acallando dos disensiones fundamentales: primero, la interpretación de la derrota del 2010, que algunos leyeron en función de la fragmentación de las candidaturas de centroizquierda, y otros, como el resultado de una insuficiente radicalidad en los programas de cambio social, tal como ella se había expresado en las movilizaciones estudiantiles y otros conflictos sociales. Ambas cosas habían comenzado en el primer gobierno de Michelle Bachelet, pero su imbatible popularidad personal hizo creer a unos y otros que su figura bastaría para recuperar la dañada “mayoría sociológica”. El segundo silenciamiento fue la interpretación divergente acerca de los 20 años anteriores, la transición y la gestión de la Concertación, que unos veían como un triunfo del gradualismo, mientras otros deploraban como la causa del descontento.
A un año y medio de su segunda elección, catalizada por los escándalos financieros y por una crisis económica a la que no se quiso prestar atención, ya es evidente que la alianza de los dos tercios ha derivado hacia un conflicto entre tres fragmentos.
Uno es el de la Concertación histórica, que defiende sus estilos -creación de consensos políticos, gradualismo, astucia negociadora- y que sólo ha venido a recuperar la voz en el vértice de la crisis política. Otro es el de la Concertación-Nueva Mayoría, que impuso sus diagnósticos y sus ritmos durante 11 meses, cobrándole al programa su letra y sus deseos, y que se siente ahora amenazada por el “realismo sin renuncia” y por el retorno del otro grupo. Y un tercero es el de la izquierda más radical, que está más bien fuera del oficialismo y en contra de él, pero que presiona al segundo grupo con sus propios compromisos y se ha hecho fuerte desafiándolo por su izquierda -sobre todo al Partido Comunista- en la dirigencia estudiantil, algunos grupos sindicales, el Colegio de Profesores y el movimiento indigenista.
Si es que en lo que queda del cuatrienio llega a ser posible la reunión de los dos trozos originales (el centro y la izquierda histórica, incluido el PC), es claro que no lo será la integración del tercer fragmento, que ya tiene su propia agenda, sus propias estrategias y su propia idea de lo que debe ser un programa de sustitución del capitalismo. Ese sector tendrá su candidato el 2017 e intentará que éste capture a la parte más estridente del segundo grupo, figuras a las que probablemente ya tiene identificadas.
A pesar de este futuro previsible, el gobierno ha tratado de arbitrar entre los tres fragmentos, en lugar de reunir y asegurar la fortaleza de los suyos. Esto no ha hecho más que agudizar las contradicciones con que nació y poner de relieve la elefantiasis de su proyecto original. Ese esfuerzo ha deteriorado cruelmente su credibilidad, ha puesto en duda sus competencias técnicas de un modo que no había sucedido en un cuarto de siglo y ha alimentado la desconfianza entre sus miembros. El salvaje tropiezo del proyecto de carrera docente esta semana en el Congreso ha sido casi un anuncio de lo que espera a los siguientes avances de la reforma educacional, tironeada por los tres subtercios.
Quizás no es posible poner fecha a una definición más nítida del gobierno. Quizás no haya otra forma que esperar que ella se vaya produciendo por la fuerza de los hechos. Quizás la Nueva Mayoría haya sido una decisión menos estratégica de lo que pareció, más ingeniosa que inteligente, más voluntarista que atenta a las limitaciones de su primera ronda presidencial. Y a lo mejor la “mayoría sociológica” dejó de existir para siempre, asesinada precisamente por las interpretaciones acerca de lo que era.
July 19, 2015
El Papa bobo
En varias de las “Fioretti” -o en todas, según se mire- que relatan la vida de Francisco de Asís, el santo aparece como un hombre que cultiva no sólo la sencillez, sino sobre todo un candor que desafía al sentido común, una bobería que sólo después de un reexamen se revela deliberada.
La chismografía dice que el cardenal Jorge Mario Bergoglio eligió el nombre del poverello de Asís casi por casualidad, pero todo indica que, habiendo sido un candidato en el cónclave de 2005 -donde fue ungido Joseph Ratzinger, que escogió el complejo nombre de Benedicto XVI-, Bergoglio tuvo tiempo para pensar en un ícono que resumiera sus intenciones y su programa.
El centro de ese programa es la reforma de la Curia, que no es algo muy diferente de la reforma de la Iglesia. Dicho de esta manera cruda puede ser más fácil entender la monumentalidad del proyecto, que lo hace casi inviable dentro de un solo papado. Desmontar la Curia supone rearmar la institucionalidad que Juan Pablo II convirtió en un fortín, lo que es una de las explicaciones del fracaso de Benedicto XVI con el mismo intento. El aire bobo y desprendido con que Francisco lo encara es al menos una novedad.
Los católicos enfrentan considerables dificultades a la hora de diferenciar entre lo que es evangélico y lo que es político en la palabra del Papa. Aun los que saben que la historia del papado no es precisamente la historia de la santidad, tener por contingente una opinión papal parece rondar la blasfemia. Por supuesto, el Vaticano alimenta este temor, por ejemplo, con su manía de canonizar a los papas recientes, una compulsión que amenaza con llenar de santos el poco edificante siglo XX.
Para esos católicos, hay una noticia: Francisco es el Papa más político desde los años de mayor activismo de Juan Pablo II, los asombrosos 80 en que se propuso expulsar al comunismo no sólo de Polonia, sino de toda Europa oriental y, de paso, de los grupos sospechosos dentro de la propia Iglesia, empezando por la teología de la liberación. No es todo: el principal foco político de Francisco es América Latina.
The Economist lo ha llamado “el Papa peronista”, en parte como tributo a la caricatura europea que da por peronismo todo lo argentino, y en parte porque ve en Bergoglio un esfuerzo por mezclar la doctrina social de la Iglesia con cierto populismo. La prueba sería la gira reciente por Ecuador, Bolivia y Paraguay, los tres países más pobres y más indígenas de América Latina. No parece posible que Bergoglio ignorase que en esos avisperos políticos tendría que tragarse cosas como un Rafael Correa proclamando su “catolicismo izquierdista” o un Evo Morales regalándole un crucifijo con una hoz y un martillo, formas de sincretismo de ocasión preparadas para sorber algo de la popularidad de los papas. No hay candor que alcance para eso.
La diplomacia vaticana se define por la prudencia. El Papa Francisco no. La oposición argentina no termina de entender por qué se ha reunido cinco veces con la Presidenta Cristina Fernández, tres de ellas en pleno año electoral, para el estridente uso del kirchnerismo. Pero algunos analistas creen que el Papa está preparando el terreno para que el retiro de la dinastía Kirchner no conduzca a Argentina a otra fase de anarquía.
Cosa parecida se dice de sus reuniones con Correa y Morales: que serían esfuerzos para persuadir a Nicolás Maduro de liderar una salida pacífica al hervidero de Venezuela. Lo que también implicaría moderar el personalismo de los propios gobernantes de Ecuador y Bolivia. De momento, el que sacó más partido de la visita fue Evo Morales, precisamente porque su acción de gobierno atraviesa por una fase de propagandismo rampante, en cuyo centro está la demanda marítima sobre Chile. El Papa Francisco sabía que Morales lo metería en ese tráfico y que cualquier opinión suya podría resultar una imprudencia.
Pero un Papa político está obligado a tomar riesgos, como lo hizo Karol Wojtyla cuando quiso detener la guerra de las Malvinas… mientras las islas estaban ocupadas por la dictadura argentina. Ese error costó caro, pero Juan Pablo II ya sabía que el papado puede perder cualquier cosa, menos la confianza en sí mismo. Es lo que está enfrentando Bergoglio con la oposición argentina y, ahora, con la posición oficial de Chile en materia fronteriza, dos hechos que podrían producir la paradoja de que su visita a estos países, en el 2016, resultara menos bienvenida de lo que debería ser. Sin embargo, el destino final de los gestos diplomáticos nunca se conoce del todo: como las bolas del billar, pueden rodar golpeando muchas bandas antes de detenerse.
La bobería del Papa ya tuvo un éxito que merecería figurar en las “Fioretti”: el inimaginado restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Por si no bastara, quiere llevarla hasta el borde con una visita a ambos países en septiembre. Después tendrá que ver lo que pasa en Venezuela. Y en Centroamérica, donde los pastores evangélicos capturan grandes porciones de la antigua grey católica. Y en Colombia y México, siempre amenazados por la violencia. ¿Quién dice que no querrá rediseñar el continente?
July 12, 2015
Mise en scène
¿Cuál es la capacidad de predicción del gobierno? Sólo este mes se ha visto sorprendido por un bajo índice de actividad mensual, una inflación superior a la prevista, un alza brusca de la UF y el dólar, un temblor inquietante en el índice de desempleo y un precio del cobre que ya pasa de la gripe a la neumonía. Bueno: ninguno de estos datos es realmente nuevo. Casi todos habían sido anunciados -en algún caso, desde el año pasado-, sólo que por especialistas que el gobierno considera opositores o malintencionados. Este tipo de expertos interesados existe siempre, lo mismo que los que son simplemente malos, sea por capacidad intrínseca, sea porque se dejan llevar por el voluntarismo.
Entonces, ¿a qué grupo pertenecen los especialistas del gobierno, que guardan silencio o muestran sorpresa con el ambiente depresivo de la economía? En sus 20 años de gestión, la Concertación dispuso siempre de una batería de economistas que, matices más o menos, tenían competencias y calidades parecidas. Esa troupe de selección, sin embargo, perdió abruptamente pie con la creación de la Nueva Mayoría, cuyo eje hegemónico sostuvo que todas las políticas económicas anteriores, incluidas las de la Concertación, fueron mezquinas, timoratas y, si apuran un poco, filoderechistas. Así como la Concertación política hizo una transición política que merece ser retroexcavada, su conducción económica tendría que correr igual destino.
El caso es que a la Nueva Mayoría llegó, como es natural, personal procedente de esas mismas vertientes. Por ejemplo, Nicolás Eyzaguirre, aunque este ex ministro de Hacienda fue el que impuso la regla del superávit fiscal, uno de los anatemas para los promotores del máximo gasto del nuevo gobierno, lo que quizás fuese una buena razón para que ahora se hiciese cargo de Educación, el principal proyecto de reformas del programa de Bachelet 2. Y también Alberto Arenas. Claro que recién se conoce -con las declaraciones judiciales del ex director de Impuestos Internos Michel Jorratt- el grado de subordinación que tenía el titular de Hacienda con el ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, una dependencia totalmente inédita en los gabinetes del último cuarto de siglo, que también permite entender por qué es el primer ministro de esa cartera que pierde su cargo junto con el equipo político.
Tuvo que producirse ese cambio dramático para que un nuevo ministro, Rodrigo Valdés, dijera lo que ya era una evidencia clamorosa, esto es, que la performance de la economía no permitiría cumplir todos los compromisos que el gobierno estaba adquiriendo, para que La Moneda, primero, y luego la dirigencia de la Nueva Mayoría, aceptaran que es preciso modificar el rumbo de la administración. Como si se tratase de no herir oídos demasiado sensibles, esta decisión ha sido fraseada como “priorizar”, un término emergido de un campo semántico tal, que puede caber en él la expectativa de que el gobierno complete su programa cuando pasen las estrecheces, si es que eso llegase a ocurrir dentro del cuatrienio.
Una vez que se acepta que el gobierno tiene los expertos suficientes como para haber interpretado las señales que estaba acumulando la economía, incluso aunque ellas sólo proviniesen del panorama externo y no tuviesen nada que ver con las reformas, todo esto adquiere un cierto aire de sainete, una mise en scène donde los protagonistas representan un papel sólo para la satisfacción de una audiencia mientras se prepara el giro dramático de la obra principal. La insinuación, difundida sotto voce por algunos, de que el paro de los profesores habría puesto la evidencia de que el presupuesto fiscal no soportará más presiones de gasto no hace más que incrementar esta sensación de ficción concertada. Lo mismo que ha hecho la instalación de una comisión especial -la séptima de este gobierno- para mejorar la productividad. De esto, se suponía, estaba encargado el Ministerio de Economía, al menos desde que perdió el protagonismo de la política económica en tiempos de Hernán Büchi. Sin contar, desde luego, con que la caída de la productividad está archidiagnosticada desde hace ya varios años.
Ahora que las malas noticias son públicas, la pregunta es cuál era esa audiencia a la que se quería complacer. ¿El conjunto de una sociedad infectada por las desigualdades, como sostenían los diagnósticos originales? ¿Los que fueron convencidos de que la paz social se compraría presionando el presupuesto del Estado? ¿Los votantes ilusionados con los proyectos de la Nueva Mayoría? ¿Los dirigentes del oficialismo entusiasmados con los cambios estructurales? ¿O la Presidenta?
Pero ¿la Presidenta? ¿Otra sorpresa para sus proyectos? ¿Otra cosa que no se le había dicho? ¿Otra novedad que se le ha comunicado después de que lo sabían todos?
A la espera de las respuestas a estos misterios, el ministro Valdés ha recibido la inesperada posibilidad de establecer su autoridad sobre la base de recuperar, no ya esa confianza personalizada que ha sido la clave de las frustraciones de este gobierno, sino simplemente la capacidad de predicción.
July 5, 2015
La maleta de Maurás
Una de las historias legendarias de la política chilena habría ocurrido en la década de los 40, cuando el dirigente radical Juan Luis Maurás -más tarde político de primera y senador levantisco- recibió el encargo de llevar en una maleta los fondos para una campaña electoral en el sur. Atravesando un canal, la maleta habría caído al agua y se habría perdido sin remedio. Nadie creyó la versión del desdichado emisario y las lenguas más viperinas dijeron que se había visto flotar la maleta.
Maurás negó siempre la historia y atribuyó su invención a su archienemigo y correligionario, el también senador Jonás Gómez, pero los pasquines de la época -que los había: no son otro signo de la “crisis de las elites”- convirtieron en un festín el caso de la maleta de Maurás. Nadie se preguntó si el dinero era público o privado, si venía de una empresa o de los militantes, si era legal o tenía boletas. Hace más de 70 años no existían las mismas preguntas, pero sí el mismo problema: cómo financiar la política.
Con maletas se pagaron las cuatro campañas presidenciales de Salvador Allende, las tres de Eduardo Frei Montalva, las dos de Jorge Alessandri y las de centenares de senadores, diputados y regidores de varias décadas. Nadie puede asegurar todavía que no hayan circulado maletas en las campañas de los últimos años, pero habría que empezar por admitir que las boletas y facturas, con sus registros contables y sus obligaciones tributarias, han sido un avance, no un retroceso. Hoy, las maletas significarían no las empresas conocidas, sino probablemente otro tipo de grupos: mafias, narcos o potencias externas interesadas en convertir la política local en algo más emponzoñado.
También es cierto que las maletas no hicieron ricos a los políticos de antaño, ni las boletas a los de ahora. En la nómina de fortunas chilenas no figura ningún político, excepto Sebastián Piñera, que estaba en la ruta de la riqueza antes de pedir el primer voto.
Dicho esto, es un dato que la intervención del dinero empresarial en la elección de autoridades representativas ha venido alimentando no sólo la dependencia de los candidatos, sino sobre todo la sospecha de que ellos quedan capturados por los intereses de quienes los financian. Cierta o no, la sola presencia de esta sospecha debilita su legitimidad, su prestigio y su integridad, y esa es una muy buena razón para ponerle atajo.
Esta es, más o menos, la lógica que ha seguido el gobierno para promover el proyecto que termina completamente con los aportes de las empresas a la política. La primera consecuencia es que las actividades futuras de los partidos -y en especial las campañas electorales- tendrán que ser financiadas por ciudadanos particulares y por el Estado. Lo primero significa, inevitablemente, que serán favorecidos los que tengan electores con más dinero personal. Lo segundo conduce a la segunda consecuencia: que el Estado tendrá que ponerse límites, lo que, a la vez, significa limitar por norma los costos de las campañas, sus plazos y sus características.
El peligro que significa el dirigismo estatal en un campo tan sensible como el voto tendría que implicar que todas esas decisiones quedasen en manos de órganos independientes, imparciales e indiscutidos. Esto no queda del todo despejado en los proyectos conocidos hasta ahora. En cambio, sí se sabe que se ha previsto atacar la otra punta del problema, que son los individuos que participan en la política, mediante el expediente de extender las inhabilidades de autoridades designadas y elegidas hasta las familias inmediatas y las lejanas, en una enumeración cuyos límites es todavía difícil visualizar.
Así, el gobierno y el Parlamento tratan de salir al paso de la crisis de credibilidad desatada por los escándalos de los últimos 10 meses con una transformación masiva, prácticamente estructural, de lo que ha sido la política en el último cuarto de siglo. Al hacerlo, ha contribuido también a incrementar ese desprestigio, con una inclinación por el sobrecontrol que parece ignorar el hecho de que, como dice la sabiduría italiana, fatta la legge, trovato l’inganno. Muy a menudo, las trampas para burlar las normas terminan siendo mucho peores que los males que se ha tratado de evitar.
Estas dudas resultan más acuciantes en una clase política que hace menos de seis años cedió el voto obligatorio a cambio del desangelado apoyo de Marco Enríquez-Ominami a la derrotada candidatura de Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Luego de alcanzar récords cercanos al 60% de abstención, muy por encima de la historia electoral, toda esa clase, desde la Presidenta hasta sus más encendidos promotores de entonces, admite ahora que se equivocó.
La cuestión de fondo es cómo conseguir que la política sea ejercida por ciudadanos honrados -son muchos, si no la mayoría de los que hoy lo hacen- que no tengan que depender, ya no de una candorosa maleta perdida, sino de unos recursos mendicantes provistos por intereses inconfesables. No hay ningún otro enigma.
June 28, 2015
La hora de Mirabeau
Uno de los grandes héroes y víctimas de la Revolución Francesa, Honoré Gabriel Riqueti, más conocido como el Conde de Mirabeau, escribió una vez que un jacobino deja de ser jacobino una vez que es ministro. El mismo era un líder del Club de los Jacobinos, pero después de su muerte, Robespierre lo expulsó de ese panteón, porque sospechaba que no lo era tanto, destino que podría haber servido para otra sentencia de Mirabeau.
En el Chile de estos días, el jacobinismo ha vivido un apogeo casi tan rápido como súbita ha sido la reacción para refrenarlo. La voz de alarma la puso el nuevo ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, quien dijo algo obvio: que el dinero fiscal no alcanza para todo.
Hay que decir que esta ha sido la alarma oficial, porque lo mismo venían advirtiendo voces numerosas de la propia Nueva Mayoría desde el año pasado, aunque no estaban investidas del rango de ministros o habían sido expulsadas del panteón bajo la sospecha de faltar a la ortodoxia, es decir, al programa. Tras las palabras de Valdés, han venido a proliferar los dirigentes e intelectuales que llaman a poner orden en las prioridades y a moderar las expectativas sociales, antes de que la sensación de pérdida de control, extendida aunque todavía subjetiva, se convierta en una situación política anarquizada.
Un aporte a esta sensación proviene de la demora del gobierno en tomar decisiones relevantes para sí mismo, como el nombramiento del ministro secretario general de la Presidencia. Otro, del estado de emergencia con que la Nueva Mayoría aguarda las siguientes revelaciones sobre dinero privado en el financiamiento de la política, que la tienen pasmada y a la defensiva. Pero esta semana, las contribuciones más importantes fueron la extensión del paro de los profesores y la acumulación de tomas de sedes de educación superior.
Los orígenes de ambos movimientos pueden rastrearse muy atrás. Pero su detonante próximo fue el anuncio, el pasado 21 de mayo, de la gratuidad parcial en el sistema universitario a partir de 2016. Dos efectos debían producirse sin necesidad de que nadie los adivinara: la percepción de exclusión de una parte importante del universo estudiantil y la visibilización de un nuevo gasto fiscal inmenso que no es viable si no excluye a otros.
Esta urgencia ha hecho posible que Jaime Gajardo virtualmente haya perdido el control del Colegio de Profesores, dejando al Partido Comunista en la incómoda posición de que sus socios constaten que la fuerza sindical que parece tener llega hasta por ahí no más, y que cuando las cosas se ponen duras, su adhesión al oficialismo adquiere la solidez de un flan. El movimiento magisterial está en manos de dirigentes que no creen en la gradualidad, pero especialmente en la Nueva Mayoría, y que quieren hacer prevalecer una historia combativa en contra de muchos años de quietud.
Con los estudiantes pasa casi lo contrario. Como todos los que la historia ha conocido, el movimiento universitario reúne la virtud de empujar hacia el futuro con el vicio de ignorar el pasado. Las dirigencias estudiantiles tienden no sólo a repetir las demandas fallidas hace décadas, sino también a incurrir en los mismos errores de otras épocas, el más notorio de los cuales es utilizar una reivindicación específica para plantear un montón de otras, en un volumen que llega a ser abstracto. Los líderes del movimiento del 2011 fueron personalmente muy exitosos, pero hace rato que dejaron de ser estudiantes, que es lo mismo que les va a pasar a los actuales, aunque aún no se den cuenta.
Por esta vez, por esta única y rara vez, es posible que la conciencia de esa transitoriedad se haya puesto al frente de la protesta universitaria. La gradualidad tiene poco sentido cuando se sabe que cada año que pasa es uno menos para dejar de ser estudiante, o uno más para seguir soportando el costo de la educación. Después de todo, si un gobierno dura un poco menos que una carrera universitaria, no hay razón para esperar que una administración deje paso a otra antes de que se cumplan sus promesas.
El caso es que, en breve, el gobierno está metido en un atolladero con dos de los proyectos de su megarreforma que debían ser menos problemáticos, mientras acechan, a la vuelta de la esquina, las otras dos prioridades que siempre se disputan el primer lugar con la educación: la salud y la seguridad. Estas últimas no forman parte de los afanes estructurales del programa, en parte porque su diagnóstico original no los consideró como motores de la igualdad, en parte porque nunca han sido muy del gusto de los intelectuales.
El caso es que mientras estos conflictos sigan vivos, con un Parlamento que se siente continuamente desautorizado, los llamados al orden buscan ansiosamente que el semestre perdido del 2015 no se convierta en un año completo. Como Mirabeau en su momento más trágico, aspiran con angustia a que el discurso no se devore a sus hijos ni ahogue sus más fervientes motivaciones
June 21, 2015
La lesera de seis meses
No hay manera de considerar el raro estado de la Presidencia como un fenómeno nuevo, ni siquiera de los últimos días. Tampoco es cierto que haya existido improvisación en la designación de los ministros en mayo pasado. Tras la caída del gabinete Peñailillo, la Presidenta se tomó casi una semana para designar a su nuevo equipo político, y está lejos de una mínima justicia culparla por lo que no sabía de las actividades privadas de Jorge Insunza cuando le encargó la Secretaría General de la Presidencia.
El caso es que ese cargo completa dos semanas de vacancia y el hecho de que otros eventos noticiosos ocuparan la agenda -la gira por Europa, el paro de los profesores, la Copa América- no basta para cubrir la anomalía que eso significa. Al mismo tiempo, la anomalía es en sí misma una expresión de la complejidad de la situación creada por la salida de Insunza.
Una opción sería la de reconstituir la totalidad del equipo político, esto es, cambiar a los ministros que asumieron hace poco más de un mes para designar a otros que redistribuyan y conserven los equilibrios de los partidos “grandes” de la Nueva Mayoría. En pocas palabras, esto significaría renunciar a las delicadas operaciones realizadas en mayo, que soportaron la mayoría de los costos que aún tienen convulsionada a la Nueva Mayoría.
Todos los indicios sugieren que, como parece lógico, esa opción ha sido descartada. Queda la otra: elegir a la persona adecuada para integrarse al equipo que encabeza el ministro Jorge Burgos, alguien que tendría que pertenecer al PPD o, cuando menos, contar con el beneplácito de ese partido. ¿Fácil? No, porque no es una cuestión de nombres, sino sobre todo de sintonía. No es necesario que nadie le diga a la Presidenta que el tercer ministerio de La Moneda requiere ahora a una persona que pueda ser funcional al equipo político ya existente. Esta necesidad cae por su propio peso luego de que la estantería original del gobierno se viniera estrepitosamente al suelo.
Por majadero que parezca, hay que decir que el gobierno dejó de ser lo que era en esa fatídica primera semana de febrero en que estalló el caso Caval y dejó a La Moneda sin respuesta. Aquella semana se inició la progresiva disolución del equipo dirigido por Peñailillo, y con ello del estilo y hasta del proyecto que organizaron el primer cuarto de la administración. Lo que ha venido después no ha sido más que el agravamiento de los errores cometidos en esos días, a pesar del denodado esfuerzo de la Presidenta por escapar del cepo político. Por virtud de esa dinámica, la virtual parálisis del gobierno se aproxima a los seis meses, lo que, en la lectura más pesimista, significa un semestre perdido.
La asunción de Burgos, Insunza, Marcelo Díaz y Rodrigo Valdés tendría que haber inaugurado una segunda fase, con otro estilo y otras metas, pero el grupo no terminaba de configurar su mapa de amenazas cuando perdió una de sus partes. ¿Es esto casual? Sí y no. Sí, porque las asesorías del ex diputado Insunza eran desconocidas para La Moneda. Y no, porque esa omisión fue otra muestra de la subestimación con que el oficialismo -no sólo el Palacio, también los parlamentarios y los dirigentes partidarios- ha venido encarando las nuevas exigencias planteadas por el debate sobre inhabilidades.
Asumiendo que la ausencia de la cuarta pata será reparada, persiste la pregunta de lo que significa exactamente una segunda fase. Mientras La Moneda se demora en establecer ese significado -y en dar las señales públicas para interpretarlo-, las complicaciones de la reforma laboral y el entrampamiento de los proyectos en educación ofrecen un indicio de lo que viene. En este último terreno, se suponía que los tres proyectos previstos para este año -carrera docente, educación pública y gratuidad universitaria- serían notablemente más expeditos que los que se tramitaron durante 2014. Ha sido al revés.
Una parte de ese fenómeno se puede atribuir al mal estado del gobierno. Pero es sólo una parte menor. La mayor corresponde a la dinámica creada por la propia reforma. Los profesores y los universitarios que se lanzaron a las calles para exigir cambios drásticos en los textos de las reformas, a pesar de que éstos cumplían muchas de sus demandas, aprendieron el año pasado que cuanto más fuerte sea la presión, mejores son las posibilidades de alterar los planes del Ejecutivo.
El nuevo equipo tendría que modular precisamente este problema, el de las expectativas desbocadas, porque la gradualidad, como argumento, fue abatida en las escaramuzas del 2014.
June 14, 2015
La experiencia del mal juicio
Un viejísimo proverbio inglés dice que “el buen juicio nace de la experiencia, y la experiencia nace del mal juicio”. De esa sencilla sabiduría -que se remonta, según parece, al siglo XIII o más atrás- nace, seguramente, la expectativa común de que los gobernantes no cometan los mismos errores en que han incurrido antes. La caída del ministro secretario general de la Presidencia, Jorge Insunza, menos de un mes después de su nombramiento, esparció la sensación de que el segundo gobierno de Michelle Bachelet atraviesa por su peor crisis precisamente por no aprender de su experiencia.
Esto no es para nada exacto en el incidente Insunza, pero tal tropiezo vino a sumarse a la idea, ya instalada, de que el gobierno ha carecido del tipo de figuras cuya madurez política puede garantizar cadenas eficientes de comando y control. Esa ausencia definió al primer equipo político del gobierno, y frente al segundo, ha creado la expectativa de que Jorge Burgos cumpla ese papel. Pero Burgos está solo, y eso ha puesto el foco sobre el sucesor de Insunza.
Para entender el fenómeno vale la pena remontarse al origen del gobierno. Parece razonable que, al proponerse llegar por segunda vez a La Moneda, Michelle Bachelet haya querido hacer algo nuevo, con diagnósticos nuevos y con gente nueva. Lo primero era el programa. Lo último era el equipo.
Lo que está en el medio se ha convertido en el problema más persistente. Por alguna razón que está más en el orden de la psicología que de la política, el equipo inicial del gobierno entendió que el programa implicaba no sólo un paso adelante en la construcción de un orden social menos desigual, sino también un juicio sobre lo que fue la Concertación y, con más precisión, respecto de la derrota que sufrió en 2010 a manos de la derecha.
Según ese diagnóstico, el triunfo de Sebastián Piñera no fue el sencillo resultado de la alternancia democrática -una proposición política alternativa-, sino una retorcida expresión del agotamiento de la coalición de centroizquierda y de una oferta programática tan conservadora, que ya podía confundirse con sus rivales. Por supuesto, para llegar a esta conclusión y apostar porque Bachelet II lo remediaría, era necesario saltarse el hecho de que el gobierno derrotado era el de la misma Bachelet -la única persona de la centroizquierda que ha entregado la banda a un opositor (y también la única que la ha recuperado)- y que las luces de su cuatrienio luchaban duramente contra sus sombras, como por lo demás ocurre a menudo en los gobiernos. A estos intérpretes les bastaba con culpar al candidato perdedor y pasar a otra cosa: un proyecto de reformas estructurales. Esta clase de acrobacia intelectual abunda en la política chilena, y los ideólogos de Bachelet II no tenían por qué ser la excepción.
Por lo que ahora se sabe, el segundo exceso interpretativo pudo ser cometido por el equipo cercano a la Presidenta, cuya cabeza era el ex ministro Rodrigo Peñailillo. Junto con adherir a esa interpretación dramática de la derrota del 2010, este equipo quiso crear una gran plataforma política capaz de instalarse en los puestos estratégicos del gobierno, y también en muchas posiciones críticas del aparato administrativo. Debía ser no una idea política ni una teoría social, sino un poder real, con recursos reales. De eso se habla ahora cuando se entra en la especiosa discusión sobre la “precampaña” de Bachelet, lo que sucedió antes o después de tal o cual fecha y los dineros recaudados en uno u otro proceso.
Para completar la ejecución de su diagnóstico político (y de su espejo, el diagnóstico social que con tanta dedicación tejieron los intelectuales del PNUD), ese conglomerado, más generacional que partidista, debía también ser capaz de desplazar no sólo al nombre, sino también a la gente de la Concertación. En uno de los últimos trastabillones de su gestión -cuando aún no sabía que le quedaban pocos días en Interior-, Peñailillo verbalizó esta dimensión del asunto al bautizar como “vieja guardia” a los que, como Camilo Escalona, se mostraban críticos del nuevo esquema.
El diseño práctico de este grupo es lo que ha sido, hasta ahora, la Nueva Mayoría, lo que también vale dicho al revés: la Nueva Mayoría no ha sido mucho más que esto. No ha tenido una significación electoral muy superior a la Concertación -menos de 5% en total- y su significación política sólo ha sido relevante en el caso del PC, pero bajo el ministerio de Peñailillo se convirtió en una poderosa herramienta para hacer la política sin los partidos. Si la historia de la Concertación fue una suma y resta de partidos, la de la Nueva Mayoría ha sido la de la anulación de los partidos, su abrupta conversión en números neutros.
La paradoja actual es que muchos de los que no quieren que el segundo gobierno de Bachelet se deslice hacia la catástrofe, o que termine con las instituciones derrumbadas, claman ahora por el regreso de algún prohombre de la “vieja guardia”, alguno de “los que saben”, alguien que ponga en La Moneda la experiencia de los malos juicios. Como esto incluye a muchos de los que saludaron a la Nueva Mayoría como la gran esperanza blanca, es posible que lo que se ha estado viviendo en estos meses es la agonía de la Nueva Mayoría concebida como un artefacto de poder sin memoria y sin experiencia.
June 7, 2015
Caminar al revés
¿Qué hace una democracia cuando sus principales instituciones están afectadas por el desprestigio y las trazas de corrupción y son miradas con creciente cinismo por los ciudadanos? No las destruye, por supuesto. Las reforma. Sólo que ese camino tiene una bifurcación: se puede reformar para mejorar, pero también para empeorar. Willy Brandt, el gran líder socialdemócrata alemán, solía decir que los males de la democracia se curan con más democracia. Hace mucho menos, sólo unas semanas, el columnista de The Economist especializado en América Latina, Bello, dio una breve clave: las reformas deben fortalecer a los partidos (no al gobierno) y asegurar que aumenten su democracia interna, de modo que amplíen su capacidad de representación.
Los políticos chilenos tienden a avanzar al revés. Esta desorientación es más fuerte en el bacheletismo, que parece disponer de un batallón para generar malos diagnósticos y peores remedios. Del tipo: si la gente dice que no confía en los partidos, hay que debilitar a los partidos. Por suerte no se les ha ocurrido lo mismo con el Congreso, aunque algo parecido se insinuó en torno a su legitimidad para aprobar una nueva Constitución.
Los partidos han sido atacados en forma sistemática en los últimos años. El gobierno de Sebastián Piñera inauguró esa senda, primero con una ley de primarias que más bien es para no tener primarias, y luego con la aclamada idea del voto voluntario, que produjo el esperado efecto de aumentar la abstención, el desinterés, la anomia y la anticiudadanía, todo junto y de una vez.
Luego vino el ahora caído ministro Rodrigo Peñailillo, que consumió su mejor oratoria demonizando al ya demonizado sistema binominal. Es posible que, viniendo de Pinochet, el binominal estuviese condenado de antemano al purgatorio, pero está por verse si el tortuoso “proporcional representativo” fortalecerá a los partidos o los sumirá en una balcanización parecida a la de Brasil, el peor sistema del mundo.
El pasado 29 de abril, el gobierno de Bachelet decidió incorporar en sus apurados cuatro primeros proyectos de probidad la limitación a la reelección de los parlamentarios con el argumento de frenar el clientelismo y el tráfico de influencias. Para ser justos, hay que decir que este proyecto viene de un acuerdo tomado por el propio Congreso en el 2012, el mismo año en que se promulgó el voto voluntario. En los dos momentos la evidencia ha ido en contra de la teoría: después del 2012 vinieron las elecciones parlamentarias donde muchos diputados y senadores perdieron sus cargos a manos de retadores -adiós al argumento del “apernamiento”- y ahora, en el 2015, los más clamorosos escándalos de tráfico de influencias han mostrado que no se necesita un escaño en Valparaíso para ser un frescolín.
La limitación de la reelección significa, en pocas palabras, que un parlamentario deberá dejar de serlo cuando haya adquirido más experiencia, esto es, cuando ya sea un profesional y no un aficionado de la política. ¿Existe alguna razón, en esto como en otras disciplinas, para creer que un aficionado tendrá un desempeño mejor, más pulcro y más dedicado que un experto?
De haberse aplicado este criterio en el pasado, ni Eduardo Frei, ni Salvador Allende, ni Luis Corvalán, ni Francisco Bulnes, ni Patricio Aylwin, ni la mayoría de los grandes parlamentarios que tuvo Chile en el siglo XX podría haber ejercido como ellos lo hicieron. Pero ni siquiera hay que mirar tan hacia atrás.
La experiencia de 25 años de democracia demuestra que, tras cada elección, en el Congreso ha habido más renovación que en toda la administración pública, los tribunales de justicia y la Contraloría. La percepción de una clase política que se autorreproduce dentro del Parlamento pudo tener algún sustento hace 10 o 15 años, pero después de todo este tiempo carece de base factual.
Es un hecho que el costo de las campañas parlamentarias ha ido subiendo en demasía, pero eso no tiene nada que ver con la reelección, sino con una legislación que -como se ha visto en estos días- está lejos de la realidad de las campañas y ha carecido de imperio para imponerles límites. Hasta podría ser al revés: si los costos han subido por el aumento de la competencia, nada asegura que las medidas propuestas no los lancen hacia la hiperinflación.
Aunque el acuerdo del 2012 incluyó a todos los partidos y a diputados y senadores, no está de más resaltar que el entusiasmo mayor provino de los diputados, a quienes aplicaría lo que Carlos Ibáñez del Campo decía de los militares: “No he conocido coronel que no quiera ser general”. Esta semana, el Senado detuvo el galope desaforado del proyecto, lo que, como era de esperar, desató la furia de unos cuantos diputados. Pero es mejor que sea así, que lo piensen más de una vez. No vaya a ocurrir lo mismo que con el voto voluntario, que ya tiene más arrepentidos que feligreses. O con la hora oficial, que se ha convertido en campo de experimentación para cada nuevo gobierno.
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