Ascanio Cavallo's Blog, page 3

May 31, 2015

La tercera orilla del río

Alguien está creando una especie de espacio fantasmal en torno a la política chilena. Por ahora, ese alguien es el conjunto de las dirigencias de los partidos, que no se atreven a reconocer los esfuerzos que les demandan las campañas electorales, el personal, los recursos y los tiempos que involucran, los cálculos y las estrategias que requieren, como si todos esos empeños fuesen irreales, clandestinos y/o ilícitos. Las campañas son tan consustanciales a la democracia como cualquier otro tipo de movilización política, pero los dirigentes parecen sentirse ahora avergonzados de su propio trabajo.


El liderazgo en esta negación irracional lo tomó esta semana el gobierno, que fijó una fecha fantasiosa para definir el inicio de la “precampaña” presidencial, teniendo en cuenta que una “precampaña” es otra fantasía jurídica. Esa “precampaña”, dijo, partió el 28 de marzo del 2003, es decir, al día siguiente del regreso a Chile de Michelle Bachelet y del acto en la comuna de El Bosque donde anunció su decisión de participar en las primarias de la entonces Concertación.


La determinación de esa fecha ha tenido el propósito evidente de encapsular las investigaciones sobre aportes monetarios a la campaña de Bachelet y proteger, por lo tanto, a la Presidenta de los eventuales ilícitos producidos durante ese proceso. Pero también es evidente, y debió serlo para quienes idearon esa cápsula, que de ese modo se dejaba en la indefensión a quienes actuaron en favor de la misma candidatura antes de esa fecha, empezando por el ex ministro Rodrigo Peñailillo. Ni hablar del articulador financiero Giorgio Martelli.


Peor aún: la imaginación sin ojos de los guardias de la Presidenta no alcanza a ver que hasta para el ciudadano más corriente la repostulación de Bachelet era un dato de la política local desde mucho antes de cualquier oficialización. Por algo no se constituyeron más retadores que los porfiados Andrés Velasco y Claudio Orrego y el testimonial José Antonio Gómez, todos los cuales marcharon alegremente hacia su segura derrota en las primarias por razones muy distintas de la esperanza en el triunfo. Pretender que todo comenzó en El Bosque es como tratar de canalizar un río en una ribera que no existe.


En esta columna se ha escrito antes que el bacheletismo convirtió  aquel día de marzo de 2013 en su mito fundacional, la noche de Walpurgis en que el país comenzó a transformarse. Peñailillo fue uno de los sacerdotes de esa religión cronopia, pero es improbable que haya deseado que se convirtiera en la línea divisoria entre lo legítimo y lo ilegítimo. No hay ninguna duda de que el ex ministro, como muchos otros dentro y fuera de su    círculo personal, trabajaron antes de eso para que la candidatura de Bachelet fuese viable. Y que alguien financió esos trabajos, porque no se trata de gente que pudiera solventarlos por sí misma.


Es un tanto irrelevante que la Presidenta hubiese anunciado o no su decisión, e incluso (lo más improbable) que aún no la tuviese, como se ha ofrecido a testimoniar, en un raro papel de canciller del sello de la puridad, el ministro Eyzaguirre. Al momento de asumirla -cuando menos- debió conocer las condiciones en que lo hacía, incluyendo la disponibilidad de recursos. Otra cosa sería irresponsable.


El caso es que la propia acción del oficialismo ha venido convirtiendo a Peñailillo en el responsable político de la estructuración de la campaña (o de la pre-pre-campaña, según el lenguaje creado por La Moneda) y a Giorgio Martelli en su responsable financiero. Como si ambos hubiesen trabajado para un fantasma en un período fantasmal.


Algunos han llamado a todo esto “deslealtad”, pero todos saben que lo que se busca es una autodeslealtad, una inmolación política en el nombre de la protección del gobierno. Lo que Martelli aceptará de esta proposición es lo que ha estado declarando ante el fiscal nacional. Lo que hará Peñailillo aún es un misterio, aunque la cantidad de acusaciones que se ha venido acumulando a su alrededor es tal, que resulta difícil esperar una respuesta muy pacífica.


La Moneda suele echar mano a ciertos ungüentos para reducir sus propias fiebres. Por ejemplo, que tras el mensaje del 21 de mayo la popularidad de la Presidenta recuperó unos cuantos puntos. Pero ya se ha demostrado hasta el hartazgo que ninguna de estas cosas es sostenible mientras no se resuelva el problema de fondo, que es el reconocimiento de cómo ha estado en verdad funcionando la política en todos estos años, con conciencia de que también ha sido así porque estuvo privada de otras herramientas.


De esta admisión no podría excluirse persona ni sector, ni siquiera los que han querido erigirse en vestales de la inocencia. Después de cinco meses de reacciones atrasadas, evaluaciones equivocadas y medidas insuficientes, y cuando ese torrente ya comienza a amenazar al nuevo gabinete recién instalado, los ciudadanos preocupados de la-estabilidad-de-la-República se preguntan qué momento elegirá el gobierno para liderar el realismo en vez de la fantasía.


Los otros, la mayoría, sólo esperan que el río siga corriendo, con sus listas de boletas, sus fiscales excitados y sus soplones vengativos. Como en las series.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 31, 2015 08:13

May 24, 2015

Por soñado lo vivido

Si es que alguna vez fuese a ser recordado, el mensaje presidencial del pasado 21 de mayo -el segundo del actual mandato de Michelle Bachelet, el sexto de su historia- lo será sólo por su clave baja, su deliberado timbre de low key, su manera de hacerse el plano y quizás, quizás, lo que no puede salir más que de una lectura entre las líneas: un esfuerzo por dar vuelta la hoja y, al mismo tiempo, una cierta conciencia de que eso todavía no es posible. Una sonrisa y un rictus.


Es cierto que las expectativas que se habían depositado sobre el mensaje eran excesivas. Se esperaba de él claridades que La Moneda no ha tenido -precisión sobre el “proceso constituyente”, medidas de reactivación económica, situación de La Araucanía- y definiciones políticas que aún están en pleno desarrollo. A sólo 10 días de haber materializado un cambio de gabinete dramático, era excesivo pedirle al gobierno que, además, conceptualizara su propia situación. La Moneda no da para tanto. Ni esta ni las anteriores.


Por lo demás, el gobierno no ignora que el cambio de gabinete ha tenido un lado caricaturesco, según el cual la salida de Rodrigo Peñailillo representa la derrota de las fuerzas del “cambio estructural” y un frenazo para el ritmo de las reformas. Por obra de esa interpretación, la Nueva Mayoría pende de un hilo y no hay quién ignore que unos cuantos de sus miembros dejaron de oír el discurso en los primeros minutos, más seducidos por la protesta callejera en Valparaíso.


Pedirle al mensaje que fuese más definido en términos políticos podría haber significado cortar ese delgado hilo. No era necesario ir tan lejos, dicen algunos bacheletistas de la primera hora, para haber reconocido los servicios de los que cayeron tras las dos grandes primeras reformas, Peñailillo con el sistema binominal y Alberto Arenas con la tributaria. No hubo una sola referencia, tampoco la ha habido antes, ¿alguien la esperaba? Los nombres están muy por detrás de la causa. En este cementerio, los sepulcros no tienen nombre.


Peor aún, para entonces ya había salido de imprenta la revista Qué Pasa, con Michel Jorratt fusilando a Peñailillo por las presiones del Ministerio del Interior para detener las investigaciones sobre SQM, muestra incandescente de que el escándalo del financiamiento de la política está muy lejos de terminar.


Probablemente, La Moneda prefiera dar lo vivido por soñado y seguir adelante con un tono más soft y un ímpetu menos rabioso que el que mostró en el 2014, como en efecto lo sugiere la configuración de su nuevo equipo político. Pero el realismo llama a salir del puro solipsismo de la estrategia ministerial. Lo que más se echa en falta en el discurso del 21 de mayo es un marco de interpretación acerca de lo que ha sucedido en la política chilena en el último año. La Presidenta habló de un “punto de inflexión”, sin aclarar a qué se refería exactamente, e hizo un esfuerzo para admitir que “hemos cometido errores”, de nuevo sin precisar cuáles. Ha de entenderse que en estas dos frases se contiene todo lo que el gobierno puede decir sobre su propia situación -nada parecido a las ideas “potentes” que le pareció escuchar a la presidenta del PS, Isabel Allende-, esto es, que no termina de procesarla ni de contenerla. No es verdad que la Presidenta haya superado su propia desazón con el informe Engel o el cambio de gabinete. No es verdad que el gobierno se sienta en posición de dar vuelta la hoja. No es verdad que todo haya terminado. No es verdad que haya confianza en que ha llegado el momento de “reconstruir nuestras confianzas”.


¿Hay cierto déficit intelectual en el discurso? Sin duda. Pero esto no sería una gran novedad: el gobierno actual no se ha caracterizado por su densidad de ideas. Parece más bien que, al contrario, aspira a ser mejor recordado por su capacidad ejecutiva, su velocidad transformadora, su activismo traducido en cantidades y magnitudes. Hasta el discurso parece desplazarse a sus anchas cuando enumera medidas, sobre todo cuando muestra a un Estado que entra en todo, que se mete a regular la acción empresarial y también dicta cierta cátedra sobre la vida privada, un Estado que se expande gozosamente desde las universidades hasta las mascotas.


En condiciones normales, ese discurso enumerativo, anticonceptual, sería más que suficiente para un gobierno que recién pasa un cuarto de su mandato. Pero las cosas no están normales, y si el mensaje no ha podido hacerse cargo de esto, quizás sea menos provechoso enojarse que inquietarse. Cuando el gobierno dice que tiene el timón y en verdad no lo tiene, miente. Pero cuando el gobierno no dice nada del timón -como ocurrió este 21 de mayo-, hay una muy buena razón para pensar que el horizonte no está nada despejado.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 24, 2015 06:20

May 17, 2015

¿Quién está en primera?

Como se veía venir, todo el debate posterior al cambio de gabinete ha girado en torno a saber qué significa para el gobierno, el programa y la Nueva Mayoría. No hay nadie que niegue la radicalidad del cambio, pero las especulaciones sobre el “giro al centro”, el regreso de la “vieja guardia” o el desalojo de la “retroexcavadora” no tienen todavía una base factual. Al mismo tiempo, es claro que la suspicacia y la desconfianza se han desplazado después del lunes hacia los sectores de la izquierda de la Nueva Mayoría, que no se radican sólo en un partido, sino en casi todos.


No se puede sostener en serio que el saliente ministro Rodrigo Peñailillo haya sido un líder del jacobinismo. Pero, más allá de su voluntad y por la fuerza de las palabras, es cierto que había llegado a convertirse en una figura relevante de la demonización de la Concertación. Por ejemplo, en sus apasionadas acusaciones contra el sistema binominal, que por poco volvían ilegítimos a todos los parlamentos elegidos desde 1990. O con la “vieja guardia”, una creación verbal que venía a jubilar a todos los dirigentes de la centroizquierda anteriores al 2013.


Que el atildado Peñailillo haya llegado a esa rara posición puede ser un producto de su entusiasmo personal. Pero sólo en parte. La otra parte, la mayor, se origina en el denodado esfuerzo por demostrar que las reformas promovidas por el segundo gobierno de Michelle Bachelet son, ahora sí, las importantes, las decisivas, las que tienen la épica refundacional que no tuvieron las de los 25 años anteriores.


Esa promesa fue indispensable para construir la Nueva Mayoría -uno de cuyos albañiles principales fue, en efecto, Peñailillo- y lo ha sido también para mantenerla. Sin ella podría haber sobrevivido la Concertación, aunque es probable que hubiese sido una Concertación neurótica y quebradiza. Pero, al mismo tiempo, ha sido inevitable que ese esfuerzo contuviera su propia contradicción, esto es, la desconfianza y la alarma de los sectores de la misma Nueva Mayoría que estiman que un estilo agresivo, confrontacional, terminaría por deteriorar el propio programa de la Presidenta en lo principal: su eficacia.


La Nueva Mayoría nació y ha vivido tensionada por sus diagnósticos acerca del estado de la sociedad, pero sobre todo de lo que fue la Concertación. En lugar de considerarse a sí misma como una superación de su antigua matriz, la Nueva Mayoría ha caído con inusitada frecuencia en la trampa de la negación, en algo que se parece más a la venganza de los sectores que se sintieron excluidos en ese pasado -nuevamente, no un partido, sino facciones dentro de todos ellos- que a la construcción de un nuevo horizonte social, cuya enunciación semeja a menudo un mero pretexto. Más dramáticas todavía son sus diferencias respecto del gobierno de Sebastián Piñera, al que los sectores más polarizados no ven como un resultado de la alternancia democrática, sino como otra de las purulencias dejadas por la Concertación.


La derecha tiene poco que decir en todo esto, excepto lo que corresponde a todas las oposiciones del mundo: alimentar el viento de la división oficialista, como lo ha hecho con sus estridentes saludos a Jorge Burgos y Rodrigo Valdés. La derecha más astuta sabe que en la Nueva Mayoría hay grupos que se sentirían más cómodos con cosas como Podemos, Syriza o la Cámpora y que sólo necesitan el soplo de una decepción para alejarse del gobierno. Y sabe también que, por efecto de su enorme diversidad de expectativas, la Nueva Mayoría es conceptualmente la construcción más frágil que ha tenido la centroizquierda. Su tarea es meterse en esas grietas, mucho antes de que consiga levantar de nuevo una alternativa.

Es bastante probable que la Presidenta haya considerado estas dimensiones del problema político durante sus reflexiones en torno al cambio de gabinete. Después de un año intenso y golpeado, puede haber llegado a la conclusión de que, más que inclinarse en una u otra dirección, necesitaba a un equipo capaz de intermediar entre esas expectativas, equilibrarlas, atemperarlas y administrarlas. Para su infortunio, el equipo saliente había consumido esas capacidades -que en su momento las tenía- durante la dura lucha por instalar el imperativo del cambio.


Por eso las especulaciones sobre el nuevo gabinete tienen un aire irrisorio y voluntarista y seguirán en ese estado por lo menos hasta que se despeje el humo de la caída de Peñailillo y los demás. Como esa antigua comedia donde Abott y Costello libran una insoluble discusión de béisbol en torno a quién está en primera base y quién en segunda.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 17, 2015 07:21

May 12, 2015

Profundidad por extensión

Lo que no tuvo en extensión, lo tuvo en profundidad. El dramatismo de la frase con que la Presidenta Michelle Bachelet anunció el cambio de su gabinete el miércoles pasado -“pedí la renuncia a todos los ministros”- hizo pensar a algunos en una reestructuración superior a la de nueve ministerios.


Pero el cambio producido ayer es uno de los más profundos desde la restauración de la democracia y el único que, además de remover a todo el equipo político, ha envuelto también el cambio del ministro de Hacienda. La alteración en la conducción de dos de las áreas más sensibles del gobierno -la política y la economía- envuelve un acto radical de corrección (o de actualización, si prefiere) por parte de la Jefa del Estado.


La naturaleza exacta de esta corrección es todavía imprecisa, pero no cabe duda de que se ha optado por un rumbo nuevo: más interlocución política en La Moneda, más argumentación técnica en Teatinos, para decirlo en unas pocas palabras. Que cambien el estilo y los instrumentos, para que no cambien los propósitos.


Jorge Burgos encarna a la perfección los atributos combinados de la prudencia y la decisión, la cautela y la firmeza, o, como dijo con delicadeza el ex ministro José Miguel Insulza, el “diálogo con opiniones fuertes”. El hecho de que lo acompañen el socialista Marcelo Díaz y el pepedé Jorge Insunza no puede sino reforzar ese perfil. Como dos de las estrellas jóvenes y “postergadas” de la izquierda, a ambos se les reconoce una similar combinación de convicción con capacidad negociadora y, en tiempos en que la palabra aún no se había convertido en insulto, habrían sido reconocidos como diestros operadores políticos. Ahora sería más conveniente llamarlos ejecutores.


Si lograsen el objetivo siempre proclamado y raras veces logrado de constituir un equipo -sin librar una guerrilla sorda entre sí, como ocurría con el saliente-, ya se trataría de un giro copernicano. Y si con ello consiguiesen continuar el programa de reformas sin hacer que cada una de ellas parezca una granada lanzada en contra de un adversario invisible, probablemente cambiarían por completo no el rumbo del gobierno, sino la modalidad de las resistencias que ha enfrentado. En más de un sentido, el trío Burgos, Díaz e Insunza representa para la Presidencia la esperanza de tener días menos crispados en lo que queda de este año, y quizás del mandato.


La Presidenta parece haber concluido esta decisión -hasta aquí, la más difícil de su período- con un cierto alivio personal, en el que no puede estar ausente el conflicto desatado entre su familia inmediata y el saliente Peñailillo, que terminó como cabeza de turco de un problema que no le pertenecía, signo claro de que la cercanía personal no es una virtud política, a pesar del orgullo con que el ex ministro la destacó al abandonar Palacio. Parece evidente que la Presidenta espera que el aire envenenado del caso Caval deje de circular por La Moneda y que sea expulsado de una vez por una agenda de probidad conducida por un equipo político autorizado para ello.


En cuanto a la conducción económica, parece claro que ni el elogio a la competencia técnica ni el contentamiento del empresariado con el nombramiento de Rodrigo Valdés serán suficientes para restituir a Hacienda el peso político que tenía con Alberto Arenas. El ministro fue defenestrado por el desgaste de la reforma tributaria y las malas perspectivas de corto plazo, pero el nuevo titular tendrá que arreglárselas con la multiplicación de las demandas procedentes de educación, trabajo, transporte y otras decenas de sectores apurados. En el medio de una desaceleración que no ceja y adquiere un aspecto cada día más sombrío, Valdés será presionado para producir señales de confianza a toda costa.


Parece ser que, a fin de cuentas, la idea presidencial de un “segundo tiempo” estuvo presente de manera efectiva y práctica en sus cavilaciones del fin de semana.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 12, 2015 05:14

May 8, 2015

El fin de una tragedia

Como les ocurre a los buenos entrevistadores, Mario Kreutzberger tuvo el miércoles un regalo inesperado: el sorpresivo anuncio del cambio de gabinete más esperado del último año. Con un toque de emoción personal cuyo significado es a la vez múltiple y ambiguo, la Presidenta Michelle Bachelet puso fin de esa manera a un equipo ministerial al que había defendido por meses del asedio de los partidos y la prensa.


Ese momento cerró la tragedia política del ministro Rodrigo Peñailillo, que comenzó el 6 de febrero, cuando se vio arrastrado a intervenir en la situación más peliaguda que se pueda imaginar, la relación entre una madre y su hijo. Con sólo asomarse a ese problema, el ministro debió saber que se abría un abismo ante sus pies, y la breve y oscura referencia de la Presidenta a que “fui aconsejada de no volver” cuando se iniciaba la explosión del caso Caval parece dar la razón a Sebastián Dávalos, que ha acusado a Peñailillo de no informar a tiempo sobre la gravedad del escándalo.


Pero como los políticos siempre actúan con la esperanza de que el destino no sea inevitable, Peñailillo creyó haber zafado de ese momento infame, se puso al frente de lo que ya no podía manejar, desafió a los próceres del Partido Socialista, inventó la “vieja guardia” para expulsarla del gobierno y quizás, ocupado en atender las desgracias del volcán Calbuco, no percibió que estaba siendo desplazado de las decisiones más importantes, como la agenda de probidad y el estudio de una nueva Constitución.


El final lo inició él mismo, el domingo pasado, con otra entrevista en televisión en la que trató de defenderse de las sospechas sobre sus propias boletas, y desde ese momento no hizo más que comprometer hora por hora su credibilidad. Para el miércoles ya no quedaba nada: sólo el llamado sepulcral de la Presidenta media hora antes de que anunciara su caída.


Se ha discutido más tarde acerca de la propiedad o impropiedad de realizar un anuncio semejante en un programa de televisión. Pero la pregunta realmente pertinente es la contraria: ¿podía la Presidenta afrontar otra entrevista con una nueva respuesta elusiva o negativa acerca de su gabinete? De haberlo intentado, su ya dañada confianza no podría sino seguir cayendo. De modo que la respuesta correcta es: no, no podía evitarlo. El escenario era, por lo tanto, lo de menos. Kreutzberger tuvo la suerte de recibirlo, sin saberlo y sin buscarlo.


Quizás la salida del ministro del Interior no sea el fin de la “nueva guardia”, pero arrastrará, cuando menos, al equipo político y, dado el desgarro que ha entrañado, es probable que también se lleve a algunos de los rostros representativos de la resistencia que han creado las reformas estructurales, incluso a pesar de sus éxitos legislativos. El costo de la renuncia masiva del gabinete es, en sí mismo, una sinopsis de la profundidad que habrán de tener los cambios para conservar el efecto bombástico y de “punto de quiebre” que tuvo el anuncio.


Peñailillo podrá todavía sentirse orgulloso de haber encabezado el año más difícil del segundo gobierno de Michelle Bachelet y llevarse para sí la historia del episodio más dramático que haya vivido un gobierno en el último cuarto de siglo. Mañana, una parte de todo eso ya será cosa del pasado.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 08, 2015 05:12

May 3, 2015

Palos, rocas y piedras

Después de 10 semanas de palos de ciego, el gobierno parece haber encontrado un camino para restaurar su popularidad y su credibilidad, los dos atributos más dañados por las revelaciones del verano. Los primeros asomos de ese esfuerzo se mostraron en un conjunto disímil de operaciones de prensa en los que la Presidenta Bachelet sembró pequeñas señales acerca de su posición frente al caso Caval.


Buenas o malas –ese juicio podría definir hoy la frontera de la desconfianza, o quizás el momento en que ésta es suplantada por la

mala fe-, esas explicaciones pueden ser la razón por la cual la encuesta semanal Cadem-Plaza Pública registró un alza de tres pun-

tos en la aprobación de la Presidenta, algo que no ocurría desde enero. Pero, además, las mismas acciones con la prensa crearon el piso para que La Moneda eligiera finalmente la que sería su ruta principal: la Comisión Engel, cuyas conclusiones fueron hechas públicas con la solemnidad (demora incluida) que ellas mismas solicitaban.


Las 236 recomendaciones de la comisión son de pelaje muy diverso, en varios casos parecen altamente discutibles y hay algunas que no concitarían ninguna simpatía colectiva. Sin embargo, en conjunto lucen como una respuesta maciza a la mayoría de las ob jeciones en contra de las prácticas políticas nacidas durante los escándalos financieros.  


Si se examinan los ilícitos e incorrecciones presentes en los casos Penta, Caval y Soquimich, prácticamente todos quedan cubiertos dentro de las propuestas de la Comisión Engel. También hay que decir que varios de ellos ya estaban sancionados por leyes vi-

gentes que no han sido respetadas, experiencia que invita a mantener un escepticismo profiláctico ante las nuevas medidas, y en especial aquellas que contrarían el mínimo del realismo político.


Todo esto habría sido materia de una discusión pública prolongada y pormenorizada, si no fuera porque a continuación la Presidenta

le agregó algo que no tiene nada que ver, pero que es muy superior en términos de relevancia política: el anuncio de que en septiem-

bre se iniciará el proceso de consultas para una nueva Constitución. ¿Por qué la Presidenta decidió meter esta roca en el me-

dio de propuestas que inmediatamente se convirtieron en pedruscos, por supuesto relevantes, pero con una gravitación muy menor?


Como la política tiene a veces razones que la razón no conoce, la única explicación posible es el esfuerzo por dar satisfacción a toda

esa ala de votantes de la Nueva Mayoría para los cuales ninguna reforma es suficiente si no se cambia la Constitución, ala que coin-

cide con los iracundos antipartidistas, los incrédulos sin retorno y los que podrían decir que todos los contenidos de la Comisión En-

gel no son sino maquillaje, más maquillaje para el rostro revenido del oficialismo.


De todos modos, en este río revuelto el único que puede pescar mejor es el propio gobierno, lo que significa que los anuncios del martes cumplieron cuando menos la función de devolverle por fin la iniciativa política.


El otro triunfo de La Moneda,más secreto, menos estridente y ciertamente conectado con lo anterior, fue la elección interna del PS, donde consiguió la sorpresiva derrota de Camilo Escalona a manos de la senadora Isabel Allende.Aunque los programas de ambos no decían, en la letra, nada demasiado diferente, no hay socialista que ignorase que Escalona, convertido en el epítome de la “vieja guardia” por el ministro Rodrigo Peñailillo, representaba una posición crítica respecto de la conducción del oficialismo, y en especial del mismo Peñailillo y el equipo político.La senadora Allende, en cambio, no encarnaba amenaza alguna para la línea del Ejecutivo. Mejor aún, la parlamentaria puede constituir un dique eficaz para otros aspirantes a la sucesión dentro del mismo partido, un dato que comenzará a adquirir creciente relevancia desde el año próximo.


El resultado de la interna socialista significa, en breve, que la Presidenta superó la más importante prueba de fuerza que ha afrontado

desde su asunción hace 14 meses, y por ello pudo retirar de sus anuncios cualquier atisbo de presión sobre el gabinete y sobre la continuidad de su programa de reformas estructurales.


Es lo que se puede llamar una victoria redonda, asumiendo el costo comparativamente menor de agitar el ambiente público con una enredosa discusión de materias débilmente conectadas entre sí. Por segunda vez  en el año, Bachelet demuestra que la Presidencia tiene un poder superior del que se le suele suponer.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 03, 2015 09:46

April 26, 2015

¿Cuestión de guardias?

La estructura de la Nueva Mayoría ha tenido su primera crujidera de gran magnitud. El ruido subterráneo venía sintiéndose desde hace muchos meses, pero se ha hecho muy intenso tras la sucesión de escándalos político-financieros que se inició en el verano.

El motivo inmediato es la diversidad de diagnósticos acerca de la gravedad de estos hechos y de su impacto sobre la gobernabilidad. En un lado están los que creen que la crisis confirma la necesidad de avanzar en las reformas propuestas por el gobierno, e incluso de llevarlas hasta la estructura institucional (por ejemplo, acelerando el cambio de la Constitución); en el otro lado se ubican los que piensan que, dado que el gobierno se ha visto superado por los hechos, hay razones para introducir cambios profundos en la conducción del Ejecutivo, lo que a su turno supone una nueva forma de administrar el proceso de reformas. Hay un tercer grupo que opina que no hay ninguna crisis, pero éste, por ahora, es francamente minoritario.

En el segundo grupo se han reunido, quizás no por casualidad, algunas de las figuras más notorias de la Concertación histórica, como Camilo Escalona, cuya propuesta de adelantar elecciones fue tomada por el primer grupo ya no como una idea más, sino como una especie de agravio o una perfecta “irresponsabilidad”. Este último término lo pronunció el ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, seguramente con conciencia de que llamar irresponsable a Escalona equivale a insultarlo. Peñailillo también lo vinculó a la categoría de la “vieja guardia”, volviendo explícita una dimensión transgeneracional que resuena en el trasfondo del debate.

Por cierto, la intervención de Escalona se sitúa en un marco más complejo que su sola propuesta -elecciones internas en el PS, nuevos alcances de los aportes ilícitos de Soquimich, frondas partidarias-, pero expresa un análisis parecido a los que han tenido Sergio Bitar, Edmundo Pérez Yoma, José Antonio Viera-Gallo, Osvaldo Andrade y otros.

Peñailillo no puso sólo un nombre, sino que empaquetó la sospecha de que la antigua Concertación quiere retomar el control del gobierno, intervenir en la agenda y, al final, frenar o hasta cancelar el proceso de reformas. La respuesta de Peñailillo corresponde, hasta cierto punto, a la de un jefe político que defiende la legitimidad de las elecciones de hace un año y medio; pero también, en los hechos, se puso a la cabeza de un sector del gobierno en el que parecía no participar hasta hace sólo unas semanas, el de los que han llevado la crítica a los primeros 20 años de la Concertación hasta el borde de la demonización, esas dos décadas en las que no se hizo lo que se debía hacer.

A manera de dúplica, la “vieja guardia” ha tendido a confirmar su sospecha de que la “nueva guardia” -si es que todo esto existe- no es nada muy distinto de un grupo “apernado” en el gobierno, que tiene secuestrada la gestión oficialista y que busca radicalizar el horizonte de la Nueva Mayoría. El programa al que adhieren no sería el que dicen, sino más bien el de una reconfiguración del sistema político chileno.

Todos estos parecen los signos de una clásica ruptura entre generaciones. Pero esta es una impresión relativa, que se puede ajustar al equipo político y a su entorno inmediato, pero no a las edades y las trayectorias del conjunto del gobierno, donde se encuentran personas y grupos que no tuvieron participación o protagonismo en los años de la Concertación. Desde el punto de vista de las ideas, es el triunfo demorado de los que en 1998 fueron denominados “autoflagelantes”.

¿Y dónde se ubica la Presidenta dentro de esta polémica? Hasta fines del 2014, cumplía el papel de mediadora entre ambos mundos, función previsible desde que ambos eran necesarios para conservar la amplitud de su base política y la mayoría del gobierno en el Parlamento. A pesar de eso, ya había entre sus partidarios quienes creían percibir cierta tendencia a la exclusión del concertacionismo tradicional (y, aunque parezca extraño, esa sospecha ha estado alojada, primero y en forma principal, en el PS). En algunos casos, esa exclusión se ha traducido en la negativa de la Presidenta a recibir a tales figuras, a pesar de que fueron ministros o altos funcionarios de su primera administración. ¿Representan ellos, para Michelle Bachelet, alguna forma de frustración ante lo que fue aquel gobierno, motivo también para encabezar un segundo período con un estilo radicalmente diferente?

La Presidenta dio un paso más en su reunión con los periodistas de La Moneda, a quienes les anticipó que, en caso de modificar algo del gabinete, se aseguraría de que los reemplazantes tengan pleno acuerdo con el programa. Ya no se trata, por tanto, de que pertenezcan a la Concertación o a la Nueva Mayoría, sino de que pasen por una nueva prueba de blancura, una ortodoxia diferente de las anteriores. Nunca se sabrá cuánto de esta exigencia está dictada por las opiniones en torno al caso Caval, pero es difícil dudar de que ese episodio ha marcado un punto de inflexión también en estos asuntos.

Esta no es una fractura menor. Puede ser resuelta por las necesidades de la gobernabilidad. Pero también puede convertirse en la amenaza más seria que haya tenido la centroizquierda desde que protagonizó la restauración de la democracia.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 26, 2015 10:57

April 19, 2015

Peñailillo en el vértigo

De acuerdo: el ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, venía soportando fuego nutrido y cruzado prácticamente desde el momento en que asumió su cargo. Pero esta semana, como parte de la cadena de sorpresas que viene sacudiendo la imaginación política desde el verano, los tiradores lograron alcanzar al menos una parte de su objetivo. Por indirecta que sea su relación con las boletas emitidas para encubrir servicios políticos, el ministro ha entrado en una batidora pública que ya no admite matices, que mezcla culpables con sospechosos y que quiere sancochar al autor de un futuro “arreglín” antes de que éste pueda siquiera vislumbrarse.

Peñailillo es víctima de una situación que, por cierto, lo desborda. El gobierno parece ir dos pasos más atrás de cada nuevo episodio en el proceso de demolición de la confianza en la política. Es probable que el manejo del caso Caval haya sentado las bases de este retraso sistemático, pero eso queda para la investigación histórica: lo seguro es que desde entonces La Moneda no ha encontrado las maneras de salir del entrampamiento y la necesidad de hacerlo se acumula a su alrededor como un magma en ebullición.

Ya no es ni siquiera seguro que las recomendaciones de la comisión asesora sobre probidad vayan a tener la recepción para la cual fue creada; si adquieren la apariencia de quedarse cortas, no será por su calidad intrínseca, sino porque el aire intelectual está hoy más envenenado que hace un mes.

La reacción oficial a este cuadro no es fácil de comprender. La Presidenta ha hecho insistentes esfuerzos por normalizar su propia situación y retomar la agenda de reformas que tenía diseñadas para el 2015. Pero, en el medio de la avalancha de denuncias y escándalos, ya parece que el programa de reformas no fuese mucho más que la última línea de retroceso y respuesta al prolongado debilitamiento de los otros grandes pilares de sustento -la popularidad, la solidaridad interna, la incondicionalidad de los funcionarios, la confianza popular.

Hay un raro solipsismo en la conducta de Palacio.

La Presidenta ha rechazado (no descartado) modificar su gabinete, con la sospecha de que otros quieren meter las manos en ese proceso. Se ha negado a aceptar la injerencia de los partidos, con la sospecha de que éstos quieren llevar aguas para sus propios molinos. Ha alejado a los “pesos pesados” de la Concertación -a quienes ni siquiera reci- be-, con la sospecha de que ellos querrían manejar la gestión como en parte lo hicieron durante su primer mandato.

Son demasiadas desconfianzas juntas.

Como un todo, parecen materializar la idea de que los 20 años de gobiernos de la Concertación fueron más una maldición que un triunfo. Esta idea fue, como se sabe, uno de los diagnósticos más discutibles dentro de los varios que sustentaron la creación de la Nueva Mayoría, y aún no ha sido suficientemente sometido a la prueba de los hechos. De cualquier modo, aquel fue sólo un diagnóstico, no un código de conducta, ni un principio de gobernabilidad, ni mucho menos una normativa ética. Es improbable que sus autores intelectuales lo hayan concebido así, aunque su deriva hacia esos planos fuese inevitable.

Y, sin embargo, tal como van las cosas, no sería difícil que esa descripción del pasado hasta se convierta en una profecía autocumplida, esto es, que los problemas del gobierno sean interpretados como una nueva expresión de la resistencia a los cambios, del poder vigente de las fuerzas fácticas o de los “arreglines” de la clase política. Una vez más, serían demasiadas conclusiones juntas.

El hecho actual es que, con o sin esa borrasca ideológica interior, y al menos hasta aquí, los esfuerzos de normalización realizados desde La Moneda no sólo han fallado, sino que han contribuido a crear una dinámica de exigencias crecientes por soluciones más y más radicales, gestos más dramáticos, medidas más tajantes y pruebas más tremebundas. Peñailillo es un ejemplo de los alcances de ese vértigo, y su caso suena como una clarinada frente al siempre despierto instinto de autoprotección de partidos y dirigentes.

¿Será que la soledad del poder debe alcanzar siempre, al final, unos ribetes tan dramáticamente personales?

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 19, 2015 09:01

April 12, 2015

El maleficio de la duda

De las actividades que ha desarrollado la Presidenta Michelle Bachelet durante el fangoso período que comenzó en el verano, es difícil que haya alguna más excéntrica que el desayuno con los corresponsales extranjeros, cuyo contenido, on y off the record, ha sido ampliamente difundido. Calificarla como una acción de comunicación desprolija puede ser una injusticia; pero no es tampoco un modelo de agudeza y precisión. En unas academias imaginarias podría ser objeto de un estudio de caso.

El memorable desayuno tuvo más franqueza e intimidad que cualquiera que haya tenido la Presidenta con la prensa chilena, si es que alguien recuerda alguno. De toda esa corriente afectiva es preciso recoger al menos tres definiciones sustantivas, que el público chileno se habría perdido de no ser por las generosas filtraciones de los corresponsales. El orden es opinable:

1) La Presidenta no ha renunciado, no piensa hacerlo y ni siquiera se le ocurre cómo sería eso. Estas son afirmaciones sobre las cuales no cabe dudar si las hace su protagonista. Hasta donde es posible divisar, la versión de su renuncia nace de una frase pronunciada hace varias semanas ante el directorio de Anatel, reinterpretada en un contexto diferente y convertida en otra cosa: como ciertos gases que salen blancos y terminan negros. El caso es que la frase -“si no les gusta, me voy”- no fue un anuncio ni una declaración de intenciones, sino un recurso retórico, casi un motto que la candidata Bachelet utilizó a menudo frente a los dirigentes de la Concertación o de la Nueva Mayoría en sus dos campañas presidenciales para dar fuerza factual a su popularidad. La ha vuelto a usar en otras situaciones de exasperación, pero sin la misma seriedad que en las campañas. De todos modos, la renuncia no es más que un imbunche, no está en el horizonte del gobierno y no es productivo sentenciar si fue o no apropiado mencionarla. Si se la debe descartar completamente, eso también significa que ya no sirve como motto ni como argumento de discusión política. Cambio y fuera.

2) La Presidenta libera a su hijo del caso Caval, de cuyos negocios sólo se habría hecho cargo su nuera, sin que Sebastián Dávalos participara ni tuviera mucha idea, ni antes ni -según parece- ahora. Asistió a la reunión con Andrónico Luksic sólo por petición de su esposa y en ese incidente radica casi la totalidad de su imprudencia: una nimiedad, en otras palabras, inflada e inflamada con malas intenciones. En cualquier caso, el hecho mismo de que el caso Caval esté siendo investigado sería una prueba de que en el país no hay personas privilegiadas. Estas afirmaciones envuelven dos dimensiones. La formal, que radica en los oyentes: aún no se ve razón para que tal explicación, sencilla como suena, no haya sido entregada a la prensa chilena -o a los chilenos todos, si se prefiere- en el lugar y momento oportunos; lo que tuvieron los medios locales fue la lectura de una declaración con el permiso para hacer tres preguntas, algo bien distinto de lo que pasó en el desayuno, donde sólo se pidió a los asistentes no preguntar sobre corrupción en la primera media hora. La dimensión de fondo es que, al describir de una manera tan leve el papel de Sebastián Dávalos 60 días después de estallar el escándalo, la Presidenta reduce las dudas que la han beneficiado hasta ahora, una ventaja que el gobierno parece subestimar; con todo, si se cree a las encuestas, su punto de vista discrepa con más del 70% de los chilenos. Discrepancia legítima, pero vaya magnitud.

3) La Presidenta está molesta con la prensa chilena. Esto se infiere no sólo de la invitación privilegiada a los corresponsales externos, sino sobre todo de las reflexiones que planteó allí acerca del uso de rumores y redes sociales por parte de la prensa establecida, reforzadas por las abundantes señales que vienen saliendo de Palacio desde hace varias semanas. De lo que ha dicho, se desprende que Michelle Bachelet cree que los medios de comunicación han creado parte del clima político que vive el país y no al revés (que dicho clima haya marcado la agenda de los medios). Ya no se trata sólo de atribuir un sesgo opositor a algunos medios, sino de extenderlo hasta comentaristas, medios alternativos y hasta chats. La experiencia indica que cuando los gobiernos se sienten perseguidos por la prensa es porque sus males son más profundos de lo que perciben y mucho menos conocidos de lo que se cree. Sería un sarcasmo que el gobierno chileno compartiera los pensamientos que tienen sobre la libertad de la prensa intelectuales de la talla de Cristina Kirchner o Nicolás Maduro, por citar sólo a los más próximos. Pero sería, sobre todo, un error de diagnóstico. Un maldito error.

El orden de importancia de estos temas queda a voluntad del intérprete, aunque el primero del desayuno -y, por ello, según dedujeron algunos, el motivo mismo de la invitación- fue el de los reproches a la prensa local. Quedan para otras ocasiones los comentarios sobre la popularidad y el cambio de la Constitución. De seguro que la intención ha sido la contraria, pero si uno quisiera mostrar a un gobierno en situación de crisis, elegiría un desayuno parecido.

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 12, 2015 09:24

April 5, 2015

El aire

Chile se ha vuelto un país débil. Nunca ha sido físicamente fuerte, ni por tamaño, ni por choreza, ni por densidad intelectual, pero hoy sería muy difícil describirlo a partir del soft power que los países desarrollados le reconocieron durante los 90 y buena parte de los 2000. Ese poder “blando” descansaba, en gran medida, en las ideas de sensatez, moderación y honradez que parecían modelar su dirección como comunidad, ideas que desde luego estaban correlacionadas, aunque muchos de los profetas del fuego no se detuvieran a pensarlo: en algún punto, al final del día, la honradez tiene una alta familiaridad con la sensatez.


La debilidad de Chile es un fenómeno cuya gestación seguramente ha sido lenta y larga, materia de antropología. Pero se ha hecho abruptamente visible en los últimos dos meses, cuando el desfile de insensateces liquidó el prestigio de las instituciones, sin dejar en pie más que a la policía y a la justicia, y algún día habrá que estudiar si las tonterías sociales son contagiosas, esto es, si un traspié del gobierno conduce inevitablemente a otra chambonada, esta vez, por ejemplo, de la Iglesia.


Hace dos meses estalló el caso Caval. Sería injusto y excesivo depositar en un solo sujeto una declinación que debe haber estado en marcha desde antes y que para llegar al nivel actual tiene que ser multicausal. Pero tampoco se puede negar que pocas veces en la historia nacional un solo sujeto pudo provocar tanta decepción y desaliento con un modo y un plazo tan fulminantes.


Las encuestas de la semana confirman lo que se sabía, que la popularidad del gobierno y la Presidenta han caído hasta un tercio de los chilenos. Algunos hallan cierto consuelo en el hecho de que el Presidente Piñera llegó un par de puntos más abajo cuando los universitarios le copaban las calles. Otros lo buscan en la anomia del siglo XXI y del mundo, desde Ollanta Humala hasta François Hollande. Pero lo más cierto es que casi nadie ha dependido tanto de las encuestas como Michelle Bachelet. Gracias a ellas no tuvo primarias en el 2005, y por ellas las del 2009 se redujeron a una mera competencia por evitar el tercer lugar.


Así como el primer gobierno de Michelle Bachelet puede ser visto en retrospectiva como la extensión de las ideas y el estilo de la Concertación, el segundo es en buena parte una construcción desde las encuestas, o por lo menos de una interpretación de las encuestas que hizo posible eliminar la Concertación, inventar la Nueva Mayoría y el programa. Las cifras de popularidad han sido el argumento para aplacar la disidencia interna, establecer las prioridades y hasta ordenar las filas en el Parlamento (Piñera quiso hacer lo mismo en el inicio de su cuatrienio, pero, acaso porque no lo necesitaba, le duró muy poco). Las mismas encuestas que castigan a la Presidenta son las que en igual tiempo la libran de una culpa personal en el caso de su hijo.


Puede ser comprensible que en un período de desaliento interno la confianza y la seguridad de los ciudadanos se debilite. Pero ¿cómo se ve desde fuera? Quien haya acompañado a Bachelet en sus giras internacionales ha visto lo mismo: el respeto que concita fuera de las fronteras es superior a la simpatía que le profesan los chilenos. Parte de ese respeto -dicen- tenía que ver con su alegría optimista, su manera liberal y a la vez conservadora de confiar en el progreso de la humanidad. ¿Seguirá siendo así? Habrá que esperar para saberlo, porque la Presidenta canceló dos giras para esta semana, en una de las cuales -la Cumbre de las Américas, en Panamá- buscará copar el escenario el obstinado Evo Morales.

El mundo no ha mirado con rechazo las reformas promovidas por la Nueva Mayoría; en algunas latitudes hasta pareció sorprendente que tales cosas no se hubieran hecho antes, siendo ya un país asociado a la Ocde. Tampoco se ha empeñado en meter a Chile dentro de América Latina -como sí lo hacen algunos añosos promotores del corporativismo hemisférico-, a pesar de que los toques de corrupción local podrían ser confundidos con los que asedian a Peña Nieto en México, a Dilma Rousseff en Brasil, al clan Kirchner en Argentina y así por delante. Nada de eso.


¿Sigue actuando entonces algo de ese soft power que hacía que para el presidente boliviano fuese un acto temerario emplazar a Chile en un foro multilateral, o que Hugo Chávez se lo tuviera que pensar dos veces antes de montar una de sus escenas en Santiago? ¿Permanece algo de ese capital moral que tuvo a Chile en la cima de los países menos corruptos del continente, al que sólo Uruguay logró alcanzar gracias a Tabaré Vázquez? ¿Cuánto queda del aire republicano que limeños, quiteños, porteños o paulistas creían respirar en el centro cívico de Santiago?

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 05, 2015 07:31

Ascanio Cavallo's Blog

Ascanio Cavallo
Ascanio Cavallo isn't a Goodreads Author (yet), but they do have a blog, so here are some recent posts imported from their feed.
Follow Ascanio Cavallo's blog with rss.