Ascanio Cavallo's Blog, page 4

March 29, 2015

El albergue y La Moneda

La catástrofe climática del Norte Grande ha dado unos días de respiro al gobierno. La Presidenta Michelle Bachelet marchó a la zona a encabezar la emergencia, dejando por unas horas el aire enrarecido de La Moneda. Pudo estar allí donde más le gusta: entre la gente angustiada, en medio de los desesperados que necesitan saber que hay un gobierno en el país, hablarle a su líder, sentir que son escuchados. La logística, las operaciones, las salas de urgencias, los albergues: ese es el mundo favorito de Bachelet, el territorio donde cesan las conspiraciones y priman las necesidades.

Como todos los médicos, la doctora procede por ensayo y error. Hay cosas que funcionan y cosas que no. Parece probable que en su recetario privado persista la memoria de otras inundaciones, hace ya 13 años, con las que saltó a la fama a bordo de un blindado. El delantal y el blindado. Lo que funciona, lo que entusiasma, lo que inspira, el poder y la gloria.

¿En qué momento la gloria del poder se convirtió en martirio? Todos creen saberlo -el 6 de febrero, ese viernes fatídico en Caburgua-, pero sólo ella conoce la fecha secreta en que comenzaron las cosas que condujeron a Caval. Porque, obviamente, Caval es una consecuencia, no una causa. Se llega a la “pasada” de Machalí como se llega a una infección: no por un estallido mágico, sino por la acción previa de un agente que desata la enfermedad.

Ningún gobierno puede desear que un desastre lo saque de sus tribulaciones, ni menos esperar que lo haga de manera permanente. Hay una paradoja terrible en el hecho de que algunos altos funcionarios cifren sus expectativas en que la presencia de la Presidenta en medio de las víctimas detenga el descenso de la popularidad del gobierno. Pero así está la política: tan desastrada como algunas de las localidades nortinas.

Los cuatro datos centrales no han cambiado: el gobierno está semiparalizado, la Nueva Mayoría se refugia en sus partidos, la oposición se encuentra en situación de calle y el Congreso parece una casa embrujada a la espera del paso del fantasma Soquimich.

La prensa registra las descoordinaciones en La Moneda, aunque, en la última línea, todos esos fenómenos se relacionan con lo mismo, la ansiosa búsqueda de un lenguaje pasteurizado para referirse a las acusaciones en contra de gente del gobierno. La más reciente cayó en un lugar tan improbable como la Junji, donde se denunció un abrupto salto salarial en favor de la consuegra de la Presidenta, un cambio de grados administrativos que centenares de empleados públicos suelen esperar por años.

Esta es una parte poco visible, pero bastante sustantiva del problema. El desánimo de los equipos del gobierno, la sorna con que los funcionarios reciben las instrucciones de revisar sus declaraciones de impuestos, los pequeños chistes sobre cheques, créditos y ascensos forman parte de la parálisis del gobierno. No importa la cuantía del nuevo hallazgo, no importa la escala: otra vez el privilegio, el parentelismo, la desigualdad. Muchos funcionarios públicos han perdido en estos dos meses el orgullo de trabajar para el gobierno, no menos de lo que les ha ocurrido a los profesionales de Penta. El caso es que en el gobierno ese orgullo era el combustible con que funcionó la máquina de los proyectos legislativos hasta enero, y su tremenda victoria -aprobarlos todos en tiempo récord- perdió bruscamente la épica y la dirección.

Parece que ese sentimiento no tendrá otra respuesta que la sanación del tiempo. Parece que, frente al desastre de Caval, La Moneda ha adoptado la tipología del viejo Ramón Barros Luco (cuyo gobierno estuvo, por lo demás, poblado de familiares): los problemas se dividen entre los que se solucionan solos y los que no tienen solución. Tiene un aire de lenidad y muy poco de progre, pero…

La pregunta del momento es qué pasará después, en los próximos días, cuando las aguas del norte hayan bajado y esas golpeadas regiones entren en el ya conocido ritmo de la reconstrucción. Al gobierno le quedan: tres largos años; la mitad de sus reformas estructurales; toda la nueva agenda de probidad que emerja de su comisión y otras cuantas que han surgido antes y después; las elecciones municipales del próximo año, y una retahíla de promesas de campaña en diverso grado de avance. Por no hablar de las propuestas para una nueva Constitución.

No es poco para un gobierno tan zaherido. Los que creen que la solución es un sorpresivo cambio de la agenda política, sin apostar al Norte Grande ni al Villarrica, esperarían algo más de audacia por parte del Ejecutivo. Son los mismos que creen que la Presidenta prepara algo grande.

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Published on March 29, 2015 08:01

March 22, 2015

El precipicio en dos saltos

La comisión asesora presidencial para regular las relaciones entre el dinero y la política duró algo más de un día. Por supuesto, esto no quiere decir que desaparezca. Lo más probable es que los señores y señoras que la integran trabajarán con denuedo los 45 días previstos para evacuar sus recomendaciones. Pero el golpe de autoridad presidencial, el puñetazo político que La Moneda quería producir, fue desactivado por el rechazo de los parlamentarios de la Nueva Mayoría y, más en sordina, de sus propios partidos.


¿Se debe esto a las poco prudentes declaraciones del presidente de la comisión, Eduardo Engel, emitidas a sólo horas de ser investido? ¿O ellas únicamente han sido un pretexto para que los partidos oficialistas pudieran liberarse por fin de las imposiciones de La Moneda, incluyendo especialmente el manejo del caso Caval?


Esta semana fueron consumidas muchas horas en la contienda entre Impuestos Internos y la fiscalía por conocer la contabilidad de Soquimich desde el año 2009. La derecha abriga la esperanza de que Soquimich sea un cajón de payaso desde donde salgan toda clase de incriminaciones en contra de candidatos del oficialismo, como le ocurrió a ella con la investigación del grupo Penta. Desea esto a pesar de que el controlador de Soquimich, Julio Ponce Lerou, es una hoja perenne del pinochetismo y parece bastante probable que sus ayudas, si las hizo, llegaran también a esos sectores. Pero todo esto es más fronda que tronco.


El hecho de fondo es que sólo con las operaciones de Penta, e incluso con las de Soquimich, no sería necesaria una comisión.


Las leyes actuales sobran para ambas, como han probado con amargura y escándalo los controladores de Penta. La comisión no se explica más que por el caso Caval. Y unos días después de eso, ¿no fue entendido del mismo modo el instructivo presidencial para ampliar las declaraciones de bienes e intereses de las autoridades públicas? Por detrás de ambas cosas pasa la sombra inocultable de Sebastián Dávalos. El gobierno se encuentra paralizado por este caso, frente al cual no encuentra reacción ni defensa. La desconfianza y el recelo se han expandido entre los altos funcionarios. Los rumores se multiplican, con el poder infeccioso que tienen en los gobiernos debilitados. Los altos funcionarios se dividen entre los que todavía esperan que la Presidenta Michelle Bachelet reaccione ante el desastre y los que depositan su fe en un cambio de la agenda. En este último tipo alcanzó a estar la comisión asesora antes de que la política reclamara por sus fueros.


El oficialismo ha venido esperando que la Presidenta tome unas decisiones que, según todos los indicios, le están impedidas por razones familiares. Cada vez es más notorio que, en sus primeras reacciones, Michelle Bachelet no impuso las facultades republicanas, sino que siguió las obligaciones maternas. Ya es un poco tarde para continuar en ese debate. Y es tarde también para que la Presidenta acuda a la respuesta que repitió muchas veces en sus campañas electorales: “Si no les gusta, me voy”.

Exhausta como ha de estar, después de unas vacaciones literalmente arrasadas por el caso Caval, no parece disponer ya de sus herramientas usuales para reordenar a sus propias fuerzas. Es posible que haya llegado el momento de replantear el modelo y el estilo con que la Presidenta abordó su segundo gobierno; a menos, claro, que los partidos y sus dirigentes no resistan las nuevas pruebas de los fiscalizadores.

El hecho es que el país atraviesa por la crisis política más profunda de las últimas décadas. Se trata de una crisis propiamente política, esto es, de autoridad y de instituciones, que no está acompañada de una crisis social y que, al menos de momento, tampoco está agudizada por una depresión económica. Si esta descripción es correcta, entonces conviene preguntarse si la sociedad chilena no será bastante más fuerte de lo que muchos estudiosos sociales, partiendo por los de la propia Moneda, han insistido en diagnosticar.

Pero estar en un hoyo no da motivos para alegrarse de que debajo haya un pozo aún más profundo. Lo que tenía que fallar, ya falló. Lo que tenía que caer, ya se desmoronó. Como dijo alguna vez el ingenioso David Lloyd George, no hay peor idea que cruzar un precipicio en dos saltos.

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Published on March 22, 2015 09:26

March 15, 2015

La Presidencia no se defiende sola

La Presidencia no se defiende sola. Esto es así en casi todos los gobiernos, pero durante el segundo mandato de Michelle Bachelet ha evolucionado como una copiosa competencia por ponerse a las espaldas y en los flancos de la Presidenta. Tal deriva parecía normal (y resultaba casi invisible) desde que la Jefa del Estado no sólo era el principal factor aglutinador de la Nueva Mayoría, sino también su estandarte indefectible. Mucho antes de la campaña electoral del 2013 había ya numerosos atletas que se venían ejercitando en el arte de la protección personal y nadie puede extrañarse de que hayan aumentado después.

Hasta el 6 de febrero.

Lo que empezó ese día como la abrupta revelación pública de un negocio familiar ha derivado en seis semanas de crisis del oficialismo que nadie sabe explicar muy bien. ¿Es el producto de una sucesión de errores, de una situación objetivamente inmanejable, de una desgraciada combinación de ambas cosas o, lo que quizás sería peor, de algo que todavía no terminamos de saber?

El efecto inevitable de yuxtaposición y contigüidad que producen las noticias ha completado la tarea de hermanarlo con el otro escándalo de la cartelera, el caso Penta. No es un efecto exclusivo de los noticiarios: también el gobierno debió meter todo en el mismo saco al anunciar una comisión de notables para estudiar nuevas normas sobre lo bueno, lo malo y lo feo.

Incluso más: es razonable afirmar que, sin la pasada inmobiliaria del matrimonio Dávalos Compagnon, la comisión jamás habría existido. El caso Penta, como los que le pudieran suceder en las mismas categorías, podía remendarse con unos cuantos chivos de sacrificio, otros tantos acuerdos en el Congreso y ningún estucado más solemne.

La solemnidad de la comisión, ese esfuerzo por salir del anexo carcelario Capitán Yáber, es también un agón por revestir al caso Caval de una dignidad superior a la mera ratería, algo que merezca la atención de los hombres de Estado y hasta la admiración del país. Si es que algo le queda, digamos.

Una expresión adicional de las dificultades de lidiar con el negocio de la Sexta Región ha sido el hecho de que, en las mismas horas en que se afinaba la constitución de la comisión, dejara su cargo de directora de la Secretaría de Comunicación y Cultura la periodista Paula Walker, hasta ese día considerada como una de las personas más cercanas a la Presidenta. La operación ha sido atribuida al ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, aunque el superior jerárquico de Walker era el ministro secretario general de Gobierno, Alvaro Elizalde, de modo que lo razonable es entender que si fue Peñailillo, fue a lo menos en conjunto con Elizalde.

Así, en menos de 12 meses, el Palacio ha vuelto a ser el nido de conspiraciones que solía ser un par de años después de iniciado cualquier gobierno. Los ministros se detestan sotto voce, los asesores establecen alianzas de ocasión y los guardaespaldas cuidan ahora sus propias espaldas.

Desde la regadera de filtraciones en que se convierte La Moneda en estos casos se ha dicho de todo: que Walker fue “técnicamente” mal evaluada por los 12 meses pasados (ahora último, una mala evaluación significa que una conspiración logró defenestrar a alguien), que perdió la confianza de la Presidenta, que fue sancionada por no dar una alerta temprana en el caso Caval. Y que, por supuesto, los problemas del gobierno no nacen de cómo gobierna, sino de su (mala) política de comunicaciones.

Conviene decir que no existe nada como una evaluación “técnica” del trabajo de comunicaciones. En el mejor de los casos, es una tarea que puede ser medida en función de objetivos tácticos o estratégicos, y muy rara vez por un incidente específico. Si el problema ha sido Caval, hay cuestiones previas, puesto que su expansión nunca dependió de la detección temprana, sino de la reacción oficial, lo que a su turno no debió pertenecer a uno o más asesores, sino a la decisión de la Presidenta, indelegable incluso si era inexigible.

La propia conducta del ministro Peñailillo durante las enervadas semanas de febrero -monitoreo a distancia, semivacaciones, ausencia pública, lo que en otros tiempos se solía llamar “submarineo”- sugiere que en aquellos días iniciales el caso tenía la suficiente carga radiactiva como para que nadie se quisiera acercar demasiado.

Sería un despropósito equiparar un incidente político como la salida de Walker con un esfuerzo de Estado como es la creación de la comisión de notables. Hay mucha diferencia de nivel entre las dos cosas.

Pero lo que ambas sugieren es que las carambolas caprichosas del negocio Caval están produciendo un reordenamiento del poder en La Moneda, en las prioridades para el año y en la Nueva Mayoría de una manera mucho más profunda de lo que cualquiera pudo imaginar.

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Published on March 15, 2015 10:03

March 8, 2015

Una mañana en el jardín

Patricio Aylwin asumió el mando de la nación poco después del mediodía del 11 de marzo de 1990. El acto técnico que le confirió esa responsabilidad fue la entrega de la piocha de O’Higgins, el camafeo que ata la cinta presidencial, que el general Augusto Pinochet se reservó para sí, de manera que el mando no estuviera ni por un segundo en las manos de Gabriel Valdés, presidente del Senado. Abrochada la piocha, el nuevo Presidente quedó en una posición que no habría imaginado en ningún punto previo de su extensa carrera política: el cuidado de la República.


Ese día amaneció nuboso y la mayoría de los acompañantes de Aylwin se había reservado las primeras horas de la mañana para actividades simbólicas, conscientes de que estaban a punto de asistir a uno de esos momentos de la historia que Stefan Zweig llamó “estelares”. Luego se congregaron en el jardín del Palacio de Cerro Castillo, talleros y nerviosos, como escolares antes de examen, para la primera foto oficial, la primera del nuevo gobierno, la primera de la transición, una tremenda solemnidad que pronto se fue al carajo, porque la silla de Enrique Krauss insistió en hundirse hacia la izquierda bajo el peso del ministro del Interior. Después de varios esfuerzos, la foto quedó así, con Krauss ladeado, torre de Pisa humana.


Aylwin había designado a Krauss en Interior porque quería tener en el primer puesto del gabinete a un viejo amigo del partido, un hombre leal y experimentado, que además había sido el director ejecutivo de su campaña. Cuando le ofreció un cargo, en el avión que los regresaba desde Antofagasta, Krauss pensó en la Cancillería, pero Aylwin le respondió que ya estaba ocupada.


La gran figura emergente de la Concertación, Ricardo Lagos, también había pensado en la Cancillería después de su derrota senatorial en Santiago Poniente. Pero Lagos tenía el piso menos sólido de lo que creía; el Presidente le ofreció Justicia y Obras Públicas, aunque Lagos optó por Educación después de que Aylwin lo emplazara: “El país no entendería que usted esté fuera de mi gobierno”.


Los socialistas seguían enredados en especiosos debates internos. En mayo de 1987, en el llamado Pleno de Schoenstatt, un severo Jaime Estévez quiso proponer que el PS declarase que no respaldaría a ningún político que hubiese apoyado el Golpe de Estado de 1973, lo que abriría un debate inacabable con la DC. Fue persuadido de que no lo hiciera.


Para nominar al candidato presidencial no habría primarias; los partidos estaban todavía anclados en la tradición previa a 1973, cuando presentaban un nombre sólo para después negociar con los otros partidos, como lo hizo el PC en 1970 nada menos que con Pablo Neruda. En 1989, la Concertación estaba constituida por 16 partidos (lejos de los siete de la Nueva Mayoría) y la derecha proclamaba que semejante melaza sería ingobernable. Peor aún, para ese año ya se había acordado en la Concertación que, al revés de lo ocurrido con la UP, el Presidente tendría un estatuto suprapartidario, dispondría de entera libertad para designar a sus ministros y sus decisiones no serían desafiadas. Los partidos sólo podrían confiar en el buen criterio del Jefe del Estado.


Ese año, los socialistas y el novato PPD comprendieron que no podrían presentar un candidato propio y proclamaron al radical Enrique Silva Cimma, que se sumaba en la competencia pre-presidencial al socialdemócrata Eugenio Velasco, el independiente Alejandro Hales y el radical Carlos Martínez Sotomayor.


Pero Silva Cimma se anticipó a todos, ofreció a Aylwin ser el primero en darle su respaldo y se alzó con el trofeo de la Cancillería sin siquiera saber inglés. Los dirigentes del PS se volvieron a reunir -esta vez en el Hotel Las Acacias- para constatar que estaban solos y que tendrían que proclamar a Aylwin, lo que Luis Alvarado denominó “tragarnos el sapo”.


Sólo que el PS no era uno, sino dos. La facción encabezada por Ricardo Núñez, líder de la renovación y cofundador de la Concertación, quería fijar algunas condiciones, no entregarse con tanta facilidad a Aylwin. A la inversa, la facción dirigida por Clodomiro Almeyda, que reunía a los duros izquierdistas, estableció una rápida alianza con el candidato DC y se aseguró unas posiciones que de otro modo no habría tenido. Algunos, como Carlos Ominami, sostienen que esa movida cambió el curso de toda la transición, hasta desembocar en Michelle Bachelet. Pero esa es otra historia, aunque Ominami es el mismo que escribió que el gobierno de Aylwin fue, a la postre, “el más progresista de todos”.


La renuncia de Silva Cimma debió hacer que los otros precandidatos lo imitaran. Pero Eugenio Velasco resistió y el comando de Aylwin emprendió una operación tan salvaje para quitarlo del camino, que después no hubo forma de integrarlo al gobierno (aunque sí a su partido, el Social Demócrata). También se atrincheró Alejandro Hales, hasta el día mismo de la proclamación de toda la Concertación, y se quiso apropiar del discurso principal, pero el astuto Silva Cimma terminó por impedírselo. Del retiro de Martínez Sotomayor sólo se enteraron los especialistas.


Y después de todas estas refriegas, como si nada hubiera pasado, ahí estuvieron, en el jardín, en la mañana del 11 de marzo de 1990: Krauss, ministro del Interior; Silva Cimma, en Relaciones Exteriores; Enrique Correa y Edgardo Boeninger en las dos secretarías de La Moneda, símbolos tempranos de la alianza estratégica PS-DC; Lagos, en Educación; Ominami, en Economía; Alvarado, en Bienes Nacionales; René Abeliuk, en Corfo, a nombre de los socialdemócratas, y todos aquellos que tendrían que hacerse cargo de la transición más difícil de la historia de Chile.

A Aylwin se le pedía restaurar la democracia. El Presidente le dio una interpretación más amplia: pacificar al país después de 30 años de confrontaciones.


Era una tarea ímproba para un hombre y muy extensa para un gobierno. Aylwin le dio la velocidad que consideraba necesaria. Establecer una verdad jurídica sobre las violaciones a los derechos humanos, reequilibrar las relaciones entre el capital y el trabajo, reponer el aprecio de Chile en el mundo y cuidar la estabilidad de la economía, todo eso con un ojo puesto en un Pinochet que no sólo no pensaba dejar la escena pública, sino que, según sospechaba el Presidente, pretendía regresar al poder en cuatro años más, como Lucio Quincio Cincinato, llamado por Roma para una segunda dictadura. Para ello, Pinochet debía suponer que todo desembocaría en una crisis institucional, durante la cual él seguiría al mando del Ejército. No sospechaba que impedir esa crisis sería el primer objetivo autoimpuesto del Presidente.


“Usted se va, yo me quedo”, le dijo el general al despedirse, en 1994. Aylwin sólo esbozó una sonrisa.

Veinticinco años después: Aylwin cumplió con todo lo que se propuso. Pero, sobre todo, dio a Chile un giro histórico y lo sacó de un rumbo que parecía inevitablemente trágico. Lo que comenzó de manera bulliciosa en el jardín de Cerro Castillo terminó, cuatro años después, con una gobernabilidad consolidada. Y, de paso, preparó a Chile para terminar el siglo XX con un soplo de optimismo como no había tenido en muchas décadas.

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Published on March 08, 2015 08:27

March 1, 2015

La insoportable levedad del criterio

Más o menos desde el “boinazo” de 1993 que no se veía un esfuerzo tan extenso y urgido del gobierno por moderar el trajín público de una conmoción política, esta vez los escándalos financieros, y por supuesto y en especial el del caso Caval. En 1993 hubo una cierta sobrevaloración inicial del desafío que el general Pinochet les plantaba a las autoridades civiles, y a las pocas semanas se hizo evidente que el gobierno había reaccionado con exceso frente a un problema artificioso. Ahora parece ser al revés: el gobierno demoró en reaccionar, lo que sugiere una cierta subvaloración del reto lanzado por el dinero hacia la política, pero en sólo unos días ya nadie duda de que se trata de un problema de proporciones gigantescas.


La pieza central de esa cotización ha sido la esperada declaración de la Presidenta Bachelet, que el lunes 23 inició sus palabras describiendo los “momentos difíciles y dolorosos” que vivió con las revelaciones del caso Caval “como Presidenta y como madre”. Esta última referencia era insoslayable, aunque también coincide con el principal atributo simbólico de su figura política, con lo que ha cumplido un doble objetivo, identitario y apelativo al mismo tiempo. Otra cuestión es si resulta sostenible.


Los exégetas de la Presidenta leen entre líneas el juicio implícito sobre su hijo: al desaprobar la inequidad, el uso de privilegios y los desvíos de la ética, y afirmar que Dávalos realizó una buena gestión en su cargo, la Presidenta habría significado que lo que falló no fueron sus talentos, sino su criterio. El problema derivado de este enfoque es cuánto se puede legislar sobre el mal criterio.


En la parte que se puede llamar sustancial, la Presidenta anunció la preparación de iniciativas legislativas para regular las relaciones entre el dinero y la política. Cuarenta y ocho horas más tarde, ante el gabinete, agregó las relaciones entre lo público y lo privado. Entonces surge el problema de que el negocio de Caval, realizado enteramente entre privados, no cabe en estas categorías. Si los dineros de Penta o Soquimich se desviaron en forma ilegal y con perjuicio fiscal a las campañas políticas, los de Caval se fueron, sin perjuicio fiscal, a bolsillos privados, como un simple acto de enriquecimiento personal. A menos, claro, que se demuestre otra cosa.


De allí que los equipos de La Moneda estén estudiando la inclusión de sanciones mayores contra el tráfico de influencias y el uso de información privilegiada, que son las transgresiones más aparentes en el caso Caval. Esta legislación sí podría cubrir hechos como los que afectan al hijo de la Presidenta, aunque tampoco lo alcanzarían a él, dado que las leyes no son retroactivas. Queda, por lo tanto, abierto el problema de cómo sancionar lo que ya ocurrió y que va en tren de convertirse en un negocio consumado.


La salida hacia adelante que vislumbra el gobierno no contempla, hasta donde se sabe, ese eventual castigo, sino un conjunto de normas nuevas que susciten el acuerdo de toda la clase política, como ocurrió tras el escándalo MOP-Gate durante el gobierno de Lagos. Aquel caso significó un “perdonazo” para algunos de sus participantes, pero a cambio de ello el gobierno debió sacrificar a algunos de los suyos, un costo político y humano que nunca terminó de cicatrizar.


En esta ocasión parece posible que los sacrificios tengan que ser compartidos entre la oposición y el gobierno -esto es, dejar que los juicios ya abiertos continúen sin interferencia-, lo que pone de manifiesto el principal problema político que ha dejado febrero: si la Nueva Mayoría había obtenido ventaja sobre sus opositores gracias a las revelaciones de Penta, la situación de Dávalos ha sido suficiente para eliminarla de un plumazo. En un solo acto, las dos principales mayorías del país han quedado empatadas en el territorio de los negociados y es poco útil discutir las razones por las cuales un caso puede ser peor que el otro.


El segundo problema político es la manera en que el descrédito se traduce en disminución de la capacidad política del Ejecutivo. Los primeros nueve meses del gobierno de Bachelet mostraron un continuo, pero soportable, deterioro de su popularidad, hasta que la blitzkrieg legislativa de diciembre, con la aprobación a marcha forzada de proyectos de gran envergadura, recuperó parte significativa del respaldo medido por las encuestas.


Lo que ese proceso mostró es que el reproche principal contra el gobierno se relacionaba no tanto con el contenido de los proyectos, sino con la incertidumbre instalada por ellos. En todo ese período, la única contención para esa incertidumbre fue una persona: la Presidenta Bachelet. Con lo cual fue también la más recompensada por la recuperación de popularidad.


El caso Caval ha sido un golpe directo contra ese progreso. El respaldo al gobierno ha vuelto a caer, perdiendo todo lo que ganó a fines del 2014 e incluso algo más. Es decir, ha vuelto a cero. ¿Podrá replicar el agotador activismo legislativo con resultados similares a lo del 2014?

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Published on March 01, 2015 08:10

February 22, 2015

Para entender al gobierno. Parte 3: la figura

La materialización de un segundo gobierno de Michelle Bachelet -con su requisito de producir cambios memorables- debía cumplir los dos pasos previos que para octubre de 2013, la primera vuelta electoral, ya estaban consumados: la creación de la Nueva Mayoría como “superación” de la Concertación, y el programa, provisto en lo esencial por los estudiantes, aunque ya no limitado a ellos.

En realidad, ambas cosas eran dialécticas: sin un programa más atrevido que los de la Concertación no habría Nueva Mayoría, pero esta tampoco podría ignorar que en su centro estarían las demandas del movimiento estudiantil, no otras. El programa sería una agregación de nuevas reformas, aunque de menor escala.

Esta manera de construir el programa no es extraña. En el entorno de Bachelet no hay intelectuales ni pensadores como los que pudieron tener Tony Blair, Matteo Renzi o incluso François Hollande. Hay políticos sagaces y buenos lectores -a veces muy buenos- de encuestas. En cuanto horizonte, ese entorno desearía amoldar a Chile a un traje social-latinoamericano (a diferencia de lo que ocurría con Lagos, socialdemocracia no es una buena palabra en este ambiente), no plantear una “tercera vía” ni nada que se le parezca.

La oposición se ha pasado meses quebrándose la cabeza para entender cómo un conjunto de cosas tan diversas pudo caber bajo un mismo paraguas. La respuesta es simple: hasta cierto punto, el programa es un mero placebo, porque todo en él nace de una sola, férrea e inconmovible convicción acerca de lo que Chile necesita y a quién necesita para hacerlo. Esa convicción es la de Michelle Bachelet.

Pero como en la cultura de izquierda el personalismo es el segundo pecado capital después del fascismo, la forma de huir de tal peste ha sido, precisamente, convertir al programa en un texto sagrado. Los hermeneutas autorizados de este texto no son exactamente quienes lo lean, sino más bien quienes coincidan con las convicciones de la Presidenta.

Hay una segunda razón para dar preeminencia verbal al programa: funciona como escudo. Es decir, reduce la exposición de la Presidenta y la de sus propias certezas -que siempre serían opinables-. En los dos últimos años de su primer gobierno, Bachelet y sus asesores inmediatos descubrieron, no sin alguna sorpresa, que su popularidad se mantenía intacta si evitaba entrar en la arena política. Este hallazgo quedó confirmado después del terremoto del 27/F y de los años de Piñera, cuando la derecha hizo de todo para tratar de socavarla.

Esos equipos saben que la Presidenta tiene un margen amplio para disminuir en aprobación como efecto de la masividad de sus reformas, que fue lo que ocurrió en los meses finales del 2014. Por lo demás, no existe gobierno al que no le guste sentirse un poco víctima de la oposición.

Lo que no estaba en el libreto, ni en el programa ni en ningún otro documento del gobierno era que la principal fuente de problemas se situara en el círculo familiar. El escándalo en que se ha visto envuelto el hijo mayor de la Presidenta, Sebastián Dávalos, tiene el aire enrarecido de un callejón oscuro: ya no se sabe si es mejor tratarlo como un error, como un negocio privado o como un problema político cancelado por la renuncia de Dávalos a su cargo en la Presidencia. Ninguna de estas fórmulas salva el atentado contra la idea de igualdad que constituyen las gruesas transacciones realizadas por la empresa de la esposa del primogénito. Tampoco aplacan la satisfacción con que la derecha confirma su percepción -tan antigua como su propia existencia- de que la izquierda no hace más que buscar su propio peculio.

Dávalos no ha ayudado mucho. Por el contrario, sus escasas declaraciones sugieren una extraña desconexión entre sus percepciones y la situación política. Pero hay dos hechos que conviene tener presentes: su designación en La Moneda no fue compartida por todo el equipo presidencial; y en el momento de conocerse el caso estaba, según su propia versión, en casa de su madre.

La investigación recién comienza. Pero si el caso escala, cuesta imaginar qué recursos podría desplegar el gobierno para poner un cortafuegos que mantenga la indemnidad de la Presidenta y, por extensión, de su proyecto.

Lo que está en juego es tan serio, que nadie en Palacio puede sentirse seguro.

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Published on February 22, 2015 07:30

February 15, 2015

Para entender al gobierno. Parte 2: el proyecto

Como había dicho Michelle Bachelet, su segunda candidatura presidencial sólo tendría sentido si disponía de un programa de grandes transformaciones, un conjunto de ideas que cambiara la cara de Chile. Desde luego, esta exigencia corría el riesgo de incurrir en el “síndrome tupamaro”, esto es, emprender una revolución donde nadie la necesita. Pero en el Chile del 2012 sí había un programa de necesidades pendientes: el de los estudiantes.

Partiendo desde los secundarios que reclamaban por el pase escolar en el 2006, los universitarios del 2011 habían llegado a desarrollar una maciza demanda por reformas, en un arco que abarcaba desde la sencilla aplicación de la ley vigente (prohibición del lucro en las universidades) hasta el cambio de la Constitución.


Las exigencias estudiantiles eran, a estas alturas, el resultado acromegálico de la indiferencia de la clase política frente a los primeros y más modestos reclamos de millares de jóvenes.


No cabe duda ahora de que ese programa fue acogido con entusiasmo, con pocas rebajas y hasta con cierta culpa, por Michelle Bachelet y su equipo más cercano. Una transformación de todo el sistema educacional representaba el tipo de misión perdurable que era su condición para el retorno. La leyenda dice que alguien aún no identificado de ese grupo planteó la siguiente reflexión: ya nadie recuerda cuál fue el nivel de crecimiento económico de Pedro Aguirre Cerda, pero su gobierno pasó a la historia gracias a su inspirado eslogan, “gobernar es educar”. 


Los estudiantes proveían el programa y podrían proporcionar, por lo tanto, la base social para apoyarlo. Para esto era indispensable incorporar al futuro gobierno a los representantes del movimiento universitario, entre los cuales había algunos críticos radicales de la Concertación, que preferirían su destrucción, y otros que militaban en partidos cercanos a ella, que optarían por su superación. En ciertos casos, como el PC, convivían las dos �tendencias.

Sin embargo, los dirigentes de ese bacheletismo temprano no cometieron el error de confundir la agitación callejera con la eficacia electoral. A pesar de su éxito frente al gobierno de Piñera, el movimiento estudiantil no tenía una dirección duradera ni garantizaba capacidad de voto. El realismo exigía conservar la confianza en la fuerza de los partidos y ampliarla en todo lo que fuera posible.

En la misma línea, el núcleo �estratégico evitó también el segundo error, que habría sido el de sobrevalorar el aporte de estos nuevos grupos, una suma que alcanzaría, como mucho, a cerca de un 7%. Exagerando, se podría decir que los nuevos aliados tendrían un valor más simbólico que práctico: servirían para dar por superada a la Concertación, cuya marca carecía de credibilidad para llevar adelante el programa de los estudiantes. De todos modos, sería preciso asegurar la adhesión de estos nuevos grupos haciéndolos participar del gobierno. Una cierta idea del gabinete ya asomaba en esa tempranísima definición.

Ese es el origen de la Nueva Mayoría, a la que Michelle Bachelet dio ese nombre sin consultar a sus aliados, aun antes de las primarias que la enfrentarían a Andrés Velasco, Claudio Orrego y José Antonio Gómez. El nombre fue lo último, pero fue también lo más inspirado del proceso. Creó el piso para que los laboriosos operadores de la candidata -con Rodrigo Peñailillo a la cabeza- iniciaran la tarea de negociar con cada partido, fracción o grupo que estuviera disponible.


Honrando su nombre, la Nueva Mayoría tomaría como centro el programa de los estudiantes (y la reforma tributaria que lo haría posible) y le agregaría numerosas demandas sectoriales -salud, trabajo, regiones, medioambiente, derechos individuales, cultura- que completarían la idea de un gobierno trascendente.


Sólo la reforma de la Constitución quedó en un cierto limbo del programa, en parte por el razonable cálculo de que el cuatrienio no alcanzaría para todo, en parte por la excelente idea de que un proyecto de ese tipo necesita maduración social. El gobierno tendría un placebo para esta omisión: el sistema binominal, convertido en la fuente mítica de todos los males pasados y presentes.

Otro acierto: concentrar los esfuerzos de la primera vuelta en la campaña parlamentaria. Sin asegurar una superioridad relevante en el Congreso, la Nueva Mayoría sería sólo un nombre. La prioridad para el 16 de noviembre debía ser esa. Así lo aconsejaba, por lo demás, la participación de otros ocho candidatos presidenciales. Con todo, algunos de los miembros del círculo cercano, contemplando la autoaniquilación emprendida por la derecha con sus cuatro candidatos en menos de un año, se hicieron la ilusión de conseguir la mayoría absoluta en la primera vuelta. Habría sido el cierre justo para un plan que se había cumplido paso por paso, casi sin contratiempos.

No fue así. Por eso no hubo celebración en el comando de Bachelet. La Nueva Mayoría no había dado para un solo envión. El triunfo final debió esperar otros 30 días.

Quienquiera que se pregunte de dónde salió tanta seguridad en un equipo político decidido a acometer cambios tan grandes, no tiene más que mirar en reversa lo que pasó entre el 2012 y el 2013 en el entorno de la Presidenta.

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Published on February 15, 2015 06:44

February 8, 2015

Para entender al gobierno. Parte 1: El origen

El mito fundacional del segundo gobierno de Michelle Bachelet se estableció un día preciso: el miércoles 27 de marzo de 2013. Aquella mañana, la ex Presidenta regresó de Nueva York y al anochecer anunció, en la comuna de El �Bosque, que sería candidata �presidencial.

Un mito no es una mentira. Es una construcción cultural destinada a explicar un fenómeno que a menudo tiene características extraordinarias y que no acepta las clasificaciones racionales tradicionales. Los seguidores de este mito sostienen -sin asomo de broma- que ese 27 de marzo cambió el clima del país, que un Chile desencantado y con pocas esperanzas vio ante sus ojos una nueva oportunidad.

Ese Chile en mal estado era el que estaba dejando el gobierno de Sebastián Piñera, con los estudiantes movilizados en las calles, los ambientalistas enardecidos, las regiones al borde de la insurrección, los consumidores y los ciudadanos hastiados, en fin, todo lo que podría configurar un polvorín social.

Piñera era la culminación de las lacras del neoliberalismo, pero no el total. El desarrollo de Chile -siempre según este pensamiento- se había encaminado, según lo que ya había anunciado el segundo Informe de Desarrollo Humano del PNUD, el de 1998, titulado “Las paradojas de la modernización”, por la ruta de un crecimiento económico lacerado por la inseguridad y la desigualdad entre las personas, problemas que el aumento del desarrollo no sólo no estaba solucionando, sino, hasta cierto punto, profundizando.

Aquel año 1998 fue también el del debate entre los “autocomplacientes” y los “autoflagelantes”, y estos últimos -entre los cuales estaban algunos redactores del PNUD- estuvieron a punto de llegar al gobierno con Ricardo Lagos, pero la anémica diferencia de votos de la primera vuelta frente a Joaquín Lavín hizo que el candidato de la Concertación retomara la línea de sus antecesores.

Los “autoflagelantes” sostenían que, ocho años después de llegar al gobierno, el país ya tenía las condiciones sociales para liberarse de todas las herencias de la dictadura, incluyendo su sistema económico ultraliberal. Pero eso no fue apreciado de la misma manera, y los “autoflagelantes” dejaron la Concertación o se guardaron para un momento más maduro. Que vendría con el segundo período de Bachelet.

En opinión de los gestores de este segundo período, la Concertación significó un gran paso en la modernización del país, pero no tuvo la voluntad para cambiar el modelo heredado de Pinochet hasta sus raíces. La derrota del 2010 habría sido, en ese análisis, la consecuencia lógica de haberse confundido con la derecha hasta volverse intercambiable. Cuando se interpone la objeción de que el de Bachelet fue el primer gobierno que no entregó el mando a un sucesor de su propia coalición, la respuesta es inmediata: el problema estuvo en el candidato -Eduardo Frei Ruiz-Tagle-, que era precisamente el símbolo de una Concertación ya agotada.

El grupo que administró esta visión de la historia reciente no renegaba de la Concertación. Eso vino después, de la mano de quienes habían estado fuera de ella, pero que mostraban cierta ansiedad de unirse a una coalición capaz de alcanzar el gobierno. Nadie entra a la política para consumirse en el puro testimonio. Y nadie en el círculo de Bachelet está dispuesto tampoco a rechazar a estos sectores, ni a su revisionismo más retórico que práctico, porque de lo que se trata es de sumar, no restar.

Pero todo esto es posterior. En el origen, las cosas comenzaron a adquirir aires de viabilidad cuando el círculo más cercano a Bachelet obtuvo de ella lo que entendió como una definición crucial. Sobre esto no hay una fecha tan exacta, pero algunos participantes la sitúan en algún momento del 2012, cuando la ex presidenta habría dicho que estaría dispuesta a asumir una nueva candidatura a condición de que pudiera realizar reformas profundas, cambios memorables y duraderos. Cambios tales, que el país fuese diferente al terminar su segundo gobierno, lo que no ocurrió más que parcialmente durante el primero.

Sin esa ambición, su regreso no tendría sentido.

Es ahora evidente que esa caracterización alentó y entusiasmó a todos los que deseaban un retorno más grandioso que el de una figura aureolada por una gran popularidad. Se necesita un retorno “recargado”, que significara un salto cualitativo para la centroizquierda y, de paso, la expurgación de la derecha en el gobierno, de cuya experiencia llegaban tantas y tan malas noticias a Nueva York.

Así se llegó al momento mágico, la noche del 27 de marzo de 2013, donde a algunos les pareció que un Chile se iba a dormir para que pronto despertara otro.

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Published on February 08, 2015 07:20

February 1, 2015

¿Es viable la UDI?

Esta pregunta puede parecer una insensatez y en determinados círculos hasta un anatema. Pero no es una expresión de deseos ni menos una ocurrencia de esta página, sino el registro de una reflexión que, sotto voce, se ha venido expandiendo en los ambientes de la derecha. Desde luego, dentro de la propia UDI ya es un consenso que la sobrevivencia del partido depende de un cambio cualitativo en su dirigencia y en sus prácticas históricas.

Pero ¿es posible que un escándalo financiero tumbe a un partido que llegó a ser el más grande de Chile? La UDI tiene un historial de crisis y en las mayores de ellas ha mostrado no sólo resiliencia, sino una gran capacidad de resurgir fortalecida, como ocurrió tras la ruptura con Renovación Nacional, el asesinato de Jaime Guzmán o el especioso caso Spiniak. En todos esos momentos fue percibida como la víctima de una agresión y recibió a nuevos adherentes indignados con tales injusticias.

Nada de eso ocurre ahora. Con tardanza, la directiva de la UDI reconoció los problemas con el financiamiento irregular y ha tratado de encapsularlos como responsabilidades personales, que es lo que cualquiera haría para evitar que una infección se convierta en epidemia.


Pero ese esfuerzo no ha sido del todo exitoso, en parte porque los involucrados han roto las lealtades corporativas buscando su propia protección, y en parte porque entre los sospechosos están algunas de las figuras más significativas del partido.


Pero hay más que eso y la historia es también más larga. Los orígenes de la UDI son materia polémica -el gremialismo de fines de los 60 no tenía el mismo ideario-, pero el nacimiento como partido tiene fecha exacta: 1983, el año en que el entonces ministro del Interior Sergio Onofre Jarpa insinuó que el régimen de Pinochet podría instaurar un primer Congreso designado. La idea dinamitó a la derecha en ocho grupos que se organizaron para tener su pedazo propio en ese fantasmal Parlamento.


A partir de ese momento, la UDI configuró su base política sobre la defensa del régimen militar post Constitución del 80, esto es, democracia “protegida” más modelo neoliberal. Este programa la diferenció del resto de la derecha y fue el motivo último de su ruptura con RN en 1988. Una década más tarde, Joaquín Lavín intentó desanclarlo del pinochetismo para mantener lo esencial. Lo que logró entonces luce ahora perforado por su sostenida asociación con los dueños de Penta.

Pero, además, desde 1990 todo lo que ha pasado en la política chilena ha marchado en la dirección contraria, la de desmontar los pilares de la democracia “protegida”: el término de la tutela de los militares, la caída progresiva de los enclaves autoritarios, el retroceso de los “poderes fácticos”, el hallazgo de las cuentas secretas de Pinochet, la creciente independencia del Poder Judicial, en fin, el desmoronamiento de todo aquello que pretendía constituir el excepcionalismo chileno.

En materia de derechos individuales, lo mismo. En el Chile imaginado por Jaime Guzmán no se discutiría sobre el aborto, no habría ley de divorcio y no se permitiría -ni en broma- la legalización de las parejas homosexuales. La Iglesia Católica chilena estaría lejos de sus tendencias históricas y también cautelada por autoridades conservadoras y por esos grupos consagrados a reclutar a los dirigentes del futuro.

El mero anticomunismo suena hoy tan anacrónico como su adversario. La Guerra Fría concluyó con un vencedor de hecho y las amenazas sobre la libertad ya no proceden de un totalitarismo ideológico -que apenas persiste arrinconado en un par de regímenes dinásticos que avergonzarían a Lenin-, sino de un integrismo religioso.

¿Qué queda entonces del sueño político de la UDI?

Así como la caída de la Unión Soviética desplomó el mobiliario del comunismo tradicional, la casa del neoliberalismo, con su fe en la desregulación y el capitalismo financiero, sufrió su propio derrumbe con la crisis subprime. La traducción local ha sido la sucesión de escándalos económicos en el mismo período, aunque también podría remontarse, en la historia económica chilena, hasta el otro financista relevante de la UDI, José Yuraszeck, con el “caso chispas”.


Entre ese punto y las revelaciones del grupo Penta no se encuentran dos excepciones, sino un cierto continuo que no sólo ha respaldado el crecimiento de la UDI, sino que también ha ejercido un poder de selección y jerarquización dentro de ella, hasta el punto de que es difícil distinguir quién ha sido el controlador y quién el socio minoritario.


Es posible que esto no tenga que ver con la “UDI popular” ideada por Pablo Longueira, pero la pregunta es si ese partido imaginario, integrado por comerciantes, artesanos, microempresarios y pobladores, tiene alguna credibilidad cuando su dirigencia superior está envuelta en investigaciones sobre fraudes al Fisco, evasión de impuestos, falsificaciones tributarias, cohecho de funcionarios públicos y lavado de capitales. En otras palabras, ¿cómo se defiende al modelo si el modelo puede amparar esta clase de cosas en beneficio de sus mismos defensores? 


Hace rato que los intelectuales de derecha vienen requiriendo una revisión crítica del programa ideológico de la derecha, cuyo principal alimentador ha sido la UDI. La interrogante de hoy es si esa revisión es posible con un ideario y una dirigencia instaurados hace más de 30 años y erigido sobre unas premisas que los gobiernos posteriores a 1990 -incluido el de Piñera- no han hecho más que socavar.

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Published on February 01, 2015 06:53

January 25, 2015

La velocidad como proyecto

Fue una verdadera blitzkrieg. Una semana antes de completar su primer año legislativo, el gobierno logró aprobar tres de los proyectos más significativos de su programa, que además han sido los más resistidos por la oposición de derecha: el Pacto de Uniones Civiles, la sustitución del sistema electoral binominal por otro proporcional y el eje de la reforma educacional, con el fin del lucro, el copago y la selección. Junto con la tributaria, estas reformas materializan el principal propósito del regreso de Michelle Bachelet al gobierno: producir un país nuevo.

El adjetivo lo pone el cliente -en La Moneda predomina hace tiempo el de “inclusivo”, un giro que confirma el sesgo sociológico imperante-, pero el caso es que sin cambios perceptibles, sin transformaciones que modifiquen los hábitos y las prácticas de la cultura social, el gobierno sentiría que carece de sentido. No está para administrar, sino para cambiar.

Los éxitos políticos que se anotó esta semana tuvieron bajo costo y hasta consiguieron evitar los riesgos que podía haber entrañado un cambio de gabinete anterior a las votaciones en el Parlamento, porque sacar ministros siempre es derramar sangre.


Este fino sentido del tiempo debe ser atribuido, sin sombra de duda, al equipo político, que en la hora crítica ha mostrado la destreza que le fue desconocida a lo largo del 2014.


El gobierno tampoco cedió a los temores suscitados por el deterioro de su popularidad, que a estas alturas confirman todas las encuestas. En lugar de negarlas, ha elegido interpretarlas en sus matices. Su lectura dominante es que el rechazo a las reformas no toca a su fondo, sino a la incertidumbre que antecede a su ejecución. Una vez que comiencen a mostrar resultados -entre fines de este año y el próximo-, las cifras de las encuestas mejorarán. Es una confianza arriesgada, cómo no, pero el riesgo ya parece un sello del actual gobierno.

No es todo. La aprobación de los tres proyectos de estos días puso por primera vez a prueba la capacidad de disciplinamiento de la Nueva Mayoría. Lo que el gobierno debió ceder para consolidar ese efecto parece muy menor al lado del peso simbólico de, por ejemplo, eliminar el binominal después de 25 años de hablar en su contra.

Este orden no empezó hace unos días, sino el 24 de octubre, cuando el cónclave entre el gobierno y la Nueva Mayoría fijó el conjunto de proyectos que debía estar aprobado o enviado al Congreso antes del 31 de enero. Con su peculiar sentido del dramatismo, el gobierno planteó allí que sin este conjunto de leyes se pondría en riesgo la continuidad misma de la Nueva Mayoría. Esto explica la solicitud con que los parlamentarios oficialistas atendieron las llamadas telefónicas del ministro del Interior durante los días de las votaciones, algo que no sucedía desde los años de Lagos.

Es verdad que la arremetida del gobierno se encontró con una oposición en ruinas. Los congresistas de su partido principal, la UDI, se clasifican por estos días entre los que se defienden, los que acusan a otros y los que se esconden. Aunque conservan sus votos, apenas hablan de los temas ajenos a Penta. Quienes tuvieron que sacar la voz ante los proyectos de La Moneda fueron los dirigentes de Renovación Nacional, pero aun ellos dejan entrever que la oposición se ha vuelto inviable mientras no genere su propia reorganización. Sin embargo, esto no se sabía el 24 de octubre, por lo que no resta méritos a la gestión del gobierno.

La devastación de la UDI no cesará por unas cuantas semanas, quizás meses. Ni siquiera es seguro que se detenga cuando se produzca el inevitable acuerdo entre el gobierno y la Alianza para mejorar y endurecer las normas sobre financiamiento de la política.

Este sería un incentivo suficiente para que el gobierno no refrene su ímpetu reformista. Pero la verdad es que antes que eso hay razones más estructurales.

La reforma laboral ya está lanzada y mientras permanezca en estado de proyecto sólo incrementará la incertidumbre productiva. La Moneda estima que debería quedar promulgada hacia el fin del primer semestre, antes de que se convierta en un obstáculo para las expectativas de una lenta reactivación de la economía.

La despenalización del aborto también es una discusión para después de vacaciones, aunque en este caso la velocidad del trámite pasa por resolver su radicación entre el Ministerio de Salud (donde puede ser tratado como un problema de salud pública) y el Sernam (donde tiende a adoptar el enfoque de un derecho de género).

En la reforma educacional hay tres proyectos previstos para el 2015: el de carrera docente, que el gobierno prevé completar durante el primer trimestre; el de educación pública, que podría concluir antes de julio si se mantiene el aparente consenso que suscita, y el de educación superior, que será la materia central de la segunda mitad del año, aunque queda por ver si el movimiento estudiantil se recompondrá antes que eso.

En fin: no hay indicios de que el gobierno considere que sus acelerados avances sean suficientes. En alguna parte, en algún momento de su desarrollo llegó a la convicción de que la velocidad es una parte constitutiva de su misión, hasta el punto de que sin la primera no logrará la segunda.

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Published on January 25, 2015 07:44

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Ascanio Cavallo
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