Para entender al gobierno. Parte 2: el proyecto

Como había dicho Michelle Bachelet, su segunda candidatura presidencial sólo tendría sentido si disponía de un programa de grandes transformaciones, un conjunto de ideas que cambiara la cara de Chile. Desde luego, esta exigencia corría el riesgo de incurrir en el “síndrome tupamaro”, esto es, emprender una revolución donde nadie la necesita. Pero en el Chile del 2012 sí había un programa de necesidades pendientes: el de los estudiantes.

Partiendo desde los secundarios que reclamaban por el pase escolar en el 2006, los universitarios del 2011 habían llegado a desarrollar una maciza demanda por reformas, en un arco que abarcaba desde la sencilla aplicación de la ley vigente (prohibición del lucro en las universidades) hasta el cambio de la Constitución.


Las exigencias estudiantiles eran, a estas alturas, el resultado acromegálico de la indiferencia de la clase política frente a los primeros y más modestos reclamos de millares de jóvenes.


No cabe duda ahora de que ese programa fue acogido con entusiasmo, con pocas rebajas y hasta con cierta culpa, por Michelle Bachelet y su equipo más cercano. Una transformación de todo el sistema educacional representaba el tipo de misión perdurable que era su condición para el retorno. La leyenda dice que alguien aún no identificado de ese grupo planteó la siguiente reflexión: ya nadie recuerda cuál fue el nivel de crecimiento económico de Pedro Aguirre Cerda, pero su gobierno pasó a la historia gracias a su inspirado eslogan, “gobernar es educar”. 


Los estudiantes proveían el programa y podrían proporcionar, por lo tanto, la base social para apoyarlo. Para esto era indispensable incorporar al futuro gobierno a los representantes del movimiento universitario, entre los cuales había algunos críticos radicales de la Concertación, que preferirían su destrucción, y otros que militaban en partidos cercanos a ella, que optarían por su superación. En ciertos casos, como el PC, convivían las dos �tendencias.

Sin embargo, los dirigentes de ese bacheletismo temprano no cometieron el error de confundir la agitación callejera con la eficacia electoral. A pesar de su éxito frente al gobierno de Piñera, el movimiento estudiantil no tenía una dirección duradera ni garantizaba capacidad de voto. El realismo exigía conservar la confianza en la fuerza de los partidos y ampliarla en todo lo que fuera posible.

En la misma línea, el núcleo �estratégico evitó también el segundo error, que habría sido el de sobrevalorar el aporte de estos nuevos grupos, una suma que alcanzaría, como mucho, a cerca de un 7%. Exagerando, se podría decir que los nuevos aliados tendrían un valor más simbólico que práctico: servirían para dar por superada a la Concertación, cuya marca carecía de credibilidad para llevar adelante el programa de los estudiantes. De todos modos, sería preciso asegurar la adhesión de estos nuevos grupos haciéndolos participar del gobierno. Una cierta idea del gabinete ya asomaba en esa tempranísima definición.

Ese es el origen de la Nueva Mayoría, a la que Michelle Bachelet dio ese nombre sin consultar a sus aliados, aun antes de las primarias que la enfrentarían a Andrés Velasco, Claudio Orrego y José Antonio Gómez. El nombre fue lo último, pero fue también lo más inspirado del proceso. Creó el piso para que los laboriosos operadores de la candidata -con Rodrigo Peñailillo a la cabeza- iniciaran la tarea de negociar con cada partido, fracción o grupo que estuviera disponible.


Honrando su nombre, la Nueva Mayoría tomaría como centro el programa de los estudiantes (y la reforma tributaria que lo haría posible) y le agregaría numerosas demandas sectoriales -salud, trabajo, regiones, medioambiente, derechos individuales, cultura- que completarían la idea de un gobierno trascendente.


Sólo la reforma de la Constitución quedó en un cierto limbo del programa, en parte por el razonable cálculo de que el cuatrienio no alcanzaría para todo, en parte por la excelente idea de que un proyecto de ese tipo necesita maduración social. El gobierno tendría un placebo para esta omisión: el sistema binominal, convertido en la fuente mítica de todos los males pasados y presentes.

Otro acierto: concentrar los esfuerzos de la primera vuelta en la campaña parlamentaria. Sin asegurar una superioridad relevante en el Congreso, la Nueva Mayoría sería sólo un nombre. La prioridad para el 16 de noviembre debía ser esa. Así lo aconsejaba, por lo demás, la participación de otros ocho candidatos presidenciales. Con todo, algunos de los miembros del círculo cercano, contemplando la autoaniquilación emprendida por la derecha con sus cuatro candidatos en menos de un año, se hicieron la ilusión de conseguir la mayoría absoluta en la primera vuelta. Habría sido el cierre justo para un plan que se había cumplido paso por paso, casi sin contratiempos.

No fue así. Por eso no hubo celebración en el comando de Bachelet. La Nueva Mayoría no había dado para un solo envión. El triunfo final debió esperar otros 30 días.

Quienquiera que se pregunte de dónde salió tanta seguridad en un equipo político decidido a acometer cambios tan grandes, no tiene más que mirar en reversa lo que pasó entre el 2012 y el 2013 en el entorno de la Presidenta.

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Published on February 15, 2015 06:44
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Ascanio Cavallo
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