Peñailillo en el vértigo

De acuerdo: el ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, venía soportando fuego nutrido y cruzado prácticamente desde el momento en que asumió su cargo. Pero esta semana, como parte de la cadena de sorpresas que viene sacudiendo la imaginación política desde el verano, los tiradores lograron alcanzar al menos una parte de su objetivo. Por indirecta que sea su relación con las boletas emitidas para encubrir servicios políticos, el ministro ha entrado en una batidora pública que ya no admite matices, que mezcla culpables con sospechosos y que quiere sancochar al autor de un futuro “arreglín” antes de que éste pueda siquiera vislumbrarse.

Peñailillo es víctima de una situación que, por cierto, lo desborda. El gobierno parece ir dos pasos más atrás de cada nuevo episodio en el proceso de demolición de la confianza en la política. Es probable que el manejo del caso Caval haya sentado las bases de este retraso sistemático, pero eso queda para la investigación histórica: lo seguro es que desde entonces La Moneda no ha encontrado las maneras de salir del entrampamiento y la necesidad de hacerlo se acumula a su alrededor como un magma en ebullición.

Ya no es ni siquiera seguro que las recomendaciones de la comisión asesora sobre probidad vayan a tener la recepción para la cual fue creada; si adquieren la apariencia de quedarse cortas, no será por su calidad intrínseca, sino porque el aire intelectual está hoy más envenenado que hace un mes.

La reacción oficial a este cuadro no es fácil de comprender. La Presidenta ha hecho insistentes esfuerzos por normalizar su propia situación y retomar la agenda de reformas que tenía diseñadas para el 2015. Pero, en el medio de la avalancha de denuncias y escándalos, ya parece que el programa de reformas no fuese mucho más que la última línea de retroceso y respuesta al prolongado debilitamiento de los otros grandes pilares de sustento -la popularidad, la solidaridad interna, la incondicionalidad de los funcionarios, la confianza popular.

Hay un raro solipsismo en la conducta de Palacio.

La Presidenta ha rechazado (no descartado) modificar su gabinete, con la sospecha de que otros quieren meter las manos en ese proceso. Se ha negado a aceptar la injerencia de los partidos, con la sospecha de que éstos quieren llevar aguas para sus propios molinos. Ha alejado a los “pesos pesados” de la Concertación -a quienes ni siquiera reci- be-, con la sospecha de que ellos querrían manejar la gestión como en parte lo hicieron durante su primer mandato.

Son demasiadas desconfianzas juntas.

Como un todo, parecen materializar la idea de que los 20 años de gobiernos de la Concertación fueron más una maldición que un triunfo. Esta idea fue, como se sabe, uno de los diagnósticos más discutibles dentro de los varios que sustentaron la creación de la Nueva Mayoría, y aún no ha sido suficientemente sometido a la prueba de los hechos. De cualquier modo, aquel fue sólo un diagnóstico, no un código de conducta, ni un principio de gobernabilidad, ni mucho menos una normativa ética. Es improbable que sus autores intelectuales lo hayan concebido así, aunque su deriva hacia esos planos fuese inevitable.

Y, sin embargo, tal como van las cosas, no sería difícil que esa descripción del pasado hasta se convierta en una profecía autocumplida, esto es, que los problemas del gobierno sean interpretados como una nueva expresión de la resistencia a los cambios, del poder vigente de las fuerzas fácticas o de los “arreglines” de la clase política. Una vez más, serían demasiadas conclusiones juntas.

El hecho actual es que, con o sin esa borrasca ideológica interior, y al menos hasta aquí, los esfuerzos de normalización realizados desde La Moneda no sólo han fallado, sino que han contribuido a crear una dinámica de exigencias crecientes por soluciones más y más radicales, gestos más dramáticos, medidas más tajantes y pruebas más tremebundas. Peñailillo es un ejemplo de los alcances de ese vértigo, y su caso suena como una clarinada frente al siempre despierto instinto de autoprotección de partidos y dirigentes.

¿Será que la soledad del poder debe alcanzar siempre, al final, unos ribetes tan dramáticamente personales?

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Published on April 19, 2015 09:01
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Ascanio Cavallo
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